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28 de julio de 2015
Pensando en Kierkegaard, uno podría revisar un poco la
historia del Cristianismo y llegar a conclusiones más o
menos asustadoras.
En un principio, la evangelización cristiana se dio entre la
gente más humilde y pobre, mensaje que se reitera en el
Evangelio de manera insistente y que, incluso, se torna
restrictivo.
De algún modo, a partir del momento en el que los
Imperios imponen esta religión como oficial, se produce
un giro en el valor social asignado a la nueva forma de
profesar una fe.
El fenómeno es mucho más complejo, pero llega a la Edad
Media como una religión de reyes y de organización
feudal. El control, la regulación y la sistematización son el
fruto de esa era que algunos llaman oscurantista pero
que en realidad le impuso su sello a la concepción del
monoteísmo. La Reforma luterana fue el fruto de una
revolución en contra de los fueros eclesiásticos, pues fue
una lucha de poder, es decir, se trató lisa y llanamente de
la remisión de los credos a las conveniencias de la clase
burguesa. Piénsese, si no, en el axioma de que solo la fe
salva y de que la interpretación de la escritura depende
de esa fe.
Hay allí dos espíritus distintos en pugna: el aristocrático,
con una fe que se jerarquiza y, por ende, se sistematiza
en constructos rígidos y, por otro lado, una fe que se
libera de sus ataduras y se permite el lujo de desafiar
cualquier centro de poder.
La burguesía desplaza el poder de la sangre y la
entronización por el poder de la economía. Si el hombre
medieval creía que la sucesión (paternalismo) generaba
derecho de poder, es el mercado ahora el que portará el
derecho de poder. Los protestantes creen que el hecho de
poseer riquezas implica ser el beneficiario de la bendición
divina, cuando el medieval creía al príncipe ungido por la
misma bendición.
En ese sentido, las dos fes cristianas en pugna
pertenecen a dos eras distintas: una era noble y otra
burguesa. Debe aún bajar otro escalón y llegar al lugar
desde el que partió, esto es, a una espiritualidad de la
humildad, de la tierra, de la sencillez y la dilución de todo
poder.
Seguramente hemos de pasar por otro estadio
primeramente, tal vez una etapa en que una nueva clase
asuma privilegios de unción divina. Pensamos aquí en una
clase dirigente cuyo poder radique en el Estado, el voto
democrático y el privilegio del puesto político.
Una vez que las clases más humildes (pobres por dinero,
acceso a la política, sin linaje y sin fortuna) hayan podido
hacerse de una fe que les pertenezca, en ese punto el
Cristianismo habrá dejado de ser la galera de Kierkegaard
para pasar a ser nuevamente una construcción de
pequeñas comunidades solidarias apoyadas en una fe
dogmática más no doctrinaria.
Porque en ambos casos, los dos anteriores de la fe
aristocrática y la fe burguesa, es la doctrina la que prima.
En un caso, la doctrina de la ley y, en la otra, del
mercado.