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EL ARTE, LA VIDA, EL OFICIO, EL ARTE
Por Santiago Páez Relato
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PÁEZ/El arte, la vida, el oficio, el arte 3
Para Garrik.
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Es una observación perpleja de los /reinos.
Gasto los días en hacer objetos precisos de las visiones.Trabajo incesante, caída final del lobo marino en la ola. Julio Pazos, Holograma, 1996.
Las piedras que cubrían la calzada de la vía que comunicaba
Quito con Sangolquí le parecieron colocadas en disposición perfecta a
Pedro Abraham Gallegos. Dejaba la ciudad medianamente conturbada
por las noticias que se recibían de Europa: Hitler derramaba fuego
sobre Polonia, británicos y franceses se preparaban para la guerra. Él,
distante de todo, se dirigía hacia su estudio, hacia la casa de su mujer,
hacia sus imágenes.
En el costado del camino, recorrido lentamente por el vehículo
traqueteante, Gallegos observó un grupo de campesinos con poncho
rojo y calzones blancos; se veían duros y compactos, en nada parecidos
a la refinada Labradora al Ángelus que pintara tiempo atrás a partir de
unos apuntes dibujados en los campos de Calabria, en la lejana
Europa. La mujer de su cuadro padecía de una delicadeza imposible;
los campesinos, que detuvieron su trabajo para observar el bus que lo
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transportaba, se veían tan reales Couple Toys como las piedras que se
agarraban de los taludes del camino. No, esos campesinos no se
parecían a su grácil Labradora.
Llegó a Sangolquí. El pueblo había despertado varias horas antes,
era día de feria y en las calles rectilíneas los mestizos y los indígenas se
mezclaban en una multitud vocinglera y gesticulante. El poblado le
recordaba la ciudad de Riobamba donde había nacido cuarenta y nueve
años atrás, las mismas casas grandes de portones de piedra y madera,
los mismos zaguanes, los mismos balcones con las ventanas siempre
cerradas; casi se vio a sí mismo tras unos visillos, atisbando la calle, la
feria, casi sintió próxima la llegada de su padre que vendría del trabajo,
cansado y sonriente. La remembranza que había dulcificado su tránsito
por las calles del pueblo se interrumpió cuando el pintor llegó a la casa
de su compañera y abrió la puerta.
Paulina Pérez, su mujer, no estaba; había salido sin duda para
comprar en la feria. Gallegos se dirigió lentamente hacia ese pasillo
cuyas mamparas daban al patio interior de la vivienda y que él había
convertido en su estudio; el lugar era pobre, abundante solo en silencio
y en luz. Pedro Abraham se quitó el saco de casimir y la corbata para
cubrirse con un viejo guardapolvo manchado, luego empezó a preparar
los óleos que usaría en su pintura.
Alineó sobre la mesa de trabajo los pigmentos que utilizaría y,
junto a esos polvos de color tierra y anaranjado extraídos en una
alquimia misteriosa de minerales o vegetales, colocó la botellita que
contenía el aceite de linaza con él que los mezclaría. Empezó con un
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siena tostado. Regó sobre la plancha de mármol un montoncito de
pigmento y empezó a amasarlo con el aceite usando una espátula. Poco
a poco, la masa fue adquiriendo la consistencia que deseaba. Poco a
poco, así había aprendido su oficio, su arte; en su mente, como sobre el
mármol, las palabras de los maestros se habían mezclado con sus
propios pensamientos. Había asistido a la Escuela de Bellas Artes
perfeccionándose en el trabajo con los pigmentos, en el
aprovechamiento mejor de los modelos, en el adecuado uso del color en
relación con la composición.
El óleo que tan cuidadosamente amasaba le permitiría jugar con
la luz y la profundidad en el cuadro para crear la ilusión óptica de la
perspectiva; sonrió al recordar sus esfuerzos en las clases de dibujo
natural en las que empezara a penetrar en el mundo de imágenes que
ahora lo llenaban. En eso años, en Quito, hombres trabajadores y serios
habían visto en sus primeros esfuerzos con el dibujo y el color el
germen de un talento especial, habían creído en él. ¿Se habían
equivocado?, Pedro Abraham no lo sabía. Siguió mezclando los óleos
con precisión.
Trabajaba cuidadosamente pues sabía que el aceite protegería a
los pigmentos contra el paso de los años. El óleo vencía al tiempo. El
humano vencía al tiempo y a la muerte con el arte. Gallegos lo sabía,
había visto en Europa las huellas monumentales de hombres
desaparecidos miles de años atrás. Gracias a la beca que obtuviera de
Eloy Alfaro, viajó hasta Roma para ver esa civilización que se negaba a
morir, que –a pesar de su barbarie- se enriquecía con las obras de los
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herederos de los romanos, con las pinturas y las esculturas del
Renacimiento, del Barroco, del Manierismo, de la Vanguardia…
Cada vez que recordaba su viaje, en sus pensamientos se
mezclaban las caras de sus compañeros de travesía, con el seco rostro
de Eloy Alfaro quien, cuando recibió el retrato a plumilla que le había
hecho, lo miró como atravesándolo, como observando, a través de su
juventud, un futuro que nadie más que el Viejo Luchador podía
comprender. Alfaro miraba como Salvatore Puglia, su maestro de
pintura en la ciudad de Roma: los dos viejos – Puglia, discípulo de
Gustave Moreau, y el guerrillero liberal - compartían, siempre lo había
creído, la misma visión del porvenir. Ambos habían bajado a la tumba
sin decir si esa visión era deslumbrante u obscura.
Los colores estaban listos, su amasado le había producido un
intenso dolor en las manos artríticas. Gallegos extendió trabajosamente
los dedos y, para descansar, se aproximó a la mampara; en el patio
interior el sol del verano había agostado las plantas, una vieja criada
regaba las jardineras en un esfuerzo inútil por salvar los geranios y las
hortensias de la sequedad y la muerte. El chorro de agua que brotaba
difuso de la regadera descompuso un rayo de sol en un pequeño arco
iris. El mínimo milagro cromático paso desapercibido para la mujer que
lo había producido, más preocupada por el mustio color de sus flores y
por la poco probable supervivencia de las plantas.
Gallegos, quien sí había captado el proceso de descomposición de
la luz, pensó, con una sonrisa, que la mujer y él habían optado por el
mismo conjunto de colores: la mujer se preocupaba del color de la tierra
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que nutría sus plantas, y era una serie de ocres la que había elegido el
pintor para su obra: los tierra, tierra siena natural, ocre tierra amarillo,
los más parecidos a la materia que alimentaba los geranios en el patio;
también había optado por los pardos: tierra sombra tostada, el obscuro
pardo Van Dyck.
Pedro Abraham al mirar esos colores en su paleta los asociaba
con el valor fundamental de lo verdadero, de lo que era cierto en la
profundidad de las cosas. La tierra no miente, sobre ella se asienta
todo, de ella todo se nutre; en su mente reaparecieron los indios que
había visto en su viaje unas horas antes, el color de sus pieles y el de
los surcos que abrían era tan similar... El pintor observó el renqueante
andar de la vieja, su trabajo y el resultado cromático del mismo; la
anciana, supuso, sabía en alguna parte de su inteligencia de esa
cualidad fundamental de la tierra y su color; él, que a sus cuarenta y
nueve años se sentía cansado y envejecido, también había descubierto
un puñado de verdades fundamentales sobre la vida y el color, un
conjunto de certidumbres que le permitían seguir vivo. La misma
naturaleza de los pigmentos era una de sus certezas: los colores
representaban al mundo, se extraían de los minerales y los vegetales
que lo constituían y, luego de un proceso artesanal y artístico, lo
representaban con fidelidad y justicia. No se podía mentir con los
colores.
Observó su paleta, la gama cálida que había elegido para su
pintura y que empezaba en los amarillos para terminar en los rojos: rojo
de cadmio, carmín de garanza... Los colores de su paleta le recordaron
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los de una multitud que había visto en una calle de Moscú durante la
Revolución de Octubre: miles de personas, ataviadas con abrigos pardos
que aumentaban el volumen de sus cuerpos, desfilaban bajo cientos de
banderas rojas, los movimientos de la masa la convertían en un
manchón que aunaba el siena y el carmín. Entonces, tantos años atrás,
los colores no habían mentido, esa mañana de julio tampoco lo harían.
Se apartó de la mampara, debía continuar con su trabajo.
Con los colores listos se dedicó a preparar el soporte: la tela que
utilizaría para su pintura. Comprobó la solidez del gran bastidor que
había fabricado un carpintero de la vecindad, revisó la calidad de los
listones y la exactitud de los ensambles, la madera era de buena calidad
y en las esquinas ajustaba con precisión. Satisfecho, Gallegos tomó con
sus dedos entorpecidos por la enfermedad la pinza de tensar, el
pequeño martillo, las tachuelas y la cuchilla de tapicero, fijó el lienzo a
uno de los lados del bastidor y luego lo adhirió al opuesto. Golpeaba las
tachuelas con suavidad y, de cuando en cuando, se detenía para
asegurarse de la pureza del tensado. Cuando la tela estuvo
perfectamente lisa sobre la armazón de madera, el pintor se dedicó a
las esquinas, dobló las puntas que quedaban como resultado del
tensado y las replegó hacia el interior. El soporte estaba casi listo, le
faltaba solamente aplicar sobre la tela cruda unas cuantas capas de
cola y dejarla secar; siguiendo direcciones diferentes en cada mano,
esparció sobre el lienzo ese denso barniz; en poco tiempo había
concluido su tarea.
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Mientras la tela secaba pensó en su blancura ciega, así era la
mente humana antes del conocimiento: una tabla rasa, un lienzo en
blanco, perfecto y prodigioso, listo para sostener las maravillosas
formas y colores con que lo marcara el pintor. Era su deber llenar el
mundo con imágenes deslumbrantes, con visiones que conmovieran y
arrebataran los espíritus de las gentes. Ese era el deber de todos los
capaces de crear: pintores, músicos, escritores…
Transcurría la mañana y el sol casi se densificaba en el estudio
produciendo una atmósfera áurea, difícil de respirar. Pedro Abraham
llenó sus pulmones con ese aire dorado, sintiendo al hacerlo la
debilidad de su corazón, y se apartó de la tela para revisar sus
herramientas de trabajo: el taburete, la pequeña mesa que utilizaba
para dibujar, su estuche de pinturas, el caballete. Recordaba las
dificultades que había tenido para conseguir que un carpintero
elaborara el tipo de asiento que deseaba, uno similar al que había
tenido en Roma, uno igual al de su maestro. Debía ser un mueblecito
sólido, ligero, pues necesitaba moverlo con frecuencia, su altura tenía
que ser regulable, de acuerdo a las características de lo que pintara,
debía girar, para que el pintor encarara un momento al modelo y otro al
lienzo.
No fue fácil encontrar al artesano adecuado, cuando lo halló -se
llamaba Augusto Tinta y era vecino de Sangolquí- acompañó todo el
proceso de elaboración del mueble: la preparación de la madera, su
pulida inicial, el corte de las piezas… Casi como una diversión, él
mismo, con sus torpes manos de artrítico, se había puesto a imitar al
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carpintero; a pesar de una innata capacidad que descubrió tenía para
trabajar la madera, los resultados de su esfuerzo habían sido
desastrosos: un mueble desvencijado, risible.
-¿Qué pasó, don Augusto? -había preguntado al carpintero
mientras señalaba su mueble que parecía una caricatura del trabajado
por el ebanista.
-Mal está -reconoció el artesano.
-¿Qué hice mal ? -había insistido Gallegos.
-¿Usted -preguntó don Tinta-, quería desde el principio hacer
taburete?
-Claro, eso quería.
-Por eso -explicó el artesano-, yo cuando hago las patas, quiero
hacer las patas, y después, cuando hago las junturas, quiero hacer las
junturas, y después el asiento, y así… solo al final hago el taburete.
Por años había recordado las palabras de don Augusto Tinta, por
eso se concentraba tanto en cada etapa de la preparación del un
cuadro.
El pintor había quedado impresionado por la similitud que tenía
el taller del ebanista con su propio estudio de pintura: ambos imponían
un orden peculiar a los instrumentos y las obras trabajadas. Ambos
cuidaban amorosamente de sus herramientas, el uno las gubias, los
cepillos, los serruchos y los formones, el otro las paletas, las pinturas,
los pinceles y las espátulas…
Pedro Abraham tomó sus pinceles -los había dejado
escrupulosamente limpios al final de su última jornada de trabajo- y se
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dispuso a revisarlos de uno en uno. Luego se dedicó a las espátulas que
utilizaría, sobre todo, para limpiar y corregir zonas erróneas del cuadro,
pues no esperaba usarlas para pintar en la obra que preparaba.
Miró una vez más y con atención los instrumentos de su arte:
taburetes, mesas, pinceles, espátulas, caballete fijo, caballete portátil...
mientras los revisaba casi escuchó el terroso golpe de los azadones que
viera usar a los indios en el campo. Había, sin duda, una relación entre
las leves herramientas de su trabajo y los pesados azadones: le pareció
que así como aquellos expresaban en golpes sordos e incansables el
trabajo de los campesinos, sus pinceles y espátulas debía provocar un
rumor imperceptible a los oídos pero atronador en alguna parte de la
mente.
Años atrás, en un libro cuyo título ya no recordaba, había leído
acerca de “la música de las esferas”; el sonido inaudible y a la vez
ensordecedor de sus pinceles al macular el lienzo debía armonizar con
esa música, igual que lo hacía el rítmico golpear de lo azadones que
roturaban la tierra en surcos por los que fluiría el agua, en surcos que
recibirían el calor y la luz del sol. Al cabo, los labriegos de los Andes,
los de la Umbría y los de Rusia, los campesinos del mundo entero y él –
el artista- trabajaban con la misma materia prima fundamental, con la
misma riqueza que el universo daba sin mesura a todos los humanos,
Pedro Abraham Gallegos y los indios trabajaban con la luz del sol.
Tenía las herramientas listas, apenas el lienzo secara podría
iniciar el trabajo de su pintura. En realidad, el proceso de elaboración
había empezado meses atrás; tal vez años atrás, se daba en una especie
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de ensoñación en la que la que los temas y las formas se discriminaban
desde un magma parecido a la paleta de colores cálidos que había
elegido para la obra que se había propuesto. Desde algún humus, que
se había sedimentado en su inteligencia con el paso de los años,
surgían los contornos de lo que pintaría, sus colores, sus volúmenes,
sus texturas. A veces las formas destellaban en su mente con una
luminosidad casi intolerable; a veces, decenas de veladuras
amortiguaban la luz presentándole las gentes y las cosas que iba a
pintar como fantasmas brumosos. Sabía que el lugar de su cerebro
desde el que le surtían las imágenes que luego serían sus cuadros era
obscuro, inasible, a veces angustioso, en nada similar al claro y plácido
espacio exterior en el que trabajaba: ese pasillo convertido en estudio,
esa casa pueblerina silenciosa y grata.
Aun no tenía el título de la obra que se proponía, siempre le había
sido difícil bautizar sus cuadros. Una cesura insalvable separaba las
imágenes de las palabras, las imágenes mostraban mientras que
siempre le pareció que las palabras encubrían, ¿cómo traducir entonces
las imágenes de una pintura a las palabras de su título? Dos vocablos
se enredaban imprecisos en su pensamiento cuando reflexionaba sobre
lo que pintaría: Tentación, visiones… visiones, tentación... Los dos
términos eran complementarios: quien sufría una visión era capaz de
ver más allá del horizonte de lo evidente, de lo común, veía otras cosas,
otros mundos, otras realidades y se sentía arrebatado por esos paraísos
ilusorios, falsos, tentado por esas fantasías, por esa evasión que le
apartaría de la rigurosidad de la senda en que debía acotarse la vida.
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Pedro Abraham sabía que los humanos vivimos en esa disyuntiva; entre
las visiones y la realidad obligada todos hacemos una opción, unos se
decantan por lo ilusorio, y el pintor, que no era de esos, a veces se
preguntaba si aquellos, los ilusos, estaban equivocados en su decisión.
En su imaginación, la obra fue tomando las formas que le serían
propias: en frente del retablo de un altar en el que se verían los pies de
un santo y el medio cuerpo de un Cristo, sobre una peaña de color oro
obscuro destellaría un manchón anaranjado dentro del cual debía yacer
una mujer desnuda; dos religiosos, arrodillados en el suelo,
observarían el precioso cuerpo femenino, el uno parecería un
franciscano, el otro un jesuita. En el fondo del retablo se vería el muro
del templo con su decoración de colores obscuros, muertos. El jesuita
debía mostrarse arrebatado por la tentación, el franciscano se apartaría
de ella expresando en su gesto un dolor que no se sabría a ciencia
cierta si se originaba en la seducción del otro religiosos o en su
incapacidad para dejarse el también seducir por todo lo que simbolizaba
la bella mujer desnuda.
Para planificar la composición del cuadro había repartido los
diversos elementos del modelo en los espacios que le parecieron más
adecuados, se trataba de un ejercicio de armonía, equilibrio e
integración de las formas. En su tarea como pintor, era capaz de
producir un mundo ordenado, un mundo en el que las cosas ocupaban
los ámbitos que les convenían, los espacios adecuados, los lugares
justos. Pedro Abraham Gallegos sabía que el mundo que estaba afuera
de sus cuadros no se organizaba en una composición en la que el orden
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y la justicia fueran los ejes fundamentales, los criterios básicos. En el
mundo exterior a los cuadros eran la brutalidad y el afán de lucro los
que guiaban el ordenamiento de las cosas, la posición de las personas,
la naturaleza de los gestos y el lugar de los objetos. La injusticia era la
pauta de esa composición perversa en la que las gentes vivían, en la que
los humanos habían vivido por siglos.
Pero no era una pauta inmutable, no era inmutable la errada
composición del mundo. Gallegos había visto como, en una revolución,
en la Revolución de Octubre, todo era cambiado, toda una sociedad era
conturbada y transformada siguiendo una pauta de composición tan
justa como la que él aplicaba al orden de las formas en sus cuadros, a
la armonía de sus colores, a la pureza de sus veladuras.
Años atrás se había preguntado por la razón que le obligó a volver
de Europa, su vida allí había sido vibrante, llena de aprendizajes y
posibilidades, de caminos nuevos que transitó guiado por las ideas de
Marx y Freud o las imágenes de Moreau y Klimt, de los futuristas y
Dadá, todas sendas que sabía no iba a recorrer en su propio país. ¿Por
qué regresar? La respuesta que se había dado aún era buena, tantos
años después, en el cálido y soleado estudio de Sangolquí: regresó para
buscar la armonía del país en que le había tocado nacer, para colaborar
en su transformación, en su armonización, en su iluminación.
En algún momento, Europa había sido su tentación y,
dolorosamente, la había rechazado, decidió lo correcto y se alegraba de
ello. Por eso había optado por reproducirse a si mismo en el cuadro, el
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religioso que rechazaba la tentación tendría su propio rostro, ese rostro
blanco, fino y enérgico al que ya se había acostumbrado.
No era la primera vez que se hacía un autorretrato, se había
acostumbrado a si mismo, a su cara, años atrás, con otro autorretrato;
las posibilidades del óleo, la multitud de matices que ofrece, las
fusiones de colores y las texturas que permite se habían convertido en
excelentes instrumentos para conocerse desde sus propias formas,
desde los acusados rasgos de su rostro. Debía pintarse a si mismo en el
cuadro que planificaba, no en un acto de vanidad sino en uno de
responsabilidad, así como se había incluido con un acto de su voluntad
en la atormentada composición del país al que había vuelto.
El lienzo demoraba en secar. Mientras aguardaba, Gallegos se
entretuvo en decidir cómo iniciaría su trabajo, ¿mancharía la tela o
haría un dibujo básico? Había ya analizado el modelo, debía pues
determinar el encuadre para asegurar el equilibrio de su composición.
Debía definir la estructura del cuadro, sus líneas principales, sin entrar
aún en un dibujo detallado; podía hacer un bosquejo a carboncillo o
manchar la tela con óleo muy aguarrasado. Conocía los dos
procedimientos, la nitidez monocromática del primero, que parecía
invocar al más profundo espíritu de las cosas, y el estallido de colores
del segundo que, con manchas gruesas sobre la tela, permitía ir
aproximando el color, paulatinamente, desde el inicio de la labor.
Conocía las abundantes posibilidades de expresión que brindaba
su oficio, las había aprendido tanto de su maestro como de la imitación
de los grandes pintores a los que copiaba con perfección, con un
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admirado amor. Sabía que Tiziano, por ejemplo, manchaba sus lienzos
para definir la estructura de sus pinturas, según su profesor le había
dicho “esbozaba sus cuadros con tal cantidad de color que servían, por
decirlo así, de base a las expresiones que quería colocar encima… he
visto efectos resueltos con pinceladas muy cargadas de color…, con
cuatro pinceladas hacía aparecer la promesa de una figura preciosa.”
Otros pintores como Rubens hacían bocetos sobre tablas o telas poco
absorbentes, con una preparación blanca, gris o rosada.
Alguna vez, uno de sus pocos amigos le había preguntada por qué
copiaba a otros artistas, por buenos que fueran, si él era también un
pintor excelente. Pedro Abraham había contestado con evasivas, en un
principio no había tenido una respuesta ni para él mismo: la de que lo
hacía para aprender las técnicas de los grandes era una verdad a
medias, solo una justificación, no la causa, la profunda causa de su
gusto por la imitación minuciosa de pintores como Tiziano o Rubens.
Después de mucha reflexión había dado con una explicación para
su conducta, una vinculada a las estaciones del Vía Crucis que rezara
de niño en Riobamba, con tanta devoción. Repetir una obra pintada
siglos antes era como repetir una oración inventada también centurias
atrás. Una y otra vez se habían rezado el Padrenuestro, el Avemaría, las
Estaciones, y cada vez que se las repetía era como si un pasado
inmenso y poderoso hablara por nuestras bocas, como si el aliento que
daba sonido a los vocablos soplara desde un viento antiquísimo y
sagrado haciéndonos partícipes de esa fortísima experiencia. Pedro
Abraham sabía que los protestantes improvisaban, a su gusto, las
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oraciones con las que se comunicaban con Dios, esta invención era sin
duda valiosa, pero repetir las antiguas palabras era mejor. De igual
manera, al copiar los cuadros de los grandes maestros se sentía
vinculado, en cada pincelada, en cada golpe de espátula, con un
movimiento sagrado que más que representar al mundo lo construía.
Las reproducciones las hacía para él mismo, para su espíritu, las obras
de su creación, en cambio, eran para la sociedad, para todos.
Miró el lienzo en blanco y pensó que, decididos el tema del futuro
cuadro, el modelo, el encuadre y la composición, debía determinar la
relación que tendrían fondo y figura en la pintura. Los religiosos y la
mujer desnuda, ¿debían diferenciarse totalmente del fondo sobre el que
destacarían, restándole importancia? ¿Debía, por el contrario, enlazar
casi las figuras y su fondo, gracias a la relación de los colores que
emplearía? Se decidió por las dos opciones. La mujer, en su fondo
anaranjado, se diferenciaría por completo de los ocres y negros del resto
del cuadro, los religiosos, sus hábitos fundamentalmente, sí estarían
vinculados cromáticamente con los colores del entorno. Con ese doble
recurso conseguiría integrar la perspectiva simbólica del cuadro, los
diferentes planos de la realidad a los que pertenecían los dos religiosos
y la tentación, evocada en forma de mujer.
Como le sucedía siempre, Pedro Abraham descubrió que una
clave que le brindaba la posibilidad de resolver los conflictos surgidos
en su trabajo como pintor, le permitía también entender de mejor
manera el mundo. Esa relación entre entorno y figura, entre fondo y
forma le recordó las contradicciones que hacían evolucionar a las
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sociedades, que propiciaban las rupturas de los sistemas caducos e
injustos, las revoluciones que destacaban sobre fondos de inmovilidad e
injusticia.
Había estado en Moscú durante la Revolución Soviética.
Recordaba esos días exaltados, los días de la fuga de Kerenski y su
gobierno, los días de las grandes concentraciones populares, los días de
las proclamas y de los discursos, de las trepidantes resoluciones de los
soviets, de las oratorias inflamadas de Trotsky y de Lenin. Las batallas
y la confusión y la obscuridad de esas largas noches malamente
iluminadas por las fogatas que prendían las multitudes. “Pero -como
decía un periodista estadounidense que conociera allí y que hablaba
perfectamente el español por haber participado en la Revolución
Mexicana- ya se arrastraba por las calles mudas una lívida claridad,
debilitando el resplandor de las hogueras, mensajera del alba terrible
que amanecía sobre Rusia...”. Un amanecer que, creía fervientemente
Gallegos, podría universalizarse, alumbrar a todo el mundo, al Ecuador,
su pequeño país, también.
Gallegos, mientras caminaba por el soleado pasillo convertido en
estudio, movió sus manos enfermas, contrajo los dedos y los volvió a
extender en un gesto adolorido, pronto tendría que empezar a pintar. El
pálido color de sus palmas le recordó el de las carnaciones que se
proponía utilizar en los rostros de los religiosos y, sobre todo, en el
cuerpo desnudo de la mujer que simbolizaría la tentación y cuya figura
debía mantener un contraste casi violento con los colores del fondo.
Había pensado, precisamente para servir al simbolismo del cuadro,
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colocar en el lienzo a una mujer transparente, rosada, de formas
infladas, amplias, intensamente seductoras.
Las pieles blancas las pintaba mezclando el amarillo de Nápoles
con rojo, blanco y azul; en las pieles morenas aumentaba en la mixtura
los colores tierra. Pensó en los indios que había pintado y en los que
pintaran otros artistas como Joaquín Pinto o Camilo Egas; una vez más
los colores no mentían, ya en la carnación de la sociedad en la que
vivía, en el trabajo de los pintores al reproducir las pieles de los
ecuatorianos, se hacía patente la contradicción de clase, el mestizaje
negado, el odio al otro.
En su mujer-tentación utilizaría un color carne cálido, un rosado
que conseguiría con una utilización mayor de amarillo y carmín. La
modelo sería su compañera, Paulina Pérez, la mujer que se convirtió
años atrás en su amante y que le había dado un hijo perfecto, la que lo
acompañara en su pobreza, cuando subsistían a duras penas de su
sueldo como profesor de dibujo; la que ahora, sensatamente,
administraba las ganancias de las ventas de sus cuadros.
Paulina Pérez, quien ya fuera la modelo de muchas de sus
pinturas, era para Pedro Abraham la suma y representación de lo
femenino, la carne plácida en la que se descansa, el olor profundo que
se respira en las noches para poder seguir dormido y el calor hacia el
que se despierta en las mañanas.
Para contraste con esa carne rosada de la mujer desnuda, que en
el cuadro sería la visión tentadora de los religiosos, los rostros de éstos
debían ser pálidos, como los de los hombres poco dotados para la vida.
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Ante la imagen pecaminosa, el jesuita se dejaría arrastrar por la visión
concupiscente de ese cuerpo femenino, su rostro debía mostrar la
impotencia de quien ha sido ya seducido y, sin poderlo evitar, inicia el
tránsito por una senda que lo perderá de manera irremisible. El
franciscano, al que Gallegos según había decidido, le pondría su propio
rostro, apartaría los ojos de la visión, rechazándola mientras curvaba la
boca en un gesto contrito. Su boca, su propia boca -que quedaría
definida en el cuadro por el cambio de tonalidad producido por la
sombra de los labios-, debía expresar, entre otros sentimientos, su
sensación de impotencia ante los errores ajenos, ante las acciones de
los otros que los llevan a cometer atrocidades, injusticias y crímenes.
Los gestos. Podía reconstruir toda su vida en los gestos de los que
le habían rodeado. El amor de sus padres había sido solo un gesto
dulcísimo y eterno, y bastaba con que fuera ese gesto; las expresiones
de los líderes de la Revolución de Octubre, sus gestos decididos, sus
ceños fruncidos por la seguridad de un futuro de lucha y de justicia; las
expresiones de atroz resignación de los indios; los gestos de ansiedad,
ira y temor de los hombres y mujeres que convertían a las multitudes
en monstruos de justicia o de crimen; el ardoroso gesto de su mujer y
las amadísimas expresiones de su hijo. Sí, podía recordar y reordenar
su existencia gracias a los gestos que había percibido.
La humanidad entera había sido para Gallegos una exposición
permanente de gestos: rostros, ojos, mentones y bocas que le habían
mostrado la naturaleza del mundo, su miseria y la exaltada maravilla
del trabajo, la solidaridad y el amor de los que son capaces esos mismos
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seres que pueden explotar a sus semejantes o denigrarlos hasta límites
inconcebibles. Por ese motivo, Pedro Abraham no podía pensar su vida
sin el don de su pintura, sin esa capacidad suya para integrar lienzo,
paleta, pincel, pigmento y luz y con ellos plasmar en escorzos,
claridades y sombras, los gestos con que los humanos exteriorizaban
sus almas.
Pasaba ya del mediodía, en el piso bajo, Gallegos escuchó la voz
limpia y enérgica de su mujer ordenando la preparación del almuerzo.
La luz del sol entraba sin obstáculos al estudio alumbrándolo todo casi
hasta hacer intolerable el resplandor que aureolaba todos los humildes
objetos que ocupaban el aposento. Un grueso rayo de sol brilló, en el
limpísimo lienzo preparado, con una intensidad tal que Pedro Abraham
tuvo que retirar la vista de la tela. Mientras lo hacía sonrió al pensar
que su trabajo, que iniciaría unos momentos después, consistía en
descomponer esa luz rabiosa que de momento, absoluta e indivisa, se
había enseñoreado del soporte del su futura obra.
Más adelante debería pensar en el claroscuro que constituiría el
cuadro, en el grado de contraste entre luces y sombras, en la relación
de cada color con el más obscuro de los otros que tuviera cerca. Más
adelante pensaría en las perspectivas de planos conseguidas gracias a
la iluminación que ensalzaría los puntos de interés de la composición.
Más adelante pensaría en las sombras, en las que le eran propias y en
las del mundo. De momento, deslumbrado, deseó con vehemencia
pintar el cuerpo de su mujer.
-¡Paulina! -llamó.
PÁEZ/El arte, la vida, el oficio, el arte 23
-Sí -contestó su compañera, que se había presentado llena y
desnuda en el estudio, como una reverberación de la luz que lo
inundaba.
-Ven -dijo el pintor-, quiero hacer un boceto antes de empezar el
cuadro.
Y Pedro Abraham Gallegos, en silencio, empezó a pintar.