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La expulsión de los moriscos
Felipe III. Monarca que decretó la expulsión de los moriscos.
El duque de Lerma, valido de Felipe III, artífice de la expulsión de los moriscos.
Por José Alberto Cepas Palanca
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ANTECEDENTES Y JUSTIFICACIÓN
Existen dos definiciones de morisco: antiguos musulmanes que recibido el
bautismo, trataban de mantenerse dentro de la fe cristiana y, otros, que sin-
tiéndose forzados a abrazarla contra su voluntad trataban de mantenerse
fieles a su antigua religión. La cuestión de los moriscos comenzó a raíz de
la conquista de Granada en 1492. En el siglo XVI, el término morisco era
abiertamente despectivo. A esto se sumaban sus formas de vida e incluso
de vestido y de habitación. Desde 1085, en que capitula Toledo ante los
musulmanes liderando la conquista Alfonso VI de Castilla, “el Bravo”, has-
ta 1502, la situación jurídica de la fe musulmana en todos los reinos espa-
ñoles – Portugal incumplió esa norma en 1497 – era la correspondiente a la
que en el antiguo derecho romano se definía como “religio licita”; en otras
palabras, los musulmanes (“mudayyan” o sometidos, de donde proviene el
término mudéjar) podían privadamente practicar su religión e incluso en
organizarse en pequeñas comunidades administrativas porque así se había
establecido por los reyes en las capitulaciones firmadas. En 1480 había
unos treinta mil musulmanes viviendo en territorio castellano y bastantes
más en la Corona de Aragón desarrollando la actividad agrícola, que los
grandes señores consideraban esencial, sin causar problemas serios. Los
impuestos sobre los mudéjares (musulmanes que vivían en zona cristiana y
bajo su control) eran menores que los que tenían los antiguos granadinos.
Posteriormente la población musulmana creció, por encima de los doscien-
tos mil después de la conquista granadina.
Los Reyes Católicos mantuvieron y accedieron a esas condiciones porque
creían que su conversión induciría a la mayoría a solicitar el bautismo. De
esta tarea se encargaría el conde de Tendilla y fray Hernando de Talavera,
confesor de la reina Isabel y primer arzobispo de Granada. Se estuvieron
durante casi siete años convirtiendo o intentando convertir a los moriscos
hasta que en 1499 intervino el cardenal Cisneros que consideró que la exis-
tencia de tantos musulmanes era un peligro para la Cristiandad y, los méto-
dos seguidos hasta entonces eran demasiado lentos. Entonces se montó un
sistema durísimo de malos tratos, logrando conversiones poco sinceras.
A partir del dieciocho de abril de ese año (1499) estalló una rebelión que
desde el Albaicín se extendió hasta las Alpujarras que duró hasta el 8 de
marzo de 1500. Las revueltas se reprodujeron en 1501. Por esta causa,
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quedó suprimido el status de religión lícita para el Islam, no sólo en Grana-
da, sino en toda Castilla. Los mudéjares tenían dos opciones: bautizarse o
emigrar, bien entendido que, transcurrido un cierto plazo, les sería prohibi-
da la salida del reino. La mayoría permanecieron. Para muchos resultaba
muy difícil adaptarse a la nueva religión dentro de la cual eran tratados co-
mo catecúmenos necesitados de instrucción. La medida, de momento, no
fue aplicada en Aragón y Valencia. Hubo zonas donde el predominio mo-
risco era absoluto. A esta circunstancia se unió el hecho de que piratas ber-
beriscos, alentados y estimulados por los otomanos, y que muchas veces
eran ayudados desde tierra por los moriscos cuando hacían incursiones en
pequeñas poblaciones de la costa, haciendo bastantes cautivos.
Carlos V, en 1525, aplicó la norma vigente en Castilla y también en
Aragón; conversión o dejar el reino. Los años transcurridos entre 1565 y
1571 pueden considerarse una época en que la Monarquía Católica vivió
bajo la sensación de peligro. En Europa se luchaba contra los luteranos,
calvinistas y anglicanos y en España se tenía miedo de una invasión de los
turcos, apoyados por los moriscos, que iban a su vez aumentando en núme-
ro. También influyó en la decisión de expulsar a los moriscos los reiterados
fracasos de la política española (paz de Londres, imposibilidad de continuar
la guerra en Flandes) junto con la oposición de los rebeldes holandeses a la
tregua ofrecida por España (Tregua de los Doce Años). Si se expulsaba a
los moriscos se presentaría como un triunfo católico que compensaría las
otras cesiones.
Entre las motivaciones de larga duración de la primera década del siglo
XVII hay que destacar la sublevación morisca del Reino de Granada (di-
ciembre de 1568) que originó una guerra que concluyó en 1570 con la de-
portación de los sublevados granadinos a otros territorios del reino de Cas-
tilla. En 1570, más de cincuenta mil moriscos fueron expulsados para
siempre de su lugar de origen y reasentados en Castilla, Andalucía occiden-
tal y Extremadura. Durante los tres años siguientes unos ochenta mil mo-
riscos más fueron expulsados de sus lugares de origen. En esos años Gra-
nada perdió hasta ciento veinte mil habitantes. Lo que empezó como una
sublevación de salteadores creó alarma en el gobierno de Felipe II, ya que
se temía que el Turco junto con los argelinos y hugonotes franceses apro-
vechasen el levantamiento para invadir España. Felipe II no hizo caso a los
consejeros que le animaban a expulsarlos. Lo que sí hizo fue deportarlos a
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zonas menos peligrosas, en 1570 y después en varias ocasiones entre 1574
y 1577, momento de máxima presión otomana tras Lepanto. El vicecanci-
ller del Consejo de Aragón, Bernardo de Bolea, bloqueó prudentemente la
idea de deportar también a los moriscos de Valencia y Aragón, ya que en
varias ocasiones, según la Inquisición había posibilidad de conspiraciones.
En su lugar, lo que se hizo, fue desarmar a los moriscos aragoneses efec-
tuado por sus señores en 1575.
Otra causa de larga duración fue la resistencia morisca a asimilar un cris-
tianismo tridentino, creando una apostasía ya que la Inquisición ya había
perseguido al islamismo a partir del comienzo del reino de Felipe II. Se
abre entonces una intensa actividad inquisitorial en que el primer paciente
del Santo Oficio era el morisco. Los tribunales inquisitoriales de Valencia y
Zaragoza llegaron a un acuerdo económico con las comunidades moriscas,
por los que, a cambio de un pago de una subvención anual, la Inquisición
no confiscaba los bienes de los condenados. No obstante, la persistencia
morisca en las prácticas musulmanas provocó además denuncias proféticas
(derrota de la Armada Invencible, etc.) anunciando mayores males para el
mundo cristiano. Las quejas y denuncias del arzobispo de Valencia, Juan de
Rivera, virrey de Valencia y patriarca de Antioquía, eran la que con más
clamor se oían, aunque no la única. Felipe II firmó la pragmática de 1567,
que prohibía a los moriscos el uso del árabe, vestidos distintos a los del re-
sto de la población; en suma todos los usos y costumbres distintos a los del
resto de la población. La respuesta, en las Alpujarras, en Filabres (Almería)
y en la Serranía de Ronda no se hizo esperar. Fueron dos los alzamientos: a
finales de 1568 y comienzos de 1569. El primer intento de sofocar la rebe-
lión de las Alpujarras, encomendado al marqués de Mondéjar, fracasó.
Juan de Austria tomó el relevo con dos fines: acabar con la rebelión interna
y rechazar la supuesta ofensiva turca, que nunca se produjo. El de Austria
consiguió pacificar la zona. Un miembro de las familias antiguas granadi-
nas, Fernando de Córdoba y Valor, renombrado como Aben Humeya, pre-
tendía poner de nuevo en pie el antiguo reino de Granada, atrayendo la co-
laboración de los moriscos levantinos, pero los que formaban su bando
querían hacer acciones de pillaje, que proporcionaban ganancias y esclavos.
Los moriscos granadinos mantuvieron contactos con el sultán otomano y
con los señores de Argel y Tetuán —el hermano de Aben Humeya, Luis de
Valor, viajó a Argel y después a Estambul para recabar apoyos—. El sultán
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otomano, Selim II, les envió una carta de apoyo en su lucha contra los
“malvados cristianos”, y aunque estaba ocupado en la conquista de la isla
de Chipre —de la que acabó apoderándose en el otoño de 1570— ordenó
que recibieran ayuda desde Argel, aunque ésta fue bastante limitada. Se
enviaron armas y provisiones y unos cuatro mil turcos y berberiscos com-
batieron en las filas de los moriscos granadinos, apoyando siempre a los
jefes partidarios de continuar la guerra y contrarios a la negociación.
La consecuencia es que Abén Humeya fue asesinado al igual que su her-
mano y sucesor Abén Abú. Las medidas de represión fueron encomendadas
a la Inquisición: se trataba de castigar las prácticas musulmanas obligando
a los moriscos a vivir exclusivamente como cristianos. Las denuncias, co-
mo ya pasara con los conversos del judaísmo, fueron abundantes. Pero en
este caso, los delincuentes no eran exclusivamente los moriscos, sino tam-
bién los señores en cuyas tierras vivían y trabajaban, algunos de los cuales
eran eclesiásticos. La Inquisición llegó a la misma conclusión que con los
judíos: la asimilación era imposible, además la quiebra de la Hacienda Real
y el fracaso cosechado en Francia (Enrique IV de Borbón – “Paris bien vale
una misa” - se había convertido al catolicismo para poder ser elegido rey)
puso a España en situación defensiva. Así se llegó a la decisión final. No
servía dar a elegir la decisión (bautizarse o salir), pues ya eran cristianos de
nombre, había que eliminar un cuerpo social que había llegado a convertir-
se en muy peligroso ya que ciertos dirigentes moriscos ya habían contacta-
do con Enrique IV.
La Iglesia, como diría el arzobispo Rivera, también estaba convencida que
la presencia de los moriscos era un mal. Sólo los grandes propietarios agrí-
colas de Aragón, Valencia y los jesuitas estaban en contra de la expulsión.
El problema morisco se venía arrastrando desde 1502. Los moriscos de los
señoríos se sublevaron menos que los de realengo debido a la protección
que les dieron sus señores. La principal preocupación de Felipe II fue que
la rebelión de las Alpujarras se transformara en un levantamiento generali-
zado de todos los moriscos de sus estados, incluidos los de la Corona de
Aragón —una preocupación que compartían los cristianos viejos de esos
territorios —, concertada con una intervención del Imperio Otomano y de
sus aliados del norte de África, lo que pondría en peligro a la propia Mo-
narquía Hispánica, una amenaza que se sintió cercana durante la segunda
mitad de 1569 y los inicios de 1570. Ya en 1580, el jerife de Fez, cercano a
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Felipe II, fue el que le reveló una vasta conspiración morisca en unión con
Marruecos (en aquella época Fez era un reino independiente del Marruecos
que ahora se conoce). En 1596, el marqués de Denia, de Valencia, da a co-
nocer a Felipe II nuevos temores en el mismo sentido, pero el Rey Prudente
no quiso enfrentarse al problema pues confiaba en su rápida conversión. En
1602 y en1605, ya reinando Felipe III, está a punto de estallar revueltas de
moriscos en Valencia, confirmadas después por fuentes francesas, revueltas
que iban a ser apoyadas activamente por Francia y por los berberiscos.
En vísperas de su expulsión, dos terceras partes de los moriscos que vivían
en España lo hacían en el reino de Valencia. Bastantes en Aragón y en Ca-
taluña una minoría. En Castilla vivía el resto. Mayormente los moriscos
eran campesinos sometidos a señorío ocupando en exclusiva comarcas en
las que había pocos cristianos viejos. Eran comunidades muy cohesionadas,
dirigidas por una elite de familias ricas que desarrollaban una importante
actividad comercial. Los moriscos valencianos eran los que mayormente
mantenían los rasgos culturales moriscos: uso del árabe, vestidos tradicio-
nales femeninos, costumbres alimenticias, etc. Todo vinculado a su fe islá-
mica. En Castilla había dos tipos de comunidades moriscas: los antiguos
mudéjares, convertidos a principios del siglo XVI, asentados en ciudades y
en determinadas comarcas de la Mancha, Extremadura y la zona del Ebro y
que estaban muy asimilados a la sociedad de los cristianos viejos sin haber
perdido su identidad.
Otra comunidad fue la que se añadió a partir de 1570 y que componían los
granadinos deportados del reino por la guerra de Granada, que se distribu-
yeron de forma irregular por el Guadalquivir, Extremadura, Castilla-La
Mancha y Murcia que tuvieron que reconstruir sus vidas en el exilio en
condiciones muy duras, perdiendo poco a poco sus signos de identidad
islámicos.
Las razones de la expulsión se debieron por un lado a motivaciones de lar-
ga duración y por otro a la política de Felipe III y de su valido, el duque de
Lerma, en la primera década del siglo XVII. Entre las primeras se encuen-
tran la pervivencia musulmana y su negativa a vivir como cristianos. Se
hicieron serios esfuerzos en este sentido.
Entre 1492 y 1566 se publicaron catecismos o colecciones de oraciones
cristianas en lengua árabe. Juan de Rivera, arzobispo de Valencia, se de-
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dicó durante los cuarenta y un años precedentes a la expulsión, a evangeli-
zar a sus feligreses moriscos y a defenderlos contra las coacciones. El obis-
po de Segorbe le imitó. Se fomentó los matrimonios mixtos. La Inquisición
multiplicó los edictos de gracias (el edicto de gracia era el primer paso de
las "visitas" de la Inquisición a una ciudad o un área rural en el que se invi-
taba a la denuncia de uno mismo como hereje en un plazo de entre treinta o
cuarenta días, durante el cual no sería castigado con penas severas siendo
posteriormente sustituido por el edicto de fe, mucho más duro), mostrándo-
se indulgente. Y, a partir de 1571, estableció que los bienes de los moriscos
perseguidos por herejía no fueran ni secuestrados ni confiscados, lo que
favorecía a los moriscos en relación con otros súbditos. Como contraparti-
da, los moriscos aceptaron pagar a la Inquisición una tasa anual de dos mil
quinientos ducados, una miseria. Además no todos los moriscos eran po-
bres; en un informe a Felipe II se señala que en Andalucía y en Toledo,
había más de veinte mil que disponían de ingresos superiores a veinte mil
ducados, casi el diez por ciento del montante de la tasa que todo el conjunto
de los moriscos pagaba a la Inquisición.
No se podía hacer más, pues no existía país en el curso de la historia, en
que el cristianismo haya desplazado al islam. La cristianización de los mo-
riscos, era tan evidentemente imposible, que los que habían intentado por
conseguirlo acabaron por ser los más ardientes partidarios de la expulsión
(el obispo de Segorbe y el arzobispo de Valencia).
PREPARACIÓN
A causa del estrepitoso fracaso en la toma de Argel (1601), en tiempos del
duque de Lerma, valido de Felipe III, del también fracasado programa de
evangelización y conversión de los moriscos preparada durante años, es
aprovechada por el propio Rivera para solicitar la expulsión de los moris-
cos. Aunque el monarca la aprobó, Lerma y algunos consejeros se opusie-
ron, archivándose la propuesta.
Los holandeses de las Provincias Unidas se opusieron tenazmente a las
concesiones ofrecidas por Felipe III en materias de religión por lo que la
posición de Lerma se debilitaba dentro de la Corte. Finalmente, por temo-
res infundados de una invasión de Península por parte del Turco y para evi-
tar otra guerra con los neerlandeses se planteó la Tregua de los Doce Años
y se volvió a plantear el tema de la expulsión morisca. El cuatro de abril de
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1609, el Consejo de Estado aceptó la expulsión y comenzó a estudiar el
procedimiento para llevarla a cabo.
La decisión se fundamentó en la “razón de Estado”, por el presunto peligro
que suponía un posible apoyo morisco a una supuesta amenaza de invasión
de España por los marroquíes con el auxilio de los holandeses. Se acusó de
forma global a los moriscos de apostasía, que aunque estaban bautizados,
se les acusaba de seguir fieles a la fe islámica a pesar de todos los esfuerzos
para convertirlos.
Se comenzaron los preparativos con todo sigilo, iniciando el proceso con
los que vivieran a veinte leguas de la costa, que afectaba directamente a
valencianos y andaluces; se puso en marcha un plan militar basado en las
flotas de galeras del Mediterráneo, reforzada con infantería de Italia y apo-
yadas por los galeones del Atlántico. Pero a finales de julio se cambió el
plan y se comenzó con la expulsión de los valencianos, seguidos de los cas-
tellanos.
El cuatro de agosto en Segovia, Felipe III firma las instrucciones para los
generales encargados de llevar a la práctica la decisión: Agustín Mexía y el
marqués de Caracena, virrey de Valencia, ayudados por el arzobispo Ribe-
ra. Con el mayor secreto, los tres, en contacto con el Consejo de Estado
fueron preparando la expulsión mientras las flotas se reunían en las islas
Baleares, frente a las costas valencianas.
La elaboración fue complicada; que hacer con los buenos cristianos, los
niños, y los matrimonios mixtos. Los moriscos no podían escapar mediante
una conversión religiosa puesto que estaban bautizados y la expulsión se
basó en una condena de traición. Los niños menores de cuatro años se que-
darían si los padres estaban de acuerdo. Por indicación de Lerma, a los se-
ñores de los moriscos se les compensó de la pérdida de sus vasallos y traba-
jadores con la propiedad de los bienes de los moriscos (algunos historiado-
res dicen que fue Lerma el que como era “señor” de moriscos, por interés
personal, impulsó y obligó a cumplir esa norma).
La estrategia consistía, por una parte, en tener los preparativos tan avanza-
dos que las negociaciones no pudieran impedir el embarque. Por otra, había
que ganarse a las fuerzas vivas del Reino por medio del clientelismo, obra
que debía hacer el virrey, y de la defensa de la fe, misión del arzobispo Ri-
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bera. El quince de septiembre, el Consejo de Estado se ratificó en su deci-
sión de expulsar a los moriscos valencianos y castellanos. Se dio la orden
que las galeras se reuniesen en Ibiza y de allí partieran a sus destinos.
El decreto de expulsión de los moriscos de Valencia apareció el 29 de sep-
tiembre de 1609. La expulsión de los moriscos de Andalucía y Murcia se
decretó el 9 de diciembre de 1609. En abril de 1610 la de aragoneses y ca-
talanes; luego la de los de Castilla, La Mancha y Extremadura.
En fechas posteriores se fue informando a las instituciones y personalida-
des; el dieciocho de septiembre, Lerma informa al Consejo de Aragón de la
orden de expulsión de los moriscos valencianos, y que fuera estudiando los
problemas del censo sobre los bienes de los moriscos y la forma de repo-
blar la zona e informar al Rey. Al arzobispo de Zaragoza, virrey de Aragón,
se le dijo el mismo día, informándole que la orden no afectaría a los moros
aragoneses. Sólo se mantuvo la promesa siete meses. A pesar del secreto,
en Valencia ya se sospechaba algo por lo que una comisión de moriscos
salió para entrevistarse con el Rey.
El 21 de septiembre mientras la comitiva se dirigía a ver al monarca, en
Madrid, el virrey de Valencia entregaba a los nobles titulados, a los diputa-
dos del reino y a los jurados de Valencia las cartas reales con la decisión
tomada, y el 22 lo hacía al estamento militar, que con quejas, pues veían la
catástrofe laboral que se avecinaba para sus haciendas, aceptaron la deci-
sión real.
Finalmente, el 22 de septiembre se pregonó por las calles de Valencia el
bando del marqués de Caracena. Cuando la embajada se entrevistó con Fe-
lipe III, el proceso de expulsión ya estaba en marcha. El bando muy elabo-
rado, comenzaba con una exposición de motivos, basada en una carta real
de cuatro de agosto, que resaltaba como ante las conspiraciones constantes
de los moriscos, especialmente valencianos y castellanos y el inútil esfuer-
zo de su evangelización, se había decidido expulsar a Berbería a los del Re-
ino de Valencia por apóstatas y traidores. También decía que bajo de pena
de muerte, una vez publicado el bando en cada localidad, los moriscos que-
darían recluidos en ella hasta que fueran conducidos a los puertos por los
comisarios.
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Durante el embarque, se les abastecería, pero recomendándoles que lleva-
ran lo que pudieran. Se les autorizaba a llevar los bienes que pudieran car-
gar, excepto pólvora. El resto de sus pertenencias quedaba para los señores
y se amenazaba con pena de muerte a los vecinos de los lugares en que se
escondieran o destruyeran lo que no pudiesen llevar. También se castigaría
con seis años de galeras a quienes les ayudasen a ocultarse o huir. Para
tranquilizar a los moriscos se amenazaba a los cristianos viejos que les mal-
tratasen y se ofrecía la posibilidad de que de cada expedición regresaran
diez a informar a los demás del trato recibido durante el viaje. Por último se
daba libertad a los que no quisiesen ir al norte de África para que fueran a
otros reinos distintos de los españoles. Se había planeado el control militar
del territorio valenciano por las flotas de guerra y los saldados traídos de
Italia, junto con la movilización de las milicias territoriales. Se designaron
comisarios, con la misión de dirigir el desplazamiento de las poblaciones
moriscas de las demarcaciones del reino hacía uno de los puertos elegidos:
Vinaroz en el norte, Denia y Alicante en el sur.
El planteamiento era comenzar por los más cercanos a la costa, llevándolos
lo más deprisa posible a los embarcaderos donde esperaban las escuadras
reales, que realizaron tres viajes al norte de África entre principios de octu-
bre y finales de noviembre. Aparte de en los navíos de guerra, los moriscos
deseaban también embarcarse en buques mercantes, que negociaron con las
autoridades la posibilidad de concertar el traslado con los patrones, la ma-
yoría franceses, para que lo llevasen.
Las autoridades aceptaron rápidamente esas demandas, ya que así se acele-
raba el proceso, y se liberaba a la administración y a la hacienda real del
trabajo y gasto de proveer de naves para sacarles del reino, sin por ello re-
nunciar a mantener el control de las naves. Esto permitió utilizar el puerto
de Valencia al no tener que utilizar naves de guerra al ser un embarcadero
muy abierto y sin protección alguna. Sorprendió a las autoridades la pre-
disposición con que los moriscos acudieron a embarcarse. Sólo, avanzado
el proceso, se produjeron sublevaciones en las sierras de Laguar (Alicante)
y Cortes (Valencia), reprimidas con relativa facilidad y que no interrumpie-
ron el ritmo de las salidas, aunque crearon un residuo de moriscos que
costó bastante erradicar.
DECISIÓN Y DESARROLLO
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El responsable en Castilla fue Bernardino de Velasco, conde de Salazar. En
Valencia fue el maestre de campo Agustín Mejía, en Andalucía fue Juan de
Mendoza, conde de San Germán, en Murcia fue Luis Fajardo, marqués de
los Vélez.
En 1608 los mismos moriscos de Valencia recurrieron a la ayuda marroquí;
y en la primavera de 1609 fueron escuchados, porque el jerife de Fez aca-
baba de ser vencido por el fanático sultán de Marraquech. Entonces, Espa-
ña para no ser cogida desprevenida, ataca, a través de una operación pode-
rosamente organizada y ordenada. Fue la expulsión morisca en la que Es-
paña perdió mucho menos de lo que se ha dicho.
Algunos pueblos de labradores quedaron despoblados, algunas profesiones
perdieron hábiles artesanos y los riegos perdieron muy poco con ello. La
razón fue que los cristianos viejos cultivaban las fértiles huertas de regadío
de las regiones de Valencia y Alicante, en su gran mayoría.
A los moriscos, se les había asignado las malas tierras, las de secano, de la
zona interior. La Inquisición tuvo su parte de culpa, como todo el país. La
Inquisición también se quejó de las dramáticas consecuencias económicas
de la expulsión morisca para la propia institución.
La expulsión decretada en 1609 por Felipe III, fue impulsada por Lerma,
más que por el propio rey. Se podía haber resuelto por medios disuasorios.
Distribuidos por las zonas agrícolas de Cataluña, Valencia, Murcia, Aragón
y Andalucía, los moriscos eran buena parte del pueblo labrador. Los moris-
cos no aceptaron de buen grado su expulsión.
El decreto se leyó por vez primera en las calles de Valencia, pero en Ali-
cante estalló un movimiento de rebeldía mientras esperaban el embarque.
La resistencia fue inútil. En Andalucía la expulsión se realizó sin dificulta-
des, y el éxodo morisco ya había comenzado antes de hacerse público la
decisión real. Refugiados en el norte de África, también los moros abusaron
de ellos. Un grupo mejor organizado se situó en Salé (Marruecos), propi-
ciando una zona de pirateo que constituyó un serio peligro para la seguri-
dad comercial y pesquera cristiana. Más de ciento cincuenta mil brazos úti-
les para el campo abandonaban España, victimas por los caminos de saque-
os y extorsiones.
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La opinión del país, especialmente en la zona valenciana estuvo muy divi-
dida. Hubo voces autorizadas: padre Aliaga, confesor real, obispos de Tor-
tosa y Orihuela que defendían la no discriminación de los expulsados, sino
que se excluyesen de ella a los auténticos conversos y a los moriscos “bien
dispuestos”. Lo que más dividió fueron las razones económicas. Los seño-
res de los vasallos moriscos se erigieron, en su gran mayoría, en defensores
de los mismos, ya que su expulsión perjudicaba sus intereses y socavaba la
fuerza e influencia que los moriscos les proporcionaban con su adhesión y
laboriosidad. Uno de los señores que estaban totalmente a favor fue el du-
que de Lerma.
Los perjuicios de la expulsión se advirtieron de inmediato, en las regiones
donde trabajaban los moriscos, desapareció el campesinado y la ruina fue
total. Los moriscos eran buenos artesanos, agricultores y comerciantes,
desapareciendo con ellos buena parte de industrias de curtidos, sederías,
paños, algodón, etc. En la industria se notó menos, menos en Sevilla en
donde muchos moriscos trabajaban de cargadores en el puerto agravando
los problemas que ya afectaban al comercio con América.
Hubo protestas eclesiásticas por esta situación, pidiendo remedio, lo que
para algunos, no para todos, significaba la expulsión. Se les acusaba de
apostasía y traición por sus contactos con turcos, argelinos y otros enemi-
gos de la Monarquía Hispánica, a los que animaban a atacarla prometiéndo-
les ayuda económica y militar en forma de levantamientos.
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Embarque en playas valencianas.
La cuestión cambió radicalmente con Felipe III que desde el principio de su
reinado se mostró favorable a su expulsión. Pero el duque de Lerma, hasta
1607, no se mostró partidario de la medida. En el decreto de expulsión se
resumen las causas: los moriscos no cumplen con la fe, ofenden a Dios,
cometen crímenes y violencia contra los cristianos viejos y han conspirado
contra la Corona buscando ayuda del Imperio Otomano.
Los moriscos sabían ya la suerte que les aguardaba. Muchos vendían a
cualquier precio sus haciendas y, desde varios meses antes, emigraban a
otros reinos: África y Francia. Llegaron la galeras de la flota de España
(Pedro de Toledo que también mandaba las galeras de la escuadra de Italia,
las de Portugal, las de Sicilia, las de Génova y las de Cataluña), desembar-
cando tropas viejas al mando de Pedro de Toledo, que tomó la sierra de Es-
padán (Castellón).
Comenzó el embarque dirigido por Agustín de Mexía ayudado por el arzo-
bispo Ribera y el virrey, marqués de Caracena. Los moriscos habían de
embarcarse en los puertos designados, había severas penas para los que
eludiesen la orden y para los que maltratasen a los exilados. Los niños se
podían quedar, si tenían menos de cuatro años y si los padres lo consentían,
para ser educados en el cristianismo.
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En cada pueblo de más de cien casas de moriscos, se permitía que se que-
dasen seis, los más viejos y mejores cristianos, para que instruyesen a los
nuevos pobladores en los oficios locales. Embarcaron los primeros en De-
nia, en las galeras de Nápoles, que mandaba Luis Fajardo. Eran casi todos
súbditos del conde de Maqueda, que se embarcó con ellos y los acompañó
hasta África.
Llegaron con buen tiempo a Orán, donde salió a recibirles el conde de
Aguilar, gobernador de la plaza. El rey de Tremecén (ciudad al noroeste de
Argelia) envió un capitán con quinientos caballos y mil camellos contrata-
dos a un judío para trasladar las mercancías.
Se había ordenado que algunos de los moriscos volvieran a España para dar
noticias a los que se quedaban de cómo habían sido tratados durante la tra-
vesía y el desembarco. Algunos grupos que habían fletado bajeles particu-
lares, franceses o italianos, por desconfianza de las galeras reales “fueron
echados a la mar, desembarcados en islas estériles y asesinados para robar-
les “. El gobierno fue el único que les defendió de la rapacidad de bandole-
ros y corsarios. Animados por estas noticias, se aceleró el embarque. En los
navíos reales embarcaron, en distintos puntos de la costa desde Vinaroz
hasta Alicante, unos sesenta o setenta mil moriscos. Al principio iban con
gran alegría, deseosos de dejar España y establecerse en África, pero pronto
les llegaron noticias de desafueros cometidos por cristianos viejos de su
calamitosa situación para robarles o maltratarlos. Todo esto encendió el
mal contenido espíritu levantisco de los que aún quedaban en España, for-
talecido por el instinto de conservación y la esperanza de que los turcos y
africanos vendrían en su socorro.
Y al final de octubre unos doce mil se sublevaron en Finestrat, Rellen,
Guadaleste, (Alicante), Muela de Cortes (Valencia), Vicor (Zaragoza) y
otros lugares. Mexía los atacó, pero cuando los redujo, los trató con mag-
nanimidad. Todos se fueron sin protestar a excepción de los de Hornachue-
lo (Córdoba) que tuvieron que ser reprimidos y condenados. En Valencia
había numerosos pueblos cuya población era enteramente morisca: Teresa,
Cofrentes y Cortes. En Castilla la Vieja: Ávila y Valladolid. En el reino de
Toledo: en la ciudad misma, en el campo de Calatrava, Ocaña, Pastrana y
Ciudad Real. En la Mancha: San Clemente, Escalona, Manzanares, Alcá-
zar, Valdepeñas, Villarobledo, etc. En Extremadura: Magocele, Benque-
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rencia y los de la región de Plasencia. Una gran mayoría pasaron a los rein-
os del norte de África (Orán), algunos a Turquía y a Francia y los menos, a
Italia.
En África muchos fueron expoliados y asesinados por sus propios guardia-
nes. Los que iban en bajeles contratados fueron los que lo pasaron peor. La
causa del mal recibimiento que tuvieron en África fueron los celos de jud-
íos, moros y árabes, que temían que los moriscos recién llegados acapara-
ran los oficios productivos.
Así pues, los moriscos, en plena degeneración racial, disgregados y amila-
nados, fueran arrojados de muchas partes. Tuvieron mejor suerte los que
fueron a Túnez. Muchos fueron a Fez y otras ciudades marroquíes donde,
en general, fueron bien recibidos, menos los sospechosos de haberse con-
vertido al cristianismo a los que maltrataron y obligaron a volver a la fe de
Mahoma. A Salónica (Grecia) llegaron unos quinientos moriscos de
Aragón. En Constantinopla se fijaron algunos valencianos y bastantes de
Sevilla. En Pera, arrabal de Constantinopla hicieron una gran colonia, que
llegó a ser tan fuerte, que quisieron expulsar a los cristianos, impidiéndolo
el embajador de Francia. Muchos se hicieron marinos.
Otros, llevados por su odio a España, se dedicaron a la piratería. Las esti-
maciones precisas cifran entre ochocientos mil y novecientos mil la totali-
dad del número de moriscos expulsados aunque algunos historiadores dis-
minuyen esa cifra hasta unos trecientos mil.
Muchos de los que se anticiparon a la expulsión lo hicieron a Francia; eran
los más ricos e influyentes, sobre todos los de Aragón, por la proximidad
de sus fronteras y por la ayuda que podían recibir de sus amigos en el me-
diodía de Francia (Toulouse, Marsella).
Una parte de los moriscos, hartos de tanta guerra con los españoles, se fue-
ron contentos, pero la mayoría no se querían ir. Muchos, para quedarse ale-
garon que eran cristianos. Los que se quedaron eran principalmente del
campo de Calatrava, Almagro, Villarubia de los Ojos y Daimiel, pero los
que fueron encontrados, fueron enviados a galeras o a trabajar en las minas
de Almadén. Pero los rigores de la expulsión fueron compensados con la
ayuda de los grandes señores o en los monasterios, especialmente a los ya
cristianos o los que estaban a punto de bautizarse. Bastantes ingresaron en
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conventos y muchas mujeres se casaron con cristianos; así eludieron el sa-
lir. De los que salieron, bastantes volvieron empujados por las persecucio-
nes en tierras extranjeras, sobre todo en África. Pero más les empujaba la
nostalgia de España. Eran tantos los que regresaban que se publicaron dos
edictos, en septiembre de 1611 y abril de 1613, amenazándoles con galeras.
Los edictos no sirvieron de mucho, pues seguían regresando, bien pasando
inadvertidos, alegando cualquier causa pacífica o incluso queriendo ir a pe-
dir perdón al rey por sentirse arrepentidos.
Embarque en el puerto de Vinaroz.
EXPULSIÓN DEL RESTO DE MORISCOS
No habían acabado de salir los valencianos cuando se ordenó la salida de
los andaluces, murcianos y de la villa extremeña de Hornachos mientras
que se permitía emigrar libremente a los castellanos que lo desearan (Argel
y Tetuán). Los puertos de Sevilla, Málaga y Cartagena vieron embarcar en
1610 a más de treinta y cinco mil personas fundamentalmente procedentes
de Granada, deportadas y distribuidas por Andalucía y Murcia.
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De las dos Castillas salieron para Irún, pasando obligatoriamente por Bur-
gos; de fines de enero a finales de abril salieron unas treinta mil personas
de Castilla la Vieja y del reino de Toledo.
El uno de mayo, Felipe III ordenó cerrar la frontera con Francia ordenando
que se embarcaran todos en Cartagena. Hacía allí se dirigieron los extre-
meños y manchegos en número desconocido. Mientras esto sucedía, se
había decidido la expulsión de catalanes y aragoneses decretada por el rey
el diecisiete de abril de 1610. La expulsión de éstos se realizó ese verano.
Los moriscos catalanes fueron los primeros en ser llevados al puerto de los
Alfaques, en el delta del Ebro. Para Aragón se contaba con el plan desarro-
llado por el virrey Aytona permitiéndose la salida por los puertos pirenai-
cos de Aragón y Navarra hasta Francia. En total, entre julio y septiembre de
1610 abandonaron España algo más de noventa y cuatro mil moriscos ara-
goneses y catalanes.
Más trabajo costó erradicar a los moros de la Corona de Castilla (de origen
granadino que no había querido emigrar voluntariamente, de los antiguos
mudéjares castellanos, muchos muy integrados en la sociedad española y
que litigaban para no ser expulsados).
El diez de julio de 1610 se ordenaba su salida. Los de Castilla la Vieja vol-
vieron a dirigirse a Irún para pasar a Francia; los de la Mancha y Extrema-
dura lo hicieron por Cartagena. El procesó avanzó muy lentamente y en
1611, el Rey tomó una serie de disposiciones muy duras para expulsar a
todos sin contemplaciones y evitar el retorno de los ya deportados.
El 22 de marzo se ordena la salida de todos los granadinos que quedasen,
así como los antiguos mudéjares castellanos. Ante la resistencia cada vez
más grande, que en muchos casos contaban con el respaldo de las autorida-
des eclesiásticas y municipales, se enviaron comisarios que rebuscaron y
expulsaron a los moriscos restantes, ya en pequeño número.
El proceso se cierra a comienzos de 1614 con la expulsión de los murcianos
descendientes de los antiguos mudéjares que habitaban especialmente en el
valle de Ricote (Murcia); algunos fueron autorizados a quedarse por estar
totalmente integrados entre los cristianos viejos. En justicia, se les expulsó
a la mayoría, siendo totalmente cristianos.
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De los expulsados, las dos terceras partes procedían de la Corona de
Aragón y el tercio restante de Castilla. Bastantes de los expulsados regresa-
ron. El gobierno se empleó a fondo para localizarlos y castigarlos. Muchos
de ellos pudieron pasar desapercibidos, por vestir y hablar como los cristia-
nos viejos difuminándose entre ellos. Los sectores más intransigentes im-
pusieron su criterio: se creó una amplia cobertura ideológica y publicista,
para “arrancar” la sangre morisca de raíz, sin que importara su comporta-
miento religioso o su inserción en la sociedad dominante, dicho criterio de-
fendía que la expulsión morisca significaba el final de la Reconquista.
Un nuevo punto de vista: no se trataba de expulsar a los moriscos, si no de
evitar que volvieran. Muchos de estos deportados moros se enrolaron en las
tripulaciones de los corsarios facilitando lugares que podían ser atacados
para realizar desembarcos y hacer cautivos, aumentando la peligrosidad de
la navegación por el Mediterráneo.
Listado con los expulsados de La Mancha.
CONSIDERACIONES
El mayor daño producido con la expulsión fueron la agricultura y los ofi-
cios manuales. Eran los únicos que cultivaban el campo español (con ex-
cepción de las tierras de riego), porque la población cristiana útil había
disminuido mucho, sobre todo en los campos. La razón estaba en que el
trabajo en el campo era muy duro y los oficios humildes normalmente los
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hacían los moriscos, pues los cristianos se dedicaban a casar sólo a algunos
de sus hijos, los demás entraban en la Iglesia; otros entraban en el ejército,
emigraban a América, eran servidores de la nobleza, se dedicaban a oficios
urbanos o en la burocracia. Los españoles preferían otro tipo de trabajo
menos duro, conquistando en América y mirando con desprecio los oficios
mecánicos.
A comienzos del siglo XVI se insistía en la limpieza de sangre y hasta en la
“limpieza de oficio” para la entrada en determinados gremios (los moriscos
no podían ser oficiales, aprendices ni maestros en ningún gremio). Los ofi-
cios de los moriscos no agricultores eran: calderero, herrero, alpargatero,
jabonero, tejedor, sastre, soguero, espartero, ollero, zapatero y revendedo-
res, trabajaron en el curtido y trabajo de pieles, como carpinteros y cera-
mistas. También como artificieros, arrieros, transporte de animales de car-
ga, transporte fluvial (en el Ebro).
El analfabetismo era algo mayor que el de los cristianos viejos, pero eso no
impidió que hubiera escribanos, médicos o físicos, curanderos y boticarios,
a pesar de las trabas que se les ponía para practicar estas profesiones. Los
mudéjares sobresalieron en la platería y en la manufactura de armas y jae-
ces de caballos. Destacaron por las edificaciones y obras de ebanistería de
gran valor artístico. La cerámica de Manises, Talavera y Sevilla, en sus orí-
genes, fue obra de los moriscos.
Tras la expulsión, las ferias de Medina del Campo, índice de la economía
española, se resintieron con fuerza. Padeció sobre todo el cultivo de regad-
ío, en especial la industria del arroz, la caña de azúcar, el gusano de seda,
los repujados de cuero y la confección de seda y brocados.
La debilidad nacional se acrecentó gravemente con la salida de sus mejores
artesanos: los moriscos. Pero las Cortes de Castilla, años antes de la expul-
sión, ya se quejaban de la despoblación del reino para la agricultura por la
gran cantidad de personas que acudían a la corte y grandes ciudades en
busca de oficios, pajes, lacayos, etc. La emigración morisca no hizo sino
acentuar esta decadencia.
El gran número de extranjeros que trabajaban en el país, especialmente
franceses, demuestra la falta de mano de obra española, indispensable para
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el desarrollo español. Se procuró que en los campos y en los oficios vacan-
tes los moriscos fueran sustituidos por cristianos viejos.
Durante el final del siglo XVII y la primera mitad del XVIII, con la guerra
de Sucesión y el agravamiento de los males iniciados en tiempo de los Aus-
trias, se notó la ruina material del país. Los políticos reformadores de los
primeros borbones, seguían atribuyéndolo todo a la expulsión de los moris-
cos. Campomanes – un ejemplo – (ministro de hacienda de Carlos III) fue
el alma del intento de repoblación de Sierra Morena por colonias de extran-
jeros. Conforme pasaba el siglo XIX empezaron a repararse los daños.
A partir de la guerra de la Independencia y a pesar de las luchas políticas
hasta la restauración borbónica en 1874 (Alfonso XII), la población espa-
ñola aumentó rápidamente acentuándose el incremento cuando en 1898 se
perdieron las últimas colonias disminuyendo bruscamente la permanente
emigración a ultramar. La expulsión de los moriscos fue un mal, pero un
mal necesario, porque era el único remedio de otro mal peor: la existencia y
auge dentro del Estado español de un pueblo extraño y hostil. España sirvió
de dique a la invasión de Europa del poder mahometano.
Los Reyes Católicos no remataron la reconquista cuando pudieron hacerlo
con menos violencia en el instante que finalizó la Reconquista, dejando a
este lado del Estrecho a una población musulmana numerosa e inasimila-
ble. Lo que entonces no se hizo, hubo de hacerse con mayor daño y escán-
dalo un siglo después. La expulsión morisca fue víctima de la impotencia
de España para asimilarlos y de su propio rechazo a serlo y también por sus
propias imprudencias, de sus conspiraciones. La expulsión fue una medida
de seguridad nacional española y llevada a cabo en cuanto el retorno de la
paz que permitió la concentración de la flota de guerra, navíos y galeras,
para transportarlos. Esto desbordaba el ámbito de la Inquisición. La deci-
sión estaba preparada, y fue tomada en deliberaciones unánimes del Conse-
jo de Estado.
Es significativo que el decreto de expulsión fuera firmado el nueve de abril
de 1609, el mismo día que España, con la Tregua de los Doce Años, aceptó
la legitimidad de la independencia de las Provincias Unidas. También el
hecho de que, cuando algunos moriscos procedentes de Castilla llegaron a
la frontera de Francia, al ser admitidos, tuvieran que aceptar dos condicio-
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nes: vivir sinceramente como cristianos y de instalarse en los lugares seña-
lados.
En Castilla, la expulsión los efectos fueron poco significativos. Para la
agricultura valenciana y aragonesa, las consecuencias fueron muy doloro-
sas.
Cervantes, en el la segunda parte del Quijote, hace referencia a la expulsión
morisca a través de Sancho Panza que tuvo relación con un morisco imagi-
nario, llamado precisamente Ricote (zona murciana de donde salieron los
últimos expulsados): “- ¿Cómo y es posible, Sancho Panza,
hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el Morisco,
tendero de tu lugar?-“.
Para tomar nota.