PANORAMA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
(MODERNA Y CONTEMPORÁNEA)
Antología de textos, curso 2010-2011
Departamento de Filología Hispánica
Universitat de Barcelona
2
Poesía del siglo XVIII
Del Barroquismo al Rococó:
Gabriel Álvarez de Toledo: “La muerte es la vida” 1
Diego Torres Villarroel: 1
“Vida bribona”
“Ciencia de los cortesanos de este siglo”
“A la memoria de don Juan Domingo de Haro y Guzmán”
José Antonio Porcel: “Fábula de Alfeo y Aretusa” 2
Juan Meléndez Valdés: “El amor mariposa” 2
Neoclasicismo y Prerromanticismo:
Gaspar Melchor de Jovellanos: “Sátira II a Arnesto” 3
Tomás de Iriarte:
“El gato, el lagarto y el grillo” 5
“El té y la salvia” 6
José Cadalso: “A la muerte de Filis” 6
Juan Meléndez Valdés: “A Jovino el melancólico” 6
Prosa del siglo XVIII:
Benito Jerónimo Feijoo: Teatro crítico universal
Prólogo al lector (T. I) 8
“Defensa de las mujeres” (T. I) 10
“Guerras filosóficas” (T. II) 10
“Milagros supuestos” (T. III) 10
“Valor de la nobleza, e influjo de la sangre” (T. IV) 11
“El gran magisterio de la experiencia” (T. V) 11
“Honra y provecho de la agricultura” (T. VIII) 11
Gaspar Melchor de Jovellanos: “Oración sobre la necesidad de unir el estudio de la
literatura al de las ciencias”
12
3
José Cadalso:
Cartas marruecas
Carta VI 12
Carta XV 14
Carta XXIV 14
Carta XXV 15
Carta XXXV 15
Carta LXXV 17
Noches lúgubres
Noche primera 18
Noche segunda 19
Noche tercera 20
Poesía del siglo XIX: Romanticismo
José de Espronceda:
“La canción del pirata” 22
“Al sol” 23
“El reo de muerte” 24
“El verdugo” 25
“A Jarifa en una orgía” 26
Prosa del siglo XIX: Romanticismo
Mariano José de Larra:
Artículos de costumbres
“Literatura” 28
“El día de difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio” 29
“La nochebuena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico” 32
Poesía del siglo XIX. Hacia la modernidad
Gustavo Adolfo Bécquer:
Prólogo a La soledad de Augusto Ferrán 37
Rimas: “Introducción sinfónica” 39
Rimas
I, Yo sé un himno gigante y extraño 40
III, Sacudimiento extraño 40
V, Espíritu sin nombre 41
4
VII, Del salón en el ángulo oscuro 42
VIII, ¡Cuando miro el azul horizonte 42
XI, —Yo soy ardiente, yo soy morena, 42
XVII, Hoy la tierra y los cielos me sonríen, 42
XXI, ¿Qué es poesía?, dices mientras clavas 42
XXIX, Sobre la falda tenía 42
XXXIX, ¿A qué me lo decís? lo sé: es mudable, 43
LII, Olas gigantes que os rompéis bramando 43
LIII, Volverán las oscuras golondrinas 43
Leyendas:
“El miserere” 43
Rosalía de Castro:
Prólogo a La hija del mar 49
En las orillas del Sar 50
Ya que de la esperanza, para la vida mía,
Alma que vas huyendo de ti misma,
Cenicientas las aguas, los desnudos
Hora tras hora, día tras día,
Prosa del siglo XIX: Realismo y Naturalismo
Benito Pérez Galdós:
La desheredada 51
Fortunata y Jacinta 52
Misericordia 53
Leopoldo Alas, “Clarín”: La Regenta 54
Emilia Pardo Bazán: Los pazos de Ulloa 55
Poesía del siglo XX
De la poesía modernista a la lírica de vanguardia: de Antonio Machado a
Vicente Aleixandre (Edad de Plata)
Rubén Darío:
“Lo fatal” 56
“Yo soy aquel que ayer no más decía” 56
5
Miguel de Unamuno:
Poesías: “Credo poético” 58
Rosario de sonetos líricos: “La oración del ateo” 58
Antonio Machado:
Soledades: “Yo voy soñando caminos” 58
Campos de Castilla: “El mañana efímero” 59
Proverbios: 59
I, Nunca perseguí la gloria
IV, De lo que llaman los hombres
XII, Ojos que a luz se abrieron
XXI, Ayer soñé que veía
L Nuestro español bosteza.
De mi cartera 60
I, Ni mármol duro y eterno,
II, Canto y cuento es la poesía.
III, Crea el alma sus riberas;
IV, Toda la imaginería
V, Prefiere la rima pobre
VI, Verso libre, verso libre...
VII, La rima verbal y pobre,
Juan Ramón Jiménez:
Diario de un poeta recién casado: 60
“Soledad”
“No sé si el mar es, hoy”
“Te tenía olvidado”
Eternidades: 61
“¡Inteligencia, dame”
“Vino, primero, pura,”
Espacio (fragmento) 61
Dios deseado y deseante: 62
“El nombre conseguido de los nombres”
Federico García Lorca:
Canciones
“La luna asoma”
62
Romancero gitano
“Romance de la pena negra”
63
6
Sonetos del amor oscuro
“Soneto de la carta”
63
Poeta en Nueva York
“Nueva York (oficina y denuncia)”
63
Pedro Salinas:
Seguro azar: “35 bujías” 64
La voz a ti debida:
“No quiero que te vayas” 64
“La forma de querer tú” 65
Razón de amor: “Serás, amor” 65
Jorge Guillén:
Cántico
“Cima de la delicia” 65
“Beato sillón” 66
Rafael Alberti: 66
Marinero en tierra: “Marinero en tierra”
Sobre los ángeles: “Los ángeles muertos”
Luis Cernuda: 67
Los placeres prohibidos: “Si el hombre pudiera decir”
Desolación de la quimera:
“1936”
“Díptico español (1ª parte)”
Pablo Neruda: “Por una poesía sin pureza” 69
Poesía de la guerra, posguerra y exilio
(la guerra)
Miguel Hernández: “Canción del esposo soldado” 69
Antonio Machado: “El crimen fue en Granada: a Federico García Lorca” 70
(generación del 50)
Dámaso Alonso: Hijos de la ira: “Insomnio” 71
7
Blas de Otero:
Ángel fieramente humano: “Lo eterno” 71
Redoble de conciencia: “Lástima” 71
Gabriel Celaya: Cantos iberos: “La poesía es un arma cargada de futuro” 72
José Ángel Valente:
A modo de esperanza: “Serán ceniza…” 72
Poemas a Lázaro: “Rotación de la criatura” 73
La memoria y los signos: “Con palabras distintas” 73
Material memoria 73
Al dios del lugar 73
Jaime Gil de Biedma:
Moralidades:
“Pandémica y celeste” 73
“’Barcelona ja no és bona’, o mi paseo solitario en primavera” 75
Claudio Rodríguez 76
Don de la ebriedad:
“Conjuros”
“Alto jornal”
José Agustín Goytisolo: “Los celestiales” 76
(los novísimos)
Pere Gimferrer: Arde el mar: “Oda a Venecia ante el mar de los teatros”
77
1
POESÍA del siglo XVIII
Del Barroquismo al Rococó
LA MUERTE ES LA VIDA
Esto que vive en mí, por quien yo vivo,
es la mente inmortal, de Dios criada
para que en su principio transformada,
anhele al fin de quien el ser recibo.
Mas del cuerpo mortal al peso esquivo
el alma en un letargo sepultada,
es mi ser en esfera limitada
de vil materia mísero cautivo.
En decreto infalible se prescribe
que al golpe justo que su lazo hiere
de la cadena terrenal me prive.
Luego con fácil conclusión se infiere
que muere el alma cuando el hombre vive,
que vive el alma cuando el hombre muere.
GABRIEL ÁLVAREZ DE TOLEDO
VIDA BRIBONA
En una cuna pobre fui metido,
entre bayetas burdas mal fajado,
donde salí robusto y bien templado,
y el rústico pellejo muy curtido.
A la naturaleza le he debido
más que el señor, el rico y potentado,
pues le hizo sin sosiego delicado,
y a mí con desahogo bien fornido.
Él se cubre de seda, que no abriga,
yo resisto con lana a la inclemencia;
él por comer se asusta y se fatiga,
yo soy feliz, si halago a mi conciencia,
pues lleno a todas horas la barriga,
fiado de que hay Dios y providencia.
DIEGO TORRES VILLARROEL
CIENCIA DE LOS CORTESANOS DE
ESTE SIGLO
Bañarse con harina la melena,
ir enseñando a todos la camisa,
espada que no asuste y que dé risa,
su anillo, su reloj y su cadena;
hablar a todos con la faz serena,
besar los pies a misa doña Luisa,
y asistir como cosa muy precisa
al pésame, al placer y enhorabuena;
estar enamorado de sí mismo,
mascullar una arieta en italiano,
y bailar en francés tuerto o derecho;
con esto, y olvidar el catecismo,
cátate hecho y derecho cortesano,
mas llevaráte el diablo dicho y hecho.
DIEGO TORRES VILLARROEL
A LA MEMORIA DE DON JUAN
DOMINGO DE HARO Y GUZMÁN
La tierra, el polvo, el humo, en fin, la nada,
al héroe más insigne y portentoso,
es el único triunfo, el más glorioso,
que robar has logrado, muerte airada.
La vida de su fama celebrada,
fe, virtud y valor y celo ansioso,
exentos de tu brazo pavoroso,
en lo eterno aseguran su morada.
Al honor, al aplauso, al ardimiento,
a la piedad, al culto y a la gloria
tocar no pudo tu furor violento.
Pues si de tantas vidas la memoria
eterna vive en este monumento,
¿en qué fundas, oh Parca, tu victoria?
DIEGO TORRES VILLARROEL
2
FÁBULA DE ALFEO Y ARETUSA
Canto el amor del despreciado Alfeo,
cuyas quejas dulcísimas, dolientes,
por las amargas ondas de Nereo
aún oyen de Aretusa las corrientes.
Pues tú, délfico dios, otro deseo
siguiendo vas con círculos lucientes,
haz que en estas mis cláusulas sonoras
yo me corone del desdén que lloras.
Tú, de Arellano honor, Mecenas mío,
que aman las Musas y prohija Astrea,
que el caudaloso Betis, patrio río,
lleno de lustres saludar desea;
este mi ocio escucha, si es que fío
lo grave dividir de tu tarea;
logre yo tus favores entre tanto
que los desdenes de Aretusa canto.
Del dios rey de las aguas hija era
ninfa de Acaya, a quien la esquiva diosa,
cuando desde el Eurota va a su esfera,
deja el dominio de la selva umbrosa,
que en la tropa de Oréades ligera,
siendo la más gentil, la más hermosa,
aun ausente de Febo la alta hermana,
no desean las selvas a Diana.
No ilustró del Taigeto la escabrosa
cumbre ninfa más bella, pues la frente
en cada estrella vence luminosa
los ojos, que abre al cielo transparente;
de cuanto en sus mejillas mezcla hermosa
hizo con el jazmín, clavel ardiente,
queda uno, que en dos hojas se señala,
que encierra perlas, y ámbares exhala.
Bajando al pecho de su blanco cuello,
mucha nieve en dos partes dividía,
sobre cuyo candor suelto el cabello,
las hebras de oro el viento confundía;
así inunda de rayos el sol bello,
nevado escollo al despuntar del día;
de sus manos, en fin, son los albores
incendios de cristal, hielos de ardores.
[…]
JOSÉ ANTONIO PORCEL
EL AMOR MARIPOSA
Viendo el Amor un día
que mil lindas zagalas
huían de él medrosas
también de mariposa
por mirarle con armas,
le quedó la inconstancia;
dicen que de picado
llega, hiere y de un pecho
les juró la venganza
a herir a otro se pasa.
y una burla les hizo,
como suya, extremada.
Juan Meléndez Valdés
Tornóse en mariposa,
los bracitos en alas
y los pies ternezuelos
en patitas doradas.
¡Oh! ¡qué bien que parece!
¡Oh! ¡qué suelto que vaga,
y ante el sol hace alarde
de su púrpura y nácar!
Ya en el valle se pierde,
ya en una flor se para,
ya otra besa festivo,
y otra ronda y halaga.
Las zagalas, al verle,
por sus vuelos y gracia
mariposa le juzgan
y en seguirle no tardan.
Una a cogerle llega,
y él la burla y se escapa;
otra en pos va corriendo,
y otra simple le llama,
despertando el bullicio
de tan loca algazara
en sus pechos incautos
la ternura más grata.
Ya que juntas las mira,
dando alegres risadas
súbito amor se muestra
y a todas las abrasa.
Mas las alas ligeras
en los hombros por gala
se guardó el fementido,
y así a todas alcanza.
JUAN MELÉNDEZ VALDÉS
3
Neoclasicismo y Prerromanticismo
SÁTIRA II A ARNESTO
¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,
sin la virtud?
¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
de pardomonte envuelto, con patillas
de tres pulgadas afeado el rostro,
magro, pálido y sucio, que al arrimo
de la esquina de enfrente nos acecha
con aire sesgo y baladí? Pues ése,
ése es un nono nieto del Rey Chico.
Si el breve chupetín, las anchas bragas
y el albornoz, no sin primor terciado,
no te lo han dicho; si los mil botones,
de filigrana berberisca que andan
por los confines del jubón perdidos
no lo gritan, la faja, el guadijeño,
el arpa, la bandurria y la guitarra
lo cantarán. No hay duda: el tiempo mismo
lo testifica. Atiende a sus blasones:
sobre el portón de su palacio ostenta,
grabado en berroqueña, un ancho escudo
de medias lunas y turbantes lleno.
Nácenle al pie las bombas y las balas
entre tambores, chuzos y banderas,
como en sombrío matorral los hongos.
El águila imperial con dos cabezas
se ve picando del morrión las plumas
allá en la cima, y de uno y otro lado,
a pesar de las puntas asomantes,
grifo y león rampantes le sostienen.
Ve aquí sus timbres, pero sigue, sube,
entra y verás colgado en la antesala
el árbol gentilicio, ahumado y roto
en partes mil; empero de sus ramas,
cual suele el fruto en la pomposa higuera,
sombreros penden, mitras y bastones.
En procesión aquí y allí caminan
en sendos cuadros los ilustres deudos,
por hábil brocha al vivo retratados.
¡Qué gregüescos! ¡Qué caras! ¡Qué bigotes!
El polvo y telarañas son los gajes
de su vejez. ¿Qué más? Hasta los duros
sillones moscovitas y el chinesco
escritorio, con ámbar perfumado,
en otro tiempo de marfil y nácar
sobre ébano embutido, y hoy deshecho,
la ancianidad de su solar pregonan.
Tal es, tan rancia y tan sin par su alcurnia,
que aunque embozado y en castaña el pelo,
nada les debe a Ponces ni Guzmanes.
No los aprecia, tiénese en más que ellos,
y vive así. Sus dedos y sus labios
del humo del cigarro encallecidos,
índice son de su crianza. Nunca
pasó del B-A ba. Nunca sus viajes
más allá de Getafe se extendieron.
Fue antaño allá por ver unos novillos
junto con Pacotrigo y la Caramba.
Por señas, que volvió ya con estrellas,
beodo por demás, y durmió al raso.
Examínale. ¡Oh idiota!, nada sabe.
Trópicos, era, geografía, historia
son para el pobre exóticos vocablos.
Dile que dende el hondo Pirineo
corre espumoso el Betis a sumirse
de Ontígola en el mar, o que cargadas
de almendra y gomas las inglesas quillas
surgen en Puerto Lápichi, y se levan
llenas de estaño y de abadejo. ¡Oh!, todo,
todo lo creerá, por más que añadas
que fue en las Navas Witiza el santo
deshecho por los celtas, o que invicto
triunfó en Aljubarrota Mauregato.
¡Qué mucho, Arnesto, si del padre Astete
ni aun leyó el catecismo! Mas no creas
su memoria vacía. Oye, y diráte
de Cándido y Marchante la progenie;
quién de Romero o Costillares saca
la muleta mejor, y quién más limpio
hiere en la cruz al bruto jarameño.
Haráte de Guerrero y la Catuja
larga memoria, y de la malograda,
de la divina Lavenant, que ahora
anda en campos de luz paciendo estrellas,
la sal, el garabato, el aire, el chiste,
la fama y los ilustres contratiempos
recordará con lágrimas. Prosigue,
si esto no basta, y te dirá qué año,
qué ingenio, qué ocasión dio a los chorizos
eterno nombre, y cuántas cuchilladas,
dadas de día en día, tan pujantes
sobre el triste polaco los mantiene.
Ve aquí su ocupación; ésta es su ciencia.
No la debió ni al dómine, ni al tanto
de su ayo mosén Marc, sólo ajustado
para irle en pos cuando era señorito.
Debiósela a cocheros y lacayos,
dueñas, fregonas, truhanes y otros bichos
de su niñez perennes compañeros;
mas sobre todo a Pericuelo el paje,
mozo avieso, chorizo y pepillista
hasta morir, cuando le andaba en torno.
4
De él aprendió la jota, la guaracha,
el bolero, y en fin, música y baile.
Fuele también maestro algunos meses
el sota Andrés, chispero de la Huerta
con quien, por orden de su padre, entonces
pasar solía tardes y mañanas
jugando entre las mulas. Ni dejaste
de darle tú santísimas lecciones,
oh Paquita, después de aquel trabajo
de que el Refugio te sacó, y su madre
te ajustó por doncella. ¡Tanto puede
la gratitud en generosos pechos!
De ti aprendió a reírse de sus padres,
y a hacer al pedagogo la mamola,
a pellizcar, a andar al escondite,
tratar con cirujanos y con viejas,
beber, mentir, trampear, y en dos palabras,
de ti aprendió a ser hombre... y de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa provecho.
Si algo más sabe, débelo a la buena
de doña Ana, patrón de zurcidoras,
piadosa como Enone, y más chuchera
que la embaidora Celestina. ¡Oh cuánto
de ella alcanzó! Del Rastro a Maravillas,
del alto de San Blas a las Bellocas,
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda
a su padrón negado. ¡Cuántos nombres
y cuáles vido en su librete escritos!
Allí leyó el de Cándida, la invicta,
que nunca se rindió, la que una noche
venció de once cadetes los ataques,
uno en pos de otro, en singular batalla.
Allí el de aquella siete veces virgen,
más que por esto, insigne por sus robos,
pues que en un mes empobreció al indiano,
y chupó a un escocés tres mil guineas,
veinte acciones de banco y un navío.
Allí aprendió a temer el de Belica
la venenosa, en cuyos dulces brazos
más de un galán dio el último suspiro;
y allí también en torpe mescolanza
vio de mil bellas las ilustres cifras,
nobles, plebeyas, majas y señoras,
a las que vio nacer el Pirineo,
des Junquera hasta do muere el Miño,
y a las que el Ebro y Turia dieron fama
y el Darro y Betis todos sus encantos;
a las de rancio y perdurable nombre,
ilustradas con turca y sombrerillo,
simón y paje, en cuyo abono sudan
bandas, veneras, gorras y bastones
y aun (chito, Arnesto) cuellos y cerquillos;
y en fin, a aquellas que en nocturnas
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa zambras,
al son del cuerno congregadas, dieron
fama a la Unión que de una imbécil Temis
toleró el celo y castigó la envidia.
¡Ah, cuánto allí la cifra de tu nombre
brillaba, escrita en caracteres de oro,
oh Cloe! solo deslumbrar pudiera
a nuestro jaque, apenas de las uñas
de su doncella libre. No adornaban
tu casa entonces, como hogaño, ricas
telas de Italia o de Cantón, ni lustros
venidos del Adriático, ni alfombras,
sofá, otomana o muebles peregrinos.
Ni la alegraban, de Bolonia al uso,
la simia, il pappagallo e la spinetta.
La salserilla, el sahumador, la esponja,
cinco sillas de enea, un pobre anafe,
un bufete, un velón y dos cortinas
eran todo tu ajuar, y hasta la cama,
do alzó después tu trono la fortuna,
¡quién lo diría!, entonces era humilde.
Púsote en zancos el hidalgo y diote
a dos por tres la escandalosa buena
que treinta años de afanes y de ayuno
costó a su padre. ¡Oh, cuánto tus jubones,
de perlas y oro recamados, cuánto
tus francachelas y tripudios dieron
en la cazuela, el Prado y los tendidos
de escándalo y envidia! Como el humo
todo pasó: duró lo que la hijuela.
¡Pobre galán! ¡Qué paga tan mezquina
se dio a tu amor! ¡Cuán presto le feriaron
al último doblón el postrer beso!
Viérasle, Arnesto, desolado, vieras
cuál iba humilde a mendigar la gracia
de su perjura, y cuál correspondía
la infiel con carcajadas a su lloro.
No hay medio; le plantó; quedó por
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa puertas...
¿Qué hará? ¿Su alivio buscará en el juego?
¡Bravo! Allí olvida su pesar. Prestóle
un amigo... ¡Qué amigo! Ya otra nueva
esperanza le anima. ¡Ah! salió vana...
Marró la cuarta sota. Adiós, bolsillo...
Toma un censo... Adelante; mas perdióle
al primer trascartón, y quedó asperges.
No hay ya amor ni amistad. En tan gran
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaa cuita
se halla ¡oh Zulem Zegrí! tu nono nieto.
¿Será más digno, Arnesto, de tu gracia
un alfeñique perfumado y lindo,
de noble traje y ruines pensamientos?
Admiran su solar el alto Auseva,
Limia, Pamplona o la feroz Cantabria,
mas se educó en Sorez. París y Roma
nueva fe le infundieron, vicios nuevos
le inocularon; cátale perdido,
5
no es ya el mismo. ¡Oh, cuál otro el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa Bidasoa
tornó a pasar! ¡Cuál habla por los codos!
¿Quién calará su atroz galimatías?
Ni Du Marsais ni Aldrete le entendieran.
Mira cuál corre, en polisón vestido,
por las mañanas de un burdel en otro,
y entre alcahuetas y rufianes bulle.
No importa: viaja incógnito, con palo,
sin insignias y en frac. Nadie le mira.
Vuelve, se adoba, sale y huele a almizcle
desde una milla... ¡Oh, cómo el sol chispea
en el charol del coche ultramarino!
¡Cuál brillan los tirantes carmesíes
sobre la negra crin de los frisones!...
Visita, come en noble compañía;
al Prado, a la luneta, a la tertulia
y al garito después. ¡Qué linda vida,
digna de un noble! ¿Quieres su compendio?
Puteó, jugó, perdió salud y bienes,
y sin tocar a los cuarenta abriles
la mano del placer le hundió en la huesa.
¡Cuántos, Arnesto, así! Si alguno escapa,
la vejez se anticipa, le sorprende,
y en cínica e infame soltería,
solo, aburrido y lleno de amarguras,
la muerte invoca, sorda a su plegaria.
Si antes al ara de Himeneo acoge
su delincuente corazón, y el resto
de sus amargos días le consagra,
¡triste de aquella que a su yugo uncida
víctima cae! Los primeros meses
la lleva en triunfo acá y allá, la mima,
la galantea... Palco, galas, dijes,
coche a la inglesa... ¡Míseros recursos!
El buen tiempo pasó. Del vicio infame
corre en sus venas la cruel ponzoña.
Tímido, exhausto, sin vigor... ¡Oh rabia!
El tálamo es su potro...
Mira, Arnesto,
cuál desde Gades a Brigancia el vicio
ha inficionado el germen de la vida,
y cuál su virulencia va enervando
la actual generación. ¡Apenas de hombres
la forma existe...! ¡Adónde está el forzudo
brazo de Villandrando? ¿Dó de Argüello
o de Paredes los robustos hombros?
El pesado morrión, la penachuda
y alta cimera, ¿acaso se forjaron
para cráneos raquíticos? ¿Quién puede
sobre la cuera y la enmallada cota
vestir ya el duro y centellante peto?
¿Quién enristrar la ponderosa lanza?
¿Quién?... Vuelve ¡oh fiero berberisco,
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa vuelve,
y otra vez corre desde Calpe al Deva,
que ya Pelayos no hallarás, ni Alfonsos
que te resistan; débiles pigmeos
te esperan. De tu corva cimitarra
al solo amago caerán rendidos...
¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,
sin la virtud? Los nombres venerandos
de Laras Tellos, Haros y Girones,
¿qué se hicieron? ¿Qué genio ha deslucido
la fama de sus triunfos? ¿Son sus nietos
a quienes fía su defensa el trono?
¿Es ésta la nobleza de Castilla?
¿Es éste el brazo, un día tan temido,
en quien libraba el castellano pueblo
su libertad? ¡Oh vilipendio! ¡Oh siglo!
Faltó el apoyo de las leyes. Todo
se precipita; el más humilde cieno
fermenta, y brota espíritus altivos,
que hasta los tronos del Olimpo se alzan.
¿Qué importa? Venga denodada, venga
la humilde plebe en irrupción y usurpe
lustre, nobleza, títulos y honores.
Sea todo infame behetría: no haya
clases ni estados. Si la virtud sola
les puede ser antemural y escudo,
todo sin ella acabe y se confunda.
GASPAR MELCHOR DE JOVELLANOS
EL GATO, EL LAGARTO Y EL GRILLO
(Por más ridículo que sea el estilo
retumbante,
siempre habrá necios que le aplaudan,
sólo por la razón de que se quedan sin
entenderle.)
Ello es que hay animales muy científicos
en curarse con varios específicos,
y en conservar su construcción orgánica,
como hábiles que son en la botánica,
pues conocen las hierbas diuréticas,
catárticas, narcóticas, eméticas,
febrífugas, estípticas, prolíficas,
cefálicas también y sudoríficas.
En esto era gran práctico y teórico
un gato, pedantísimo retórico,
que hablaba en un estilo tan enfático
como el más estirado catedrático.
Yendo a caza de plantas salutíferas,
dijo a un lagarto: «¡Qué ansias tan
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa mortíferas!
6
Quiero por mis turgencias semihidrópicas
chupar el zumo de hojas heliotrópicas.»
Atónito el lagarto con lo exótico
de todo aquel preámbulo estrambótico,
no entendió más la frase macarrónica
que si le hablasen lengua babilónica;
pero notó que el charlatán ridículo,
de hojas de girasol llenó el ventrículo,
y le dijo: «Ya, en fin, señor hidrópico,
he entendido lo que es zumo heliotrópico.»
¡Y no es bueno que un grillo, oyendo el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa diálogo,
aunque se fue en ayunas del catálogo
de términos tan raros y magníficos,
hizo del gato elogios honoríficos!
Sí; que hay quien tiene la hinchazón por
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa mérito,
y el hablar liso y llano por demérito.
Mas ya que esos amantes de hiperbólicas
cláusulas y metáforas diabólicas,
de retumbantes voces el depósito
apuran, aunque salga un despropósito,
caiga sobre su estilo problemático
este apólogo esdrújulo-enigmático.
TOMÁS DE IRIARTE
EL TÉ Y LA SALVIA
El té, viniendo del imperio chino,
se encontró con la salvia en el camino.
Ella le dijo: «¿A dónde vas, compadre?»
«A Europa voy, comadre,
donde sé que me compran a buen precio.»
«Yo, respondió la salvia, voy a China;
que allá con sumo aprecio
me reciben por gusto y medicina.
En Europa me tratan de salvaje,
y jamás he podido hacer fortuna.
«Anda con Dios, no perderás el viaje;
pues no hay nación alguna
que a todo lo extranjero
no dé con gusto aplausos y dinero.»
La salvia me perdone;
que al comercio su máxima se opone.
Si hablase del comercio literario,
yo no defendería lo contrario
porque en él para algunos es un vicio
lo que es en general un beneficio:
y español que tal vez recitaría
quinientos versos de Boileau y el Tasso,
puede ser que no sepa todavía
en qué lengua los hizo Garcilaso.
TOMÁS DE IRIARTE
A LA MUERTE DE FILIS
Mientras vivió la dulce prenda mía,
Amor, sonoros versos me inspiraste;
obedecí la ley que me dictaste,
y sus fuerzas me dio la poesía.
Mas, ay, que desde aquel aciago día
que me privó del bien que tú admiraste,
al punto sin imperio en mí te hallaste,
y hallé falta de ardor a mi Talía.
Pues no borra su ley la Parca dura
(a quien el mismo Jove no resiste),
olvido el Pindo y dejo la hermosura.
Y tú también de tu ambición desiste,
y junto a Filis tengan sepultura
tu flecha inútil y mi lira triste.
JOSÉ CADALSO
A JOVINO EL MELANCÓLICO
Cuando la sombra fúnebre y el luto
de la lóbrega noche el mundo envuelven
en silencio y horror, cuando en tranquilo
reposo los mortales las delicias
gustan de un blando saludable sueño,
tu amigo solo, en lágrimas bañado,
vela, Jovino, y al dudoso brillo
de una cansada luz, en tristes ayes
contigo alivia su dolor profundo.
¡Ah! ¡cuán distinto en los fugaces días
de sus venturas y soñada gloria
con grata voz tu oído regalaba!,
cuando ufano y alegre, seducido
de crédula esperanza al fausto soplo,
sus ansias, sus delicias, sus deseos
depositaba en tu amistad paciente,
burlando sus avisos saludables.
Huyeron prestos como frágil sombra,
huyeron estos días; y al abismo
de la desdicha el mísero ha bajado.
Tú me juzgas feliz... ¡Oh, si pudieras
ver de mi pecho la profunda llaga
que va sangre vertiendo noche y día!
¡Oh, si del vivo, del letal veneno
que en silencio le abrasa, los horrores,
la fuerza conocieses! ¡Ay, Jovino!
¡ay amigo! ¡ay de mí! Tú sólo a un triste,
leal, confidente en su miseria extrema,
eres salud y suspirado puerto.
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En tu fiel seno, de bondad dechado,
mis infelices lágrimas se vierten,
y mis querellas sin temor; piadoso
las oye, y mezcla con mi llanto el tuyo.
Ten lástima de mí; tú solo existes,
tú solo para mí en el universo.
Doquiera vuelvo los nublados ojos,
nada miro, nada hallo que me cause
sino agudo dolor o tedio amargo.
Naturaleza en su hermosura varia
parece que a mi vista en luto triste
se envuelve umbría, y que, sus leyes rotas,
todo se precipita al caos antiguo.
Sí, amigo, sí: mi espíritu insensible,
del vivaz gozo a la impresión süave,
todo lo anubla en su tristeza oscura,
materia en todo a más dolor hallando
y a este fastidio universal que encuentra
en todo el corazón perenne causa.
La rubia Aurora entre rosadas nubes
plácida asoma su risueña frente,
llamando al día; y desvelado me oye
su luz molesta maldecir los trinos
con que las dulces aves la alborean,
turbando mis lamentos importunos.
El sol, velando en centellantes fuegos
su inaccesible majestad, preside
cual rey al universo, esclarecido
de un mar de luz que de su trono corre.
Yo empero huyendo de él, sin cesar llamo
la negra noche, y a sus brillos cierro
mis lagrimosos fatigados ojos.
La noche melancólica al fin llega,
tanto anhelada: a lloro más ardiente,
a más gemidos su quietud me irrita.
Busco angustiado el sueño; de mí huye
despavorido; y en vigilia odiosa
me ve desfallecer un nuevo día,
por él clamando detestar la noche.
Así tu amigo vive; en dolor tanto,
Jovino, el infelice, de ti lejos,
lejos de todo bien, sumido yace.
¡Ay! ¿dónde alivio encontraré a mis penas?
¿Quién pondrá fin a mis extremas ansias
o me dará que en el sepulcro goce
de un reposo y olvido sempiternos?...
Todo, todo me deja y abandona.
La muerte imploro, y a mi voz la muerte
cierra dura el oído; la paz llamo,
la suspirada paz que ponga al menos
alguna leve tregua a las fatigas
en que el llagado corazón guerrea;
con fervorosa voz en ruego humilde
alzo al cielo las manos: sordo se hace
el cielo a mi clamor; la paz que busco
es guerra y turbación al pecho mío.
Así huyendo de todos, sin destino,
perdido, extraviado, con pie incierto,
sin seso corro estos medrosos valles,
ciego, insensible a las bellezas que ora
al ánimo doquiera reflexivo
natura ofrece en su estación más rica.
Un tiempo fue que de entusiasmo lleno
yo las pude admirar, y en dulces cantos
de gratitud holgaba celebrarlas
entre éxtasis de gozo el labio mío.
¡Oh, cómo entonces las opimas mieses,
que de dorada arista defendidas,
en su llena sazón ceden al golpe
del abrasado segador, oh cómo
la ronca voz, los cánticos sencillos
con que su afán el labrador engaña,
entre sudor y polvo revolviendo
el rico grano en las tendidas eras,
mi espíritu inundaran de alegría!
Los recamados centellantes rayos
de la fresca mañana, los tesoros
de llama inmensos que en su trono ostenta
majestuoso el sol, de la tranquila
nevada luna el silencioso paso,
tanta luz como esmalta el velo hermoso
con que en sombras la noche envuelve el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa mundo,
melancólicas sombras, jamás fueran
vistas de mí sin bendecir humilde
la mano liberal que omnipotente
de sí tan rica muestra hacernos sabe.
Jamás lo fueran sin sentir batiendo
mi corazón en celestial zozobra.
Tú lo has visto, Jovino: en mi entusiasmo
perdido, dulcemente fugitivas
volárseme las horas... Todo, todo
se trocó a un infeliz: mi triste musa
no sabe ya sino lanzar suspiros,
ni saben ya sino llorar mis ojos,
ni más que padecer mi tierno pecho.
En él su hórrido trono alzó la oscura
melancolía, y su mansión hicieran
las penas veladoras, los gemidos,
la agonía, el pesar, la queja amarga,
y cuanto monstruo en su delirio infausto
la azorada razón abortar puede.
¡Ay!, ¡si me vieses elevado y triste,
inundando mis lágrimas el suelo,
en él los ojos, como fría estatua
inmóvil y en mis penas embargado,
de abandono y dolor imagen muda!
¡Ay! ¡si me vieses ¡ay! en las tinieblas
con fugaz planta discurrir perdido,
bañado en sudor frío, de mí propio
huyendo, y de fantasmas mil cercado!
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¡Ay! ¡si pudieses ver..., el devaneo
de mi ciega razón, tantos combates,
tanto caer y levantarme tanto,
temer, dudar, y de mi vil flaqueza
indignarme afrentado, en vivas llamas
ardiendo el corazón al tiempo mismo!
¡hacer al cielo mil fervientes votos
y al punto traspasarlos..., el deseo...
la pasión, la razón ya vencedoras...
ya vencidas huir!... Ven, dulce amigo,
consolador y amparo, ven y alienta
a este infeliz, que tu favor implora.
Extiende a mí la compasiva mano,
y tu alto imperio a domeñar me enseñe
la rebelde razón; en mis austeros
deberes me asegura en la escabrosa
difícil senda que temblando sigo.
La virtud celestial y la inocencia
llorando huyeran de mi pecho triste,
y en pos de ellas la paz; tú conciliarme con ellas puedes, y salvarme puedes. No tardes, ven; y poderoso templa
tan insano furor; ampara, ampara
a un desdichado que al abismo que huye
se ve arrastrar por invencible impulso,
y abrasado en angustias criminales,
su corazón por la virtud suspira.
JUAN MELÉNDEZ VALDÉS
PROSA del siglo XVIII
BENITO JERÓNIMO FEIJOO – Teatro crítico universal
PRÓLOGO AL LECTOR (t. I)
Lector mío, seas quien fueres, no te espero muy propicio, porque siendo verosímil que
estés preocupado de muchas de las opiniones comunes que impugno, y no debiendo yo confiar
tanto, ni en mi persuasiva ni en tu docilidad, que pueda prometerme conquistar luego tu asenso,
¿qué sucederá sino que, firme en tus antiguos dictámenes, condenes como inicuas mis
decisiones? Dijo bien el padre Malebranche que aquellos autores que escriben para desterrar
preocupaciones comunes no deben poner duda en que recibirá el público con desagrado sus
libros. En caso que llegue a triunfar la verdad, camina con tan perezosos pasos la victoria, que el
autor, mientras vive, sólo goza el vano consuelo de que le pondrán la corona de laurel en el
túmulo. Buen ejemplo es del famoso Guillermo Harveo, contra quien, por el noble
descubrimiento de la circulación de la sangre, declamaron furiosamente los médicos de su
tiempo, y hoy le veneran todos los profesores de la Medicina como oráculo. Mientras vivió le
llenaron de injurias, ya muerto, no les falta sino colocar su imagen en las aras.
9
Aquí era la ocasión de disponer tu espíritu a admitir mis máximas, representándote con
varios ejemplos cuán expuestas viven al error las opiniones más establecidas. Pero porque ese es
todo el blanco del primer discurso de este tomo, que a ese fin, como preliminar necesario, puse
al principio, allí puedes leerlo. Si nada te hiciere fuerza, y te obstinares a ser constante sectario
de la voz del pueblo, sigue norabuena su rumbo. Si eres discreto, no tendré contigo querella
alguna porque serás benigno y reprobarás el dictamen, sin maltratar al autor. Pero si fueres
necio, no puede faltarte la calidad de inexorable. Bien sé que no hay más rígido censor de un
libro que aquel que no tiene habilidad para dictar una carta. En ese caso di de mí lo que
quisieres. Trata mis opiniones de descaminadas por peregrinas, y convengamos los dos en que
tú me tengas a mí por extravagante; yo a ti, por rudo.
Debo, no obstante, satisfacer algunos reparos que naturalmente harás leyendo este tomo.
El primero es que no van los discursos distribuidos por determinadas clases, siguiendo la serie
de las facultades o materias a que pertenecen.
A que respondo que aunque al principio tuve ese intento, luego descubrí imposible la
ejecución; porque habiéndome propuesto tan vasto campo al Teatro Crítico, vi que muchos de
los asuntos que se han de tocar en él son incomprehensibles debajo de facultad determinada, o
porque no pertenecen a alguna, o porque participan igualmente de muchas. Fuera de esto, hay
muchos de los cuales cada uno trata solitariamente de alguna facultad, sin que otro le haga
consorcio en el asunto. Sólo en materias físicas (dentro de cuyo ámbito son infinitos los errores
del vulgo) habrá tantos discursos que sean capaces de hacer tomo aparte, sin embargo, de que
estoy más inclinado a dividirlos en varios tomos, porque con eso tenga cada uno más apacible
variedad.
De suerte que cada tomo, bien que el designio de impugnar errores comunes uniforme,
en cuanto a las materias parecerá un riguroso misceláneo. El objeto formal será siempre uno.
Los materiales precisamente han de ser muy diversos.
Culpárasme acaso porque doy el nombre de errores a todas las opiniones que
contradigo. Sería justa la queja si yo no previniese quitar desde ahora a la voz el odio con la
explicación. Digo, pues, que error, como aquí le tomo, no significa otra cosa que una opinión
que tengo por falsa, prescindiendo de si la juzgo o no probable.
Ni debajo del nombre de errores comunes quiero significar que los que impugno sean
trascendentes a todos los hombres. Bástame para darles ese nombre que estén admitidos en el
común del vulgo, o tengan entre los literatos más que ordinario séquito. Esto se debe entender
con la reserva de no introducirme jamás a juez en aquellas cuestiones que se ventilan entre
varias escuelas, especialmente en materias teológicas; porque, ¿qué puedo yo adelantar en
asuntos que con tanta reflexión meditaron tantos hombres insignes? ¿O quién soy yo para
presumir capaces mis fuerzas de aquellas lides, donde batallan tantos gigantes? En las materias
de rigurosa Física no debe detenerme este reparo, porque son muy pocas las que se tratan (y esas
con poca o ninguna reflexión) en otras escuelas.
Harásme también cargo porque, habiendo de tocar muchas cosas facultativas, escribo en
el idioma castellano. Bastaríame por respuesta el que para escribir en el idioma nativo no se ha
menester más razón que no tener alguna para hacer lo contrario. No niego que hay verdades que
deben ocultarse al vulgo, cuya flaqueza más peligra tal vez en la noticia que en la ignorancia;
pero ésas ni en latín deben salir al público, pues harto vulgo hay entre los que entienden este
idioma; fácilmente pasan de éstos a los que no saben más que el castellano.
Tan lejos voy de comunicar especies perniciosas al público, que mi designio en esta
obra es desengañarle de muchas que, por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales,
y no sería razón, cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzare a todos el
desengaño.
No por eso pienses que estoy muy asegurado de la utilidad de la obra. Aunque mi
intento sólo es proponer la verdad, posible es que en algunos asuntos me falte penetración para
conocerla, y en los más, fuerza para persuadirla. Lo que puedo asegurarte es que nada escribo
que no sea conforme a lo que siento. Proponer y probar opiniones singulares, sólo por ostentar
ingenio, téngolo por prurito pueril y falsedad indigna de todo hombre de bien. En una
conversación se puede tolerar por pasatiempo; en un escrito es engañar al público. La grandeza
del discurso está en penetrar y persuadir las verdades; la habilidad más baja del ingenio es
enredar a otros con sofisterías. Las arañas, que aun entre los brutos son viles, fabrican telas
delicadas, pero sutiles; sutiles y firmes, aun entre los hombres, no las hacen sino los artífices
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excelentes. En aquéllas se figuran los discursos agudos, pero sofísticos; en éstas los ingeniosos
y sólidos.
No siempre los errores comunes que impugno ocupan todo el discurso donde se tratan.
A veces son comprendidos muchos en un mismo discurso, o porque pertenecen derechamente a
la materia de él, o porque se hallaron al paso y como por incidencia, siguiendo el asunto
principal. Este método me pareció más oportuno; porque de hacer discurso aparte para cada
opinión que impugno, habiendo en unas mucho que decir, y en otras poco, resultaría un todo
compuesto de partes extremadamente desiguales.
Estoy esperando muchas impugnaciones, especialmente sobre dos o tres discursos de
este libro; y aun algunos me previenen que cargarán sobre mí injurias y dicterios. En ese caso
me aseguraré más de la verdad de lo que escribo, pues es cierto que desconfía de sus fuerzas
quien contra mí se aprovecha de armas vedadas. Si me opusieren razones, responderé a ellas; si
chocarrerías y dicterios, desde luego me doy por concluido, porque en ese género de disputa
jamás me he ejercitado. Vale.
DEFENSA DE LAS MUJERES (t. I)
Llegamos ya al batidero mayor, que es la cuestión del entendimiento, en la cual yo
confieso, que si no me vale la razón, no tengo mucho recurso a la autoridad; porque los Autores
que tocan esta materia (salvo uno, u otro muy raro), están tan a favor de la opinión del vulgo,
que casi uniformes hablan del entendimiento de las mujeres con desprecio. […] Al caso:
hombres fueron los que escribieron esos libros, en que se condena por muy inferior el
entendimiento de las mujeres. Si mujeres los hubieran escrito, nosotros quedaríamos debajo.
[…] Y lo primero, aquellos que ponen tan abajo el entendimiento de las mujeres, que casi le
dejan en puro instinto, son indignos de admitirse a la disputa. Tales son los que asientan, que a
los más que puede subir la capacidad de una mujer, es a gobernar un gallinero. Estos discursos
contra las mujeres son de hombres superficiales. Ven que por lo común no saben sino aquellos
oficios caseros, a que están destinadas; y de aquí infieren (aun sin saber que lo infieren de aquí,
pues no hacen sobre ello algún acto reflejo) que no son capaces de otra cosa.
GUERRAS FILOSÓFICAS (t. II)
Adonde se descubre más esta maliciosa política es en la acusación, que recíprocamente
se hacen los Filósofos, de ser sus doctrinas incompatibles con los sagrados Dogmas. No es
dudable que puede haber opiniones Filosóficas, de que se tiren consecuencias contra las
doctrinas reveladas: y así se debe corregir la temeraria presunción de aquellos que, con el título
de estar el objeto de la Filosofía sujeto al imperio de la razón, pretenden una libertad sin límites
en el filosofar; pero el empeño, en que todos se ponen, de que la filosofía que impugnan está
mal avenida con lo que dicta la Fe, muestra que en esto se procede con el mismo motivo de
algunos Príncipes, que siempre que hallan escotadura para ello, hacen en sus manifiestos, la
guerra que emprenden, causa de Religión.
MILAGROS SUPUESTOS (t. III)
Los milagros verdaderos son la más fuerte comprobación de la verdad de nuestra Santa
Fe; pero los milagros fingidos sirven de pretexto a los infieles para no creer los verdaderos. Los
que entre ellos son más sagaces tienen justificada la suposición de algunos prodigios que corren
entre nosotros: con esto hacen creer al Pueblo rudo que cuanto se dice de milagros de la Iglesia
Católica es embuste, y falsedad. Así la obstinación se aumenta, el error triunfa, y la verdad
padece.
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VALOR DE LA NOBLEZA, E INFLUJO DE LA SANGRE (t. IV)
Aquí concluyera yo este Discurso, si sólo los Nobles hubiesen de leerle. Más como mi
intento sea curar en los Nobles la vanidad, sin eximir los humildes de la veneración, es preciso
ocurrir al inconveniente que por esta parte puede resultar; pues aunque es justo que la nobleza
no se engría, es debido que la plebe la respete. Por fuertes que sean las razones que hasta ahora
hemos alegado contra el valor de la nobleza, no puede negarse que la autoridad que la favorece,
tiene más fuerza que todos nuestros argumentos. Cuantas Naciones cultas y bien disciplinadas
tiene el Mundo estiman esta prerrogativa […]. Esta deuda de veneración a la nobleza se debe
entender reservando en todo caso a la virtud el lugar que le toca; la cual, según doctrina
constante de Aristóteles, y Santo Tomás, es mucho más digna de honor que la nobleza. Por tanto
mucho más se debe honrar (aún con este honor extrínseco, y civil, que es del que hablan
aquellos dos grandes Maestros de la Ética) al plebeyo virtuoso, que al noble que carece de
virtud […]. Si la nobleza, pues, no coadyuva a la virtud, antes fomentando la vanidad, ó
alimentando la soberbia, ó prestando su sufragio para otros vicios la estorba, se constituye
totalmente indigna de respeto.
EL GRAN MAGISTERIO DE LA EXPERIENCIA (t. V)
Lo primero que a la consideración se ofrece es el poco o ningún progreso que en el
examen de las cosas naturales hizo la razón, desasistida en la experiencia por el largo espacio de
tantos siglos. Tan ignorada es hoy la naturaleza en las Aulas de las Escuelas, como lo fue en la
Academia de Platón, y en el Liceo de Aristóteles. ¿Que secreto se ha averiguado? ¿Qué porción,
ni aun pequeñísima, de sus dilatados países se ha descubierto? […] nuestros sentidos. Estos son
los órganos por donde se condujeron a nuestro espíritu todas las verdades naturales que
alcanzamos. […] Es preciso, pues rendirse a la experiencia, si no queremos abandonar el
camino real de la verdad; y buscar la naturaleza de sí misma, no en la engañosa imagen que de
ella forma nuestra fantasía. […] No bastan, pues, los sentidos solos para el buen uso de los
experimentos: es menester advertencia, reflexión, juicio, y discurso; y a veces tanto, que apenas
bastan todos los esfuerzos del ingenio humano para examinar cabalmente los fenómenos.
HONRA Y PROVECHO DE LA AGRICULTURA (t. VIII)
¿Mas qué necesidad hay de ponderar la utilidad de la Agricultura? ¿Quién hay que no la
conozca? Según el descuido que en esta materia se padece, se puede decir, que casi todos lo
ignoran. El descuido de España lloro, porque el descuido de España me duele. […] En estas
tierras no hay gente más hambrienta, ni más desabrigada, que los Labradores. Cuatro trapos
cubren sus carnes; o mejor diré, que, por las muchas roturas, que tienen, las descubren. La
habitación está igualmente rota, que el vestido: de modo, que el viento, y la lluvia se entran por
ella como por su casa. Su alimento es un poco de pan negro, acompañado, o de algún lacticinio,
o alguna legumbre vil; pero todo en tan escasa cantidad, que hay quienes apenas una vez en la
vida se levantan saciados de la mesa. Agregado a estas miserias un continuo rudísimo trabajo
corporal, desde que raya el alba, hasta que viene la noche, contemple cualquiera, si no es vida
más penosa la de los míseros Labradores, que la de los delincuentes, que la Justicia pone en las
Galeras. […] Ellos siembran, ellos aran, ellos siegan, ellos trillan; y después de hachas todas las
labores, les viene otra fatiga nueva, y la más sensible de todas, que es conducir los frutos, o el
valor de ellos a las casas de los poderosos, dejando en las propias la consorte, y los hijos llenos
de tristeza, y bañados de lágrimas, a facie tempestatum famis.
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GASPAR MELCHOR DE JOVELLANOS — Oración sobre la necesidad de unir el estudio
de la literatura al de las ciencias
[…] las ciencias serán siempre a mis ojos el primero, el más digno objeto de vuestra
educación; ellas solas pueden ilustrar vuestro espíritu, ellas solas enriquecerle, ellas solas
comunicaros el precioso tesoro de verdades que nos ha transmitido la antigüedad, y disponer
vuestros ánimos a adquirir otras nuevas y aumentar más y más este rico depósito; ellas solas
pueden poner término a tantas inútiles disputas y a tantas absurdas opiniones; y ellas, en fin,
disipando la tenebrosa atmósfera de errores que gira sobre la tierra, pueden difundir algún día
aquella plenitud de luces y conocimientos que realza la nobleza de la humana especie.
Mas no porque las ciencias sean el primero, deben ser el único objeto de vuestro
estudio; el de las buenas letras será para vosotros no menos útil, y aun me atrevo a decir no
menos necesario.
Porque ¿qué son las ciencias sin su auxilio? Si las ciencias esclarecen el espíritu, la
literatura le adorna; si aquéllas le enriquecen, ésta pule y avalora sus tesoros; las ciencias
rectifican el juicio y le dan exactitud y firmeza; la literatura le da discernimiento y gusto, y le
hermosea y perfecciona. Estos oficios son exclusivamente suyos, porque a su inmensa
jurisdicción pertenece cuanto tiene relación con la expresión de nuestras ideas; y ved aquí la
gran línea de demarcación que divide los conocimientos humanos. Ella nos presenta las ciencias
empleadas en adquirir y atesorar ideas, y la literatura en enunciarlas; por las ciencias
alcanzamos el conocimiento de los seres que nos rodean; columbramos su esencia, penetramos
sus propiedades, y levantándonos sobre nosotros mismos, subimos hasta su más alto origen.
Pero aquí acaba su ministerio, y empieza el de la literatura, que después de haberlas seguido en
su rápido vuelo, se apodera de todas sus riquezas, les da nuevas formas, las pule y engalana, y
las comunica y difunde, y lleva de una en otra generación.
[…] ¿Y de qué servirá que atesoréis muchas verdades, si no las sabéis comunicar?
Ahora bien; para comunicar la verdad es menester persuadirla, y para persuadirla
hacerla amable. Es menester despojarla del oscuro científico aparato, tomar sus más puros y
claros resultados, simplificarla, acomodarla a la comprensión general, e inspirarle aquella
fuerza, aquella gracia que fijando la imaginación, cautiva victoriosamente la atención de cuantos
la oyen. […] No lo dudéis: el dominio de las ciencias se ejerce solo sobre la razón; todas hablan
con ella, con el corazón ninguna; porque a la razón toca el asenso, y a la voluntad el albedrío.
Aun parece que el corazón, como celoso de su independencia, se revela alguna vez contra la
fuerza del raciocinio, y no quiere ser rendido ni sojuzgado sino por el sentimiento. Ved pues
aquí el más alto oficio de la literatura, a quien fue dado el arte poderoso de atraer y mover los
corazones, de encenderlos, de encantarlos y sujetarlos a su imperio.
JOSÉ CADALSO – Cartas marruecas
Carta VI
Del mismo al mismo
El atraso de las ciencias en España en este siglo, ¿quién puede dudar que procede de la
falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos
pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de
hambre como se entregue a las ciencias, exceptuadas las de pane lucrando que son las únicas
que dan de comer.
Los pocos que cultivan las otras, son como aventureros voluntarios de los ejércitos, que no
llevan paga y se exponen más. Es un gusto oírles hablar de matemáticas, física moderna,
historia natural, derecho de gentes, y antigüedades, y letras humanas, a veces con más recato
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que si hiciesen moneda falsa. Viven en la oscuridad y mueren como vivieron, tenidos por sabios
superficiales en el concepto de los que saben poner setenta y siete silogismos seguidos sobre si
los cielos son fluidos o sólidos.
Hablando pocos días ha con un sabio escolástico de los más condecorados en su carrera, le
oí esta expresión, con motivo de haberse nombrado en la conversación a un sujeto excelente en
matemáticas: «Sí, en su país se aplican muchos a esas cosillas, como matemáticas, lenguas
orientales, física, derecho de gentes y otras semejantes».
Pero yo te aseguro, Ben-Beley, que si señalasen premios para los profesores, premios de
honor, o de interés, o de ambos, ¿qué progresos no harían? Si hubiese siquiera quien los
protegiese, se esmerarían sin más estímulo; pero no hay protectores.
Tan persuadido está mi amigo de esta verdad, que hablando de esto me dijo:
«En otros tiempos, allá cuando me imaginaba que era útil y glorioso dejar fama en el
mundo, trabajé una obra sobre varias partes de la literatura que había cultivado, aunque con más
amor que buen suceso. Quise que saliese bajo la sombra de algún poderoso, como es natural a
todo autor principiante. Oí a un magnate decir que todos los autores eran locos; a otro, que las
dedicatorias eran estafas; a otro, que renegaba del que inventó el papel; otro se burlaba de los
hombres que se imaginaban saber algo; otro me insinuó que la obra que le sería más acepta,
sería la letra de una tonadilla; otro me dijo que me viera con un criado suyo para tratar esta
materia; otro ni me quiso hablar; otro ni me quiso responder; otro ni quiso escucharme; y de
resultas de todo esto, tomé la determinación de dedicar el fruto de mis desvelos al mozo que
traía el agua a casa. Su nombre era Domingo, su patria Galicia, su oficio ya está dicho: conque
recogí todos estos preciosos materiales para formar la dedicatoria de esta obra».
Y al decir estas palabras, sacó de la cartera unos cuadernillos, púsose los anteojos, acercose
a la luz y, después de haber ojeado, empezó a leer: «Dedicatoria a Domingo de Domingos,
aguador decano de la fuente del Ave María». Detúvose mi amigo un poco, y me dijo: -¡Mira
qué Mecenas! Prosiguió leyendo:
«Buen Domingo, arquea las cejas; ponte grave; tose; gargajea; toma un polvo con
gravedad; bosteza con estrépito; tiéndete sobre este banco; empieza a roncar, mientras leo esta
mi muy humilde, muy sincera y muy justa dedicatoria. ¿Qué? Te ríes y me dices que eres un
pobre aguador, tonto, plebeyo y, por tanto, sujeto poco apto para proteger obras y autores. ¿Pues
qué? ¿Te parece que para ser un Mecenas es preciso ser noble, rico y sabio? Mira, buen
Domingo, a falta de otros tú eres excelente. ¿Quién me quitará que te llame, si quiero, más
noble que Eneas, más guerrero que Alejandro, más rico que Creso, más hermoso que Narciso,
más sabio que los siete de Grecia, y todos los mases que me vengan a la pluma? Nadie me lo
puede impedir, sino la verdad; y ésta, has de saber que no ata las manos a los escritores, antes
suelen ellos atacarla a ella, y cortarla las piernas, y sacarla los ojos, y taparla la boca. Admite,
pues, este obsequio literario: sepa la posteridad que Domingo de Domingos, de inmemorial
genealogía, aguador de las más famosas fuentes de Madrid, ha sido, es y será el único patrón,
protector y favorecedor de esta obra.
«¡Generaciones futuras!, ¡familias de venideros siglos!, ¡gentes extrañas!, ¡naciones no
conocidas!, ¡mundos aún no descubiertos! Venerad esta obra, no por su mérito, harto pequeño y
trivial, sino por el sublime, ilustre, excelente, egregio, encumbrado y nunca bastantemente
aplaudido nombre y título de mi Mecenas.
»¡Tú, monstruo horrendo, envidia, furia tan bien pintada por Ovidio, que sólo está mejor
retratada en la cara de algunos amigos míos! Muerde con tus mismos negros dientes tus
maldicientes y rabiosos labios, y tu ponzoñosa y escandalosa lengua; vuelva a tu pecho infernal
la envenenada saliva que iba a dar horrorosos movimientos a tu maldiciente boca, más horrenda
que la del infierno, pues ésta sólo es temible a los malvados y la tuya aún lo es más a los
buenos.
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»Perdona, Domingo, esta bocanada de cosas, que me inspira la alta dicha de tu favor. Pero
¿quién en la rueda de la fortuna no se envanece en lo alto de ella? ¿Quién no se hincha con el
soplo lisonjero de la suerte? ¿Quién desde la cumbre de la prosperidad no se juzga superior a los
que poco antes se hallaban en el mismo horizonte? Tú, tú mismo, a quien contemplo mayor que
muchos héroes de los que no son aguadores, ¿no te sientes el corazón lleno de una noble
presunción cuando llegas con tu cántaro a la fuente y todos te hacen lugar? ¡Con qué generoso
fuego he visto brillar tus ojos cuando recibes este obsequio de tus compañeros, compañeros
dignísimos, obsequio que tanto mereces por tus canas nacidas en subir y bajar las escaleras de
mi casa y otras! ¡Ay de aquel que se resistiera! ¡Qué cantarazo llevara! Si todos se te rebelaran,
a todos aterrarías con tu cántaro y puño, como Júpiter a los Gigantes con sus rayos y centellas.
A los filósofos parecería exceso ridículo de orgullo esta amenaza (y la de otros héroes de esta
clase); pero ¿quiénes son los filósofos? Unos hombres rectos y amantes de las ciencias, que
quisieron hacer a todos los hombres odiar las necedades; que tienen la lengua unísona con el
corazón y otras ridiculeces semejantes. Vuélvanse, pues, los filósofos a sus guardillas, y dejen
rodar la bola del mundo por esos aires de Dios, de modo que a fuerza de dar vueltas se
desvanezcan las pocas cabezas que aún se mantienen firmes y todo el mundo se convierta en un
espacioso hospital de locos».
Carta XV
Del mismo al mismo
En España, como en todos los países del mundo, las gentes de cada carrera desprecian a la
de las otras. Búrlase el soldado del escolástico, oyendo disputar utrum blictiri sit terminus
logicus. Búrlase éste del químico, empeñado en el hallazgo de la piedra filosofal. Éste se ríe del
soldado que trabaja mucho sobre que la vuelta de la casaca tenga tres pulgadas de ancho, y no
tres y media. ¿Qué hemos de inferir de todo esto, sino que en todas las facultades humanas hay
cosas ridículas?
Carta XXIV
Del mismo al mismo
Uno de los motivos de la decadencia de las artes de España es, sin duda, la repugnancia
que tiene todo hijo a seguir la carrera de sus padres. En Londres, por ejemplo, hay tienda de
zapatero que ha ido pasando de padres a hijos por cinco o seis generaciones, aumentándose el
caudal de cada poseedor sobre el que dejó su padre, hasta tener casas de campo y haciendas
considerables en las provincias, gobernados estos estados por el mismo desde el banquillo en
que preside a los mozos de zapatería en la capital. Pero en este país cada padre quiere colocar a
su hijo más alto, y si no, el hijo tiene buen cuidado de dejar a su padre más abajo; con cuyo
método ninguna familia se fija en gremio alguno determinado de los que contribuyen al bien de
la república por la industria y comercio o labranza, procurando todos con increíble anhelo
colocarse por éste o por el otro medio en la clase de los nobles, menoscabando a la república en
lo que producirían si trabajaran. Si se redujese siquiera su ambición de ennoblecerse al deseo de
descansar y vivir felices, tendría alguna excusa moral este defecto político; pero suelen trabajar
más después de ennoblecidos.
En la misma posada en que vivo se halla un caballero que acaba de llegar de Indias con un
caudal considerable. Inferiría cualquiera racional que, conseguido ya el dinero, medio para
todos los descansos del mundo, no pensaría el indiano más que en gozar de lo que fue a adquirir
por varios modos a muchos millares de leguas. Pues no, amigo. Me ha comunicado su plan de
operaciones para toda su vida aunque cumpla doscientos años. «Ahora me voy -me dijo- a
pretender un hábito; luego, un título de Castilla; después, un empleo en la corte; con esto
buscaré una boda ventajosa para mi hija; pondré un hijo en tal parte, otro en cual parte; casaré
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una hija con un marqués, otra con un conde. Luego pondré pleito a un primo mío sobre cuatro
casas que se están cayendo en Vizcaya; después otro a un tío segundo sobre un dinero que dejó
un primo segundo de mi abuelo». Interrumpí su serie de proyectos, diciéndole: «Caballero, si es
verdad que os halláis con seiscientos mil pesos duros en oro o plata, tenéis ya cincuenta años
cumplidos y una salud algo dañada por los viajes y trabajos, ¿no sería más prudente consejo el
escoger la provincia más saludable del mundo, estableceros en ella, buscar todas las
comodidades de la vida, pasar con descanso lo que os queda de ella, amparar a los parientes
pobres, hacer bien a vuestros vecinos y esperar con tranquilidad el fin de vuestros días sin
acarreárosla con tantos proyectos, todos de ambición y codicia?». «No, señor -me respondió con
furia-; como yo lo he ganado, que lo ganen otros. Sobresalir entre los ricos, aprovecharme de la
miseria de alguna familia pobre para ingerirme en ella, y hacer casa son los tres objetos que
debe llevar un hombre como yo». Y en esto se salió a hablar con una cuadrilla de escribanos,
procuradores, agentes y otros, que le saludaron con el tratamiento que las pragmáticas señalan
para los Grandes del reino; lisonjas que, naturalmente, acabarán con lo que fue el fruto de sus
viajes y fatigas, y que eran cimiento de su esperanza y necedad.
Carta XXV
Del mismo al mismo
En mis viajes por distintas provincias de España he tenido ocasión de pasar repetidas veces
por un lugar cuyo nombre no tengo ahora presente. En él observé que un mismo sujeto en mi
primer viaje se llamaba Pedro Fernández; en el segundo oí que le llamaban sus vecinos el señor
Pedro Fernández; en el tercero oí que su nombre era don Pedro Fernández. Causome novedad
esta diferencia de tratamiento en un mismo hombre.
-No importa -dijo Nuño-. Pedro Fernández siempre será Pedro Fernández
Carta XXXV
Del mismo al mismo
En España, como en todas partes, el lenguaje se muda al mismo paso que las costumbres; y
es que, como las voces son invenciones para representar las ideas, es preciso que se inventen
palabras para explicar la impresión que hacen las costumbres nuevamente introducidas. Un
español de este siglo gasta cada minuto de las veinticuatro horas en cosas totalmente distintas de
aquellas en que su bisabuelo consumía el tiempo; éste, por consiguiente, no dice una palabra de
las que al otro se le ofrecían. -Si me dejan hoy a leer -decía Nuño- un papel escrito por un galán
del tiempo de Enrique el Enfermo refiriendo a su dama la pena en que se halla ausente de ella,
no entendería una sola cláusula, por más que estuviese escrito de letra excelente moderna,
aunque fuese de la mejor de las Escuelas Pías. Pero en recompensa ¡qué chasco llevaría uno de
mis tatarabuelos si hallase, como me sucedió pocos días ha, un papel de mi hermana a una
amiga suya, que vive en Burgos! Moro mío, te lo leeré, lo has de oír, y, como lo entiendas,
tenme por hombre extravagante. Yo mismo, que soy español por todos cuatro costados y que, si
no me debo preciar de saber el idioma de mi patria, a lo menos puedo asegurar que lo estudio
con cuidado, yo mismo no entendí la mitad de lo que contenía. En vano me quedé con copia del
dicho papel; llevado de curiosidad, me di prisa a extractarlo, y, apuntando las voces y frases más
notables, llevé mi nuevo vocabulario de puerta en puerta, suplicando a todos mis amigos
arrimasen el hombro al gran negocio de explicármelo. No bastó mi ansia ni su deseo de
favorecerme. Todos ellos se hallaron tan suspensos como yo, por más tiempo que gastaron en
revolver calepinos y diccionarios. Sólo un sobrino que tengo, muchacho de veinte años, que
trincha una liebre, baila un minuet y destapa una botella de Champaña con más aire que cuantos
hombres han nacido de mujeres, me supo explicar algunas voces. Con todo, la fecha era de este
mismo año.
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Tanto me movieron estas razones a deseo de leer la copia, que se la pedí a Nuño. Sacola de
su cartera, y, poniéndose los anteojos, me dijo: -Amigo, ¿qué sé yo si leyéndotela te revelaré
flaquezas de mi hermana y secretos de mi familia? Quédame el consuelo que no lo entenderás.
Dice así: «Hoy no ha sido día en mi apartamiento hasta medio día y medio. Tomé dos tazas de
té. Púseme un desabillé y bonete de noche. Hice un tour en mi jardín, y leí cerca de ocho versos
del segundo acto de la Zaira. Vino Mr. Lavanda; empecé mi toaleta. No estuvo el abate. Mandé
pagar mi modista. Pasé a la sala de compañía. Me sequé toda sola. Entró un poco de mundo;
jugué una partida de mediator; tiré las cartas; jugué al piquete. El maître d'hôtel avisó. Mi nuevo
jefe de cocina es divino; él viene de arribar de París. La crapaudina, mi plato favorito, estaba
delicioso. Tomé café y licor. Otra partida de quince; perdí mi todo. Fui al espectáculo; la pieza
que han dado es execrable; la pequeña pieza que han anunciado para el lunes que viene es muy
galante, pero los actores son pitoyables; los vestidos, horribles; las decoraciones, tristes. La
Mayorita cantó una cavatina pasablemente bien. El actor que hace los criados es un poquito
extremoso; sin eso sería pasable. El que hace los amorosos no jugaría mal, pero su figura no es
previniente. Es menester tomar paciencia, porque es preciso matar el tiempo. Salí al tercer acto,
y me volví de allí a casa. Tomé de la limonada. Entré en mi gabinete para escribirte ésta, porque
soy tu veritable amiga. Mi hermano no abandona su humor de misántropo; él siente todavía
furiosamente el siglo pasado; yo no le pondré jamás en estado de brillar; ahora quiere irse a su
provincia. Mi primo ha dejado a la joven persona que él entretenía. Mi tío ha dado en la
devoción; ha sido en vano que yo he pretendido hacerle entender la razón. Adiós, mi querida
amiga, baste otra posta; y ceso, porque me traen un dominó nuevo a ensayar».
Acabó Nuño de leer, diciéndome: -¿Qué has sacado en limpio de todo esto? Por mi parte,
te aseguro que entes de humillarme a preguntar a mis amigos el sentido de estas frases, me
hubiera sujetado a estudiarlas, aunque hubiesen sido precisas cuatro horas por la mañana y
cuatro por la tarde durante cuatro meses. Aquello de medio día y medio, y que no había sido día
hasta mediodía, me volvía loco, y todo se me iba en mirar al sol, a ver qué nuevo fenómeno
ofrecía aquel astro. Lo del desabillé también me apuró, y me di por vencido. Lo del bonete de
noche, o de día, no pude comprender jamás qué uso tuviese en la cabeza de una mujer. Hacer un
tour puede ser cosa muy santa y muy buena, pero suspendo el juicio hasta enterarme. Dice que
leyó de la Zaira unos ocho versos; sea enhorabuena, pero no sé qué es Zaira. Mr. de lavanda,
dice que vino; bien venido sea Mr. de Lavanda, pero no le conozco. Empezó su toaleta; esto ya
lo entendí, gracias a mi sobrino que me lo explicó, no sin bastante trabajo, según mis cortas
entendederas, burlándose de que su tío es hombre que no sabe lo que es toaleta. También me
dijo lo que era modista, piquete, maître d'hôtel y otras palabras semejantes. Lo que nunca me
pudo explicar de modo que acá yo me hiciese bien cargo de ello, fue aquello de que el jefe de
cocina era divino. También lo de matar el tiempo, siendo así que el tiempo es quien nos mata a
todos, fue cosa que tampoco se me hizo fácil de entender, aunque mi intérprete habló mucho, y
sin duda muy bueno, sobre este particular. Otro amigo, que sabe griego, o a lo menos dice que
lo sabe, me dijo lo que era misántropo, cuyo sentido yo indagué con sumo cuidado por ser cosa
que me tocaba personalmente; y a la verdad que una de dos: o mi amigo no me lo explicó cual
es, o mi hermana no lo entendió, y siendo ambos casos posibles, y no como quiera, sino
sumamente posibles, me creo obligado a suspender por ahora el juicio hasta tener mejores
informes. Lo restante me lo entendí tal cual, ingeniándome acá a mi modo, y estudiando con
paciencia, constancia y trabajo.
Ya se ve -prosiguió Nuño- cómo había de entender esta carta el conde Fernán Gonzalo, si
en su tiempo no había té, ni desabillé, ni bonete de noche, ni había Zaira, ni Mr. Vanda, ni
toaletas, ni los cocineros eran divinos, ni se conocían crapaudinas ni café, ni más licores que el
agua y el vino.
Aquí lo dejó Nuño. Pero yo te aseguro, amigo Ben-Beley, que esta mudanza de modas es
muy incómoda, hasta para el uso de la palabra, uno de los mayores beneficios en que naturaleza
nos dotó. Siendo tan frecuentes estas mutaciones, y tan arbitrarias, ningún español, por bien que
hable su idioma este mes, puede decir: el mes que viene entenderé la lengua que me hablen mis
vecinos, mis amigos, mis parientes y mis criados. Por todo lo cual, dice Nuño, mi parecer y
dictamen, salvo meliori, es que en cada un año se fijen las costumbres para el siguiente, y por
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consecuencia se establezca el idioma que se ha de hablar durante sus 365 días. Pero como quiera
que esta mudanza dimana en gran parte o en todo de los caprichos, invenciones y codicias de
sastres, zapateros, ayudas de cámara, modistas, reposteros, cocineros, peluqueros y otros
individuos igualmente útiles al vigor y gloria de los estados, convendría que cierto número igual
de cada gremio celebre varias juntas, en las cuales quede este punto evacuado; y de resultas de
estas respetables sesiones, vendan los ciegos por las calles públicas, en los últimos meses de
cada un año, al mismo tiempo que el Calendario, Almanak y Piscator, un papel que se intitule,
poco más o menos: «Vocabulario nuevo al uso de los que quieran entenderse y explicarse con
las gentes de moda, para el año de mil setecientos y tantos y siguientes, aumentado, revisto y
corregido por una Sociedad de varones insignes, con los retratos de los más principales».
Carta LXXV
Del mismo al mismo
Al entrar anoche en mi posada, me hallé con una carta cuya copia te remito. Es de una
cristiana a quien apenas conozco. Te parecerá muy extraño su contenido, que dice así:
«Acabo de cumplir veinticuatro años, y de enterrar a mi último esposo de seis que he
tenido en otros tantos matrimonios, en espacio de poquísimos años. El primero fue un mozo de
poca más edad que la mía, bella presencia, buen mayorazgo, gran nacimiento, pero ninguna
salud. Había vivido tanto en sus pocos años, que cuando llegó a mis brazos ya era cadáver. Aún
estaban por estrenar muchas galas de mi boda, cuando tuve que ponerme luto. El segundo fue
un viejo que había observado siempre el más rígido celibatismo; pero heredando por muertes y
pleitos unos bienes copiosos y honoríficos, su abogado le aconsejó que se casase; su médico
hubiera sido de otro dictamen. Murió de allí a poco, llamándome hija suya, y juró que como a
tal me trató desde el primer día hasta el último. El tercero fue un capitán de granaderos, más
hombre, al parecer, que todos los de su compañía. La boda se hizo por poderes desde Barcelona;
pero picándose con un compañero suyo en la luneta de la ópera, se fueron a tomar el aire juntos
a la explanada y volvió solo el compañero, quedando mi marido por allá. El cuarto fue un
hombre ilustre y rico, robusto y joven, pero jugador tan de corazón, que ni aun la noche de la
boda durmió conmigo porque la pasó en una partida de banca. Diome esta primera noche tan
mala idea de las otras, que lo miré siempre como huésped en mi casa, más que como precisa
mitad mía en el nuevo estado. Pagome en la misma moneda, y murió de allí a poco de resulta de
haberle tirado un amigo suyo un candelero a la cabeza, sobre no sé qué equivocación de poner a
la derecha una carta que había de caer a la izquierda. No obstante todo esto, fue el marido que
más me ha divertido, a lo menos por su conversación que era chistosa y siempre en estilo de
juego. Me acuerdo que, estando un día comiendo con bastantes gentes en casa de una dama algo
corta de vista, le pidió de un plato que tenía cerca y él la dijo: -Señora, la talla anterior, pudo
cualquiera haber apuntado, que había bastante fondo; pero aquel caballero que come y calla
acaba de hacer a este plato una doble paz de paroli con tanto acierto, que nos ha desbancado. -Es
un apunte temible a este juego.
»El quinto que me llamó suya era de tan corto entendimiento, que nunca me habló sino de
una prima que él tenía y que quería mucho. La prima se murió de viruelas a pocos días de mi
casamiento, y el primo se fue tras ella. Mi sexto y último marido fue un sabio. Estos hombres no
suelen ser buenos muebles para maridos. Quiso mi mala suerte que en la noche de mi
casamiento se apareciese una cometa, o especie de cometa. Si algún fenómeno de éstos ha sido
jamás cosa de mal agüero, ninguno lo fue tanto como éste. Mi esposo calculó que el dormir con
su mujer sería cosa periódica de cada veinticuatro horas, pero que si el cometa volvía, tardaría
tanto en dar la vuelta, que él no le podría observar; y así, dejó esto por aquello, y se salió al
campo a hacer sus observaciones. La noche era fría, y lo bastante para darle un dolor de costado,
del que murió.
»Todo esto se hubiera remediado si yo me hubiera casado una vez a mi gusto, en lugar de
sujetarlo seis veces al de un padre que cree la voluntad de la hija una cosa que no debe entrar en
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cuenta para el casamiento. La persona que me pretendía es un mozo que me parece muy igual a
mí en todas calidades, y que ha redoblado sus instancias cada una de las cinco primeras veces
que yo he enviudado; pero en obsequio de sus padres, tuvo que casarse también contra su gusto,
el mismo día que yo contraje matrimonio con mi astrónomo.
»Estimaré al señor Gazel me diga qué uso o costumbre se sigue allá en su tierra en esto de
casarse las hijas de familia, porque aunque he oído muchas cosas que espantan de lo poco
favorable que nos son las leyes mahometanas, no hallo distinción alguna entre ser esclava de un
marido o de un padre, y más cuando de ser esclava de un padre resulta el parar en tener marido,
como en el caso presente».
JOSÉ CADALSO – Noches lúgubres
NOCHE PRIMERA
TEDIATO y un SEPULTURERO
Diálogo
TEDIATO.- ¡Qué noche! La oscuridad, el silencio pavoroso, interrumpido por los lamentos que
se oyen en la vecina cárcel, completan la tristeza de mi corazón. El cielo también se conjura
contra mi quietud, si alguna me quedara. El nublado crece. La luz de esos relámpagos..., ¡qué
horrorosa! Ya truena. Cada trueno es mayor que el que le antecede, y parece producir otro más
cruel. El sueño, dulce intervalo en las fatigas de los hombres, se turba. El lecho conyugal, teatro
de delicias; la cuna en que se cría la esperanza de las casas; la descansada cama de los ancianos
venerables; todo se inunda en llanto..., todo tiembla. No hay hombre que no se crea mortal en
este instante... ¡Ay, si fuese el último de mi vida, cuán grato sería para mí! ¡Cuán horrible ahora!
¡Cuán horrible! Más lo fue el día, el triste día que fue causa de la escena en que ahora me hallo.
Lorenzo no viene. ¿Vendrá, acaso? ¡Cobarde! ¿Le espantará este aparato que Naturaleza le
ofrece? No ve lo interior de mi corazón... ¡Cuánto más se horrorizaría! ¿Si la esperanza del
premio le traerá? Sin duda..., el dinero... ¡Ay, dinero, lo que puedes! Un pecho sólo se te ha
resistido... Ya no existe... Ya tu dominio es absoluto... Ya no existe el solo pecho que se te ha
resistido.
Las dos están al caer... Ésta es la hora de cita para Lorenzo... ¡Memoria! ¡Triste memoria!
¡Cruel memoria! Más tempestades formas en mi alma que nubes en el aire. También ésta es la
hora en que yo solía pisar estas mismas calles en otros tiempos muy diferentes de éstos. ¡Cuán
diferentes! Desde aquélla a éstos todo ha mudado en el mundo; todo, menos yo.
¿Si será de Lorenzo aquella luz trémula y triste que descubro? Suya será. ¿Quién sino él, y en
este lance, y por tal premio, saldría de su casa? Él es. El rostro pálido, flaco, sucio, barbado y
temeroso; el azadón y pico que trae al hombro, el vestido lúgubre, las piernas desnudas, los pies
descalzos, que pisan con turbación; todo me indica ser Lorenzo, el sepulturero del templo, aquel
bulto, cuyo encuentro horrorizaría a quien le viese. Él es, sin duda; se acerca; desembózome, y
le enseño mi luz. Ya llega. ¡Lorenzo! ¡Lorenzo!
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NOCHE SEGUNDA
TEDIATO, la JUSTICIA y después un CARCELERO
Diálogo
TEDIATO.- ¡Qué triste me ha sido ese día! Igual a la noche más espantosa me ha llenado de
pavor, tedio, aflicción y pesadumbre. ¡Con qué dolor han visto mis ojos la luz del astro, a quien
llaman benigno los que tienen el pecho menos oprimido que yo! El sol, la criatura que dicen
menos imperfecta imagen del Criador, ha sido objeto de mi melancolía. El tiempo que ha
tardado en llevar sus luces a otros climas me ha parecido tormento de duración eterna... ¡Triste
de mí! Soy el solo viviente a quien sus rayos no consuelan. Aun la noche, cuya tardanza me
hacía tan insufrible la presencia del sol, es menos gustosa, porque en algo se parece al día. No
está tan oscura como yo quisiera. ¡La luna! ¡Ah, luna! Escóndete, no mires en este puesto al más
infeliz mortal.
¡Que no se hayan pasado más que dieciséis horas desde que dejé a Lorenzo! ¿Quién lo creyera?
¡Tales han sido para mí! Llorar, gemir, delirar... Los ojos fijos en su retrato, las mejillas bañadas
en lágrimas, las manos juntas pidiendo mi muerte al cielo, las rodillas flaqueando bajo el peso
de mi cuerpo, así desmayado; sólo un corto resuello me distinguía de un cadáver. ¡Qué asustado
quedó Virtelio, mi amigo, al entrar en mi cuarto y hallarme de esa manera! ¡Pobre Virtelio!
¡Cuánto trabajaste para hacerme tomar algún alimento! Ni fuerza en mis manos para tomar el
pan, ni en mis brazos para llevarlo a la boca, si alguna vez llegaba. ¡Cuán amargos son bocados
mojados con lágrimas! Instante..., me mantuve inmóvil. Se fue sin duda cansado... ¿Quién no se
cansa de un amigo como yo, triste, enfermo, apartado del mundo, objeto de la lástima de
algunos, del menosprecio de otros, de la burla de muchos? ¡Qué mucho me dejase! Lo extraño
es que me mirase alguna vez. ¡Ah, Virtelio! ¡Virtelio! Pocos instantes más que hubieses
permanecido mío, te hubieran dado fama de amigo verdadero. Pero ¿de qué te serviría? Hiciste
bien en dejarme; también te hubiera herido la mofa de los hombres. Dejar a un amigo infeliz,
conjurarte con la suerte contra un triste, aplaudir la inconstancia del mundo, imitar lo duro de las
entrañas comunes, acompañar con tu risa la risa universal, que es eco de los llantos de un
mísero... Sigue, sigue... Éste es el camino de la fortuna... Adelántate a los otros: admirarán tu
talento. Yo le vi salir... Murmuraba de la flaqueza de mi ánimo. La Naturaleza sin duda
murmuraba de la dureza del suyo. Éste es el menos pérfido de todos mis amigos; otros ni aun
eso hicieron. Tediato se muere, dirían unos; otros repetirían: se muere Tediato. De mi vida y de
mi muerte hablarían como del tiempo bueno o malo suelen hablar los poderosos, no como los
pobres a quien tanto importa el tiempo. La luz del sol, que iba faltando, me sacó del letargo
cruel. La tiniebla me traía el consuelo que arrebata a todo el mundo. Todo el consuelo que siente
toda la naturaleza al parecer el sol, le sentí todo junto al ponerse. Dije mil veces preparándome a
salir: bienvenida seas, noche, madre de delitos, destructora de la hermosura, imagen del caos de
que salimos. Duplica tus horrores; mientras más densas, más gustosas me serán tus tinieblas. No
tomé alimento; no enjugué las lágrimas; púseme el vestido más lúgubre; tomé este acero, que
será..., ¡ay!, sí; será quien consuele de una vez todas mis cuitas. Vine a este puesto; espero a
Lorenzo.
Desengañado de las visiones y fantasmas, duendes, espíritus y sombras, me ayudará con firmeza
a levantar la losa; haré el robo... ¡El robo! ¡Ay! Era mía; sí, mía; yo, suyo. No, no, la agravio;
me agravio: éramos uno. Su alma, ¿qué era sino la mía? La mía, ¿qué era sino la suya? Pero
¿qué voces se oyen? Muere, muere, dice una de ellas. ¡Qué me matan!, dice otra voz. Hacia mí
vienen corriendo varios hombres. ¿Qué haré? ¿Qué veo? El uno cae herido al parecer... Los
otros huyen retrocediendo por donde han venido. Hasta mis plantas viene batallando con las
ansias de la muerte. ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quiénes son los que te siguen? ¿No respondes?
El torrente de sangre que arroja por boca y por herida me mancha todo... Es muerto, ha expirado
asido de mi pierna. Siento pasos a este otro lado. Mucha gente llega; el aparato es de ser
comitiva de la justicia.
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NOCHE TERCERA
TEDIATO y el SEPULTURERO
Diálogo
TEDIATO.- Aquí me tienes, fortuna, tercera vez expuesto a tus caprichos. Pero ¿quién no lo
está? ¿Dónde, cuándo, cómo sale el hombre de tu imperio? Virtud, valor, prudencia, todo lo
atropellas. No está más seguro de tu rigor el poderoso en su trono, el sabio en su estudio, que el
mendigo en su muladar, que yo en esta esquina lleno de aflicciones, privado de bienes, con mil
enemigos por fuera y un tormento interior, capaz por sí solo de llenarme de horrores, aunque
todo el orbe procura mi felicidad.
¿Si será esta noche la que ponga fin a mis males? La primera, ¿de qué me sirvió? Truenos,
relámpagos, conversación con un ente que apenas tenía la figura humana, sepulcros, gusanos y
motivos de cebar mi tristeza en los delitos y flaqueza de los hombres. Si más hubiera sido mi
mansión al pie de la sepultura, ¿cuál sería el éxito de mi temeridad? Al acudir al templo el
concurso religioso, y hallarme en aquel estado, creyendo que... ¿Qué hubieran creído? Gritarían:
Muera ese bárbaro que viene a profanar el templo con molestia de los difuntos y desacato a
quien los crió.
La segunda noche.... ¡ay!, vuelve a correr mi sangre por las venas con la misma turbación que
anoche. Si no has de volver a mi memoria para mi total aniquilación, huye de ella, ¡oh, noche
infausta! Asesinato, calumnia, oprobios, cárcel, grillos, cadenas, verdugos, muerte y gemidos...
Por no sentir mi último aliento, huya de mí un instante la tristeza; pero apenas se me concede
gozar el aire, que está libre para las aves y brutos, cuando me vuelve a cubrir con su velo la
desesperación. ¿Qué vi? Un padre de familia, pobre, con su mujer moribunda, hijos parvulillos
y enfermos, uno perdido, otro muerto aun antes de nacer, y que mata a su madre aun antes de
que ésta le acabe de producir. ¿Qué más vi? ¡Qué corazón el mío, qué inhumano, si no se partió
al ver tal espectáculo!... Excusa tiene... Mayores son sus propios males, y aún subsiste. ¡Oh
Lorenzo! ¡Oh! Vuélveme a la cárcel, Ser Supremo, si sólo me sacaste de ella para que viese tal
miseria en las criaturas.
Esta noche, ¿cuál será? ¡Lorenzo, Lorenzo infeliz! Ven, si ya no te detiene la muerte de tu
padre, la de tu mujer, la enfermedad de tus hijos, la pérdida de tu hija, tu misma flaqueza. Ven:
hallarás en mí un desdichado que padece no sólo sus infortunios propios, sino los de todos los
infelices a quienes conoce, mirándolos a todos como hermanos; ninguno lo es más que tú. ¿Qué
importa que nacieras en la mayor miseria y yo en cuna más delicada? Hermanos nos hace un
superior destino, corrigiendo los caprichos de la suerte que divide en arbitrarias clases a los que
somos de una misma especie: todos lloramos..., todos enfermamos..., todos morimos.
El mismo horroroso conjunto de cosas de la noche antepasada vuelve a herir mi vista con
aquella dulce melancolía... Aquel que allí viene es Lorenzo... Sí, Lorenzo. ¡Qué rostro! Siglos
parece haber envejecido en pocas horas; tal es el objeto del pesar, semejante al que produce la
alegría o destruye nuestra débil máquina en el momento que la hiere o la debilita para siempre al
herirnos en un instante.
LORENZO.- ¿Quién eres?
TEDIATO.- Soy el mismo a quien buscas... El cielo te guarde.
LORENZO.- ¿Para qué? ¿Para pasar cincuenta años de vida como la que he pasado lleno de
infortunios..., y cuando apenas tengo fuerzas para ganar un triste alimento... hallarme con tantas
nuevas desgracias en mi mísera familia, expuesta toda a morir con su padre en las más
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espantosas infelicidades? Amigo, si para eso deseas que me guarde el cielo, ¡ah!, pídele que me
destruya.
TEDIATO.- El gusto de favorecer a un amigo debe hacerte la vida apreciable, si se conjuraran
en hacértela odiosa todas las calamidades que pasas. Nadie es infeliz si puede hacer a otro
dichoso. Y, amigo, más bienes dependen de tu mano que de la magnificencia de todos los reyes.
Si fueras emperador de medio mundo..., con el imperio de todo el universo, ¿qué podrías darme
que me hiciese feliz? ¿Empleos, dignidades, rentas? Otros tantos motivos para mi propia
inquietud y para la malicia ajena. Sembrarías en mi pecho zozobras, recelos, cuidados, tal vez
ambición y codicia..., y en los de mis amigos..., envidia. No te deseo con corona y cetro para mi
bien... Más contribuirás a mi dicha con ese pico, ese azadón..., viles instrumentos a otros ojos...,
venerables a los míos... Andemos, amigo, andemos.
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POESÍA del siglo XIX: ROMANTICISMO
JOSÉ DE ESPRONCEDA
LA CANCIÓN DEL PIRATA
Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:
Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Allá; muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí; tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.
Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pechos mi valor.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna entena,
quizá en su propio navío.
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.
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Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
AL SOL
Para y óyeme ¡oh Sol! yo te saludo
Y estático ante ti me atrevo a hablarte;
Ardiente como tú mi fantasía,
Arrebatada en ansia de admirarte,
Intrépidas a ti sus alas guía.
¡Ojalá que mi acento poderoso,
Sublime resonando,
Del trueno pavoroso
La temerosa voz sobrepujando,
¡Oh sol!, a ti llegara
Y en medio de tu curso te parara!
¡Ah! si la llama que mi mente alumbra
Diera también su ardor a mis sentidos,
Al rayo vencedor que los deslumbra,
Los anhelantes ojos alzaría,
Y en tu semblante fúlgido atrevidos
Mirando sin cesar los fijaría.
¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente!
¡Con qué sencillo anhelo,
Siendo niño inocente,
Seguirte ansiaba en el tendido cielo,
Y extático te vía
Y en contemplar tu luz me embebecía!
De los dorados límites de Oriente,
Que ciñe el rico en perlas Oceano,
Al término asombroso de Occidente
Las orlas de tu ardiente vestidura
Tiendes en pompa, augusto soberano,
Y el mundo bañas en tu lumbre pura.
Vívido lanzas de tu frente el día,
Y, alma y vida del mundo,
Tu disco en paz majestuoso envía
Plácido ardor fecundo,
Y te elevas triunfante,
Corona de los orbes centellante.
Tranquilo subes del cenit dorado
Al regio trono en la mitad del cielo,
De vivas llamas y esplendor ornado,
Y reprimes tu vuelo.
Y desde allí tu fúlgida carrera
Rápido precipitas,
Y tu rica encendida cabellera
En el seno del mar trémula agitas,
Y tu esplendor se oculta,
Y el ya pasado día
Con otros mil la eternidad sepulta.
¡Cuántos siglos sin fin, cuántos has visto
En su abismo insondable desplomarse!
¡Cuánta pompa, grandeza y poderío
De imperios populosos disiparse!
¿Qué fueron ante ti? Del bosque umbrío
Secas y leves hojas desprendidas,
Que en círculo se mecen,
Y al furor de Aquilón desaparecen.
Libre tú de la cólera divina,
Viste anegarse el universo entero,
Cuando las aguas por Jehová lanzadas,
Impelidas del brazo justiciero,
Y a mares por los vientos despeñadas,
Bramó la tempestad; retumbó en torno
El ronco trueno y con temblor crujieron
Los ejes de diamante de la tierra;
Montes y campos fueron
Alborotado mar, tumba del hombre.
Se estremeció el profundo;
Y entonces tú, como Señor del mundo,
Sobre la tempestad tu trono alzabas,
Vestido de tinieblas,
Y tu faz engreías,
Y a otros mundos en paz resplandecías.
Y otra vez nuevos siglos
Viste llegar, huir, desvanecerse
En remolino eterno, cual las olas
Llegan, se agolpan y huyen de Oceano,
Y tornan otra vez a sucederse;
Mientra inmutable tú, solo y radiante
¡Oh sol! siempre te elevas,
Y edades mil y mil huellas triunfante.
24
¿Y habrás de ser eterno, inextinguible,
Sin que nunca jamás tu inmensa hoguera
Pierda su resplandor, siempre incansable,
Audaz siguiendo tu inmortal carrera,
Hundirse las edades contemplando,
Y solo, eterno, perenal, sublime,
Monarca poderoso dominando?
No, que también la muerte,
Si de lejos te sigue,
No menos anhelante te persigue.
¿Quién sabe si tal vez pobre destello
Eres tú de otro sol que otro universo
Mayor que el nuestro un día
Con doble resplandor esclarecía!!!
Goza tu juventud y tu hermosura
¡Oh sol!, que cuando el pavoroso día
Llegue que el orbe estalle y se desprenda
De la potente mano
Del Padre Soberano,
Y allá a la eternidad también descienda,
Deshecho en mil pedazos, destrozado
Y en piélagos de fuego
Envuelto para siempre, y sepultado
De cien tormentas al horrible estruendo,
En tinieblas sin fin tu llama pura
Entonces morirá. Noche sombría
Cubrirá eterna la celeste cumbre;
Ni aun quedará reliquia de tu lumbre!!!
EL REO DE MUERTE
Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!!!
I
Reclinado sobre el suelo
con lenta amarga agonía,
pensando en el triste día
que pronto amanecerá;
en silencio gime el reo
y el fatal momento espera
en que el sol por vez postrera
en su frente lucirá.
Un altar y un crucifijo
y la enlutada capilla,
lánguida vela amarilla
tiñe en su luz funeral,
y junto al mísero reo,
medio encubierto el semblante
se oye al fraile agonizante
en son confuso rezar.
El rostro levanta el triste
y alza los ojos al cielo,
tal vez eleva en su duelo
la súplica de piedad.
¡Una lágrima! ¿es acaso
de temor o de amargura?
¡Ay! a aumentar su tristura
vino un recuerdo quizá!!!
Es un joven, y la vida
llena de sueños de oro,
pasó ya, cuando aún el lloro
de la niñez no enjugó
el recuerdo es de la infancia,
¡y su madre que le llora,
para morir así ahora
con tanto amor le crió!
Y a par que sin esperanza
ve ya la muerte en acecho,
su corazón en su pecho
siente con fuerza latir;
al tiempo que mira al fraile
que en paz ya duerme a su lado,
y que, ya viejo y postrado
le habrá de sobrevivir.
¿Mas qué rumor a deshora
rompe el silencio? Resuena
una alegre cantilena
y una guitarra a la par,
y de gritos y botellas
que se chocan el sonido,
y el amoroso estallido
de los besos y el danzar.
Y también pronto en son triste
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
Y la voz de los borrachos,
y sus brindis, sus quimeras,
y el cantar de las rameras,
y el desorden bacanal
en la lúgubre capilla
penetran, y carcajadas,
cual de lejos arrojadas
de la mansión infernal.
Y también pronto en son triste
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
¡Maldición! al eco infausto,
el sentenciado maldijo
la madre que como a hijo
a sus pechos le crió;
y maldijo el mundo todo,
25
maldijo su suerte impía,
maldijo el aciago día
y la hora en que nació.
II
Serena la luna
alumbra en el cielo,
domina en el suelo
profunda quietud;
ni voces se escuchan,
ni ronco ladrido,
ni tierno quejido
de amante laúd.
Madrid yace envuelto en sueño,
todo al silencio convida,
y el hombre duerme y no cuida
del hombre que va a espirar;
si tal vez piensa en mañana,
ni una vez piensa siquiera
en el mísero que espera
para morir, despertar:
que sin pena ni cuidado
los hombres oyen gritar:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
¡Y el juez también en su lecho
duerme en paz! ¡y su dinero
el verdugo, placentero,
entre sueños cuenta ya!
tan sólo rompe el silencio
en la sangrienta plazuela
el hombre del mal que vela
un cadalso a levantar.
* * *
Loca y confusa la encendida mente,
sueños de angustia y fiebre y devaneo,
el alma envuelven del confuso reo,
que inclina al pecho la abatida frente.
Y en sueños
confunde
la muerte,
la vida:
recuerda
y olvida,
suspira,
respira
con hórrido afán.
Y en un mundo de tinieblas
vaga y siente miedo y frío,
y en su horrible desvarío
palpa en su cuello el dogal:
y cuanto más forcejea,
cuanto más lucha y porfía,
tanto más en su agonía
aprieta el nudo fatal.
Y oye ruido, voces, gentes,
y aquella voz que dirá:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
O ya libre se contempla,
y el aire puro respira,
y oye de amor que suspira
la mujer que a un tiempo amó,
bella y dulce cual solía,
tierna flor de primavera,
el amor de la pradera
que el abril galán mimó.
Y gozoso a verla vuela,
y alcanzarla intenta en vano,
que al tender la ansiosa mano
su esperanza a realizar,
su ilusión la desvanece
de repente el sueño impío,
y halla un cuerpo mudo y frío
y un cadalso en su lugar:
y oye a su lado en son triste
lúgubre voz resonar:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
EL VERDUGO
De los hombres lanzado al desprecio,
de su crimen la víctima fui,
y se evitan de odiarse a sí mismos,
fulminando sus odios en mí.
Y su rencor
al poner en mi mano, me hicieron
su vengador;
y se dijeron
«Que nuestra vergüenza común caiga en él;
se marque en su frente nuestra maldición;
su pan amasado con sangre y con hiel,
su escudo con armas de eterno baldón
sean la herencia
que legue al hijo,
el que maldijo
la sociedad.»
¡Y de mí huyeron,
de sus culpas el manto me echaron,
y mi llanto y mi voz escucharon
sin piedad!
26
Al que a muerte condena le ensalzan…
¿Quién al hombre del hombre hizo juez?
¿Que no es hombre ni siente el verdugo
imaginan los hombres tal vez?
¡Y ellos no ven
Que yo soy de la imagen divina
copia también!
Y cual dañina
fiera a que arrojan un triste animal
que ya entre sus dientes se siente crujir,
así a mí, instrumento del genio del mal,
me arrojan el hombre que traen a morir.
Y ellos son justos,
yo soy maldito;
yo sin delito
soy criminal:
mirad al hombre
que me paga una muerte; el dinero
me echa al suelo con rostro altanero,
¡a mí, su igual!
El tormento que quiebra los huesos
y del reo el histérico ¡ay!,
y el crujir de los nervios rompidos
bajo el golpe del hacha que cae,
son mi placer.
Y al rumor que en las piedras rodando
hace, al caer,
del triste saltando
la hirviente cabeza de sangre en un mar,
allí entre el bullicio del pueblo feroz
mi frente serena contemplan brillar,
tremenda, radiante con júbilo atroz
que de los hombres
en mí respira
toda la ira,
todo el rencor:
que a mí pasaron
la crueldad de sus almas impía,
y al cumplir su venganza y la mía
gozo en mi horror.
Ya más alto que el grande que altivo
con sus plantas hollara la ley
al verdugo los pueblos miraron,
y mecido en los hombros de un rey:
y en él se hartó,
embriagado de gozo aquel día
cuando espiró;
y su alegría
su esposa y sus hijos pudieron notar,
que en vez de la densa tiniebla de horror,
miraron la risa su labio amargar,
lanzando sus ojos fatal resplandor.
Que el verdugo
con su encono
sobre el trono
se asentó:
y aquel pueblo
que tan alto le alzara bramando,
otro rey de venganzas, temblando,
en él miró.
En mí vive la historia del mundo
que el destino con sangre escribió,
y en sus páginas rojas Dios mismo
mi figura imponente grabó.
La eternidad
ha tragado cien siglos y ciento,
y la maldad
su monumento
en mí todavía contempla existir;
y en vano es que el hombre do brota la luz
con viento de orgullo pretenda subir:
¡preside el verdugo los siglos aún!
Y cada gota
que me ensangrienta,
del hombre ostenta
un crimen más.
Y yo aún existo,
fiel recuerdo de edades pasadas,
a quien siguen cien sombras airadas
siempre detrás.
¡Oh! ¿por qué te ha engendrado el verdugo,
tú, hijo mío, tan puro y gentil?
En tu boca la gracia de un ángel
presta gracia a tu risa infantil.
¡Ay!, tu candor,
tu inocencia, tu dulce hermosura
me inspira horror.
¡Oh!, ¿tu ternura,
mujer, a qué gastas con ese infeliz?
¡Oh!, muéstrate madre piadosa con él;
ahógale y piensa será así feliz.
¿Qué importa que el mundo te llame cruel?
¿mi vil oficio
querrás que siga,
que te maldiga
tal vez querrás?
¡Piensa que un día
al que hoy miras jugar inocente,
maldecido cual yo y delincuente
también verás!
A JARIFA EN UNA ORGÍA
Trae, Jarifa, trae tu mano,
ven y pósala en mi frente,
que en un mar de lava hirviente
mi cabeza siento arder.
Ven y junta con mis labios
esos labios que me irritan,
27
donde aún los besos palpitan
de tus amantes de ayer.
¿Qué la virtud, la pureza?
¿qué la verdad y el cariño?
Mentida ilusión de niño,
que halagó mi juventud.
Dadme vino: en él se ahoguen
mis recuerdos; aturdida
sin sentir huya la vida;
paz me traiga el ataúd.
El sudor mi rostro quema,
y en ardiente sangre rojos
brillan inciertos mis ojos,
se me salta el corazón.
Huye, mujer; te detesto,
siento tu mano en la mía,
y tu mano siento fría,
y tus besos hielos son.
¡Siempre igual! Necias mujeres,
inventad otras caricias,
otro mundo, otras delicias,
o maldito sea el placer.
Vuestros besos son mentira,
mentira vuestra ternura:
es fealdad vuestra hermosura,
vuestro gozo es padecer.
Yo quiero amor, quiero gloria,
quiero un deleite divino,
como en mi mente imagino,
como en el mundo no hay;
y es la luz de aquel lucero
que engañó mi fantasía,
fuego fatuo, falso guía
que errante y ciego me tray.
¿Por qué murió para el placer mi alma,
y vive aún para el dolor impío?
¿Por qué si yazgo en indolente calma,
siento, en lugar de paz, árido hastío?
¿Por qué este inquieto, abrasador deseo?
¿Por qué este sentimiento extraño y vago,
que yo mismo conozco un devaneo,
y busco aún su seductor halago?
¿Por qué aún fingirme amores y placeres
que cierto estoy de que serán mentira?
¿Por qué en pos de fantásticas mujeres
necio tal vez mi corazón delira,
si luego, en vez de prados y de flores,
halla desiertos áridos y abrojos,
y en sus sandios o lúbricos amores
fastidio sólo encontrará y enojos?
Yo me arrojé cual rápido cometa,
en alas de mi ardiente fantasía:
doquier mi arrebatada mente inquieta,
dichas y triunfos encontrar creía.
Yo me lancé con atrevido vuelo
fuera del mundo en la región etérea,
y hallé la duda, y el radiante cielo
vi convertirse en ilusión aérea.
Luego en la tierra la virtud, la gloria,
busqué con ansia y delirante amor,
y hediondo polvo y deleznable escoria
mi fatigado espíritu encontró.
Mujeres vi de virginal limpieza
entre albas nubes de celeste lumbre;
yo las toqué, y en humo su pureza
trocarse vi, y en lodo y podredumbre.
Y encontré mi ilusión desvanecida
y eterno e insaciable mi deseo:
palpé la realidad y odié la vida;
sólo en la paz de los sepulcros creo.
Y busco aún y busco codicioso,
y aún deleites el alma finge y quiere:
pregunto y un acento pavoroso
«¡Ay! me responde, desespera y muere.
Muere, infeliz: la vida es un tormento,
un engaño el placer; no hay en la tierra
paz para ti, ni dicha, ni contento,
sino eterna ambición y eterna guerra.
Que así castiga Dios el alma osada,
que aspira loca, en su delirio insano,
de la verdad para el mortal velada
a descubrir el insondable arcano.»
¡Oh! cesa; no, yo no quiero
ver más, ni saber ya nada:
harta mi alma y postrada,
sólo anhela descansar.
En mí muera el sentimiento,
pues ya murió mi ventura,
ni el placer ni la tristura
vuelvan mi pecho a turbar.
Pasad, pasad en óptica ilusoria
y otras jóvenes almas engañad:
nacaradas imágines de gloria,
coronas de oro y de laurel, pasad.
Pasad, pasad mujeres voluptuosas,
con danza y algazara en confusión;
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pasad como visiones vaporosas
sin conmover ni herir mi corazón.
Y aturdan mi revuelta fantasía
los brindis y el estruendo del festín,
y huya la noche y me sorprenda el día
en un letargo estúpido y sin fin.
Ven, Jarifa; tú has sufrido
como yo; tú nunca lloras;
mas ¡ay triste! que no ignoras
cuán amarga es mi aflicción.
Una misma es nuestra pena,
en vano el llanto contienes…
Tú también, como yo, tienes
desgarrado el corazón.
PROSA del siglo XIX: ROMANTICISMO
MARIANO JOSÉ DE LARRA — Artículos de costumbres
LITERATURA (final)
La literatura ha de resentirse de esta prodigiosa revolución, de este inmenso progreso. En
política, el hombre no ve más que intereses y derechos, es decir, verdades. En literatura no
puede buscar por consiguiente sino verdades. Y no se nos diga que la tendencia del siglo y el
espíritu de él, analizador y positivo, lleva en sí mismo la muerte de la literatura, no. Porque las
pasiones en el hombre siempre serán verdades, porque la imaginación misma ¿qué es sino una
verdad, más hermosa?
Si nuestra antigua literatura fue en nuestro Siglo de Oro más brillante que sólida, si murió
después a manos de la intolerancia religiosa y de la tiranía política, si no pudo renacer sino en
andadores franceses, y si se vio atajado por las desgracias de la patria ese mismo impulso
extraño, esperemos que dentro de poco podamos echar los cimientos de una literatura nueva,
expresión de la sociedad nueva que componemos, toda de verdad, como de verdad es nuestra
sociedad, sin más reglas que esa verdad misma, sin más maestro que la naturaleza, joven, en
fin, como la España que constituimos. Libertad en literatura, como en las artes, como en la
industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la
nuestra, he aquí la medida con que mediremos; en nuestros juicios críticos preguntaremos a un
libro: «¿Nos enseñas algo? ¿Nos eres la expresión del progreso humano? ¿Nos eres útil? Pues
eres bueno». No reconocemos magisterio literario en ningún país; menos en ningún hombre,
menos en ninguna época, porque el gusto es relativo; no reconocemos una escuela
exclusivamente buena, porque no hay ninguna absolutamente mala. Ni se crea que asignamos al
que quiera seguirnos una tarea más fácil, no. Le instamos al estudio, al conocimiento del
hombre; no le bastará como al clásico abrir a Horacio y a Boileau y despreciar a Lope o a
Shakespeare; no le será suficiente, como al romántico, colocarse en las banderas de Víctor Hugo
y encerrar las reglas con Molière y con Moratín; no, porque en nuestra librería campeará el
Ariosto al lado de Virgilio, Racine al lado de Calderón, Molière al lado de Lope; a la par, en una
palabra, Shakespeare, Schiller, Goethe, Byron, Víctor Hugo y Corneille, Voltaire,
Chateaubriand y Lamartine.
Rehusamos, pues, lo que se llama en el día literatura entre nosotros; no queremos esa
literatura reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar sonetos y odas de
circunstancias, que concede todo a la expresión y nada a la idea, sino una literatura hija de la
experiencia y de la historia y faro, por tanto, del porvenir; estudiosa, analizadora, filosófica,
profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud
29
ignorante aún; apostólica y de propaganda; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa
saberlas, mostrando al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle; literatura, en
fin, expresión toda de la ciencia de la época del progreso intelectual del siglo.
El Español, n.º 79, 18 de enero de 1836. Firmado: Fígaro
EL DÍA DE DIFUNTOS DE 1836. FÍGARO EN EL CEMENTERIO
En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta
especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué
artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas
cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en
ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época
en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo
que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera
dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto,
tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo
lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya
tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el
antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un
país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta
esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas
melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea
aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a
verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano
muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada
pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar
que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande
que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que
persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en
ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un
ministro de España y un rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos,
comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el
momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis
meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora
sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras
fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si
en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como
quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los
partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
–¡Día de Difuntos! –exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han
sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas
también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del
moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán
las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
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La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado
una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los
que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–:
¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad
con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas
en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso
salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo
espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid.
Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada
calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un
deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los
muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles
del grande osario.
–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por
ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros
mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a
vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos
tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan
contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni
denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los
únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien
alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más
que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es
él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos?
«¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a
Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé
del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el
trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el
basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad»,
figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle
piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:
«Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos».
Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».
Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres años».
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el
sarcófago; una nota al pie decía:
«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».
31
Y otra añadía, más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».
Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de
vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto,
o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin
embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de
borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los
sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en
España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre
epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
en su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el
relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores
o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
«La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde,
mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!»
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una
especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me
pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan
pequeña?
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad.
Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había
monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este terreno le ha
comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!»
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una
inscripción.
«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al
mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto,
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Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que
vivió.
«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que
dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su
sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el
vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado,
intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como
un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida
se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto
saltaban a la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces!
¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían
repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos
de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas.
Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno
no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué
dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio, silencio!
El Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836.
LA NOCHEBUENA DE 1836. YO Y MI CRIADO. DELIRIO FILOSÓFICO
El número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce veces al
año amanece sin embargo un día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita
creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón
creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos, y
una de mis supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día
23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel jefe de policía ruso
que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de incendios, así yo desde el 23 me
prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso
en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me
diga que sí, pues en punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que
a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un
tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice «no quiero», porque ése a
lo menos oye la verdad!
El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, y
consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin
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poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el triste desvelado que
una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de intervención, es decir,
lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las cortinas de mi estancia.
El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24 había
de ser «día de agua». Fue peor todavía: amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba
muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.
Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la
frente, cargada como el cielo de nubes frías, apoyé los codos en mi mesa y paré tal que
cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta, o me
hubiera tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la
multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre
mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que
no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una
esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados y
como llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a lo
largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa
las penas en el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que
ven de fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros los ven alegres y
serenos...
Haré merced a mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay periódicos bastantes en
Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Dichoso el que tiene oficina! ¡Dichoso el
empleado aun sin sueldo o sin cobrarlo, que es lo mismo! Al menos no está obligado a pensar,
puede fumar, puede leer la Gaceta.
–¡Las cuatro! ¡La comida! –me dijo una voz de criado, una voz de entonación servil y
sumisa; en el hombre que sirve hasta la voz parece pedir permiso para sonar.
Esta palabra me sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a exclamar como don Quijote:
«Come, Sancho hijo, come, tú que no eres caballero andante y que naciste para comer»; porque
al fin los filósofos, es decir, los desgraciados, podemos no comer, pero ¡los criados de los
filósofos! Una idea más luminosa me ocurrió: era día de Navidad. Me acordé de que en sus
famosas saturnales los romanos trocaban los papeles y que los esclavos podían decir la verdad a
sus amos. Costumbre humilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado y dije para mí: «Esta
noche me dirás la verdad». Saqué de mi gaveta unas monedas; tenían el busto de los monarcas
de España: cualquiera diría que son retratos; sin embargo, eran artículos de periódico. Las miré
con orgullo:
–Come y bebe de mis artículos –añadí con desprecio–; sólo en esa forma, sólo por medio
de esa estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas gentes.
Una risa estúpida se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas han tenido la
bondad de llamar racional sólo porque lo han visto hombre. Mi criado se rió. Era aquella risa el
demonio de la gula que reconocía su campo.
Tercié la capa, calé el sombrero y en la calle.
¿Qué es un aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera compartido el año en
trescientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de nuestro aniversario? Pero al pueblo le han dicho:
«Hoy es un aniversario», y el pueblo ha respondido: «Pues si es un aniversario, comamos, y
comamos doble». ¿Por qué come hoy más que ayer? O ayer pasó hambre u hoy pasará
indigestión. Miserable humanidad, destinada siempre a quedarse más acá o ir más allá.
Hace mil ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo; nació el que no
reconoce principio y el que no reconoce fin; nació para morir. ¡Sublime misterio!
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¿Hay misterio que celebrar? «Pues comamos», dice el hombre; no dice: «Reflexionemos».
El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene que
recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumento terrible en favor del alma!
Para ir desde mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente como es
preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro. Montones de comestibles
acumulados, risa y algazara, compra y venta, sobras por todas partes y alegría. No pudo menos
de ocurrirme la idea de Bilbao: figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas
de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y
negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el
rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban. Era horrible el
contraste de la fisonomía escuálida y de los rostros alegres. Era la reconvención y la culpa,
aquélla agria y severa, ésta indiferente y descarada.
Todos aquellos víveres han sido aquí traídos de distintas provincias para la colación
cristiana de una capital. En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás.
¡Las cinco! Hora del teatro: el telón se levanta a la vista de un pueblo palpitante y
bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Una representación en que los
hombres son mujeres y las mujeres hombres. He aquí nuestra época y nuestras costumbres. Los
hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en congresos y en corrillos. Y las mujeres
son hombres, ellas son las únicas que conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro
de su esperanza; ese novio es el pueblo español: no se casa con un solo Gobierno con quien no
tenga que reñir al día siguiente. Es el matrimonio repetido al infinito.
Pero las orgías llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas, ábrense las cocinas. Dos
horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a merced de mis pensamientos. La luz que ilumina
los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y
de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras se abre paso hasta mis sentidos y entra en
ellos como cuña a mano, rompiendo y desbaratando.
Las doce van a dar: las campanas que ha dejado la junta de enajenación en el aire, y que en
estar en el aire se parecen a todas nuestras cosas, citan a los cristianos al oficio divino. ¿Qué es
esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha ocurrido en él más contratiempo que mi mal humor de
todos los días? Pero mi criado me espera en mi casa como espera la cuba al catador, llena de
vino; mis artículos hechos moneda, mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbécil como
imaginé, y el asturiano ya no es hombre; es todo verdad.
Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto es
un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa,
es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y
porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene
orejas que están a uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o
como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara;
él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía sería difícil
reconocerle entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande edición hecha
por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con las que suelen hacer
los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual,
ordinario y a la rústica.
Mi criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los
soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato del día 24. La
verdad me esperaba en él y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como el agua
filtrada, que no llega a los labios sino al través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en
reconocer su estado.
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–Aparta, imbécil –exclamé empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de
sus columpios se venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!
Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e
interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos apagaron
la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme cerró la de mi habitación, y
quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de
hombre beodo arrimada a los pies de mi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando
inútilmente un fósforo que nos iluminase.
Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué misterio mi
criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros
se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo
hablar a mi criado? Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una
pintura más favorable que de mi astur y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el mundo y
los escucha, y nadie se admira.
En fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi
veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja, eso se ahorrará tal vez de fastidio;
pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:
–Lástima –dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación–. ¿Y por qué me has de tener
lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.
–¿Tú a mí? –pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba
a decir verdad.
–Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese
color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte
todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de
que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te
revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que
yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal; la
justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños
criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el
sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija honesta, a los que roban con los
naipes en la mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta
cerrada, a esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no
arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente consumida por el veneno de la
pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por una infiel,
por un ingrato, por un calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los
médicos no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres
de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante y esa media de seda, y ese
chaleco de tisú de oro que yo te he visto son tus armas maldecidas.
–Silencio, hombre borracho.
–No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has ganado
en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador es el precio del honor de una familia.
Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre la
mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te
he visto morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono
cede el paso a la pasión y a la sociedad.
»Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como
quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la
vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor
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propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de
muchos! Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quieres
tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido; a cada vencimiento es
una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres
tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante
a cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas
liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los
hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis
de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria,
inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el
incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado; y eres
también despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares
o a un calabozo.
–¡Basta, basta!
–Concluyo; yo en fin no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que
someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para
un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú lees día y noche buscando la
verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin
alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema.
Cuando yo necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de un
cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa,
y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro
a cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas
ladrón al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.
–Por piedad, déjame, voz del infierno.
–Concluyo: inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de
existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son
palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le
engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni
elegante, ni literato ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero
no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo
estás de deseos y de impotencia...!
Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo;
el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba. «¡Ahora te conozco –
exclamé– día 24!»
Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el
dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía
todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se
leía «mañana». ¿Llegará ese «mañana» fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche
buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando
noche buena.
El Redactor General, n.º 42, 26 de diciembre de 1836
37
POESÍA del siglo XIX: HACIA LA MODERNIDAD
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
Prólogo a La soledad de Augusto Ferrán (fragmentos)
II
[…] Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que
se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad,
habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero
desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el
sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma
libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la
fantasía.
La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.
La segunda carece de medida absoluta; adquiere las proporciones de la imaginación que
impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.
La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.
La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando
con un zumbido armonioso.
Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.
La una es el fruto divino de la unión del arte y de la fantasía.
La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión.
Las poesías de este libro pertenecen al último de los dos géneros, porque son populares,
y la poesía popular es la síntesis de la poesía.
III
El pueblo ha sido, y será siempre, el gran poeta de todas las edades y de todas las
naciones.
Nadie mejor que él sabe sintetizar en sus obras las creencias, las aspiraciones y el
sentimiento de una época.
Él forjó esa maravillosa epopeya celeste de los dioses del paganismo, que después
formuló Homero.
Él ha dado el ser a ese mundo invisible de las tradiciones religiosas, que puede llamarse
el mundo de la mitología cristiana.
Él inspiró al sombrío Dante el asunto de su terrible poema.
Él dibujó a Don Juan.
Él soñó a Fausto.
Él, por último, ha infundido su aliento de vida a todas esas figuras gigantescas que el
arte ha perfeccionado luego, prestándoles formas y galas.
Los grandes poetas, semejantes a un osado arquitecto, han recogido las piedras talladas
por él, y han levantado con ellas una pirámide en cada siglo.
Pirámides colosales, que, dominando la inmensa ola del olvido y del tiempo, se
contemplan unas a otras y señalan el paso de la humanidad por el mundo de la inteligencia.
Como a sus maravillosas concepciones, el pueblo da a la expresión de sus sentimientos
una forma especialísima.
Una frase sentida, un toque valiente o un rasgo natural, le bastan para emitir una idea,
caracterizar un tipo o hacer una descripción.
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Esto y no más son las canciones populares.
Todas las naciones las tienen.
Las nuestras, las de toda la Andalucía en particular, son acaso las mejores.
En algunos países, en Alemania sobre todo, esta clase de canciones constituven un
género de poesía.
Goethe, Schiller, Uhland, Heine, no se han desdeñado de cultivarlo; es más, se han
gloriado de hacerlo.
Entre nosotros no: estas canciones se admiran, es verdad, se aplauden, se repiten de
boca en boca. Trueba las ha glosado con una espontaneidad y una gracia admirables; Fernán-
Caballero ha reunido un gran número en sus obras; pero nadie ha tocado ese género para
elevarlo a la categoría de tal en el terreno del arte.
A esto es a lo que aspira el autor de La Soledad.
Estas son las pretensiones que trae su libro al aparecer en la arena literaria.
El propósito es digno de aplauso, y la empresa más arriesgada de lo que a primera vista
parece.
¿Cómo lo ha cumplido?
IV
“Al principio de esta colección he puesto unos cuantos
Cantares del pueblo, para estar seguro al menos de que hay algo
Bueno en este libro.”
Así dice el autor en el prólogo, y así lo hace.
Desde luego confesamos que este rasgo, a la vez de modestia y confianza en su obra,
nos gusta.
Sean como fueren sus cantares, el autor no rehuye las comparaciones.
No tiene por qué rehuirlas.
Seguramente que los suyos se distinguen de los originales del pueblo; la forma del
poeta, como la de una mujer aristocrática, se revela, aun bajo el traje más humilde, por sus
movimientos elegantes y cadenciosos; pero en la concisión de la frase, en la sencillez de los
conceptos, en la valentía y la ligereza de los toques, en la gracia y la ternura de ciertas ideas,
rivalizan, cuando no vencen, a los que se ha propuesto por norma.
El autor de La Soledad no ha imitado la poesía del pueblo servilmente, porque hay
cosas que no pueden imitarse.
Tampoco ha escrito un cantar por vía de pasatiempo, sujetándose a una forma prescrita,
como el que vence una dificultad por gala, no; los ha hecho sin duda porque sus ideas, al
revestirse espontáneamente de una forma, han tomado ésta; porque su libreeducación literaria,
su conocimiento de los poetas alemanes y el estudio especialísimo de la poesía popular, han
formado desde luego su talento a propósito para representar este nuevo género en nuestra
nación.
En efecto, sus cantares, ora brillantes y graciosos, ora sentidos y profundos, ya se
traduzcan por medio de un rasgo apasionado y valiente, ya merced a una nota melancólica y
vaga, siempre vienen a herir alguna de las fibras del corazón del poeta.
En ellos hay un grito para cada dolor, una sonrisa para cada esperanza, una lágrima para
cada desengaño, un suspiro para cada recuerdo.
En sus manos la sencilla arpa popular recorre todos los géneros, responde a todos los
tonos de la infinita escala del sentimiento y las pasiones. No obstante, lo mismo al reír que al
suspirar, al hablar del amor que al exponer algunos de sus extraños fenómenos, al traducir un
sentimiento que al formular una esperanza, estas canciones rebosan en una especie de vaga e
indefinible melancolía que produce en el ámino una sensación al par dolorosa y suave.
No es extraño.
En mi país, cuando la guitarra acompaña La Soledad, ella misma parece como que se
queja y llora.
39
Rimas
INTRODUCCIÓN SINFÓNICA
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes
hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse
presentar decentes en la escena del mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más
hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la
cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que
me restan de vida serían suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los
siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de
gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la
tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del sol en
flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un
sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante
esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque
silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz, de las tinieblas en que viven. Pero,
¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la
palabra; y la palabra tímida y perezosa se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e
impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. Tal caen inertes en
los surcos de las sendas, si cae el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino.
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas
son la causa desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque
mal, vengo viviendo hasta aquí: paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa
tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término y a éstas
hay que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones,
apretadas ya, como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica
existencia, disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril.
Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente
aumentadas por un manantial vivo.
¡Andad, pues! andad y vivid con la única vida que puedo daros.
Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables. Os vestirá, aunque sea de
harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno
de vosotros una maravillosa estrofa tejida de frases exquisitas, en las que os pudierais envolver
con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de
conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. ¡Mas es
imposible! No obstante necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo,
por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro,
insuficiente a contener tantos absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido
cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que avienta por el aire la muerte
antes que su Creador haya podido pronunciar el fiat lux que separa la claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante
procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo
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en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja
y cascada ya, se pierdan a la vez que el instrumento las ignoradas notas que contenía. Deseo
ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este
otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños,
comienza a flaquear y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo
saber qué casos he soñado y cuáles me han sucedido; mis afectos se reparten entre fantasmas de
la imaginación y personajes reales; mi memoria clasifica, revueltos nombres y fechas de
mujeres y días que han muerto o han pasado con los de días y mujeres que no han existido sino
en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte sin que vengáis a ser mi
pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al
mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un
alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje; de una hora a otra puede
desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando
esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de
oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.
RIMAS
I
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aurora,
y estas páginas son de este himno
cadencias que el aire dilata en la sombras.
Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.
Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarle, y apenas ¡oh hermosa!
si teniendo en mis manos las tuyas
pudiera, al oído, cantártelo a solas.
III
Sacudimiento extraño
que agita las ideas
como huracán que empuja
las olas en tropel.
Murmullo que en el alma
se eleva y va creciendo
como volcán que sordo
anuncia que va a arder.
Deformes siluetas
de seres imposibles,
paisajes que aparecen
como al través de un tul.
Colores que fundiéndose
remedan en el aire
los átomos del iris
que nadan en la luz.
Ideas sin palabras,
palabras sin sentido,
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás.
Memorias y deseos
de cosas que no existen,
accesos de alegría,
impulsos de llorar.
Actividad nerviosa
que no halla en qué emplearse,
sin riendas que le guíen
caballo volador.
Locura que el espíritu
exalta y desfallece,
embriaguez divina
del genio creador.
Tal es la inspiración.
Gigante voz que el caos
ordena en el cerebro
y entre las sombras hace
la luz aparecer.
Brillante rienda de oro
que poderosa enfrena
de la exaltada mente
el volador corcel.
Hilo de luz que en haces
41
los pensamientos ata,
sol que las nubes rompe
y toca en el cenit.
Inteligente mano
que en un collar de perlas
consigue las indóciles
palabras reunir.
Armonioso ritmo
que con cadencia y número
las fugitivas notas
encierra en el compás.
Cincel que el bloque muerde
la estatua modelando,
y la belleza plástica
añade a la ideal.
Atmósfera en que giran
con orden las ideas,
cual átomos que agrupa
recóndita atracción.
Raudal en cuyas ondas
su sed la fiebre apaga,
oasis que al espíritu
devuelve con vigor.
Tal es nuestra razón.
Con ambas siempre en lucha,
y de ambas vencedor,
tan sólo el genio es dado
a un yugo atar las dos.
V
Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.
Yo nado en el vacío,
del sol tiemblo en la hoguera,
palpito entre las sombras
y floto con las nieblas.
Yo soy el fleco de oro
de la lejana estrella,
yo soy de la alta luna
la luz tibia y serena.
Yo soy la ardiente nube
que en el ocaso ondea,
yo soy del astro errante
la luminosa estela.
Yo soy nieve en las cumbres,
soy fuego en las arenas,
azul onda en los mares,
y espuma en las riberas.
En el laúd soy nota,
perfume en la violeta,
fugaz llama en las tumbas
y en las ruinas yedra.
Yo atrueno en el torrente
y silbo en la centella,
y ciego en el relámpago
y rujo en la tormenta.
Yo río en los alcores,
susurro en la alta yerba,
suspiro en la onda pura
y lloro en la hoja seca.
Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.
Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan,
me mezco entre los árboles
en la ardorosa siesta.
Yo corro tras las ninfas
que en la corriente fresca
del cristalino arroyo
desnudas juguetean.
Yo, en bosque de corales
que alfombran blancas perlas,
persigo en el océano
las náyades ligeras.
Yo, en las cavernas cóncavas
do el sol nunca penetra,
mezclándome a los gnomos,
contemplo sus riquezas.
Yo busco de los siglos
las ya borradas huellas,
y sé de esos imperios
de que ni el nombre queda.
Yo sigo en raudo vértigo
los mundos que voltean,
y mi pupila abarca
la creación entera.
Yo sé de esas regiones
a do un rumor no llega,
y donde informes astros
de vida un soplo esperan.
Yo soy sobre el abismo
el puente que atraviesa,
yo soy la ignota escala
que el cielo une a la tierra.
Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.
Yo en fin soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.
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VII
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga «Levántate y anda»!
VIII
¡Cuando miro el azul horizonte
perderse a lo lejos,
al través de una gasa de polvo
dorado e inquieto;
me parece posible arrancarme
del mísero suelo
y flotar con la niebla dorada
en átomos leves
cual ella deshecho!
Cuando miro de noche en el fondo
oscuro del cielo
las estrellas temblar como ardientes
pupilas de fuego;
me parece posible a do brillan
subir en un vuelo,
y anegarme en su luz, y con ellas
en lumbre encendido
fundirme en un beso.
En el mar de la duda en que bogo
ni aún sé lo que creo;
sin embargo estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro.
XI
—Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
—No es a ti, no.
—Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,
puedo brindarte dichas sin fin.
Yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
—No, no es a ti.
—Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz.
Soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte.
—¡Oh ven, ven tú!
XVII
Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto..., la he visto y me ha
mirado...,
¡hoy creo en Dios!
XXI
¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.
XXIX
La bocca mi bacciò tutto tremante
Sobre la falda tenía
el libro abierto;
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros.
No veíamos las letras
ninguno creo;
mas guardábamos ambos
hondo silencio.
¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo sé que no se oía
más que el aliento,
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo,
y nuestros ojos se hallaron
y sonó un beso.
Creación de Dante era el libro,
era su Infierno.
Cuando a él bajamos los ojos,
yo dije trémulo:
—¿Comprendes ya que un poema
cabe en un verso?
Y ella respondió encendida:
—¡Ya lo comprendo!
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XXXIX
¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable,
es altanera y vana y caprichosa.
Antes que el sentimiento de su alma
brotará el agua de la estéril roca.
Sé que en su corazón, nido de sierpes,
no hay una fibra que al amor responda;
que es una estatua inanimada... pero...
¡es tan hermosa!
LII
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!
Llevadme por piedad a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
LIII
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa nombres...
ésas... ¡no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
nadie así te amará.
Leyendas
EL MISERERE
Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero, y ocupándome en revolver algunos
volúmenes de su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos
bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé música; pero le tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura
de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o
menos apiñados, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman
llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que,
aunque en la última página había una palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad
era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo
versículo.
Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las
hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en
todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con
letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de
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hacer como esto: Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos;
o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se
confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime; o la más original de todas, sin duda,
recomendada al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre
inextinguible, los cielos y su armonía..., fuerza:..., fuerza y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir
estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un
romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su
hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta
demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio,
interrogó acerca del objeto de su romería y del punto adonde se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-. He nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día
de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él
pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he
empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en
quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su
interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedir a Dios
misericordia no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se
fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro, y en una de, sus páginas
encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza: Miserere
mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una
forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del
Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que
oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no
hayan oído otro semejante los nacidos; tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los
arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡Misericordia!, y
el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero al llegar a este punto de su narración calló por un instante, y después, exhalando un
suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y
dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban un círculo alrededor del hogar,
escuchaban en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para
la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído
tantos, que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes-. ¿A que no habéis oído aún el
Miserere de la Montaña?
-¿El Miserere de la Montaña? -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ese?
-¿No dije? -murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa-: Ese
Miserere, que sólo oyen por casualidad los que, como yo, andan día y noche tras el ganado por entre
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breñas y peñascales, es toda una historia, una historia muy antigua, pero tan verdadera como, al
parecer, increíble. Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el
horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡qué digo
muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece, edificó a sus
expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de
sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que por lo que se verá más
adelante debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus
bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en iglesia,
reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al
abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el
coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego
al monasterio, entraron a saco en la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile
con vida. Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos, y su instigador con ellos, a donde
no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia
aun quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde nace la cascada que, después de
estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán- que todo irá por partes.
Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se
refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que
todos los años, tal noche como en la que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas
ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y
aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos
tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el Tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen
aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía
vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había
referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la del Jueves
Santo y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa. Pero, ¿qué hacéis? ¿A dónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis
dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos, al ver que el romero, levantándose de su escaño y
tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oir esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de
los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de
sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando
la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor:
-¡Está loco! -exclamó el lego.
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-¡Está loco! -repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del
hogar.
Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía,
remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que
se levantaban, negras e imponentes, las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a
veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse
por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada
extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que
las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario: al que había arrostrado en su larga
peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con
un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba
refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen en pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los
reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los
agujeros donde duermen o se arrastran por entre los jaramagos y zarzales que crecían al pie del
altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos
estos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche llegaban perceptibles
al oído del romero, que sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora
en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y
combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos. ¡Si me habrá engañado!, pensó el
músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el
que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruidos de ruedas que giran, de
cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa
vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres...; hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco la última campanada; todavía se escuchaba su
vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito, que cobijaban las esculturas, las
gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los
festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas,
la iglesia entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o
una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y
humea en la oscuridad con una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones
que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita
con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a las piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se
veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe
de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las
destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí,
formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el
zumbido del aire, pero que era un conjuro de voces lejanas y graves que parecía salir del seno de la
tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo
lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde
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del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y
espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales
contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos
de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a
aquel precipicio, salir del fondo de las aguas y, agarrándose con los largos dedos de sus manos de
hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y
sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
-Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras y, penetrando en él,
fueron a arrodillarse en el coro, donde, con voz más levantada y solemne, prosiguieron entonando
los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor
distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire
que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las
rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles
inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo
más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de
contrición del rey salmista con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo
real, vivir en esa región fantástica del sueño, en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y
fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarlo de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su
espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción fuertísima, sus dientes chocaron,
agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
-In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un
alarido tremendo que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia
de sus maldades; un grito horroroso, formado por todos los lamentos del infortunio, de todos los
aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno
intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube
oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta
que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las
osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus
frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la
mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles y los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria
este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una
gigantesca espiral de sonoro incienso:
-Auditui meo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia,
zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más...
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado
cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por las puertas, pálido y como fuera de
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sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis, al cabo, el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a
hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió, dirigiéndose al abad-, un asilo y pan
para algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a
los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda. El abad, por
compasión, aun creyéndole un loco, accedió, al fin, a ello y el músico, instalado ya en el
monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como
escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y
exclamaba:
-¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! -y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio
en más de una ocasión que admirar a los que lo observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes hasta la mitad del salmo; pero al llegar al último
que había oído en la montaña le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella música
ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza,
y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una losa extraña,
guardaron los frailes a su muerte, y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
...
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos
al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea...
Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus
notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos de la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo:
¿Quién sabe si no será una locura?
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ROSALÍA DE CASTRO
La hija del mar
PRÓLOGO
Antes de escribir la primera página de mi libro, permítase a la mujer disculparse de lo que para
muchos será un pecado inmenso e indigno de perdón, una falta de que es preciso que se sincere.
Bien pudiera, en verdad, citar aquí algunos textos de hombres célebres que, como el profundo
Malebranche y nuestro sabio y venerado Feijoo, sostuvieron que la mujer era apta para el estudio de
las ciencias, de las artes y de la literatura.
Posible me sería añadir que mujeres como madame Roland, cuyo genio fomentó y dirigió la
Revolución francesa en sus días de gloria; madame Staël, tan gran política como filósofa y poeta;
Rosa Bonheur, la pintora de paisajes sin rival hasta ahora; Jorge Sand, la novelista profunda, la que
está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott; Santa Teresa de Jesús, ese espíritu
ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina
de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más
imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de
que la mujer sólo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una
fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del
mundo, es una mujer digna de la execración general.
No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.
Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la mujer tenía alma y si podía pensar -
¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de
la autora de Lelia?- se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de
creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas
migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.
Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados
desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que sólo
los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la
mirada de otro que no fuese su autora.
No es éste, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.
Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.
Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré,
aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta
senda de perdición se recorre muy pronto.
Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.
La vanidad, ese pecado de la mujer, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí
para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el
océano.
El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato,
concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase,
arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una mujer.
Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.
50
En las orillas del Sar
Ya que de la esperanza, para la vida mía,
triste y descolorido ha llegado el ocaso,
a mi morada oscura, desmantelada y fría,
tornemos paso a paso,
porque con su alegría no aumente mi
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa amargura
la blanca luz del día.
Contenta el negro nido busca el ave
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa agorera;
bien reposa la fiera en el antro escondido,
en su sepulcro el muerto, el triste en el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa olvido
y mi alma en su desierto.
*
Alma que vas huyendo de ti misma,
¿qué buscas, insensata, en las demás?
Si secó en ti la fuente del consuelo,
secas todas las fuentes has de hallar.
¡Que hay en el cielo estrellas todavía,
y hay en la tierra flores perfumadas!
¡Sí!... Mas no son ya aquellas
que tú amaste y te amaron, desdichada.
*
Cenicientas las aguas, los desnudos
árboles y los montes cenicientos;
parda la bruma que los vela y pardas
las nubes que atraviesan por el cielo;
triste, en la tierra, el color gris domina,
¡el color de los viejos!
De cuando en cuando de la lluvia el sordo
rumor suena, y el viento
al pasar por el bosque
silba o finge lamentos
tan extraños, tan hondos y dolientes
que parece que llaman por los muertos.
Seguido del mastín, que helado tiembla,
el labrador, envuelto
en su capa de juncos, cruza el monte;
el campo está desierto,
y tan sólo en los charcos que negrean.
del ancho prado entre el verdor intenso
posa el vuelo la blanca gaviota,
mientras graznan los cuervos.
Yo desde mi ventana,
que azotan los airados elementos,
regocijada y pensativa escucho
el discorde concierto
simpático a mi alma...
¡Oh, mi amigo el invierno!,
mil y mil veces bien venido seas,
mi sombrío y adusto compañero.
¿No eres acaso el precursor dichoso
del tibio mayo y del abril risueño?
¡Ah, si el invierno triste de la vida,
como tú de las flores y los céfiros,
también precursor fuera de la hermosa
y eterna primavera de mis sueños...!
*
Hora tras hora, día tras día,
Entre el cielo y la tierra que quedan
Eternos vigías,
Como torrente que se despeña
Pasa la vida.
Devolvedle a la flor su perfume
Después de marchita;
De las ondas que besan la playa
Y que una tras otra besándola expiran
Recoged los rumores, las quejas,
Y en planchas de bronce grabad su armonía.
Tiempos que fueron, llantos y risas,
Negros tormentos, dulces mentiras,
¡Ay!, ¿en dónde su rastro dejaron,
En dónde, alma mía?
51
Prosa del siglo XIX: REALISMO y NATURALISMO
BENITO PÉREZ GALDÓS — La desheredada
Augusto subió y entró en la casa. Si pasmada y llena de turbación se quedó Isidora al verle,
mayor fue el asombro y pena del joven médico al ver en deplorable facha y catadura a la que conoció en
forma tan distinta. No sólo había perdido grandemente en el aspecto general de su persona, en su aire
distinguido y decoroso, sino que su misma hermosura había padecido bastante, a causa del decaimiento
general, y más aún del chirlo que tenía en la mandíbula inferior, bajo la oreja izquierda. Estaba ella
planchando unas chambras, y la ligereza de su vestido permitía ver sus bellas formas enflaquecidas. Dejó
la plancha y se sentó en un miserable sofá de paja. Un ratito no muy largo estuvo llorando, y después
dijo así:
-No quería que nadie me viese en este estado. Como pienso salir de él y hallarme en mejor
posición, porque todavía... A ver, ¿qué tal me encuentras?
-Muy mal, muy mal.
-¿He perdido mucho? ¿No me respondes? He estado muy mala, ¡qué puño!...».
Miquis no dijo nada. La sorpresa que le causó la voz ronca de Isidora, y más que la voz oír
algunas expresiones que de la boca de ella se escaparon, túvole perplejo y mudo por breve rato.
-Te encuentro muy variada; tú no eres Isidora.
-Te diré... Yo misma conozco que soy otra, porque cuando perdí la idea que me hacía ser señora,
me dio tal rabia, que dije: «Ya no necesito para nada la dignidad, ni la vergüenza». ¿Tú te enteras?... Por
una idea se hace una persona decente, y por otra roía idea se encanalla. Pero no creas, todavía hay algo
en mí que no perderé nunca, algo de nobleza, aunque me esté mal el decirlo... Mira tú, chavó, qué
quieres..., el aire hace a la persona. He vivido tres meses entre perros de presa. No te asombres de que
muerda alguna vez...
-Sí, esa voz, esas expresiones, ese acentillo andaluz... Dime, ¿qué es lo que te queda de nobleza?
-No sé, no sé... -dijo Isidora aturdida, cual si registrara en su corazón y en su pensamiento-. Me
queda el delirio por las cosas buenas, la generosidad... ¿Sabes? Ayer no tenía más que dos duros; esta
mañana vino una amiga a llorarse aquí..., total, que quedé sin un cuarto.
[…]
-No pienso en tal cosa... Te diré. Cuando estaba en la cárcel quise matarme. La vida me pesaba
como un sombrero de plomo. Cuando Gaitica me maltrató y no pude hacerle pedazos ni aplastarle con la
zapatilla, también tuve un momento de bochorno, de ira y de desesperación en que quise suicidarme.
Pero después me he serenado. Eso de matarse se deja para los tontos. El que quiera viaducto, con su pan
se lo coma. A vivir, vidita, que vivir es lo seguro. Alma atrás... Lo quiere el mundo, pues adelante. Que
la sociedad para arriba y la moral para abajo...; a hacer puñales. Yo me basto y me sobro. ¿No era yo
noble? ¿No tenía buenas inclinaciones? ¿Pues por qué me cerraron la puerta?
-Pobre mujer, todavía, todavía es tiempo...
-¿De qué?
-De adoptar una vida arreglada. Yo te buscaré trabajo.
-No sé hacer nada.
-Yo te pasaré una pequeña pensión...
-Dirán que soy tu querida. Concluiré por serlo...
-Búscate un modo de vivir. Vete con tu tía...
-No hay tu tía, no, no...; déjame. ¿Para qué has venido acá? Ni falta... Aire, aire. No necesito
consejos.
-Aborreces a Surupa, y, sin embargo, ¡cuánto se te ha pegado de él! Cuando recuerdo cómo eras
y cómo eres, cómo hablabas y cómo hablas, no sé qué me da.
-Así es el mundo: unos se quedan y otros se van Yo me fui, ¿te enteras? Yo me he muerto.
Aquella Isidora ya no existe más que en tu imaginación. Esta que ves, ya no conserva de aquella ni
siquiera el nombre.
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POESÍA del siglo XX
De la poesía modernista a la lírica de vanguardia: de Antonio Machado a Vicente Aleixandre
(Edad de Plata)
RUBÉN DARÍO
LO FATAL
A René Pérez
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaa a ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…
YO SOY AQUEL QUE AYER NO MÁS
DECÍA
Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos;
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y liras en los lagos;
y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,
y una sed de ilusiones infinita.
Yo supe de dolor desde mi infancia;
mi juventud..., ¿fue juventud la mía?,
sus rosas aún me dejan su fragancia,
una fragancia de melancolía...
Potro sin freno se lanzó mi instinto,
mi juventud montó potro sin freno;
iba embriagada y con puñal al cinto;
si no cayó, fue porque Dios es bueno.
En mi jardín se vio una estatua bella;
se juzgó mármol y era carne viva;
una alma joven habitaba en ella,
sentimental, sensible, sensitiva.
Y tímida ante el mundo, de manera
que, encerrada, en silencio, no salía
sino cuando en la dulce primavera
era la hora de la melodía...
Hora de ocaso y de discreto beso;
hora crepuscular y de retiro;
hora de madrigal y de embeleso,
de "te adoro", de "¡ay!", y de suspiro.
Y entonces era en la dulzaina un juego
de misteriosas gamas cristalinas,
un renovar de notas del Pan griego
y un desgranar de músicas latinas,
con aire tal y con ardor tan viva,
que a la estatua nacían de repente
en el muslo viril patas de chivo
y dos cuernos de sátiro en la frente.
Como la Galatea gongorina
me encantó la marquesa verleniana,
y así juntaba a la pasión divina
una sensual hiperestesia humana;
todo ansia, todo ardor, sensación pura
y vigor natural; y sin falsía,
y sin comedia y sin literatura...
si hay un alma sincera, esa es la mía.
57
La torre de marfil tentó mi anhelo;
quise encerrarme dentro de mí mismo,
y tuve hambre de espacio y sed de cielo
desde las sombras de mi propio abismo.
Como la esponja que la sal satura
en el jugo del mar, fue el dulce y tierno,
corazón mío, henchido de amargura
por el mundo, la carne y el infierno.
Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia
el Bien supo elegir la mejor parte;
y si hubo áspera hiel en mi existencia,
melificó toda acritud el Arte.
Mi intelecto libré de pensar bajo,
bañó el agua castalia el alma mía,
peregrinó mi corazón y trajo
de la sagrada selva la armonía.
¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda
emanación del corazón divino
de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda
fuente cuya virtud vence al destino!
Bosque ideal que lo real complica,
allí el cuerpo arde y vive y Psiquis vuela;
mientras abajo el sátiro fornica,
ebria de azul deslíe Filomela
perla de ensueño y música amorosa
en la cúpula en flor del laurel verde,
Hipsipila sutil liba en la rosa,
y la boca del fauno el pezón muerde.
Allí va el dios en celo tras la hembra
y la caña de Pan se alza del lodo:
la eterna vida sus semillas siembra,
y brota la armonía del gran Todo.
El alma que entra allí debe ir desnuda,
temblando de deseo y fiebre santa,
sobre cardo heridor y espina aguda:
así sueña, así vibra y así canta.
Vida, luz y verdad, tal triple llama
produce la interior llama infinita;
el Arte puro como Cristo exclama:
Ego sum lux et veritas et vita!
Y la vida es misterio; la luz ciega
y la verdad inaccesible asombra;
la adusta perfección jamás se entrega,
y el secreto ideal duerme en la sombra.
Por eso ser sincero es ser potente:
de desnuda que está, brilla la estrella;
el agua dice el alma de la fuente
en la voz de cristal que fluye d'ella.
Tal fue mi intento, hacer del alma pura
mía, una estrella, una fuente sonora,
con el horror de la literatura
y loco de crepúsculo y de aurora.
Del crepúsculo azul que da la pauta
que los celestes éxtasis inspira;
bruma y tono menor —¡toda la flauta!,
y Aurora, hija del Sol— ¡toda la lira!
Pasó una piedra que lanzó una honda;
pasó una flecha que aguzó un violento.
La piedra de la honda fue a la onda,
y la flecha del odio fuese al viento.
La virtud está en ser tranquilo y fuerte;
con el fuego interior todo se abrasa;
se triunfa del rencor y de la muerte,
y hacia Belén..., ¡la caravana pasa!
58
MIGUEL DE UNAMUNO
Poesías
CREDO POÉTICO
Piensa el sentimiento, siente el
aaaaaaaaaaaaaaa pensamiento;
que tus cantos tengan nidos en la tierra,
y que cuando en vuelo a los cielos suban
tras las nubes no se pierdan.
Peso necesitan, en las alas peso
la columna de humo se disipa entera,
algo que no es música es la poesía,
la pesada sólo queda.
Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido.
¿Sentimiento puro? Quien en ello crea,
de la fuente del sentir nunca ha llegado
a la vida y honda vena.
No te cuides en exceso del ropaje,
de escultor, no de sastre es tu tarea,
no te olvides de que nunca más hermosa
que desnuda está la idea.
No el que un alma encarna en carne, ten
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaa presente,
no el que forma da a la idea es el poeta
sino que es el que alma encuentra tras la
aaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaa a carne,
tras la forma encuentra idea.
De las fórmulas la broza es lo que hace
que nos vele la verdad, torpe, la ciencia;
la desnudas con tus manos y tus ojos
gozarán de su belleza.
Busca líneas de desnudo, que aunque trates
de envolvernos en lo vago de la niebla,
aún la niebla tiene líneas y se esculpe;
ten, pues, ojo, no las pierdas.
Que tus cantos sean cantos esculpidos,
ancla en tierra mientras tanto que se elevan,
el lenguaje es ante todo pensamiento,
y es pensada su belleza.
Sujetemos en verdades del espíritu
las entrañas de las formas pasajeras,
que la Idea reine en todo soberana;
esculpamos, pues, la niebla.
Rosario de sonetos líricos
LA ORACIÓN DEL ATEO
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi ama endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.
ANTONIO MACHADO
Soledades
YO VOY SOÑANDO CAMINOS
Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas! ...
¿A dónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
—La tarde cayendo está—.
«En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día,
ya no siento el corazón.»
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
59
«Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada.»
Campos de Castilla
EL MAÑANA EFÍMERO
La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y alma inquieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
En vano ayer engendrará un mañana
vacío y por ventura pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero,
a la moda de Francia realista
un poco al uso de París pagano
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero;
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.
PROVERBIOS
I
Nunca perseguí la gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse
IV
De lo que llaman los hombres
virtud, justicia y bondad,
una mitad es envidia,
y la otra, no es caridad.
XII
Ojos que a luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra,
hartos de mirar sin ver!
XXI
Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía...
Después soñé que soñaba
L
Nuestro español bosteza.
¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío?
Doctor, ¿tendrá el estómago vacío?
-El vacío es más bien en la cabeza.
60
De mi cartera
I
Ni mármol duro y eterno,
ni música ni pintura,
sino palabra en el tiempo.
II
Canto y cuento es la poesía.
Se canta una viva historia
contando su melodía.
III
Crea el alma sus riberas;
montes de ceniza y plomo,
sotillos de primavera.
IV
Toda la imaginería
que no ha brotado del río,
barata bisutería.
V
Prefiere la rima pobre
la asonancia indefinida.
Cuando nada cuenta el canto,
acaso huelga la rima.
VI
Verso libre, verso libre...
Líbrate, mejor, del verso
cuando te esclavice.
VII
La rima verbal y pobre,
y temporal, es la rica.
El adjetivo y el nombre,
remansos del agua limpia,
son accidentes del verbo
en la gramática lírica,
del Hoy que será Mañana,
del Ayer que es Todavía.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
Diario de un poeta recién casado
SOLEDAD
En ti estás todo, mar, y sin embargo,
¡qué sin ti estás, qué solo,
qué lejos, siempre, de ti mismo!
Abierto en mil heridas, cada instante,
cual mi frente,
tus olas van, como mis pensamientos,
y vienen, van y vienen,
besándose, apartándose,
con un eterno conocerse,
mar, y desconocerse.
Eres tú, y no lo sabes,
tu corazón te late y no lo sientes...
¡Qué plenitud de soledad, mar solo!
* * * *
No sé si el mar es, hoy
-adornado su azul de innumerables
Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa espumas-,
mi corazón; si mi corazón, hoy
-adornada su grana de incontables
Aaaaaaaaaaaaaaa aaaa espumas-,
es el mar.
Entran, salen
uno de otro, plenos e infinitos,
como dos todos únicos.
A veces, me ahoga el mar el corazón,
hasta los cielos mismos.
Mi corazón ahoga el mar, a veces,
hasta los mismos cielos.
* * * *
Te tenía olvidado,
cielo, y no eras
más que un vago existir de luz,
visto –sin nombre-
por mis cansados ojos indolentes.
Y aparecías, entre las palabras
perezosas y desesperanzadas del viajero,
como en breves lagunas repetidas
de un paisaje de agua visto en sueños...
61
Hoy te he mirado lentamente
y te has ido elevando hasta tu nombre.
Eternidades
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!
VINO, PRIMERO, PURA
Vino, primero, pura,
Vestida de inocencia.
Y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
De no sé qué ropajes.
Y la fui odiando, sin saberlo.
Llegó a ser una reina,
Fastuosa de tesoros...
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
...Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
De su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica,
Y apareció desnuda toda...
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!
ESPACIO (FRAGMENTO)
(A Gerardo Diego, que fue justo al si-
tuar, como crítico, el fragmento primero
de este “Espacio”, cuando se publicó,
hace años, en Méjico. Con agradecimien-
to lírico por la constante honradez de sus
reacciones.)
“Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.” Yo tengo, como ellos, la sustancia de
todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que
veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia
míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios puede, ha
podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé
más que ése, y si quien lo ignora, más que ése lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi
vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas,
lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como
dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo con lo
que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por qué comemos y
bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la
sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de
un sol un día y reflejado sólo ahora.
62
Dios deseado y deseante
EL NOMBRE CONSEGUIDO DE LOS
NOMBRES
Si yo, por ti, he creado un mundo para ti,
dios, tú tenías seguro que venir a él,
y tú has venido a él, a mí seguro,
porque en mi mundo todo era mi esperanza.
Yo he acumulado mi esperanza
en lengua, en nombre hablado, en nombre
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaa escrito;
a todo yo le había puesto nombre
y tú has tomado el puesto
de toda esta nombradia.
Ahora puedo yo detener ya mi movimiento
como la llama se detiene en ascua roja
con resplandor de aire inflamado azul,
en el ascua de mi perpetuo estar y ser;
Ahora soy ya mi mar paralizado
el mar que yo decía, mas no duro,
paralizado en olas de conciencia en luz
y vivas hacia arriba todas, hacia arriba.
Todos los nombres que yo puse
al universo que por ti me recreaba yo,
se me están convirtiendo en uno y en un
dios.
El dios que es siempre al fin
el dios creado y recreado y recreado
por gracia y sin esfuerzo.
El dios. El nombre conseguido de los
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaa nombres.
FEDERICO GARCÍA LORCA
Canciones
LA LUNA ASOMA
Cuando sale la luna
se pierden las campanas
y aparecen las sendas
impenetrables.
Cuando sale la luna,
el mar cubre la tierra
y el corazón se siente
isla en el infinito.
Nadie come naranjas
bajo la luna llena.
Es preciso comer
fruta verde y helada.
Cuando sale la luna
de cien rostros iguales,
la moneda de plata
solloza en el bolsillo.
Romancero gitano
ROMANCE DE LA PENA NEGRA
A José Navarro Pardo
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne,
huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas.
Soledad, ¿por quién preguntas
sin compaña y a estas horas?
Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?
Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca,
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
No me recuerdes el mar,
que la pena negra, brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
63
¡Qué pena tan lastimosa!
Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.
¡Qué pena tan grande! Corro
mi casa como una loca,
mis dos trenzas por el suelo,
de la cocina a la alcoba.
¡Qué pena! Me estoy poniendo
de azabache carne y ropa.
¡Ay, mis camisas de hilo!
¡Ay, mis muslos de amapola!
Soledad: lava tu cuerpo
con agua de las alondras,
y deja tu corazón
en paz, Soledad Montoya.
Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza,
la nueva luz se corona.
¡Oh pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh pena de cauce oculto
y madrugada remota!
Sonetos del amor oscuro
SONETO DE LA CARTA
Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.
El aire es inmortal, la piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.
Pero yo te sufrí, rasgué mis venas,
tigre y paloma sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.
Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.
Poeta en Nueva York
NUEVA YORK (OFICINA Y
DENUNCIA)
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa tierna;
un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
He venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aa cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros en las alucinantes
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, cantando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados y
aaaaaaaaaaaaaa distancias inasibles
en la patita de ese gato quebrada por el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
64
en el corazón de muchas niñas.
óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas por los números
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaa de la oficina.
¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a fotografías,
que luego son pedazos de madera y
bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio,
yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido por las vacas
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaa estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
PEDRO SALINAS
Seguro azar
35 BUJÍAS
Sí. Cuando quiera yo
la soltaré. Está presa,
aquí arriba, invisible.
Yo la veo en su claro
castillo de cristal, y la vigilan
—cien mil lanzas— los rayos
—cien mil rayos— del sol. Pero de noche,
cerradas las ventanas
para que no la vean
—guiñadoras espías— las estrellas,
la soltaré. (Apretar un botón.)
Caerá toda de arriba
a besarme, a envolverme
de bendición, de claro, de amor, pura.
En el cuarto ella y yo no más, amantes
eternos, ella mi iluminadora
musa dócil en contra
de secretos en masa de la noche
—afuera—
descifraremos formas leves, signos,
perseguidos en mares de blancura
por mí, por ella, artificial princesa,
amada eléctrica.
La voz a ti debida
NO QUIERO QUE TE VAYAS
No quiero que te vayas
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
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de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
LA FORMA DE QUERER TÚ
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
Razón de amor
SERÁS, AMOR
¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el mismo encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo
breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el lugar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara
y que lo más seguro es el adiós.
JORGE GUILLÉN
Cántico
CIMA DE LA DELICIA
¡Cima de la delicia!
Todo en el aire es pájaro.
Se cierne lo inmediato
Resuelto en lejanía.
¡Hueste de esbeltas fuerzas!
¡Qué alacridad de mozo
En el espacio airoso
Henchido de presencia!
El mundo tiene cándida
Profundidad de espejo.
Las más claras distancias
Sueñan lo verdadero.
¡Dulzura de los años
Irreparables! ¡Bodas
Tardías con la historia
Que desamé a diario!
Más, todavía más.
Hacia el sol, en volandas
La plenitud se escapa.
¡Ya sólo sé cantar!
66
BEATO SILLÓN
¡Beato sillón! La casa
corrobora su presencia
con la vaga intermitencia
de su invocación en masa
a la memoria. No pasa
nada. Los ojos no ven,
saben. El mundo está bien
hecho. El instante lo exalta,
a marea, de tan alta,
de tan alta, sin vaivén.
RAFAEL ALBERTI
Marinero en tierra
MARINERO EN TIERRA
Si mi voz muriera en tierra
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera.
Llevadla al nivel del mar
y nombradla capitana
de un blanco bajel de guerra.
¡Oh mi voz condecorada
con la insignia marinera:
sobre el corazón un ancla
y sobre el ancla una estrella
y sobre la estrella el viento
y sobre el viento la vela!
Sobre los ángeles
LOS ÁNGELES MUERTOS
Buscad, buscadlos:
en el insomnio de las cañerías olvidadas,
en los cauces interrumpidos por el silencio
de las basuras.
No lejos de los charcos incapaces de
guardar una nube,
unos ojos perdidos,
una sortija rota
o una estrella pisoteada.
Porque yo los he visto:
en esos escombros momentáneos que
aparecen en las neblinas.
Porque yo los he tocado:
en el destierro de un ladrillo difunto,
venido a la nada desde una torre o un carro.
Nunca más allá de las chimeneas que se
derrumban
ni de esas hojas tenaces que se estampan en
los zapatos.
En todo esto.
Mas en esas astillas vagabundas que se
consumen sin fuego,
en esas ausencias hundidas que sufren los
muebles desvencijados,
no a mucha distancia de
los nombres y signos que se enfrían en las
paredes.
Buscad, buscadlos:
debajo de la gota de cera que sepulta la
palabra de un libro
o la firma de uno de esos rincones de cartas
que trae rodando el polvo.
Cerca del casco perdido de una botella,
de una suela extraviada en la nieve,
de una navaja de afeitar abandonada al
borde de un precipicio.
67
LUIS CERNUDA
Los placeres prohibidos
SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,dejando sólo
aaaaaaaaaaaaaaaaaa la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a manos
proclama ante los hombres la verdad
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de
aaaaaaaaaaaaaaa estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta
aaaaaaaaa aaaa existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa espíritu
como leños perdidos que el mar anega o
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaa levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aa no he vivido.
Desolación de la Quimera
1936
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
cuando asqueados de la bajeza humana,
cuando iracundos de la dureza humana:
Este hombre solo, este acto solo, esta fe
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaa aa sola.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.
En 1961 y en ciudad extraña,
más de un cuarto de siglo
después. Trivial la circunstancia,
forzado tú a pública lectura,
por ella con aquel hombre conversaste:
Un antiguo soldado
en la Brigada Lincoln.
Veinticinco años hace, este hombre,
sin conocer tu tierra, para él lejana
y extraña toda, escogió ir a ella
y en ella, si la ocasión llegaba, decidió
apostar su vida,
juzgando que la causa allá puesta al tablero
entonces, digna era
de luchar por la fe que su vida llenaba.
Que aquella causa aparezca perdida,
nada importa;
Que tantos otros, pretendiendo fe en ella
sólo atendieran a ellos mismos,
importa menos.
Lo que importa y nos basta es la fe de uno.
Por eso otra vez hoy la causa te aparece
como en aquellos días:
noble y tan digna de luchar por ella.
Y su fe, la fe aquella, él la ha mantenido
a través de los años, la derrota,
cuando todo parece traicionarla.
Mas esa fe, te dices, es lo que sólo importa.
Gracias, compañero, gracias
por el ejemplo. Gracias por que me dices
que el hombre es noble.
Nada importa que tan pocos lo sean:
Uno, uno tan sólo basta
como testigo irrefutable
de toda la nobleza humana.
DÍPTICO ESPAÑOL (1ª parte)
I. ES LÁSTIMA QUE FUERA MI TIERRA
Cuando allá dicen unos
que mis versos nacieron
de la separación y la nostalgia
por la que fue mi tierra,
¿sólo la más remota oyen entre mis voces?
Hablan en el poeta voces varias:
escuchemos su coro concertado,
68
adonde la creída dominante
es tan sólo una voz entre las otras.
Lo que el espíritu del hombre
ganó para el espíritu del hombre
a través de los siglos,
es patrimonio nuestro y es herencia
de los hombres futuros.
Al tolerar que nos lo nieguen
y secuestren, el hombre entonces baja,
¿y cuánto?, en esa escala dura
que desde el animal llega hasta el hombre.
Así ocurre en tu tierra, la tierra de los
aaaaaaaaaaaaaa aaaaa aaa muertos,
adonde ahora todo nace muerto,
vive muerto y muere muerto;
pertinaz pesadilla: procesión ponderosa
con restaurados restos y reliquias,
a la que dan escolta hábitos y uniformes,
en medio del silencio: todos mudos,
desolados del desorden endémico
que el temor, sin domarlo, así doblega.
La vida siempre obtiene
revancha contra quienes la negaron:
la historia de mi tierra fue actuada
por enemigos enconados de la vida.
El daño no es de ayer, ni tampoco de ahora,
sino de siempre. Por eso es hoy
la existencia española, llegada al
aaaaaaaaaaaa aaaaaa paroxismo,
estúpida y cruel como su fiesta de los toros.
Un pueblo sin razón, adoctrinado desde
aaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaa antiguo
en creer que la razón de soberbia adolece
y ante el cual se grita impune:
muera la inteligencia, predestinado estaba
a acabar adorando las cadenas
y que ese culto obsceno le trajese
adonde hoy le vemos: en cadenas,
sin alegría, libertad ni pensamiento.
Si yo soy español, lo soy
a la manera de aquellos que no pueden
ser otra cosa: y entre todas las cargas
que, al nacer yo, el destino pusiera
sobre mí, ha sido ésa la más dura.
No he cambiado de tierra,
porque no es posible a quien su lengua une,
hasta la muerte, al menester de poesía.
La poesía habla en nosotros
la misma lengua con que hablaron antes,
y mucho antes de nacer nosotros,
las gentes en que hallara raíz nuestra
aaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaa existencia;
no es el poeta sólo quien ahí habla,
sino las bocas mudas de los suyos
a quienes él da voz y les libera.
¿Puede cambiarse eso? Poeta alguno
su tradición escoge, ni su tierra,
ni tampoco su lengua; él las sirve,
fielmente si es posible.
Mas la fidelidad más alta
es para su conciencia; y yo a ésa sirvo
pues, sirviéndola, así a la poesía
al mismo tiempo sirvo.
Soy español sin ganas,
que vive como puede bien lejos de su tierra
sin pesar ni nostalgia. He aprendido
el oficio de hombre duramente,
por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero
no volver a una tierra cuya fe, si una tiene,
dejó de ser la mía,
cuyas maneras rara vez me fueron propias,
cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto
y de la cual ausencia y tiempo me
aaaaaaaaaaa aaaaaa a extrañaron.
No hablo para quienes una burla del destino
compatriotas míos hiciera, sino que hablo a
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaa a solas
(quien habla a solas espera hablar a Dios un
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaa aaa a día)
o para aquellos pocos que me escuchen
con bien dispuesto entendimiento.
Aquellos que como yo respeten
el albedrío libre humano
disponiendo la vida que hoy es nuestra,
diciendo el pensamiento al que alimenta
aaaaaaaaaaaa aaaaaaaa aa nuestra vida.
¿Qué herencia sino ésa recibimos?
¿Qué herencia sino ésa dejaremos?
69
PABLO NERUDA
Por una poesía sin pureza
Es muy conveniente, en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente los objetos en
descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas
vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los barriles, las cestas, los mangos y asas de los
instrumentos del carpintero. De ellos se desprende el contacto con el hombre y de la tierra como una
lección para el torturado poeta lírico. Las superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a
las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de
atracción no despreciable hacia la realidad del mundo. La confusa impureza de los seres humanos se
percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y de los dedos, la
constancia de una atmósfera humana inundando las cosas desde lo interno y lo externo. Así sea la
poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor
y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y
fuera de la ley. Una poesía impura como traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y
actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor
y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones,
impuestos. La sagrada ley del madrigal y los decretos del tacto, olfato, gusto, vista, oído, el deseo
de justicia, el deseo sexual, el ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada, sin aceptar
deliberadamente nada, la entrada en la profundidad de las cosas en un acto de arrebatado amor, y el
producto poesía manchado de palomas digitales, con huellas de dientes y hielo, roído tal vez
levemente por el sudor y el uso. Hasta alcanzar esa dulce superficie del instrumento tocado sin
descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro. La flor, el trigo, el
agua tienen también esa consistencia especial, ese recurso de un magnífico acto. Y no olvidemos
nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros de maravillosa calidad
olvidada, dejados atrás por el frenético libresco: la luz de la luna, el cisne en el anochecer, “corazón
mío” son sin duda lo poético elemental e imprescindible. Quien huye del mal gusto cae en el hielo.
Poesía de la guerra, posguerra y exilio
(La guerra)
MIGUEL HERNÁNDEZ
CANCIÓN DEL ESPOSO SOLDADO
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a respondo
y espero sobre el surco como el arado
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a espera:
he llegado hasta el fondo.
Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando
aaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaa aaaa saltos
de cierva concebida.
Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa soldado
fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa balas,
ansiado por el plomo.
70
Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaa fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a pecho
hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha, siénteme en la
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa estruendo
cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa besos.
ANTONIO MACHADO
EL CRIMEN FUE EN GRANADA: A
FEDERICO GARCÍA LORCA
1. El crimen
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa entrañas—
... Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
2. El poeta y la muerte
Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
—Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque— yunque y yunque de las
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban...
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»
3.
Se le vio caminar...
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!
71
(Generación del 50)
DÁMASO ALONSO
Hijos de la ira
INSOMNIO
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros,
o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán,
ladrando como un perro enfurecido,
fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios,
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?
BLAS DE OTERO
Ángel fieramente humano
LO ETERNO
Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
apuntalar las ruinas.
Romper el mar
en el mar, como un himen inmenso,
mecen los árboles el silencio verde,
las estrellas crepitan, yo las oigo.
Sólo el hombre está solo. Es que se sabe
vivo y mortal. Es que se siente huir
—ese río del tiempo hacia la muerte—.
Es que quiere quedar. Seguir siguiendo,
subir, a contra muerte, hasta lo eterno.
Le da miedo mirar. Cierra los ojos
para dormir el sueño de los vivos.
Pero la muerte, desde dentro, ve.
Pero la muerte, desde dentro, vela.
Pero la muerte, desde dentro, mata.
...El mar —la mar—, como un himen
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aa inmenso,
los árboles moviendo el verde aire,
la nieve en llamas de la luz en vilo...
Redoble de conciencia
LÁSTIMA
Me haces daño, Señor. Quita tu mano
de encima. Déjame con mi vacío,
déjame. Para abismo, con el mío
tengo bastante. Oh, Dios, si eres humano,
compadécete ya, quita esa mano
de encima. No me sirve. Me da frío
y miedo. Si eres Dios, yo soy tan mío
como tú. Y a soberbio, yo te gano.
Déjame. ¡Si pudiese yo matarte,
como haces tú, como haces tú! Nos coges
con las dos manos, nos ahogas. Matas
no se sabe por qué. Quiero cortarte
72
las manos. Esas manos que son trojes
del hambre, y de los hombres que arrebatas.
GABRIEL CELAYA
Cantos iberos
LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA
DE FUTURO
Cuando ya nada se espera personalmente
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos,
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a obrero
que trabaja con otros a España en sus
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa actos.
JOSÉ ÁNGEL VALENTE
A modo de esperanza
SERÁN CENIZA…
Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.
Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.
Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo
y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.
73
Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta
aaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaa ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de
aaaaaaaaaaaaa aaaa aa esperanza.
Poemas a Lázaro
ROTACIÓN DE LA CRIATURA
La semilla contiene todo el aire;
el grano es sólo un pájaro enterrado;
la nube y la raíz sueñan lo mismo;
la savia abre la palma de la espiga
donde el sol y la lluvia se recrean
y amasan con su amor el pan caliente;
el cielo del revés mira hacia arriba
y apunta hacia su bóveda terrestre;
la tierra llueve cielo abajo pájaros
y el cielo fecundado en primavera
multiplica su luz gozosamente;
el sueño es un sonámbulo vigía
y el despertar su sueño verdadero.
En el ojo de Dios verde y profundo
la primera semilla aún busca el fondo,
y todo gira allí del limo al hombre
para que el mundo empiece todavía.
La memoria y los signos
CON PALABRAS DISTINTAS
La poesía asesinó un cadáver,
decapitó al crujiente
señor de los principios principales,
hirió de muerte al necio,
al fugaz señorito de ala triste.
Escupió en su cabeza.
No hubo tiros.
Si acaso, sangre pálida,
desnutrida y dinástica,
o el purulento suero de los siempre
aaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaa esclavos.
Cayeron de sí mismas
varias pecheras blancas en silencio.
Se abrió el horizonte. Sonó el látigo
improvisado y puro.
Hubo un revuelo entre los mercaderes
del profanado templo.
Ya después del tumulto,
llegaron retrasadas cuatro vírgenes
de manifiesta ancianidad estéril.
Mas todo estaba consumado.
Huyó la poesía
del ataúd y el cetro.
Huyó a las manos
del hombre duro, instrumental, naciente,
que a la pasión directa llama vida.
Se alzó en su pecho, paseó sus barrios
suburbanos y oscuros,
gustó el sabor del barro o de su origen,
la obstinación del mineral,
la luz del brazo armado.
Y vino a nuestro encuentro
con palabras distintas, que no reconocimos,
contra nuestras palabras.
Material memoria
Objetos de la noche.
Sombras.
Palabras
con el lomo animal mojado por la dura
transpiración del sueño
o de la muerte.
Dime
con qué rotas imágenes ahora
recomponer el día venidero,
trazar los signos,
tender la red al fondo,
vislumbrar en lu oscuro
el poema o la piedra,
el don de lo imposible.
Al dios del lugar
Borrarse.
Sólo en la ausencia de todo signo
se posa el dios.
JAIME GIL DE BIEDMA
Moralidades
PANDÉMICA Y CELESTE
Imagínate ahora que tú y yo
muy tarde ya en la noche
hablemos hombre a hombre, finalmente.
Imagínatelo,
en una de esas noches memorables
de rara comunión, con la botella
medio vacía, los ceniceros sucios,
y después de agotado el tema de la vida.
Que te voy a enseñar un corazón,
un corazón infiel,
desnudo de cintura para abajo,
hipócrita lector -mon semblable,-mon frère!
74
Porque no es la impaciencia del buscador
aaaaaaaaaaaaaaaaaa aaa aaa a de orgasmo
quien me tira del cuerpo a otros cuerpos
a ser posible jóvenes:
yo persigo también el dulce amor,
el tierno amor para dormir al lado
y que alegre mi cama al despertarse,
cercano como un pájaro.
¡Si yo no puedo desnudarme nunca,
si jamás he podido entrar en unos brazos
sin sentir -aunque sea nada más que un
aaaaaaaaaaaaaaaaa aaa aaaa momento-
igual deslumbramiento que a los veinte
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aa aaa aa años!
Para saber de amor, para aprenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
-con cuatrocientos cuerpos diferentes-
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero un cuerpo es el libro en que se leen.
Y por eso me alegro de haberme revolcado
sobre la arena gruesa, los dos medio
aaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaa vestidos,
mientras buscaba ese tendón del hombro.
Me conmueve el recuerdo de tantas
aaaaaaaaaaaaa aaaa aaa ocasiones...
Aquella carretera de montaña
y los bien empleados abrazos furtivos
y el instante indefenso, de pie, tras el
aaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaa a frenazo,
pegados a la tapia, cegados por las luces.
O aquel atardecer cerca del río
desnudos y riéndonos, de yedra coronados.
O aquel portal en Roma -en vía del
aaaaaaaaaaaaaaaaaaa aa Balbuino.
Y recuerdos de caras y ciudades
apenas conocidas, de cuerpos entrevistos,
de escaleras sin luz, de camarotes,
de bares, de pasajes desiertos, de
aaaaaaaaaaaaaa aaa a prostíbulos,
y de infinitas casetas de baños,
de fosos de un castillo.
Recuerdos de vosotras, sobre todo,
oh noches en hoteles de una noche,
definitivas noches en pensiones sórdidas,
en cuartos recién fríos,
noches que devolvéis a vuestros huéspedes
un olvidado sabor a sí mismos!
La historia en cuerpo y alma, como una
aaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaa imagen rota,
de la langueur goûtée à ce mal d'être deux.
Sin despreciar
-alegres como fiesta entre semana-
las experiencias de promiscuidad.
Aunque sepa que nada me valdrían
trabajos de amor disperso
si no existiese el verdadero amor.
Mi amor,
íntegra imagen de mi vida,
sol de las noches mismas que le robo.
Su juventud, la mía,
-música de mi fondo-
sonríe aún en la imprecisa gracia
de cada cuerpo joven,
en cada encuentro anónimo,
iluminándolo. Dándole un alma.
Y no hay muslos hermosos
que no me hagan pensar en sus hermosos
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa muslos
cuando nos conocimos, antes de ir a la
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaa a cama.
Ni pasión de una noche de dormida
que pueda compararla
con la pasión que da el conocimiento,
los años de experiencia
de nuestro amor.
Porque en amor también
es importante el tiempo,
y dulce, de algún modo,
verificar con mano melancólica
su perceptible paso por un cuerpo
-mientras que basta un gesto familiar
en los labios,
o la ligera palpitación de un miembro,
para hacerme sentir la maravilla
de aquella gracia antigua,
fugaz como un reflejo.
Sobre su piel borrosa,
cuando pasen más años y al final estemos,
quiero aplastar los labios invocando
la imagen de su cuerpo
y de todos los cuerpos que una vez amé
aunque fuese un instante, deshechos por el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa tiempo.
Para pedir la fuerza de poder vivir
sin belleza, sin fuerza y sin deseo,
mientras seguimos juntos
hasta morir en paz, los dos,
como dicen que mueren los que han amado
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaa mucho.
75
“BARCELONA JA NO ÉS BONA”, O MI
PASEO SOLITARIO EN PRIMAVERA
A Fabián Estapé
Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo! representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago. RODRIGO CARO
En los meses de aquella primavera
pasaron por aquí seguramente
más de una vez.
Entonces, los dos eran muy jóvenes
y tenían el Chrysler amarillo y negro.
Los imagino al mediodía, por la avenida de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa los tilos,
la capota del coche salpicada de sol,
o quizá en Miramar, llegando a los jardines,
mientras que sobre el fondo del puerto y la
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a ciudad
se mecen las sombrillas del restaurante al
aaaaaaaaaaaaaaa sssssssssaaaa aire libre,
y las conversaciones, y la música,
fundiéndose al rumor de los neumáticos
sobre la grava del paseo.
Sólo por un instante
se destacan los dos a pleno sol
con los trajes que he visto en las
aaaaaaaaaaaaaaa aaa fotografías:
él examina un coche muchísimo más caro
-un Duesemberg sport con doble
aaaaaaaaaa aaaa aaaaa parabrisas,
bello como una máquina de guerra-
y ella se vuelve a mí, quizá esperándome,
y el vaivén de las rosas de la pérgola
parpadea en la sombra
de sus pacientes ojos de embarazada.
Era en el año de la Exposición.
Así yo estuve aquí
dentro del vientre de mi madre,
y es verdad que algo oscuro, que algo
aaaaaaaaaaaaaa aaaa anterior me trae
por estos sitios destartalados.
Más aún que los árboles y la naturaleza
o que el susurro del agua corriente
furtiva, reflejándose en las hojas
-y eso que ya a mis años
se empieza a agradecer la primavera-,
yo busco en mis paseos los tristes edificios,
las estatuas manchadas con lápiz de labios,
los rincones del parque pasados de moda
en donde, por la noche, se hacen el amor...
Y a la nostalgia de una edad feliz
y de dinero fácil, tal como la contaban,
se mezcla un sentimiento bien distinto
que aprendí de mayor,
este resentimiento
contra la clase en que nací,
y que se complace también al ver mordida,
ensuciada la feria de sus vanidades
por el tiempo y las manos del resto de los
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa hombres.
Oh mundo de mi infancia, cuya mitología
se asocia -bien lo veo-
con el capitalismo de empresa familiar!
Era ya un poco tarde
incluso en Cataluña, pero la pax burguesa
reinaba en los hogares y en las fábricas,
sobre todo en las fábricas - Rusia estaba
aaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaa a muy lejos
y muy lejos Detroit.
Algo de aquel momento queda en estos
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a palacios
y en estas perspectivas desiertas bajo el sol,
cuyo destino ya nadie recuerda.
Todo fue una ilusión, envejecida
como la maquinaria de sus fábricas,
o como la casa en Sitges, o en Caldetas,
heredada también por el hijo mayor.
Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,
de sus fosos quemados por los
aaaaaaaaaaaaa a fusilamientos,
dan señales de vida los murcianos.
Y yo subo despacio por las escalinatas
sintiéndome observado, tropezando en las
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaa a piedras
en donde las higueras agarran sus raíces,
mientras oigo a estos chavas nacidos en el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaa Sur
hablarse en catalán, y pienso, a un mismo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa tiempo,
en mi pasado y en su porvenir.
Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a a a paga
y que el salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día.
Como les pertenece esta montaña,
este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía.
76
CLAUDIO RODRÍGUEZ
Don de la ebriedad
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos
aaaaaaaaaaaaaaaaaa aaa aaa a creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.
Conjuros
ALTO JORNAL
Dichoso el que un buen día sale
AAAAaaaaaaaaaaaaaa humilde
y se va por la calle, como tantos
días más de su vida, y no lo espera
y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa alto
y ve, pone el oído al mundo y oye,
anda, y siente subirle entre los pasos
el amor de la tierra, y sigue, y abre
su taller verdadero, y en sus manos
brilla limpio su oficio, y nos lo entrega
de corazón porque ama, y va al trabajo
temblando como un niño que comulga
mas sin caber en el pellejo, y cuando
se ha dado cuenta al fin de lo sencillo
que ha sido todo, ya el jornal ganado,
vuelve a su casa alegre y siente que
aaaaaaaaaaaaaaaaa aaaa aaa alguien
empuña su aldabón, y no es en vano.
JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO
LOS CELESTIALES
No todo el que dice: Señor, Señor,
entrará en el reino…
(Mat.,7,21)
Después y por encima de la pared caída
de los vidrios caídos de la puerta arrasada
cuando se alejó el eco de las detonaciones
y el humo y sus olores abandonaron la
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa ciudad
después cuando el orgullo se refugió en las
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa cuevas
mordiéndose los puños para no decir nada
arriba en las paseos en las calles con ruina
que el sol acariciaba con sus manos de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa amigo
asomaron los poetas gente de orden por
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa supuesto.
Es la hora dijeron de cantar los asuntos
maravillosamente insustanciales es decir
el momento de olvidarnos de todo lo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa ocurrido
y componer hermosos versos vacíos sí pero
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa sonoros
melodiosos como el laúd
que adormezcan que transfiguren
que apacigüen los ánimos ¡qué barbaridad¡
Ante tan sabia solución
se reunieron los poetas y en la asamblea
de un café a votación sin más preámbulo
fue Garcilaso desenterrado llevado en andas
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa paseado
como reliquia por las aldeas y revistas
y entronizado en la capital. El verso
aaaaaaaaaaaaaaaaaaa melodioso
la palabra feliz todos los restos
fueron comida suculenta festín de la
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa comunidad.
Y el viento fue condecorado y se habló
de marineros de lluvia de azahares
y una vez más la soledad y el campo como
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa antaño
y el cauce tembloroso de los ríos
y todas las grandes maravillas
fueron en suma convocadas.
77
Esto duró algún tiempo hasta que poco
a poco las reservas se fueron agotando.
Los poetas rendidos de cansancio se
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa dedicaron
a lanzarse sonetos mutuamente
de mesa a mesa en el café. Y un día
entre el fragor de los poemas alguien dijo:
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa Escuchad
fuera las cosas no han cambiado nosotros
hemos hecho una meritoria labor pero no
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa basta.
Los trinos y el aroma de nuestras elegías
no han calmado las iras el azote de Dios.
De las mesas creció un murmullo
rumoroso como el océano y los poetas
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa exclamaron:
Es cierto es cierto olvidamos a Dios somos
ciegos mortales perros heridos por su fuerza
por su justicia cantémosle ya.
Y así el buen Dios sustituyó
al viejo padre Garcilaso y fue llamado
dulce tirano amigo mesías
lejanísimo sátrapa fiel amante guerrillero
gran parido asidero de mi sangre y los Oh
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa Tú
y los Señor Señor se elevaron altísimos
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa empujados
por los golpes de pecho en el papel
por el dolor de tantos corazones valientes.
Y así perduran en la actualidad.
Ésta es la historia caballeros
de los poetas celestiales historia clara
y verdadera y cuyo ejemplo no han seguido
los poetas locos que perdidos
en el tumulto callejero cantan al hombre
satirizan o aman el reino de los hombres
tan pasajero tan falaz y en su locura
lanzan gritos pidiendo paz pidiendo patria
pidiendo aire verdadero.
(los novísimos)
PERE GIMFERRER
Arde el mar
ODA A VENECIA ANTE EL MAR DE
LOS TEATROS
Las copas falsas, el veneno y la calavera de los
teatros
García Lorca
Tiene el mar su mecánica como el amor
aaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaa sus símbolos.
Con que trajín se alza una cortina roja
o en esta embocadura de escenario vacío
suena un rumor de estatuas, hojas de lirio,
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa alfanjes,
palomas que descienden y suavemente
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa pósanse.
Componer con chalinas un ajedrez verdoso.
El moho en mi mejilla recuerda el tiempo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a ido
y una gota de plomo hierve en mi corazón.
78
Llevé la mano al pecho, y el reloj corrobora
la razón de las nubes y su velamen yerto.
Asciende una marea, rosas equilibristas
sobre el arco voltaico de la noche en
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa Venecia
aquel año de mi adolescencia perdida,
mármol en la Dogana como observaba
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa Pound
y la masa de un féretro en los densos
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a canales.
Id más allá, muy lejos aún, hondo en la
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaa noche,
sobre el tapiz del Dux, sombras
aaaaaaaaaaaaaaaaa entretejidas,
príncipes o nereidas que el tiempo destruyó.
Que pureza un desnudo o adolescente
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa muerto
en las inmensas salas del recuerdo en
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa penumbra
¿Estuve aquí? ¿Habré de creer que éste he
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa sido
y éste fue el sufrimiento que punzaba mi
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa piel?
Qué frágil era entonces, y por qué. ¿Es más
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa verdad,
copos que os diferís en el parque nevado,
el que hoy así acoge vuestro amor en el
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa rostro
o aquel que allá en Venecia de belleza
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa murió?
Las piedras vivas hablan de un recuerdo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa presente.
Como la vena insiste sus conductos de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa sangre,
va, viene y se remonta nuevamente al
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa planeta
y así la vida expande en batán silencioso,
el pasado se afirma en mí a esta hora
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa incierta.
Tanto he escrito, y entonces tanto escribí.
Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa No sé
si valía la pena o la vale. Tú, por quien
es más cierta mi vida, y vosotros que oís
en mi verso otra esfera, sabréis su signo o
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa arte.
Dilo, pues, o decidlo, y dulcemente acaso
mintáis a mi tristeza. Noche, noche en
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa Venecia
va para cinco años, ¿cómo tan lejos? Soy
el que fui entonces, sé tensarme y ser herido
por la pura belleza como entonces, violín
que parte en dos aires de una noche de estío
cuando el mundo no puede soportar su
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa ansiedad
de ser bello. Lloraba yo acodado al balcón
como en un mal poema romántico, y el aire
promovía disturbios de humo azul y
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa alcanfor.
Bogaba en las alcobas, bajo el granito
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa húmedo,
un arcángel o sauce o cisne o corcel de
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa llama
que las potencias últimas enviaban a mi
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaasueño.
Lloré, lloré, lloré
¿Y cómo pudo ser tan hermoso y tan triste?
Agua y frío rubí, transparencia diabólica
grababan en mi carne un tatuaje de luz.
Helada noche, ardiente noche, noche mía
como si hoy la viviera! Es doloroso y dulce
haber dejado atrás a la Venecia en que
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa todos
para nuestro castigo fuimos adolescentes
y perseguirnos hoy por las salas vacías
en ronda de jinetes que disuelve un espejo
negando, con su doble, la realidad de este
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa poema.