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Las palabras de Manul. La plebe porteña y la política en los años revolucionarios
Gabriel Di Meglio
Los changadores se habían detenido hacía rato delante de la tienda y
conversaban animadamente. No era una tarde común y seguramente el tendero sospechó
que el tema de la charla no era el calor que castigaba a Buenos Aires en ese febrero de
1819; quizás por eso salió a ver qué ocurría. En seguida confirmó que hablaban de lo
sucedido unos días antes, y que tenía bastante convulsionada a la ciudad, en particular a
los barrios de Monserrat y Concepción, zona en al cual residía la mayoría de los negros
libres de Buenos Aires. Los sargentos, cabos y soldados del tercer tercio cívico, es decir
del cuerpo de pardos y morenos de la milicia de la ciudad, habían desobedecido la orden
del Gobierno y del Cabildo de abandonar sus casas para acuartelarse y habían tomado
las armas para resistir la medida. Las autoridades y varios miembros de la elite porteña
mostraron preocupación ante la agitación de los pobladores negros. Y negros eran,
precisamente, los changadores reunidos frente a la tienda. De pronto, uno entre el grupo
subió la voz y exhortó al resto:
Aquí no tenemos padre ni madre, vamos a morir en defensa de nuestros derechos. El gobierno es un ingrato, no atiende a nuestros servicios, nos quiere hacer esclavos, yo fui con seis cartuchos al cuartel y por el momento conseguí quien me diese muchos.
Esas fueron las palabras que más tarde le atribuyó el tendero frente a un tribunal,
añadiendo que las acompañó con “mil expresiones que la decencia no me permite
estampar”. El discurso también impresionó a un oficial del ejército que pasaba por la
tienda, quien arrestó al arengador porque “en mi presencia exhortaba a los negros a que
murieran en defensa de su causa, hablando mil iniquidades del gobierno y demás
autoridades”.1
El autor de la informal proclama se llamaba Santiago Manul, de quien sólo he
1 Archivo General de la Nación [en adelante AGN], sala X, legajo 30-3-4, Sumarios Militares, 957; informe al Gobernador Intendente y declaración de Manuel de Irigoyen. El testimonio del tendero dice: “habiendo visto reunidos en la puerta de mi tienda varios negros changadores hablando del suceso acaecido el 4, fijé mi atención y presencié, que el negro Santiago Manul, con mucha energía, y bastante insolencia, mientras los otros estaban callados les decía…” lo expuesto arriba. Las citas textuales acá y en el resto del capítulo tienen la ortografía modernizada. Es cierto que nada garantiza que Manul haya efectivamente enunciado esas palabras; podrían haber sido inventadas por el tendero para acusarlo, aunque no hay ningún rastro que indique algo así ni un porqué. Por otro lado, los dichos fueron corroboradas por el oficial. Y además, el discurso suena perfectamente lógico en el contexto en el que fue producido; aun si Manul no hubiese sido su verdadero autor, indica claramente que esas ideas estaban presentes, que circulaban.
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podido constatar que era soldado del tercer tercio cívico. Hallar ese tipo de discurso en
boca de un miembro de la plebe de una ciudad preindustrial –en realidad, de cualquier
integrante de las clases populares– es altamente inusual. Podemos entonces aprovechar
que conocemos esta situación para descomponer la escena y el discurso, e intentar –a
partir de ahí– una reconstrucción no sólo del levantamiento miliciano del verano de
1819 sino también de las características de la participación plebeya en la política
porteña en los años revolucionarios. Porque para entender lo ocurrido en ellos es
fundamental atender a cómo fue la participación política de la plebe porteña.
¿La plebe? Los que participaban en la conversación delante de la tienda eran
miembros de ese conjunto, también llamado bajo pueblo, que ocupaba el estrato inferior
de la pirámide social porteña. Dos elementos lo indican: eran negros y eran
changadores. La totalidad de los habitantes de Buenos Aires que no eran considerados
de color blanco –los negros, los pardos, los trigueños– era parte de la plebe –salvo
mínimas excepciones– pero también había una gran cantidad de plebeyos blancos, que a
diferencia del resto de la población blanca no recibían antes de sus nombres el título
don/doña. Aquellos que tenían ocupaciones sin calificación eran generalmente
plebeyos, al igual que la mayoría de quienes realizaban tareas manuales, incluyendo a
muchísimos artesanos pobres y casi todos los oficiales y aprendices de las artesanías.
Además, claro está, quienes se ganaban la vida como podían, los mendigos y los pobres
que vivían de la caridad y la limosna eran miembros de la plebe.
En resumidas cuentas, la plebe porteña incluía en sus filas a todos los que
compartían una posición subalterna en la sociedad por su color, su ocupación, su falta
de “respetabilidad” –el título don/doña–, su pobreza material, su lejanía de las áreas de
decisión política, sus lugares de sociabilidad, su inestabilidad laboral, su movilidad
espacial frecuente, sus dificultades para formar un hogar propio, y su situación de
dependencia de otros (como ocurría con la mayoría de los que vivían en casas ajenas, o
en el caso de las mujeres, con su subordinación a padres y maridos). Esta amplia franja
de población de la ciudad de Buenos Aires era un grupo altamente heterogéneo,
multiétnico y multiocupacional, internamente jerarquizado (un artesano pobre y un
mendigo sin duda no se pensaban como parte de un mismo conjunto). Se trataba de una
suerte de proletariado urbano –salvo por los artesanos– en el que también estaban
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incluidos los esclavos, que más allá de la crucial diferencia de no ser libres compartían
muchos de los rasgos marcados con el resto.2
Fui con seis cartuchos al cuartel
Comencemos con esa afirmación, que remite a la función militar de Santiago
Manul. Era soldado del tercer tercio cívico, que tenía su cuartel en el corazón de Buenos
Aires. Estaba exactamente en la esquina de las actuales calles Perú y Alsina, donde
décadas antes los jesuitas habían ubicado la dirección de sus misiones en el norte. A la
vuelta se encontraba el cuartel del primer y el segundo tercio cívico. Era entonces la
manzana de la milicia (años más tarde se convertiría, por otras razones, en la “manzana
de las luces”).
La milicia era una organización fundamental en la sociedad colonial,
proveniente de una tradición española de largo aliento, que fue reformada por los
Borbones. De acuerdo a un reglamento llegado al Río del Plata al comenzar el siglo
XIX, todos los hombres de entre 16 y 45 años eran milicianos, y se agrupaban por arma,
color de piel y lugar de procedencia de sus miembros. Solamente los pobladores con un
domicilio fijo entraban en la milicia, para lo cual estaban inscriptos en un padrón.
Durante ocho años, un miliciano debía hacer un servicio activo, en el cual estaba
obligado a hacer periódicas prácticas de manejo de armas (algunos integrantes de la
elite evitaban esa carga mediante el envío en su reemplazo de personeros). Si era
movilizado recibía un estipendio, pero fuera de esos momentos no se le pagaba nada.
Cumplido el período activo, el miliciano se convertía en pasivo, es decir que sólo era
convocado en caso de emergencia. Formar parte de la milicia era entonces un deber,
pero también otorgaba derechos: un miliciano no era un militar, era un vecino en armas
y por lo tanto había que respetarlo como tal; por ejemplo, estaba exento de ser enviado a
integrar las tropas que marchaban a una campaña, su única función era la defensa del
propio territorio (Marchena Fernández, 1992; González, 1995; Cansanello, 2003).
Con anterioridad a 1806, la milicia porteña era muy endeble: congregaba a unos
mil seiscientos hombres que casi no tenían instrucción y cuyo equipamiento era
prácticamente inexistente; de hecho casi no pudo actuar frente a la invasión británica
que ese año se apoderó de Buenos Aires con facilidad. Tras la reconquista, el
2 Varias de las afirmaciones que hago en este artículo las he desarrollado más extensamente en un libro (Di Meglio, 2007); por ejemplo, las características de la plebe y las razones del uso de esa categoría.
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entusiasmo que ésta generó y el temor a un regreso de los invasores dieron lugar a un
súbito florecimiento miliciano. Más de siete mil quinientos hombres –una parte
significativa de la población masculina en una ciudad que contaba en total con poco más
de cuarenta mil habitantes- se alistaron voluntariamente en los cuerpos milicianos
entonces formados. La nueva milicia tomó el ordenamiento del reglamento borbónico:
los batallones se organizaron de acuerdo al lugar de origen y al color de piel. Nacieron
por eso tres batallones de Patricios (nacidos en la patria, Buenos Aires), uno de
Arribeños (originarios de las provincias “de arriba”, del norte), uno de Naturales y
Castas (separados internamente en indios, pardos y morenos libres), una compañía de
Granaderos de Liniers (el héroe de la Reconquista), cinco tercios de españoles nacidos
en la Península: Gallegos, Catalanes (o Miñones), Vizcaínos, Andaluces, y Montañeses
(o Cántabros), y también surgió un cuerpo de esclavos armados con lanzas y cuchillos.
En la zona de quintas que rodeaba a la ciudad, y en la campaña, se formaron cuerpos
milicianos de caballería (Beverina, 1992).
Los cuerpos milicianos participaron de la defensa de 1807 contra la segunda
invasión británica, y después de ese nuevo triunfo se mantuvieron en alerta a la espera
de un tercer ataque. Cuando en 1808, la agresión francesa contra España cambió el
juego de alianzas y convirtió a Gran Bretaña en un aliado, la milicia porteña no se
desmovilizó y de hecho se convirtió en el principal poder en Buenos Aires, dado que no
había un ejército profesional, denominado regular o de línea, que tuviera fuerza como
para oponérsele. Pero si un ejército de este tipo dependía firmemente de la autoridad
metropolitana –y solía estar integrado por soldados peninsulares– la milicia era localista
por definición. En la nueva estructura miliciana se tendieron lazos por fuera de la
administración imperial entre la elite porteña, que formó el grueso de la oficialidad, y la
plebe, que integró el grueso de la tropa; ello se puso de manifiesto cuando el Cabildo
decidió financiar los uniformes de los patricios, puesto que se trataba “en su mayor
parte de jornaleros, artesanos y menestrales pobres” (Beverina, 1992: 336; González
Bernaldo, 1990). Esa relación fue estrecha; en primer lugar, porque al principio los
oficiales eran elegidos por sus propios soldados. La democracia militar duró poco y en
seguida fue reemplazada por formas más tradicionales, pero dio un gran arraigo inicial a
la milicia. Además, la movilización significó el traslado de recursos hacia la plebe
urbana, a través de la paga (el prest) que recibía la tropa. En una ciudad en la cual la
fragilidad laboral era un rasgo predominante entre los grupos socialmente inferiores, el
servicio devino un modo de subsistencia estable para muchos milicianos (Halperin
5
Donghi, 1978).
Este importante aparato militar local, que acaparó los fondos de la Real Caja de
Buenos Aires para su sostenimiento, cobró más importancia aún cuando se desencadenó
la crisis de la monarquía española en 1808. Con la prisión del rey Fernando VII en
manos de Napoleón Bonaparte y el levantamiento de las ciudades peninsulares contra la
invasión francesa, América, aunque se declaró casi unánimemente fiel a la causa
española, obtuvo de hecho mayor autonomía. Ello implicó la imposibilidad de dirimir
los acostumbrados conflictos entre grupos e instituciones de manera clásica, apelando al
referato del Consejo de Indias. Por eso, cuando en 1809 estalló en Buenos Aires uno de
esos enfrentamientos, un movimiento del Cabildo en contra del virrey Santiago de
Liniers, la manera de solucionarlo fue novedosa. El ayuntamiento quiso convocar a la
población para pedir la destitución del virrey y formar una junta, contando con el apoyo
de algunos de los cuerpos milicianos peninsulares, los catalanes, los vizcaínos y los
gallegos. El virrey obtuvo la adhesión de cuerpos más poderosos: los patricios, los
arribeños, el batallón de castas y los granaderos que respondían a su nombre. La
presencia de todos ellos en la plaza mayor –llamada “Plaza de la Victoria” desde el
triunfo sobre los ingleses– definió la situación a favor de Liniers (Levene, 1941a). La
puja de poder se había resuelto por la amenaza del uso de fuerza, y el sostén de la
milicia fue crucial. Así, sus miembros comenzaron su experiencia en movilizaciones
que excedían su teórica función militar para definir situaciones de poder local.
El siguiente virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, logró debilitar un poco a la
milicia porteña: sus reducciones llevaron a los cuerpos milicianos a contar con tres mil
trescientos hombres al final de la década (Abásolo, 1998: 287). Sin embargo, esa fuerza
seguía siendo incontrastable en la ciudad y cuando en mayo de 1810 llegaron las
noticias de la caída de todo el territorio español en manos francesas, con el consiguiente
vacío de poder, el apoyo miliciano al pequeño grupo de agitadores que propugnaba
reasumir la soberanía hasta que el monarca retornara al trono fue decisivo para que
obtuvieran la victoria. Cisneros fue desplazado y se erigió una Junta de Gobierno, cuyo
presidente –Cornelio Saavedra– era el comandante del regimiento más poderoso: los
patricios. Apenas establecida, la Junta definió una serie de cuerpos de ejército regular
en base a la milicia y los envió a sendas expediciones para hacerse obedecer en el Alto
Perú y el Paraguay, lo que iba en contra de la tradición por la cual el miliciano no podía
ser convertido en veterano, es decir en un soldado “profesional”. Pero el entusiasmo del
momento revolucionario logró que esa operación no generara resistencias.
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A partir de entonces, los miembros de la plebe porteña participaron en dos
experiencias militares paralelas a lo largo de la década de 1810. Muchos integraron
durante períodos más o menos largos las fuerzas revolucionarias que marcharon a las
campañas de la que pronto devino en guerra de independencia. De acuerdo a una
medición de las filiaciones presentes en sumarios militares celebrados durante la guerra
entre las tropas formadas en la ciudad de Buenos Aires, sobre 218 casos disponibles un
20% de los integrantes de las tropas del ejército regular había nacido en esa urbe, el 7%
era africano, el 9% provenía de la campaña bonaerense, el 31% era oriundo de otras
regiones del ex Virreinato del Río de la Plata y el 25% de otros territorios americanos
(Di Meglio, 2007: 331). Claramente, el grueso del reclutamiento para el ejército regular
recayó sobre los habitantes de Buenos Aires de origen inmigrante, que eran los primeros
en ser presas de las levas, por tener pocos vínculos locales que los protegieran. También
los esclavos fueron un importante proveedor de soldados para el ejército de línea a lo
largo de los años: los hubo que fueron donados por sus amos, mientras que algunos
fueron expropiados por el Estado y otros bregaron fuertemente para poder alistarse,
dado que suponían al final del servicio que iban a volverse libres. Una buena porción de
plebeyos se alistó voluntariamente, presumiblemente por el atractivo de contar con un
sueldo fijo y recibir un uniforme, es decir, vestimenta.
Muchos otros miembros de la plebe siguieron vinculados a la milicia. La
diferencia entre unos y otros no era social o racial sino de relaciones; quienes contaban
con una larga residencia y un domicilio reconocido gozaban de cierta protección contra
el alistamiento por parte de las “pequeñas” autoridades urbanas: los alcaldes de barrio y
los tenientes alcaldes, vecinos destacados que cumplían funciones para el Cabildo en los
distintos barrios porteños.
Durante los primeros dos años revolucionarios, la situación de la milicia fue muy
confusa, puesto que fue transformada en ejército regular. Sin embargo, en marzo de
1812, el gobierno impulsó su reorganización para la defensa de la ciudad. El criterio fue
diferente al previo: se formó una estructura espacial, dividiendo a la ciudad en dos
cuerpos milicianos, uno del norte y uno del sur, usando de límite a la calle de las Torres
(la actual Rivadavia). Sin embargo, el ordenamiento fue difícil porque había “infinitos
que se han alistado donde les ha dictado su espontánea voluntad”. Los oficiales fueron
elegidos siguiendo la costumbre posterior a las Invasiones Inglesas, por los
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“ciudadanos”, que eran a su vez voluntarios.3 El intento no llegó a buen término y en
septiembre del mismo año, el gobierno dispuso otro sistema, creando “tres Regimientos
de Milicias Cívicas que cubran los interesantes objetos de nuestra defensa en las
actuales circunstancias” (Acuerdos del Extinguido Cabildo [en adelante AEC], 1927:
tomo V, 330). Surgieron así los tercios cívicos, organizados de acuerdo a la espacialidad
urbana y a la diferencia racial: el primer tercio agrupaba a la gente del centro de la
ciudad, el segundo en los barrios más alejados del centro –como San Nicolás, Retiro, el
Socorro, La Piedad– y el tercero a pardos y morenos libres de toda la ciudad –que
residían sobre todo en Monserrat, Concepción y también en el Alto de San Pedro
Telmo. El primero era más pequeño y alistaba a muchos miembros de la elite, dado que
ésta residía en las manzanas cercanas a la Plaza de la Victoria. El segundo, por su parte,
incluía a muchos plebeyos en sus filas, al igual, claro está, que el tercero. En éste hubo
un cambio con respecto a los milicianos pardos y negros del período colonial: entre
ellos los oficiales habían sido blancos y ahora, desde mayo de 1815, se nombraron
varios oficiales “de su clase”, es decir negros (AEC, 1927: VI, 500).4
Los orígenes del nuevo sistema no fueron muy auspiciosos: los cuerpos tenían
una capacidad operativa muy limitada y estaban muy pobremente armados. Recién en
1815 la milicia urbana volvió a cobrar importancia dentro de Buenos Aires, durante el
alzamiento liderado por el Cabildo en abril de 1815 contra el Director Supremo Carlos
de Alvear (del cual hablaré luego). Adquirieron armas a los buques británicos y así
obtuvieron por primera vez una verdadera capacidad de fuego (López, 1913). Al poco
tiempo fue sancionado un Estatuto Provisional, en el que se decidió que los tercios
cívicos quedaban bajo el mando del Cabildo de Buenos Aires, que designaba a los jefes
y a los oficiales, quienes después tenían que recibir la aprobación gubernamental. Era
también el Cabildo el encargado de pagarle a la oficialidad y a los cabos y sargentos; en
teoría, lo hacía con fondos del gobierno, pero en la práctica terminó él mismo cubriendo
los gastos. El Estatuto establecía que eran soldados cívicos todos los pobladores
americanos y extranjeros con cuatro años de residencia, entre los 15 y los 60 años
(AEC, 1927: V, 508 y VIII, 219). Si el Cabildo consideraba que “la patria está en
peligro” hacía repicar sus campanas y enarbolaba una bandera en su torre; ante ese
llamado, los milicianos activos debían dirigirse a sus respectivos cuarteles, mientras que
3 AGN, X, 3-3-7, Guardia Cívica, nota de don Martín Galán. 4 Los suboficiales, cabos y sargentos, también eran negros, pero generalmente eran veteranos y no milicianos.
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los pasivos tenían que congregarse en la Plaza de la Victoria. Aunque los cuerpos
debían obediencia al gobierno, si el Cabildo sostenía que aquel no había cumplido con
el Estatuto Provisional, la milicia quedaba exenta de esa subordinación (Sáenz Valiente,
1950: 194). El Cabildo creó una comisión para ocuparse del funcionamiento de los
tercios y priorizó el empleo de sus fondos para el “arreglo de estos cuerpos cívicos aun
en el caso de exigirse por el excelentísimo Director, para su inversión en las tropas
veteranas, por ser de primera deducción el apresto de las cívicas” (AEC, 1927: V,
503). En junio de 1815, había 3079 hombres alistados en la milicia de infantería (AEC,
1927: V, 518), y en septiembre de 1817 se contabilizaron 2851 –en este caso, sin contar
a los oficiales. En esta segunda fecha, el segundo tercio era por lejos el más numeroso,
con 1361 milicianos.5 Con el Reglamento Provisorio sancionado en 1817, el gobierno
recuperó cierta autoridad sobre los cívicos al empezar a elegir él a sus oficiales, pero los
tercios siguieron fuertemente ligados al Cabildo; de hecho, se volvieron una suerte de
brazo armado de esta institución. Su peso militar fue aumentado por el hecho de que la
duración de la guerra hizo que el ejército regular en Buenos Aires tuviera una presencia
cada vez menor; y también se incrementó su peso político, dado que en la segunda
mitad de la década de 1810 quien quisiera realizar cualquier acción política en la ciudad
no podía dejar de tener en cuenta la fuerza de la milicia.
Revistar en distintos cuerpos militares creó lazos horizontales inexistentes
previamente entre los plebeyos. Eso ocurrió en particular en el ejército, porque allí se
agrupaba gente con menos en común que los milicianos, que podían ser vecinos en un
barrio. Antes de la guerra, la plebe porteña y el resto de las clases populares del ex
virreinato distaban de tener una identidad en cuanto tales; un efecto de la militarización
urbana fue que los soldados, cabos y sargentos comenzaron a identificarse como
miembros de un mismo cuerpo militar: granaderos, cazadores, dragones, húsares,
cívicos, etc. De esa identificación interior a los cuerpos militares devinieron rivalidades
entre los diferentes regimientos que muy a menudo originaron peleas. Pero también fue
la base para el surgimiento de acciones colectivas.
Vamos a morir en defensa de nuestros derechos
5 “Demostración de la fuerza de infantería así de línea como cívica con que se hallan las Provincias Unidas de Sud-América en la fecha”, AGN, X, 27-7-11. No había caballería en la ciudad, aunque sí en los suburbios
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La sociedad colonial era legalmente desigual: los esclavos no tenían libertad, se
buscaba que los indígenas vivieran separados de la sociedad hispano-criolla, y los
miembros de las castas (negros, mestizos, pardos, zambos) no podían ocupar cargos
civiles o eclesiásticos, salir a la calle a la noche, portar armas, comprar o vender alcohol
ni utilizar ciertas vestimentas (Andrews, 1989; Morse, 1990). El clero, los militares y
algunas corporaciones tenían fueros que los protegían. Todos los habitantes eran
sumamente celosos de sus derechos e incluso los más explotados de la sociedad
intentaban que ellos fueran respetados; así, los indígenas y los esclavos solían acudir a
la justicia cuando consideraban que los funcionarios con los que debían lidiar o sus
amos no respetaban algún derecho. Con la Revolución hubo un cambio muy importante
en esta cuestión: si numerosos plebeyos –entre ellos muchas mujeres– siguieron
acudiendo a la justicia y reclamando a las autoridades cuando creían que sus derechos
habían sido vulnerados, los hombres movilizados militarmente tuvieron la posibilidad
de reclamar de modo menos ordenado, con las armas en la mano. La cuestión de los
derechos fue una de las que más generó acciones populares entre 1810 y 1820, en forma
de motines militares.
El primero fue “el motín de las trenzas”. Cuando en 1811 la guerra contra los
enemigos de la Revolución empezó a alargarse y a complicarse, el gobierno –ahora el
Triunvirato, que había reemplazado a la Junta– buscó profesionalizar y mejorar la
disciplina de las tropas. Los ajustes en ese sentido crearon tensiones en el regimiento de
patricios, que desembocaron en un levantamiento armado. Se inició cuando, ante la
ausencia de varios soldados en la lista realizada en el cuartel del cuerpo la noche del 6
de diciembre, un teniente anunció que cortaría la trenza de aquel que faltase en otra
ocasión. La trenza era un símbolo exclusivo del cuerpo y las palabras del teniente
fueron contestadas por los soldados: uno dijo que “eso era quererlos afrentar”, otro que
“primero iría al Presidio” y varios gritaron que “más fácil les sería cargarse de
cadenas que dejarse pelar” (Fitte, 1960: 86 y 87). El comandante del regimiento,
Manuel Belgrano, fue informado del evento y ordenó a los oficiales que “si se movían
los acabasen a balazos”, pero no pudo evitar que a poco de su partida estallara la
sublevación (en el cuartel había unos 380 integrantes del cuerpo). Belgrano regresó pero
fue rechazado con gritos de “muera”, y tras su retirada los soldados se armaron, tocaron
el tambor para congregarse en el patio y liberaron a los presos del cuartel, al tiempo que
obligaron a los oficiales a abandonar el recinto. Un testigo sostuvo que “se levantaron
los sargentos, cabos y soldados, desobedecen a sus oficiales, los arrojan del cuartel,
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insultan a sus jefes, y entre ellos mismos se nombran comandantes y oficiales, y se
disponen a sostener con las armas” sus reclamos, “imposibles de ser admitidos, siendo
entre ellos la mudanza de sus jefes, y nombrando a su arbitrio otros” (Beruti, 2001:
191).
Efectivamente, un rasgo fundamental del motín fue que sus dirigentes eran
sargentos, cabos y soldados. Es decir, eran plebeyos: la plebe proporcionaba a la gran
mayoría de los integrantes de la tropa, y la elite, a los oficiales; los últimos recibían el
don antes de sus nombres, los primeros nunca. Fueron algunos cabos los que redactaron
el petitorio que fue alcanzado al gobierno. En el primer punto se definía el eje del
reclamo: “quiere este cuerpo que se nos trate como a fieles ciudadanos libres y no como
a tropa de línea” (Fitte, 1962: 92). La protesta se originó en que la tropa del cuerpo
quería ser considerada miliciana: eran ciudadanos y no soldados veteranos. Los oficiales
no se habían visto afectados por la creciente profesionalización militar, que les
garantizaba una posición encumbrada en la nueva estructura, pero la tropa se sentía
perjudicada. Los patricios sentían que sus derechos no habían sido respetados, lo que
permite explicar la intransigencia que mantuvieron en las negociaciones, a pesar de que
en seguida fueron rodeados por tropas de línea significativamente más numerosas.
Además, los rebeldes solicitaron un cambio en la oficialidad, principalmente
proponiendo al capitán Juan Pereyra, quien había integrado el cuerpo, como
comandante en lugar de Belgrano. Más que señalar que aquel organizara el movimiento
–no fue siquiera sospechado por el gobierno– la demanda indica la misma situación:
recuperar a un oficial antiguo, que “tenía en el cuerpo de Patricios más prestigio que
Saavedra” (Fitte, 1960: 99), era una manera de volver a un pasado cercano. Estaban
exigiendo volver a elegir los oficiales (Halperin Donghi, 1972: 205).
Junto a las protestas centrales se percibe un aspecto social: cuando el teniente
que lanzó la amenaza de cortar las trenzas recibió las réplicas indignadas de los
soldados, retrucó a su vez que si cortarles el pelo era una afrenta “él también estaría
afrentado pues se hallaba con el pelo cortado”. Pero otro soldado, “en tono altanero”,
le gritó “que él tenía trajes y levitas para disimularlo” (Fitte, 1960: 72). La ropa era
muy cara y eso la convertía en un símbolo de prestigio. Por eso, la vestimenta era una
marca muy clara de diferencia social: sólo la elite porteña usaba levitas, casacas y trajes.
Los sectores medios y la plebe se vestían con chaquetas o ponchos. En los últimos años
coloniales, un jornalero hubiera necesitado más de un mes de su sueldo para poder
adquirir un pobre vestuario completo (Johnson, 1992). Los esclavos solían usar viejas
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prendas de sus amos, que con el tiempo se iban deteriorando. Muchos plebeyos tenían
las ropas hechas jirones y en los juicios se ven frecuentes quejas de quienes decían no
tener con que tapar su “desnudez”. Así, la referencia a la levita del teniente marcaba con
resentimiento la distancia social entre oficiales y tropa.
El Triunvirato exigió que para considerar el petitorio los rebeldes debían
abandonar las armas, y lo mismo sostuvo el obispo de la ciudad cuando fue enviado a
mediar. No hubo caso: los amotinados se negaron a abandonar su posición. Un soldado,
Juan Herrera, sostuvo “que no se dejaban engañar” y que si no les aceptaban el
petitorio era mejor “morir como chinches”. La tensión fue en aumento y en un momento
dado se empezaron a intercambiar disparos, a partir de lo cual las tropas leales que
sitiaban el cuartel comenzaron un muy violento ataque. En un cuarto de hora los
patricios se rindieron; algunos saltaron por los techos al vecino cuartel de pardos y
morenos, donde fueron apresados (Fitte, 1960: 91, 100-108). Al menos ocho de los
rebeldes murieron en el combate y cuatro sargentos, tres cabos y cuatro soldados fueron
“degradados, pasados por las armas, puestos á la expectación pública” (Gaceta de
Buenos Aires, 1910: III, 49). Otros diecisiete integrantes de la tropa fueron penados a
diez años de presidio (hubo un solo oficial, un alférez, a quien se encontró implicado
indirectamente con la insurrección, por lo cual recibió dos años de prisión). Los mismos
miembros del Triunvirato fueron los jueces. Dos compañías de granaderos y una de
artilleros del cuerpo fueron disueltas por haber iniciado la “sedición”. El regimiento,
que hasta entonces había sido el más prestigioso de Buenos Aires, perdió su posición de
número uno del ejército y fue relegado al quinto lugar; el nombre patricios fue
extendido a todos los cuerpos militares.
Unos años después, en febrero de 1819, y por motivos cercanos a los de 1811,
hubo otro gran motín miliciano; en él tuvo lugar el discurso de Santiago Manul. La
situación era diferente: la guerra no estaba empezando sino que era ya larga y el
entusiasmo revolucionario inicial había sido reemplazado por cierto hastío, al tiempo
que algunos sucesos habían ido cargando de tensión el ambiente: una gran sequía había
elevado el precio del pan, las noticias de la consolidación de la ocupación portuguesa de
la Banda Oriental –iniciada en 1816– generaba profundo malestar, la prensa informaba
acerca de los avances de los preparativos de una gran expedición española para invadir
el Río de la Plata y corrían rumores acerca de distintas conspiraciones que se preparaban
en contra del gobierno central ubicado en Buenos Aires. En ese contexto, el Director
Supremo decidió enviar a la mayoría de las tropas porteñas regulares a doblegar a los
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santafecinos y entrerrianos, que no obedecían al gobierno central y que habían sido
atacados varias veces sin resultado. El Director pidió al Cabildo, jefe de las milicias,
que convocara al tercer tercio cívico a una revista en la Plaza de la Victoria.
Inmediatamente aparecieron pegados en la puerta del cuartel dos pasquines denunciando
que “los querían acuartelar y hacer veteranos”, rumor que empezó a circular con fuerza
entre la tropa. Según un oficial, “en el cuartel fueron aconsejados todos los soldados
por los sargentos y cabos para que no permitiesen ser acuartelados, porque después les
harían veteranos”. Una medida de ese tipo contradecía el derecho miliciano de servir
sin abandonar su residencia.6
Los suboficiales y los soldados se resistieron a marchar a la Plaza de la Victoria
y forzaron al Cabildo a realizar la reunión en la Plaza de Monserrat, es decir, en el
corazón del área de residencia de la población negra libre de la ciudad. Y a pesar de que
la convocatoria fue sin armas, los milicianos concurrieron a la revista portando sus
fusiles. Una vez en Monserrat, el alcalde de primer voto –principal autoridad del
Cabildo– les comunicó que efectivamente la compleja situación de la hora hacía
necesario que se acuartelaran. De acuerdo a un oficial del cuerpo, a esa demanda “todos
contestaron tumultuosamente que no querían siguiéndose a esto una descompasada
gritería la que obligo a hacer tocar un redoble imponiendo silencio”. Un soldado contó
más tarde “mientras hablaba el Cabildo, los cabos y sargentos, por que eran pagados,
no les dijeron nada, pero los miraban y hacían señas con los ojos, para que cuando
acabasen de hablar gritasen todos no queremos”.7 Los miembros del Cabildo pidieron a
los sargentos y cabos que presentaran ordenadamente su reclamos, y “a esto salieron
varios cabos y sargentos e hicieron presente que de ningún modo querían los
ciudadanos consentir en ser acuartelados, que estaban haciendo un Servicio bastante
activo”. El Cabildo aceptó “y entonces el Sargento Mayor, después de tomar la venia
correspondiente, mando desfilar la compañía de Granaderos y a los demás sobre ésta
para que se retirasen pero que aunque así lo verificaron al poco rato se sintió un tiro a
este se siguieron varios unos con bala y otros sin ella como dando a saber que ya
habían sido prevenidos”.8
En un sumario que se levantó a los pocos días para juzgar a los responsables,
éstos defendieron su actuación apelando a que se habían violado sus derechos
6 AGN, X, 30-3-4, Sumarios Militares, 957. Declaraciones de los granaderos José Vélez y Hermenegildo Andujar. 7 Ibid Declaraciones del teniente coronel don Nicolás Cabrera y de Igarrabal. 8 Ibid, declaración de Cabrera.
13
milicianos. Uno soldado aseveró que nadie le aconsejó gritar, sino que “gritó y
desobedeció por su propio motivo y por seguir a los demás siguió con la grita y
oposición”.9 Testimonios de este tipo no abundan en la documentación judicial, en la
cual los implicados suelen intentar despegarse de los hechos; la afirmación muestra el
peso que los derechos tenían en esa sociedad y la legitimidad que los implicados veían
en su defensa; un cabo de destacado papel en la protesta insistió con que “la compañía
de Granaderos quería seguir haciendo el Servicio como antes, y que aun les recargasen
el Servicio si esto era necesario pero que no convenían en ser acuartelados”.10 Quizás
nadie hubiera discutido lo legítimo de defender un derecho, pero la forma de llevar
adelante esa defensa era lo que estaba en cuestión: la Revolución había abierto la
posibilidad de hacerlo con las armas en la mano y eso preocupaba fuertemente a las
autoridades y a la elite porteña; lo temible tras el “escándalo tumultuoso”, decía un
cronista, era que “sus miras se adelantaban a más altos fines” (Beruti, 2001: 297). La
preocupación hacía que se condenase a un movimiento de este tipo como un tumulto:
una reunión clandestina, ilegal y por ende ilegítima. Por eso los participantes de la
protesta rechazaron esa clasificación: “no es tumulto”, le dijo un soldado a su capitán,
“queremos pedir lo que es de derecho”.11
Esa convicción mantuvo viva la movilización después de la revista del Cabildo.
Un grupo comenzó a organizar un encuentro para esa misma noche, con al argumento
de que las autoridades querían “desarmarlos y que era preciso, y se iban a reunir a las
10 de la noche en el hueco de la Concepción al oír un tiro, en donde debían morir si
iban veteranos”, y que para la ocasión “habían comprado cartuchos a los soldados
veteranos”. Un soldado recibió municiones de un colega del segundo tercio, y varios
creían que “los del segundo están con nosotros”. Algunos propusieron “resistir el que
los desarmasen y para irse hacia las quintas” de los alrededores de la ciudad.12
Los rumores permitieron a lo oficiales enterarse del encuentro nocturno, cuya
realización procuraron en vano impedir. La reunión tuvo lugar en el hueco de la
Concepción, pero los asistentes fueron desarmados y presos por cívicos de caballería y
vecinos armados que los sorprendieron. Enseguida “se echó un bando imponiendo pena
de la vida al negro que se encontrase armado” y se capturó a algunos implicados,
9 Ibid, declaración de un granadero (no hay nombre) que era carpintero. 10 Ibid, declaración del cabo Pedro Duarte. 11 Ibid, declaración del capitán Sosa. Para una definición de “tumulto” en la época, véase La Gaceta del 18 de octubre de 1820 (Gaceta de Buenos Aires, 1910: VI, 278).
14
aunque otros huyeron.13 Finalmente, el Director Rondeau decidió indultar a todos para
que volvieran a sus casas y a su tercio.
En los años comprendidos entre ambos episodios hubo varios del mismo tenor
pero de menor alcance. Los cívicos manifestaron un malestar importante en junio de
1815, cuando al Cabildo le costó reunir los fondos para pagar el prest de los milicianos;
en agosto eran “diarios los reclamos que se le hacen por él”, hasta que pudieron
abonarlo; de todos modos, no pasó de una serie de reclamos pacíficos (AEC, 1927: V,
518 y 562). Simultáneamente, en el ejército regular estacionado en Buenos Aires o en
sus cercanías hubo diversos intentos de motines, siempre dirigidos por suboficiales y
soldados.
Enumeraré algunos casos. En 1813 hubo un conato de levantamiento entre la
compañía de pardos y morenos (del ejército regular), acampada al norte de Buenos
Aires, porque el capitán había sido apresado y la tropa lo quería libre para que pudiera
llevarle dinero para sus haberes; parte del plan de los “seductores” –los que redactaron
un petitorio que fue firmado por muchos– era abandonar el ejército y pasarse a las
fuerzas disidentes que dirigía Gervasio Artigas en el Litoral.14 Otro caso fue el
frustrado intento de rebelión de los granaderos de infantería en 1814, que fue duramente
castigado con el fusilamiento de tres cabecillas a dos horas de haberse iniciado (Beruti,
1960: 3859).15 Ese mismo año se preparó un motín entre las fuerzas que habían sido
enviadas a sitiar a Montevideo. Dos cabos, enojados por una “reforma” que se había
realizado entre los sitiadores reestructurando algunos regimientos, impulsaron una
deserción de “50 o 60 individuos”, algo que “era general en la división pues hablaron
los soldados tanto en las guardias en el campamento con la mayor libertad”, de
acuerdo a lo que contaron después otros miembros de la tropa. Un sargento implicado
dijo a un soldado: “oficial no ha de ir ninguno con nosotros, y si alguno viniese lo he de
degollar yo mismo, sólo van sargentos, cabos y soldados”, explicitando el antagonismo
con la oficialidad. Éste también aparecía en un plan por el que fueron acusados dos
sargentos de artillería en Buenos Aires en 1815, que consistía en persuadir a algunos
sargentos de granaderos para que “con sus compañías estuviesen listos a reunirse con
ellos a las once de la noche de mañana con el objeto de salir a formarse a la Plaza con
12 AGN, X, 30-3-4, Sumarios Militares, 957, declaraciones de Igarrabal y de los granaderos de la Rosa y Segurola. 13 El soldado Raimundo Viana logró escapar. Ibid, informe de la partida de caballería. 14 AGN, X, 30-2-2, Sumarios Militares, 725. 15 Halperin Donghi (1972) señaló este endurecimiento como un cambio con las prácticas del período
15
todos los cañones, a pedir que se nos pagase”; el primer punto a llevar adelante era
encerrar a los oficiales de su cuerpo en el cuartel.16 En 1816, los cuerpos de dragones y
húsares fueron enviados a Santa Fe. Al poco tiempo se acusó a varios sargentos y
soldados de impulsar una sublevación para remover a los jefes, robar los fondos del
ejército al que pertenecían “y pasarse con toda la tropa a la montonera o gente
sublevada que se hallaba en Rosario”. Un soldado delató la conspiración y en el
sumario posterior algunos interrogados reconocieron que existía un proyecto de
manifestarse “para pedir sus prest”; un sargento admitió que otros habían ido más allá y
habían propuesto reunir a los artilleros y dragones a medianoche, “quitar los jefes,
saquear el pueblo, y retirarse al Rosario, donde manteniéndose con separación de las
tropas de aquel punto, nombrarían uno de los sargentos que los gobernasen, y después
con acuerdo y en unión de aquellas fuerzas, y las de la Milicia que debían citarse,
marchar sobre Buenos Aires con el fin de atacarlo”.17
Todos los motines expuestos se desencadenaron como una acción destinada a
hacer cumplir lo que se percibía como un derecho violado, la falta de pago o el abuso en
el trato. Esta serie de reclamos puntuales fue moldeando una práctica de movilización
plebeya, extendida no solamente por las reacciones generadas en cada ocasión ante
situaciones de injusticia, sino también por la difusión que debían hacer los suboficiales
y soldados que rotaban de un cuerpo a otro. No era infrecuente que un regimiento de
disolviese o que se creara un nuevo al que se enviaban efectivos de otro; se explicita en
muchas filiaciones –fojas de servicios– que están presentes en los sumarios militares
(véase también Comando en jefe del ejército, 1971).
El gobierno es un ingrato
En las capitales dieciochescas y decimonónicas, la plebe que allí residía tenía
más posibilidades que otros integrantes de las clases populares de influir o dialogar con
el poder político, simplemente porque éste tenía su sede allí. Pero en la Buenos Aires
colonial, aunque capital de un territorio vasto, las autoridades no conocían la presión
popular que era común en Europa y otras regiones americanas. Eso cambió con la
primera invasión inglesa: después de la Reconquista de 1806, un Cabildo Abierto –
1806-1811. 16 En orden: AGN, X, 29-11-6, Sumarios Militares, 410; AGN, X, 30-1-3, Sumarios Militares, 595. 17 AGN, X, 30-1-3, Sumarios Militares, 603. Declaraciones del sargento Mariano Martínez, el soldado Vicente Pomposo, y los sargentos Bernabé Castro y Francisco Mendiburu.
16
asamblea deliberativa que convocaba y presidía el ayuntamiento en momentos de
emergencia– se organizó con el fin de impedir el regreso a la ciudad del virrey
Sobremonte, quien la había abandonado ante el ataque británico. Entre la agitada
concurrencia, se señaló la presencia de varios miembros del “populacho”, en
consonancia con la excitación general que vivía la ciudad tras la victoria (Diario de un
Soldado, 1960: 39).
¿Estuvieron luego los plebeyos ligados a los acontecimientos que formaron un
gobierno autónomo en mayo de 1810? Los testimonios de los contemporáneos no
coinciden al respecto. En el primer movimiento que siguió a la llegada de las noticias de
España, el 21 de mayo, se juntaron delante del Cabildo menos de mil personas, muchas
de ellas reclutadas entre el bajo pueblo por algunos agitadores (Halperin Donghi, 1972:
163). El virrey “franqueó tropas para que tomaran las avenidas de la plaza, a fin de
estorbar que entrase a ella el populacho y que hubiese tranquilidad” (Diario de un
Testigo, 1960: 3204). La multitud fue dispersada sin violencia por el cuerpo de
patricios, pero la petición que elevó solicitando un Cabildo Abierto fue aceptada. La
reunión fue pautada para el día siguiente, 22 de mayo, y fueron invitadas 450
pertenecientes a la parte “principal y más sana” de la sociedad (Levene, 1941b: 23). Se
evitaba así la repetición de una agitación similar a la de 1806. Se hicieron presentes 251,
de los cuales 180 votaron a favor de destituir al virrey. Uno de los invitados que no fue
a la asamblea dijo luego que allí “se discutió y votó al gusto de la chusma”. El virrey y
otros observadores sostendrían poco más tarde que la razón de que 200 personas no
hubiesen concurrido fue que las tropas no los dejaron pasar. A la vez, denunciaron que
habían estado presentes algunos pulperos y “muchos hijos de familias inhabilitados de
votar en estas circunstancias” por su edad (Pazos, 1960: 4299; Romero, 1960: 4250).
Tres días más tarde, el 25 de mayo, una pequeña multitud conducida por
agitadores como Domingo French, Antonio Beruti y “un Arzac que no es nada” se
reunió frente al Cabildo para exigir la formación de una junta de gobierno sin la
intervención del virrey; los apoyaba, a prudente distancia, el regimiento de patricios
(Pazos, 1960: 4300). Es muy difícil poder determinar la composición de esa
convocatoria, pero es claro que no fue muy numerosa: uno de los integrantes del
Cabildo, Leiva, salió al balcón principal para anunciar la formación de la junta que se
había hecho en nombre del pueblo y vio una plaza casi vacía; “¿dónde está el pueblo?”,
ironizó entonces (Levene, 1941b: 51).
17
La amenaza del uso de violencia ejercida por los revolucionarios fue decisiva
para su triunfo. El petitorio que presentaron al Cabildo, “fue firmado por los jefes y
varios oficiales urbanos, todos naturales de acá y por otros individuos de baja esfera,
armados todos, pidiendo a la voz y con amenazas la deposición del presidente y vocales
de la Junta, y que se reemplazasen con los que ellos nombraban”. Un opositor a la
revolución sostuvo que la llevaron adelante unos “tupamaros” que hicieron todo “por la
fuerza y con amenazas públicas ante el mismo Cabildo”, otro se quejó de que el ascenso
de la Junta se logró “con el apoyo de lo ínfimo de la plebe alucinada” y que “la mayor y
mejor parte del pueblo nada tuvo en el asunto”, un tercero denunció que la noche del 24
hubo revolucionarios “escapados por la plaza cargados de pistolas, y cometiendo
varios insultos en las casas de los capitulares. Al día siguiente se entraron a Cabildo, y
obligaron al cuerpo a que apartase al virrey con el nombre del pueblo” (de Orduña,
1960: 3228; anónimo, 1960: 4287; de Orduña, 1960: p. 4326; anónimo [2], 1960: 3238).
Por supuesto, los vencedores negaron haber sido violentos y que hubiera habido
plebeyos: “no hubo más pueblo que los convocados para el caso ... no habiendo corrido
nada de sangre, extraño en toda conmoción popular” (Beruti, 1960: 3763). Entre los
revolucionarios actuaron evidentemente algunos personajes que no pertenecían a lo más
granado de la elite, pero no es claro exactamente quiénes; la participación de algunos
plebeyos parece cierta, aunque es claro que el cambio fue fundamentalmente
protagonizado por integrantes de la elite porteña.
Uno de los efectos de la Revolución fue que acercó mucho el gobierno a toda la
población porteña.18 Se hizo más presente que antes tanto por su presión para ganar
adhesiones populares y recursos, como por la que ejerció para perseguir a los enemigos
de la nueva situación. La relación con esa autoridad política sería diferente a la que
había tenido lugar durante el período colonial; pronto, el bajo pueblo porteño empezaría
a cumplir el posible papel de una plebe capitalina, participando en eventos que
provocaron cambios en un gobierno cuyas decisiones afectaban a buena parte del que
fue hasta 1810 el Virreinato del Río de la Plata.
La primera intervención popular en ese sentido tuvo lugar en las jornadas del 5 y
6 de abril de 1811. Su causa radicó en un conflicto desencadenado dentro de la Junta
entre dos facciones, los seguidores del moderado presidente Saavedra y los que se
18 En la sociedad colonial, la noción de gobierno no se refería concretamente a las autoridades sino a la dirección de una ciudad, un convento o una cofradía; gobernar era más un oficio que un poder. Una de las acepciones posibles era la de “Superior gobierno” en referencia a las autoridades (Lempérière: 1999, 37).
18
consideraban herederos de las posturas radicales impulsadas por el fallecido secretario
Mariano Moreno. El nuevo problema era que cuando se cortaron los vínculos con la
metrópoli, se terminó también la posibilidad de lograr la habitual decisión a los
conflictos entre grupos en Buenos Aires. Así, como en enero de 1809, en 1811 la
solución no estuvo en un lejano palacio sino en las calles porteñas. En aquella
oportunidad se habían movilizado tropas para dirimir la lucha entre un virrey y un
Cabildo ante la ausencia de un árbitro superior, pero no se impugnó la legitimidad del
origen del poder de uno y otro. En cambio, ahora que el gobierno se había erigido en
nombre de la soberanía del pueblo, ninguna regla era indiscutible. Como forma de
resolver el conflicto a su favor, los saavedristas organizaron una movilización: una
multitud se presentó ante el Cabildo y le entregó en nombre del pueblo un petitorio para
ser dirigido a la Junta. La solicitud fue rápidamente aprobada y desembocó en la
expulsión de los vocales morenistas, que fueron desterrados de la ciudad.
La Revolución se había originado en la reasunción de la soberanía por parte del
pueblo ante el vacío del poder por la prisión del rey español y la caída de la Península
en manos francesas. Ese pueblo refería, de acuerdo a la tradición pactista española, a la
ciudad como una comunidad política. ¿Quiénes lo integraban? En el período colonial
los vecinos, hombres con casa poblada en la ciudad (Chiaramonte, 1995; Guerra, 1993).
Pero el límite de la vecindad había ido variando y era en buena medida situacional, es
decir que dependía de quién lo juzgara; por lo tanto, no era tan claro el conjunto
integrado al pueblo y el que no lo estaba. Los organizadores de la movilización
encontraron al pueblo, a una parte de él, en la plebe suburbana: un testigo los definió
como una “multitud de gente campestre”, que compareció en la plaza acompañada por
el grueso de las tropas de la capital (Beruti, 1960: 3785).
Un morenista que asistió al acontecimiento denunció que los saavedristas
buscaron apoyo en “los arrabales”, congregando gente en los mataderos de Miserere, al
oeste de la ciudad. “Se apeló a los hombres de poncho y chiripá contra los hombres de
capa y de casaca”, afirmó, “entre esta población cándida e incauta, tan pura en
materia de agitaciones políticas, y todavía tan subordinada aun a las más simples
autoridades del régimen arbitrario, se encontró cuanto había faltado en la población de
la ciudad, esto es, hombres que se prestasen a dar la cara sin embozo, y que creyesen
enteramente fácil arrastrar aquella clase de población a ejercer en masa el derecho de
petición que por primera vez iba a resonar en sus oídos”. Entre los presentes, “casi
todos no sabían escribir y necesitaban buscar quienes firmasen a su ruego”, al tiempo
19
que, “los que sabían escribir no eran tan expertos en el manejo de la pluma como lo
eran en el de los instrumentos de labranza” (Núñez, 1960: 452, 453 y 457). Otro testigo
se quejó de que el Cabildo accedió a las exigencias, “suponiendo pueblo a la ínfima
plebe del campo, en desmedro del verdadero vecindario ilustre que ha quedado burlado
... bien sabían los facciosos que si hubieran llamado al verdadero pueblo, no habría
logrado sus planes el presidente”; pero el verdadero pueblo, es decir la elite, “ha tenido
que callar, por temor a la fuerza” (Beruti, 1960: 3786).
Una parte de los asistentes provenía de las quintas que rodeaban a la ciudad. El
principal referente del movimiento fue Tomás Grigera, “sólo conocido hasta ese día
entre la pobre clase agricultora” (Núñez, 1960: 453), un alcalde con más poder que el
habitual puesto que se había dedicado por encargo de la Junta a demarcar cuarteles –
jurisdicciones– “en las quintas de esta capital”; ello le había hecho recorrer
profusamente los alrededores de Buenos Aires “desde Barracas hasta el bajo de la
Recoleta”. Terminó la tarea en marzo de 1811 y es evidente que tejió buenas relaciones
mientras la efectuó.19 Es posible que otros de los presentes fueran habitantes de la
campaña propiamente dicha, de más allá del cinturón de quintas, aunque el que se
congregaran en una noche en Miserere indica que posiblemente la mayoría habitase
cerca de la ciudad. Los opositores al movimiento resaltaron que los concurrentes fueron
conducidos por autoridades, es decir por los alcaldes que dependían del Cabildo.
Efectivamente, el petitorio fue firmado por algunos alcaldes de hermandad, que ejercían
sus funciones en la campaña, y por una serie de alcaldes de barrio de la ciudad,
concretamente los de los cuarteles 6, 8, 15, 17 y 19 (menos el segundo, todos de la
periferia urbana). Puesto que los alcaldes lideraron la convocatoria, se hace evidente que
también hubo varios plebeyos que residían en la ciudad en la multitud.20 Los ponchos y
los chiripás eran prendas corrientes en la campaña pero también en la ciudad –de hecho,
la gran movilidad laboral y residencial hacía que muchos de los plebeyos fueron
urbanos y rurales a la vez, pasando períodos en ambos espacios. El énfasis puesto por
los observadores en un movimiento de los de poncho se debe a su sorpresa al verlos
actuar políticamente.
19 AGN, IX, Cabildo de Buenos Aires - Archivo, 1811, 19-6-3, 110. 20 En el petitorio, que se reprodujo entero en la Gazeta Extraordinaria del 15 de abril de 1811 (Gaceta de Buenos Aires, 1910: II, 281-293), consta quienes fueron los adherentes, aunque en muchos casos no se consignó su cargo y en ninguno el número de cuartel. Cotejé la información con los AEC de 1810 y 1811 para obtener los nombres de los alcaldes de barrio. Así se determinó que los firmantes Martín Grandoli, Juan Pedro Aguirre, Miguel Arellano, Rafael Ricardes y Fermín de Tocornal eran respectivamente los alcaldes de los cuarteles 6, 8, 15, 17 y 20.
20
¿Por qué los plebeyos participaron en el movimiento? Es indudable que muchos
fueron siguiendo a los alcaldes. Pero éstos no apelaron sólo a su influencia –siempre
eran elegidos entre vecinos prestigiosos de los barrios– sino que utilizaron un
argumento que dada su importancia figuró primero en el petitorio: el pueblo declaraba
que “es su voluntad, que se expulsen de Buenos Aires a todos los europeos de cualquier
clase ó condición” (Gaceta de Buenos Aires, 1910: II, 282). Este era un motivo
evidentemente más incisivo que el rechazo a ciertos miembros de la Junta, y aunque
desplazar a éstos era el objetivo de los saavedristas, el otro parece haber sido el
elemento que movilizó a los plebeyos. Como en marzo los morenistas habían defendido
la permanencia de los peninsulares en la ciudad, la identificación entre unos y otros fue
fácil. No en vano la exigencia de expulsión de los europeos fue el primer punto del
petitorio y el desplazamiento de los diputados recién figuró en el quinto: los
organizadores explotaron hábilmente una propuesta que verdaderamente interesaba a los
concurrentes. La antinomia americano-peninsular no era nueva, pero se fue tornando
violenta desde mayo de 1810. La plebe, principalmente integrada por americanos y
africanos soportaba en el período virreinal la superioridad que en todos los espacios
tenía un peninsular por su origen, sus ventajas para obtener trabajos y crédito en las
redes creadas por personas de su misma región, sus facilidades en el mercado
matrimonial, y su destacada posición en el comercio minorista.21 La Revolución abrió la
posibilidad de expresar esos resentimientos, al politizarlos.
El hecho de que los saavedristas decidieran impulsar una movilización popular
obedeció a que fue la única manera que hallaron de legitimar su acción. Contaban con el
apoyo de casi toda la guarnición militar, con lo cual nadie hubiera podido oponérseles;
pero desplazar por la fuerza a vocales que ocupaban sus cargos legalmente, era algo
difícil de presentar como legítimo. Por eso se apeló a la plebe, discreta pero
efectivamente apoyada por las tropas, para dotar de legitimidad a la acción: el pueblo
exigía la modificación. Él era el poseedor de la soberanía y era a quién el gobierno
representaba, su razón de existencia. El evento significó así un cambio en Buenos Aires:
al hacer uso del derecho de petición ante el Cabildo, la plebe empleó un derecho antes
no utilizado colectivamente por sus miembros. Era una novedad: la jornada del 5 y 6 de
abril, entonces, amplió al pueblo de Buenos Aires. Y también permitió que una
movilización popular lograra cambios en el gobierno. Nada volvería a ser igual.
21 Agradezco a Mariana Pérez el haberme explicado esos aspectos.
21
En septiembre del mismo 1811, los problemas en el desarrollo de la guerra
generaron un gran descontento en Buenos Aires. Se organizó un Cabildo Abierto cuyo
resultado fue el desplazamiento de los saavedristas del poder y el reemplazo de la Junta
por un Triunvirato. Los protagonistas intentaron evitar que se repitiera la concurrencia
de abril apostando tropas para que “no entrasen negros, muchachos ni otra gente común
... a fin de que no hubieren desórdenes”; según un testigo, se permitía la entrada “a toda
persona decente, y la estorban a las mujeres de todas clases, y gente de medio pelo”
(Beruti, 1960: 3800; Echavarría, 1960: 3624). El hecho de que se pensara en impedir la
participación popular en la designación del gobierno muestra que ésta era ya parte del
juego político.
La potencial importancia política de la plebe volvió a hacerse patente en julio de
1812, cuando se conoció en la ciudad la intención de un grupo de españoles de
organizar un movimiento contrarrevolucionario; los lideraba el héroe de la defensa de la
ciudad contra los ingleses en 1807, Martín de Álzaga. La población se agitó de manera
inédita ante la noticia y no la calmó el hecho de que treinta y tres de los implicados
fueran condenados a muerte y ejecutados. El gobierno se preocupó por la conmoción
plebeya y le ordenó al Cabildo “que por ningún título se permitan reuniones del
populacho, ni en los Cuarteles, ni en los Cuerpos de Guardia, ni en algún otro punto”
(AEC, 1927: V, 272). De todos modos, un grupo de milicianos y gente no alistada, que
hacía días venía solicitando se les otorgaran armas para evitar una posible invasión
realista, acusó al gobierno de cobardía y atacó a algunos de sus integrantes. Bernardino
Rivadavia fue rodeado en la calle por un grupo del cual le costó escapar, la vivienda de
Feliciano Chiclana “fue insultada por una multitud, sus vidrios fueron rotos, y ante ella
se cantaron y vocearon improperios”, al tiempo que en la casa de Juan Martín de
Pueyrredón se dejaron pasquines con amenazas (cit. en Canter, 1941: 489 y 490).
La agitación pasó sólo coyunturalmente, porque el 8 de octubre, “hubo otra
revolución o sacudimiento volcánico también hijo legítimo del 5 y 6 de abril de 1811”,
que provocó la caída de los triunviros, “y se nombraron en pueblada otros tres”
(Posadas, 1960: 1420). En esta oportunidad se reunieron en la plaza de la Victoria los
cuerpos militares, grupos de plebeyos y varios miembros de la elite que respondían a la
Logia Lautaro. Se presentó, en nombre del pueblo, un petitorio al Cabildo solicitándole
que reasumiera el mando y que el gobierno renunciara. Con el objeto de intimidar,
algunos grupos habían apedreado la casa de Pueyrredón y la de uno de sus hermanos
antes de la llegada de las tropas a la plaza. Ahora bien, los plebeyos no habían acudido
22
siguiendo a la Logia Lautaro, club político secreto que sólo congregaba a hombres de la
elite y que pese a sus posiciones radicales en cuanto a declarar la independencia,
establecer una república e incluso a propugnar cierto igualitarismo, nunca estimuló la
participación del bajo pueblo (González Bernardo, 1991). La presencia plebeya en esta
oportunidad se debió entonces a la acción de uno de los ex integrantes del Triunvirato,
Juan José Paso, quien se sumó a la movilización promoviendo sus propios intereses. Su
hermano Francisco tenía vínculos estrechos con dos abastecedores de forraje de algunos
cuarteles militares, Antonio e Hilario Sosa, a quienes su actividad les había dado
influencia en las quintas (Canter, 1941; Halperin Donghi, 1985). Los dos estamparon
sus firmas en el petitorio y parecen haber conducido una “peonada” a la plaza. También
había alcaldes con sus seguidores, como en abril de 1811; junto a una firma del petitorio
se aclaraba “que ande muera mi Alcalde muero yo José Martínez” (AEC, 1927: V, 352).
Al ser la concurrencia tan variada, la deliberación acerca de quiénes iban a integrar el
nuevo gobierno se dilató. La reelección de Paso como triunviro fue indudablemente
asegurada por la presencia de su numeroso grupo de adherentes. Los nuevos
gobernantes fueron aprobados por el Cabildo y de ese modo la Logia Lautaro –dos de
cuyos integrantes formaron ese Segundo Triunvirato– se apoderó de la dirección de la
Revolución. Su victoria demostró que la combinación de parte de la elite, las tropas y
apoyo plebeyo se había transformado en una forma eficaz para el cambio político en
Buenos Aires. “La deposición de todos los gobernantes el 8 de octubre de 812”,
argumentó un indignado Saavedra al ser juzgado por su responsabilidad en las jornadas
de 1811, “¿no fue idénticamente lo mismo que el 5 y 6 de abril? Plebe en la plaza y
tropas sosteniéndola causaron aquella novedad ... el decantado 5 y 6 de abril al que
después se llama sucio y despreciable, como si los del 23 de septiembre [de 1811] y 8
de octubre hubiesen sido muy limpios, y decentes” (Saavedra, 1960: 1122).
Con excepción de la influencia personal de los Sosa, hay escasos indicios sobre
las razones de la presencia de plebeyos el 8 de octubre de 1812. En una conversación
pública, el pardo Santiago Mercado, alias Chapa, dijo que en esa fecha se habían usado
veintiséis mil pesos para sobornar a militares y a otros a fin de que participaran del
movimiento. El mismo Mercado –que se ocupaba de “trajinar en el comercio y andar
comprando y vendiendo”– fue denunciado en enero de 1813 por estar supuestamente
involucrado en una conspiración contra el Triunvirato (lo acusaron de haber afirmado
que “había de ver destruido al actual Gobierno”), dirigida por Francisco Paso y con
intervención de los Sosa. Se probó que Santiago Mercado tenía una relación con Juan
23
José Paso y que había habido gente de distinta condición social vinculada a un posible
movimiento que no se produjo.22 Las facciones no eran ya únicamente divisiones del
grupo dirigente, sino que había miembros de los sectores medios, como los Sosa, y
plebeyos, como Mercado, integrados a ellas.
El período de predominio de la Logia implicó un gran esfuerzo para ganar la
guerra, lo cual incrementó notablemente la presión gubernamental para obtener
soldados. Las levas en la ciudad se hicieron muy intensas, afectando principalmente a la
plebe, y las quejas por las arbitrariedades cometidas en ellas se volvieron frecuentes; en
particular, el reclutamiento forzoso de hombres alistados en la milicia. Los esclavos
empezaron a ser “rescatados” por el Estado para servir en el ejército y los presos fueron
enviados a combatir. En marzo de 1815 se movilizó a muchos peones de panaderías,
perjudicando la producción de ese alimento básico en la dieta de los porteños.23
Simultáneamente se aplicó un impuesto sobre el pan para financiar la guerra, todo lo
cual provocó un aumento en su precio (AEC, 1927: VI, 405). La medida afectó,
obviamente, a la plebe urbana, y contribuyó al odio popular contra el segundo Director
Supremo –cargo creado en 1814 en lugar del Triunvirato– Carlos de Alvear, líder de la
Logia. La crisis general del sistema revolucionario a la que se llegó en 1815 jugó
también su parte, así como el estilo altivo de Alvear, quien según un comerciante inglés
“había introducido una costumbre desconocida incluso en la época de los virreyes, la
de aparecer en público seguido de una importante escolta formada por granaderos a
caballo” (Robertson, 2000: 220). Todavía en 1820, un observador comentó que Alvear
“era odiado por la multitud, las clases inferiores del pueblo” (Iriarte, 1944: 253).
Cuando en abril de 1815 una parte del ejército se levantó en la campaña de
Buenos Aires contra el gobierno, el Cabildo decidió dar un golpe de mano: “llamó al
pueblo a toque de campana” y reasumió el mando. Buena parte de la población porteña
lo apoyó activamente, armándose y acantonándose en la Plaza de la Victoria y sus
alrededores (Beruti, 1960: 3872).24 “El despotismo de la multitud” estaba de regreso,
sostuvo un alvearista que fue agredido: “en lo alto de la noche del 15 al 16 de abril
estropean mi casa a golpes, y continuó un tumulto popular todo el día 16” (Posadas,
1960: 1461). Uno de los impulsores de la asonada lamentó “las irregularidades”, que se
22 AGN, X, 29-9-8, Sumarios Militares, 83a. 23 AGN, X, 30-10-1, Policía - Ordenes, 188. Las quejas por la presión reclutadora pueden verse en los legajos de Solicitudes Civiles y Solicitudes Militares de 1814 y 1815 (AGN, X). Para los rescates de esclavos véase Goldberg y Jany (1966); para la importancia del pan, Garavaglia (1991). 24 Beruti, op. cit., 1960, p. 3872.
24
debían a “a la intervención en ella de hombres exaltados que las circunstancias
impedían reprimir” (Álvarez Thomas, 1960: 1728). Los milicianos se mostraron
“ resueltos a sepultarse antes que entregarse a Alvear” y buena parte de la población
parecía decidida, “si Alvear entraba en la ciudad, a defenderla hasta el último
extremo”.25 Ante tamaña decisión, el Director se vio forzado a renunciar y tuvo que
marchar al exilio.
Desde ese momento y hasta 1810, si bien la agitación política se mantuvo en
Buenos Aires, no se registraron movilizaciones de importancia con participación
plebeya. Pero esa experiencia de intervención en disputas de poder hace que la frase de
Manul de alusión directa a la autoridad sea comprensible: la Revolución trajo una
intervención activa, subordinada pero decisiva, de los plebeyos en asuntos ligados con
el gobierno.
No atiende a nuestros servicios
El no reconocimiento de sus servicios era la causa por la cual Manul acusaba al
gobierno de ingrato. ¿A qué servicios se refería? En primer lugar pareciera que a los
que habían cumplido como milicianos, a los cuales ya me he referido; servicios
prestados en años de guerra que habían implicado esfuerzos. Al mismo tiempo, podría
estar aludiendo a los servicios que el grupo al cual dirigió sus palabras, plebeyos,
cumplieron por la patria.
En el período colonial la patria era por un lado al lugar específico en el que se
había nacido, y también formaba parte de una trinidad identitaria clave: Dios, Patria y
Rey. El respeto por la religión y la fidelidad al rey constituían las bases del orden social
junto al patriotismo, el amor a una “tierra padre”; pero en esta fórmula no se establecía
bien cuál era ella y podía implicar al espacio virreinal, a la América española o a la
monarquía toda. Patria era un concepto que tenía una directa referencia sentimental: era
la comunidad amplia en la que se vivía y la devoción por ella era el compromiso con el
bienestar general. Ese uso del término continuó en los años revolucionarios, politizado y
con varios sentidos simultáneos: podía denominar alternativamente a un lugar de origen
(como Buenos Aires), a un principio superior casi sagrado, a una comunidad, y en
general reunía a todos en una misma enunciación.
25 La primera cita en la “Carta de Fray Cayetano Rodríguez a Agustín de Molina” (26 de abril de 1815) y la segunda es una afirmación del cónsul estadounidense Halsey, ambos cit. en Canter (1944: 391 y 397).
25
El haber prestado servicios a la patria se convirtió en un elemento fundamental
para legitimar las acciones de una persona. Por ejemplo, en 1818 se desató una pelea en
una pulpería porque uno de los presentes que discutía con otro le reprochó “anda tú con
toda tu alma que jamás has hecho un servicio a la Patria”. Quienes pedían dinero o
favores del gobierno mencionaban ese servicio como justificación. Un ejemplo de
tantos: en 1815, el soldado Pascual Albarat solicitó que se le pagaran sueldos atrasados
apelando a que “sirvió a la Patria 2 años 9 meses impulsado del deseo de sacrificarse
como buen americano en su obsequio” y durante años hubo decenas de solicitudes a las
autoridades en las cuales quien pedía lo hacía en nombre de “los constantes servicios
que ha prestado á la causa de la Patria”. Incluso las mujeres, que no podían servir en la
forma más habitual, la participación militar, acudían al motivo en sus solicitudes: en
1812, Paula Besón explicó que pedía una gracia “impulsada del amor y fidelidad hacia
su Patrio suelo”.26 Aquellos que sostenían que habían servido a la patria creían que esa
acción les había brindado derechos en el sistema a cuya conformación habían
contribuido.
Apenas llegada al poder, la Primera Junta había impulsado la identificación de la
causa revolucionaria con la causa de la patria, y fue realmente exitosa en obtener apoyo
popular (cuidándose muy bien de conseguirlo sin alterar el orden social). Las
celebraciones por las victorias obtenidas u otras noticias felices, así como los
aniversarios de la Revolución, se transformaron en grandes reuniones en espacios
públicos en las cuales buena parte del bajo pueblo mostraba junto al resto de la sociedad
su adhesión a la nueva situación. En estas manifestaciones públicas participaban las
mujeres, que no lo hacían en las prácticas políticas que he analizado hasta aquí,
concentradas en manos masculinas. Distintos testimonios de viajeros y porteños de la
elite marcan la importante presencia popular en las fiestas.27 Generalmente fueron
pacíficas y estuvieron cuidadosamente organizadas por las autoridades; devinieron una
vía de expresión política armoniosa. Sólo en ciertas ocasiones, la impronta plebeya en
algunas –no preparadas con tiempo sino improvisadas ante la llegada de una noticia
agradable– generó malestar entre la elite. Ese fue el caso en noviembre de 1811, cuando
las campanas repicaron en toda la ciudad por una victoria menor en el Alto Perú. Un
26 En orden: “Sumario formado contra Aniceto Martínez”, AGN, X, 27-4-2a, Causas Criminales; AGN, X, 8-7-4, Solicitudes Militares; AGN, X, 12-4-4, Solicitudes militares (1821); AGN, X, 6-6-11, Solicitudes Civiles y Militares. 27 Hay excelentes descripciones en Beruti (2001), Núñez (1960) y Robertson (2000). Para análisis de los festejos revolucionarios véanse Halperin Donghi (1972), Munilla (1995 y 1998), Garavaglia (2000) y Di
26
cronista anónimo escribió en el periódico oficial que salió a la calle a festejar pero no
pudo llegar a la Plaza de la Victoria porque se topó con mucha gente que caminaba en
sentido contrario: “el primer trozo se componía de una multitud de soldados, chusma y
gente de color, unos y otros con visajes y demostraciones groseras, en vez de gritar viva
la patria, llenaban el aire de expresiones groseras que ni el papel puede sufrir”. Había
soldados (mayoritariamente plebeyos), chusma (despectiva forma de llamar a la plebe) y
gente de color (acá diferenciada de la chusma blanca) celebrando de una manera
desagradable para el escritor. “Todos los mozos de tienda (europeos los más) y las
señoras que aun estaban en sus casas”, continúa su relato, “salieron a sus puertas,
ventanas y balcones, pero insultados aquellos con el funesto epíteto de sarraceno y
avergonzadas éstas al oír las palabras indecentes de la vanguardia, se encerraron
repentinamente, por no ser espectadores de una escena tan desagradable; quise
hacerles una reconvención amistosa, y el tono agrio con que me contestaron me obligó
a desistir de la empresa y volverme a casa, a llorar en secreto esta desgracia” (Gaceta
de Buenos Aires, 1910: III, 37). El caso muestra no sólo la importante participación
popular en el evento sino también su fuerte animadversión contra los peninsulares, con
los cuales la dirigencia revolucionaria tenía una actitud ambigua. El epíteto sarraceno
se usó muchísimo en esa década para nombrar e insular a los españoles: remitía a los
moros, combinando la situación de extranjero con la de hereje (Flores Galindo, 1993:
252).
Ese odio plebeyo hacia los peninsulares –que como ya vimos había sido decisivo
para la movilización de abril de 1811– volvió a expresarse abiertamente al descubrirse
la Conspiración de Álzaga. Cuando él fue ejecutado, “fue su muerte tan aplaudida que
cuando murió se gritó por el público espectador viva la Patria varias veces”, y a
continuación “aún en la horca lo apedrearon, y le proferían a su cadáver mil insultos,
en términos que parecía un Judas de sábado santo” (Beruti, 1960: 3830). Tirar piedras
y quemar a un muñeco que representaba a Judas era lo que un viajero llamó una de las
“diversiones de la plebe”: se colgaban en las calles “muñecos de trapo rellenos de
cohetes y combustibles. En la noche del sábado se les prende fuego y don Judas estalla
entre los gritos de la multitud” (Un inglés, 1986: 129).28 La agitación plebeya era
importante: el 8 de julio se esparció el rumor de que habían desembarcado los marinos
Meglio (2007). 28 Para análisis de la quema del Judas, y uso político en otros momentos, véanse Fradkin (2000) y Salvatore (1996).
27
de Montevideo –supuestamente vinculados a los conspiradores porteños– y mucha
gente se reunió en la plaza y en los cuarteles militares, lista para la defensa.29 Rumores
de todo tipo recorrían la ciudad y su origen era muchas veces expresamente falso: un
oficial llamado Atanasio Duarte, que había sido expulsado de la ciudad en diciembre de
1810 tras haber “coronado” a Saavedra en un brindis y por eso vivía en la campaña, le
escribió al gobierno contando que había lanzado noticias apócrifas con el objeto de
soliviantar a los paisanos, “diciéndoles que los Europeos intentaban ... pasar a cuchillo
a todo Patricio de siete años para arriba”. Una mirada escatológica similar estaba
presente en una canción anónima denominada “La conjuración española abortada”,
cuya letra decía, “los Faraones crueles / Tuvieron previsto / No dejar con vida / al Viejo
ni al niño” (las reminiscencias bíblicas eran evidentes). Una ola de delaciones se
esparció por la ciudad, acompañada de acciones violentas; en ambas la plebe tuvo un
papel principal. Después de una denuncia, se encontraron armas enterradas en la casa
del gallego Santiago Martínez, por lo cual fue ejecutado; también se condenó a muerte a
algunos “piratas de Montevideo” capturados en la ciudad; la casa de la mujer de un
peninsular que cayó preso fue saqueada; el moreno Francisco Moris descubrió a un
pulpero peninsular de guardar armas en su corral; varios españoles fueron enjuiciados
por testimonios que los acusaban de verter frases como “que ha de llenar la bocacalle
de su casa de patricios ahorcados” o “que los Europeos vencerían a los Patricios”.30
Ese mismo mes, dos miembros “rebajados” del cuerpo de patricios (¿habrían
dejado de pertenecer a él por el motín de las trenzas?), Antonio Leytes –alias Garito– y
Leonardo Herrador, asaltaron una pulpería. Entraron en la esquina y le preguntaron al
dueño “si era Americano o Sarraceno”; el pulpero confesó que “era Español europeo, a
que le dijeron dese Ud. preso”, dado que los ladrones sostenían, pistola en mano, que
“venimos de orden de Gobierno por denuncia por las Armas que Ud. tiene y tres mil
pesos que están aquí pues de lo contrario le va a Ud. la vida”.31 El robo a los
peninsulares tiene dos caras: brindaba por un lado una excusa válida para engañar a los
damnificados y era a la vez una cuidadosa elección del blanco en la que seguramente
jugó la animadversión ya comentada, estimulada por la convulsión de esos días.
El 24 de julio el gobierno publicó otra proclama que anunciaba el fin de las
ejecuciones, dado que ya habían sido castigados los líderes. Pero no se frenó la
29 “Carta de Olleros a José Lino de Echevarría” (10 de julio de 1812), cit. en Canter (1941: 487). 30 Todos las citas y casos descriptos en AGN, X, 6-7-4, Conspiración de Álzaga, excepto la canción, en Cancionero popular (1905: 159). 31 Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 34-2-34, Juzgado del Crimen, 19.
28
conmoción: esa noche una multitud marchó hasta la iglesia de San Nicolás y colgó
paños azules y blancos de las ventanas. En seguida el gobierno proclamó por bando que
se prohibía a los peninsulares tener pulperías y que en todos los oficios debía
contratarse a “hijos del país” (Canter, 1941: 489); también se dispuso una nueva requisa
de armas entre los europeos. Muchos de ellos fueron asimismo confinados en Luján,
como medida precautoria.32 Las primeras medidas no se cumplieron a largo plazo, pero
es claro que si se tomaron fue para desarmar la agitación popular.
La disyuntiva del momento era americano o sarraceno, polarización que
contribuyó a integrar del lado americano a todos los que no eran peninsulares (incluso
los africanos). Un letrado escribió que el plan de los europeos era asesinar a los
integrantes del gobierno, “desterrar todos los hijos del país los indios, las castas y los
negros, porque el proyecto era que no hubiese en esta capital un solo individuo que no
fuese español europeo”, y remataba que el fin era “volver a los americanos a una
situación más servil que la pasada” (Beruti, 1960: 3830). La separación de la sociedad
en dos partes, que no respondían a la división colonial, era muy clara. Dentro de la
porción americana la jerarquía social no se modificó –incluso los españoles europeos de
la elite que adhirieron a la nueva causa continuaron gozando de su posición
privilegiada– pero se fue quebrando su contenido formal.
La identificación con la patria empezó así a incluir un aspecto social. La
Revolución se proclamó como una regeneración patriótica, y apeló a la identificación
de la población con Buenos Aires en contra de sus nuevos enemigos, los mandones, que
progresivamente fueron a su vez identificados con los europeos. En su entusiasta
adhesión a la causa, los plebeyos se apropiaron y también contribuyeron a delimitar sus
premisas, como cierto igualitarismo o la idea de independencia; sin duda influyeron
decisivamente en la radicalización de la posición contra los peninsulares. La
intransigente caracterización de éstos como enemigos de la patria implicaba una
impugnación a su posición social, generalmente superior a la de los plebeyos porteños.
La causa de la Revolución, causa patriótica, fue vivida como una empresa colectiva y en
ella se subsumieron las tensiones sociales de la época.
Las sospechas contra los sarracenos continuaron a lo largo de toda la guerra de
independencia. Por ejemplo, en 1816, el soldado Dionisio Diez denunció al español
32 Hubo una “orden general de internación de Europeos”; véase el pedido de Josefa Xil para que regresara de Luján su marido, un zapatero peninsular, que fue denegado, en AGN, X, 6-6-12, Solicitudes Civiles y Militares (26 de octubre de 1812).
29
Ángel Villegas por “demostraciones de alegría que manifestó al saber la derrota en el
Perú de nuestro ejército comandado por el Sr Gral Don José Rondeau” (en el desastre
de Sipe-Sipe, último intento revolucionario de apoderarse del Alto Perú); un fraile
franciscano no pudo aportar pruebas contra el acusado pero sí llamó la atención sobre
“el concepto público que tiene dicho Villegas de un enemigo de la Causa y Sistema de
la América”. La comunidad condenaba a Villegas; la justicia no lo hizo por falta de
evidencia.33 En 1818 tuvo lugar un hecho similar: el soldado Pedro Castro oyó en una
pulpería a un gallego hablando “contra Nuestro sistema que decía que pronto habíamos
de sucumbir” y cantando “con eco alto una Copla de mucho obsequio a la Europa y en
las expresiones que hacían aunque con embozo poco concepto y favor a la Patria”.
Otros testigos lo corroboraron y el pulpero agregó que gritaba “yo muero por el Rey y
por la Ley”.34 Los plebeyos estaban atentos a las expresiones contrarrevolucionarias y a
finales de la década, las noticias de que en España se preparaba una gran expedición
contra el Río de la Plata aumentaron sus denuncias contra los peninsulares. Además,
algunos también podían dirimir asuntos que no fueran de índole política con ellos
acusándolos de oponerse a la patria.
Las citas textuales que se han ido consignado muestran cómo entre la población
porteña se extendía una cadena de conceptos positivos: nuestro sistema-América-la
causa-la patria; y éstos se enfrentaban con los mandones-sarracenos-la Europa-el Rey.
Esa no había sido la antinomia en el inicio de la Revolución, se había delineando con el
devenir de la guerra y se había aclarado completamente con el retorno de Fernando VII
al trono en 1814. Los peninsulares que nunca se plegaron al nuevo orden seguían
silenciosamente reconociendo al monarca, con lo cual apareció una clara oposición
entre éste y “santa causa” de la Patria. Un ejemplo: en 1819 el zapatero gallego Baltasar
Suárez fue acusado de negarse a realizar una patrulla diciendo “que él era vasallo del
Rey y no soldado de la Patria y que sólo serviría al Rey”.35 La vieja tríada se había roto:
la religión no se discutía, pero ahora el rey se oponía a lo que resultó ser más
importante: la patria. El rey rechazado pasó no sólo a ser el rey de España sino también
la monarquía. En cambio, si la patria había adoptado una forma de gobierno republicana
–así era de hecho desde que se impuso la soberanía del pueblo en 1810– una y otra se
fueron equiparando para quienes combatieron en su nombre. No hubo un monarquismo
33 AGN, IX, 32-7-8, Criminales, 62. 34 AGN, IX, 32-7-8, Criminales. El acusado era Vicente Fernández. 35 AGN, X, 27-4-2a, Causas Criminales.
30
popular rioplatense ni se han registrado evidencias de nostalgias plebeyas del rey; por el
contrario la actitud parece haber sido la que expresó en sus versos el payador oriental
Bartolomé Hidalgo, muy popular en Buenos Aires: “el Rey es hombre cualquiera”,
decía, “no se necesitan reyes / para gobernar los hombres / sino benéficas leyes”
(Hidalgo, 1967, 26 y 31).
Con el fin de la guerra, el alejamiento de la amenaza de la expedición española –
que en vez de embarcarse se rebeló contra Fernando VII– y el triunfo del sistema
republicano, la tensión con los peninsulares que seguían residiendo en la ciudad perdió
intensidad. Los elementos de conflictividad social insertos en esa animadversión se
fueron trasladando al descontento popular con algunos de los resultados de la guerra, al
rencor hacia algunos beneficiados durante su desarrollo y hacia la ingratitud de las
autoridades. Bartolomé Hidalgo lo expresó muy bien en 1821 –por entonces residía en
Buenos Aires– cuando sostuvo que “desde el día memorable / de nuestra revolución”
había entrado mucha plata y mucho oro en la capital,
pero en tanto que al rigor / del hambre perece el pobre, / el soldado de valor, / el oficial de servicios, / y que la prostitución / se acerca a la infeliz viuda / que mira con cruel dolor / padecer a sus hijuelos; / entre tanto, el adulón, / y el que de nada nos sirve / y vive en toda facción, / disfruta de gran abundancia / y como no le costó / nada el andar remediao / gasta más pesos que arroz. / Y, amigo, de esta manera / en medio del pericón / el que tiene es don Julano / y el que perdió se amoló: / sin que todos los servicios / que a la Patria le emprestó / lo libren de una roncada / que le largue algún pintor (Hidalgo, 1967: 48).
Mientras los que no habían hecho nada se habían apropiado de la riqueza en los
años revolucionarios, los que arriesgaron su vida por la causa de la patria, y las viudas
de los que la perdieron, estaban inmersos en la pobreza. Percepciones como esas eran el
trasfondo de la indignada arenga de Santiago Manul. Contribuyeron a crear un clima de
descontentos sociales que estarían presentes en la fundamental participación popular en
la política porteña de las décadas de 1820 y 1830.
Nos quiere hacer esclavos
La construcción de esa noción colectiva de patria implicó un cambio simbólico
importante para la población negra de Buenos Aires y en particular para los esclavos.
Uno de ellos llamado Ventura, que pertenecía a Martín de Álzaga, fue quien denunció la
conspiración que preparaba su amo. El gobierno le otorgó en premio su libertad y llevar
una leyenda que decía “por fiel a la Patria”; otro de los esclavos de Álzaga se refirió
31
posteriormente al amo muerto como “el traidor”.36 Para muchos la patria empezó a ser
un horizonte de libertad, en particular para los hombres, dado que varios fueron
comprados por las autoridades a sus amos o a veces donados por éstos para la guerra
(además el Estado confiscó en varias oportunidades esclavos pertenecientes a
peninsulares para usarlos en el ejército). La promesa de ser libres aguardaba al final del
servicio. En cuanto a los que ya lo eran, su lugar social subalterno se mantuvo –negro
fue en ocasiones un insulto, al igual que mulato, incluso en boca de los plebeyos– pero
simbólicamente tuvieron un ascenso al entrar en el bando americano junto a los blancos
y el resto.37 Para los que sirvieron militarmente, eso les daba derechos. En 1820 un
oficial ebrio insultó a sus soldados, que eran casi todos morenos, diciéndoles que eran
unos “negros trompetas” (una expresión de desprecio que significaba “hombre bajo y
de poca utilidad”, según el diccionario de la Real Academia Española de 1803). Luego
empujó a uno de ellos, quien le contestó “que porqué le pegaba, que reparase que era
el cabo de la guardia, y que aunque era negro no era un Trompeta sino un cabo de la
Patria”.38 Sus camaradas provocaron una gritería en contra del oficial que por poco no
terminó en un motín. ¿Era posible una respuesta así de parte de un negro antes de la
Revolución?, probablemente no. Esa identificación de los morenos con la patria tuvo
larga vida. “He sido testigo”, sostuvo un viajero francés al comenzar la década de 1830,
“de su entusiasmo y de la ardiente alegría que les brota ante la palabra Patria”
(Isabelle, 1943: 135).
La libertad de vientres sancionada en 1813 contribuyó sin duda a la adhesión de
los negros a la causa revolucionaria, y varios empezaron a apelar a esa decisión para
buscar su libertad. Una esclava africana que recibió el nombre de Juana de la Patria, dijo
que había naufragado en un barco en las playas de Montevideo con unos compañeros y,
como el gobierno había prescripto que “los que naciesen y pisasen estos puertos fuesen
libres, pide que se declare si es o no libre junto con sus compañeros”. Algo similar
ocurrió con Sebastián Tejera, quien había sido esclavo en la Banda Oriental; cuando fue
enviado al servicio de una familia en Buenos Aires se dirigió a las autoridades apelando
36 Las distinciones a Ventura en AGN, X, 6-7-4, Conspiración de Álzaga; el otro caso en AGN, X, 6-6-12, Solicitudes Civiles y Militares, petición de “El moreno Juan” (1° de agosto de 1812). Para la cuestión de la integración véase Bernand (2003) 37 Negro como insulto en “Sumaria e información contra Vizente Gomes...” (1814), AGN, X, 27-4-2, Causas Criminales; mulato en la declaración del capitán Sosa en AGN, X, 30-3-3, Sumarios Militares, 957, en la que describe que alguien usó los insultos: “Pícaro Mulato indecente”. 38 AGN, X, 29-10-2, Sumarios Militares, 146.
32
al “Soberano Decreto de 813 por el cual debe quedar libre”.39 Las solicitudes al
gobierno para defender derechos eran muy frecuentes, a través de la intervención de
algún escriba. Por ejemplo, Jerónima Díaz y Medina protestó ante las autoridades
porque su sobrina, que era libre, recibía en una casa en la que trabajaba el trato de
esclava, debido a lo cual se fugó. Intervino el alcalde de barrio, quien “viéndonos que
somos imbéciles, que somos pobres, de una condición baja aunque honrada, no ha
hecho sino obligarnos a que la entreguemos bajo [amenaza] de penas”. Su alegato
terminaba asegurando que “la persona libre no debe conocer servidumbre, ni esclavitud
sobre su condición: el gobierno ha jurado sostener este privilegio; y si esto es cierto
¿Por que por fuerza se ha de entregar al servicio a una muchacha contra su
voluntad?”40 El proceder no era nuevo: hemos visto que durante los tiempos coloniales
los esclavos solían presentarse ante la justicia para protestar contra malos tratos de sus
amos y a veces consiguieron mejorar su situación (Perri, 1999). Lo que cambió después
de 1813 era que la misma institución de la esclavitud comenzó a ser minada por la
apropiación que hicieron los implicados de la libertad de vientres. Dos años, después el
moreno libre Hilarión Gómez, sostuvo que “todo respira el desterrar la esclavitud y en
nuestro sistema se han declarado todos los partos libres”.41
La causa de la patria mostró levemente cierta tensión racial. La criada negra de
doña Juana Arandia, llamada María, fue duramente golpeada por dos españoles
europeos en una pulpería, por haber insultado a uno de ellos tras una discusión
diciéndole “gallego, puto, judío y ladrón”.42 Los términos empleados por María fueron
usados con un fin denigratorio, por lo cual queda claro que gallego –buena parte de los
pulperos de Buenos Aires eran de ese origen– era equivalente a los otros insultos. El
judío era considerado un enemigo de la Cristiandad desde el Medioevo y ese lugar había
sido afianzado por el Concilio de Trento. La Revolución permitió a los esclavos liberar
algunos resentimientos y legitimó la animosidad contra un enemigo blanco: los
peninsulares.
En el motín de los pardos y morenos de 1819, esa tensión racial estuvo más
presente. Al acusar al gobierno de que “nos quiere hacer esclavos”, Manul acudía a la
que posiblemente fuera la mayor afrenta para un grupo de negros libres. En el curso de
39 Ambos en AGN, X, 11-1-4, Solicitudes Civiles (1819). Lamentablemente no constan las resoluciones. 40 AGN, X, 10-9-6, Solicitudes Civiles (1819). 41 AGN, X, 8-9-4, Solicitudes Civiles y Militares, 21 de junio de 1815. 42 "Demanda puesta por doña Juana Arandia contra los españoles Antonio Morán y su compañero F. Mojo sobre el castigo que dieron a una criada…"; AGN, Tribunal Criminal, M-1 (1819).
33
ese levantamiento, un vecino observó preocupado “que un negro velero y cojo se
distinguió en sus gestos y amenazas a los Blancos”.43 No es posible saber si ese
vendedor de velas pertenecía al tercio o si se agregó a la agitación. Lo que es muy
probable es que la percepción de una animosidad contra los blancos debe haber ayudado
a que diversos vecinos se sumaran a los cívicos de caballería en la operación nocturna
que desarmó en el hueco de la Concepción a los amotinados.
Aquí no tenemos padre ni madre
La frase del enojado Manul puede haber remitido a la falta de arraigo de algunos
negros en Buenos Aires, pero también puede haberse referido a la sensación de una
ruptura de la relación con las autoridades, de las que muchas veces se esperaba un
comportamiento paternal. En la sociedad colonial el rey había sido considerado una
figura paternal, y el gobierno revolucionario heredó el atributo, como se desprende de
solicitudes que se le dirigían denominándolo “Vuestra Excelencia como padre de los
naturales de ésta” (la ciudad), “V.E. es el Padre de la República”, o apelando al
“paternal corazon de V.E.”.44 En este caso, la irritación era tanto con el gobierno como
con el Cabildo, que en general gozaba de una gran legitimidad entre la población
porteña, porque era tradicionalmente el encargado de resguardar el bien común.
El Cabildo se ocupaba del abasto de alimentos para la ciudad y por eso tomaba
recaudos para “que nunca se verifique que el publico sufra escasez de carne” ni que
hubiese problemas con el pan, los dos principales componentes de la dieta de los
porteños. Asimismo, buscaba regular los precios para evitar malestares entre la
población: en 1813, ante el “escandaloso precio a que en el día se vende la carne al
público, con el más grave perjuicio de éste”, convocó a los abastecedores para definir
cuál iba a ser el precio en cada estación, dado que en invierno subía (AEC, 1927: VI,
601 y V, 617). A la vez, el ayuntamiento se encargaba de pagarle sus pensiones a viudas
y huérfanos de víctimas de la guerra, de vestir a los presos, de auxiliar a familias que
sufrían una inundación, de ayudar con créditos a labradores en dificultades, de solicitar
la reducción de cargas fiscales sobre los artesanos cuando éstos estaban en una mala
situación, de escribir los bandos destinados a la población, de dar discursos en las
celebraciones públicas, de organizarlas, y de dirigir a los alcaldes de barrio y sus
43 Ibid, parte de don Eustoquio Díaz Vélez. 44 AGN, X, legajos 8-9-4 (1815), 11-1-4 y 10-9-6 (1819), Solicitudes Civiles. Para el rey como padre véase (Schaub, 1998).
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tenientes.45 Uno de sus integrantes, el Defensor de Pobres, intercedía entre éstos –
incluidos los esclavos– y el gobierno. La legitimidad de su poder no era discutida por
nadie: “el Cabildo era la autoridad más inmediata del pueblo, era la cabeza, el padre, y
sus hijos como a tal lo adoraban, lo respetaban, le tributaban un culto voluntario, una
devoción exaltada” (Iriarte, 1945: 31). Cuando en 1820 Buenos Aires vivió un complejo
período político, un oficial sostuvo que “el Excelentísimo Cabildo es nuestro Padre, y a
él sólo debemos obedecer”.46
No es casualidad que la participación política de la plebe porteña desde 1810
hubiera sido en buena medida articulada por el Cabildo. A él se dirigieron las peticiones
de los “movimientos del pueblo” como los de abril y septiembre de 1811 o el de octubre
de 1812, mientras que en otras ocasiones, como en abril 1815, fue el mismo cabildo el
que convocó a la población a la acción política.
Habiendo visto reunidos en la puerta de mi tienda varios negros changadores
Con esta frase comienza la denuncia contra Santiago Manul. Y es ilustrativa:
explicita el papel fundamental que cumplió la ciudad en la participación política de la
plebe. La politización de sus espacios permitió la difusión y la transmisión del
repertorio de prácticas políticas populares moldeado en 1811: la intervención en las
luchas facciosas, la presencia en fiestas y otras manifestaciones públicas, los motines
militares dirigidos por plebeyos. La permanente movilidad del bajo pueblo –residencial
por las dificultades para pagar alquileres, laboral por la fragilidad de la estructura
ocupacional, geográfica por la guerra y las migraciones (Di Meglio, 2007)– conllevó la
propagación de ideas y recuerdos, comunicados en los lugares de sociabilidad plebeya.
Las pulperías, las plazas, los mercados, los atrios de las iglesias y los cuarteles militares
se empaparon de política. Allí circulaban los rumores, se entonaban canciones
patrióticas, se leía la prensa en voz alta incluyendo a los analfabetos, se debatían las
decisiones del gobierno y se discutían los avatares de la guerra. Esa función transmisora
de los espacios urbanos se hizo clara en el sumario que se levantó después del motín del
tercer tercio cívico en 1819. Durante el proceso, un juez le preguntó a algunos de los
milicianos negros qué otros levantamientos ocurridos en la ciudad habían presenciado.
45 Los bandos están recopilados en AGN, X, legajos 44-6-7 y 44-6-8, Gobierno. Para el resto de las actividades mencionadas véase AEC (1927, V, 104, 174; VII, 87, 189, 434, 636; asistencia a inundados de Barracas en VII, 330-4, 355 y 384; asistencia a labradores en VI, 28; protección a artesanos en V, 194; un discurso de un regidor en mayo de 1812 en V, 216).
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El soldado Remigio Rodríguez respondió que “conmociones que ha oído son las de
Patricios”, es decir el motín de las trenzas, “y la que ha visto ha sido la de Álzaga en las
que la pena que se ha impuesto ha sido según ha oído y visto la de muerte y que en la
Primera según ha oído decir fueron nueve y en la Segunda vio unos cinco o seis y los
demás oyó decir que fueron muchos”.47 Rodríguez conocía bien el antecedente de un
motín miliciano y que los responsables habían sido ejecutados; se había enterado –
incluso el número era bastante correcto– por boca de otros. Él mismo había estado entre
la multitud que presenció algunos de los fusilamientos en la agitación de julio de 1812;
del resto le contaron. Las reuniones informales en espacios públicos, como la que usó
Manul para decir sus opiniones, eran una de las vías principales para la reproducción de
las prácticas políticas.
Un final y un legado
Encontrar palabras como las de Santiago Manul no es algo corriente; tampoco lo
es, por supuesto, toparse con un motín protagonizado por milicianos pardos y morenos
sin intervención de los oficiales. Lo que he intentado mostrar aquí es que unas y otro no
provinieron sólo de una situación de descontento coyuntural: se insertaban, por el
contrario, en años de experiencia de participación política plebeya. Un año después del
levantamiento del tercer tercio, el gobierno central creado por la Revolución se
desmoronó. Surgió así la provincia de Buenos Aires. Durante 1820, la situación política
en ella fue sumamente convulsionada y la inestabilidad fue la regla. La sucesión de
complejos enfrentamientos facciosos, en los cuales el papel de la milicia fue decisivo, se
cerró en octubre tras un levantamiento del segundo y el tercer tercio cívico, junto al
pequeño batallón fijo (del ejército regular).
La causa fue el rechazo de esos grupos, aliados con el Cabildo, al retorno al
poder del grupo que había dirigido el gobierno entre 1816 y 1820, al que consideraban
de regreso con la designación del general Martín Rodríguez como gobernador. Los
sublevados se hicieron fuertes en la Plaza de la Victoria y Rodríguez huyó. La tropa
estaba exaltada y los oficiales tenían que contenerla.48
46 AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, Conspiración del 1° de octubre de 1820. 47 AGN, X, 30-3-4, Sumarios Militares, 957. 48 Lo declaró el capitán N. Martínez, prisionero de los alzados, en AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, 279.
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El alzamiento fue liderado por el Cabildo y por algunos militares que gozaban de
popularidad en la ciudad. También intervinieron en la organización algunos pulperos
que eran a la vez capitanes del segundo tercio cívico, a quienes un contemporáneo
llamaba “tribunos de la plebe” (Iriarte, 1944: 244 y 271). Entre los participantes, unos
ochocientos en total (Herrero, 2003), no sólo estuvieron los cívicos y los soldados del
batallón fijo: se denunció que un esclavo que trabajaba en una panadería se fugó “y se
incorporó entre las gentes que se hallaban en la Plaza”.49 ¿Podemos imaginar que
Manul estuvo también con sus compañeros de tercio en la plaza? No es descabellado
pensarlo.
Rodríguez volvió a la ciudad a la cabeza de fuerzas milicianas de la campaña –
los colorados– y se dispuso a asaltar la Plaza de la Victoria. Ante el inminente ataque,
los dirigentes del levantamiento procuraron conseguir un acuerdo. Uno de ellos quiso
convencer a los de la plaza que se retiraran hacia sus cuarteles: “me dirigí a la recova, y
hablando con firmeza y resolución a los cívicos, les hice presente la necesidad que
había de evitar más derramamiento de sangre, y ellos, demostrando mucha oposición,
se resistían al abandono de sus puestos ... Don Angel Pacheco contuvo a un cívico que
me iba a tirar” (de la Quintana, 1960: 1400). Mientras negociaban, la caballería de
Rodríguez atacó sorpresivamente y los cívicos comenzaron a resistir sin esperar
órdenes. Según un oficial que combatió a favor del gobernador, los del tercer tercio no
escuchaban a sus jefes, “cargaban las armas sin su conocimiento y que parecía no le
obedecían”.50 A un suboficial se le ordenó “que todos se retirasen, y no obedeciéndolo
los demás, lo ejecutó el que confiesa”, mientras que un oficial afirmó que no logró
“contener a la gente y privar que se siguiese el fuego que ellos habían empezado sin su
orden por hallarse comiendo” (ambos testimonios eran poco creíbles, pero es
interesante que pudieran esbozarlos aprovechando que la situación fue verdaderamente
caótica).51 Después de un primer combate, los del gobierno volvieron a ofrecer la
rendición, pero “en vano algunos de su jefes y los parlamentarios … manifestaban a la
chusma despechada que serían pasados a cuchillo: ella les amenazaba fusilarlos si no
se retiraban … muchos facciosos metidos tras de los pilares de la Recoba nueva en la
vereda ancha prefirieron morir a rendirse”.52 La batalla siguió y “todos revueltos se
49 Pertenecía a Pedro Bureñigo; AGN, X, 12-4-4, Solicitudes militares, 1821. 50 AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, (expediente sin número). 51 Ibid, declaraciones del tambor Felipe Gutiérrez y de Epitacio del Campo, AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, 275. 52 “Carta de José María Roxas a Manuel José García”, en Saldías (1988: 255).
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mataban unos a otros sin compasión”; hubo entre trescientos y cuatrocientos muertos.53
Finalmente, la victoria fue de Rodríguez.
Los que se sublevaron fueron los tercios con mayoría plebeya, el segundo y el
tercero, mientras que los integrantes del primer tercio cívico, que agrupaba a la gente
del centro de la ciudad, “concurrieron con sus personas en favor de la conservacion del
orden”; como dijo uno de sus oficiales, lucharon “por la autoridad legítima”.54 Esa
impronta plebeya generó un gran temor social entre la elite porteña. Un testigo llamó a
los alzados “los sanculotes despiadados, los de los ojos colorados”(Iriarte, 1944: 370);
otros se lamentaba de que “la patria se ve en una verdadera anarquía, llena de partidos
y expuesta a ser víctima de la ínfima plebe, que se halla armada, insolente y deseosa de
abatir a la gente decente, arruinarlos e igualarlos a su calidad y miseria” (Beruti,
1960: 3933); un tercero sostenía que si Rodríguez hubiera sido vencido el resultado
habría sido “el saqueo de Buenos Aires, pues la chusma estaba agolpada en las
esquinas envuelta en su poncho, esperando el éxito; y si la intrepidez de los colorados
no vence en el día, esa misma noche se les une 4 ó 6 mil hombres de la canalla y es
hecho de nosotros”.55
La intransigencia de los miembros de la tropa, que quisieron resistir desoyendo a
muchos de sus oficiales es comprensible si se tienen en cuenta los diez años de
movilización política y guerrera. Frente a los vacíos de poder de 1820, muchos plebeyos
compartieron las posiciones políticas de los capitulares y ciertos militares, y luego de
una experiencia de una década de movilización, llegaron a defenderlas
intransigentemente más allá de la voluntad de sus jefes.
Como consecuencia del episodio, el Cabildo perdió la conducción de las milicias
cívicas, que quedaron bajo la jurisdicción del gobernador de Buenos Aires (AEC, 1927:
IX, 297). Al año siguiente, los tercios fueron disueltos y se reorganizó la milicia urbana,
con menos efectivos, en la denominada Legión Patricia. La elite triunfante buscaba así
eliminar las posibilidades de desorden, y también las vías de intervención plebeya en la
política. Sólo lo lograría parcialmente: las décadas siguientes volvieron a contar a la
plebe como uno de los actores de la escena política porteña, y varias tensiones sociales y
raciales iban a seguir canalizándose en ella. La política porteña no iba a poder separarse
de su impronta plebeya: ese fue el legado de gente como Santiago Manul.
53 La cita en ibid. Las cifras de muertos en (Forbes, 1936: 85; Iriarte, 1944: 368; Haigh, 1920: 146). 54 Solicitud de Hilario Martínez, AGN, X, 11-7-4, Solicitudes Civiles y Militares; y testimonio del teniente del primer tercio don Juan Arrasain, AGN, X, 30-1-3, Sumarios Militares, 586. 55 “Carta de José María Roxas...”, en Saldías (1988: 255).