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EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
Introducción Comenzamos ahora la tercera y última de las secciones en que tradicionalmente se divide la epístola: la
sección práctica1. Como es habitual en las epístolas de Pablo, estas comienzan con una sección doctrinal
para terminar a continuación con una sección práctica. Es decir, a una primera parte de tipo expositiva le
sigue otra de exhortación. Hasta ahora, Pablo ha dado pocos mandamientos a sus lectores (6:11-13), pues
la atención de Pablo hasta aquí estuvo puesta en mostrar lo que Dios ha hecho en su gracia por nosotros.
Pero en esta nueva sección su atención se vuelve hacia el creyente y en lo que debe hacer para Dios,
también en su gracia. Llegamos así a lo que se llama parénesis (exhortación) o fase de un discurso en que
se exhorta a una conducta acorde con la doctrina y moral; en este caso, acorde con “las misericordias de
Dios”. Ambas secciones están íntimamente ligadas entre sí, como denota el uso de la expresión con la
que comienza la sección práctica: “Así que…” (gr. “oûn”; “por lo tanto…”). A Pablo no le interesa
simplemente que adquiramos conocimiento de las verdades doctrinales, sino que también vivamos vidas
consecuentes con ese conocimiento. Por ello, las exhortaciones de Pablo nunca son conjuntos de
mandamientos sin relación con las verdades espirituales presentadas en la sección doctrinal. En su
proceder, Pablo no sólo asienta los fundamentos teológicos de la ética cristiana, sino que también infiere
principios prácticos de su teología, pues lo que Dios ha hecho por nosotros ha de ser la base de nuestro
comportamiento y conducta.
En Romanos, Pablo ha estado hablando de la nueva vida que tenemos en Cristo. Le interesa ahora
destacar la ética personal que está en consonancia con esa nueva vida. Para ello, engarza una tras otra
una serie de consecuencias de nuestra salvación, que se han de manifestar en nuestra vida cristiana, y
que constituyen una especie de código ético del cristiano. Dicha ética es en sí la práctica de la santidad
cristiana, que ha de alcanzar cada aspecto y relación de nuestra vida. Si bien estamos “muertos al pecado,
pero vivos para Dios” (6:11), la santificación no es un proceso automático e inmediato, sin participación
activa del creyente, sino que, muy al contrario, precisa de nuestra activa colaboración viviendo conductas
conforme a nuestro llamamiento (cp. Ef. 4:1). En todo el proceso de salvación, Dios es la única fuerza
activa que produce algún cambio eficaz, pero no lo hace excluyendo al creyente. En la conversión, Dios
regenera y justifica, pero al hombre ha de creer. En la santificación, Dios es quien moldea en nosotros la
imagen de su Hijo, pero el creyente ha de ocuparse en ella, permitiendo la obra del Espíritu Santo en su
vida y no obstaculizándola. Siempre debemos guardar un necesario y bíblico equilibrio entre el poder y
la soberanía de Dios por un lado y la libertad y voluntad humanas por el otro, tanto en la conversión como
en la santificación, pues todo forma parte de un mismo plan divino: la salvación del hombre.
Precisamente, la presencia del Espíritu Santo es lo que permite que la ética que presenta Pablo no sea un
ideal inalcanzable, como una nueva ley del Sinaí: hermosa, pero incumplible para el hombre. La ética es
la forma de conducirse en la vida de acuerdo a unos preceptos morales, y la vida del cristiano es una
nueva vida, que presenta las mismas características de la vida de resurrección de Cristo (6:4) y que está
potenciada por el poder del Espíritu (8:9).
El esquema de la sección práctica de esta epístola es el siguiente:
1. El cristiano en relación a los demás (12:1-15:13).
1.1. El cristiano en relación a Dios (12:1-2).
1.2. El cristiano en relación a sus hermanos (12:3-16).
1 La otras dos fueron la sección soteriológica (capítulos 1-8) y la sección dispensacional o escatológica (capítulos 9-11), aunque bien podrían considerarse ambas como una sola sección doctrinal en contraste con esta última, de carácter práctico.
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1.3. El cristiano en relación a la sociedad (12:17-21).
1.4. El cristiano en relación a los gobiernos del mundo (13:1-7).
1.5. El cristiano en relación a la ley: El amor al prójimo (13:8-10).
1.6. El cristiano en relación a los tiempos (13:11-14).
1.7. El cristiano en relación a los creyentes débiles (14:1-15:13).
2. El ministerio de Pablo (15:14-33).
2.1. Su servicio apostólico (14:14-22).
2.2. Planes de viaje (15:23-33).
3. Epílogo (Cap. 16).
Este capítulo doce se divide en tres secciones: el cristiano en relación con Dios, con sus hermanos y con
la sociedad. En la primera sección (vv. 1-2), el cristiano se presenta como alguien que ha de consagrarse
al servicio a Dios y evitar vivir conforme a la corriente de este mundo, sino a los valores de su nueva vida
en Cristo. En la segunda sección (vv. 3-16), el cristiano se presenta como alguien que posee una función
dentro del cuerpo de Cristo, capacitada mediante los dones otorgados por Dios en su gracia, y que
mantiene una relación basada en el principio del amor con sus hermanos en la fe. En la tercera sección
(vv. 17-21), el creyente se presenta como alguien que no busca la confrontación en sus relaciones con los
no creyentes, sino que, por el contrario, debe caracterizarse por su conducta ejemplar y buen talante.
El cristiano en relación a Dios (12:1-2) Como ya vimos, con la expresión “Así que” Pablo busca relacionar la nueva sección con los pasajes
doctrinales precedentes. Los capítulos que siguen no presentan un cambio de tema, sino una conclusión
necesaria a todo lo expuesto en los capítulos precedentes: “así que, puesto que estáis en Cristo, libres de
toda condenación, en paz con Dios, el Espíritu mora en vosotros, sois escogidos de Dios, predestinados a
ser conformados a la imagen de su Hijo, que vuestra salvación es segura, que nada os podrá separar del
amor de Dios, y que Dios ha tenido misericordia de judíos y gentiles por igual, os ruego…”. Porque, al igual
que en otras parénesis de Pablo (2 Co. 10:1s; Ef. 4:1; 1 Ts. 4:1), viene a continuación un ruego (gr.
“parakalō hymâs), que podría traducirse igualmente por un “os exhorto”, y que se trata de una apelación
a actuar. Pablo, pese a disponer de toda la autoridad apostólica para ordenar, prefiere adoptar un perfil
más bajo y apelar a la buena disposición de sus lectores, en vez de a su propia autoridad (cp. Flm. 8-10).
No obstante, cometeríamos un error si pensáramos que este pasaje es de cumplimiento opcional. Los
apóstoles, como hombres que eran, pueden rogarnos a nosotros, sus iguales, pero la palabra de Dios es
siempre autoritativa y desobedecerla tiene graves consecuencias (cp. 2 Co. 5:20 con Hch. 17:30: los
apóstoles ruegan, pero Dios manda). Aun las exhortaciones apostólicas están revestidas de la autoridad
que Cristo otorgó a sus apóstoles escogidos, lo que las convierte en mandamientos de facto (cp. 1 Co.
14:37).
El ruego de Pablo va dirigido a los “hermanos”. Todos sus lectores, ya fueran judíos o gentiles, ramas
naturales o injertadas en el olivo, son sus hermanos si realmente han creído en Cristo y pertenecen, en
consecuencia, a la familia de Dios.
El ruego, así mismo, tiene un fundamento: “por las misericordias de Dios”. El plural es un hebraísmo usado
para enfatizar la múltiple variedad de circunstancias, factores y formas en las que Dios manifiesta su
misericordia hacia el hombre (9:16, 23), ya sea gentil (11:30) o judío (11:31). Una misericordia, pues, que
se manifiesta a todos sin excepción ni distinción (11:32). Lo que Pablo busca con esta expresión es que el
pensamiento de las muchas misericordias de Dios sean el agente catalizador que haga a sus lectores
receptivos a la exhortación y les mueva a actuar. Si el hombre salvo ha de conducirse de la manera que
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agrada a Dios, no es para garantizar su salvación o eludir el castigo, sino por gratitud y amor, en respuesta
a la misericordia y gracia que Dios le ha mostrado.
Es debido a estas “misericordias de Dios”, al hecho de que el hombre es salvo por iniciativa de Dios y
mediante los méritos de Cristo y no por iniciativa del hombre y en virtud de sus propios méritos, que
Pablo expone dos consecuencias inmediatas para el cristiano: debemos consagrarnos al servicio de Dios
(vv. 1-2) y debemos ser humildes con los demás (vv. 3ss).
La consagración personal (12:1) El contenido del ruego de Pablo es doble y apela tanto al sacrificio de nuestro cuerpo como a la
renovación de nuestro entendimiento. Un malentendido común entre creyentes es que la vida cristiana
consiste en recibir bendición tras bendición de Dios, y que nosotros no tenemos más que pedirlas y
sentarnos a esperarlas. De ahí vienen muchos falsos evangelios, como el de la prosperidad, en el que se
equipara la bendición de Dios con las riquezas materiales; o el movimiento carismático, que promete una
experiencia espiritual y mística. Pero Pablo enseña que el comienzo de una vida espiritual plena y
victoriosa no consiste en esperar recibir algo de Dios, sino en darse uno mismo a Él. La consagración es
una parte fundamental de nuestra santificación. Mediante nuestra santificación somos apartados para el
servicio a Dios; con la consagración nos entregamos a ese servicio. Lo segundo se deriva necesariamente
de lo primero, pero el hecho de que Pablo tenga que rogarles indica que muchos creyentes no lo habían
entendido así.
Pablo pide: “que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro
culto racional” (12:1). La frase hace referencia a los sacrificios levíticos que se presentaban, aún entonces,
en el templo. Al igual que los descendientes de Aarón bajo el antiguo pacto, el conjunto de los creyentes
son un pueblo sacerdotal (1 P. 2:9; Ap. 1:6; 5:10; 20:6) que ha de presentar sacrificios a Dios. Los sacrificios
que el creyente ha de presentar son de tipo espiritual (He. 13:15s). No ha de derramar sangre de animales,
pues estos sólo eran sombras que anunciaban el sacrificio de Cristo, lo que los convierte en obsoletos.
Así, el creyente no ha de presentar cuerpos de animales, sino el suyo propio (gr. “sōma”).
¿En qué consiste el sacrificio de nuestros cuerpos? ¿Se refiere al trato duro de nuestro cuerpo mediante
ayunos, cilicios, latigazos y similares para, pretendidamente, intentar poner freno a los apetitos de la
carne? Esto no es en absoluto lo que Pablo está rogando aquí, pues tales aflicciones físicas de nada sirven
para reducir los apetitos carnales (Col. 2:23). Tampoco se refiere a la distinción gnóstica entre el cuerpo
(algo malo) y el alma (algo bueno), siguiendo la máxima platónica de que el cuerpo es cárcel del alma y,
por tanto, lo que hay que hacer es liberarla mediante el trato duro del cuerpo. Pablo no compartía esta
enseñanza gnóstica, pues tanto el cuerpo como el alma pertenecen a Dios (1 Co. 6:13, 20; 1 Ts. 5:23). Es
preciso una interpretación espiritual, no física, de tal sacrificio.
Este sacrificio es, de hecho, una reformulación de una petición anterior: “presentaos vosotros mismos a
Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (6:13,
19), donde el verbo “presentar” (gr. “parístēmi”) era el mismo que aquí2. En ambos pasajes, el tiempo
verbal en griego es un aoristo, lo que indica que la presentación de nuestro ser al servicio de Dios es un
acto puntual, no continuo; es una decisión que tomamos en un determinado momento, lo cual no
significa que no haya que confirmarla más adelante en alguna ocasión o incluso repetirla tras alguna caída
sufrida por nuestra parte. El sacrificio de nuestro cuerpo es, en consecuencia, la entrega total e
2 Carballosa dice al respecto: “La forma verbal “presentéis” (parastēsai) es el aoristo infinitivo de parístēmi, que significa “presentar”. Dicho vocablo se usaba para expresar la presentación de los sacrificios en el templo. Es el mismo vocablo usado en Lucas 2:22 con referencia a la presentación de Jesús por sus padres en el templo de Jerusalén” (p. 247).
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incondicional de todo nuestro ser (incluyendo los miembros de nuestro cuerpo físico) al servicio de Dios.
Es la negación de nuestro “yo” y el reconocimiento del derecho de Dios sobre todo nuestro ser. Eso
implica que a Dios no sólo le entregamos el corazón (Pr. 23:26), el centro de nuestra voluntad, sino
también nuestros miembros físicos, con los que trabajamos de forma activa para su gloria.
Recordemos que nuestro cuerpo es el centro de nuestra vieja naturaleza, con sus pasiones y
concupiscencias. Al sacrificar nuestro cuerpo renunciamos a su uso para darnos satisfacción a nosotros
mismos y lo entregamos por completo al servicio del Señor; no hacemos ya lo que nos agrada a nosotros,
sino lo que le agrada a Él. Ofrecernos en sacrificio demanda una renuncia total al mundo y sus deseos si
queremos ser verdaderamente siervos consagrados al servicio de Dios (Gá. 6:14). En cierta ocasión, una
mujer se acercó a un predicador inglés que descendía del púlpito y le dijo: “Daría el mundo entero por
conocer las Escrituras como usted”, a lo que el predicador respondió: “Ese fue el precio que pagué”. El
sacrificio es, también, implícitamente, una apelación a seguir el ejemplo de Cristo, quien se dio a sí mismo
(de forma literal) como sacrificio por nuestro pecado a Dios (8:3). Vemos un lenguaje similar en la loa que
realiza Nabucodonosor de los tres compañeros de Daniel (Dn. 3:28). Tampoco Pablo pide nada que él
mismo no practicara, pues describe su servicio abnegado hacia los filipenses como una “libación” (Fil.
2:17). Al igual que los levitas fueron apartados para vivir vidas consagradas en lugar de los primogénitos
(Nm. 3:12), somos llamados a vivir vidas por entero consagradas a Dios, como los creyentes de
Macedonia, quienes “a sí mismos se dieron primeramente al señor” (2 Co. 8:5). Un granjero se acercó a
una gallina y a un cerdo y les preguntó: “¿Quieren contribuir para un desayuno con jamón y huevos?”.
Para la gallina era solamente una contribución. Para el cerdo significaba, en cambio, un sacrificio total.
Dios no pide mucho del hombre que se entrega a Él: lo pide todo de él. El misionero Charles T. Studd dejó
dicho: “Si Jesucristo es Dios y murió por mí, entonces ningún sacrificio de mi parte para Él puede ser
demasiado grande”3.
Nuestra entrega, además, ha de ser voluntaria, como Cristo también entregó su cuerpo voluntariamente
a Dios para salvarnos (Jn. 10:17s; He. 10:5-10). Pablo pudo haber ordenado que lo hiciésemos, pues
nuestros cuerpos le pertenecen a Dios y ningún derecho tenemos nosotros sobre ellos. Pero en vez de
usar el lenguaje de la ley, usa el de la gracia; no ordena, sino ruega “por las misericordias de Dios”.
Recordar lo que Dios ha hecho por nosotros ha de ser el estímulo que nos mueva a consagrarnos a su
servicio, no por imposición, sino con gratitud, en respuesta a su amor (2 Co. 5:14s).
Existe una cierta línea de enseñanza que afirma que es inútil presentar a Cristo como Señor a los
inconversos, pues su sometimiento a Él sólo se producirá tras la conversión, por lo que basta con
presentarlo como Salvador. Es cierto que esta exhortación de Pablo está dirigida a los creyentes, pero el
razonamiento anterior parte de un error de base al confundir sumisión al señorío de Cristo (confesarle
como Señor) con la consagración a su servicio. El inconverso, como enemigo de Dios, ha de reconocer a
Jesús como Señor para ser salvo (10:9). Como lo describió C. S. Lewis, el inconverso no es alguien neutral,
sino un rebelde que debe deponer sus armas y reconocer que Dios es soberano. Sin ese reconocimiento,
no puede haber reconciliación entre Dios y el hombre, pues no ha habido verdadero arrepentimiento por
parte del hombre con respecto a su actitud pasada acerca de Dios. Sin embargo, no es al inconverso al
que se le pide su consagración a Dios, pues lo haría en el poder de su carne, sino al converso, que lo hace
en el poder de la nueva vida en Cristo. Una vez salvo, el ahora creyente ha de considerar su nueva vida
en Cristo y presentar su nuevo ser (no el viejo, que fue crucificado) a su servicio (6:11-13). Por tanto,
3 Citado por MacDonald, p. 779.
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primero viene nuestro reconocimiento del señorío de Cristo; después, le preguntamos: “¿qué quieres que
yo haga?” (Hch. 9:6).
Nuestro sacrificio corporal es descrito como “vivo, santo, agradable a Dios”. “Vivo” es, literalmente, “que
vive” (gr. “dsōsan”) y se puede entender tanto como vivo o como viviente. Nuestro sacrificio es vivo por
cuanto no demanda nuestra muerte (como a los animales levíticos o al mismo Cristo), sino nuestra vida
para Dios (6:11). Pero también es viviente, porque nuestro sacrificio es perpetuo y no cesa nunca4. Es
además “santo”, por cuanto hemos sido comprados por Dios y estamos consagrados a su servicio (1 Co.
6:20) y por cuanto se ofrece por medio de Cristo (He. 13:15). “Santo” también hace referencia a que los
sacrificios que se presentaban debían ser de animales “sin defecto” (Lv. 1:3; etc.). Al haber sido
incorporados a Cristo, somos visto por Dios como su Hijo es: “santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:4).
Por último, “agradable a Dios” es el equivalente espiritual a las ofrendas encendidas “de olor grato para
Jehová” (Lv. 1:17), como lo fue el sacrificio de Cristo en la cruz: “ofrenda y sacrificio a Dios en olor
fragante” (Ef. 5:2). Tal es la importancia de nuestro sacrificio para Dios, que Pablo escribirá más adelante
que el propósito de su ministerio a los gentiles es que estos “le sean ofrenda agradable” a Dios (15:16).
Nuestro servicio cristiano agrada a Dios (14:18; 2 Co. 5:9; Fil. 4:18; Col. 3:20), quien no pide que le
ofrezcamos animales, sino nuestro propio ser.
Finalmente, nuestro sacrificio corporal es definido como nuestro “culto racional” (gr. “loguikēn latreían”).
“Culto” significa adoración; es el servicio cúltico, como el de los sacerdotes levíticos, que se ofrece a Dios.
Nuestro sacrificio a su servicio es nuestro modo de adorar, de rendir culto a Dios. En cuanto a la naturaleza
de nuestro culto, “racional” se puede entender de dos maneras. En el sentido de algo hecho con la razón
y la mente, de forma inteligente y consciente, “racional” es sinónimo de espiritual (1 P. 2:2, 5) y “culto
racional” se puede traducir como “adoración espiritual” (NVI). Así, la entrega en sacrificio de nuestro ser
es la forma suprema de adoración que podemos realizar, la adoración espiritual, personal, hecha “en
espíritu y en verdad” (Jn. 4:24), que debemos ofrecer a Dios, en contraposición al culto litúrgico, a veces
tan alejado de Él (Is. 29:13). Pero “racional” se puede entender también como razonable, lógico, aquello
que corresponde a la naturaleza de algo o alguien. En este sentido, la única respuesta sensata y adecuada
a la misericordia De Dios, consecuente con nuestra nueva naturaleza, es nuestra consagración. Entregar
nuestras vidas al servicio de Dios le puede parecer al mundo una postura irracional, pero realmente es la
única postura juiciosa y apropiada que, como criaturas redimidas, podemos adoptar ante nuestro Creador
y Redentor5.
Según la famosa frase de Teresa de Ávila, Dios también está entre los pucheros. A Dios no lo servimos
sólo los domingos en la iglesia, sino cada día en nuestros quehaceres diarios: en nuestro trabajo o escuela,
en la casa o en el jardín. Cada tarea que realizamos con nuestros cuerpos, se la debemos ofrecer a Dios
como un acto de culto consecuente y consciente; cada cosa que hagamos, la debemos hacer “como para
el Señor” (Col. 3:23).
La renovación de nuestro entendimiento (12:2) Si el sacrificio de nuestro cuerpo hacía referencia a nuestra disposición a servir a Dios, la segunda parte
del ruego de Pablo se refiere a la adecuación de nuestra voluntad en conformidad a la suya. Si nuestro
servicio a Dios es santo, no sólo debemos estar dispuestos a servirle, sino a hacerlo conforme a su
4 Hodge dice al respecto: “La palabra “viviente” [“living”] puede significar perpetuo, duradero, no descuidado, como en las expresiones: “pan vivo” (Jn. 6:51), pan que nunca pierde su poder; “esperanza viva” (1 P. 1:3), esperanza que nunca decepciona; “aguas vivas”, “camino vivo”, etc.”. (p. 596, traducido del inglés original). 5 Con el primer sentido (espiritual) exclusivamente, lo entienden: Carballosa (p. 247), MacDonald (p. 779) y Hodge (p. 597). La mayoría de comentaristas, en cambio, aceptan ambos sentidos como posibles.
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voluntad: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro
entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (12:2).
Nótese que la RV60 omite al principio de la frase la conjunción “y” (gr. “kaì”), presente en el griego, y que
denota aquí la progresión de una misma idea: “Y no os conforméis, etc.”.
Conformarse (gr. “sysjēmatídsō”) significa amoldarse uno mismo en conformidad con un patrón o
esquema (gr. “sjēma”). Es tomar la apariencia externa y superficial de algo, como un camaleón adopta el
color de su entorno o como un líquido toma la forma del recipiente en que se derrama. Este verbo implica
que la forma que se adopta no es definitiva, sino transitoria; tampoco es una transformación interior,
sino únicamente externa. En este caso, el molde al que debemos evitar amoldarnos es la corriente o siglo
de este mundo. Transformarse (gr. “metamorfóō”), por su parte, es el mismo verbo griego que usan los
evangelistas para describir la transfiguración del Señor (Mt. 17:2; Mr. 9:2) 6, y significa mudar de forma.
Pero la forma (gr. “morfē”), a diferencia del sjēma, es una representación exterior en concordancia con
una esencia interior. Decimos que un trozo de madera está “en forma de silla” porque es una silla; y si el
Hijo de Dios era “en forma de Dios” (Fil. 2:6), no era por una simple apariencia externa (sjēma), sino que
Él mismo era Dios en su esencia y así lo manifestaba exteriormente en su imagen (cp. He. 1:3). Cuando
Jesús se transfiguró, lo que hizo fue revelar la gloria inherente a su perfección humana (Jn. 1:14). Por
tanto, conformarse tiene el sentido de mostrar una apariencia exterior que no encaja con nuestra nueva
naturaleza interior de hijos de Dios; es llevar puesta una máscara para ocultarnos y no diferenciarnos del
mundo; es llevar una doble vida (cp. Stg. 1:8; 3:10-12; 4:8). En cambio, transformarse implica cambiar
nuestra actitud y forma de comportarnos (apariencia exterior), para que se refleje fielmente nuestra
nueva condición interior7.
Existen dos sistemas de valores distintos, opuestos y en conflicto entre sí. El sistema de valores del
mundo, controlado por el maligno (1 Jn. 5:19), consiste en pervertir los valores divinos, retorciéndolos y
aun negándolos, aprobando aquello que es contrario a la voluntad de Dios y rechazando aquello que a
Dios le agrada. Es un sistema que “a lo malo dice bueno, y a lo bueno malo” (Is. 5:20). En contraposición,
está el sistema de valores del creyente, que procede de Dios y cuya ética desafía el statu quo aceptado
comúnmente en el mundo. Dios siempre ha exigido a su pueblo santidad respecto a las influencias del
mundo. Así, llamó a Israel a no amoldarse a las costumbres de aquellas tierras de las que iba a tomar
posesión (Lv. 18:3s; cp. 2 R. 17:15; Ez. 11:12). También Jesús decía a sus seguidores que no imitasen la
religiosidad hueca de los gentiles (Mt. 6:8). Aquí, Pablo exhorta a que el creyente no se amolde a la cultura
imperante en su tiempo, sino que trascienda a ella. Los judíos diferenciaban entre este mundo o siglo,
anterior a la venida del Mesías, y el mundo o siglo venideros, inaugurados con la venida del Mesías. No
nos conformemos “a este siglo”, pues nuestra vista debe estar puesta en el venidero. “Siglo” traduce la
misma palabra (gr. “aiōn”) que en Efesios se traduce como “corriente” (Ef. 2:2). Esa corriente o siglo del
mundo es “conforme al príncipe de la potestad del aire”, quien también es llamado “el príncipe de este
siglo” (2 Co. 4:4). El siglo es así el espíritu de cada época8, la cultura dominante, formada por la suma de
pensamientos, filosofías y conductas aceptadas y alentadas por la sociedad; una sabiduría opuesta a la
de Dios y que la desconoce (1 Co. 2:6-8). Pero fue precisamente “para librarnos del presente siglo malo”
que Cristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados” (Gá. 1:4). El creyente no puede dejarse asimilar por
6 Su cambio de forma aparece explícito al decir Lucas que “la apariencia de su rostro se hizo otra” (Lc. 9:29), prefigurando la que tendría tras su resurrección y en su segunda venida, pasando de ser alguien sin hermosura (Is. 53:2) a ser “el más hermoso de los hijos de los hombres” (Sal. 45:2). 7 Vine (entrada “Conformarse”) hace notar lo siguiente: “Una distinción similar es válida en Fil. 3:21; el Señor transformará, o cambiará exteriormente, el cuerpo de nuestra humillación (se usa el verbo “metasjēmatídsō”), y lo conformará en su naturaleza (“symmorfos”) al cuerpo de su gloria” (p. 187). Nótese igualmente la diferencia de matiz entre morfē y sjēma en Fil. 2:6-8 (traducidos allí, respectivamente, como forma y condición). 8 El alemán tiene una palabra para “espíritu de época” que se ha hecho popular últimamente: zeitgeist.
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el siglo en que vive, pues pertenecemos a un reino diferente, con un código de valores, ética y conducta
radicalmente opuestos. Debemos, por tanto, no amar este siglo, como hizo Demas (2 Ti. 4:10), sino vivir
en él “sobria, justa y piadosamente” (Tit. 2:12).
Tanto “no os conforméis” como “transformaos” aparecen en voz pasiva, no media (lit. “no seáis
conformados… sino sed transformados”). Sin embargo, “presentéis” (v. 1) estaba en voz activa. Esto nos
indica que, mientras el sacrificio de nuestro cuerpo es algo que nosotros mismos debemos efectuar,
nuestra conformación o transformación no son obra nuestra, sino en nosotros, del siglo en un caso y de
Dios en el otro. Así mismo, ambos verbos son imperativos en tiempo presente continuativo, lo que señala
dos cosas: por un lado, el tiempo presente del verbo indica que nuestra transformación no es inmediata,
sino que es un proceso constante y gradual, una santificación progresiva que no concluirá hasta que
estemos con Cristo (1 Jn. 3:2). Por el otro, ambos tiempos verbales señalan las actitudes permanentes
que debemos mantener: debemos, en todo tiempo y lugar, negarnos a adoptar la cultura impía y alejada
de Dios del mundo que nos rodea, evitar que el mundo nos meta dentro de su molde y rechazar su escala
de valores, pautas de conducta y estilos de vida9. Para el mundo, somos como el pequeño grano de arena
que se introduce dentro de la ostra, le molesta, y hace que segregue una sustancia para envolver ese
grano y producir una perla en su lugar que, al ser de forma redondeada, ya no la molesta más. El creyente
debe resistirse a dejarse envolver por el mundo y seguir siéndole “molesto”, como una chinita en el
zapato. En vez de ser amoldados al mundo, debemos seguir siendo transformados según la voluntad de
Dios. Puesto que pertenecemos a una nueva creación (2 Co. 5:17), nuestra conducta ha de ser
radicalmente distinta a la que teníamos bajo la creación anterior (1 P. 4:3), más aún cuando todas las
cosas relativas a esta primera creación serán destruidas y reemplazadas por una nueva creación (2 P.
3:11). Esto se logra mediante nuestra transformación, por la que el creyente es conformado más y más a
la imagen de Cristo (2 Co. 3:18), conforme al propósito de Dios para nosotros (Ro. 8:29). Así, es posible
que un creyente sea conformado exteriormente según el esquema del mundo, pero es imposible que un
no creyente sea transformado conforme a la imagen del Hijo de Dios.
Nuestra transformación se ha de producir “por medio de la renovación de [nuestro] entendimiento”. La
renovación de nuestro ser es una función encomendada al Espíritu Santo y es parte integral de nuestra
salvación (Tit. 3:5). “Renovación” traduce un término griego (gr. “anakaínōsis”), que tiene el sentido de
un cambio completo hacia algo totalmente nuevo y distinto a lo anterior. Esta renovación comienza a
producirse con el nuevo nacimiento, cuando nuestra antigua mentalidad caída es reemplazada con la
mente de Cristo (1 Co. 2:16), y continúa toda la vida del creyente10. La mente (gr. “noûs”) comprende las
facultades de percibir, comprender y juzgar; es el centro de nuestra memoria y de nuestra imaginación.
Si en el caso de Jesús, su transformación consistió en un cambio de aspecto físico; en el caso del pueblo
de Dios, lo que se le pide es un cambio radical de la manera de pensar, de percibir la realidad que nos
rodea, a la manera de como lo haría Jesús. No debemos juzgar las cosas como el mundo las juzga, según
sus criterios morales, sino como lo haría Cristo, con justo juicio (Jn. 7:24). Nuestra salvación no comporta
sólo cambios en nuestros hábitos externos, sino también en nuestros pensamientos y deseos. Todo
pensamiento nuestro ha de quedar cautivo de Cristo (2 Co. 10:5). La mente renovada se caracteriza por
poner “la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:2), por estar llena de la palabra de Dios
9 Cp. 1 P. 1:14, donde Pedro utiliza el mismo verbo griego para “conformar” (gr. “sysjēmatídsō”). 10 Hay dos palabras para renovación en el nuevo Testamento. La que Pablo usa aquí, “anakaínōsis”, implica una novedad absoluta, con dos realidades distintas en la que una reemplaza a la otra. Esto se produce claramente en la conversión y la implantación en el creyente de la mente de Cristo. La otra palabra para renovación (gr. “ananeóō”, Ef. 4:23) implica cambios o novedades dentro de una misma progresión. Sin embargo, Pablo también usa el verbo “anakaínóō” para nuestra renovación progresiva (2 Co. 4:16; Col. 3:10), enfatizando con ello la diferencia cualitativa entre un nivel espiritual y el siguiente hasta llegar a la imagen de Cristo.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
132
y por estar controlada por ella (Col. 3:16). Así, una mente renovada, con pensamientos renovados,
producirá una conducta renovada, de actos renovados.
Finalmente, el propósito de sacrificar nuestro cuerpo, llevar vidas diferenciadas del mundo y
transformarnos mediante una mente renovada es “para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de
Dios, agradable y perfecta”. “Comprobéis” (gr. “dokimádsō”) significa examinar, someter a prueba,
aprender mediante la experiencia (cp. 1:28; Lc. 14:19; Ef. 5:10). El creyente ha de comprobar cada acción,
actitud o situación en su vida, y aprobar aquello que es conforme a la voluntad de Dios y rechazar lo que
es contrario (cp. Fil. 3:7-11). La voluntad (gr. “zélēma”) de Dios es todo aquello que Él desea. Dios tiene
un propósito para cada uno en nuestras vidas y es su voluntad que lo averigüemos. Pero ello solo será
posible si antes estamos dispuestos a transformar nuestras vidas y consagrarnos a su servicio, pues sólo
una voluntad rendida puede desear escoger hacer la voluntad de Dios antes que la de uno mismo. Si la
renovación de nuestra mente es tarea primeramente del Espíritu, no debemos obviar la importancia de
la palabra para conocer la voluntad de Dios en ella revelada. Por medio de la palabra llegamos a conocer
su voluntad; por medio de la renovación en el Espíritu, la llegamos a comprender y asimilar.
La voluntad de Dios es “buena…, agradable y perfecta”. Buena, porque busca nuestro bien. Agradable,
porque agrada a Dios, pero también a nosotros según vamos ahondando en ella. Y perfecta, porque
siendo una voluntad completa, en la que nada falta, y siendo además sin tacha ni mancha, nos perfecciona
a su vez a nosotros de forma plena y final (Mt. 5:48; Col. 4:12). Nuestras voluntades humanas, siendo en
cambio malas, desagradables e imperfectas, deben rendirse a la voluntad divina y permanecer sometidas
a ella.
El cristiano en relación a sus hermanos (12:3-16)
Teniendo la mentalidad correcta (12:3) Si el sacrificio de nuestro cuerpo nos lleva al servicio consagrado a Dios y la renovación de nuestra mente
a comprender el mundo conforme a la voluntad de Dios, ambos sucesos han de cristalizar en la forma en
que el creyente se conduce en la comunidad de santos en que Dios le coloca: la iglesia local. Porque es
imposible que un creyente afirme estar consagrado al servicio de su Señor y al mismo tiempo esté inactivo
en su ministerio. El servicio a Dios es indisociable del servicio al hermano por medio de nuestros dones,
y la configuración de nuestra mente a la manera de la de Cristo tendrá un impacto en la forma en que
usemos nuestros ministerios y nos conduzcamos con los demás. Podía ocurrir, como en Corinto, que los
creyentes no buscasen los dones más necesarios, sino aquellos más atractivos y que destacasen más.
Pablo no ruega esta vez, sino que, apelando a su autoridad apostólica, dice. “Digo, pues, por la gracia que
me es dada”. Esa gracia no es otra, sin duda, que la de su apostolado (1:5; 15:15s; Gá. 2:7-9; 1 Co. 3:10;
15:10; Gá. 2:9; Ef. 3:8), lo cual le permite enseñar de manera autoritativa y ordenar preceptos y
mandamientos a los creyentes. Del mismo modo que no podemos ser salvos si no es por gracia, tampoco
podemos servir al Señor si no es mediante su gracia. Esta mención a la gracia de Dios muestra que Pablo,
aun siendo consciente de su autoridad apostólica, es humilde y se valora en su justa medida (cp. 1 Ti.
1:12-14), que es exactamente lo que va a pedirles también a sus lectores que hagan.
La exhortación que Pablo da va dirigida a toda la congregación: “a cada cual que está entre vosotros”.
Recordemos que la iglesia en Roma tenía tanto creyentes judíos como gentiles, y que debido a esto se
podían producir episodios de arrogancia y de jactancia de un grupo hacia otro, de cuyos peligros ya había
advertido Pablo (11:17-25). Por ello, era importante la exhortación que Pablo les dirige a continuación, y
EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
133
que debía ser recibida por todos y cada uno de los miembros de aquella congregación. Esta exhortación,
como apóstol de Cristo, es extensiva igualmente para todo creyente de la Iglesia, en todo tiempo y lugar.
El contenido de su exhortación es el siguiente: “que no tenga más alto concepto de sí que el que debe
tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”. El
verbo, que se repite hasta en cuatro ocasiones en el versículo, es “fronéō” (pensar). Así, tener más alto
concepto de uno mismo es una sola palabra en griego: “hyperfronéō”. Indica tener un concepto
sobreestimativo, de superioridad, acerca de uno mismo. El creyente, puesto en una situación de privilegio
frente al mundo por la gracia divina, no debería usar su posición de hijo de Dios como motivo para la
vanagloria frente a otros hombres, hermanos como él o no, pues, en realidad, ¿qué tenemos que no
hayamos recibido, para poder jactarnos? (1 Co. 4:6s). A los gálatas les advertiría: “el que se cree ser algo,
no siendo nada, a sí mismo se engaña” (Gá. 6.3). Uno de los defectos que Juan afea a Diótrefes era que
“le gusta tener el primer lugar” (3 Jn. 9). La humildad es una virtud que Dios aprecia en el hombre,
mientras que rechaza la soberbia (1 P. 5:5).
Pensar con cordura (gr. “froneîn eis tò sōfroneîn”) significa pensar con sano juicio o sobriedad11. Esto ha
de llevar al cristiano a reconocer que en sí mismo no hay nada de valor, y que sólo por su unión vital con
Cristo es que recibe todas sus bendiciones (Ef. 1:3) y puede servir a Dios (Jn. 15:5). Todo lo que hay de
bueno en nosotros y que podamos hacer, no procede de nuestra naturaleza caída, sino que es por la
gracia de Dios y en el poder del Espíritu que mora en nosotros. Debemos por tanto tener un juicio sano y
equilibrado acerca de nuestras capacidades, nuestros dones y el ministerio al que Dios nos ha llamado. El
error fundamental de los libros de autoayuda es creer que el problema del hombre es su baja autoestima,
cuando es al contrario. El hombre suele creerse mejor de lo que es, cuando en realidad “no hay en él cosa
sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga” (Is. 1:6). Es cuando reconoce su condición caída y fuera de
toda esperanza de recuperación humana, que puede clamar a Dios y recibir el poder de una vida
victoriosa. Pensar con cordura nos lleva a reconocer esta realidad en nuestras vidas, evitar toda jactancia
y dar toda la gloria a Dios, no a los hombres; nos hace reconocer nuestras limitaciones mientras, al mismo
tiempo, nos permite ser conscientes de nuestras nuevas capacidades como hijos de Dios (dones),
manteniendo ambas verdades en la perspectiva correcta. Cuentan que George Whitefield, el gran
predicador inglés del s. XVIII, vio una vez a un hombre yendo a la horca y exclamó: “Ese sería yo, si no
fuera por la gracia de Dios”12.
La frase “conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” es conflictiva. El término “medida”
(gr. “métron”) tiene distintos significados. Puede significar tanto la porción medida de algo (v. g. 10 cl de
agua), como el patrón usado para medir esa porción (el centilitro, en el ejemplo anterior). Si se entiende
de la primera manera, Pablo estaría diciendo que Dios da diferentes porciones de fe a cada creyente.
¿Podría significar esto que la fe es dada por Dios a los hombres, y no ser en cambio una respuesta volitiva
del hombre al mensaje de Dios, como afirma la teología reformada? En realidad, Pablo no está hablando
aquí de nuestra salvación, sino de nuestra consagración, por lo que fe no se refiere a la fe salvífica.
Sabemos que la palabra fe también tiene distintos significados, según el contexto en que se use. El
contexto inmediato (los dones) sugiere buscar un paralelismo en pasajes similares y, de hecho, Pablo
menciona en Efesios una expresión análoga, “la medida del don de Cristo” (Ef. 4:7), antes de introducir el
tema de los dones. Esta fe repartida por Dios y este don de Cristo, en un contexto idéntico de los dones
en la iglesia, han de significar lo mismo: aquello que Pablo también denomina “la manifestación del
Espíritu” (1 Co. 12:7). La medida, pues, de fe dada a cada uno sería una referencia a la manera en que
11 La expresión es una hermosa paronomasia en el original, que se pierde en la traducción. Escribe Lacueva: “El prefijo so- [de sofronéō] indica sanidad de juicio (de la misma raíz que el verbo sodsō, sanar o salvar.” (p. 1594). 12 Barclay, p. 593.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
134
Cristo otorga sus dones a su Iglesia: cada creyente recibe dones diferentes y en proporción distinta a los
demás, a fin de desempeñar convenientemente la labor a la que Dios le llama (cp. v. 6). Esta
interpretación encaja bien con el contexto de este pasaje y coincide con la enseñanza en los pasajes
paralelos (1 Co. 12:11; Ef. 4:7)13.
Por otro lado, aun entendiendo medida como cantidad de algo, algunos autores creen que “la medida de
fe” se refiere a la cantidad de fe (como sinónimo de fidelidad o de confianza en el Señor) “que se requiere
para ejercer nuestro propio don particular. Es la fe por medio de la cual el Señor utiliza al máximo su don
medido en nosotros”14.
En cambio, si por medida entendemos el patrón usado para medirnos, entonces el sentido de lo que Pablo
está diciendo es que lo que Dios reparte a cada uno no es una porción distinta de fe, sino un patrón de
fe, el mismo para cada creyente, con el que debemos medirnos por comparación a la hora de
considerarnos a nosotros mismos15. Este patrón de fe es el evangelio de la cruz. Puesto que tenemos la
mente de Cristo, debemos asumir la mentalidad y carácter del Hijo de Dios, el cual, pese a su posición de
poder y privilegio, no se aferró a ello ni se tuvo en mayor consideración de la que debía, sino que se
humilló para venir a este mundo a servir y dar su vida a nuestro favor (2 Co. 8:9; Fil. 2:5-8). Esta misma
mentalidad debemos tener igualmente a la hora de abordar el uso de los dones y del ministerio en la
iglesia, los cuales son dados, no primeramente para nuestro propio provecho, sino del de los hermanos
(Ef. 4:11s).
Esta exhortación a no tener un concepto de uno mismo más elevado que el que se debe tener es la
primera de las muchas exhortaciones que el apóstol va a hacer. En un sentido, debemos empezar por
aquí y revisar nuestro concepto de nosotros mismos. Si es el que debe ser, entonces las siguientes
exhortaciones nos resultarán más sencillas de obedecer.
Analogía del cuerpo humano (12:4-5) Si en el v. 1 Pablo exhortaba a sus lectores a presentar sus cuerpos en sacrificio vivo a Dios, ahora utiliza
el cuerpo humano como una figura de la Iglesia. Al igual que en los pasajes paralelos sobre los dones de
1 Corintios y Efesios, Pablo usa la analogía del cuerpo humano, en el que cada miembro tiene una función
y está puesto al servicio de todo el cuerpo: “Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos
miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un
cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros” (12:4-5).
La afirmación de que la comunidad de creyentes, pese a su diversidad, ha de funcionar orgánicamente
como un solo cuerpo debió tener un gran impacto en la iglesia de Roma, formada por judíos y gentiles.
Ya no hay diferencias entre creyentes relativas a su etnia, clase social o sexo (Gá. 3:28), sino únicamente
las debidas a las funciones que Cristo les quiso encomendar en su Iglesia, la cual no es una organización
sino un organismo vivo: Cristo es la cabeza del cuerpo, del cual emana toda autoridad, orden y control
(Ef. 1:22; 4:15; Col. 2:19); la iglesia es el cuerpo de Cristo (1 Co. 12:27; Ef. 1:23), y cada creyente un
miembro de ese cuerpo. Por tanto, pese a ser muchos, todos formamos un solo cuerpo orgánico, en el
cada creyente desempeña su labor encomendada como miembro del cuerpo al servicio de los demás
miembros y del cuerpo en general (1 Co. 12:14, 20, 27). Los miembros del cuerpo no se pelean, no se
envidian, ni se hacen mal unos a otros; cada uno cumple la función para la que ha sido puesto en él sin
menospreciar a los demás ni pensar más de sí mismo por ello.
13 Así lo entienden: Newell (p. 368), Lacueva (p. 1594, donde cita a F. F. Bruce), Carballosa (p. 249). 14 MacArthur, p. 172. También Trenchard, citando igualmente a F. F. Bruce (p. 611). 15 En este sentido parece entenderlo Pérez Millos, p. 889.
EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
135
Porque cada miembro del cuerpo de Cristo tenemos una función específica y ninguno es autosuficiente,
todos hemos de aportar para el bien común, con humildad, pues todos formamos un solo cuerpo en
Cristo. Como la boca no recibe los alimentos sólo para sí, sino para el sustento de todo el cuerpo humano,
la función de cada miembro no es para su propio bien, sino para el de todos. Los dones son dados para
edificación, no del que los recibe, sino de toda la Iglesia (Ef. 4:11-13). Por eso, podemos decir que todos
los dones y ministerios son nuestros, puesto que son para nuestro bien común (1 Co. 3:21s).
Lista de dones (12:6-8) Por tanto, si cada creyente es un miembro del cuerpo de Cristo, y cada miembro del cuerpo humano tiene
una función en él, de igual modo cada creyente ha de tener una función dentro de la iglesia. Esas
funciones han de ser distintas, del mismo modo que las de cada miembro del cuerpo humano, todas ellas
igualmente necesarias e importantes, lo son (1 Co. 12:14-30). Esas funciones se ejercen mediante dones
(gr. “járisma”) que nos han sido dados “según la gracia” (gr. “járis”). Los dones son, pues, dones de gracia.
Esa misma gracia que había capacitado a Pablo para el apostolado y que Dios distribuye como quiere
entre todos sus hijos, a fin de equiparlos convenientemente para el servicio al que los ha llamado. Y
precisamente, por el hecho de que los dones son recibidos de forma inmerecida (de gracia), es que no
podemos ni debemos jactarnos por ellos, sino pensar de nosotros con cordura.
A continuación, Pablo enumera una reducida lista de sólo siete dones, que no pretende ser exhaustiva
(ninguna de las listas de dones del Nuevo Testamento lo es), sino reflejar tan sólo la diversidad de
funciones necesarias en una iglesia local para su buen funcionamiento y edificación (cp. 1 Co. 14:12). Los
siete dones citados aquí los podemos clasificar en dos categorías: dones de palabra (profecía, enseñanza
y exhortación) y dones de servicio (servicio, repartir, presidencia y misericordia).
PROFECÍA (gr. “profēteía”): Para Pablo, este don era tan importante que lo menciona en primer lugar en
esta lista, y en otras listas sólo después del de apostolado (1 Co. 12:28; Ef. 4:11). Los profetas (gr.
“profētēs”), también en el Nuevo Testamento (Hch. 15:32; 19:6; 21:9;), eran los que, bajo la directa
influencia del Espíritu Santo, traían un mensaje por revelación directa de Dios para su pueblo respecto a
alguna verdad doctrinal o algún mandamiento (1 Co. 14:29-31), estuviera o no en relación con eventos
futuros (Hch. 11:27s; 21:10s). Un profeta era como la boca de Dios: era a la vez su portavoz y su intérprete
para el pueblo (Ex. 4:16; 7:1; Jer. 15:19). Su función en la Iglesia era la de consolar y exhortar (cp. Hch.
15:32), edificar a los hermanos, convencer al pecador y exponerlo ante su pecado (1 Co. 14:3s, 24s). Como
portadores de la revelación de Dios en un tiempo en que la Biblia no había sido completada aún, los
profetas forman junto con los apóstoles el fundamento sobre el que la Iglesia es edificada (Ef. 2:20). Este
fundamento es la enseñanza apostólica que nos ha sido legada en forma de Escrituras, el cuerpo doctrinal
de la fe “que ha sido una vez dada a los santos” (Jud. 3). Así, el Nuevo Testamento fue escrito tanto por
apóstoles (Mateo, Juan, Pedro y Pablo) como por profetas (Marcos, Lucas, Santiago y Judas)16. Hoy en día
no hay necesidad de profetas pues tenemos la revelación completa. Puesto que un fundamento se coloca
una única vez, esto convierte a este don, posiblemente, en un don transitorio de aquellos primeros
tiempos. Hoy en día no es necesario esperar a que la palabra de Dios venga a nosotros, pues la tenemos
escrita, y podemos y debemos acudir nosotros a ella. Sin embargo, es posible entender el concepto de
16 La diferencia entre los apóstoles y los profetas es que los primeros eran mensajeros infalibles y con la autoridad misma de Cristo, mientras que la inspiración de los segundos era ocasional y transitoria (Hodge, p. 604) y su autoridad, sometida a la de los apóstoles (1 Co. 14:37).
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
136
profeta de una manera más general, siendo así que aludiría al don que poseen ciertos hermanos para
interpretar la profecía escrita y explicarla a la congregación17.
Pablo dice aquí a los que poseen el don de profecía: “úsese conforme a la medida de la fe”. Esta expresión
no es la misma que encontramos antes (v. 3), pues la palabra traducida como medida es distinta en griego
(gr. “analoguía”) y fe lleva artículo (“la fe”), lo que parece ser una referencia a la doctrina o palabra de
Dios. Pablo está aquí restringiendo el modo en que usar el don de profecía, que debe guardar siempre
relación a la verdad revelada18:
1. El profeta debe estar seguro de que lo que habla es palabra de Dios, y no las suyas propias (cp. 1
P. 4:11).
2. El profeta debe estar seguro de que lo que habla no contradice la doctrina apostólica ya revelada
(cp. Hch. 17:11; 1 Co. 14:29; Gá. 1:6-9; 1 Jn. 4:1-3).
Que la enseñanza de los profetas se someta a la doctrina de la fe revelada era la prueba para determinar
si un profeta era del Señor o un profeta falso (1 Co. 14:37; 1 Jn. 4:1ss). Por eso, cuando un profeta hablaba,
el resto debía examinar su enseñanza (1 Co. 14:29). Esto es una clara advertencia frente a cualquier
presunción de impartir alguna enseñanza distinta, aduciendo gran conocimiento, brillantez intelectual o
incluso inspiración divina, pues aun si un ángel se apartara de la doctrina revelada, ha de ser tenido por
anatema (Gá. 1:8).
SERVICIO (gr. “diakonía”): Este don es un don amplio que puede englobar muchos tipos de ministerio:
desde la alabanza con instrumentos musicales hasta las pequeñas reparaciones del local de cultos. De
hecho, en Hechos tanto el trabajo de servir las mesas como el ministerio de enseñanza de los apóstoles
traducen ambos el vocablo “diakonía” (Hch. 6:2, 4). Puede ser que aquí Pablo se refiera específicamente
al diaconado (1 Ti. 3:8ss), pero lo más probable es que el sentido del término en este pasaje sea el de
ministrar a los santos con cosas materiales (1 Co. 16:15). En este sentido, es un don similar al de ayuda (1
Co. 12:28). Para los que poseen este don de servicio, Pablo sólo tiene una exhortación: que lo usen “en
servir” (lit. “en el servicio”, gr. “en tē diakonía”), que se entreguen a ese ministerio tan necesario y que
refleja tan de cerca el carácter servicial de Cristo (Mt. 20:28). Tal actitud de servicio hacia nuestros
hermanos tiene ciertamente recompensa por parte de Dios (He. 6:10).
Los dos primeros dones (profecía y servicio) han sido referidos por el nombre del don. En cambio, los
cinco siguientes son referidos por la persona que lo posee y que realiza su función (“el que…”).
ENSEÑANZA (gr. “didaskalía”): El don de enseñar (gr. “didaskō”) es sinónimo al de maestro (1 Co. 12:29;
Ef. 4:11). El maestro (gr. “didáskalos”) es un hermano capacitado que enseña la palabra de Dios, que
conoce la verdad y que guía a otros a ella. Pero, a diferencia del profeta, no expone la palabra de Dios
por revelación directa. La enseñanza puede realizarse de varias maneras: desde el púlpito, en la escuela
dominical o en el discipulado personal (Hch. 18:26). Hay por tanto muchos ámbitos y grados de
enseñanza, pero su función siempre estará vinculada con el crecimiento espiritual de los fieles,
ayudándoles a crecer “en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 P. 3:18).
No podemos aducir que este don no es necesario en las iglesias, pues tenemos al Espíritu Santo para
17 Algunos comentaristas extienden este don a la interpretación de toda la Escritura, no sólo de la profecía escrita. Calvino, en su comentario a Romanos, afirma que un profeta era un intérprete de la voluntad de Dios a partir de la exposición de las Escrituras (p. 215). También consideran que este don significa “proclamar la Palabra de Dios”: Barclay (p. 592), MacDonald (p. 779). Sin embargo, pese a que el profeta tenía indudablemente esta faceta de expositor, no puede restringirse únicamente a ella, pues entonces este don sería indistinguible del de maestro, salvo en lo relativo a la inspiración. 18 Hendriksen, por su parte, ve aquí también la misma referencia a la fe en Cristo del profeta, pero su interpretación resulta forzada (p. 454).
EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
137
enseñarnos, interpretando erróneamente 1 Jn. 2:27, pues este es un don dado por Dios precisamente
para realizar esta función. Por ello miso, no podemos aducir tampoco que basta buena voluntad y años
en el evangelio para poder enseñar bien la Escritura; para poder enseñar se necesita la fidelidad del
enseñador hacia la Escritura, así como su idoneidad, dada por el don de Dios (2 Ti. 2:2). No todos pueden
ser maestros, y aquellos que lo son adquieren una gran responsabilidad (Stg. 3:1). Pero esta
responsabilidad no ha de eludirse: para los que enseñan, la exhortación de Pablo es que usen su don “en
la enseñanza” (gr. “en tē didaskalía”), y no que la rehúyan.
EXHORTACIÓN (gr. “paráklēsis”): El verbo griego aquí traducido como exhortar (gr. “parakaleō”) tiene el
significado literal de llamar a alguien al lado de uno, y se traduce con una amplia gama de sentidos:
consolar (Jn. 14:16; 2 Co. 1:4), interceder (1 Jn. 2:1), alentar (1 Ts. 4:18), advertir, conciliar y fortalecer.
Este don, como el de enseñanza, puede ejercerse desde un púlpito y de manera personal. Pero mientras
el don de enseñanza se dirige a la mente explicando la verdad, el de exhortación se dirige a la voluntad,
persuadiendo a obedecer la verdad escuchada. El que enseña les dice a los hombres lo que deben saber;
el que exhorta, lo que deben hacer. Los hermanos con este don de exhortar son aquellos que tienen la
palabra adecuada que necesita la persona que les está escuchando, ya sea de aliento o de amonestación,
de estímulo o de freno (cp. 1 Ts. 5:14). Un ejemplo de hermano con este don era Bernabé, el hijo de
consolación (Hch. 4:36). No obstante, aunque algunos hermanos estén especialmente dotados para esto,
la exhortación es algo que todo creyente debe poder hacer en un momento dado, tenga o no ese don
(He. 3:13; 10:24s).
REPARTIR (gr. “metadídōmi”): El sentido de repartir no está claro. Pudiera ser, como escribió Calvino en
su comentario a Romanos, que se refiriera a los hermanos encargados de repartir los bienes en común
de la iglesia (Hch. 2:44s)19. Sin embargo, no hay constancia en las Escrituras de esta práctica en las
primeras iglesias fuera de Jerusalén. Este verbo, de hecho, se traduce también como compartir (Ef. 4:28),
así que probablemente Pablo se refiera a las personas encargadas de la beneficencia. A ellos, Pablo les
dice que deben socorrer a los necesitados “con liberalidad” (gr. “en haplótēti”), es decir, con generosidad
y sin escatimar; con sencillez, no con hipocresía o motivos ulteriores, como hicieron Ananías y Safira (Hch.
5:1ss; cp. Mt. 6:2; 2 Co. 9:5). Si bien todo cristiano está llamado a “compartir con el que padece necesidad”
(Ef. 4:28; Stg. 2:15s; 1 Jn. 3:17), los hermanos con el don de repartir tienen un llamado especial de Dios
para este ministerio y se caracterizan por su misericordia y amor por el prójimo, abriéndole tanto el
corazón como la mano. Si el Señor dijo: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hch. 20:35), dar con
generosidad equivale a recibir igualmente con generosidad (2 Co. 9:6; cp. Pr. 11:24). Un ejemplo de
generosidad hacia otros hermanos la tenemos en la ofrenda que Pablo recogió de las iglesias de
Macedonia (2 Co. 8:1-5). Quien da un bien al pobre, se lo da al Señor, quien lo recompensará (Pr. 19:17).
PRESIDENCIA: El verbo traducido aquí como presidir (gr. “proïstēmi”; lit. “estar de pie de frente” o
“colocado delante”) puede significar cuidar o proveer asistencia, pero su significado más extendido en el
Nuevo Testamento es el de liderar, ya sea en el hogar (1 Ti. 3:4s, 12), en la congregación (1 Ts. 5:12; 1 Ti.
5:17) o al frente de algún ministerio. Dada la tremenda carga que pueden tener que sobrellevar sobre sus
hombros los líderes de las iglesias, pueden sufrir la tentación de “escurrir el bulto” y eludir su
responsabilidad. Pablo exhorta, por ello, a que no caigan en esta tentación, sino que ejerzan el liderazgo
“con solicitud” (gr. “en spoudē”); es decir, con diligencia, prontitud y seriedad; lo contrario de la desidia,
el descuido y la ociosidad.
19 Calvino, p. 216.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
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MISERICORDIA (gr. “éleos”): Puesto que Dios es misericordioso (v. 1; Ex. 34:6), su pueblo se ha de
caracterizar también por ello (Dt. 24:19; 26:12) aunque, como ocurre con el don de repartir, algunos
hermanos poseen un don especial para sentir compasión ante los necesitados y visitar a los enfermos y
afligidos. La misericordia, como en Dios, no se queda en un simple sentimiento de compasión, sino que
busca activamente obrar de forma práctica en favor del necesitado. Este último don es, así, el que
representa de forma más pura la actitud del cristiano como hijo de Dios (Stg. 1:27). La misericordia ha de
usarse “con alegría” (gr. “en hilarótēti”), es decir, no de forma mezquina, interesada o a regañadientes,
sino con prontitud, gozo y sincero deseo de ayudar (cp. 2 Co. 9:7). La persona necesitada ha de ver el
rostro alegre de su acompañante para levantar su ánimo caído (Pr. 17:22). Seguramente, los amigos de
Job pensaban que estaban actuando con misericordia para con su amigo, pero, en realidad, su actitud
recriminatoria distaba mucho de ser un consuelo para Job. Obrar con misericordia no es sólo un
mandamiento, sino que tiene, además, una bienaventuranza para el que la ejerce (Pr. 14:21).
La conducta correcta con nuestros hermanos (12:9-16) Los creyentes nunca debemos olvidar que la fe sin obras es una fe muerta (Stg. 2:17) y que, por ello, no
basta con creer únicamente aquello que Dios ha revelado, sin hacer además lo que nos ha ordenado. A
primera vista, estos ocho versículos pueden parecer que contienen una serie de exhortaciones inconexas,
pero el vínculo que une todas ellas es el del amor hacia los demás, especialmente a los hermanos dentro
de la iglesia. Notemos que, como en 1 Co. 12-13, Pablo comienza por describir la diversidad en el cuerpo
de Cristo, para enumerar a continuación una serie de dones y concluir, como ahora, destacando la
preeminencia del amor (gr. “agápē”) como camino más excelente y criterio para el ejercicio de los dones.
El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones (5:5) y, en consecuencia, debemos encauzar ese
amor hacia los que nos rodean, ya sean éstos enemigos (vv. 17-21) o nuestros hermanos en la fe. Dios es
amor, y así nosotros debemos permanecer en amor (1 Jn. 4:16). Debemos considerarnos canales por los
que Dios hace llegar su amor a otros, no estanques que lo retienen. El que quiera cumplir la voluntad de
Dios, ha de amar a su prójimo como a sí mismo (13:9; Mt. 22:39s). Y hasta tal punto es esto así, que el
que no ama, “no es de Dios” (1 Jn. 3:10, 14; 4:8). Este amor se manifiesta mediante trece características,
principios fundamentales que producen y fomentan la comunión fraternal, y que Pablo enumera a
continuación.
1. SINCERIDAD: “El amor sea sin fingimiento” (v. 9a). “Sin fingimiento” traduce el griego “anypókritos”,
sin hipocresía. La palabra hipocresía procede del mundo del teatro griego; “hypokritēs” era el nombre
para los actores. De ahí, un hipócrita es alguien que actúa y que oculta su verdadero rostro bajo una
máscara, como las que los actores usaban en el teatro griego. En contraposición, Pablo dice que el amor
que nos debemos profesar los creyentes no puede ser una mera actuación, sino que ha de ser sincero. La
Biblia menciona varios actos de amor fingido20, como el beso con que entregó Judas a su Maestro (Mt.
26:48s). Pero también da ejemplos de amor sincero, como el de Pablo por el pueblo de Dios (2 Co. 6:6).
2. SANTIDAD: “Aborreced lo malo, seguid lo bueno” (v. 9b). La apelación al amor en ocasiones se usa para
tolera y excusar aquello que sin embargo ha de reprenderse: conductas inmorales, enseñanzas contrarias
a la doctrina apostólica, etc. Pero el amor “no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad” (1 Co.
13:6). El amor no descarta aborrecer aquello que se opone a la voluntad de Dios (Sal. 97:10; Pr. 8:13; Am.
5:15). Debemos odiar el mal, no por sus consecuencias, sino por lo que es en sí; debemos odiar su fealdad
y amar la belleza de la santidad. El amor no ha de ser ciego, sino que debe juzgar y discernir entre lo
correcto y lo que no lo es. El amor no puede excusar la unión entre Cristo y Belial, pues la santidad nos
exige una completa separación de todo aquello que es malo (2 Co. 6:14-18). El creyente ha de conducirse
20 Por ejemplo, Absalón (1 R. 15:5s) y Joab (1 R. 20:9s). Ver también Stg. 2:14-16; 1 Jn. 3:17s.
EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
139
en la vida “siguiendo la verdad en amor” (Ef. 4:15). Practicar la verdad sin el amor conduce al legalismo;
pero practicar el amor sin la verdad, a la licencia. Así, el creyente sabe que no todas las cosas le convienen
ni edifican (1 Co. 6:12; 10:23). Por ello, Pablo exhorta a aborrecer (gr. “apostygueō”, sentir disgusto y
repugnancia21) aquello que es malo; y en cambio, a adherirse (gr. “kollaō”, unir, aferrar) a aquello que es
bueno (cp. Fil. 4:8). Hemos de examinarlo todo, retener lo bueno, y abstenernos “de toda especie de mal”
(1 Ts. 5:21s). Si tenemos la mente de Cristo, debemos amar la justicia y aborrecer el pecado (He. 1:9).
Nótese que tanto “aborreced” como “seguid” están en presente continuativo, lo que indica que han de
ser actitudes constantes del cristiano, no reacciones puntuales.
3. AFECTO: “Amaos los unos a los otros con amor fraternal” (v. 10a). La palabra aquí traducido como un
verbo imperativo (“amaos”), es en griego un adjetivo (gr. “filóstorgos”), que describe el afecto natural
dentro de la familia. Por otro lado, “amor fraternal” es una sola palabra en griego (gr. “filadelfía”), que
significa literalmente “amor al hermano”. Por tanto, las muestras de amor entre los santos, siendo todos
miembros de la familia de Dios, deben ser como las que se dan entre hermanos y entre padres e hijos: un
afecto tierno, cálido y cariñoso (1 Ts. 4:9). Esta clase de amor, aunque aquí no lo diga Pablo, también ha
de ser “no fingido” (1 P. 1:22).
4. HONRA: “en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (v. 10b). No sólo el afecto ha de ser
mutuo entre los creyentes (“los unos a los otros”), sino también la honra. Muchos de los problemas en
nuestras congregaciones vienen por gente que se siente desplazada, que considera que le han quitado su
puesto o que no le han reconocido cierta labor. Por supuesto, debemos evitar esos posibles sentimientos
negativos dando siempre honor y reconocimiento a los demás; pero sobre todo deberíamos evitar pensar
que nosotros mismos tenemos derecho a tales reconocimientos por parte de los demás, pues el amor
“no busca lo suyo” (1 Co. 13:5). El sentido de preferirse los unos a los otros no está claro. Podría significar
que tengamos a los demás en mayor estima que nosotros mismos (cp. Fil. 2:3)22. Pero el sentido del verbo
preferirse en griego (gr. “proēguéomai”), que es liderar, parece indicar más bien que hemos de tomar la
iniciativa y no esperar a que nadie se nos adelante para dar honra a los demás23. Con respecto a la honra
y el respeto, debemos ir por delante de los demás, dando ejemplo. Hemos de brindar el mayor honor del
que seamos capaces a nuestros hermanos, lo cual demostrará que pensamos “con cordura”, no teniendo
mayor concepto de nosotros mismos que el que debemos tener (v. 3). Cierto anciano pastor escocés
decía frecuentemente desde el púlpito a su congregación: “Recordad: si no sois muy amables, es que no
sois muy espirituales”24. Pablo desarrollará esta enseñanza en el capítulo 14.
5. DILIGENCIA: “en lo que requiere diligencia, no perezosos” (v. 11a). En cuanto a “diligencia”, ya nos
encontramos esta palabra en el v. 8 (gr “spoudē”), traducida allí como “solicitud”. En todo aquello en que
se requiera prontitud y esmero, el creyente ha de ser ejemplo a los demás y no mostrarse desganado ni
negligente (gr. “oknērós”), como el siervo que no usó su talento (Mt. 25:26). El libro de Proverbios abunda
en enseñanzas acerca del perezoso (Pr. 6:9s; 10:26; 12:27; 15:19; 19:24; 26:15s, etc.). Al creyente le es
dado esta vida para servir a Su Señor (Ec. 9:10), así que ha de redimir el tiempo, aprovecharlo bien (Ef.
5:15s; Col. 4:5). El Señor es recompensador de los que le sirven con diligencia (He. 6:10-12), pero la
indolencia conlleva maldición (Jer. 48:10).
6. FERVOR: “fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (v. 11b). Fervor es una palabra latina que significa
hervor, efervescencia, ardor, y que es traducción del verbo griego “dséō” (hervir, arder de celo). Podemos
21 De la raíz de este verbo, stýx, procede el nombre de uno de los cinco ríos del Hades: Estigia, o río del odio. 22 Así lo entiende MacArthur, p. 203. 23 Stott sugiere que el sentido del verbo es una invitación a “competir” por honrarnos mutuamente (p. 384). 24 Citado por Ironside, p. 120.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
140
pensar en aquellas antiguas locomotoras cuyo fuego de la caldera, al calentar el agua y generar vapor,
hacía mover todo el mecanismo. El creyente ha de servir a Cristo con entusiasmo y ardor, no de forma
tibia y desapegada (cp. Ap. 3:16, 19). El fervor o celo no es una característica mala en sí misma, siempre
que vaya acompañada del verdadero conocimiento (10:2), de lo contrario puede llevar al fanatismo ciego.
La palabra “espíritu” puede ir en minúscula, referida al espíritu humano y con el sentido de ser
espiritualmente fervientes. Tenemos un ejemplo así en las Escrituras: Apolos, quien no sólo era ferviente,
sino también diligente (Hch. 18:25). Pero también puede leerse Espíritu en mayúscula, pues el Espíritu
Santo inflama, con su impulso, el fervor del espíritu del creyente y actúa además de freno ante el posible
fanatismo. Uno de los males que aquejan nuestras iglesias es la aparente frialdad e indiferencia hacia las
cosas del Señor de muchos de sus miembros. Especialmente preocupante es cuando afecta a los jóvenes.
En ocasiones se podría decir de nuestras reuniones aquello de lo que acusó Dios a Israel: “este pueblo se
acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Is. 29:13). Frente a
esta actitud de distanciamiento en el servicio y la adoración a Dios, Pablo nos exhorta a ser fervorosos de
espíritu, a servirle (gr. “douléuō”) con entusiasmo renovado.
7. PERSEVERANCIA: “gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración” (v. 12).
Tenemos aquí tres exhortaciones que están unidas por el mismo concepto: la perseverancia o paciencia,
al que podemos añadir además un segundo vínculo común: la esperanza. El amor “todo lo sufre, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co. 13:7). Cristo no prometió a sus discípulos una vida fácil, libre
de problemas, sino, muy al contrario, tribulación y aflicciones. Pero también les dio esperanza al
anunciarles su victoria sobre el mundo (Jn. 16:33). La esperanza del creyente está vinculada a la segunda
venida de su Señor (cp. 8:18-23) y es la confianza segura de que Dios ha de cumplir todos sus propósitos
y promesas. El mundo carece de una esperanza así y, por tanto, nos pide su razón de ser (1 P. 3:15). Esta
esperanza llena al creyente de gozo y le permite sobrellevar las aflicciones, esperando una vida mejor,
“sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la
esperanza no avergüenza” (5:3-5). Pero como todo lo que se espera, aun no lo hemos recibido, por lo que
lo debemos esperarlo con paciencia (8:24s). Esa misma paciencia o constancia es la que debemos
demostrar en la oración. La tribulación, mucho más que la prosperidad, aviva la necesidad de orar y poner
nuestra dependencia en manos de nuestro Señor. A pesar de nuestra flaqueza y del poco tiempo que nos
dejan nuestras vidas, se nos exhorta: “Orad sin cesar” (Ef. 6:18; Col. 4:2; 1 Ts. 5:17), que era exactamente
lo que caracterizaba a los primeros cristianos (Hch. 1:14; 2:42; 6:4; 12:5, 12). De hecho, nuevamente los
tres participios están en presente continuativo, con lo que describen la actitud constante que debiéramos
tener los cristianos.
8. COMUNIÓN: “compartiendo para las necesidades de los santos” (v. 13a). Como ya vimos
anteriormente, el hecho de que ciertos hermanos hayan recibido un don específico para la misericordia
no es óbice para que cada de uno de nosotros la demuestre compartiendo de nuestros bienes para el
sostenimiento de hermanos necesitados y de obreros del Señor (cp. Ef. 4:28). Es de esta manera que se
manifiesta la comunión práctica entre creyentes (el verbo griego para compartir es “koinōnéō”). Tenemos
varios ejemplos y exhortaciones acerca de este punto en el Nuevo Testamento (Ef. 6:6; He. 13:16), pero
baste mencionar la ofrenda para los pobres de Jerusalén que el mismo Pablo se encargó de recaudar en
varias iglesias (1 Co. 16:4; 2 Co. 8:1ss). Esta comunión práctica es tan importante que es llamada de hecho
por Pablo “la prueba del amor” (2 Co. 8:24).
9. HOSPITALIDAD: “practicando la hospitalidad” (v. 13b). La hospitalidad (gr. “filoxenía”) significa,
literalmente, amor al extranjero. El creyente, por tanto, no debe practicar sólo la filadelfia, sino también
la filoxenia. La hospitalidad era algo especialmente necesario en aquellos días, cuando encontrar un lugar
bueno y seguro para pasar la noche no era fácil. Pablo, como gran viajero que era, entendía
EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
141
perfectamente esta situación. La hospitalidad no es algo que deba caracterizar únicamente a los ancianos
(1 Ti. 3:2; Tit. 1:8) o a las viudas (1 Ti. 5:10), sino también a cualquier hijo de Dios. La hospitalidad era una
práctica establecida en la ley (Lv. 19:34; Dt. 10:19). Jesús afirmó que hospedar a alguien que venga en su
nombre es como hospedarle a Él (Mt. 25:35). El autor de Hebreos, en la misma línea, nos recuerda que
no debemos descuidar la hospitalidad porque “algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (He. 13:2). Para
Juan, la hospitalidad es un testimonio del amor a nuestros hermanos, mientras que los falsos maestros,
como Diótrefes, se oponen a ella y la obstaculizan (3 Jn. 5-10). Pedro incide en la actitud correcta que
debemos seguir al practicarla: “Hospedaos los unos a los otros sin murmuraciones” (1 P. 4:9). Pablo añade
que la hospitalidad no la debemos sólo practicar, sino perseguir, pues este es el significado del verbo que
utiliza (gr. “diōkō”). No basta entonces simplemente con aceptar al que se acerca a nuestra casa, sino que
Pablo exhorta a buscar proactivamente a quien pueda necesitar de nuestra hospitalidad y ofrecérsela.
Notemos cómo la cita de Hebreos es una referencia a Abraham quien, al ver a tres varones
aproximándose, no esperó a que llegaran a su tienda, sino que “salió corriendo de la puerta de su tienda
a recibirlos” (Gn. 18:2). Esta misma actitud activa de bienvenida es la que Pablo nos pide que tengamos
hacia los que nos visitan.
10. BUENA VOLUNTAD: “Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis” (v. 14). Este versículo
se anticipa a la sección siguiente (el cristiano en relación con la sociedad que le rodea), pero refleja, no
obstante, una nueva cualidad del amor cristiano, el cual “no se irrita, no guarda rencor” (1 Co. 13:5). La
bendición es desear el bien, mientras que la maldición es desear el mal. Contrariamente a nuestros
impulsos naturales, Pablo nos dice que debemos desear el bien a aquellos que nos persiguen, y no el mal.
Pablo se hace aquí eco de las palabras de Jesús: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os
maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mt. 5:44s). La
razón que Jesús dio para este comportamiento es que tal es el que corresponde a los verdaderos hijos de
Dios. No olvidemos que Dios deseó nuestro bien y nos bendijo por medio de su Hijo cuando aún éramos
sus enemigos, del mismo modo que también hizo Jesús (1 P. 2:23; 3:8s). Y lo mismo debemos demostrar
nosotros hacia nuestros enemigos si queremos reflejar en nuestras vidas el amor y el carácter de nuestro
Padre. En esto, como en otras cosas, el mismo Pablo daba ejemplo, practicando él mismo aquello que
enseñaba (1 Co. 4:12s). Pero esta exhortación, como todas las demás que aparecen en este pasaje, son
imposibles para el alma no regenerada. Sólo las pueden poner en aplicación en vidas renovadas que
cuentan con la presencia del Espíritu.
11. EMPATÍA: “Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran” (v. 15)25. El amor además busca
empatizar, identificarse con aquellos a nuestro alrededor que sufren o se gozan. Pero esta exhortación
de Pablo sólo se cumplirá cuando nuestro amor por el prójimo sea perfecto (Lc. 10:27). Con aquellos que
se gozan no debemos sentir celos, resentimiento o envidia por su felicidad, pues “el amor no tiene
envidia” (1 Co. 13:4), sino gozarnos juntamente con ellos, pues todos somos miembros de un mismo
cuerpo (cp. 1 Co. 12:26; 2 Co. 2:3). Aun cuando su alegría proceda por haber conseguido algo que nosotros
también deseábamos, pues entonces les estaremos dando más honor que a nosotros (v. 10b). Con los
que sufren, por su parte, debemos sentir compasión y servirles de apoyo y consuelo, simpatizando con
su dolor. Por el contrario, quienes se alegran por la calamidad de otros recibirán el castigo divino (Pr.
17:5). Al igual que la exhortación anterior, ésta también parece ir más allá del círculo de los creyentes y
abarcar a todos los hombres, pues el cristiano debe solidarizarse incluso con aquellos que no lo son.
25 Los dos imperativos están en modo infinitivo en el griego. El infinitivo imperativo es una construcción poco frecuente en el Nuevo Testamento, aunque sí lo es en el griego koiné. Aparece sólo aquí, en Fil. 3:16 y Tit. 2:2 (ver “Gramática griega del Nuevo Testamento”, Dana y Mantey, pp. 208-209).
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
142
12. ARMONÍA: “Unánimes entre vosotros” (v. 16a). La palabra aquí traducida como “unánimes” es el
participio griego “fronoûntes” (de “fronéō”, pensar, sentir, comprender), por lo que la idea es que seamos
de un mismo parecer o de un mismo sentir: que estemos unidos por unos mismos deseos, sentimientos
y pensamientos. Es una exhortación muy similar a la que hace Pablo en otras cartas: “completad mi gozo,
sintiendo (“fronéō”) lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo (“fronéō”) una misma cosa”
(Fil. 2:2); “Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor” (Fil. 4:2); “sed de un
mismo sentir” (15:5; 2 Co. 13:11; 1 P. 3:8). No se trata de tener un pensamiento uniforme, como sucede
en las ideologías autoritarias, sino en tener una actitud benevolente para con todos, respetando lo que
sienten y piensan, compartiendo unas mismas metas y objetivos y evitando desavenencias entre
nosotros. Si todos los creyentes progresáramos en la renovación de nuestra mente a la manera de la de
Cristo (v. 2), nuestra convivencia fluiría de forma armoniosa, con tolerancia y simpatía mutuas, evitando
así actitudes despectivas, malentendidos y discrepancias innecesarias.
13. HUMILDAD: “no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión”
(v. 16b). Tenemos finalmente dos exhortaciones relacionadas con la última característica del amor
cristiano: la humildad. “El amor no es jactancioso, no se envanece” (1 Co. 13:4). La primera exhortación
es a evitar asociarnos con gente altiva, considerada importante, desplazando con ello a los humildes, que
se ven entonces relegados. Una exhortación similar nos la da Santiago (Stg. 2:1-9). “Altivos” es,
literalmente, “de mente elevada” (gr. “hypsēlà fronoûntes”), lo que la vincula con la exhortación anterior:
debemos pensar unánimes, pero no de forma altiva. La gente altiva es la que diferencia entre clases
sociales y no desean juntarse con miembros de clases que ellos consideran “inferiores”. Por la segunda
exhortación, quizá estos altivos eran personas hinchadas por su conocimiento y que menospreciaban a
otros hermanos más sencillos. Frente a este conocimiento intelectual que puede envanecernos, el
cristiano ha de mostrar amor hacia el hermano más humilde para edificarse mutuamente (1 Co. 8:1).
Robert Chapman dijo que “la humildad es el secreto de la comunión, y el orgullo el secreto de la división”26.
El amor de Jesús le llevó a juntarse, no con príncipes y sabios, sino con rameras y publicanos. Él mismo se
definió como humilde (Mt. 11:29) y dará un lugar privilegiado en su reino a los que sean humildes como
Él (Mt. 5:3-5; 18:4; 23:12). Sus discípulos deben así buscar asociarse con los más humildes (Lc. 14:13s).
Asociarse (gr. “synapágō”) puede traducirse como condescender, lo que implica descender hasta el nivel
de aquellos menos considerados por la sociedad. Las asambleas cristianas no se caracterizan por
congregar a la gente más distinguida de este mundo, “sino que lo necio del mundo escogió Dios”, a fin de
evitar todo envanecimiento por nuestra parte (1 Co. 1:25-29). Y para no caer precisamente en él, Pablo
hace la segunda exhortación: “No seáis sabios en vuestra propia opinión”. Esta es la misma expresión (gr.
“frónimoi par’ heautoîs”) que en 11:25 se traduce como “arrogantes en cuanto a vosotros mismos”. Son
aquellos que creen tener siempre en todo la razón. Para Salomón, esta es una característica de los necios
que no conocen a Dios (Pr. 3:7; 26:5, 12; cp. Is. 5:21). Debemos evitar el peligro de creernos más sabios
de lo que realmente somos, pues nos engañamos a nosotros mismos, siendo en cambio ignorantes, y
porque atenta contra el amor y la comunión con los hermanos. Debemos actuar, por el contrario, con
humildad y gracia. Pablo dice a los corintios: “Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre vosotros se
cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio. […] Y si alguno se imagina que sabe
algo, aún no sabe nada como debe saberlo” (1 Co. 3:18; 8:2). Recordemos nuevamente la exhortación
anterior de Pablo: no tengas de ti más alto concepto que el que debas tener, sino piensa de ti con cordura
(v. 3).
Una vez vistas estas trece características del amor cristiano, recapitulemos como debe ser nuestra
conducta ante nuestros hermanos. Debemos mostrarles un amor sincero, santo, afectuoso, honroso, con
26 “Humility is the secret of fellowship, and pride the secret of division.” (Robert C. Chapman).
EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
143
esmero, ferviente, paciente, que busca la comunión, la hospitalidad y el bien, empático, unánime y
humilde. Si amáramos al hermano como Pablo nos exhorta a hacerlo, nuestras congregaciones serían
lugares más felices y libres de problemas. Cristo nos dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos,
si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:35). Si el amor que hemos descrito es el amor que
mostramos hacia nuestros hermanos, el mundo no tendrá ninguna duda de que tal amor procede de Dios.
El cristiano en relación a la sociedad (12:17-21) Llegamos ahora a la última sección de este capítulo 12. Hasta ahora, hemos visto que la vida de santidad
en el creyente se manifiesta por una consagración al servicio del Señor, un equipamiento de dones para
desempeñar nuestra función asignada por Cristo dentro de su Iglesia y unas relaciones con nuestros
hermanos en la fe que se han de caracterizar por el amor. Pero la santidad en la conducta del creyente
no ha de restringirse únicamente las cuatro paredes de su iglesia y en las relaciones con sus hermanos.
Ha de ser igualmente manifiesta a la gente que está fuera. Respecto a nuestras relaciones con los no
creyentes, mostrar una buena cara con aquella gente que no es creyente, pero que nos trata bien, es
fácil. La dificultad surge cuando no encontramos con malhechores, burladores, perseguidores y gente que
busca nuestro mal. Es entonces cuando se ha de manifestar nuestra verdadera naturaleza como hijos de
Dios.
En el v. 14, Pablo habló de perseguidores y, por tanto, de gente fuera de la iglesia. A ellos debíamos
desearles el bien y no el mal. Ahora nos encontramos nuevas exhortaciones de Pablo sobre qué más ha
de caracterizar nuestras relaciones con la gente no creyente:
1. No pagar a nadie mal por mal (v. 17a).
2. Procurar el bien de todos (v. 17b).
3. Buscar la paz (v. 18).
4. No buscar venganza por las afrentas que podamos recibir (v. 19).
5. Ser compasivos con nuestros enemigos (v. 20).
6. Vencer el mal del mundo obrando el bien (v. 21).
En general, estas exhortaciones son muy similares y algunas se pueden incluso considerar como
particularizaciones de otras. Por ejemplo, no buscar venganza es prácticamente sinónima a no pagar mal
por mal. De igual modo, procurar el bien de todos implicaría ser compasivo, aun con nuestros enemigos.
Asimismo, la última exhortación a vencer el mal con el bien se puede considerar como un resumen de
todas ellas. Pablo no da una razón para tanta repetición, pero podemos suponer que la iglesia en Roma
necesitaba mucho estas exhortaciones.
1. NO PAGAR MAL POR MAL: “No paguéis a nadie mal por mal” (v. 17a). En la vida nos encontraremos
gente que nos harán el bien, pero también muchas otras que, por diversas razones, nos harán el mal. Lo
que Pablo nos pide aquí va contra nuestros instintos naturales, los cuales pertenecen a nuestra naturaleza
caída, y que nos piden devolver la afrenta. Esta es la base de la ley del Talión: ojo por ojo, y diente por
diente (Ex. 21:24). En cambio, el carácter que corresponde a un hijo de Dios con la mente renovada es el
contrario: no devolver mal por mal. Jesús ya dijo que la ley del Talión no sería un principio que guardaren
los que entren en el reino de Dios, sino el amor hacia los enemigos, lo que nos haría perfectos como
nuestro Padre (Mt. 5:38-48). Esto no significa que la ley del Talión haya sido abrogada, pues como
principio de justicia, es válido y justo. Toda persona debe recibir exactamente lo que merece, y no más o
menos. De hecho, en el capítulo 13, Pablo defiende que los criminales sean castigados mediante los jueces
establecidos. La intención de Pablo es que, como dirá más adelante, no sea el cristiano quien se tome la
justicia por su mano, sino que la deje en manos de Dios. De hecho, la ley del Talión se refería a la aplicación
pública de justicia al criminal, con lo que se desalentaba la búsqueda de una venganza personal. Era una
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
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ley para los jueces, que les fijaba límites a las penas, no para los agraviados. Por ello, el no devolver mal
por mal es una exhortación que aparece en otras epístolas (1 Ts. 5:15; 1 P. 3:8s), pero que también
aparece igualmente en el Antiguo Testamento (Pr. 24:29).
2. PROCURAR EL BIEN DE TODOS: “Procurad lo bueno delante de todos los hombres” (v. 17b). Siempre, en
toda circunstancia, debemos procurar el bien de toda persona. No basta, por tanto, con no desearle (v.
14) o causarle ningún mal (v. 17a) a nadie, sino que también debemos buscar activamente su bien (Gá.
6:10; 1 Ts. 5:15). No basta con aplicar la versión negativa de la Regla de Oro: “No hagas a los demás lo
que no quieres que te hagan a ti”, sino que debemos aplicar también la versión positiva, tal y como la
formuló Jesús: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también
haced vosotros con ellos” (Mt. 7:12; Lc. 6:31). Y esto, además, de forma pública: “delante de todos los
hombres” (cp. Pr. 3:4; 2 Co. 8:21), como una luz que alumbra delante de todos para gloria de Dios (Mt.
5:16; 1 P. 2:12). Esta exhortación está muy relacionada con nuestro testimonio ante el mundo. Nuestro
comportamiento no puede ser nunca motivo de tropiezo para nadie (1 Co. 10:32). Muy al contrario,
debemos ser cuidadosos de no dar motivos de crítica a nadie (1 Ti. 5:14; 1 P. 3:16).
3. BUSCAR LA PAZ: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (v.
18). Un nuevo mandamiento positivo por parte de Pablo. Nuestro Dios es un Dios de paz (1 Co. 14:33; 1
Ts. 5:23) y el mensaje que tenemos para el mundo es igualmente uno de paz (10:15; Ef. 6:15). En
consecuencia, debemos ser siempre pacificadores, y no sólo pacíficos, como hijos de Dios que somos (Mt.
5:9). Alguien pacífico evita todo conflicto, pero alguien pacificador promueve la paz allá donde pueda
surgir un conflicto. No pagar mal por mal evita que el conflicto pueda aumentar; pero estamos llamados
a amar la paz, buscarla activamente y a seguirla (14:19; 2 Ti. 2:22; He. 12:14; Stg. 3:17; 1 P. 3:11). Como
dijo Santiago: “Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Stg. 3:18). Para
ello, el cristiano ha de tener una actitud que favorezca siempre la paz, moviéndose por amor a los demás
(Pr. 10:12), huyendo de las respuestas ásperas y de la ira (Pr. 15:1, 18) y evitando toda altivez (Pr. 28:25).
Y esto ha de ser así “con todos los hombres”; incluso con aquellos que son conflictivos y buscan nuestro
mal. Por esto mismo, Pablo entiende que hay ocasiones en que esta paz no será factible (“Si es posible,
en cuanto dependa de vosotros…”), y de ahí el uso del condicional. Puede ser que el otro no quiera la paz
(v. g. si es un perseguidor) o que para hacerla nos pida hacer algo moralmente inaceptable. Pero también
en ocasiones deberemos enfrentar a alguien que está haciendo daño, como hizo Pablo con los corintios
rebeldes (2 Co. 13:2, 10) o Juan con Diótrefes (3 Jn. 10). Recordemos que nunca debemos sacrificar la
verdad, la justicia o el deber en aras de una paz que no es sino una capitulación de nuestra vocación
cristiana (Mt. 10:34-36; Lc. 12:51-53; Hch. 4:18s). De la misma manera que “dos no pelean si uno quiere”,
también “dos no estarán en paz, si uno no quiere”. La paz no puede darse nunca unilateralmente; siempre
ha de ser bilateral. Nosotros siempre debemos buscarla; y si el otro no quiere la paz, aun así, no podemos
pagarle mal por mal, sino procurar su bien.
4. NO BUSCAR VENGANZA: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de
Dios27; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (v. 19). Pablo ahora se refiere a
sus lectores como “amados” (gr. “agapētoí”)28. Pablo no sólo les exhorta a amar a los demás de forma
práctica, sino que da ejemplo mostrándoles su amor por ellos. Lo que les dice ahora es que no deben
buscar venganza de las afrentas recibidas, algo que ya parecía haber quedado claro al decirles que no
paguen mal por mal. El no buscar venganza es una característica del hombre sabio (Pr. 24:29). Pero Pablo
añade una razón para no hacerlo, citando de la ley (Dt. 32:35): no debemos vengarnos porque la venganza
27 Las palabras “de Dios” no aparecen en el original, pero, según el contexto, la ira a la que apela Pablo no puede ser la de nadie más. 28 En el original griego no aparece “míos”, sino sólo “amados”.
EL CRISTIANO Y SU ENTORNO CERCANO (12:1-21)
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le pertenece a Dios y él la tomará a su debido tiempo por nosotros; no debemos pagar mal por mal,
porque Dios ya pagará por nosotros. Las razones para no vengarnos son entonces:
1. El castigo es prerrogativa de Dios, no nuestra (Nah. 1:2), pues sólo Dios es juez de los hombres.
2. El cristiano es llamado a sufrir y soportar los agravios (1 Co. 6:7).
3. Nuestra causa no quedará sin vindicación. Nadie quedará impune: Él “pagará a cada uno
conforme a sus obras” (2:6; Mt. 16:27; Gá. 6:6-8). “Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo”
(He. 10:31). Podemos descansar en la promesa divina y dejar todo el pago a Dios, quien nos
vindicará a su debido tiempo (2 S. 22:48; Sal. 37; Pr. 20:22).
4. Nosotros no conocemos todas las cosas, y podríamos vengarnos por afrentas inexistentes o de
una forma no proporcionada a la afrenta sufrida. En cambio, como Dios es justo y conoce todas
las cosas, el castigo que aplicará será siempre merecido y proporcionado.
5. Finalmente, porque la exhortación a no vengarnos incluye la de amar a nuestros enemigos y
buscar su bien (Lv. 19:18; Mt. 5:44).
No debemos adelantar la ira de Dios, sino dejar que ésta lleve su curso. Debemos dejar lugar a la ira de
Dios pues nuestra ira “no obra la justicia de Dios” (Stg. 1:20). El mismo Pablo dio testimonio de esta
actitud respecto a sus enemigos: “Alejandro el calderero me ha causado muchos males; el Señor le pague
conforme a sus hechos” (2 Ti. 4:14; cp. 1 Ti. 1:20). Negándonos a tomar la justicia por nuestra mano
seguimos el ejemplo de nuestro Maestro, “quien cuando le maldecían, no respondía con maldición;
cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 P. 2:23; cp. Lc.
23:34). Alguien que tiene el Espíritu de Cristo morando en él, no puede tener a la vez un espíritu vengativo
en su interior, sino de gracia y perdón. Por ello mismo, tampoco deseará que la ira de Dios descienda
sobre sus enemigos, sino, al contrario, orará para que la gracia de Dios los alcance.
5. SER COMPASIVOS: “Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber;
pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza” (v. 20). No sólo no debemos
vengarnos de nuestros enemigos, sino además ser compasivos con ellos, pues debemos procurar el bien
de todos. Notemos el trato que dio Eliseo a los enemigos sirios (2 R. 6:20-23). No basta, pues, con no
devolver mal por mal y quedarnos con los brazos cruzados: hay que devolver bien a cambio del mal
recibido. Puede que no sintamos el deseo de hacerlo, pero es importante hacerlo, aun así, porque Dios
lo ha mandado. La razón para este mandamiento es confusa: “pues haciendo esto, ascuas de fuego
amontonarás sobre su cabeza”. La cita está tomada de un proverbio (Pr. 25:21s). Las ascuas de fuego
pueden ser una nueva alusión al castigo de Dios (cp. Sal. 11:6; 140:10; cp. Ez. 10:2ss), con lo que Pablo
estaría diciendo que, al ser amable y compasivo con alguien, lo que logramos es aumentar su castigo
futuro29. Pero la interpretación más aceptada es que las ascuas de fuego representan la vergüenza y
remordimiento que experimentaría nuestro enemigo por nuestra conducta benigna hacia él (cp. 1 P. 2:15;
3:16)30. En este caso, las ascuas no tienen la función de castigar, sino de curar; no dan lugar a la ira, sino
al arrepentimiento; buscan ganar, no condenar. El cristiano no debe buscar destruir a sus enemigos
mediante la ira, sino tratar de ganarlos para Cristo mediante el amor (cp. 1 P. 3:1, donde el marido
incrédulo es ganado para Cristo por la conducta de su esposa).
6. VENCER EL MAL CON EL BIEN: “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal” (v. 21).
Finalmente, a modo de síntesis o resumen de todo lo que ha venido diciendo, se nos exhorta a derrotar
29 Así lo entienden Newell, p. 382. 30 Así lo entienden: Lacueva (p. 1596), Carballosa (p. 255). MacArthur atribuye esta expresión a una costumbre egipcia, según la cual se ponían una sartén en la cabeza con carbones encendidos en señal de contrición y vergüenza por su conducta (p. 219).
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
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el mal no siendo más malos que ellos, sino con el bien. La victoria, para Pablo, consiste en rehusar
devolver el mal recibido, aun sea justificadamente, y en saber devolver el bien a cambio. De lo contrario,
si optamos por el mal para dar el pago, los derrotados seremos nosotros; habríamos cedido ante el mal;
acabaríamos asimilados en la conducta del mundo y nuestra luz se apagaría. Si damos lugar a nuestra ira
y enojo, acabaremos dando lugar también al diablo (Ef. 4:26s). Por el contrario, debemos poner nuestra
luz bien en alto, “para que vean nuestras buenas obras, y glorifiquen a nuestro Padre que está en los
cielos” (Mt. 5:14-16). Frente a un mundo que vive de espaldas a Dios y se conduce conforme a los
impulsos de su naturaleza caída, los creyentes debemos mantener nuestra buena manera de vivir, “para
que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al
considerar vuestras buenas obras” (1 P. 2:12). Recordemos siempre que no debemos dar nunca al
adversario “ninguna ocasión de maledicencia” (1 Ti. 5:14).
Buscar el bien de aquellos que no lo merecen, sino lo contrario, castigo y retribución, es la base del amor
de Dios. La cruz de Cristo muestra de forma excelsa el triunfo del bien sobre el mal, mediante la
demostración del amor de entrega de un Dios que nada nos debía hacia unos pecadores que nada
merecíamos, sino castigo y maldición. Pero Cristo nos amó y se entregó a la muerte por nosotros (Ef.
5:25). Del mismo modo, los creyentes debemos manifestar al mundo ese mismo amor desinteresado de
Dios, renunciando al uso del mal y buscando el bien de todos. El amor, como bien supremo, es siempre
superior al mal y lo vence.
Esto sólo se puede alcanzar si bendecimos a nuestros perseguidores, si buscamos el bien de todos, si
buscamos alcanzar y mantener la paz, si dejamos toda venganza en manos de Dios y si amamos y servimos
a nuestros enemigos, hasta el punto de ganarlos para Cristo. Entonces habremos vencido “con el bien el
mal”, haremos de este un mundo mejor, la gente verá nuestras buenas obras y toda la gloria irá al Padre
de tales hijos. Savonarola lo resumió de esta manera: “La vida de un cristiano consiste en hacer el bien y
sufrir el mal”31. Cuentan que un joven se acercó a Francisco de Asís y le dijo: “Aquel ladrón me ha robado
las botas”. “Corre tras él”, le dijo Francisco, “y dale también tus calcetines”32. Estas reacciones son
imposibles si consideramos como su origen y causa nuestra débil naturaleza, pues lo natural son
precisamente las reacciones contrarias. En cambio, para el cristiano son posibles porque su origen es la
gracia de Dios que nos ha sido dada (v. 6).
31 Citado por Ironside, p. 121. 32 Ibíd.