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EL PODER DE LAS PALABRAS
Días pasados, en
un vagón de subterráneo me
tocaron como vecinos cuatro
adolescentes varones, cuyas
edades oscilarían entre los 18 y
los 22 años.
No pude seguir el tema
del múltiple diálogo, pero lo que
sí resonó en mis oídos como un
golpe de martillo regular y
frecuente fue la palabra “boludo”.
Cada uno de ellos era llamado así por el otro, entre risotadas, exclamaciones y una evidente excitación
verbal propia de la edad.
No soy moralista, en principio no estoy en contra de las así llamadas “malas palabras” y hasta
creo que son necesarias y casi irreemplazables en determinados momentos de estallido emocional, pero
esta palabrota usada de este modo por los chicos de hoy me da qué pensar.
Cuando yo tenía su edad, uno llamaba al otro amistosamente “che”. Hace pocos años comenzó
a cundir la denominación supuestamente cariñosa de “loco”, y hoy tenemos el “b…”. Como si fuera muy
natural que uno le diga al otro de esa manera. Como si fuera muy encomiable que mis cuatro vecinos de
subterráneo fuese cuatro “b…”, es decir, la multiplicación de “b…” por cuatro.
Cada palabra que pronunciamos es como una de electricidad. Es energía y produce un
insospechable efecto sobre el medio. Ese efecto es progresivo porque se expande como la onda
alrededor de la piedra en el agua. Una palabra puede ayudar a levantarte o a destruirte, eso dice la
historia de Hesiten – Zhang Liang. Y no hay que ser chino para comprenderlo.
Nuestras palabras tienen un poder ilimitado. Por eso podemos decir que “el pez por la boca
muere”. Cuántas veces hacemos gestos de “cosernos” la boca porque sabemos que una palabra de más
o de menos puede matar o revivir a alguien; llevarlo a la guerra o la paz, a la felicidad o a la desdicha.
“Que tus palabras sean mejores que el silencio”, reza otro dicho oriental.
¿Qué país, qué sociedad va a resultar de una juventud cuyos miembros se llaman entre sí
idiotas?...Si los chicos adoptaran otras palabras, si se dijeran “bocho” o “genio” o “as”, ¿no sería una
fórmula más feliz para un país con necesidades reales de mejorar en tantos aspectos? Seguramente el
efecto de estas palabras sería otro.
Y podríamos empezar a construir entre todos una sociedad de bochos, de genios y de ases.
Recuperar los valores. Volver a ser la clase de sociedad que dio a un San Martín, a un Sarmiento, a un
Borges o a un Fangio. Devolverles a las palabras su sentido y su poder.
Alina Diaconú, Revista Nueva,
21 de octubre de 2001