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El cazador de serpientes Vicente Fernández Saiz
1
EL CAZADOR DE SERPIENTES
"¿Qué objeto tiene marchar por este camino
que se hace tan estrecho?Se ha informado que los enemigos esperan allíy cada vez serán más numerosos"
De los anales de Tutmosis III(Templo de Amón en Karnak)
I
Un viento tórrido y seco barría la llanura del Valle de las Serpientes. Con el paso de
los años, una espesa capa de arena, arrastrada hasta lo que se consideraba el pasillo del
desierto, iba depositándose en los alrededores de las rocas y limándolas poco a poco hasta
que se iban quedando sin aristas. Desde los tiempos más remotos, cuando reinaba el dios
Atum, padre de la creación, ya existía el valle. El dios de la perfección, como significaba su
nombre, debió de olvidarse de este lugar cuando se engendró a través del caos y lo dejó tal y
como debía estar antes de su aparición en el bajo Egipto: inhóspito y plagado de los seres
más temidos de la tierra. Adentrarse en él era el atajo más corto para atravesar el desierto,
pero suponía, sin duda alguna, la forma más segura de encontrar una muerte lenta y
dolorosa para la mayoría de las personas. De lejos todo parecía sin vida, inerte. Un
observador avezado habría percibido, a lo sumo, el ligero oleaje que se producía en la arena
en los momentos de mayor fuerza del aire. Ni siquiera al acercarse habría descubierto un
bulto inmóvil que se alzaba apenas unas cuartas por detrás de una pequeña roca.
Hatec llevaba allí más de una hora. Tumbado, cubierto el torso completamente de
arena, parecía formar parte del mismo paisaje. Sabía como nadie en el mundo que cualquier
fallo echaría a perder todo su trabajo, o lo que es peor, podría acabar con su vida en pocos
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2minutos. Ni un músculo de su cuerpo se movía. Mantenía la mirada clavada en la piedra
mientras aferraba en su mano un bastón acabado en una horquilla. Su gran experiencia
como cazador de serpientes le había dotado de un conocimiento sin igual para saber con
certeza dónde encontrar una pieza y cómo conseguirla. La técnica era muy sencilla pero
sumamente arriesgada: al amanecer, antes de que el viento de la mañana borrara toda señal
de vida a ras de tierra, buscaba las marcas ondulantes que delataran el regreso de alguna
serpiente al refugio en donde se guardaba de las extremas temperaturas diurnas; sólo había
que retener en la memoria, hasta el atardecer, el lugar exacto en donde se había escondido,
algo que para cualquier mortal era prácticamente imposible pues la inmensidad del lugar
parecía estar hecha de infinitas parcelas clónicas. Aproximadamente una hora antes de que
las sombras tomaran posesión de sus dominios había que estar en el lugar exacto. Alrededor
de la piedra no había ninguna señal que predijera por dónde iba a salir, pero Hatec sabía que
lo haría por el mismo sitio por el que entró. Sólo cabía esperar. Si levantaba la piedra la
serpiente se pondría en guardia y además no conocería con seguridad dónde estaría su
cabeza. Ese segundo de desconcierto, por parte del cazador, podría ser decisivo para el
ofidio que adquiriría una ligera ventaja sobre su adversario y en ese caso las posibilidades de
ganar en aquella pelea, que podía ser a muerte, se reducirían en gran número. Estaba claro
que no saldría hasta casi la puesta de sol, pero nunca se conocía el momento exacto. Esto
traía consigo un nuevo riesgo añadido: el ruido. Si la serpiente se apercibía de que algo
extraño sucedía fuera, retrasaría su salida y si se echaba la noche no habría luz suficiente
para ver con claridad.
El grosor del rastro dejado y la forma de zigzaguear le habían dado la pista para saber
que se encontraba ante una víbora cornuda de casi un metro de longitud. Su veneno era
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3mortal e inmediato si no se disponía al instante de un antídoto, pero también muy valioso si
lograba arrebatárselo. Conseguiría que el jefe de los médicos de Menfis le diera, al menos,
un valor en cereales equivalente a cinco deben de cobre. Con las capturas que llevaba
hechas podría disponer de pan y cerveza para una buena temporada.
De pronto, un ligero movimiento de unos granos de arena puso en guardia al cazador
de serpientes. La víbora no apareció inmediatamente; esperó aún unos minutos. Fue
entonces cuando salió a la luz y dos diminutos cuernos parecían brotar amenazadores de su
frente. Antes de que sacara del todo su cuerpo, Hatec clavó la horquilla por detrás de su
cabeza. Mientras estaba prisionera le acercó un pequeño recipiente de madera asido por un
mango alargado y tapado por un fino velo de lino; dejó que el animal lo mordiera y echara
en él todo su veneno. Luego la agarró con los dedos por detrás de la cabeza, la sacó al
exterior, contempló toda su belleza y la metió por la cola en una bolsa de cuero. La espera
había merecido la pena. Al amanecer iniciaría su regreso a casa.
II
Hatec durmió ocho horas seguidas. Al despertarse estaba acalambrado y dolorido
como un viejo con las coyunturas agarrotadas. Siempre le pasaba igual; necesitaba varios
días para quitarse el síndrome del desierto. Siva, su mujer, todavía no se había despertado
pero el olor a natrón, que había utilizado para evitar que las pulgas invadieran la casa, aún
permanecía. La luna llena inundaba todo con una claridad blanquecina y su palidez de
azafrán parecía quererse introducir por el ventanal del dormitorio. Eso le permitió admirarla
con orgullo; era preciosa, con una piel de color de pan y los ojos azules como retazos del Nilo
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4en la estación de la cosecha. Su avanzado estado de gestación no había diluido ni un ápice
su belleza.
Tomó un poco de queso de cabra y unas tortas de pan frías, que habían sobrado del
día anterior, y dejó que su paladar disfrutara de aquel manjar tan apetitoso y en nada
comparable a los higos y dátiles secos con los que había tenido que conformarse en los
últimos días del desierto. Después se dirigió a la estancia contigua para preparar los
recipientes con el veneno que llevaría al jefe de los médicos de Menfis y algunas serpientes
que intercambiaría por productos en el mercado.
Caminó rápidamente hasta las primeras casas blancas y tras ellas se desparramaban
los diferentes santuarios. Heliópolis le gustaba; era tranquila y silenciosa. Sus principales
habitantes, los sacerdotes y los artesanos de los templos, permanecían la mayor parte del
tiempo dedicados al culto y a sus labores de ornamentación. Allí nadie se preocupó de
averiguar quién era y de dónde venía cuando decidió establecerse con su esposa en las
afueras de la ciudad. Además, era el lugar más cercano al desierto y a la patria de su mujer
de origen sirio. A ambos les pareció el sitio idóneo para iniciar una nueva vida.
Estaban en el primer día Epagómeno, dedicado a Osiris, pero las fiestas en su honor
se habían suspendido debido al luto oficial por la muerte del joven faraón. A medida que se
acercaba al río, un ligero viento del norte traía ya el adelanto de lo que iba a ser la llegada
inminente de la estación de la inundación. Ese olor fuerte, terroso, daría paso dentro de
cuatro días a la fetidez que provocaba la llegada de las turbias aguas que anegarían los
campos y prados de la ribera.
Durante el trayecto en la barcaza, algunos campesinos dormitaban sobre las banastas
vacías que llevaban al mercado para traer después legumbres frescas, mientras dos
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5cuidadores de los templos discutían sobre el posible elegido de la reina para ser el próximo
faraón.
Antes de alcanzar la otra orilla ya se adivinaba el ajetreo que a esas horas tan
tempranas se traía el puerto. Menfis, encrucijada de las civilizaciones mediterráneas y
puerta de Asia, se había convertido en la capital del Alto Egipto y numerosos barcos
surcaban el puerto. Nada más atracar se dirigió hacia los puestos del mercado. Cambió dos
cobras por una pieza de lino y varios recipientes de alabastro con forma de oca, que
contenían maquillaje realizado a base de antimonio y malaquita. Sería todo un detalle y una
sorpresa para Siva que, a su vuelta del desierto, le anunció que el saquito de cebada que
había regado con orina había germinado; no había la más mínima duda: el primogénito que
esperaban sería un varón.
Cuando llegó a casa del médico el sol ya calentaba con fuerza, por eso le encontró a
la sombra de un sicómoro situado junto al porche. Preparaba una mistura de olor
desagradable que iba trasvasando de unas redomas a otras. Al verle se alegró y le ofreció
una silla baja para que se sentara junto a él.
_ Esta vez has tardado más de la cuenta -le dijo a modo de saludo y mientras miraba
los recipientes que Hatec sacaba de un cesto de mimbre de papiros.
_
Es que he tenido que estar varios días de brazos cruzados. El viento parecía estar
empeñado en madrugar más que yo y borraba las huellas que las serpientes dejaban al
ponerse a cubierto de los primeros rayos de sol. Pero, a pesar de todo, no me puedo quejar.
Mira -decía con orgullo después de abrir los tarros de barro que contenían los venenos-; los
tienes de todas clases: cobras, serpientes amarillas y víboras cornudas.
El médico echó una ojeada y quedó satisfecho con la mercancía.
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_ Me alegro de que se te haya dado bien porque andaba ya escaso de ellos y mañana
mismo, sin ir más lejos, los necesito para preparar un medicamento que alivie los dolores de
un soldado al que le ha pasado por encima la rueda de un carro. Cada vez son más los
beneficios que vamos encontrando en este mortal líquido, así que todo lo que puedas traer
será bien recibido. Pero sabes que te aprecio y no me gustaría que te arriesgases demasiado;
los antídotos que te he proporcionado no te servirán de mucho si sufres una mordedura en
medio del desierto. Con ellos aminorarás la velocidad de la sangre y el veneno tardará más
tiempo en hacer efecto, diluyendo en gran medida su poder de emponzoñamiento; pero si
estás a tres días de camino del ser humano más cercano, dudo mucho que tengas alguna
posibilidad de salvarte. Antes de veinticuatro horas, la fiebre, que se habrá apoderado de ti,
no te dejará ni ponerte en pie.
_ No te preocupes. Soy precavido y no arriesgo más de lo necesario. Las invocaciones
que hemos hecho al dios Thoeris han dado su fruto y Siva va a darme por fin un hijo; no me
gustaría que la pobre criatura se quedase sin conocer a su padre.
_ Pues... ¡Enhorabuena! Invocaré a Bes para que el parto tenga lugar en una
completa dicha. Y hablando de dicha... Hace varios días que ha venido a preguntar por ti un
policía. ¿No te habrás metido en algún lío? No me quiso dar explicaciones del motivo de tu
búsqueda pero parecía tener mucho interés en encontrarte. _ Una de las cosas buenas que tiene el desierto es que allí no te puedes enojar con
nadie -respondió el cazador de serpientes en tono sarcástico- y Heliópolis es una ciudad
dedicada al culto de los dioses; en ella no tienen cabida las malas acciones. Seguramente
querrá adquirir alguno de mis codiciados animalitos. No veas lo efectivos que son para sacar
la verdad a los que intentan engañar a la justicia.
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_ Ya veo que no has perdido el buen humor -aseguró el médico que había acogida con
una sonrisa la ocurrencia de Hatec-. Seguro que al ver a una cobra cerca de su pellejo
recordarán con toda celeridad hasta el más mínimo de los detalles. Pero bueno... ya me
contarás la próxima vez qué es lo que quería de ti ese policía. Ahora, tengo mucho trabajo y
me temo que no me quedará más remedio que dar por terminada tu amable visita.
El médico dio un par de palmadas y al instante el joven escriba que le habían
designado apareció con una caña de punta fina y un óstracon en las manos. En cuanto
terminó de anotar en el calcáreo la cantidad de cereales que le correspondía, Hatec se
despidió.
En poco tiempo llegó hasta el barrio donde estaban enclavados la mayoría de los
talleres. Necesitaba encargar un odre nuevo porque el que tenía se había desgastado y el
agua se rezumaba por las costuras. A la entrada del taller de curtido se quedó observando
varias pieles de cabra que estaban tensadas sobre caballetes de tres patas y expuestas al sol.
Tocó una de ellas y por la flexibilidad y el raído parecían de buena calidad. Al ver a un
hombre de aspecto rudo y fuerte que se acercaba pensó que era el jefe y al irle a preguntar
cuánto tiempo tardarían en hacerle el odre, se percató de que portaba un puñal y se dirigía
hacia él con aspecto amenazador. Casi instintivamente le arrojó uno de los caballetes y
mientras echaba a correr oyó un ruido estremecedor. Aquel grandullón, en un intento de
esquivar lo que se le venía encima, cayó sobre una de las cubas que contenía el líquido que
se utilizaba para suavizar las pieles y al sentirse empapado de una mezcla de orines, estiércol
y tanino de vaina de acacias empezó a gritar desaforadamente. Para cuando salieron los
trabajadores del taller, Hatec estaba ya a una distancia considerable de allí. Al verse fuera de
peligro, aminoró la carrera y al doblar la esquina de un almacén de papiros sintió como si el
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8mundo se le viniera encima. El golpe que había recibido en la cabeza le dejó completamente
aturdido. Lo último que vieron sus ojos, antes de que su vista se nublase del todo, fue a un
policía con un garrote en la mano que observaba indolente cómo se desplomaba contra el
suelo.
III
La espaciosa sala del templo de Maat estaba abarrotada de gente que consideraba
las sesiones de los juicios como una de las mayores atracciones de la ciudad. Hatec era
custodiado por un par de policías armados que le habían atado las manos con una cuerda de
fibras de papiro muy resistente. Sentía su cabeza más machacada que si fuese el pellejo de
un tambor. Aún estaba dolorido del golpe recibido el día anterior y no tenía ni la más mínima
sospecha de por qué le habían encarcelado y los motivos por los que se le iba a juzgar.
Estaba seguro de que todo era una equivocación, pero a pesar de ello no podía disimular la
intranquilidad que le dominaba. Sólo al darse cuenta de la presencia de su mujer entre el
público, intentó dar una apariencia más sosegada. No le habían dejado verla desde su
detención y tenía miedo de que ni siquiera supiera lo que le había pasado. Por un instante
sus miradas se cruzaron y se atrevió a esbozar una leve sonrisa que pudiera transmitirle el
ánimo que en ese momento a él mismo le faltaba.
El juez de Menfis, al ver que el jurado y el reo estaban presentes, salió a la cabecera
de la sala y declaró abierta la audiencia. De pie, vestido con una túnica de lino blanca y
adornado con un collar de lapislázuli pronunció las palabras típicas en estos casos: "El que
navega con la mentira no descansará y su barco no llegará a su puerto; no llegará a Maat". A
continuación se sentó en una silla con los apoyabrazos y las patas terminados en tallas de
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_ Señor, cuando se dieron las listas con las personas seleccionadas yo estaba en el
desierto cazando serpientes, pues como usted conoce, es mi medio de vida.
_ Esa disculpa no te servirá para nada -le respondió el juez-. Tú también conoces las
normas que existen desde hace muchos años. Cuando se acaba la época de la crecida de las
aguas que nos aportan el limo germinador, todos los hombres jóvenes y que no sean
imprescindibles en el trabajo de ayuda a sus padres tienen que colaborar en la siembra. En
caso contrario, los graneros del estado estarían semivacíos y el pueblo pasaría por una época
de penurias. Tú eras el segundo hijo de Viroe y la ley sólo exime de este trabajo al
primogénito.
_ Señor -siguió mintiendo Hatec intentando que sus palabras hicieran mella en la
rigidez de un juez que no estaba dispuesto a dejarse convencer-, yo estaba entonces fuera
de la tutela de mi padre. Quería construir una casa para casarme y necesitaba con premura
trabajar para poder dar a la que hoy es mi esposa un techo que sirviera para que se
reconociera nuestra unión. Cuando regresé del desierto y me enteré de que me habían
llamado, me entró el pánico y huí a Siria. Mi mujer es de allí y vivimos durante un tiempo en
aquel país. Fue un error de juventud que..
El juez, no le dejó terminar. Las acusaciones venían directamente del representante
del faraón y aunque él no comprendía por qué el visir se había hecho cargo de un caso que
no parecía ser de su incumbencia, por no atentar directamente contra la seguridad del
estado, no se detuvo a analizar las razones y lo único que quería era acabar rápidamente con
el juicio.
_ Sé perfectamente que sin una casa en la que poder convivir con tu mujer, no se da
por válido tu matrimonio, pero antes de todo eso está la obligación impuesta por las leyes
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11de Egipto. Tus explicaciones no te librarán de la pena correspondiente y como veo que no
puedes presentar pruebas inculpatorias, no merece la pena seguir perdiendo el tiempo. Me
temo que el tribunal no encontrará motivo para declararte inocente. Mañana mismo
comunicaré al visir las conclusiones del juicio y será él quien dé el visto bueno a la sentencia,
pero de aquí te aseguro que vas a pasar unos cuantos años trabajando y sudando para
redimir tus culpas. Ordeno, por tanto, que seas devuelto a prisión y allí puedas meditar,
hasta la hora de tu traslado a la cantera que se te asigne, sobre la falta que has cometido.
Que esta sentencia sirva de ejemplo para aquellos a los que se les pase por la imaginación
semejantes actos de deserción.
IV
Hatec rehusó la comida que le habían servido en la prisión del acuartelamiento de
Sile: guisantes, estofado de pato y cerveza fría. No tenía hambre. Pese a ello, el guardián,
que no comprendía el porqué de tantas atenciones con aquel recluso, se la dejó a su lado
por si cambiaba de opinión y retiró la de la noche anterior que estaba sin tocar.
Se sentía solo; dolorosamente sólo. La soledad era algo a lo que sobradamente
estaba acostumbrado, pero allí, entre esas cuatro paredes, echaba de menos uno de los
mayores placeres que conocía en el mundo: descubrir desde lo alto de una duna cómo
amanecía; cómo el sol, aposentado majestuosamente sobre el trono del horizonte, iba
repartiendo la luz a un paisaje, que pese a su monotonía aparente y a la dureza del clima,
cada vez le entusiasmaba más. Al menos, ante las adversidades de la naturaleza, incluso ante
las más severas como eran las del desierto, sabía cómo actuar; había unas normas lógicas
que si las conocías y respetabas te dejaban subsistir. Era la ley del más fuerte, pero se
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12luchaba y se mataba por una cuestión de supervivencia. En cambio, en el mundo de los
humanos de muy poco servían las reglas si constantemente eran mancilladas en aras de los
caprichos de los poderosos: no peleaban por sobrevivir; lo hacían por dominar, por ser más
que los demás. Por eso mismo en su cabeza sólo había lugar para una pregunta sin
respuesta: ¿por qué ahora alguien denunciaba lo que pasó hace ya tanto tiempo y le
condenaba a no ver a su mujer y a su futuro hijo? Nada tenía sentido. El incidente por el que
se le juzgaba había quedado zanjado por su padre al sobornar al encargado del
reclutamiento de los trabajadores con media docena de sacos de cebada de seis granos.
Recordaba Hatec que el trato fue hecho unos días antes de desplazarse hasta Siria para
visitar a la familia de la que pronto sería su esposa. La impresión que su padre había sacado
de aquel hombre era la de un funcionario culto pero altivo y sin escrúpulos y del que se
rumoreaba que pronto ocuparía un alto cargo en Sile, al este del delta, como jefe del
acantonamiento de tropas en las campañas que el ejército desarrollaba en el desierto de la
zona asiática.
Únicamente su familia y aquel personaje mezquino y ávido de riquezas y poder eran
los conocedores del soborno. No había lugar a dudas; éste último tenía que ser quien estaba
interesado en sacar a la luz lo ocurrido. Pero las cosas no le cuadraban del todo. ¿Qué
conseguía con ello? Seguramente, a estas alturas, el corrupto funcionario gozaría de una
posición privilegiada en la administración del estado y no parecía lógico que el desvelar sus
propias faltas le beneficiase en algo. Pero estaba seguro de que debía tener sus buenos
motivos para hacer que le procesaran y esos motivos, que le resultaban desconocidos,
tenían que ser muy poderosos.
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13Alguien le había tendido una trampa tan retorcida y diabólica que no veía la forma de
salir de ella. Si contaba toda la verdad lo único que lograría sería que a su anciano padre le
quitaran el arrendamiento de las aruras de tierras que le habían concedido. El estado no iba
a consentir que una persona que había conseguido favores a través del soborno gozara de
privilegios. Por su avanzada edad se libraría de las canteras, pero nadie le salvaría de una
buena tunda de bastonazos como mandaba la ley.
El ruido del cerrojo le sacó de sus pensamientos. Al abrirse la puerta dos personas
entraron en la celda. Hatec se fijó en el más joven. Parecía un alto mando del ejército;
llevaba atavío de campaña: paño corto, grebas y cota de malla. Tras él se escondía un
anciano tocado con una túnica larga anudada a un lado del cuello. No recordaba haberlos
visto nunca, pero tenía una ligera sospecha de la identidad del primero.
El militar fue quien, sin presentarse, se dirigió al cazador de serpientes:
_
Tu situación no parece que sea muy favorable dados los cargos por los que se te ha
condenado. Las nuevas canteras de Asuán dicen que son las más duras de Egipto. Tengo
entendido que los capataces de grupo designan a los esclavos y a los desertores a los
trabajos de arrastre en las rampas de traslado de los bloques de piedra. Con un poco de
suerte podrás aguantar dos años antes de que tu espalda sea despellejada a bastonazos o
acabes arrollado por alguna de las enormes moles de granito rojo. Pero no te preocupes, la
reina es ,en este momento, más compasiva que nunca. Aún quedan algunos días para que se
cumplan los setenta estipulados del periodo de momificación del faraón y no quiere que,
durante este tiempo, haya en Egipto más dolor que el que se deba a la aflicción por la
muerte de su esposo.
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_ Te ofrecemos una posibilidad de redimir tu pena de una manera digna -habló ahora
el anciano que presentaba un tono más cordial que el de su acompañante-. Puedes ofrecerte
voluntario para una misión sumamente arriesgada y comprometida. Si aceptas, el visir
considerará pagada tu deuda y podrás volver de nuevo a Heliópolis junto a tu mujer. Como
sabes, los sirios y palestinos han firmado un tratado de lealtad eterna al faraón. Ahora que
ha muerto, algunos jefes de tribus sirias se están poniendo nerviosos y quieren hacer la
guerra por su cuenta. El problema es que nuestro ejército no puede intervenir por la fuerza,
ya que en tal caso, las otras tribus ajenas a la sublevación considerarían el ataque como un
abuso de poder y acabarían violentándose. Si esto fuese así, las consecuencias serían
nefastas: el odio y la venganza son fetos que comparten el mismo vientre y no conviene
dejar que nazcan, porque se convertirían, antes de lo deseado, en gigantes rabiosos con el
raciocinio de un niño. Emisarios de las bases asiáticas nos han informado de que uno de esos
jefes tiene intención de adentrarse en nuestras tierras; de hecho, ya está de camino con una
escolta de una docena de soldados. Dentro de siete días acamparán junto al pequeño oasis
que está en el extremo oriental del Valle de las Serpientes. Sus intenciones son las de
atravesar la frontera, aprovechando el tratado de amistad, y hacer acopio de datos para
organizar la estrategia y logística de un posterior ataque junto a otras tribus que ahora están
indecisas. Como supondrás, es de vital importancia que ese rebelde no llegue a pisar el suelo
egipcio.
Hatec escuchaba atónito y con voz queda se atrevió a preguntar:
_ ¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?
_ Queremos que alguien que conozca a la perfección el valle se adentre en él
y digamos ... le proporcione al jefe una muerte natural.
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_ ¿Una muerte natural? -se extrañó Hatec.
_ Sí; algo que parezca dado por la propia naturaleza y ... ¿qué más natural que morir en
el desierto de una mordedura de serpiente?
El militar tomó el relevo al anciano y comentó:
_ Tu misión será llegar a través del valle hasta el oasis y por la noche burlar la
vigilancia de la guardia e introducir una de tus serpientes en su tienda. Debes asegurarte de
que el animal ha hecho su trabajo. Te conviene no fallar porque no sólo esta en juego tu
libertad sino la de tu mujer. Ella es siria y en caso de conflicto todos los sirios perderían los
derechos de los que ahora gozan. Necesitamos una respuesta inmediata. ¿Qué dices?
_ Lo haré -contestó Hatec convencido de que no le quedaba más opción que aceptar.
_ Bien. Daremos las órdenes pertinentes para que te preparen todo lo que necesites,
ya que mañana al amanecer nos pondremos en marcha. No podemos retrasarnos más a no
ser que queramos llegar tarde a la cita. Las tropas del acuartelamiento te trasladarán en
carro hasta la entrada del valle. A partir de allí irás únicamente acompañado por un hombre
de nuestra confianza porque los soldados no está preparados para atravesarlo. Su misión
será la de ser testigo de lo que ocurre. Cuando terminéis el trabajo debéis esperar a que la
escolta del rebelde se marche y os resguardaréis en el oasis. Allí, un grupo de nuestros
soldados destinados en la frontera siria os recogerán.
Los dos hombres hicieron ademán de retirarse pero, antes de llegar a la puerta, el
militar se volvió y ordenó:
_ Una última cosa: olvida esa absurda manía de despreciar la comida; dentro de poco
estarás harto de pescado seco y dátiles.
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16Para el final de aquella reunión el cazador de serpientes se había dado cuenta de que
todo lo ocurrido en los últimos días estaba vilmente planeado. La pregunta que se hacía
tenía ya una respuesta diáfana. Todo había sido maquinado por aquellos hombres. Al militar
le había reconocido: se trataba del general Horemheb, condecorado por el faraón con el oro
de honor por sus campañas en Asia, y apostaría su brazo derecho a que era la misma
persona que se dejó sobornar por su padre. Al otro no le pudo identificar pero daba igual.
Entre los dos habían decidido trasladarle a Sile, la prisión más cercana al desierto, porque
sabían de antemano que no le quedaría más alternativa que aceptar su propuesta y le
habían colocado en la salida de una carrera en la que no había elegido participar; una carrera
en la que le esperaba la salvación o la muerte, pero incluso esta última era preferible al
suplicio de las canteras.
V
El día estaba siendo más caluroso que los dos anteriores de travesía por el valle. Atrás
había quedado la extensa llanura en donde se detuvieron los carros porque los caballos,
sudorosos y resollando por los ollares, no tenían ya fuerzas para mover las ruedas que cada
vez se pegaban más a un terreno reseco y polvoriento.
Rubot tenía la sensación de estar dando vueltas en el interior de un horno. Estaba
acostumbrado al desierto, no en vano era uno de los soldados preferidos del general
Horemheb en sus campañas por Asia, pero en ningún momento pensó que aquella maldita
travesía pudiera resultar tan infernal. El suelo, castigado por los rayos solares, se vengaba
devolviendo multiplicada la fuerza de sus destellos hasta el punto de hacer que todo lo que
se divisaba a más de una docena de metros se tornara vidrioso. A aquellas temperaturas el
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17andar se le hacía imposible; tropezaba con sus propios pies y se caía continuamente
renegando y maldiciendo. Ya no sudaba; ni siquiera sudaba. El calor había resecado
cualquier rastro de agua que pudiera quedar en su cuerpo y la sangre debía de estar tan
espesa que amenazaba con detenerse y reventar los conductos por los que circulaba. Pero si
todo eso parecía inhumano, no era lo peor; lo que más le enervaba era ver cómo un mísero
cazador de serpientes, al que le habían encomendado seguir, parecía no inmutarse ante
aquel sudario en el que estaban envueltos.
De repente, cuando ya creía que no le quedaría más remedio que suplicarle que
detuvieran un rato la marcha, Hatec, que siempre iba por delante, se paró, miró al cielo y
como si el calor le hubiera revenido la sesera, gritó:
- ¡Nubes! ¡Hay nubes detrás de aquellas dunas! No podemos arriesgarnos a seguir. Lo
más normal es que nos topemos con los hijos de nubes y si nos ven solos e indefensos nos
cogerán como esclavos. Lo mejor será que vaya a echar un vistazo. Mientras tanto puedes
descansar un poco.
Hatec dejó caer al suelo las bolsas con las provisiones y en la ladera de una pequeña
duna desplegó la estera que utilizaba para descansar. Introdujo la mitad en la arena y
acomodó la otra mitad a modo de visera para que Rubot se protegiera del sol. Mientras el
primero desaparecía en dirección hacia lo alto de una loma, el segundo rogaba a Set, dios del
desierto, para que por una vez los pronósticos de su acompañante no fuesen acertados.
Había oído hablar muchas veces de los hijos de nubes pero nunca se había encontrado con
ellos. Eran familias de beduinos nómadas que se dedicaban a perseguir las nubes por la
inmensidad del desierto; hombres, mujeres, niños y animales vivían permanentemente
atados al capricho del viento y del cielo. No paraban hasta que la lluvia hacía su aparición.
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18Entonces, allí donde la reseca tierra había recibido el don privilegiado, acampaban y
esparcían el grano. Después esperaban hasta la época de la recogida de la cosecha. Así que
como a aquellas malditas nubes se les ocurriera dejar caer todo su contenido en donde
estaban aposentadas, no llegarían nunca al final de su destino. Aquellos hombres, que
pasaban toda su vida en el desierto, eran capaces de divisar a una persona a varios
kilómetros de distancia.
Más de seis horas tardó en volver Hatec. Por la cara que puso al llegar al improvisado
lugar de descanso supo Rubot que no traía buenas noticias.
_ Están acampados a la salida del valle -masculló con gesto rabioso-. No podemos
hacer otra cosa que esperar. Aquí no corremos peligro. Las nubes no penetrarán hasta
nuestra altura, pero como mañana no levanten sus tiendas no llegaremos al anochecer al
oasis.
VI
Fue un día muy largo y una noche interminable llena de silencios y sombras. Unas
horas antes de amanecer llegó la única señal de vida que podía oírse en el desierto: el
viento. Primero fue como un quejido lastimero y después... poco después cambiaba el
paisaje de arriba abajo a su real antojo: barría, limpiaba, ventilaba, amontonaba y
desplazaba la arena como si fuese una enorme escoba manejada por unas manos gigantes. Y
se llevó también las nubes. Y tras ellas se fueron los beduinos, con sus mujeres, con sus
niños, con sus camellos y con sus cabras.
Rubot procuraba no separarse ni un metro del cazador de serpientes pues más allá
de esa distancia la tormenta de arena hacía imposible percibir lo que ocurría y corría el
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19riesgo de perderse en aquel dédalo de dunas. No entendía cómo Hatec seguía empeñado en
proseguir la marcha si no había forma humana de orientarse. Además, el viento no se dignó
darles ni un minuto de tregua hasta bien entrada la tarde. Pero de repente, tal y como llegó
se fue. Y por primera vez aquellos dos hombres pudieron abrir totalmente los ojos sin miedo
a ser cegados. Y vieron que su estado era lamentable: una costra endurecida se había
adosado a su cuerpo y parecían estatuas andantes. Se pararon, intentaron quitarse la arena
de la cara, que se les había incrustado hasta la misma piel, y en tan solo unos instantes,
Hatec miró a su alrededor, fijó la vista en el horizonte y señalando con la mano frente a él
comentó:
_ No nos hemos desviado mucho. Justo detrás de aquellas dunas está el oasis. Si nos
damos prisa podremos echar un vistazo antes de que anochezca.
VIl
Aún era de día. Apostados tras una roca distinguieron una áspera planicie de tierra
dura y yerma que daba paso a un pequeño palmeral. Los beduinos decían que las palmeras
tenían las raíces sumergidas en el agua y las hojas envueltas en el fuego. Quizá esta teoría
naturalista tan primitiva era la única válida para poder explicar el contraste tan increíble de
temperatura y paisaje que podía darse en tan exigua distancia. El caso es que los oasis
podían considerarse como un paraíso en medio del infierno y su ubicación era conocida por
todos aquellos que de una u otra manera andaban por el desierto. Por eso el grupo de
rebeldes había elegido aquel lugar para reponer las fuerzas de una jornada seguramente
agotadora. Y debían haber llegado hacía ya unas horas. En el centro tenían montada una
tienda amplia de tres paredes verticales y una a modo de techo y habían establecido sólo
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20dos puestos de guardia: uno a la entrada natural al oasis y otro junto a las provisiones. Por la
forma de actuar de los hombres que allí estaban establecidos, no parecía que temieran ser
atacados. Rubot comentó con el cazador de serpientes la forma en que éste podía llegar
hasta la tienda y ambos estuvieron de acuerdo en la estrategia a seguir.
A media noche Hatec tenía todo preparado. A pesar de las duras jornadas
transcurridas las dos víboras cornudas, que iban en cestas separadas, seguían vivas. No había
comprendido muy bien la insistencia de Horemheb para que llevasen una cada uno. A él
nunca se le había muerto ninguna y eso que las había tenido durante muchos más días en
sus largas travesías por el desierto. A la hora de decidirse, prefirió llevar la suya, porque las
correas que sujetaban la cesta a su espalda estaban ya graduadas a la medida de su cuerpo.
Antes de partir se embadurnó los brazos y manos con una mistura de cebolla y bayas de
alheña, cuyo olor repelía a las serpientes. De esta forma evitaría que el animal al salir de la
jaula, aturdido por el tiempo que llevaba en cautiverio, se equivocara de presa y le mordiera
a él.
El llegar hasta el oasis, a pesar de que la luna llena observaba impertérrita todo lo
que ocurría, no fue muy difícil para una persona que estaba acostumbrada a moverse
sigilosamente. Antes de penetrar en la tienda se aseguró de que su inquilino estaba
dormido. Una vez dentro comprobó con satisfacción que tenía luz suficiente para poder
actuar con seguridad. El jefe rebelde era un coloso barbudo con el cuerpo desnudo de medio
para arriba. Hatec se situó detrás de él, tomó un pequeño recipiente que llevaba atado a la
cintura, lo destapó y se lo acercó a la nariz. El gigantón inhaló el narcótico de raíz de
mandrágora que había preparado el médico del acuartelamiento y cuando el cazador de
serpientes creyó que la mordedura de la víbora no le despertaría, le puso la cesta a la altura
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21del pecho y quitó la tapa. En cuanto asomó la cabeza, Hatec dio un seco tirón del hirsuto
pelo del asiático y el reptil, al sentir que algo se movía, se asustó y atacó. La cesta y el
animal rodaron por el suelo, escapando este último por la entrada de la tienda. Fue entonces
cuando Hatec se fijó en el escudo y la espada curva que estaban a los pies de aquel hombre.
¡No eran armas sirias! Éstas las conocía bien por el tiempo que vivió en ese país. Aquel
coloso, que estaba en el umbral del sueño eterno a punto de rendir cuentas a Osiris, tenía
toda la pinta de ser un bárbaro hitita. No había la menor duda: le habían vuelto a utilizar; y si
lo habían hecho dos veces, podían hacerlo otra tercera.
Cuando estaba ya de regreso se dio cuenta de que se había olvidado de recoger la
cesta en donde iba la víbora y el pequeño tarro con el somnífero. En un primer instante
pensó en regresar, pero después se convenció de que no merecía la pena arriesgarse más. Al
fin y al cabo, como no sabía en realidad quién era aquel bárbaro, tampoco podía conocer, a
ciencia cierta, si el que quedase alguna pista del crimen cometido sería bueno o malo para
él.
Se arrastró hasta el escondite en donde le esperaba Rubot, le dio a entender con la
cabeza que todo había ido según lo planeado, desplegó su estera y se puso a dormir.
Le despertó una especie de silbido que conocía a la perfección. Echó un vistazo por
encima del brazo que tenía sobre la cara y un sudor frío le recorrió desde la base de la
médula hasta la nuca, mientras buscaba, en algún escondido rincón de su memoria, la
fórmula inmediata que le librara de la muerte. La víbora tenía medio cuerpo fuera de la
cesta que Rubot sostenía nerviosamente con las manos. El instinto le dijo que debía
permanecer inmóvil, quizás en un vano intento por retrasar la muerte unos segundos más.
Cuando el ofidio rozaba ya su cara y Hatec esperaba su ataque inminente, el animal debió
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22percibir el repelente latigazo de la mistura de cebolla y alheña del brazo e hizo un
inesperado requiebro. Rubot lanzó un chillido desgarrador al sentir la mordedura en su
muñeca. Se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas. Sus ojos, abiertos hasta la deformidad,
permanecían fijos en los dos minúsculos orificios que empezaban ya a adquirir un tono
rojizo. Pasados unos instantes, seguramente los necesarios para que se diera cuenta de que
aceptar la muerte de una manera digna no es fácil ni tan siquiera para un soldado del faraón,
miró a Hatec y dijo a modo de disculpa:
_ Lo siento; mi serpiente también tenía una misión que cumplir.
A continuación cogió su puñal y aceleró el final.
Hatec comprendió que ya no podía volver a Heliópolis. Recogió los víveres que
quedaban y puso rumbo al sur de Siria. Siva, su mujer, seguramente estaría de camino a casa
de sus padres. Una vez juntos se irían a vivir al desierto. Sería duro, muy duro, especialmente
para su hijo, pero allí estaba seguro de que nadie les traicionaría, porque la naturaleza, al
contrario que el hombre, no entendía de poderes ni de venganzas. *
* Nota: Según los egiptólogos, Ankhesenamón, viuda del joven faraón Tutankhamón,
fue quien escribió la carta al rey hitita Suppiluliuma en la que el pasaje principal del
documento conservado en los archivos hititas dice: “Mi marido ha muerto. No tengo
hijos. Se dice que tú tienes varios. Si me envías a uno de ellos, se convertirá en mimarido”. El rey hitita mandó a uno de sus hijos a Egipto con la intención de casarse con
la reina y que fuera así el futuro faraón. Antes de cruzar la frontera fue asesinado. El
anciano Eye -servidor de varios faraones y susesor de Tutankhamón al desposarse más
tarde con Ankhesenamón- y el general de los ejércitos Horemheb – que a su vez
destronó del reino a Eye-, sabedores de las intrigas de la reina, fueron las dos personas
que se encargaron de diseñar el crimen que no se conoce con claridad cómo se
cometió. Suppiluliuma, en represalia, invadió el norte de Siria.