DEMOCRACIA BORDERLINE: LA DERIVA HACIA EL
AUTORITARISMO ELECTORAL EN COLOMBIA (2002-2010)
BORDERLINE DEMOCRACY: THE DRIFT TOWARDS ELECTORAL
AUTHORITARISM IN COLOMBIA
Edwin Cruz Rodríguez
Universidad Nacional de Colombia
Recibido: 10/08/2017 - Aceptado: 1/12/2017
Resumen
Este artículo analiza la configuración del régimen político colombiano durante el
gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) desde la perspectiva teórica del
autoritarismo electoral. Sostiene que en este período hubo una deriva hacia el
autoritarismo electoral, puesto que dicho gobierno erosionó los poderes independientes
del Ejecutivo, incurrió en prácticas de manipulación electoral, represión ilegal a agentes
de la oposición e implementó una estrategia de comunicación destinada a producir
opacidad. Sin embargo, esta tendencia autoritaria no logró consolidarse a nivel del
régimen político, porque en 2010 se impidió una segunda reelección de Uribe y se dio
paso a la alternancia en el gobierno.
Palabras clave
Colombia, autoritarismo electoral, democracia, Álvaro Uribe Vélez.
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apostarevista de ciencias socialesISSN 1696-7348 Nº 78, Julio, Agosto y Septiembre 2018
Formato de citación: Cruz Rodríguez, E. (2018). “Democraciaborderline: la deriva hacia el autoritarismo electoral en Colombia(2002-2010)”. Aposta. Revista de Ciencias Sociales, 78, 121-151, http://apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/ecruzr.pdf
Abstract
This paper analyzes the configuration of the Colombian political regime during the
government of Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) from the theoretical perspective of
electoral authoritarianism. He argues that in this period there was a drift towards
electoral authoritarianism, since the government deployed eroded the independent
powers for the benefit of the Executive one, incurred practices of electoral
manipulation, illegal repression of opposition agents and implemented a
communication strategy aimed at producing opacity. However, this authoritarian
tendency failed to consolidate at the level of the political regime, because in 2010 was
prevented a second re-election of Uribe and gave way to alternation in government.
Keywords
Colombia electoral authoritarianism, democracy, Álvaro Uribe Vélez.
1. INTRODUCCIÓN
El régimen político colombiano ha sido tradicionalmente catalogado como una de las
democracias más antiguas y sólidas. Sin embargo, su carácter democrático siempre ha
sido cuestionado, especialmente por cuenta de la coexistencia entre instituciones
representativas y altos índices de violencia en constante interacción (Roll, 2001;
Palacios, 2012: 18; Gutiérrez, 2014). Por esa razón, se ha acudido a toda clase de
adjetivos para clasificarlo. Durante el Frente Nacional (1958-1974), periodo en el que
los partidos Liberal y Conservador pactaron el reparto igualitario del poder y los cargos
estatales, excluyendo terceros partidos y gobernando mediante estado de sitio, el
régimen se caracterizó como “democracia oligárquica” (Wilde, 1982) o “democracia
restringida” (Leal, 1989), entre otros.
Tras un período de progresivo desmonte del pacto bipartidista, la Constitución de 1991
significó una apertura democrática que, entre otras cosas, acabó con el monopolio de la
representación política por parte de los partidos tradicionales e incentivó la
participación de terceras fuerzas (Pizarro, 2008). No obstante, la Constitución no
consiguió poner fin al conflicto armado interno, la apertura política se tradujo en una
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gran fragmentación de las fuerzas políticas y la contienda electoral fue crecientemente
permeada por el crimen organizado y el narcotráfico (Gutiérrez, 2007). A mediados de
los años noventa el país se precipitó en una aguda crisis a causa de la financiación de la
campaña del presidente liberal Ernesto Samper (1994-1998) con recursos del
narcotráfico y el repunte en la guerra por parte de las principales organizaciones
guerrilleras. Tratando de solventar la situación, el gobierno conservador de Andrés
Pastrana (1998-2002) mantuvo una negociación con las Farc que finalmente no dio
resultados.
En este contexto, llega a la presidencia el liberal disidente Álvaro Uribe Vélez (2002-
2006), quien canalizó el descontento tras el fracaso del proceso de paz en torno a su
Política de Seguridad Democrática (PSD), una ofensiva contrainsurgente sin
antecedentes apoyada con recursos de EE.UU. en el marco del Plan Colombia. El éxito
de esta política le permitió realizar una “contrarreforma constitucional” (Restrepo,
2007: 47) que fortaleció el poder ejecutivo en detrimento del legislativo, el judicial y los
poderes descentralizados, principalmente al permitir la reelección en 2006. Durante la
segunda administración de Uribe (2002-2006) salieron a la luz pública distintas
conductas corruptas y autoritarias, desde la manipulación electoral hasta el espionaje a
las altas cortes. El gobierno Uribe es al mismo tiempo el que más aceptación ha
registrado en la historia reciente, con cifras por encima del 70% en las encuestas, y el
que más procesos judiciales y escándalos de corrupción ha tenido. Gran número de
funcionarios cercanos al presidente fueron procesados judicialmente por crímenes
comunes y políticos, y contra el mismo presidente Álvaro Uribe reposaron más de 160
investigaciones en la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, su juez
natural (Cepeda, 2010: 149).
Estos hechos desafiaron los límites que hasta entonces había tenido una democracia
deficitaria en guerra y amenazaron con el tránsito hacia un régimen no democrático, de
manera que la discusión sobre el tipo de régimen se abrió nuevamente. Por una parte, se
insistió en concebirlo como una clase de democracia con adjetivos, señalando su
carácter imperfecto pero perfectible: “democracia asediada” (Bejarano y Pizarro, 2002),
“paracracia” –en alusión a la infiltración del paramilitarismo en altas instancias del
Estado- (Botero, 2007), “semidemocracia” (Hartlyn, 2012: 98), “subpoliarquía” (Duque,
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2010), e incluso el paradójico “modelo estable de democracia homicida” (Gutiérrez,
2014: 38). Por otra parte, otro conjunto de estudios caracterizó al gobierno como un tipo
de autoritarismo, ya fuese bajo la forma del “neopopulismo”, que resaltaba sus
similitudes con el gobierno de Fujimori en el Perú (De la Torre, 2005), o como un tipo
de “bonapartismo”, entendido como un régimen dictatorial de carácter civil (Moncayo,
2004: 349-350; Sánchez, 2005: 74)
La categoría de autoritarismo electoral es más precisa para caracterizar el régimen
político colombiano bajo el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010), que la democracia
con adjetivos y que las de neopopulismo y bonapartismo. El concepto se originó por la
necesidad de caracterizar el ascenso de regímenes híbridos alrededor del mundo con
posterioridad al fin de la Guerra Fría (Levitsky y Collier, 1997; Diamond, 2002). Un
contexto que hace demasiado costoso, en términos de las presiones internas y externas,
el mantenimiento de autoritarismos tradicionales y que ha llevado a la creciente
utilización, por parte de gobiernos autócratas, de las instituciones formales de la
democracia, principalmente elecciones multipartidistas, para legitimarse sin que en
realidad exista una competencia política justa (Levitsky y Way, 2002).
La categoría de neopopulismo, en contraste, hace referencia a un estilo de gobierno
caracterizado por la apelación a las formas de hacer política del viejo populismo, como
el predominio de mecanismos plebiscitarios y carismáticos de legitimación, pero en
conjunción con la implementación del modelo económico neoliberal (De la Torre, 2006:
16-17). Sin entrar a discutir la pertinencia de este concepto en un caso que no se
caracterizó por la interpelación al pueblo, puesto que el discurso del gobierno Uribe
tuvo como nodo articulador el significante “patria” y no un concepto clasista de pueblo
(González, 2013), designa un fenómeno que no necesariamente pone en cuestión el
carácter democrático del régimen aunque deteriore sus mecanismos de agregación de
intereses. La categoría de bonapartismo, por su parte, hace referencia a una
configuración autoritaria del régimen caracterizada por el predominio de la coerción
sobre la ideología, la alteración en la división de poderes, los pesos y contrapesos
constitucionales, el predominio del centralismo y las modificaciones a la democracia
representativa, bien sea en un sentido corporativo o plebiscitario (Moncayo, 2004: 334-
335; Sánchez, 2005: 145). Si bien estas características podrían describir el gobierno
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Uribe, no resulta claro que se trate de un régimen autoritario a secas, ni que se sustente
en una coalición de clases sociales como lo supone el concepto de bonapartismo.
El autoritarismo electoral también es una categoría más precisa que el concepto de
“regímenes iliberales”, formulado en el mismo contexto (Zakaria, 2003: 15). Mientras
este último alude a una amplia gama de configuraciones institucionales alejadas de
ciertos principios liberales, entre las que se encuentran la dictadura y la democracia
electoral, el concepto de autoritarismo electoral designa una situación precisa. Schedler
(2016: 119-120) distingue cuatro tipos de regímenes: del lado democrático se
encuentran la democracia liberal, en donde existe una alta observación de los valores
democráticos, y la democracia electoral, bajo la cual el respeto por esos valores es
menor o menos cualificado. Del lado del autoritarismo ubica el autoritarismo
tradicional, en donde existe un régimen sin elecciones multipartidistas y sin
competencia política, y el autoritarismo electoral, que formalmente instala las
instituciones de la democracia, y en primer lugar las elecciones, pero las somete a toda
clase de subversiones y manipulaciones.
La pertinencia de este enfoque no se agota en la taxonomía, sino que además permite
aprehender las relaciones de poder y el tipo de política que se producen en un contexto
de autoritarismo electoral. La introducción de las elecciones genera una dinámica
política particular, pues si bien establecen una disputa asimétrica en la que el gobierno
autocrático puede manipularlas, también abren oportunidades para los actores de
oposición, puesto que sus resultados no están completamente predeterminados
(Schedler, 2016: 21-22). Esto produce una doble contienda política, por los resultados
de las elecciones que permitirían una alternancia en el gobierno y por los arreglos
institucionales.
En particular, este trabajo examina los “menús de la manipulación” (Schedler, 2016:
101-102) puestos en práctica por el gobierno Uribe: el tratamiento de los poderes
independientes al poder ejecutivo como poderes subordinados, la manipulación
electoral, la represión de los agentes de oposición, y una estrategia de comunicación
política orientada a producir opacidad. El argumento central es que entre 2002 y 2010
hubo una deriva hacia el autoritarismo electoral en Colombia. Sin embargo, esta
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tendencia autoritaria no logró consolidarse a nivel del régimen político, particularmente
porque en 2010 se impidió una segunda reelección de Uribe y se dio paso a la
alternancia en el gobierno.
Para desarrollar este argumento, el texto se estructura en cinco partes. Primero, analiza
el deterioro de los pesos y contrapesos institucionales agenciado por el gobierno Uribe.
En segundo lugar, examina la manipulación electoral. Seguidamente, reconstruye las
dinámicas de la represión política ilegal. En cuarto lugar, estudia las estrategias de
comunicación política del gobierno. Finalmente, explica por qué no se consolidó la
tendencia autoritaria.
2. CONTRA LOS PESOS Y CONTRAPESOS INSTITUCIONALES
Durante sus ocho años, el gobierno Uribe sistemáticamente atacó la división de poderes
propia del Estado de derecho, aumentando el poder del Ejecutivo en detrimento, en
particular, del poder judicial. Cuatro coyunturas, el referendo de 2003, la reforma
constitucional que permitió la reelección en 2005, las investigaciones del poder judicial
sobre la “parapolítica” y la elección de Fiscal General, evidencian esta tendencia.
En su primer año como presidente, Uribe dio muestras del poco respeto que su gobierno
tendría por los pesos y contrapesos institucionales, cuando estos se interpusieran en sus
iniciativas. Con un discurso marcadamente antipolítico, en que se presentaba como
“independiente” y contrario a la clase política tradicional, propuso un referendo que
inicialmente pretendía reducir el tamaño del Congreso al convertirlo en unicameral.
Durante su confección por parte del gobierno, la iniciativa sufrió una transformación
considerable que le confería facultades especiales al Presidente para implementar el
ajuste fiscal recomendado por el FMI sin necesidad de consultar al Congreso. De esa
manera, lo que inicialmente era un referendo se convirtió en un plebiscito con 15
preguntas, con posibilidad de votación en bloque, que trataban materias de muy difícil
comprensión para el votante promedio y que se realizó el 15 de octubre (De la Torre,
2005: 74-75).
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Pero esta iniciativa no sólo enfrentó a Uribe con el parlamento, sino también con el
Consejo Nacional Electoral (CNE). El presidente le solicitó a la máxima autoridad
electoral que depurara el censo nacional electoral con el fin de reducir el umbral de
votantes necesario para que algunas de las preguntas fueran aprobadas. La negativa del
CNE ocasionó un primer enfrentamiento, aunque no trascendió como otros escándalos a
los medios de comunicación (Duzán, 2004: 58), y evidenció lo que sería una constante
bajo este gobierno: “el cambio de las reglas de juego a nombre propio” (Gutiérrez,
2014: 113). Aunque inicialmente Uribe se presentó como un gobernante “antipolítico”,
ajeno a la política tradicional, su posición varió luego del fracaso electoral del
referendo, pues desde entonces tuvo que plegarse a la clase política tradicional
(Atehortúa, 2007: 37-38).
Esa misma dependencia se verificó posteriormente, cuando el gobierno concentró sus
energías en promover la reforma constitucional que permitiría la reelección consecutiva
del presidente. El 15 de septiembre de 2005, y después de un controvertido trámite
legislativo, la Corte Constitucional dio su visto bueno a la reforma, luego de la cual
Uribe se convirtió en un presidente-candidato en campaña política permanente, hasta su
reelección el 28 de mayo de 2006 (González, 2013: 107). El que el proyecto de
reelección desde el principio tuvo un sello personalista puede verse en el hecho de que
autorizaba al presidente, pero al mismo tiempo le quitaba del camino a sus
competidores, al no permitir que en la contienda electoral participaran los gobernadores
y el alcalde de Bogotá sin tener que renunciar a su cargo, tal como lo hacía el presidente
(De la Torre, 2005: 83). La defensa que Uribe hizo de la reforma para permitir la
reelección se basó en buena medida en la subordinación de la Constitución al poder de
las transitorias mayorías. En su perspectiva, un artificio jurídico, así denominó la
disposición consagrada en la Constitución de 1991 que prohibía la reelección, no podría
obstaculizar “un debate democrático” (Ballén, 2005: 150). El presidente incluso llegó a
proponer un proyecto para que los militares pudiesen votar, con miras a capitalizar su
popularidad en las FFAA (Leal, 2006: 252). La reelección introdujo un claro
desequilibrio de poder en el orden constitucional de 1991, puesto que le confirió al
presidente la posibilidad de influir en sus dos períodos en la elección de los magistrados
de las altas cortes y en organismos encargados de vigilarlo, lo que operó en contra de su
independencia en relación con el gobierno (García y Revelo, 2009).
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En la segunda administración de Uribe (2006-2010), las tensiones entre el gobierno y la
Corte Suprema de Justicia, la única de las altas cortes en donde el primero no tenía
mayorías, empezaron por las investigaciones que varios de los magistrados adelantaron
por los vínculos entre políticos y paramilitares en el marco de la denominada
“parapolítica”1, en contra del parlamentario y primo del presidente, Mario Uribe. El
magistrado César Julio Valencia Copete afirmó que el presidente Uribe lo había llamado
para preguntarle por el proceso de su primo, el 26 de septiembre de 2007, día en que los
medios de comunicación informaron que la Sala Penal de la Corte había llamado a
indagatoria a Mario Uribe. El gobierno desencadenó una campaña mediática de
desprestigio en contra de ese magistrado e incluso el Presidente lo denunció ante la
Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, donde tenía mayorías
(Bejarano, 2010: 19-21). Desde entonces fueron persistentes los montajes y ataques que
la Presidencia de la República lanzó para desprestigiar a la Corte Suprema. De acuerdo
con López (2014: 303), se trató de “toda una estrategia para enlodar a los magistrados
en supuestas relaciones con los narcotraficantes o con la guerrilla. Esa estrategia incluyó
manipulación de testigos, intentos de grabaciones clandestinas, búsqueda de expedientes
pasados y de antecedentes tributarios, así como filtraciones a la prensa contra la
justicia”.
Como parte de esta ofensiva en contra del poder judicial, en abril de 2008 salió a la luz
pública un encuentro en la Casa de Nariño (palacio presidencial) entre el exgobernador
del Departamento del Cauca, Juan José Chaux, Antonio López, alias “Job”,
lugarteniente del jefe paramilitar conocido como “Don Berna”, y el abogado de éste
último, Diego Álvarez, quienes pusieron al corriente a altos funcionarios del gobierno
Uribe de que la Corte estaba investigando al presidente (López, 2014: 304). El mismo
año hubo un montaje judicial en contra del magistrado Iván Velásquez, que investigaba
distintos casos de “parapolítica”. El paramilitar alias “Tasmania” se prestó para firmar
1 La “parapolítica” es un eufemismo que sirvió en años recientes para designar las alianzas entre gruposparamilitares –que combatían a la insurgencia armada al mismo tiempo que controlaban negocios ilegalescomo el narcotráfico– y buena parte de la clase política local y nacional, con el objetivo de realizarfraudes electorales, apropiarse del presupuesto público y reprimir a los competidores políticos, entreotros, en el marco de los procesos judiciales a que tales conductas dieron lugar. Ver al respecto: Romero(2007) y López (2010).
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una carta en la que declaraba que el magistrado le habría ofrecido beneficios judiciales a
cambio de acusar a Uribe de un asesinato (Bejarano, 2010: 18-19).
En su disputa con el poder judicial el gobierno llegó hasta a realizar operaciones ilegales
de inteligencia e intervención de comunicaciones a la Corte Suprema. La situación llegó
a tal punto que en agosto de 2008 dicho ente contempló la posibilidad de llevar la
persecución del gobierno ante la Corte Penal Internacional. Posteriormente se sabría que
el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), que dependía de la Presidencia de
la República en forma directa, en febrero de 2009 constituyó un equipo para hacer
espionaje a los magistrados de la Corte Suprema sin orden judicial, especialmente a
aquellos que habían tenido tensiones con el Presidente. Aunque dicha instancia
finalmente tuvo que disolverse por el escándalo de las “chuzadas”, como se
denominaron las operaciones ilegales de espionaje, persecución e intimidación a la
oposición del gobierno, y a pesar de que en el proceso judicial resultaron envueltos
algunos subalternos del gobierno, jamás se supo toda la verdad del incidente. Las
tensiones con el gobierno llevaron a varios magistrados a ser protegidos con medidas
cautelares por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Bejarano, 2010: 22). A
esas alturas era evidente que había una campaña claramente orquestada que articulaba
falsos testigos, periodistas, parlamentarios y acusaciones infundadas del Presidente en
contra de los magistrados, para desprestigiar el máximo órgano del poder judicial
(López, 2014: 306-309).
El choque entre los dos poderes se prolongó hasta el final del gobierno Uribe,
especialmente a propósito del nombramiento de Fiscal General por parte de la Corte.
Ante la terminación del período reglamentario del Fiscal Mario Iguarán, se siguió el
procedimiento según el cual el gobierno postulaba una terna de la cual la Corte Suprema
elegiría al sucesor. Sin embargo, por cerca de un año el gobierno postuló personas
cuestionadas por su falta de independencia para ejercer como fiscales, puesto que
muchas veces se trató de exfuncionarios bajo mando de Uribe, lo cual se complicaba
particularmente por el hecho de que simultáneamente el gobierno lideraba una iniciativa
de reforma constitucional para permitir una segunda reelección del Presidente. La Corte
Suprema dejó en el cargo al vicefiscal Guillermo Mendoza Diago y únicamente eligió
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Fiscal General bajo el siguiente gobierno de Santos, el 11 de enero de 2011 (López,
2014: 338-341).
3. LA MANIPULACIÓN ELECTORAL
Una característica central del autoritarismo electoral es la manipulación electoral, para
la cual se utilizan un amplio repertorio de estrategias, como perseguir candidatos,
excluir partidos, acosar a periodistas, intimidar votantes o falsificar directamente los
resultados electorales (Schedler, 2016: 15-16). En Colombia la manipulación electoral
no se produce en forma directa sobre los resultados, que generalmente son acatados,
sino que es un producto del vínculo entre la violencia y la política. Sobre todo en las
localidades rurales los resultados electorales son definidos según las relaciones de
fuerza entre actores armados (Gutiérrez, 2014). Así, aunque los resultados en las
elecciones presidenciales de 2002 y 2006 fueron aceptados por los actores políticos, el
gobierno Uribe se benefició, en forma directa e indirecta, del apoyo que los grupos
paramilitares le dieron a sectores de la clase política regional y nacional para consolidar
su electorado.
El gobierno de Uribe tuvo mayorías en el Legislativo, buena parte de las cuales
provenían del apoyo electoral que los grupos paramilitares le dieron a determinados
partidos y congresistas desde las elecciones de 2002 y que los llevaron, según Salvatore
Mancuso, uno de los cabecillas de las Autodefensas Unidas de Colombia, en ese
entonces el principal grupo paramilitar, a tener el 35% del Congreso (Ballén, 2005: 87-
88). Bajo el escándalo de la “parapolítica”, “ciento siete parlamentarios de los periodos
2002 y 2006 [fueron] vinculados a investigaciones judiciales, lo mismo que cerca de
500 políticos locales entre gobernadores, alcaldes, diputados y concejales” (Valencia,
2010: 74-75). Más de 60 congresistas fueron encarcelados por recibir financiación o
apoyo electoral –votos bajo intimidación– de los paramilitares, sin que nunca se supiera
la magnitud real del fenómeno.
De acuerdo con Gutiérrez (2014: 180), los “parapolíticos” estuvieron
sobrerrepresentados en bancada del gobierno. Por ejemplo, para las elecciones de 2006,
de 100 senadores el uribismo tenía 70, de los cuales 35 estuvieron procesados o
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condenados por parapolítica, mientras que entre los 30 restantes solo hubo 4 procesados
por el mismo delito. La elección de estos sujetos se produjo luego de que el jefe
paramilitar Salvatore Mancuso declarara en noviembre de 2004 que las autodefensas
estaban a favor de la reelección de Uribe (Ballén, 2005: 89). Muchas personas muy
cercanas al Presidente estuvieron involucradas directamente con el paramilitarismo,
incluso desde la época en que se desempeñó como gobernador de Antioquia,
empezando por el exdirector del DAS, Jorge Noguera, encargado de las operaciones
ilegales de espionaje al que el Presidente defendió como un “buen muchacho”
(Valencia, 2010: 75-76).
Con el paso del tiempo la legitimidad del gobierno pasó a depender del desempeño de
las FFAA y la PSD, el clientelismo de programas asistencialistas como Familias en
Acción y estrategias de comunicación política (Atehortúa, 2007: 39). Esto permite
entender por qué en diciembre de 2006, cuando buena parte de los congresistas de los
partidos de su coalición de gobierno estaban siendo procesados judicialmente o
cuestionados por vínculos con grupos paramilitares, el jefe de Estado se permitiera pedir
su apoyo a los proyectos legislativos gubernamentales en éstos términos: “les voy a
pedir a todos los congresistas que mientras no estén en la cárcel, voten” (Semana,
2006).
Sin embargo, la relación entre el gobierno Uribe y el paramilitarismo no pudo
establecerse a cabalidad debido a que el mismo gobierno obstaculizó las investigaciones
cuando decidió extraditar a sus principales cabecillas, quienes habían manifestado su
intención de colaborar con la justicia en el marco del proceso de desmovilización que
previamente habían adelantado, a EE.UU. en mayo de 2008. Como sostiene González,
(2013: 190), “que en su decisión primara la voluntad de acusarlos de narcotraficantes y
no de homicidas responsables de crímenes de lesa humanidad cometidos contra los
ciudadanos colombianos –lo que implicaba juzgarlos en su propio país-, permite medir
el temor del gobierno ante las comprometedoras revelaciones que podían hacer los
paramilitares sobre sus vínculos con la clase dirigente”.
Por otra parte, a diferencia de procesos paradigmáticos de autoritarismo electoral que
comprometen el cierre del parlamento, como el de Fujimori en Perú, el gobierno Uribe
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no tuvo necesidad de hacerlo, puesto que por la vía del clientelismo consiguió ponerlo a
su favor. El caso más visible de la manipulación electoral se produjo con ocasión de la
discusión de la reforma constitucional que permitió la reelección en 2005. Los hechos
sólo se conocerían a fines de marzo de 2008, pero tuvieron lugar en junio de 2004. Para
entonces se discutía en la Comisión Primera de la Cámara de Representantes la reforma
constitucional que permitiría la reelección. El voto de Yidis Medina, congresista
suplente del representante Iván Díaz Mateus, fue decisivo para que la reforma pasara
con 18 votos contra 16. Previamente la congresista había declarado que no votaría a
favor de la reelección, pero cambió de decisión intempestivamente, a lo que se sumó la
ausencia de la votación del también representante Teodolindo Avendaño (Navas, 2010).
En 2008 Yidis Medina declaró haber vendido su voto al gobierno, lo que ocasionó una
investigación por delito de cohecho contra el secretario de la presidencia Alberto
Velásquez, el ministro de Protección Social, Diego Palacios, el ministro del Interior,
Sabas Pretelt de la Vega, y el presidente Uribe, en el marco de lo que los medios de
comunicación denominaron “yidispolítica” (López, 2014: 312). Yidis Medina fue
condenada por cohecho, el 26 de junio de 2008, a 47 meses de prisión (González, 2013:
83). Teodolindo Avendaño e Iván Díaz Mateus fueron condenados a 8 y 6 años de
prisión. Pero, mientras duró el gobierno Uribe, el juicio en contra de los funcionarios de
su gobierno se dilató, empezando porque en marzo de 2009 el Procurador Alejandro
Ordóñez los eximió de cualquier responsabilidad disciplinaria (López, 2014: 317-318).
No obstante, estos hechos agudizaron las tensiones entre el gobierno y la Corte Suprema
de Justicia, porque ponían en cuestión la legalidad de la reelección de Uribe. Entre
tanto, Yidis Medina fue víctima de una persecución que buscó silenciarla. Con lo que
posteriormente se revelaría como un montaje judicial, se le abrió una investigación por
secuestro que la condenó a 32 años de cárcel, de los cuales alcanzó a pagar 1, hasta la
revisión del caso y su absolución por el Tribunal Superior de Bucaramanga, el 30 de
junio de 2013 (López, 2014: 316). Las denuncias contra el principal beneficiario del
delito, el expresidente Uribe, no prosperaron, pero en abril de 2015 los altos
funcionarios de su gobierno implicados fueron condenados a penas de cárcel, los
exministros Sabas Pretelt y Diego Palacios a 6 años y 8 meses, y el antiguo secretario de
la presidencia, Alberto Velásquez, a 5 años, por el delito de cohecho.
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4. LA REPRESIÓN POLÍTICA ILEGAL
La represión política, entendida como el uso de los medios de violencia estatal en contra
de la oposición al gobierno, es una constante en Colombia, en donde altos índices de
represión han convivido con un régimen formalmente democrático (Gutiérrez, 2014).
Esta situación se complica bajo el gobierno Uribe, por el hecho de que hizo de la lucha
contra la insurgencia armada la columna vertebral de su proyecto político. En la
implementación de la PSD se produjeron excesos y se vulneraron los derechos
humanos. Sin embargo, el fenómeno emblemático que permite identificar una
característica propia del autoritarismo electoral fue la represión ilegal de la oposición en
el marco del escándalo de las “chuzadas”. Tanto la represión legal como la ilegal
estuvieron basadas en un discurso guerrerista que dividió la sociedad en amigos y
enemigos absolutos, reviviendo el clima de la Guerra Fría.
La represión legal está relacionada con los problemas de la PSD. De esta política se han
resaltado importantes logros como el de obligar a un repliegue táctico de la guerrilla, la
presencia de la fuerza pública en todos los municipios del país, el descenso en
indicadores relevantes como secuestros, masacres, hurtos y homicidios, y en general un
aumento en la percepción de seguridad por parte de la población (Atehortúa, 2007: 52).
Sin embargo, en su implementación también hubo excesos. A su llegada al gobierno en
2002, Uribe decretó la restricción de protecciones constitucionales y derechos políticos
a los ciudadanos, a fin de implementar su política contrainsurgente en ciertas zonas de
conflicto. Así, en septiembre de 2002, declaró el estado de conmoción interior por 90
días y lo renovó en dos ocasiones. Esto le permitió declarar como “zonas de
rehabilitación”, el departamento de Arauca y una región petrolera en la Costa Atlántica,
en donde los militares tenían poderes extraordinarios.
En esas zonas se restringieron los derechos de la población civil, se prohibió la entrada a
periodistas extranjeros sin previo permiso del gobierno, las Fuerzas Militares podrían
realizar allanamientos, arrestos e intervenciones telefónicas sin orden judicial, además el
gobierno podía “anular las decisiones de los funcionarios municipales y departamentales
elegidos directamente y removerlos de sus cargos” (Carroll, 2016: 24). Los abusos en
esas zonas nunca se conocieron totalmente, pero la conflictividad mermó en 2003, luego
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de la presión de organismos de derechos humanos sobre el gobierno que llevó a la Corte
Constitucional a negar la prórroga del estado de conmoción interior. Sin embargo, en
varias oportunidades el gobierno propuso un “estatuto antiterrorista” cuya principal
reforma le daba facultades de policía judicial a las FFAA, con el fin de aumentar la
represión (Ballén, 2005: 154).
Por otro lado, la PSD pretendía unir a todos los ciudadanos en torno a la autoridad y en
contra del enemigo terrorista, lo que se traducía en la negativa deliberada del gobierno a
distinguir entre combatientes y no combatientes: toda la población debería ponerse al
servicio de las FFAA (Gallón, 2005: 128). A eso iban orientados programas como el de
soldados campesinos y las redes de informantes y cooperantes civiles de la fuerza
pública, que estaban controladas por las FFAA, dependían de recompensas y en las que
participaban las empresas de seguridad privada. La principal preocupación de los
críticos era que los ciudadanos que participaran en dichas iniciativas estarían al mando
de militares, pues ninguna instancia civil fue designada para supervisar el
funcionamiento de estos programas (Pécaut, 2003: 99). Nunca se rindió un informe
público sobre las redes de cooperantes bajo órdenes del Ejército, y ni siquiera se supo
cuántos ciudadanos reunían éstas, pero sus acusaciones a cambio de recompensas
llevaron a detenciones masivas y a la apertura de procesos judiciales que no
prosperaban por falta de pruebas. Algunos de los procesados, como el sociólogo
Alfredo Correa de Andreis en septiembre de 2004, fueron estigmatizados y luego
asesinados por paramilitares.
Mención aparte merecen los abusos cometidos en el marco de los “falsos positivos”. Un
error de la PSD fue la presión por resultados, lo que llevó a desconocer normas básicas
del Estado de derecho. Esto, adicionado al hecho de privilegiar las bajas del enemigo
como indicador del éxito sobre la guerrilla, conduciría al incremento de los “falsos
positivos”, eufemismo con el que se designaron los casos de más de 4000 jóvenes
asesinados a mansalva por las FFAA y presentados ante la opinión pública como bajas
en combate (Atehortúa, 2007: 73).
La represión de la oposición se articuló con un discurso maniqueo que dividió la
sociedad colombiana entre amigos y enemigos del presidente Uribe. La PSD actualizó
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la doctrina contrainsurgente del “enemigo interno” basada en la Doctrina de Seguridad
Nacional, que nunca ha desaparecido en las FFAA colombianas. La renovación
consistió en el reemplazo de la insurgencia y el comunismo, como principales enemigos
internos, por el terrorismo. Así, aunque los documentos de la PSD afirmaban que se
distanciaba de las nociones de seguridad nacional y de enemigo interno, en la práctica
sus medidas desconocían los marcos normativos internacionales de protección de los
derechos humanos y el derecho humanitario, empezando por el empleo ideológico del
concepto de terrorismo, expresión acuñada en reemplazo de la de “enemigo interno”,
adaptándola a cualquier situación en la que el gobierno requiriera descalificar a sus
opositores (Gallón, 2005: 125).
El mismo Presidente se encargó de acusar de terroristas o cómplices de terroristas a todo
aquél que estuviera en contra de sus políticas o reivindicara la necesidad de una
negociación de paz con la guerrilla (González, 2013: 136; De la Torre, 2005: 76). Como
aliados del terrorismo, Uribe tachó a los defensores de derechos humanos, los
periodistas y los académicos críticos, los miembros de la oposición de izquierda e
incluso a varios magistrados de las altas cortes (López, 2014: 217-235). Por ejemplo, en
el discurso del 8 de septiembre de 2003, con ocasión de la posesión del general Edgar
Alfonso Lésmez como comandante de la Fuerza Aérea, tildó a los defensores de
derechos humanos de “politiqueros al servicio del terrorismo, que cobardemente se
agitan (sic) en la bandera de los derechos humanos, para tratar de devolverle en
Colombia al terrorismo, el espacio que la fuerza pública y la ciudadanía le han quitado”
(Gallón, 2005: 127). Por lo menos en el discurso del Presidente no hubo una clara
distinción entre este enemigo y algunos sectores de la población civil como son las
organizaciones no gubernamentales (ONG) defensoras de los derechos humanos. De
acuerdo con Gallón (2005: 139-143), la presunción según la cual los defensores de
derechos humanos eran auxiliadores del terrorismo, dio lugar a su persecución con
varios montajes judiciales.
Pero no fueron los únicos estigmatizados. En 2005 la Corte Suprema de Justicia
manifestó varios reparos a la Ley de Justicia y Paz que el gobierno propuso para la
desmovilización de los paramilitares y que les era ampliamente favorable en términos
de las penas impuestas. Uribe tildó los reparos como “la trampa del poder del terrorismo
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agónico” (Gutiérrez, 2014: 112). En 2008, cuando la ex congresista Yidis Medina
confesó haber vendido su voto para aprobar el proyecto que permitía la reforma
constitucional para hacer posible la reelección, también se produjeron tensiones a partir
de declaraciones públicas del Presidente, las cuales sindicaban a la Corte Suprema de
“sesgos ideológicos” cuando no de ser proclives al terrorismo (Bejarano, 2010: 15-17).
En fin, en febrero de 2009, en el contexto de una liberación unilateral de secuestrados
por parte de las Farc, Uribe tildó a la organización civil mediadora “Colombianos y
colombianas por la paz” como “bloque intelectual de las Farc” (López, 2014: 220-223).
No obstante, la represión legal y la retórica contrainsurgente del gobierno son apenas el
telón de fondo en el que se enmarca la que quizás sea la conducta más contraria a la
democracia en que incurrió el gobierno Uribe, que se conoció como el escándalo de las
“chuzadas”. En el primer periodo de gobierno (2002-2006), el Departamento
Administrativo de Seguridad (DAS), que dependía directamente de la presidencia, fue
puesto al servicio de grupos paramilitares y de narcotraficantes por su director, Jorge
Noguera. Quien posteriormente fue defendido por el presidente Uribe como un “buen
muchacho”, desde la dirección del DAS estableció negocios ilícitos con los grupos
paramilitares de la costa norte del país al mando de alias “Jorge 40” y Hernán Giraldo,
entre otras cosas proveyéndoles información de inteligencia recopilada por el organismo
de seguridad, como contrapartida al apoyo que obtuvo para la primera campaña
presidencial de Uribe en el departamento del Magdalena, donde Noguera fue jefe de
campaña. Tras su desempeño en el DAS, Noguera fue nombrado por el presidente
cónsul en Milán (Italia), pero posteriormente uno de sus subalternos y al mismo tiempo
integrante de un grupo paramilitar, Rafael García, quien se desempeñaba como jefe de
comunicaciones del DAS, sacaría a la luz pública los mencionados delitos. Luego de un
accidentado proceso judicial, en septiembre de 2011, Noguera fue condenado a 25 años
de prisión por varios delitos entre los que se destacó el asesinato del sociólogo Alfredo
Correa de Andreis (Semana, 2011).
Sin embargo, bajo la dirección de María del Pilar Hurtado (2007-2008) el DAS también
fue sistemáticamente usado para hostilizar, perseguir e interferir las comunicaciones de
todo aquél que osase criticar al presidente, desde la oposición de izquierda y las ONG
defensoras de Derechos Humanos, hasta las altas cortes. En febrero de 2009, la revista
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Semana divulgó información sobre las interceptaciones ilegales de comunicaciones
telefónicas de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, políticos, periodistas,
opositores y críticos del gobierno, posteriormente saldrían a la luz pública más y más
casos (López, 2014: 321). Inicialmente, el gobierno se presentó como víctima de un
complot para desacreditarlo, incluso después de que la Fiscalía y las Altas Cortes
exigieran de él una respuesta clara sobre las interceptaciones.
En realidad se trató de una persecución sistemática en contra de la oposición
democrática y el poder judicial, que en este caso incluyó no sólo interceptaciones sino
grabaciones ilegales de las sesiones de las altas cortes. En el espionaje fueron
involucrados y juzgados la directora del DAS, María del Pilar Hurtado, y 5
exfuncionarios: Jorge Lagos, Fernando Tabares, Bernardo Murillo, Luz Marina
Rodríguez y Germán Ospina. Sin embargo, los altos funcionarios que presuntamente
dieron las órdenes, jamás fueron identificados y judicializados. Entre otros, fueron
víctimas los congresistas de oposición Piedad Córdoba y Gustavo Petro, los periodistas
Holman Morris y Daniel Coronell, y las altas Cortes. El Grupo G3 del DAS también
persiguió a la periodista y defensora de Derechos Humanos Claudia Julieta Duque,
contra quien cometieron el delito de tortura psicológica (López, 2014: 230).
5. PROPAGANDA POLÍTICA PARA PRODUCIR OPACIDAD
Una de las contribuciones más importantes de Andreas Schedler (2016: 43) al
entendimiento del autoritarismo electoral es la “política de la incertidumbre”. La
democracia es un régimen de relativa transparencia, las acciones de la autoridad pública
son visibles, mientras el autoritarismo padece de opacidad estructural. Por eso, en el
autoritarismo se configura tanto una incertidumbre institucional, sobre las reglas de
juego, como una incertidumbre informativa, sobre los hechos de la realidad. En
consecuencia, la lucha política se configura bajo y sobre la incertidumbre. Por medio de
la manipulación, el gobierno autoritario busca evitar la incertidumbre de los resultados
electorales y la incertidumbre del cambio de régimen, mientras que la oposición intenta
introducir más incertidumbre sobre los resultados y, a largo plazo, hacer probable el
cambio de régimen (Schedler, 2016: 23). Ambos despliegan estrategias de
interpretación de los hechos que disputan la incertidumbre informativa.
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En este sentido, la estrategia de comunicación política del gobierno Uribe estuvo
orientada a producir opacidad sobre las acciones del gobierno y el significado de los
hechos de la realidad política. Su menú de manipulación comprende la subordinación de
los medios de comunicación formalmente independientes, la implementación de los
“consejos comunitarios” y la reivindicación de lo que el gobierno denominó el “Estado
de opinión”.
Al momento de dejar su cargo, Uribe ostentaba una popularidad del 72% en las
encuestas (González, 2013: 126), que le permitió concentrar el poder en desmedro de
las instituciones de la democracia liberal, desprestigiando con su retórica guerrerista a
toda instancia del poder público que osara criticarlo. La mayoría de los escándalos de
corrupción e ilegalidades en que incurrió el gobierno Uribe no afectaron su imagen,
debido a que la crítica se confinó en la prensa escrita, mientras el grueso de la
ciudadanía permanecía desinformada por los medios de radio y televisión afines al
gobierno (López, 2014).
En efecto, el gobierno de Uribe tuvo un dominio prácticamente completo de los medios
masivos de comunicación, porque la propiedad de dichos medios, canales de televisión,
estaciones de radio y diarios de circulación nacional, está concentrada en los dos
grandes grupos económicos del país, que lo apoyaron decididamente (López, 2014: 62-
63). Pero también gracias al hábil manejo que su administración le dio a la
comunicación política. Durante los ocho años de gobierno, no hubo un solo día en que
el Presidente no fuese noticia, incluso por situaciones anodinas (Sánchez, 2005: 59-69).
El Presidente no despreció ninguna oportunidad para utilizar los medios de
comunicación en su beneficio. Un caso ejemplar tuvo lugar durante la campaña por el
referendo de 2003, cuando Uribe no dudó en acudir a un capítulo del reality show de
moda en un canal privado de televisión con el fin de promover su iniciativa (Ballén,
2005: 69).
Los grandes medios de radio y televisión fueron incondicionales respecto del gobierno
de Uribe, en especial de su PSD. Los contados espacios de opinión se convirtieron en
cajas de resonancia de la propaganda gubernamental. Como consecuencia, el debate
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público se empobreció y se estigmatizó cualquier iniciativa crítica o disidente como
“terrorismo” o “castrochavismo”. De esa forma, la independencia y la crítica se
desplazaron hacia unos contados periodistas en medios impresos que divulgaron
objetivamente temas sensibles como la discusión sobre la Ley de Justicia y Paz en el
marco de las negociaciones con los paramilitares, la “parapolítica”, las interceptaciones
y operaciones de inteligencia contra las comunicaciones de los magistrados de la Corte
Suprema y los distintos escándalos de corrupción, entre otros (López, 2014: 90).
Las contadas ocasiones en que medios de comunicación o periodistas llevaron la
contraria al gobierno, acarrearon con grandes costos. El caso más grave fue el cierre de
la revista Cambio, que junto con Semana era uno de los espacios de relativa
independencia en la prensa escrita, a raíz de sus revelaciones sobre la corrupción que
rodeó el programa Agro Ingreso Seguro, el cual debería beneficiar con créditos y
subsidios a los pequeños y medianos campesinos con el objetivo de que se prepararan
para competir en el TLC con EEUU pero que el gobierno utilizó para pagar el apoyo
electoral que le brindaron poderosas familias del agro colombiano en 2002 y 2006 e
incluso con miras a la tercera elección del Presidente. La revista Cambio pertenecía al
Grupo Planeta, que en aquél entonces estaba muy interesado en la adjudicación del
tercer canal privado de televisión y por esa razón difícilmente estaría dispuesto a apoyar
la labor de sus periodistas (López, 2014: 350-351).
Una situación aún más complicada se presentó respecto del cubrimiento periodístico de
las dinámicas del conflicto armado en medio de la política contrainsurgente. En temas
sensibles como la ofensiva contraguerrillera que se desarrolló a partir de 2004 al sur del
país, en los departamentos de Meta, Caquetá y Guaviare, conocida como Plan Patriota,
el gobierno vetó la presencia de periodistas en la zona (Bedoya, 2008: 19). Por eso en
buena parte no se conocen datos de su impacto sobre la población civil ni sobre la
situación de derechos humanos. Además, Uribe no dudó en hostilizar y perseguir a los
pocos periodistas independientes encargados del cubrimiento del conflicto armado. Por
ejemplo, en febrero de 2009, en el contexto de la liberación unilateral de secuestrados
por parte de las Farc, el Presidente permitió que un helicóptero militar realizara
seguimientos al helicóptero brasileño autorizado y con apoyo de la Cruz Roja
Internacional para la operación. Dos periodistas independientes que se encontraban en la
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zona, Holman Morris y Jorge Enrique Botero, denunciaron públicamente el hecho,
provocando de esa manera una confrontación con Uribe. Un día después, la Fiscalía
abrió una investigación contra Morris, acusándolo de terrorismo, tal como lo había
hecho públicamente el Presidente (López, 2014: 225). El periodista sería absuelto en
julio de ese año, pero un tiempo después se conocería que también era víctima de las
“chuzadas” del DAS (Morris, 2010). El DAS también puso en práctica operaciones de
espionaje ilegal en contra de los periodistas Claudia Julieta Duque (víctima además de
tortura psicológica), Ramiro Bejarano, Alejandro Santos, Norbey Quevedo, Félix de
Bedout, Carlos Lozano, Darío Arizmendi, Juan Luis Martínez, Salud Hernández, Julio
Sánchez Cristo y Jineth Bedoya (Orozco, 2010: 107-108).
El gobierno abiertamente fijó orientaciones a los medios de comunicación, incluso en
los detalles más mínimos. Por ejemplo, en 2008 la Secretaría de Prensa de la
Presidencia de la República creó un manual de estilo para los periodistas con una fuerte
carga ideológica que, entre otras cosas, definía cómo se debían utilizar palabras como
“patria”, “nación” y “gobierno”. En realidad era una forma de orientar la prensa e
incluso de censurar ciertas cosas, y controlar el lenguaje de los periodistas. El manual,
que apareció finalmente en 2009, impedía hablar de “intercambio humanitario” o de
“prisioneros de guerra”, dos de los temas más sensibles en la opinión pública: había que
tratarlos como “acuerdo humanitario” y “secuestrados” (López, 2014: 144-148).
La alta popularidad del mandatario también fue posible gracias a una cuidadosa
estrategia de comunicación política que, virtualmente, le permitió estar durante su
gobierno en una campaña plebiscitaria permanente (Ballén, 2005: 151). En dicha
estrategia, “la mayoría de las decisiones se toman para que tengan un efecto mediático
calculado” (González, 2013: 161). Muchas veces el gobierno en cabeza del propio
presidente creó “cortinas de humo”, que tapaban un escándalo con una afirmación o con
una acusación que nunca se probaba pero que, dada la popularidad del mandatario,
conseguía eco inmediato en los medios de comunicación (Duzán, 2004: 123). En fin, las
bondades de las cifras oficiales sobre el desempeño económico y las políticas del
gobierno se explican por una hábil manipulación. La situación llegó hasta el punto de
que en febrero de 2006 el director del Departamento Nacional de Estadística, César
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Caballero, se vio obligado a renunciar al manifestar su desacuerdo con la utilización
que el gobierno hacía de los datos (Atehortúa, 2007: 43-76).
En la estrategia de comunicación del gobierno jugaron un papel muy importante los
denominados “consejos comunitarios”. Se trataba de una puesta en escena de formato
Talk Show transmitida en vivo por un canal de televisión estatal, que se realizaba cada
fin de semana en una localidad distinta para tratar sus problemas. El presidente hacía las
veces de conductor, decía quién podía hablar, ordenaba, regañaba, etc., se comportaba
como un capataz en una finca, con un atuendo campesino e incluso a veces montado a
caballo (Duzán, 2004: 56). Aunque estos encuentros se publicitaban como la panacea de
la participación ciudadana en lo que inicialmente se concibió como el “Estado
comunitario”, en realidad se trataba de eventos cuidadosamente planeados para que
nada se saliera del libreto: sus asistentes eran debidamente filtrados y había temas
vetados como la política de seguridad o la negociación con los paramilitares (Duzán,
2004: 93). A los consejos comunitarios no se invitaba comunidades organizadas y en
realidad no había posibilidades de entablar una discusión horizontal con Uribe o con los
miembros de su gobierno porque, tal como ocurría en el famoso programa de televisión
peruano “Laura en América”, el Presidente manejaba el espacio de manera autoritaria.
Uribe no solo regañaba a sus funcionarios, sino que pasaba por encima de todos los
poderes públicos, empezando por los alcaldes electos de las localidades en donde
tuviera el lugar el consejo, e incluso daba órdenes de aprehensión de personas pasando
por encima de las autoridades judiciales. Prácticamente, los consejos comunitarios
terminaban por abolir, en beneficio del poder presidencial, el Estado de Derecho. Todas
las funciones, decisiones, control, consulta y deliberación se concentraban en la persona
del presidente (De la Torre, 2005: 68; Atehortúa, 2007: 84). Al final de cada consejo
venía el momento de los “chequesitos”, que permite observar la concepción patrimonial
que Uribe tuvo del Estado: el Presidente repartía cheques a algunos de los asistentes por
intermedio de los miembros de la clase política invitados (Duzán, 2004: 98), como si en
lugar de una política asistencialista del Estado se tratara de una obra de buena voluntad
de su parte. En suma, los consejos comunitarios se articulaban muy bien con la política
plebiscitaria que impulsó Uribe durante su gobierno, puesto que al pasar por encima de
los partidos, las instituciones de la democracia representativa y las demás ramas del
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poder público intentaban promover una mayor vinculación entre el presidente y la
ciudadanía en detrimento del rendimiento de cuentas horizontal entre el Ejecutivo y los
otros poderes del Estado (De la Torre, 2005: 59).
Sin embargo, varias veces el mecanismo se reveló totalmente ineficaz. El caso más
dramático ocurrió el 1 de febrero de 2003, cuando el entonces alcalde del municipio de
El Roble (Departamento de Sucre), Eudaldo Díaz, del partido de oposición Polo
Democrático, se salió del libreto del consejo comunitario número 17 para pedirle
protección al presidente Uribe al considerar que su vida corría peligro por cuenta de sus
denuncias por corrupción y paramilitarismo en contra de la clase política y del
gobernador del departamento, Salvador Arana. Un mes más tarde, el alcalde Díaz fue
asesinado. Pese a sus denuncias, Uribe nunca dispuso los medios para su protección y,
muy por el contrario, luego de su muerte nombró a Salvador Arana, quien más tarde
sería juzgado como autor intelectual del asesinato, como cónsul de Colombia en Chile
(Olivares, 2014).
De hecho, el agotamiento de los consejos comunitarios encontró reemplazo en la tesis
del así llamado “Estado de opinión”, que el Presidente y sus asesores defendieron desde
fines de 2008, según el cual sus altos niveles de aceptación en las encuestas lo avalaban
para pasar por encima de los otros poderes del Estado, presentándolo como fase superior
del Estado de Derecho (López, 2014: 400). Aunque esta “doctrina” únicamente cobró
cuerpo sobre el fin de su mandato, en realidad había estado presente desde el principio.
Para Uribe las encuestas de opinión estaban por encima de la Constitución, así lo dijo en
una entrevista para la BBC de Londres, el 17 de noviembre de 2004, cuando fue
interrogado por su interés en la reelección: “La gente es superior a las prohibiciones o a
las autorizaciones constitucionales. El juicio de la gente está por encima de que una
Constitución autorice o prohíba la reelección” (Ballén, 2005: 165-166).
6. UNA TENDENCIA AUTORITARIA QUE NO SE CONSOLIDA
La categoría de autoritarismo electoral enriquece los matices que existen entre
autoritarismo y democracia. La identificación del tránsito del autoritarismo tradicional
al autoritarismo electoral no presenta mayor dificultad, dado que se puede determinar
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cuando se adoptan formalmente las instituciones de la democracia liberal. Sin embargo,
resulta muy difícil determinar cuándo un régimen deja de ser una democracia electoral y
se transforma en un autoritarismo electoral, sobre todo porque la fina línea (borderline)
que separa ambos tipos de régimen es “esencialmente normativa” y por lo tanto
“esencialmente controvertida” (Schedler, 2016: 118-119).
Este escollo es particularmente dramático en el caso colombiano, puesto que antes del
gobierno de Uribe no se puso en cuestión la democracia electoral colombiana y, pese a
su extenso período de gobierno, finalmente hubo una alternación en el gobierno. De ahí
que la mejor caracterización del régimen político entre 2002 y 2010 sea la de una deriva
hacia el autoritarismo electoral. El cambio en las reglas del juego político y el estilo
autoritario del gobierno afectaron radicalmente la institucionalidad del Estado de
derecho y de la democracia liberal. Sin embargo, la tendencia autoritaria del gobierno
Uribe no consiguió establecerse a nivel del régimen político. Prueba de ello es que la
iniciativa de un referendo que autorizaría otra reforma constitucional para impulsar su
segunda reelección durante 2009, fue negada por la Corte Constitucional al año
siguiente, lo que a la postre facilitó la alternación en el poder y la asunción de la
presidencia por Juan Manuel Santos (2010-2018), entonces ungido por el propio Uribe.
La discusión sobre los factores que impidieron que la tendencia autoritaria se
consolidara es fundamental para entender qué tipo de mecanismos explican o impiden el
quiebre de la democracia hacia el autoritarismo electoral. Para Gutiérrez (2014: 55-56)
al final se impuso la institucionalidad democrática:
“En los últimos cien años, Colombia ha tenido la
institucionalidad democrática más sólida de América Latina, con
una sola interrupción (de menos de diez años). Las normas y
prácticas democráticas están firmemente enraizadas. Las
elecciones constituyen el horizonte temporal de sus élites
políticas, y los pesos y contrapesos institucionales funcionan de
manera sólida, incluso en situaciones potencialmente
desestabilizadoras. Por ejemplo, el proceso de la parapolítica
llevó a la cárcel a más de sesenta parlamentarios. Nueve
magistrados –es decir, funcionarios no elegidos– de la Corte
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Constitucional impidieron en 2010 la segunda reelección de un
presidente extraordinariamente popular, que tenía interés vital en
hacerla aprobar”.
No obstante, estos datos se prestan a una interpretación contraria. Si bien es loable que
el aparato de justicia haya operado, el hecho de que “más de sesenta parlamentarios”
haya ido a la cárcel por tranzar apoyo político para los paramilitares a cambio de votos
implica que “las normas y prácticas democráticas” no “están firmemente enraizadas”,
pues no pueden estar enraizadas las normas y, más aún, las prácticas, donde ni siquiera
tiene total vigencia el sufragio individual y donde se utiliza la violencia para forzar el
resultado electoral. Además, habría que considerar que si bien hubo acciones de la
justicia en el caso de la parapolítica, nunca se supo realmente cuál fue la magnitud del
fenómeno y, particularmente, la relación que el Presidente tuvo con los paramilitares, de
tal manera que en este momento no es posible saber a ciencia cierta hasta qué punto
operó la justicia y funcionó la división de poderes del Estado de derecho.
Lo anterior cuestiona la conclusión optimista según la cual lo que explica el hecho de
que Uribe no transitara plenamente hacia el autoritarismo electoral fue el buen
funcionamiento del sistema de pesos y contrapesos institucionales (Gutiérrez, 2014:
114). Si los pesos y contrapesos institucionales funcionaron efectivamente, ¿por qué no
funcionaron en situaciones anteriores que afectaron gravemente las instituciones de la
democracia liberal? Particularmente ¿por qué no funcionaron para impedir la
concentración del poder y la “contrarreforma constitucional” que dio al traste con los
pesos y contrapesos establecidos por la constitución de 1991 al introducir la figura de la
reelección presidencial en 2006? Para explicar por qué no logró consolidarse la
tendencia autoritaria en Colombia hay que complementar el énfasis en la eficacia de los
pesos y contrapesos con un análisis de las relaciones de poder en las que tuvo lugar el
fracaso de la segunda iniciativa de reelección agenciada por el gobierno.
Uribe pasó de querer restringir el poder de la Corte Constitucional a apoyarla, mediando
la primera reelección, dado que el poder que tuvo para nominar magistrados modificó
radicalmente su composición. Una hipótesis del ex magistrado de la Corte Suprema de
Justicia Yesid Ramírez apuntaba a que luego de la reelección las relaciones entre ambos
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se estrecharon porque el presidente estaba pagando favores a la Corte por la aprobación
de la reelección. Tras la reelección Uribe pudo definir tres ternas para elegir los 7
magistrados salientes a la Corte, de 9 e total, de esa manera la Corte terminó cooptada
por el gobierno (Rubiano, 2009: 124-125). En 2008, la Sala Penal de la Corte Suprema
de Justicia condenó a la excongresista Yidis Medina por el delito de cohecho y ordenó
remitir copias de la sentencia a la Corte Constitucional y a la Procuraduría. Sin
embargo, la Corte Constitucional, en donde predominaba la mayoría uribista, no dio
trámite al expediente por cohecho, con lo cual en la práctica sancionó como un hecho
legal la reelección del Presidente, pese a la ilegalidad de la reforma (Bejarano, 2010: 16-
17). ¿Por qué la misma Corte se interpuso en el intento de segunda reelección de Uribe?
En el trámite de la segunda iniciativa de reelección desde 2008 no funcionaron todos los
pesos y contrapesos como deberían haberlo hecho. De manera que el fracaso de la
iniciativa puede explicarse mejor debido, primero, a la cantidad de irregularidades que
cometieron sus promotores y, segundo, al hecho de que tales irregularidades se hicieron
públicas al lado de otros grandes escándalos que difícilmente podrían pasar
desapercibidos, pese al control del gobierno sobre los medios de comunicación, y que
fueron mellando el apoyo al presidente Uribe en ciertos actores clave.
Durante todo el 2009 Uribe fue ambiguo en su aspiración a un tercer mandato
presidencial, para mantener congeladas las candidaturas rivales mientras surtía trámite
el referendo que permitiría la reforma constitucional que lo habilitaría. Dicho trámite
había iniciado en agosto de 2008, cuando el comité de promotores entregó a la
Registraduría Nacional del Estado Civil 5 millones de firmas. Al mes siguiente el CNE
inició una investigación sobre los fondos para la recolección de las firmas, ante la
insuficiencia de las explicaciones de los promotores, de manera que los pesos y
contrapesos institucionales estaban funcionando. Sin embargo, en el Congreso, de
mayoría uribista, hubo varias irregularidades. Por una parte, se aprobó el referendo aún
sin esperar que el CNE certificara el cumplimiento de los topes de financiación de la
recolección de las firmas. Por otra, la pregunta del referendo, que habían avalado los
ciudadanos firmantes, quedó mal formulada, porque permitía un tercer mandato al
presidente pero no inmediato. No obstante, tras la aprobación del texto, entre agosto y
septiembre de 2009, una comisión de conciliación de Senado y Cámara decidió permitir
la reelección inmediata.
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El noviembre, tres conjueces del CNE declararon inválidas las firmas que respaldaban
el referendo, porque la financiación de su recolección violó los topes legales. El
gobierno calificó la decisión como una arbitrariedad y, su aliado, el procurador
Alejandro Ordóñez, encargado de vigilar a los funcionarios públicos, solicitó a la Corte
Constitucional avalar el referendo argumentando que la violación de los topes era una
responsabilidad individual y no debía afectar la expresión popular (López, 2014: 383).
Finalmente, en febrero de 2010 el magistrado Humberto Sierra Porto rindió ponencia
negativa al referendo por vicios procedimentales, al considerar que antes del trámite del
proyecto en el Congreso era absolutamente necesaria la certificación por parte del
Registrador Nacional del Estado Civil, además los promotores gastaron 6 veces lo
autorizado por el CNE, varias personas aportaron hasta 30 veces más de lo permitido
por el mismo organismo y al modificar la pregunta del referendo el Congreso se había
extralimitado respecto a los principios de respeto de la democracia participativa (López,
2014: 392).
La Corte Constitucional tenía una mayoría uribista y terminó tomando una decisión
contraria a la segunda reelección de Uribe. Sin embargo, como se ha visto, el trámite del
referendo fue todo un escándalo, lo cual puso sobre la Corte una fuerte carga de cara a
la opinión pública. Además, todo el proceso tuvo lugar en medio de la revelación de
otras irregularidades del gobierno Uribe, entre 2008 y 2009 (López, 2014): la
“yidispolítica”, los “falsos positivos”, el escándalo de corrupción de Agro Ingreso
Seguro, entre otros, que mellaron el respaldo que el presidente tenía entre las élites del
país. De ahí que, a diferencia de estos casos, que tuvieron que esperar varios años para
ser conocidos por la opinión pública, las irregularidades del referendo se conocieran en
tiempo real. De hecho, varios personajes de la vida pública que habían defendido
previamente al gobierno decidieron públicamente retirarle su respaldo debido a la
corrupción reinante, por ejemplo la reconocida e influyente columnista de derechas
María Isabel Rueda (López, 2014: 381-382).
En fin, no sólo la tradición democrática colombiana y el eficaz funcionamiento de los
pesos y contrapesos institucionales operaron para evitar que se consolidara en un tercer
mandato de Uribe su tendencia autoritaria, sino también el deterioro del apoyo que el
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Presidente había tenido, no en las encuestas, sino en actores clave, como los medios de
comunicación y las élites propietarias de los mismos, que no dudaron en sacar a la luz
pública los escándalos de corrupción y las múltiples irregularidades que rodearon el
trámite del referendo reeleccionista, poniendo de esa manera una fuerte carga de
responsabilidad sobre la Corte Constitucional.
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Edwin Cruz Rodríguez es politólogo, especialista en Análisis de políticas públicas de la
Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Análisis de problemas políticos, económicos e
internacionales contemporáneos de la Universidad Externado de Colombia. Candidato a doctor
en Estudios políticos y relaciones internacionales e integrante del Grupo de Investigación en
Teoría Política Contemporánea de la Universidad Nacional de Colombia. Asistente de docencia
en el Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Email:
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