Download - Diverti-miento
Primera edición, noviembre de 2008
Publicado por
casillas&figueroaediciones
Niños Héroes 1976-D3
Colonia Americana
c. p. 44150, Guadalajara, Jalisco, México
© 2008. Hilda Figueroa
© de esta edición: casillas&figueroaediciones
isbn 978-607-00-0348-6
ilustración de la cubierta
Diana Martín
diseño de proyecto y maqueta de la colección
D3TallerEDITORIAL
corrección de pruebas y producción gráfica
casillas&figueroaediciones
Impreso y hecho en México
A quienes acepten con humor,que la escritura es también recreo lúdico
y ociosidad pertinente o impertinente
Para Laura Becerra
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Tierra
…el ser humano produce en esta sociedad la fal-
sa conciencia, la falsa conciencia le es dada por
esta sociedad y él continúa pensando en los tér-
minos de esta falsa conciencia y la da de nuevo a
la sociedad. Pero por otra parte, el hombre tiene
el poder de la concientización, de tomar con-
ciencia de su situación enajenada, porque si no
tuviera este poder no habría revolucionarios.
Igor Caruso
Gata inquieta, intentó expulsar de su lomo los parásitos que
la molestaron: trepidó y se ha quejado, emitió un grito grave
y sacudió su dermis: el concreto sobre su dorso explotó y
con estrépito se fue desplomando. Los escarabajos rodantes,
crujieron al quedar bajo irregulares cubos grises y naranjas
entre nubes de polvo. En instantes, un borrón y un nuevo
paisaje: pilas de escombro, piezas metálicas, carne masacrada.
Alguien escuchó mis gritos bajo las toneladas de silencio ar-
cilloso. La inmensa «Mano de chango» ha venido excavando
cuidadosa un túnel que llega, bendita tráquea portadora de
oxígeno y de caras terregosas que miran asombradas mi cuer-
po maltrecho, mientras yo suspiro. Luego, la ambulancia au-
llando su prisa, cortando el tráfi co, retando semáforos en rojo
llega al Hospital Municipal. Balanceo doloroso del cuerpo.
Las ruedas de la camilla chirriando por los pasillos camino al
quirófano. La línea eléctrica luminosa del corazón, en zigzag
brincando vida. La botella de glóbulos vaciando su rojo en
el cuerpo frío. Semanas lentas, vendas de silencio, de yeso e
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inmovilidad. Jazmines, rosales, fi cus, bancas coloradas, pasos
pequeños y titubeos en el pequeño jardín.
Según dijo la trabajadora social, no había podido localizar
a ningún miembro de mi familia. Fueron extirpados del ros-
tro de la tierra con todo y alma: cuerpos, vivienda, muebles.
Mis padres, mis hermanos, mis amigos, mi prometido: todo se
había esfumado como quien arranca la página de un libro y
trunca una historia cuyo fi nal prometía ser diferente.
Con muchas difi cultades para probar quién era, conse-
guí una copia de mi acta de nacimiento y una credencial
de elector nuevecita que me servirían como identifi cación
para lograr el cobro raquítico del seguro de mi coche, des-
truido por completo en el mismo percance. Apenas si obtu-
ve dinero para irla pasando unos cuantos días.
Y después, por más que intentara el olvido, en todo mo-
mento me asediaba el recuerdo de la sensación de volar.
Volvía a sentir mi cuerpo junto a otros cruzando con vio-
lencia la atmósfera, al tiempo que el estallido hacía vibrar los
tímpanos hasta la sordera total, aunque temporal. Luego, la
violenta caída al piso. Granizada de fragmentos de ladrillos,
disparos de piedras, edifi cios colapsándose con violencia so-
bre los que ahí nos encontrábamos. El hueco donde me
resguardó el azar, oscuro y silencioso, amenazó durante va-
rias horas ser mi sepulcro, si quedaba emparedada para siem-
pre. Sé que estuve loca. La noción del tiempo se extinguió
por instantes, junto con mi cordura. Cuando me sacaron de
allí, apenas si me daba cuenta que tenía 28 años, una carrera
terminada, de la que por el momento no deseaba saber, un
amor que no pudo concretarse, y la viudez que anticipó al
matrimonio. Todo aquello borroso, igual que mi incierto fu-
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turo, extraviado ahora entre el recuerdo de la violencia recién
sufrida y el impulso de negar lo sucedido para volver a co-
menzar con otro nombre, nueva historia, nuevo mundo.
Los abogados de la fi rma para la que trabajaba, contraria-
dos, terminaron por aceptar mi partida. No hubiera podido
laborar más allí donde todo me hacía recordar el discurso
de los días pasados que, rotos como cristal, mostrarían para
siempre en sus cicatrices la imposibilidad del olvido, a pesar
de los intentos de restauración.
Aquel día, caminé sin rumbo cuadras y cuadras, hasta
que las punzadas en los pies, pulsátiles sobre los pasos, or-
denaron el alto en la marcha. Había vagado hasta la ori-
lla de la gran ciudad donde, en desorden, el caserío estaba
sembrado en la tierra. Unos chiquillos corrían llevando sus
canicas y trompos en las manos mientras otros, trazado en el
suelo con una varita pequeña un «bebe-leche», saltaban de
un cuadro al otro, con el unipié descalzo. Cerca estaba una
carpa de lona.
Acudí al dueño del circo, el del camión rojo brillante y
nuevo. Su barriga me recibió, desparramada sobre la mínima
silla, bajo el toldo cercano al amarillo jirafa. Allí me abofeteó
la acidez maloliente del orín. Y mientras observaba tras el
hombre al molino de las quijadas majando verdura y mis
ojos se impregnaban de sol y mi cara de sudor, le pedí trabajo
decidida a cambiar la raíz del rumbo de mis días. También yo
necesitaba hacer explotar la vida, abrir el vientre de lo des-
conocido, sorber sorpresas, develar las entrañas de mi con-
ciencia intentando sorprenderme a mí misma y conocer mis
alcances mayores. ¿Qué sabe hacer? me dijo. Nada, respondí.
Pero soy capaz de asimilar todo lo necesario. ¿Por qué este
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trabajo? Aventura, fue la respuesta. Y queriendo adivinar que
ésa, podría ser con él, me aceptó. Negué tener familia, o al-
guien que pudiera hacer surgir complicaciones en mi nuevo
empleo. Se viaja todo el tiempo, me dijo. El payaso era muy
viejo. Ha muerto. Espero que aprenda rápidamente. Tomará
su lugar en el trailer y en la cuerda fl oja. Estuve de acuerdo.
¿Quién iba a entrenarme? Para eso, nadie puede ayudarte,
me tuteó. Es arte. Dos o tres lecciones sobre equilibrio que
yo mismo te daré, y lo demás dependerá de la práctica, la
iniciativa y la perseverancia para levantarte después de cada
caída y volver a comenzar, multiplicando el entusiasmo y
teniendo siempre la vista arriba y adelante… Y así fue como
inicié mi camino de pájaro multicolor en la jaula de lona
roja y blanca de la carpa. Ese mismo día comenzaba la gira
por la República. Apenas si tendría tiempo de prepararme.
Fui heredada con los trajes de mi predecesor: obeso, y
nada pulcro. Pronto tuve en mis manos la ropa maloliente
y la caja de pinturas; también la convicción de que haría
cualquier cosa para no llorar por mi pasado. Hasta el día
siguiente, antes de comenzar el trajín del viaje, don Cátulo
me presentó a docena y media de actores: los típicos nú-
meros circenses eran representados por ellos: doma de fi eras
salvajes, trapecio, equilibrio de cuerpos sobre el piso, mala-
barismo y prestidigitación. La única payasa era yo.
La cuestión del maquillaje resultó ya interesante: ¿De
qué rostro iba yo a dotarme para la función? Ensayé y ensa-
yé y decidí: Nada que me recordara mi tristeza, mi tragedia,
nada personal. Para eso tenía que salir al mundo, escarbar
los días, arrancarles pedazos de arco iris y repartirlos entre
mi público. Sentí que sería divertido crearme una nueva
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historia. Acercarme a los niños. Hacerlos reír. Sacar de su
escondite a los chiquillos y las chiquillas que todos los adul-
tos llevan dentro, e impulsarlos a desbocar la risa. Intentaría
fanfarronadas, habría de corretear al fantasma de lo gracioso
para meterlo dentro de mis zapatos y que se apoderase de
mi espíritu y hablara por mí. ¿Lo lograría?
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Pan y circo
A vida é ingrata e eu me vingo dela sendo um
itinerante vagabundo. Assim, que se danem to-
dos. Pois nao há laços que me prendam. Roerei
todos eles como os dentes...
Nélida Piñón
Me decidí por cubrirme la cara con una peluca de pelo
rizado de color naranja, y en cambio, sobre la nuca me puse
una máscara —muy bien hecha— que tenía don Vicente,
con nariz de pelotilla roja vibrante, mejillas coloradas y
grandes orejas. Llevaba unas grandes gafas, acomodadas so-
bre unos ojales por donde asomaban los ojos hechos de
vidrio verde, en tono rabo de cebolla tierna, que iban pren-
didos en el pelo. Mis zapatones afortunadamente, por su
tamaño, también pudieron ir al revés, igual que el traje cu-
yos enormes botones aparecían en la espalda. Implementé
entonces maniobras con mis largos brazos fl exibles para los
que al fi n, por una vez en la vida, les encontraba algo di-
vertido qué hacer. Y salí al ruedo. Igual que los políticos.
Haciendo como si caminara hacia adelante, pero siempre
yendo en reversa. Realizaba todos los ademanes enfundada
en mis guantes —también volteados, como las ideas. Fue
complicado mi entrenamiento. Hubiera sido más sencillo
caminar de frente, mirar a los ojos. Pero todo truco tiene su
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recompensa. Como era obvio, no podía doblar las rodillas al
revés, entonces, permanecía tiesa cintura abajo, enfundada
en mi traje llamativo, de hombre, que escondía no sólo mi
alma femenina, sino mi promesa de no llorar, salvo de risa.
Una enorme panza de borra disimulaba mi trasero. Y del
lado opuesto, una joroba hacía el camufl aje de mis pechos.
Durante la actuación tenía que gritar muy fuerte, pues se
opacaban las palabras entre la selva de greñas, aún cuando
había tenido el cuidado de cortar entre el pelo una minús-
cula grieta que hacía de magnavoz. Naturalmente que un
actor de esta naturaleza, por fuerza, debe incluir en su acto
unas cuantas caídas, de forma tal que, no se es payaso si no se
cae una vez al menos durante cada función. Era complica-
dísimo azotar de felicidad, frente a todos, aparentemente de
espaldas, pero en realidad ir de boca y sin meter las manos.
Aquí era de gran ayuda la joroba que hacía de amortigua-
dor, y luego, tiesa, tiesa, sin que nadie notara mi descalabro,
rebotar en ella y poco a poco irme sosteniendo en pie, con
la nariz dolorida y el orgullo magullado, pero todo ello, por
una buena actuación, valía la pena. Difícil, caminar sin ver
a dónde iba, especular en qué sitio estaría el mejor público
para captar mi discurso, y trasmitirlo propiciando la buena
acogida a mis palabras entre los oyentes, diseminar la risa, y
obsequiarme el éxito de aquella noche. El espectáculo debía
incluir juegos con la gente de las primeras fi las, esos que
pueden pagar el mejor asiento y que, aún cuando descon-
fi aban de mi aspecto, terminaban cayendo en mis pequeñas
trampas; mas no debía olvidarme de los espectadores del
graderío, en las tablas allá arriba, los de las cabezas pegadas
a la carpa, al fi n eran los más, y de los que muchas veces
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se sostenía el circo. Pequeñas monedas era su aportación,
pero cierto es que de céntimos se integran los pesos. Hacía
yo todo cuanto era posible para hacer explotar la risa del
auditorio, y cuando mis chistes no alcanzaban el exquisito
nivel de la gracia, terminaba con un canasto en las manos,
regalando pequeñas galletas crujientes de aroma delicado a
los chiquitos de la gradería, que bajaban hasta el escenario
en fi las y muy ordenados siguiendo mis indicaciones. Al fi n,
la inversión en eso era mínima comparada con el precio del
boleto pagado por ellos, y lograba que siempre se fueran
satisfechos. ¿Quién puede rechazar un buen aroma dulce?
Hacía yo aquello, por lo de «pan y circo»… Pero otras veces
me atenía al recurso de esperar que volvieran al siguiente
día para entonces reivindicarme con una buena actuación:
hasta cierto punto, siempre estaba segura de que regresarían
al circo, esto por la adicción que mucha gente tiene a repetir
y repetir lo que hace, aunque no le encuentre el chiste. Sin
embargo, ganar la aprobación del público ha sido y seguirá
siendo algo muy complejo; la gente no quedaba conforme;
todo el tiempo pedían: «más», «Más», «más», «máááááás». Y
lo que se me ocurrió luego fue hacer malabarismos, pero era
de lo más difícil hacer trucos con las manos dirigidas hacia
la espalda, sin ver. De vez en cuando, escapado de mis manos
a toda velocidad, me allegaba un platazo en la mollera, y
con él, un buen descalabro, mientras la gente creía que era
un acto de premeditación, alevosía e inteligencia; hasta que
decidí cambiar la porcelana por guayabas, y si eran blandas
mejor, ya que al desparramarse sobre mi cabeza, producían
también un efecto cómico, pero mucho menos doloroso.
Todo hacía por seguir ahí, continuar alejándome de aquella
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ciudad y conservar mi identidad en secreto. Me sentía una
especie de «Mujer Zorro» o algo por el estilo. Y es que, ése
fue otro de mis trucos: La esgrima, en reversa, con mi anti-
faz dibujando las grandes ojeras negras alrededor de los ojos
de vidrio en mi nuca. Lograba hacer creer que veía, cuando
en realidad iba a tanteo, y me daba el lujo de hacerles pre-
senciar cómo ganaba la partida, cuando claro, estaba arregla-
da para que el otro actor o villano perdiera y terminara con
la «Z» sobre su camisa, (cuidado previo de poner una tiza
roja en la punta de mi espada, sujeta con una liga, y haber
practicado tardes y tardes sobre cómo ubicar el cuerpo del
enemigo y dibujar la mentada insignia en el pizarrón de su
pecho). Así transcurría mi existencia… Pero lo más duro,
fue cuando decidí, enfrascada en la misma identidad, dar el
salto a las alturas: la cuerda fl oja…