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Adolfo Bioy Casares
Cuentos
La TramaCeleste……………….2
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El granserafín…………………..18
En memoria dePaulina…………34
Nóumeno………………………
42
La Trama CelesteCuando el capitán Ireneo Morris y el doctor
Carlos Alberto Servian, médico homeópata,esaparecieron, un 20 de diciembre de Buenos
Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Seijo que había gente engañada gente complicada yue una comisión estaba investigando; se dijoambién que el escaso radio de acción del aeroplanotilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstoso habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días unancomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (lasbras completas del comunista Luis Augustolanqui); un anillo de escaso valor (una aguamarinan cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con
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abeza de caballo); unas cuantas páginas escritas amáquina—Las aventuras del capitán Morris—rmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.
LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS
Este relato podría empezar con alguna leyendaelta que nos hablara del viaje de un héroe a un paísue está del otro lado de una fuente, o de una
nfranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o den anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de unaube mágica, o de una joven llorando en el remotoondo de un espejo que está en la mano delaballero destinado a salvarla, o de la busca,
nterminable y sin esperanza, de la tumba del reyArturo:
Ésta es la tumba de March y ésta la deGwythyir; ésta es la tumba de GwgawnGleddyffreidd; pero la tumba de Arturo esdesconocida.
También podría empezar con la noticia, que oíon asombro y con indiferencia, de que el tribunal
militar acusaba de traición al capitán Morris. O cona negación de la astronomía. O con una teoría desos movimientos, llamados "pases", que se
mplean para que aparezcan o desaparezcan losspíritus.
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Sin embargo, yo elegiré un comienzo menosstimulante; si no lo favorece la magia, loecomienda el método. Esto no importa un repudioe lo sobrenatural, menos aún el repudio de las
lusiones o invocaciones del primer párrafo.Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací enRauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi paíso existe; pero deje que un armenio se arrime a surbol genealógico: toda su descendencia odiará a
os turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio."omos como una sociedad secreta, como un clan, yispersos por los continentes, la indefinible sangre,nos ojos y una nariz que se repiten, un modo deomprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades,
iertas intrigas, ciertos desarreglos en que noseconocemos, la apasionada belleza de nuestrasmujeres, nos unen.
Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote,ivo (vivía) con una sobrina una muchacha
gradable, joven y laboriosa. Añadiría otroalificativo —tranquila—, pero debo confesar que en
os últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina sentretenía en hacer las funciones de secretaria, y,omo no tengo secretaria, ella misma atendía el
eléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certeraucidez las historias médicas y las sintomatologías
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ue yo apuntaba al azar de las declaraciones de losnfermos (cuya regla común es el desorden) yrganizaba mi vasto archivo. Practicaba otraiversión no menos inocente: ir conmigo al
inematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde eraiernes.Se abrió la puerta; un joven militar entró,
nérgicamente, en el consultorio.Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás
e la mesa, y me extendía, impasible, una de esasrandes hojas en que apunto los datos que me danos enfermos. El joven militar se presentó sinacilaciones—era el teniente Kramer— y despuése mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó
on voz firme:—¿Hablo?Le dije que hablara. Continuó:—El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está
etenido en el Hospital Militar.
Tal vez contaminado por la marcialidad de minterlocutor, respondí:
—A sus órdenes.—¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.—Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a
stas horas...—Lo dejarán—declaró Kramer, y con
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movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Seetiró en el acto.
Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabiale pregunté qué le sucedía. Me interpeló:
—¿Sabes quién es la única persona que tenteresa?Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me
eñalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió deluarto, corriendo.
Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila.Además había tomado la costumbre de llamarmegoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mix libris. Lleva triplemente inscripta—en griego, en
atín y en español—la sentencia "Conócete a ti
mismo" (nunca sospeché hasta dónde me llevaríasta sentencia) y me reproduce contemplando, aavés de una lupa, mi imagen en un espejo. Miobrina ha pegado miles de estos ex libris en milese volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay
tra causa para esta fama de egoísmo. Yo era unmetódico, y los hombres metódicos, los queumidos en oscuras ocupaciones postergamos losaprichos de las mujeres, parecemos locos, o
mbéciles, o egoístas.
Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui alHospital Militar.
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Habían dado las seis cuando llegué al viejodificio de la calle Pozos. Después de una solitariaspera y de un cándido y breve interrogatorio meondujeron a la pieza ocupada por Morris. En la
uerta había un centinela con bayoneta. Adentro,muy cerca de la cama de Morris, dos hombres queo me saludaron jugaban al dominó.
Con Morris nos conocemos de toda la vida;unca fuimos amigos. He querido mucho a su padre.
ra un viejo excelente, con la cabeza blanca,edonda, rapada, y los ojos azules, excesivamenteuros y despiertos; tenía un ingobernableatriotismo galés, una incontenible manía de contar
eyendas celtas. Durante muchos años (los más
elices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardesstudiábamos un poco, él contaba y yo escuchabaas aventuras de los mabinogion, y en seguidaeponíamos fuerzas tomando unos mates conzúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo;
azaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, unilo y una aguja, combinaba cadávereseterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba aer médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía
os experimentos de Ireneo y porque alguna vez
abía dibujado una bala con resortes, que permitiríaos más envejecedores viajes interplanetarios, y un
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motor hidráulico, que, puesto en marcha, no seetendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejadosor una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuandoos encontramos, sentimos una gran dicha, una
oración de nostalgias y de cordialidades, repetimosn breve diálogo con fervientes alusiones a unamistad y a un pasado imaginarios, y en seguida noabemos qué decirnos.
El País de Gales, la tenaz corriente celta, había
cabado en su padre. Ireneo es tranquilamentergentino, e ignora y desdeña por igual a todos losxtranjeros. Hasta en su apariencia es típicamentergentino (algunos lo han creído sudamericano):
más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo
egro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz. Al verme pareció emocionado (yo nunca lo habíaisto emocionado, ni siquiera en la noche de la
muerte de su padre). Me dijo con voz clara; comoara que oyeran los que jugaban al dominó:
—Dame esa mano. En estas horas de pruebaas demostrado ser el único amigo.
Esto me pareció un agradecimiento excesivoara mi visita. Morris continuó:
—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero
omprenderás que ante un par de circunstancias así—miró con gravedad a los dos hombres—prefiero
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allar. Dentro de pocos días estaré en casa;ntonces será un placer recibirte.
Creí que la frase era una despedida. Morrisgregó que "si no tenía apuro" me quedara un rato.
—No quiero olvidarme—continuó—. Gracias por os libros.Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué
bros me agradecía. He cometido errores, no el demandar libros a Ireneo.
Habló de accidentes de aviación; negó queubiera lugares—El Palomar, en Buenos Aires; elValle de los Reyes, en Egipto—que irradiaranorrientes capaces de provocarlos.
En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció
ncreíble. Le pregunté cómo lo conocía.—Son las teorías del cura Moreau—repusoMorris—. Otros dicen que nos falta disciplina. Esontraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si meeguís. La aspiración del aviador criollo es
eroplanos como la gente. Si no, acordate de lasroezas de Mira, con el Golondrina, una lata deonservas atada con alambres . . .
Le pregunté por su estado y por el tratamiento aue lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz
ien alta, para que oyeran los que jugaban alominó.
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—No admitas inyecciones. Nada de inyecciones.No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 yespués un Árnica 10000. Sos un caso típico dernica. No lo olvides: dosis infinitesimales.
Me retiré con la impresión de haber logrado unequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casaubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente,uizá descubra que mi sobrina estuvo más atentaue nunca, y menos cordial. Según nuestra
ostumbre los dos viernes siguientes fuimos alinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entrén su cuarto, no estaba. Había salido, ¡habíalvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
Después llegó un mensaje de Morris. Me decía
ue ya estaba en su casa y que fuera a verloualquier tarde.Me recibió en el escritorio. Lo digo sin
eticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezasue tienden tan invenciblemente al equilibrio de la
alud, que los peores venenos inventados por lalopatía no las abruman.
Al entrar en esa pieza tuve la impresión deetroceder en el tiempo; casi diría que meorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace
iez años), aseado y benigno, administrando coneposo los impedimenta del mate. Nada había
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ambiado. En la biblioteca encontré los mismosbros, los mismos bustos de Lloyd George y de
William Morris, que habían contemplado migradable y ociosa juventud, ahora me
ontemplaban; y en la pared colgaba el horribleuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: lamuerte de Griffith ap Rhys, conocido como El fulgo
el poder y la dulzura de los varones del Sur.Traté de llevarlo inmediatamente a la
onversación que le interesaba. Dijo que sólo teníaue agregar unos detalles a lo que me habíaxpuesto en su carta. Yo no sabía qué responder;o no había recibido ninguna carta de Ireneo. Conúbita decisión le pedí que si no le fatigaba me
ontara todo desde el principio.Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosaistoria.
Hasta el 23 de junio pasado había sido probador e los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas
unciones en la fábrica militar de Córdoba,ltimamente había conseguido que lo trasladaran a
a base del Palomar.Me dio su palabra de que él, como probador, era
na persona importante. Había hecho más vuelos de
nsayo que cualquier aviador americano (sur yentro). Su resistencia era extraordinaria.
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Tanto había repetido esos vuelos de prueba,ue, automáticamente, inevitablemente, llegó ajecutar uno solo.
Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en
lanco trazó una serie de líneas en zigzag;scrupulosamente anotó números (distancias,lturas, graduación de ángulos); después arrancó laoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle.
Declaró que yo poseía "el esquema clásico de sus
ruebas". Alrededor del 15 de junio le comunicaron que ensos días probaría un nuevo Breguet—el 309—
monoplaza, de combate. Se trataba de un aparatoonstruido según una patente francesa de hacía dos
tres años y el ensayo se cumpliría con bastanteecreto. Morris se fue a su casa, tomó una libretae apuntes—"como lo había hecho hoy"—, dibujó elsquema—"el mismo que yo tenía en el bolsillo"—.
Después se entretuvo en complicarlo; después—"en
se mismo escritorio donde nosotros departíamosmigablemente"—imaginó esos agregados, losrabó en la memoria.
El 23 de junio, alba de una hermosa y terribleventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris
egó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar.uvo que esperar que lo sacaran. Caminó, para no
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nfermarse de frío, consiguió que se le empaparanos pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era unmonoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, teseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me
miró en los ojos y en voz baja me comunicó: elsiento era estrecho, notablemente incómodo.Recordó que el indicador de combustible marcabaleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna
nsignia. Dijo que saludó con la mano y que en
eguida el ademán le pareció falso. Corrió unosuinientos metros y despegó. Empezó a cumplir loue él llamaba su "nuevo esquema de prueba".
Era el probador más resistente de la República.ura resistencia física, me aseguró. Estaba
ispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podíareerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morrisabló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidél "compadrito" peinado que tenía enfrente; seguí elelato: poco después de emprender los ejercicios
uevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir qué vergüenza, voy a perder el conocimiento",mbistió una vasta mole oscura (quizá una nube),uvo una visión efímera y feliz, como la visión de unadiante paraíso. . . Apenas consiguió enderezar el
eroplano cuando estaba por tocar el campo deterrizaje.
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Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado enna cama blanca, en un cuarto alto, de paredeslancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón,urante algunos segundos creyó que dormía la
iesta, en el campo. Después supo que estabaerido; que estaba detenido; que estaba en elHospital Militar. Nada de esto le sorprendió, peroodavía tardó un rato en recordar el accidente. Alecordarlo tuvo la verdadera sorpresa no
omprendía cómo había perdido el conocimiento.in embargo, no lo perdió una sola vez. .. De estoablaré mas adelante.
La persona que lo acompañaba era una mujer.a miró. Era una enfermera.
Dogmático y discriminativo, habló de mujeres eneneral. Fue desagradable. Dijo que había un tipoe mujer, y hasta una mujer determinada y única,ara el animal que hay en el centro de cada hombre,agregó algo en el sentido de que era un infortunio
ncontrarla, porque el hombre siente lo decisiva ques para su destino y la trata con temor y con
orpeza, preparándose un futuro de ansiedad y demonótona frustración. Afirmó que, para el hombrecomo es debido", entre las demás mujeres no
abrá diferencias notables, ni peligros. Le preguntéi la enfermera correspondía a su tipo. Me
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espondió que no, y aclaró: "Es una mujer plácida ymaternal, pero bastante linda."
Continuó su relato. Entraron unos oficialesprecisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa
una silla; se fue, y volvió con una máquina describir. Se sentó frente a la máquina, y escribió enilencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficialnterrogó a Morris:
—¿Su nombre?
No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "meroormulismo". Dijo su nombre, y tuvo el primer signoel horrible complot que inexplicablemente lonvolvía.
Todos los oficiales rieron. Él nunca había
maginado que su nombre fuera ridículo. Senfureció. Otro de los oficiales dijo:—Podía inventar algo menos increíble.—Ordenó
l soldado de la máquina:— Escriba, no más.—¿Nacionalidad?
—Argentino—afirmó sin vacilaciones.—¿Pertenece al ejército?Tuvo una ironía:—Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los
olpeados.
Si rieron un poco (entre ellos, como si Morrisstuviera ausente).
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Continuó:—Pertenezco al ejército, con grado de capitán,
egimiento 7, escuadrilla novena.—¿Con base en Montevideo?—preguntó
arcásticamente uno de los oficiales.—En Palomar—respondió Morris.Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se
etiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros.Cuando comprendió que dudaban de su
acionalidad, o que simulaban dudar, quisoevantarse de la cama, pelearlos. La herida y laerna presión de la enfermera lo contuvieron. Losficiales volvieron a la tarde del otro día, a la
mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le
olía todo el cuerpo; me confesó que hubieraeclarado cualquier cosa para que lo dejaran enaz.
¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quiénra? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que
o era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Unaoche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo queo se defendía juiciosamente. Respondió que noenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto,ntre accesos de cólera, momentos en que estaba
ecidido a encarar con tranquilidad la situación, yiolentas reacciones en que se negaba a "entrar en
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se juego absurdo". A la mañana quiso pedir isculpas a la enfermera por el modo con que laabía tratado; comprendía que la intención de ellara benévola, "y no es fea, me entendés"; pero
omo no sabía pedir disculpas, le preguntóritadamente qué le aconsejaba. La enfermera leconsejó que llamara a declarar a alguna personae responsabilidad.
Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo
el teniente Kramer y del teniente Viera, del capitánaverio, de los tenientes coroneles Margaride yNavarro.
A eso de las cinco apareció con los oficiales eleniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris
ijo con vergüenza que "después de una conmoción,l hombre no es el mismo" y que al ver a Kramer intió lágrimas en los ojos. Reconoció que se
ncorporó en la cama y abrió los brazos cuando loio entrar. Le gritó:—Vení, hermano.
Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Unficial le preguntó:
—Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?La voz era insidiosa. Morris dice que esperó—
speró que el teniente Kramer, con una súbita
xclamación cordial, revelara su actitud como partee una broma—. . . Kramer contestó con demasiado
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alor, como si temiera no ser creído:—Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he
isto.Le creyeron inmediatamente, y la tensión que
urante unos segundos hubo entre ellosesapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de losficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de unficial que repetía "A mí no me sorprende, créameue no me sorprende. Tiene un descaro."
Con Viera y con Margaride la escena volvió aepetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Unbro—uno de los libros que yo le habría enviado—staba debajo de las sábanas, al alcance de su
mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste
imuló que no se conocían. Morris dio unaescripción circunstanciada que no creontegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de suelocidad epigramática. Los oficiales opinaron queo era indispensable llamar a Faverio, que estaba
n Mendoza. Imaginó entonces tener unanspiración; pensó que si las amenazas convertíann traidores a los jóvenes, fracasarían ante eleneral Huet, antiguo amigo de su casa, queiempre había sido con él como un padre, o, más
ien, como un rectísimo padrastro.Le contestaron secamente que no había, que
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unca hubo, un general de nombre tan ridículo en eljército argentino.
Morris no tenía miedo; tal vez si hubieraonocido el miedo se hubiera defendido mejor.
Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "ysted sabe cómo les gusta agrandar los peligros yo cavilosas que son". La otra vez la enfermera leabía tomado la mano para convencerlo del peligroue lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos
le preguntó el significado de la confabulación queabía contra él. La enfermera repitió lo que habíaído: su afirmación de que el 23 había probado elreguet en El Palomar era falsa; en El Palomar adie había probado aeroplanos esa tarde. El
reguet era de un tipo recientemente adoptado por l ejército argentino, pero su numeración noorrespondía a la de ningún aeroplano del ejércitorgentino. "¿Me creen espía?", preguntó con
ncredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse.
ímidamente, la enfermera respondió: "Creen quea venido de algún país hermano." Morris le juróomo argentino que era argentino, que no era espía;lla pareció emocionada, y continuó en el mismoono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero
an descubierto que las costuras son diferentes."Agregó: "Un detalle imperdonable", y Morris
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omprendió que ella tampoco le creía. Sintió que sehogaba de rabia, y, para disimular, la besó en laoca y la abrazó.
A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se
a comprobado que diste un domicilio falso." Morrisrotestó inútilmente; la mujer estaba documentada:l ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi.
Morris tuvo la sensación del recuerdo, de lamnesia. Le pareció que ese nombre estaba
inculado a alguna experiencia pasada; no pudorecisarla.La enfermera le aseguró que su caso había
eterminado la formación de dos gruposntagónicos: el de los que sostenían que era
xtranjero y el de los que sostenían que erargentino. Más claramente: unos queríanesterrarlo; otros fusilarlo.
—Con tu insistencia de que sos argentino—dijoa mujer—ayudás a los que reclaman tu muerte.
Morris le confesó que por primera vez habíaentido en su patria "el desamparo que sienten losue visitan otros países". Pero seguía no temiendoada.
La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió
cceder a lo que pidiera. "Aunque te parezcadículo, me gustaba verla contenta." La mujer le
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idió que "reconociera" que no era argentino. "Fuen golpe terrible, como si me dieran una ducha. Lerometí complacerla, sin ninguna intención deumplir la promesa." Opuso dificultades:
—Digo que soy de tal país. Al día siguienteontestan de ese país que mi declaración es falsa.—No importa—afirmó la enfermera—. Ningún
aís va a reconocer que manda espías. Pero consa declaración y algunas influencias que yo mueva,
al vez triunfen los partidarios del destierro, si no esemasiado tarde. Al otro día un oficial fue a tomarle declaración.
staban solos; el hombre le dijo:—Es un asunto resuelto. Dentro de una semana
rman la sentencia de muerte.Morris me explicó:—No me quedaba nada que perder..."Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial:—Confieso que soy uruguayo.
A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morrisue todo había sido una estratagema; que habíaemido que no cumpliera su promesa; el oficial eramigo y llevaba instrucciones para sacarle laeclaración. Morris comentó brevemente:—Si era
tra mujer, la azoto.Su declaración no había llegado a tiempo; la
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ituación empeoraba. Según la enfermera, la únicasperanza estaba en un señor que ella conocía yuya identidad no podía revelar. Este señor queríaerlo antes de interceder en su favor.
—Me dijo francamente—aseguró Morris—: tratóe evitar la entrevista. Temía que yo causara malampresión. Pero el señor quería verme y era laltima esperanza que nos quedaba. Me recomendóo ser intransigente.
—El señor no vendrá al hospital—dijo lanfermera.—Entonces no hay nada que hacer—respondió
Morris, con alivio.La enfermera siguió:
—La primera noche que tengamos centinelas deonfianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.—Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra,
n vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo
n el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia elnterior de la mano, y los centinelas me dejaríanntrar y salir como si no me vieran.
La enfermera le dio instrucciones. Saldría a lasoce y media y debía volver antes de las tres y
uarto de la madrugada. La enfermera le escribió enn papelito la dirección del señor.
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—¿Tenés el papel?—le pregunté.—Sí, creo que sí—respondió, y lo buscó en su
illetera. Me lo entregó displicentemente.Era un papelito azul; la dirección—Márquez 6890
— estaba escrita con letra femenina y firme ("delSacré-Coeur", declaró Morris, con inesperadarudición).
—¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por imple curiosidad.
Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:—La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre opellido.
Continuó su relato:Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no
pareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y mediaesolvió salir.Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que
staba en la puerta de su cuarto. El hombre levantóa bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente.
e recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondoel corredor, había visto a un cabo. Después,iguiendo indicaciones de Idibal, bajó por unascalera de servicio y llegó a la puerta de calle.
Mostró el anillo y salió.
Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada enl papel. Anduvieron más de media hora; rodearon
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or Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. yomaron una calle arbolada, hacia el limite de laiudad; después de cinco o seis cuadras seetuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de
olumnas y de cúpulas, entre las casas bajas delarrio, blanca en la noche.Creyó que había un error; miró el número en el
apel: era el de la iglesia.—¿Debías esperar afuera o adentro?—
nterrogué.El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie.e pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas,ontestó. Después supe que estuvo un rato junto ana fuente con peces, en la que caían tres chorros
e agua. Apareció "un cura de esos que se visten deombres, como los del Ejército de Salvación" y lereguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El curae fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se
epitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris quera admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya
ba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó sienía "el anillo del convivio".
—¿El anillo del qué?... —preguntó Morris. Y
ontinuó explicándome:— Imaginate ¿cómo se meba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio
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dibal?El hombre le miró curiosamente las manos, y le
rdenó:—Muéstreme ese anillo.
Morris tuvo un movimiento de repulsión; despuésmostró el anillo.El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le
xplicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia;Morris aclara: "Como una explicación más o menos
ábil, pero falsa; seguro de que no pretenderíangañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicaciónerdadera, mi confesión."
Cuando se convenció de que Morris no hablaríamás, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que
ataría de hacer algo por él. Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontróente a dos torres que parecían la entrada de unastillo o de una ciudad antigua; realmente eran lantrada de un hueco, interminable en la oscuridad.
uvo la impresión de estar en un Buenos Airesobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; seansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio
a dirección de su casa: Bolívar 971.Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó
asta la puerta de la casa. No eran todavía las dose la mañana. Le quedaba tiempo.
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Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo.Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos.
e indignó de que la sirvientita aprovechara suusencia—su desgracia—para dormir afuera.
Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos quearecían venir de muy lejos; después, una serie deolpes —uno seco, otro fugaz—rítmicos, crecientes.
Apareció, enorme en la sombra, una figura humana.Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió
asta la parte menos iluminada del zaguán.Reconoció inmediatamente a ese hombre soñolientofurioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba
oñando. Se dijo: "Si, el rengo Grimaldi, CarlosGrimaldi." Ahora recordaba el nombre. Ahora,
ncreíblemente, estaba frente al inquilino quecupaba la casa cuando su padre la compró, hacíamás de quince años.
Grimaldi irrumpió:—¿Qué quiere?Morris recordó el astuto empecinamiento del
ombre en quedarse en la casa y las infructuosasndignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar on el carrito de la Municipalidad", y le mandabaegalos para que se fuera.
—¿Está la señorita Carmen Soares?—preguntó
Morris, "ganando tiempo".Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz.
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n la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasoslternados; después, en una conmoción de vidrios ye hierros, pasó un tranvía; después se restableciól silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha
econocido."En seguida sintió vergüenza, sorpresa,ndignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés yacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo enoz alta: "Voy a levantar una denuncia en la
eccional." Se preguntó qué significaba esa ofensivamúltiple y envolvente que sus compañeros habíananzado contra él. Decidió consultarme.
Si me encontraba en casa, tendría tiempo dexplicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y
rdenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. Elombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modoara qué daban exámenes. Abominó de todo: de laolicía, que deja que nuestras casas se llenen de
ntrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país
nunca aprenden a manejar. El chofer le propusoue tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que
omara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.Se detuvieron en las barreras; interminables
enes grises hacían maniobras. Morris ordenó que
odeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia yuzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no
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odía esperarlo; que no existía tal pasaje. No leontestó caminó con seguridad por Luzuriaga hacial sur. El chofer lo siguió con el automóvil,
nsultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si
parecía un vigilante, el chofer y él dormirían en laomisaria.—Además—le dije—descubrirían que te habías
ugado del hospital. La enfermera y los que teyudaron tal vez se verían en un compromiso.
—Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris,continuó el relato:Caminó una cuadra y no encontró el pasaje.
Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguíarotestando; la voz era más baja, el tono más
arcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calleRochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, aa derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar ugar al pasaje Owen. Morris sintió como la
ntelación de un vértigo. Las casas no senterrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lolto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de
a International, en Luzuriaga; enfrente debía estar elasaje Owen; no estaba.
Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo.
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staba, con los pies hundidos en un espeso fangoesbaladizo, ante una lúgubre serie de casasguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra noo encontró. Temía que el chofer descubriera que se
abía perdido. Vio a un hombre, le preguntó dóndestaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio.Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otroombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, elhofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris
el chofer le preguntaron a gritos si sabía dóndestaba el pasaje Owen. El hombre parecíasustado, como si creyera que lo asaltaban.
Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba aecir algo más, pero Morris lo miró
menazadoramente.Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris leijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.
En el hospital había otro centinela. Pasó dos oes veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar.
e resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. Elentinela no lo detuvo.
La enfermera apareció al final de la tardeiguiente. Le dijo:
—La impresión que le causaste al señor de la
glesia no es favorable. Tuvo que aprobar tuisimulo: su eterna prédica a los miembros del
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onvivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lofendió .
Dudaba de que el señor se interesaraerdaderamente en favor de Morris.
La situación había empeorado. Las esperanzase hacerlo pasar por extranjero habíanesaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.
Escribió una minuciosa relación de los hechos yme la envió. Después quiso justificarse: dijo que la
reocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez élmismo empezaba a preocuparse.Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como
n favor hacia ella—"no hacia el desagradablespía"—la promesa de que "las mejores influencias
ntervendrían activamente en el asunto". El plan eraue obligaran a Morris a intentar una reproducciónealista del hecho; vale decir: que le dieran uneroplano y le permitieran reproducir la prueba que,egún él, había cumplido el día del accidente.
Las mejores influencias prevalecieron, pero elvión de la prueba sería de dos plazas. Estoignificaba una dificultad para la segunda parte dellan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que élabría disponer del acompañante. Las influencias
nsistieron en que el aeroplano fuera un monoplanodéntico al del accidente.
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Idibal, después de una semana en que lo abrumóon esperanzas y ansiedades, llegó radiante yeclaró que todo se había conseguido. La fecha de
a prueba se había fijado para el viernes próximo
faltaban cinco días). Volaría solo.La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:—Te espero en la Colonia. En cuanto
despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló
ormir. Comentó: "Me parecía que me llevaba de lamano al casamiento y eso me daba rabia." Ignorabaue se despedían.
Como estaba restablecido, a la mañanaiguiente lo llevaron al cuartel.
—Esos días fueron bravos—comentó—. Losasé en una pieza de dos por dos, mateando yuqueando de lo lindo con los centinelas.
—Si vos no jugás al truco—le dije.Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no
abía si jugaba o no.—Bueno: poné cualquier juego de naipes—
espondió sin inquietarse.Yo estaba asombrado. Había creído que la
asualidad, o las circunstancias, habían hecho de
Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artistael color local. Continuó:
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—Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba lasoras pensando en la mujer. Estaba tan loco queegué a creer que la había olvidado...
Lo interpreté:
—¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?—¿Cómo adivinaste?—no aguardó miontestación. Continuó el relato:
Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretéritooble-faetón. En El Palomar lo esperaba una
olemne comitiva de militares y de funcionarios.Parecía un duelo—dijo Morris—, un duelo o unajecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, "un
erio competidor del doble-faetón, creeme".
Lo puso en marcha; vio que no había nafta paraiez minutos de vuelo; llegar al Uruguay eramposible. Tuvo un momento de tristeza;melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la
stratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas deamar a esa gente y decirles: "Señores, esto secabó." Por apatía dejó que los acontecimientosiguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez suuevo esquema de prueba.
Corrió unos quinientos metros y despegó.Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio,
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ero al emprender las operaciones nuevas volvió aentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírsena avergonzada queja por estar perdiendo elonocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró
nderezar el aeroplano.Cuando volvió en sí estaba dolorosamentecostado en una cama blanca, en un cuarto alto, dearedes blancuzcas y desnudas. Comprendió questaba herido, que estaba detenido, que estaba en
l Hospital Militar. Se preguntó si todo no era unalucinación.Completé su pensamiento:—Una alucinación que tenías en el instante de
espertar.
Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto.erdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatroías. Se alegró de que Idibal estuviera en la
Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba;demás, la mujer le reprocharía no haber planeado
asta el Uruguay.Reflexionó: "Cuando se entere del accidente,
olverá. Habrá que esperar dos o tres días."Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las
ardes tomados de la mano.
Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse.Una noche tuvo gran ansiedad. "Me creerás loco—
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me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé queabía vuelto, que sabía la historia de la otranfermera y que por eso no quería verme.
Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El
ombre no volvía. Mucho después (pero esa mismaoche; a Morris le parecía increíble que una nocheurara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en elospital no trabajaba ninguna persona de eseombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo
abía dejado el empleo. El practicante volvió a lamadrugada y le dijo que el jefe de personal ya seabía retirado.
Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezósoñar que no podía encontrarla. Finalmente, no
odía imaginarla, ni soñar con ella.Le dijeron que ninguna persona llamada Idibalrabajaba ni había trabajado en el establecimiento".
La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Leajeron los diarios. Ni la sección "Al margen de los
eportes y el turf" le interesaba. "Me dio la loca yedí los libros que me mandaste." Le respondieronue nadie le había mandado libros.
(Estuve a punto de cometer una imprudencia; deeconocer que yo no le había mandado nada.)
Pensó que se había descubierto el plan de lauga y la participación de Idibal; por eso Idibal no
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parecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Loidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta seabía retirado. Pasó una noche atroz y vastísima,ensando que nunca le traerían el anillo...
—Pensando—agregué—que si no te devolvían elnillo no quedaría ningún rastro de Idibal.—No pensé en eso—afirmó honestamente—.
ero pasé la noche como un desequilibrado. Al otroía me trajeron el anillo.
—¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidadue me asombró a mí mismo.—Sí—respondió—. En lugar seguro.
Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó unnillo. La piedra del anillo tenía una vívida
ansparencia; no brillaba mucho. En el fondo habían altorrelieve en colores: un busto humano,emenino, con cabeza de caballo; sospeché que seataba de la efigie de alguna divinidad antigua.
Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo
afirmar que ese anillo era una pieza de valor.Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales
on un soldado que traía una mesa. El soldado dejóa mesa y se fue. Volvió con una máquina describir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y
e sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Unficial dictó: "Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad:
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rgentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena;ase: El Palomar."
Le pareció natural que pasaran por alto esasormalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta
ra una segunda declaración; "sin embargo—me dijo—se notaba algún progreso"; ahora aceptaban queuera argentino, que perteneciera a su regimiento, au escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Lereguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de
unio (fecha de la primera prueba); dónde habíaejado el Breguet 304 ("El número no era 304 —claró Morris—. Era 309"; este error inútil losombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine. . .
Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya
ue la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y queabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellosmismos se lo habían dado para reproducir la pruebael 23, simularon no creerle.
Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni
ue era un espía. Lo acusaban de haber estado entro país desde el 23 de junio; lo acusaban —omprendió con renovado furor—de haber vendido atro país un arma secreta. La indescifrableonjuración continuaba, pero los acusadores habían
ambiado el plan de ataque.Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera.
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Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa;nalmente, declaró que tendrían que batirse.
—Pensé que la situación había mejorado—dijo—. Los traidores volvían a poner cara de amigos.
Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer loisitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo deeaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra deas acusaciones, hermano." Se abrazaron, efusivos.Algún día—pensó Morris— aclararía el asunto. Le
idió a Kramer que me viera.Me atreví a preguntar —Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué
bros te mandé?—El título no lo recuerdo—sentenció gravemente
—. En tu nota está consignado.Yo no le había escrito ninguna nota.Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del
ajón de la mesa de luz una hoja de papel de cartade un papel de carta que no reconocí). Me la
ntregó:La letra parecía una mala imitación de la mía;
mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta;stas eran "inglesas". Leí:
Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha
llegado con algún retraso, debido, sin duda, aun sugerente error en la dirección. Yo no vivo
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en el pasaje "Owen" sino en la calle Miranda, enel barrio Nazca. Le aseguro que he leído surelación con mucho interés. Por ahora no puedovisitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan
solícitas manos femeninas y dentro de poco merepondré; entonces tendré el gusto de verlo.
Le envío, como símbolo de comprensión,estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, enel tomo tercero, el poema que empieza en lapágina 281.
Me despedí de Morlis. Le prometí volver laemana siguiente. El asunto me interesaba y meejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de
Morris; pero yo no le había escrito esa carta; younca le había mandado libros; yo no conocía lasbras de Blanqui.
Sobre "mi carta" debo hacer algunasbservaciones: 1) su autor no tutea a Morris
elizmente, Morris es poco diestro en asuntos deetras: no advirtió el "cambio" de tratamiento y no sefendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juroue soy inocente de la frase "Acuso recibo de sutenta"; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas,
me asombra y lo propongo a la atención del lector.Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe,
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uizá, al plan de lectura. Desde muy joven heomprendido que para no dejarse arrasar por la
nconsiderada producción de libros y para conseguir,iquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era
nprescindible un plan de lecturas. Este plan jalonami vida: una época estuvo ocupada por la filosofía,tra por la literatura francesa otra por las cienciasaturales, otra por la antigua literatura celta y enspecial la del país de Kimris (debido a la influencia
el padre de Morris). La medicina se ha intercaladon este plan, sin interrumpirlo nunca.Pocos días antes de la visita del teniente Kramer
mi consultorio, yo había concluido con las cienciascultas. Había explorado las obras de Papus, de
Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, deabougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, deHogden, de Alberto el Grande. Me interesabanspecialmente los conjuros, las apariciones y lasesapariciones; con relación a estas últimas
ecordaré siempre el caso de Sir Daniel SludgeHome, quien, a instancias de la Society for PsychicalResearch, de Londres, y ante una concurrenciaompuesta exclusivamente de baronets, intentó unosases que se emplean para provocar la
esaparición de fantasmas y murió en el acto. Enuanto a esos nuevos Elías, que habrían
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esaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, meermito dudar.
El "misterio" de la carta me incitó a leer las obrase Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en
a enciclopedia, y comprobé que había escrito sobreemas políticos. Esto me complació: inmediatas aas ciencias ocultas se hallan la política y laociología. Mi plan observa tales transiciones paravitar que el espíritu se adormezca en largas
endencias.Una madrugada, en la calle Corrientes, en unabrería apenas atendida por un viejo borroso,ncontré un polvoriento atado de librosncuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes
orados: las obras completas de Blanqui. Loompré por quince pesos.En la página 281 de mi edición no hay ninguna
oesía. Aunque no he leído íntegramente la obra,reo que el escrito aludido es "L'Éternité par les
Astres" un poema en prosa; en mi edición comienzan la página 307, del segundo tomo.
En ese poema o ensayo encontré la explicacióne la aventura de Morris.
Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del
arrio; en las dos cuadras que agotan la calleMiranda no vive ninguna persona de mi nombre.
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Fui a Márquez; no hay número 6890; no hayglesias; había—esa tarde— una poética luz, con elasto de los potreros muy verde, muy claro y con
os árboles lilas y transparentes. Además la calle no
sta cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca deluente de la Noria.Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades
ara rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Preguntéómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por
Rivadavia—me dijeron—hasta Cuzco. Despuésruce las vías." Como era previsible, allí no existeinguna calle Márquez; la calle que Morris denomina
Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en elúmero 6890—ni en el resto de la calle—hay
glesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano;l hecho no tiene importancia: San Cayetano no esa iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en lamisma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de quesa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto
e verá después.Hallé también las torres que mi amigo creyó ver
n un lugar despejado y solitario: son el pórtico delClub Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y
arragán.
No tuve que visitar especialmente el pasajeOwen vivo en él. Cuando Morris se encontró
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erdido, sospecho que estaba frente a las casasúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor spinosa, con los pies enterrados en el barro blancoe la calle Perdriel.
Volví a visitar a Morris. Le pregunté si noecordaba haber pasado por una calle Hamílcar, oHaníbal, en su memorable recorrida nocturna.Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Leregunté si en la iglesia que él visitó había algún
ímbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio,mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio.inalmente, me preguntó:
—¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?Le di la razón.
—Sin embargo, sería importante.. .—insistí—.ratá de hacer memoria. Tratá de recordar si juntola cruz no había alguna figura.
—Tal vez—murmuró—, tal vez un...—¿Un trapecio?—insinué.
—Sí, un trapecio—dijo sin convicción.—¿Simple o cruzado por una línea?—Verdad—exclamó—. ¿Cómo sabés?
Estuviste en la calle Márquez? Al principio no mecordaba nada. . . De pronto he visto el conjunto: la
ruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una líneaon puntas dobladas.
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Hablaba animadamente.—¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?—Viejo—exclamó con reprimida impaciencia—.
No me habías pedido que levantara el inventario.
Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, leedí que me mostrase el anillo y que me repitiese elombre de la enfermera.
Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de miobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas.
rocuré que no descubriera mi presencia; no queríaue me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, meo puse debajo del brazo y salí a la calle.
Me senté en un banco del parque Pereyra. Unaez más leí este párrafo:
Habrá infinitos mundos idénticos, infinitosmundos ligeramente variados, infinitos mundosdiferentes. Lo que ahora escribo en estecalabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y loescribiré durante la eternidad, en una mesa, en
un papel, en un calabozo, enteramenteparecidos. En infinitos mundos mi situación serála misma, pero tal vez la causa de mi encierrogradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros
mundos, la innegable superioridad de unadjetivo feliz.
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El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en eluenos Aires de un mundo casi igual a éste. Eleríodo confuso que siguió al accidente le impidióotar las primeras diferencias; para notar las otras
e hubieran requerido una perspicacia y unaducación que Morris no poseía.Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó
n un día radiante. El moscardón, en el hospital,ugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó
urante los interrogatorios, lo confirma.Morris da en su relato algunas característicasiferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo,alta el País de Gales: las calles con nombre galéso existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte
n Márquez, y Morris, por laberintos de la noche ye su propia ofuscación, busca en vano el pasajeOwen. . . Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y
averio, existimos allí porque nuestro origen no esalés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris,
mbos de ascendencia galesa, no existen (élenetró por accidente). El Carlos Alberto Servian dellá, en su carta, escribe entre comillas la palabraOwen", porque le parece extraña; por la mismaazón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su
ombre.Porque no existieron allí los Morris, en Bolivar
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71 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.La relación de Morris revela, también, que en
se mundo Cartago no desapareció. Cuandoomprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las
alles Haníbal y Hamílcar. Alguien preguntará cómo, si no desaparecióCartago, existe el idioma español. ¿Recordaré quentre la victoria y la aniquilación puede haber grados
ntermedios?
El anillo es una doble prueba que tengo en mioder. Es una prueba de que Morris estuvo en otromundo: ningún experto, de los muchos que heonsultado, reconoció la piedra. Es una prueba de laxistencia (en ese otro mundo) de Cartago: el
aballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha vistonillos iguales en el museo de Lavigerie? Además—Idibal, o Iddibal—el nombre de la
nfermera, es cartaginés; la fuente con pecestuales y el trapecio cruzado son cartagineses; por
ltimo —horresco referens—están los convivios oirculi, de memoria tan cartaginesa y funesta comol insaciable Moloch...
Pero volvamos a la especulación tranquila. Meregunto si yo compré las obras de Blanqui porque
staban citadas en la carta que me mostró Morris oorque las historias de estos dos mundos son
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aralelas. Como allí los Morris no existen, laseyendas celtas no ocuparon parte del plan deecturas; el otro
Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo
egar antes que yo a las obras políticas.Estoy orgulloso de él: con los pocos datos queenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; paraue Morris también la comprendiera, le recomendóL'Éternite par les Astres". Me asombra, sin
mbargo, su jactancia de vivir en el bochornosoarrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló
mi bala con resorte ni a los demás vehículos quee han ideado para surcar la increíble astronomía.
Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario deKent; en la palabra pase, leí: "Complicadas seriese movimientos que se hacen con las manos, por lasuales se provocan apariciones y desapariciones."ensé que las manos tal vez no fueran
ndispensables; que los movimientos podríanacerse con otros objetos; por ejemplo, conviones.
Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba"oincide con algún pase (las dos veces que lo
ntenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo). Allí supusieron que era un espía venido de un
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aís limítrofe: aquí explican su ausencia,mputándole una fuga al extranjero, con propósitose vender un arma secreta. Él no entiende nada ye cree víctima de un complot inicuo.
Cuando volví a casa encontré sobre el escritoriona nota de mi sobrina. Me comunicaba que seabía fugado con ese traidor arrepentido, el teniente
Kramer. Añadía esta crueldad: "Tengo el consueloe saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te
nteresaste en mí." La última línea estaba escritaon evidente saña; decía: "Kramer se interesa enmí; soy feliz."
Tuve un gran abatimiento, no atendí a losnfermos y por más de veinte días no salí a la calle.
ensé con alguna envidia en ese yo astral,ncerrado, como yo, en su casa, pero atendido por solicitas manos femeninas". Creo conocer suntimidad; creo conocer esas manos.
Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi
obrina (apenas me contengo de hablar,ncesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si erana muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar e la enfermera.
No es la posibilidad de encontrarme con una
ueva versión de mí mismo lo que me incitaría aiajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de
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eproducirme, según la imagen de mi ex libris, o deonocerme, según su lema, no me ilusiona. Meusiona, tal vez, la idea de aprovechar unaxperiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha
dquirido.Pero éstos son problemas personales. Enambio la situación de Morris me preocupa. Aquíodos lo conocen y han querido ser consideradoson él; pero como tiene un modo de negar
erdaderamente monótono y su falta de confianzaxaspera a los jefes, la degradación, si no laescarga del fusilamiento, es su porvenir.
Si le hubiera pedido el anillo que le dio lanfermera, me lo habría negado. Refractario a las
deas generales, jamás hubiera entendido el derechoe la humanidad sobre ese testimonio de laxistencia de otros mundos. Debo reconocer,demás, que Morris tenía un insensato apego por se anillo. Tal vez mi acción repugne a los
entimientos del gentleman (alias, infalible, delambrioleur); la conciencia del humanista laprueba. Finalmente, me es grato señalar unesultado inesperado: desde la pérdida del anillo,
Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de
vasión.Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro
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e la sociedad formamos un núcleo indestructible.engo buenas amistades en el ejército. Morris podrá
ntentar una reproducción de su accidente. Yo metreveré a acompañarlo.
C. A. S.El relato de Carlos Alberto Servian me pareciónverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carroe Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y elarro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que,
or casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caídon otro mundo; que vuelva a caer en éste sería unxceso de casualidad.
Desde el principio tuve esa opinión. Los hechosa confirmaron.
Un grupo de amigos proyectamos yostergamos, año tras año, un viaje a la frontera delUruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo,
partimos.El 3 de abril almorzábamos en un almacén en
medio del campo; después visitaríamos unafazenda" interesantísima.
Seguido de una polvareda, llegó un interminableackard; una especie de jockey bajó. Era el capitán
Morris.
Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebióon ellos. Supe después que era secretario, o
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irviente, de un contrabandista.No acompañé a mis amigos a visitar la
fazenda". Morris me contó sus aventuras: tiroteoson la policía; estratagemas para tentar a la justicia
perder a los rivales; cruce de ríos prendido a laola de los caballos; borracheras y mujeres.. . Sinuda exageró su astucia y su valor. No podréxagerar su monotonía.
De pronto, como en un vahído, creí entrever un
escubrimiento. Empecé a investigar; investigué conMorris; investigué con otros, cuando Morris se fue.Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados
e junio del año pasado, y de que muchas vecesue visto en la región, entre principios de
eptiembre y fines de diciembre. El 8 deeptiembre intervino en unas carreras cuadreras, enYaguarao; después pasó varios días en cama, aonsecuencia de una caída del caballo.
Sin embargo, en esos días de septiembre, el
apitán Morris estaba internado y detenido en elHospital Militar, de Buenos Aires: las autoridadesmilitares, compañeros de armas, sus amigos denfancia, el doctor Servian y el ahora capitánKramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo
testiguan.La explicación es evidente:
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En varios mundos casi iguales, varios capitanesMorris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar eroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o alrasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo
nos "pases" con su aeroplano y se encontró en eluenos Aires de otro mundo (donde no existíaGales y donde existía Cartago; donde esperadibal). Ese Ireneo Morris subió después en elDewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este
uenos Aires. Como era idéntico al otro Morris,asta sus compañeros lo confundieron. Pero no eral mismo. El nuestro (el que está en el Brasil)emontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; eltro sabía perfectamente que había probado el
reguet 309. Después, con el doctor Servian decompañante intenta los pases de nuevo yesaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menosrobable que encuentren a la sobrina de Servian y a
a cartaginesa.
Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de laluralidad de los mundos, fue tal vez, un mérito deervian; yo, más limitado, hubiera propuesto lautoridad de un clásico; por ejemplo: "según
Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los
uales algunos son, no tan sólo parecidos, sinoerfectamente iguales" (Cicerón, Primeras
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cadémicas, II, XVII); 0:Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli,
piensas tú que ahora, en un número infinito deugares exactamente iguales, habrá reuniones de
ersonas con nuestros mismos nombres, revestidase los mismos honores, que hayan pasado por lasmismas circunstancias, y en ingenio, en edad, enspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este
mismo tema? [id., id., II, XL].
Finalmente, para lectores acostumbrados a lantigua noción de mundos planetarios y esféricos,os viajes entre Buenos Aires de distintos mundosarecerán increíbles. Se preguntarán por qué losiajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras
egiones, a los mares o a los desiertos. La únicaespuesta que puedo ofrecer a una cuestión tanjena a mi incumbencia, es que tal vez estos
mundos sean como haces de espacios y de tiemposaralelos.
El gran serafínBordeó los acantilados para encontrar una
laya un poco apartada. La exploración fuereve, pues en aquel paraje ni la soledad ni la
ejanía misma estaban lejos. Aun en las playasontiguas al pequeño espigón de pesca,
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autizadas Negresco y Miramar por la patronae la hostería, era escasa la gente. Alfonso
Álvarez descubrió así un lugar que de mododmirable correspondía al anhelo de su corazón:
na ensenada romántica, desgarrada, salvaje, aa que reputó uno de los puntos más remotosel mundo, Última Tule, Seno de la Últimasperanza o todavía más allá —Álvarez ahorarticuló su divagación en un arrobado murmullo
—las Largas y Prodigiosas Playas,urdurstrandi. . . El mar entraba encajonado encantilados pardos y abruptos, en los que sebrían cavernas. Hacia afuera, a los lados,mpinábanse picos o agujas, modelados por la
rosión de la espuma, de los huracanes y delempo. Todo ahí era grandioso para elbservador echado en la arena, que sinificultad olvidaba las dimensiones del paisaje,n verdad minúsculas. Despertó Álvarez de su
nsimismamiento, descalzó unos piecitoslancos que, a la intemperie, resultaronatéticamente desnudos, hurgó en una bolsa de
ona, encendió la pipa, contempló el mar yreparó el ánimo para un prolongado paladeo de
a beatitud perfecta. Con asombro advirtió queo estaba feliz. Lo embargaba una desazón que
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puntaba como vago recelo. Miró en derredor yfirmó: "Nada ocurrirá." Descartó la ilógicaipótesis de un asalto; escrutó la conciencia,
uego el cielo, por fin el mar y no descubrió el
motivo de su alarma.Buscando distracción, Álvarez meditó sobrea recóndita virtud del mar, que nos urge aontemplarlo ávidamente. Se dijo: "En el mar unca pasa nada, si no es una lancha o la
onsabida tropilla de toninas, que progresa conrreglo a horario, a mediodía rumbo al sur,espués al norte: tales juguetes bastan para quen la costa la gente apunte con el dedo yrorrumpa en júbilo. Moneda falsa únicamente
obra el observador: sueños de viajes, deventuras, de naufragios, de invasiones, deerpientes y de monstruos, que anhelamosorque no llegan." Se abandonó a ellos Álvarez,uya ocupación favorita era hacer proyectos.
in duda creía que viviría infinitamente y queiempre tendría por delante tiempo para todo.
Aunque su profesión concernía al pasado—erarofesor de historia en el Instituto Libre—habíaentido siempre curiosidad por el porvenir.
A ratos olvidó su inquietud, y logró así unamañana casi agradable. Mañanas y tardes
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gradables, noches bien dormidas, eran para élecesarias. El médico había dictaminado:
—Cada vez que usted abra la boca no meragará una farmacia, óigame bien; pero se me
leja de Buenos Aires, del trabajo y de lasbligaciones. Óigame bien: no salga de la urbeara recaer en la muchedumbre de Mar del Platade Necochea. Su remedio se llama tranqui-li-
ad, tranqui-li-dad.
Álvarez habló con el rector y obtuvo licencia.n el colegio todos resultaron expertos enlayas tranquilas. El rector recomendó
Claromecó, el jefe de celadores Mar del Sur, elrofesor de castellano San Clemente. En cuanto
F. Arias, su colega de Oriente, Grecia y Romade puro displicente ni encendía ni arrojaba laolilla pegada a perpetuidad en el labio inferior),e reanimó para explicar:
—Va hasta Mar del Plata, sale de Mar del
lata, deja a la izquierda Miramar y Mar del Sur ymitad camino a Necochea está San Jorge del
Mar, el balneario que usted busca.Inexplicablemente la elocuencia de F. Arias lo
rrastró; compró un boleto, preparó el maletín,
ubió al ómnibus. Viajó una larga noche, cuyanica imagen, evidente a través de cabeceos y
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igilias, era la de un tubo infinito, iluminado por na línea de lámparas colgadas del techo.
La mañana refulgía cuando divisó el arco deletrero que rezaba:
San Jorge del Mar—Bienvenidos.La muralla donde el cartelón estaba
ostenido se prolongaba a los lados un buenrecho y en partes empezaba a desmoronarse.or debajo del arco entraron en una calle deerra dura, apisonada, rumbo a una arboledaróxima. A mano izquierda quedaba el mar, lexplicaron. La comarca no le pareció triste. Ensa primera visión predominaban los blancos yolorados de las casitas y el verde del pasto.
Murmuró: "Verde de esperanza, de esperanza."No cabía definir aquello como caserío, sinoomo campo tendido, con algunas casasesparramadas. Entre todas, por la alturaescollaba una que tenía menos aspecto deivienda que de tinglado provisorio, con agudo
mojinete asimétrico y el techo ladeado, acasoor derrumbe, probablemente por travesurarquitectónica. Antes de ver la cruz, Álvarez
ntendió que se trataba de la capilla, pues comoodo el mundo tenía el ojo acostumbrado alstilo llamado moderno, de rigor, por aquel
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ntonces, para los ramos de administraciónública, clero y banca. Siguiendo un alboendero de conchillas penetraron en la arboleda
—trémulos eucaliptos, algún sauce claro—y
ronto encontraron un basto bungalow demadera, pintado de color té con leche: laostería El Bucanero Inglés, donde seospedaría Álvarez. Con él bajaron del ómnibusn anciano de piel vagamente traslúcida, de la
onalidad blanca y celeste de las escamas, y unaeñora joven, de anteojos oscuros con el airembiguo y atractivo que suelen tener, en lasotografías de los periódicos, las litigantes enleitos de divorcio. En ese momento salía de la
ostería un pescador cargado de pescados, queutomáticamente ofreció:—¿Pesche?
Era un viejo de piel curtida, pipa en boca,ncho pecho en tricota azul botas de goma: uno
e tantos personajes típicos, entre fabricados yenuinos, que se dan en todas partes.
Tras de apartarse un poco del pescador, laeñora joven respiró a pleno pulmón y exclamó:
—Qué aire.
El pescador se golpeó el pecho con la manoue empuñaba la pipa y afirmó fatuamente:
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—Aire puro. Aire de mar. Ah, el mar.Cuando ya no se olía el humo dejado por el
mnibus, respiró con fuerza Alvarez y comentó:—En efecto, qué aire.
No correspondía al de sus recuerdos; teníana carga, tal vez pesada, de olor indefinido. ¿escados o algas? No, protestó para sí Álvarez,e ninguna manera, aunque tan saludablerobablemente.
—¡Qué flores!—ponderó la señora—. Estoarece una estancia, no un hotel.—Nunca vi tantas juntas—observó el
nciano.Convino Álvarez:
—Yo tampoco, salvo. . .Lo invadió una inopinada pesadumbre y noupo concluir la frase. La señora rezongó:
—La casa está muerta. Nadie sale aecibirnos.
No estaba muerta. Adentro resonó un piano yos viajeros oyeron una trillada melodíaorteamericana, que Álvarez no identificó. Eliejo, momentáneamente rejuvenecido, tarareó:
—Cuando los santos del cielo vengan
marchando. . .esbozó un zapateo criollo y se reintegró a la
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abitual flacidez. Por una puerta de resorte, trasos portazos aparecieron dos mujeres: unariadita joven, alemana o suiza, rubia, rosada, deonrisa muy dulce, y la patrona, una bella mujer
n la ósea plenitud de los cincuenta años,rguida, majestuosa, a quien pechos eminentespeinado en torre conferían algo de nave o de
astión.Precedidos por esta señora, seguidos por la
riadita, prodigiosamente cargada de equipajes,os viajeros entraron en la hostería. En unuaderno Álvarez firmó.
—Alfonso Álvarez—leyó en voz alta laatrona, para agregar con una sonrisa
ncantadoramente mundana—: A. A.: quéracioso.—Yo diría monótono—acotó Álvarez, que
más de una vez había oído la observación.—Aquí está el teléfono—continuó la patrona,
omo quien da una prueba de ingenio. Al mover a mano produjo un relumbrón verde: loriginaba un anillo con esmeralda—. Y allá en lolto el alojamiento del señor: pieza trece. Hilda loa a acompañar.
Por una escalera ruidosa, tal vez frágil,ubieron. La pieza tenía algo de cabina; desde
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uego, la estrechez. La mesita de pinotea, la silla,l lavatorio, apenas dejaban lugar libre. Álvarez,or un tiempo que le pareció interminable, se
mantuvo inmóvil: tan cerca estaba la muchacha.
ara romper esa incómoda quietud inclinó eluerpo en sesgo, apoyó una mano en el bordeel lavatorio, con la otra abrió el grifo. Comocróbata inseguro intentó una sonrisa. Ni bien
manó el agua reparó en un aroma que le trajo
agos recuerdos.—Olor a azufre—explicó la criadita—. Ahoral agua sale termal, dice la señora.
Él puso el dedo en el chorro.—Está caliente—advirtió.
—Ahora toda el agua se volvió caliente. Y allá—indicó en dirección a la ventana—sale sola, enrandes chorros de la tierra.
El aire que la muchacha movía al hablar leoplaba cosquillas en la nuca; eso, por lo
menos, creyó Álvarez. Pasó, como pudo, al otroado del lavatorio y miró por la ventana. Vio elardín de flores el sendero de granza blanca, unabertura en la arboleda, más allá el campo. A loejos divisó un grupo de gente y un humo tenue.
—El terreno aquel es de la señora—prosiguióa criadita—. Mandó a los peones cavar para
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escubrir qué hay abajo.—En las entrañas—murmuró Alvarez.—¿Cómo?—Nada.
Entonces la miró de frente. Con una manoorta, graciosamente la alemanita levantó lamecha que le caía sobre los ojos ladeó su cara
e cachorro, sonrió con extrema dulzura yartió. Álvarez recorrió con la mirada el cuarto.
or vez primera—¿desde cuándo? ya noecordaba— se encontró feliz. Tenía en elloarte cierta vanidad un tanto infantil, común a
odos los hombres, y parte el cuartito que leestinaron, con algo de celda de refugio; y
ambién la ventana sobre el campo. No importain embargo, el motivo del contento; importa elecho por su cronología por casi
nmediatamente preceder a la desazón y al temor n la playa. Desde luego, por motivos
mponderables, un convaleciente pasa delienestar a la depresión; pero la verdad es que
Álvarez bajó al mar con el ánimo alegre.Estuvo en la playa no menos de tres horas, al
ol primero, luego a la sombra del acantilado,
orque recordó vagas historias de veraneantes,nevitablemente comparados con camarones,
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ue por un momento de descuido o por unaemasiado íntima comunión con la naturaleza,
uvieron que envolver a la noche en aceitelanco las quemaduras de segundo grado,
mientras el delirio les refería cuentosantásticos. Álvarez no quería que un percancean trillado le arruinara las vacaciones.
Como tampoco quería disgustos con laatrona, a la una menos cuarto emprendió el
amino de vuelta. A pesar del acostumbramientoel olfato, notó que el extraño olor marinoumentaba.
En una mesa de largura interminablelmorzaron Álvarez, el anciano de piel traslúcida
—que se llamaba Lynch y era profesor en unolegio de Quilmes—y la patrona; según éstaxplicó, tanto su hija como la señora reciénegada y los demás pensionistas, todos gente
oven, no volverían a la hostería hasta la caída
el sol.—¿Así que usted es profesor en Quilmes?—
reguntó Álvarez a Lynch—. ¿De álgebra y deeometría?
—¿Y usted en el Instituto Libre?—Lynch
reguntó a Álvarez—. ¿De historia?Conversaron de planes de estudio, de la
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uventud y de las consecuencias, para la menteel profesor, de los sucesivos años de cátedra.
—Me gusta enseñar, pero. . .—empezóÁlvarez.
—Hubiera querido otra cosa. ¡Yo también!—oncluyó Lynch.La coincidencia los maravilló.El comedor era una vasta sala, con una araña
e hierro en el centro. De la araña colgaban,
robablemente desde las fiestas de fin de añouirnaldas de colores. La mesa estaba arrimadaun ángulo, para dejar espacio libre a posibles
arejas de bailarines. Contra la pared selineaban botellas; una puerta se abría sobre
na visión de cocinas, mesas con tachos ylgún atareado peón de campo, disfrazado demarmitón. En el otro extremo del comedor había
n piano vertical.La alemanita sirvió la mesa; entre plato y
lato se sentaba detrás del mostrador; cuandorajo la jarra de agua, la patrona dijo:
—Hoy yo bebo vino blanco, Hilda. ¿Ustedes?—¿Yo?—preguntó Álvarez, que se había
istraído—. Un poco de agua y, para acompañar
la señora, vino blanco.—Yo, agua, siempre agua—exclamó el viejo
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ynch.—Ahora sale termal—con satisfacción explicó
a patrona—. Es un algo fuerte, hay quecostumbrarse, rica en sales sulfurosas, a mí
me gusta.—Pero no la bebe—acotó el viejo.—Tengo grandes proyectos—anunció la
atrona—. Habrá que incorporar capitalesoráneos y levantaremos un conglomerado
ermal, llámelo nuestro Vichy, nuestroContrexéville, aun nuestro Cauterets.—La señora—reconoció el viejo—lleva la
otelería en las venas.—Hasta aquí viene el aroma—observo
Álvarez, tras alejar el vaso.—Más que termal, podrida—puntualizóynch, en un intervalo entre dos tragos.
—Óiganlo—comentó graciosamente laatrona, moviendo con altivez la cabeza.
Álvarez inquirió:—Señora, ¿cuál es el origen del nombre?—¿Qué nombre?—preguntó la señora.—El de la hostería.—El bucanero inglés fue un tal Dobson—
xplicó la señora—que a fines del sigloieciocho llegó a estas playas, con una cotorra
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amada Fantasía, posada en el hombro. Senamoró de la hija del cacique. . .
—Y adiós cotorra—declaró Lynch—. Eluentito parece una alegoría moral y también un
mblema copiado de un libro de emblemas.—Óiganlo—repitió la patrona—. En un granía, señores, llegaron ustedes. Concurriránespués del almuerzo a las carreras.spectáculo romano. Carreras de caballos junto
l mar. Y al final de la tarde paseo; una caminatagradable los trasladará hasta las nuevasmanaciones de humo, los chorros de agua,egítimos géiseres y, ¿por qué no?, solfataras,e innegable valor termal y turístico. En las
rietas donde sale humo verán a mi genteavando. ¿Qué descubriremos? ¿Un volcánubterráneo?
Naturalmente tímido, Álvarez interrogó:—Si hay un volcán abajo ¿agrandar las
rietas no es imprudencia?Ni le contestaron. Álvarez, pensó: "Todo
obarde es un solitario, un Robinsón."—Mañana, otro gran día—continuó la patrona
—. Mejor dicho: gran noche. Fiesta en honor de
mi hija Blancheta que cumple dieciocho años.Comilona, convidados, cordialidad. Ya la
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alparán ustedes: nuestra pequeña ciudadalnearia es todavía un paraíso no corrompido.omos como una familia cariñosa, en San Jorge,bre de pelandrunes y hampones. ¿Hasta
uándo le repetiré que no queremoselincuentes juveniles peleados con eleluquero? ¡Afuera, mal entrazado!
Perplejos y alarmados por el exabrupto,mbos pensionistas interrumpieron la
masticación de un caliente navarrín conmarcado sabor a azufre. Rápidamente seolvieron, porque a sus espaldas resonó unaoz masculina:
—No se sulfure, doña. Me pidió Blanquita que
e pidiera el pic-nic.—¿Qué tiene que pedirle la Blancheta? Si loeo junto a mi hija, con estas propias manos locogoto.
Quien así enojaba a la patrona era un
remendo muchachón, muy arropado y muyesnudo, hirsuto y lampiño, sin duda torvo,uizá afeminado, cuya redonda cabeza estabaodeada de un círculo completo de pelo rubio,e espesura y largo parejos en el cuero
abelludo y en la barba. Desde el pelambremiraban dos ojillos que se movían a impulsos
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actanciosos o furtivos o se aquietabanríamente. Arropaban el busto una toalla, unaricota y del breve taparrabos colorado emergíaniernas tan desprovistas de vello como las de
na mujer; pero los aspectos más evidentes delonjunto quizá fueran pelos enmarañados yanas sucias.
Incorporada a medias, preguntó la patrona:—¿Se retira, joven Terranova, o de la oreja lo
etiro?Partió el animalote; la patrona se dejó caer ena silla y ocultó la cara entre las manos. Acudió,olícita, la criadita, con un vaso de agua.
—No, Hilda—protestó la patrona, que había
ecuperado la compostura—. Hoy bebo vinolanco.El almuerzo concluyó por fin y cada cual se
ncaminó a su cuarto."Estoy débil o el aire es muy fuerte", pensó
Álvarez, que por poco se duerme con el cepilloe dientes en la boca. Ya echado, durmió unato, hasta que lo despertó un peso en los pies.ra Hilda, que se había sentado en el borde de laama.
—Vine a verlo—explicó la muchacha.—Ya veo—contestó Álvarez.
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—Quería ver si quería algo.—Dormir.—¿Dormía?—Sí.
—Qué suerte. Mañana a la noche es la fiestae Blanquita.—Ya sé.—Terranova no viene, porque a espetaperros
o sacaría madame Medor. —¿Quién es madame
Medor?—La patrona. Y la pobre Blanquitanamorada.
—¿De Terranova?—De Terranova, que no la quiere. Él quiere
inero. Un malo, un matón sin alma, carne y uñaon Martín.—¿Quién es Martín?—El pianista. Madame Medor, que no traga a
erranova, mete al cómplice en la casa, porque
oca bien el piano. Todo el mundo sabe que songentes locales de la banda de Miramar.
Oyeron la voz de la patrona, que abajoritaba:
—¡Hilda! ¡Hilda!
La muchacha dijo:—Me voy. Si me pesca, me llama perra y
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alabras horribles.Los pasos de la alemanita descendieron la
rujiente escalera, subió el clamor de laeprimenda de madame Medor y acallando todo
esonó en el piano la Marcha de los santos.Se levantó Álvarez, porque ya no tenía ánimo
ara dormir. Estaba peor que antes. A pesar deas precauciones en la playa, la cabeza le dolíaomo si hubiera tomado mucho sol. Quería
eber algo, para sacarse el gusto a azufre yplacar la sed; una gran sed. Entró en elomedor. Martín machacaba Los santos en eliano, la patrona, acodada en la mesa, tildaba
acturas y desde el mostrador Hilda miraba
ernamente.—Un vinito blanco, bien helado—pidió.La patrona ponderó:—¡Qué siesta! Corrían las horas y yo pensé:
on el solazo y el vinito el trece no aterriza hasta
mañana. Es un hecho; no llega a las carreras,ero todavía hay luz y puede entretenerse con
os géiseres.Descorchó Hilda la botella; Álvarez bebió dos
asos y dijo:
—Gracias.La patrona ordenó:
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—Se la guardas, chica. El señor a la nochencorpora lo que queda. Preguntó Álvarez:
—¿Cómo voy?La patrona lo acompañó hasta la puerta y lo
ncaminó. Siguió la calle más allá de la arboleda,or campo abierto; de trecho en trecho había unhalet, una vaca. La brisa marina traía olor aodredumbre. Caía la tarde.
Cuando llegó al lugar, la jornada había
oncluido; los peones, la pala al hombro,mprendían el camino de regreso. Con un curaue examinaba los chorros de agua caliente y laumosa excavación, de borde a borde entablóiálogo Álvarez.
—No creí que fuera tan profunda—gritó—. Daértigo.—¿Qué me cuenta de la temperatura del
uelo?—gritó a su vez el cura—. Ponga la mano.—Quema ¿Qué buscan?
—No importa lo que buscan, sino lo quencuentran—replicó el cura. —¿Encuentranlgo?
—Casi nada. ¡Mire!A gritos no caben sutilezas; de todos modos,
a enfática exhortación a mirar sugería, para lasalabras casi nada, intención irónica
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—¿Dónde?—preguntó Álvarez.El cura se le acercó, lo tomó paternalmente
e los hombros y lo condujo hasta un eucalipto.n el suelo, apoyadas contra el tronco del árbol,
ieron dos amplias alas y algunas plumasegras.—¡Diablos!—exclamó Alvarez—. Padre,
erdone, pero estas alas, no me negará,uponen un pajarraco infernal.
—No sé—contestó el cura—. Con franqueza,qué ave tiene in mente? —¿Un águila?—No es bastante grande.—¿Me atreveré a decir: un cóndor?—¿En estas regiones? ¿Usted no lo reputaría
n tanto improbable? —Si usted lo permite, meuelvo a la hostería—declaró Álvarez.—Lo acompaño—dijo el cura—. Determinar la
specie no es todo. . . Créame: hay otrasificultades.
—Qué barbaridad—comentó Álvarez, a quienl tema ya fatigaba.
—Si estaban en la tierra ¿por qué no seudrieron?
Álvarez, aventuró:
—¿La acción del fuego?El cura lo miró con indulgencia; después
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abló animadamente:—Dejemos el capítulo. Nadie está obligado a
aber química, pero la moral incumbe a todos.Vea a dónde lleva la curiosidad de los hombres.
O de las mujeres, que es lo mismo. Para lancorregible curiosidad, un trofeo enigmático. Unastigo, ¿por qué no?
—¿De quién?—preguntó Álvarez.—No crea, la madama tiene sus enemigos. Un
al Terranova, sin ir más lejos, un cachorrónapaz de gastarse cada bromita.—¿Opina que se trata de una broma?—¿Por qué no?Juntó coraje Álvarez y preguntó:
—¿También el agua caliente y el humo?Envalentonado, ahora devolvió la miradandulgente.
—Estoy muy cansado—protestó el cura—.Vamos yendo. Créame usted, soy hombre de paz
de un año a esta parte me toca vivir en plenauerra, entre los dos bandos del Comité para
Obras de la Capilla.—¿Y si los deja pelear entre ellos?—propuso
Álvarez.
—Los dejo—afirmó el cura—. Mañana voy deaza, con mi perro Tom, aunque el comité
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esione. Los tradicionalistas porfían en pro delstilo moderno, los renovadores en pro delótico y el padre Bellod, este servidor, con
moderación de mártir, de tanto en tanto pone su
emillita pro domo: sepa usted, favorezco elománico. Cuando los dos bandos se avengano habrá capilla.
Se despidieron. Ni bien entró en la hostería,Álvarez divisó a la alemanita al pie de la
scalera. La muchacha miró hacia arriba, corriórriba y Álvarez quedó por un instante inmóvil,obló por fin hacia el comedor, embistió conesolución al viejo Lynch.
—¿Qué le pasa amigo? ¿En qué piensa?—
reguntó el viejo.—En proverbios—contestó Álvarez—.Cazador sin munición...
Madame Medor anunció:—Voy a presentarlo. El número trece...
—Álvarez—modestamente agregó Álvarez.—Mi hija Blancheta...La muchacha, de pelo claro, suave y largo,
e tez lechosa, de ojos graves, casi tristes, deariz delicadamente dibujada, era pequeña y
onitilla..—La señora del once—prosiguió la patrona.
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—La señora de Bianchi Vionnet—corrigió lanteresada.
—Martín, nuestro hombre orquesta—dijo conoz firme la patrona—. Él y su piano constituyen
a totalidad de la orquesta que anima nuestrosailes. Nunca hubo quejas, le ruego que tomeota, por falta de animación y buena música.
—Deja a este mozo en el tintero—observó eliejo.
Tratábase de un joven alto, con el peloortado a modo de cepillo de jabalí, con ojillosedondos, con risa permanente y cara dexpresión atribulada.
—Aquilino Campolongo—dijo la patrona,
moviendo los labios como quien articula no unombre, sino una mala palabra.—Estudio ciencias económicas—aclaró
Campolongo.En un aparte poco menos que gritado—los
iejos son invulnerables, porque no esperanada, y también sordos—comentó Lynch:
—Sálvese quien pueda.—¿Por qué?—preguntó Álvarez.—¿Cómo por qué? ¿Es argentino y pregunta
or qué? Si Adam Smith viera su progenie deoctores en ciencias económicas, se retorcería
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n la tumba. ¿Oímos las noticias?El viejo puso en funcionamiento el receptor
e radio. El boletín informativo había empezado.Nítidamente surgió una voz que explicaba:
—. . .vastos movimientos migratorios,omparables a las trágicas evacuaciones deempos de guerra.
Como por influjo de una asociación de ideas,i bien fue pronunciada la palabra guerra rompió
on animación y dianas una marcha militar. Aos manos retomó el viejo el receptor. Afanarsera inútil. Todos los programas habíanesembocado en la misma marcha.
—Qué afición por La avenida de las palmeras
—comentó.Reflexionó Álvarez en voz alta:—Culto el viejo. Lo que es yo, no distingo
na marcha de otra.—Otra revolución—vaticinó lúgubremente
Campolongo—. Estos militares. . .Madame Medor replicó en tono sarcástico:—Mejor estaríamos con los bolcheviques.—
n un movimiento en espiral y ascendente irguiól corpacho, dio la espalda al mequetrefe,
olpeó el piso con patadita irritada y, debajo deas pirámides, las torres y los caireles del
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einado, orientó la cara, de suyo un poquitoeroz, en dirección a los otros pensionistas, landulzó con una sonrisa mundana, anunció-—
Cuando gusten pueden sentarse a la mesa.
La obedecieron. Durante la comida todosablaron. Pasaron de la política, que encona, aa situación del país, que aviene.
—Aquí ¿quién trabaja?—Roba quien puede.
—El ejemplo llega de arriba: de los grandesadrones públicos.Aunque las tendencias contrarias eran
erceptibles, generosamente las ahogaba cadaual, para fraternizar en un torneo de anécdotas
hechos probatorios de nuestra bancarrota.—No crea que están mucho mejor en otrasartes—dijo Martín.
—Sin ir más lejos, el África negra—admitió laeñora de Bianchi Vionnet.
Suspiró Álvarez; el diálogo lo aburría. Loonocía de memoria, como si fuera un libretoue él mismo hubiera escrito. Preveíarecisamente: ahora viene la pregunta retóricaobre el valor del dinero, ahora la anécdota que
ustra el triunfo de la codicia y lo mal que andaodo. Ahora dirán que perdimos el coraje, "las
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anas de pelear" como el malevo del tango.—No lo creerá—susurró Álvarez al viejo—. Ya
í esta retahíla de punta a punta.El viejo empezó:
—A nuestra edad...—Cruz diablo—replicó Álvarez.—A nuestra edad—replicó el viejo—, ¿quién
o tiene un pasado rico en conversaciones conhauffeures de taxi y otros interlocutores
casionales?—Me dan ganas de contarles lo que sentí ena playa.
—Anímese.—Le contaba al señor Lynch—levantando la
oz, declaró Álvarez— que esta mañana, en lalaya...Refirió que tuvo miedo, como si presintiera
n ataque o algo más terrible. Concluyó:—Una idea fija que totalmente me arruinó la
mañana.—Un ataque... ¿por la espalda?—inquirió
Martín.—¿Por qué no?—respondió Álvarez—. O del
ado del mar.
—¿Qué temía?—interrogó Blanquita—, ¿quealiera un monstruo y lo tragara? Yo en la playa
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ueño cada locura.Intervino la patrona—Un monstruo, sí pero tal vez mecánico,
qué opina el señor Campolongo?
Este preguntó, molesto:—¿Yo? ¿Qué tengo que ver?—Exactamente—replicó la patrona—. Es lo
ue me pregunto. ¿Qué tiene que ver el señor Campolongo todas las tardes en la costa? O si
stedes prefieren, ¿qué mira? o ¿quién lo mira?Cara al mar hace gimnasia sueca. O haciéndosel sueco, hace señales. ¿A un pez espada, señor
Campolongo? ¿A un submarino?—A lo mejor—opinó la de Bianchi Vionnet—el
eñor Álvarez vio, sin saberlo, el submarino y selarmó. Puede suceder.—¿Por qué no algo más raro?—a su vez
reguntó Lynch—. ¿Conocen la teoría deDunne? Yo me paso la vida contándola. Pasado,
resente y futuro existen al mismo tiempo...—O no lo sigo—dijo Campolongo—o no hay
elación alguna.—Puede haberla—afirmó Lynch—porque los
empos ocasionalmente empalman. Individuos
xtraordinarios, verdaderos videntes, ven elasado y el futuro. Le hago notar que si no
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xiste el futuro son inconcebibles las profecías.Cómo ver lo que no está?
Campolongo interrogó:—¿Usted reputa profeta al señor Álvarez?
—De ningún modo—aseveró Lynch—. Lasersonas más corrientes y hasta vulgaresmpalman en otro tiempo, cuando se dan lasondiciones, ¿entiende o no? ¿Por qué el señor
Álvarez no tendría esta mañana una premonición
el desembarco del bucanero Dobson?—Imposible—dictaminó la patrona—. Dobsonontaría hoy más de ciento cincuenta años,dad a la que nadie llega.
Ignoró el reparo Lynch y prosiguió:
—El color de la cara del señor Álvarez, ¿noes dice que se le fue la mano con el sol? Heuesto el dedo en la llaga. Insolación, infección,ebre, según los entendidos, abren la puerta astas visiones extraordinarias.
—¿Por qué suponer algo tan ingrato?—nquirió la señora de Bianchi Vionnet—. ¿Por unmomento siquiera, imaginan la grosería de un
ucanero de entonces?—Un ser tosco tiene su interés—afirmó
madame Medor.—Póngase al día, señor Lynch—rogó
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Blanquita—. Yo prefiero cosas modernas. Hoy laente habla de platos voladores.
—En efecto—corroboró Martín—. Lauventud despierta se agrupa en círculos para la
bservación de platos voladores. Ya hay uno enClaromecó. Soy amigo del tesorero.Henchido el pecho, altiva la cabeza, madame
Medor pronosticó:—Si Terranova también es amigote, poco les
urará el tesoro a los de Claromecó.Álvarez aquella noche durmió pesadamente,omo quien está envenenado. Al otro día, enrocura de aire, abrió de par en par la ventana.ronto la cerró, porque en ese primer momento,
on el estómago vacío el olor de afuera se lentojó nauseabundo. No le pareció mejor elusto del café con leche y hasta en la dulzura de
a miel encontró un dejo sulfuroso. Desayunóalletas viejas. Como pudo apartó a la alemanita
ue insistía en hablarle. En el espejo delorredor entrevistó su melancólica imagen deombre maduro, con chambergo desteñido, conantalón de baño y comentó airadamente: "Elcabose." Cuando bajó la escalera sintió la falta
e aire, y por si acaso llevó una mano a laaranda. Abajo estaba madame Medor.
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—Va a tener que abrir las ventanas—indicóÁlvarez—. La atmósfera aquí dentro está un
oco pesada.La señora replicó:
—¿Ventilación? ¿Corrientes de aire? Ni loca.Además, cómo le diré afuera usted nota latmósfera cargada, comprometida del fuertelor.
—¿A mar?—preguntó Álvarez.
La patrona se encogió de hombros, irguióorpacho y testa, partió a sus menesteres.Cuando abrió la puerta, Álvarez por poco se
uelve. Salir afuera esa mañana era como entrar n un invernáculo: el aire libre estaba más
esado que el de adentro; en cuanto al olor, leugirió una fantasía: el horizonte en círculo dearroñas monumentales. Era un día tormentoso.
Un chaparrón con vendaval—reflexionó—, talez limpiara." Porque no quería perder una
mañana de playa—eran cortas y caras estasacaciones—encontró coraje para alejarse de laostería, para aventurar unos pasos en la
urbiedad y el mal olor. Al ver marchitas lasores de los canteros, murmuró:
Perecen las flores de todo jardín.¿De dónde había sacado el verso? Le pareció
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ue estaba a punto de recuperar recuerdos,ara él exaltados y maravillosos. . . Después den rato de perplejidad resolvió que a la hora dellmuerzo consultara con Lynch. "El viejo leyó
mucho."Cerca de la costa el hedor aumentabaotablemente. Álvarez se dijo que después dena breve fracción de tiempo uno secostumbra a cualquier olor y ya en el borde del
cantilado se preguntó si él aguantaría durantesa fracción. Advirtió que la bajante de la mareaabía sido pronunciada y que había descubierton trecho de playa borrosa. En la superficie delgua divisó grumos y espuma; luego, con
obresalto, vio que los grumos y la espumastaban quietos, que el mar estaba quieto y por ltimo reparó en la circunstancia que por su
misma extrañeza era más evidente: el ruido delmar había cesado. Sólo graznidos de coléricas
aviotas interrumpían el deprimido silencio.Álvarez descalzó los piecitos, como un perro
ue escrupulosamente elige donde no cabenistinciones buscó un lugar para echarse ycampó en la arena.
No se arrimó a los acantilados, para que lorotegieran del sol, porque un sucio manto de
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ubes cubría el firmamento. Cerró los ojos. Alato lo invadió el mismo vago recelo de laíspera. Contrariado notó que la cargadatmósfera de la mañana gravitaba sobre él
arcóticamente. En cualquier orden balbuceó lasalabras: "Indefenso quedaré dormido."Estaba en el centro de la playa, a mitad
amino entre los acantilados y el mar. Pensó:Expuesto. Como en una bandeja. Junto a los
cantilados al menos tendría protegida laspalda. Una idea nomás, pues bien podría eltacante surgir de pronto en lo alto y dejarseaer. Pero no; del mar viene lo que viene."orque olvidó la conclusión o porque lo
ominaba el sueño, no se movió de dondestaba. Las gaviotas—nunca hubo tantas—erdían altura, para remontarse a último
momento, con aleteos frenéticos y graznidosuriosos. Un nuevo ruido, que silenció a las
aviotas, evocó en la mente de Álvarez la mezclanal de agua y aire que un sumidero traga. Vioue el mar estaba todavía ahí y advirtió, en
nsólito movimiento en la superficie, losorbotones del comienzo del hervor. Le pareció
espués que la causa de toda esa agitacióncuática debía de ser un cuerpo
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xtremadamente largo, que en movimientos ylanos desparejos emergía desde quién sabeué abismos. Con menos temor que interésedujo: "Una serpiente marina" Bajo el
misterioso cuerpo pulularon seres cuyactividad recordaba a los diligentes operariosue entre un número y otro levantan la red y la
aula en la pista del circo. La tendencia de talctividad era hacia adelante, hacia tierra; un
movimiento único, de abajo arriba, la terminó. Ena quietud inmediata Álvarez vio un arco; luegoescubrió que era la boca de un largo túnel quee hundía en la profundidad del océano; en esaoca, a la oscuridad sucedieron colores, que se
rdenaron para componer una comitiva. Elonjunto lentamente se adelantaba hacia él, conompa y determinación. Marchaba al frente unujeto corpulento, de exótico aspecto rumboson rey en quien la tiniebla verdosa de rostro y
manos diríase encuadrada enfáticamente por losstrepitosos colores del atavío. Era Neptuno.as fiestas rituales, las grandes carreras deaballos, ahora se desataban en la playa.
Congraciadoramente, Alvarez elogió el
spectáculo. El rey respondió con tristeza—Es el último.
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Importaban las tres palabras proferidas por Neptuno una revelación: había llegado el fin delmundo. Cuando lo rozó un desbocado caballo
egro, gritando despertó.
Abrió los ojos junto a una superficie oscura,eluciente como caballo sudado, de mayor olumen, e instintivamente se apartó. La miradabarcó un pez. Absorto, reprimió como pudo el
miedo, el asco, y se dijo en tono de broma: "Que
sto me pase a mí, tan luego." Con estertores lamonstruosa mole moría.Álvarez había despertado a una pesadilla
erdadera, pues desde los acantilados hasta elmar colmaban la bahía enormes peces enfermos
muertos. Olían a barro, también aodredumbre. Huir cuanto antes fue su úniconhelo. Se incorporó, sinuosamente sorteó los
monstruos, escaló el sendero por donde un ratontes había bajado. En plena confusión y temor,
ormuló una opinión concreta: "Más que pez por u aspecto éste es cetáceo." Ya en lo alto,esde una saliente, descubrió que en todas laslayas—en algunos sectores alcanzaban ahoraroporciones nunca vistas, de kilómetros tal
ez, antes de llegar al mar—el tendal deetáceos gordos, de enormes peces, de no
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ocos pececillos, infinitamente se repetía y sextendía.
Miró en rumbo opuesto, tierra adentro. El airestaba turbio de pájaros. En la ofuscación de su
mente los identificó por un segundo con lasaviotas de allá abajo, ennegrecidas quién sabeómo. Eran cuervos, atraídos por la hecatombee la playa.
Emprendió con paso rápido el regreso,
orque lo dominaba la incongruente conviccióne que en la hora del fin del mundo se hallaríamás protegido en la hostería que en lantemperie. Ante el peligro quiso volver a casa, ya se sabe que el viajero confiere sin demora el
arácter de tal a cualquier cuarto de hotel, comon cualquier hombre ve a un padre el huérfano.unto al bungalow oyó una música de iglesia,ue le recordó una noche en que llegó, muchosños atrás, a un pueblito de las sierras de
Córdoba, en cuya desmoronada capilla, nítida aa luz de la luna, cantaban la misa coros dehicos. Tan lejano como ese recuerdo le parecióe pronto el mismo día de ayer, en que aún
gnoraba la irrevocable inminencia del fin de
odo.De rodillas en el comedor las mujeres le
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ezaban al aparato de radio, que transmitía elRequiem de Mozart. "Lo que me faltaba—dijo
ara sí, Alvarez—. Como si no tuviera bastantemiedo. Ah, no—corrigió—la que faltaba es ésta."
n efecto, Blanquita salió de la cabina deleléfono, entró en puntas de pie en el comedor,e arrodilló. Hilda se recogió el flequillo y conna mirada significativa buscó los ojos de
Álvarez.
Concluida la misa, la patrona se incorporó,mpezó a mandar —Hilda, la comida. La vida sigue, chica.Álvarez, comentó:—Hum.
—El buque se hunde, pero el capitán semantiene en el puente—observó el viejo Lynch.—Si me permite, señor Álvarez, lo pongo al
anto—propuso Campolongo—. El gobierno serrancó la máscara. Las radios informan sin
apujos, aunque alternando misas y consejosaternales, fuera de lugar.
—¿Por qué fuera de lugar?—protestó Lynch—. No hay que perder la compostura.
Álvarez, que no quería contradecirlo ante
Campolongo, le susurró al viejo:—¿Compostura? La palabra resulta irónica,
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mi amigo. Sospecho que la máquina entera seos descompone.
—No lo dude—respondió Lynch.—Parece que el mar se pudre—declaró
Blanquita—. Tanta agua abombada debe de ser e lo más malsano. No me creerán, pero a mí elgua abombada me da no sé qué.
—Qué porquería—exclamó la de BianchiVionnet.
—Es un fenómeno generalizado—puntualizóMartín—. ¿No oyeron el telegrama de Niza? Enoda la costa de Europa...
Dolido, Campolongo argumentó:—Deje en paz a Niza y a Europa. La mirada
ja en el extranjero es el drama del argentino.Hasta cuándo? Si aquí tenemos de todo, señor Martín, y bien cerca, en Necochea, en Mar del
ur, en Miramar, en Mar del Plata, los grandesaminitos de hormiga del éxodo han comenzado
avorosamente. . .—Una tragedia. ¡A mí se me rompe el
orazón!—afirmó Blanquita—. La pobre gentearga con lo que puede y engrosa la columnaue marcha sin destino. Miren, se me caen las
ágrimas.—Vanidosa, pero compasiva—diagnosticó
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ríamente el viejo.—Con tal que una columna sin destino no se
os meta por acá—suspiró gesticulando la deBianchi Vionnet.
—El sentido general de la marcha—aseguróMartín—es para adentro. En este punto coincideNiza con las estaciones locales.
—Dale con Niza—rezongó Campolongo.Martín le previno:
—Usted aburre una vez más y lo dejo sin finel mundo.—Ahí el matón intuye una verdad, amigo
Álvarez—Lynch señaló—.Asistir al espectáculo es un privilegio único,
or lo menos para gente como usted y yo.Involuntariamente contestó Álvarez—Hum.—Lo que pido es quedarme donde estoy—
onfió la de Bianchi Vionnet—. Me muero si
osotros también formamos nuestra comparsae gitanos y tomamos la calle.
—¿Para qué?—interrogó la patrona—. Elismo te prende donde vayas.
—Habrá que ver si no se nos vuelve
rrespirable el aire de mar—opinó el viejo.La señora de Bianchi Vionnet lo contradijo:
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—A la larga uno se acostumbra a cualquier osa.
—Mientras el mar se pudre y el agua de laerra se ha vuelto remedio —declaró la patrona
—la clientela del Bucanero Inglés degustaráasta último momento bebidas de calidad yefrescos finos. De regreso a casita no dejen deontarlo a sus amistades: no pido propaganda
mejor.
Apuntalado por fenómenos cósmicos, el temael fin del mundo duró todo el almuerzo, pero aa altura del café había perdido actualidad.Madre e hija se toparon en una disputa acre.Analizó Blanquita:
—No te resignas a mi dicha, a mi belleza, a miuventud.Madame Medor replicó: —En verdad, eres
oven, mi Blancheta, y te queda una larga vidaor delante.—Resoplando agregó:—Mientras yo
ufe, no te la arruinará el matasiete.—Miren—pidió Lynch.La luz de afuera variaba espectacularmente,
omo si estallaran en no interrumpida sucesiónuroras anacrónicas. Mientras los demás
miraban por la ventana Martín salió del comedor n puntas de pie, y se encerró en la cabina del
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eléfono. Con una mano de dedos cortos, Hildaecogió el flequillo y de nuevo buscó los ojos de
Álvarez; instantes después ella también salió delomedor.
—Esto se veía venir—aseguró madameMedor—. La locura del dinero llegó al colmo. La
ueña de La Legua vendió los pinos, le prometoue centenarios, de la calle de entrada. ¡Y qué
me cuentan de la política! ¿Saben quién tiene
na vara alta en la casa de gobierno? El loco delueblo, Palacin, mejor conocido por el Granalacin, que hasta ayer pedía limosna en unaballo francamente impresentable.
—Aduce causas morales. Aquí nadie toma en
erio el fin del mundo —lamentó Álvarez.—Nadie cree en el fin del mundo—confirmó eliejo; tras una pausa preguntó—: ¿En quéiensa?
—En nada—contestó Álvarez.
Mintió; pensaba: "Con gente, quiero estar olo; solo, quiero estar con gente." Volvió a
mentir, dijo:—Vuelvo en seguida.Salió del comedor y, ni bien llegó al vestíbulo
e entrada, no supo qué hacer. Cuando vio aHilda se decidió resueltamente por la fuga. La
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muchacha alcanzó la manija de la puerta antesue él.
—¿Qué pasa?—preguntó Alvarez.—Escuché la conversación entre Martín y
erranova. Si usted levanta el tubo en elscritorio, oye todo. Esta noche, a las doce, ena fiesta de cumpleaños, madame Medor regalal anillo a Blanquita. Al rato, Blanquita escapa dea fiesta y baja a la playa de los acantilados,
onde la espera el Terranova. Ella está lo másreída que se va a fugar con su gran amor, peroos matones tienen otro plan: de un tirón lerrancan la esmeralda, le ponen un puntapié, noe digo dónde dijeron, y enderezan para el Gran
Buenos Aires, como dos potentados. ¡PobreBlanquita!—No he visto chica más vanidosa.—Es buena. ¿Usted sabe la desilusión que se
a a llevar?
—Usted no tiene un pelo de sonsa, pero ¿quémporta una desilusión ahora? Ya nada importaada. ¿Cuándo les entrará en la cabeza—reguntó, mientras con el revés de la manoocaba repetidamente la frente de Hilda—que ha
egado el fin del mundo?—Si nada importa...—protestó
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nterrogativamente la chica.Álvarez dijo:—Tan de cerca la veo turbia.Riendo nerviosamente la esquivó; aprovechó
a circunstancia de que la mano de la muchachaabía soltado el pomo de la puerta, parampuñarlo, abrir y saltar afuera. Mientras comíaensó: "Por suerte no me faltó coraje." Conapidez admirable se encontró a veinte o treinta
metros de la casa, en plena intemperie. Ahí loosegó otro miedo. "Esto es horrible—dijo—.Qué colores. Todo se ha puesto violeta Y un
lor verdaderamente infecto. No sé por quéuyo de Hilda. Para un viejo como yo... ¿Estaré
oco?"En ese momento entrevió una sombra que semovía entre los árboles. Era el cura, escopeta al
ombro, con el perro Tom.
—Padre—balbuceó Álvarez, un poco
hogado por el olor y la sorpresa—. ¿Usted, enn día como hoy, va de caza?
—¿Por qué no?—preguntó el padre Bellod.—Lo imaginaba atareado en la extremaunción
ara medio mundo.
—Todavía no llegó el trance. Cuando llegue,abrá que darla al mundo entero. Para ello un
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olo cura queda corto. Entonces yo predico queada cual siga la vida de todos los días. Lactividad del hombre (¡en estos momentos no leigo nada!) tiene su lado de plegaria, porque es
na prueba de fe en el Creador.—Predica con el ejemplo y sale de caza.—No seas pedante, hijo. Siempre el hombre,
n plena inocencia, ha matado criaturas.—¿Es pedantería la compasión?
—No; lo malo es que yo cavé mi propiaumba. Cuando dije: "Hay que seguir como siada", olvidé que había citado al Comité pro
Obras de la Capilla. No está bien que hoy yo mescapé, pero, hijo mío, no tengo salud ni
esignación cristiana para entregar mi últimaarde a esas fieras. Yo me voy al campo, con mierro Tom, que ha perdido el habla con el susto.
No se dirá que lo desamparo.—¿Y usted cree, padre, que realmente habrá
egado el fin del mundo?—Es una cosa en la que nadie íntimamente
ree; pero tal vez importen menos nuestrasreencias que el mar podrido y el agua dulceon olor a azufre.
—¿Olor a Lucifer?—Hablando en serio, pienso que ustedes
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stán mejor que yo, en materia de líquido,orque la madama se ufana de buena bodega, y
mis reservas, todas de Lacrima Christi, no iránmás allá de tres o cuatro días.
—Las nuestras, cuatro o cinco, seguramente.Eso qué importa, padre?—La vida del hombre siempre se contó por
ías.—No por tan pocos. Ahora uno más quizá
os exponga a asaltos de los que no se resignanmorir. A lo mejor tienen razón. A lo mejor no esl fin del mundo...
—Para cada cual la muerte siempre fue el finel mundo. Esta vez la hora de preparar el alma
egó para todos. Cuando una repartición tancreditada como el Observatorio de La Plataanza la bomba de ese boletín, deja poco lugar audas. ¿Lo oyeron ustedes en la radio?
—Me entristece que dentro de pocos días no
aya Observatorio, ni La Plata, ni reparticionesúblicas.
—Te ríes porque eres valiente. El alma ha deobrevivir y llegará entonces la hora de echar
mano a todo nuestro coraje.
—Hago bromas para distraerme, porque soyobarde. ¿Le cuento algo que es verdad, que no
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ene importancia y que me parece bastantearo? Lo que está pasando en el mundo,ontinuamente me trae a la memoria versitoslvidados, tan olvidados que si yo fuera capaz
e versificar los creería de mi cosecha. Por jemplo, ahora mismo oigo en la cabeza unonsonete y estoy diciendo:
Amigos, ya veo acercarse la fin.
—Admirable, admirable. Pronóstico que ha deegar el día en que aquilatarán tus quilates deate.
—¿Y usted cree que yo digo la fin?—Una licencia.—En todo caso, no quiero que me agarre el
n o la fin, sin haberle preguntado al viejo deuién son estos versos. Pero tengo tan mala
memoria. . .—Y yo me pregunto si Tom y yo cobraremos
oy una sola pieza. ¿Como siempre volarán laserdices?
—A lo mejor se animan, si los ven a ustedesos. Aunque con esta luz, francamente. . .
Caminaron juntos un breve tramo y se
espidieron. Álvarez volvió sus pasos enirección de la hostería, pues, aunque la tuvierala vista, temía extraviarla: los cambios de
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onalidad en la luz y la penumbra de aqueltardecer transfiguraban los lugares. De prontoesonó cerca un relincho. Alarmado, Álvarezivisó el caballo—testa y orejas levantadas, ojos
riscos, belfo resoplante y abierto—que seproximaba nerviosamente. Recordó: "De loserros no hay que huir", y se amonestó:Hombre de ciudad, ¿quién te manda salir alampo?" Ahora el caballo lo había alcanzado,
aminaba a su lado, como si la compañía loonfortara. La caminata duró lo suficientementeara que Álvarez también se tranquilizara y aunara que se apiadara de su compañero, que seuedaría afuera.
Antes de llegar a la hostería, oyó la Marchade los santos. Estaba la gente en el comedor.
or la ventana vio a Hilda, sobre la mesa,escalza, plumero en mano, atareada en quitar l polvo a las guirnaldas. "Es una chiquilina—se
ijo—. No puede ser", para prestamentegregar: "Y yo, lo primero que veo, la chica."
Martín tocaba el piano, Lynch y la señora deBianchi Vionnet, sentados como espectadores,onversaban; Blanquita distribuía por la mesa
latos, servilletas panes, y madame Medor elorreón del peinado sublime, el dedo con
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smeralda activo y relumbrante, daba órdenes.Aliviado de librarse del caballo, entró en la casa;on sigilo subió la crujiente escalera y se metión su cuarto. Ni bien cerró la puerta—puso llave,
in saber por qué—se enfrentó con la situación.Debe uno estar solo en su cuarto, parantender las cosas", reflexionó, mientras un frío
e bajaba por la espalda. El pensamientoápidamente degeneró en imágenes más o
menos fortuitas: una esquina de la infancia, conl cupuloso colegio como postre gris o comoroa cuyo mascarón innegable era don Benjaminorrilla, en busto diminuto; o la gallina de hierroue por monedas ponía huevos confitados en el
abellón de los Lagos. Para recordarlas ¿nouedará nadie? En ese momento la realidad dea historia se parecía a los sueños de unmoribundo, y si le dolía que cesaran con élecuerdos de sus padres, de su casa y quizá
otalmente la cara de alguna muchacha (ErciliaVilloldo), la idea de que desaparecieranuténticos bienes de la herencia universal—omo la muerte en alta mar de Mariano Moreno
como las promesas del Preámbulo de la
Constitución para nosotros, para nuestraosteridad y para todos los hombres del mundo
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—le resultaba intolerablemente patética. Se echón la cama, trató de dormir, aunque dormir,esde luego, no era posible. Mientras pensabasto soñaba con el olor a alucemas de un gran
rmario oscuro con lunas de espejo. Eseerfume persuasivamente evocador de laercanía de su madre, le comunicó unaeguridad tan completa que se preguntó si nooñaba y, angustiado, despertó. Asimismo tuvo
arte en despertarlo una suerte de clamor quetribuyó en el primer momento a algún perro querañaba una puerta y ululaba lejos en la noche.
De repente comprendió que arañazos y ululatoscurrían en su propia puerta y que parecían
ejanos de puro suaves. ¡Hilda temía a laatrona! La chica suplicaba que le abrieran,oraba y reía sofocadamente, tuteaba, mimabae palabra, prometía caricias, prorrumpía enesos.
Providencialmente resonó la voz de madameMedor:
—¡Hilda ¡Pronto! ¡PícaraCorrió abajo la chica. Álvarez, naturalmente
ompasivo, acotó: "Un pobre animalito
huyentado. Si lo dejan, terco, eso sí."Consideró también que a él le convenía salir
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uanto antes del cuarto, no fueran de nuevo aonerle sitio. Saltó de la cama recordó la comidaara Blanquita, se felicitó por no perder laabeza, echó mano a la muda nueva, en voz baja
epitió la palabra coraje, con temor entreabrió lauerta, precavidamente se asomó, a pasos deres escalones bajó la escalera (que por poco seerrumba) y ni bien entró en el comedor esembocó en Hilda. Mirándolo de frente, con
jos que habían llorado la chica dijo:—Tiene un corazón de piedra. ¿Por qué nouiere que le hablen de Blanquita?
—Oh las mujeres—murmuró, para agregar lgún lugar común sobre la imposibilidad de
ntenderlas.¿De veras Hilda había acudido a su cuartoara interceder por la hija de la patrona? Otro
móvil le atribuyó él, tal vez por influjo de susropios deseos, pero ahora todo aquello era un
ecuerdo, ¿cómo cotejarlo con las afirmacionese la muchacha? No estaba seguro de nada,alvo de que Blanquita por tonta y vanidosa no
merecía ningún sacrificio. ¿Qué le importabana desilusión para Blanquita, si en un rato el
mundo acabaría con ellos adentro? Todavía siuera Hilda la amenazada.. . Pensó: "Para
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mantener una conducta, para cometer delitos oiquiera para caer en tentaciones, hay queontar con un mínimo de futuro; el universo loiega, pero esta gente no lo descarta"
En confirmación de tales reflexiones habló laatrona:—A usted quiero consultarlo—anunció, con
l dedito de la esmeralda en alto y una vozuando se le escapaba, hombruna—. ¿Qué
pina de los planes de ahorró? Aquí tengo elrospecto de una sociedad (¡piratas financieros,o lo dudo!) para las ampliaciones que sueño, elstablecimiento termal...
—Yo, en su lugar, me emborracharía—
ontestó Álvarez.—¿Me cree tonta? ¿Qué estoy haciendo?—ipó la señora y tras un mohín encantador le dio
a espalda.—Medio alegrones en verdad estamos todos
—le explicó la de Bianchi Vionnet—. Pero ustedpor qué no me quiere? No sea pesado, soy unauena chica y echarse enemigos a la largambroma.
—La humanidad es incorregible—Álvarez dijo
l viejo.—Incorregible—concedió éste—pero voy a
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edirle un favor. ¿Usted oyó hablar de laelocidad de la luz? Yo descubrí lo que todo el
mundo sospechaba: que la luz no tieneelocidad. Al diablo con la relatividad, al diablo
on Einstein.—Buen tema para distraernos de lasatástrofes—convino Álvarez.
Casi enojado el viejo replicó:—¿Qué me importan las distracciones? Por
avor, grábeselo en esa mente: la luz no tieneelocidad. Al diablo con Einstein. Si muero en eln del mundo, dígales: Lynch descubrió que la
uz no tiene velocidad.—Tú también—murmuró Álvarez.
—No le escucho—articuló finamenteCampolongo.—No le oigo—corrigió Álvarez y para sí
ñadió—: Lo que es yo no transijo. Al fin y alabo siempre supe que moriría solo.
Cuando trajo la fuente de la carbonada, Hildae susurró al oído:
—Mire la Blanquita confiada. Tengaompasión.
Alvarez preguntó:
—¿Qué puedo hacer?—Agregó irritadamente:—Yo no transijo.
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Se explicó a sí mismo que no debíareocuparse por la suerte de Blanquita porque a
a vista del fin del mundo la suerte para todosra pareja y lo que entretanto pudiera ocurrir,
etrospectivamente perdería significación. "Lareocupación—concluyó—no prueba queompadezco a la chica sino que tengo una
mente obsesiva: defecto que debo corregir."Apuntalada por la mano derecha en un
espaldo de silla y por la izquierda en un hombroe Lynch, se incorporó la patrona; luegompuñó concienzudamente una copa, queevantó en alto, y brindó:
—Por mi hija Blancheta.
Entre aplausos corrió la hija al abrazo de lamadre.—¡Por muchos años!—gritó, ya frenético,
ynch.—Martín, música—madame Medor ordenó
on dignidad irrefutable.Por respuesta la señora obtuvo el primer
nstante de completo silencio. Todos seolvieron al taburete del piano. Martín no locupaba. ¡Sin que lo advirtieran el músico había
esaparecido! Significativamente Hilda buscó lamirada de Álvarez.
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—Que no ha crecido, que es un chico. Nadamás deprimente que un hombre alardeandooraje.
Álvarez la miró con detención, tomando
empo para entender.—Ah ¿usted es partidaria de la compasión?Una mujer que conocí, una muchacha joven, me
edía siempre que fuera compasivo.Con instintiva brusquedad replicó la de
Bianchi Vionnet:—Esa niña era una hipócrita. Yo no creo en elacrificio por el prójimo.
Álvarez respondió suavemente:—Alguna vez hay que pensar por sí mismo.
Yo creo en la compasión. La virtud humana por xcelencia.—¡Malo!—la de Bianchi Vionnet gimió
mimosamente—: ¿Por qué te gusta tanto esaiña?
Álvarez no oyó la pregunta, porque seguíaon los ojos a Blanquita a través del comedor,el vestíbulo, hasta el cuarto de toilette. Sexcusó:
—Ya vuelvo.
Se levantó, se dirigió al cuarto de toilette,ntreabrió la puerta, vio a la chica, peine en
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mano, ensimismada en el espejo. Sacó la llave,ue estaba en la cerradura, del lado de adentro,casi inaudiblemente murmuró:
—Aunque patalee, con Beethoven no la oyen.
Con suavidad cerró la puerta, echó llave. Alolverse encontró a Hilda.—Si lo ve al cura—dijo Álvarez, arrimándose
la puerta que daba afuera—le dice que losersos no eran míos. Que hice memoria Que son
e un tocayo.—¿Adónde va?—preguntó la chica, alarmadaAlvarez empuñó el picaporte y contestó:—A la playa. A decirles a los rufianes que
visé a la policía y que se larguen de San Jorge.
—Lo van a matar.—¿Nunca entenderás, Hilda? Nada importaada.
Álvarez entreabrió la puerta y la chica repitióna pregunta que en otra ocasión había
ormulado:—¿Si nada importa...?—Yo tampoco—respondió Álvarez.Hilda tendió ansiosamente la mano, pero a él
n paso afuera le bastó para ocultarse en esa
oche horrible. Otros pasos dio, se creyóerdido, hasta que divisó a lo lejos una luz en
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aivén. Orientado, se encaminó hacia allá.(De "Historias desaforadas" . 1986 ©)
En memoria de Paulina
Siempre quise a Paulina. En uno de misrimeros recuerdos, Paulina y yo estamoscultos en una oscura glorieta de laureles, en un
ardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo:Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta
l hielo, me gustan las rosas, me gustan losaballos blancos. Yo comprendí que mi felicidadabía empezado, porque en esas preferenciasodía identificarme con Paulina. Nos parecimos
an milagrosamente que en un libro sobre la final
eunión de las almas en el alma del mundo, mimiga escribió en el margen: Las nuestras ya seeunieron. "Nuestras" en aquel tiempo,ignificaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que
o era un apresurado y remoto borrador deaulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno:odo poema es un borrador de la Poesía y enada cosa hay una prefiguración de Dios. Penséambién: En lo que me parezca a Paulina estoy a
alvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación conaulina como la mejor posibilidad de mi ser,
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omo el refugio en donde me libraría de misefectos naturales, de la torpeza, de laegligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos
evó a esperar, como algo natural y cierto,uestro futuro matrimonio. Los padres deaulina, insensibles al prestigio literariorematuramente alcanzado, y perdido, por mí,rometieron dar el consentimiento cuando me
octorara. Muchas veces nosotrosmaginábamos un ordenado porvenir, conempo suficiente para trabajar, para viajar yara querernos. Lo imaginábamos con tantaividez que nos persuadíamos de que ya
ivíamos juntos.Hablar de nuestro casamiento no nos inducíatratarnos como novios. Toda la infancia la
asamos juntos y seguía habiendo entreosotros una pudorosa amistad de niños. No me
trevía a encarnar el papel de enamorado y aecirle, en tono solemne: Te quiero. Sinmbargo, cómo la quería, Con qué amor atónito
escrupuloso yo miraba su resplandecienteerfección . A Paulina le agradaba que yo
ecibiera amigos. Preparaba todo, atendía a losnvitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña
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e casa. Confieso que esas reuniones no melegraban. La que ofrecimos para que Julio
Montero conociera a escritores no fue unaxcepción.
La víspera, Montero me había visitado por rimera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copiosomanuscrito y el despótico derecho que la obranédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Unato después de la visita yo había olvidado esa
ara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere aluento que me leyó —Montero me habíancarecido que le dijera con toda sinceridad si elmpacto de su amargura resultaba demasiadouerte—, acaso fuera notable porque revelaba
n vago propósito de imitar a escritoresositivamente diversos. La idea central procedíael probable sofisma: si una determinada
melodía surge de una relación entre el violín yos movimientos del violinista, de una
eterminada relación entre movimiento y materiaurgía el alma de cada persona. El héroe deluento fabricaba una máquina para producir lmas (una suerte de bastidor, con maderas yiolines). Después el héroe moría. Velaban y
nterraban el cadáver; pero él estabaecretamente vivo en el bastidor. Hacia el último
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árrafo, el bastidor aparecía, junto a unsteroscopio y un trípode con una piedra dealena, en el cuarto donde había muerto unaeñorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas deu argumento, Montero manifestó una extrañambición por conocer a escritores.
—Vuelva mañana por la tarde—le dije—. Leresentaré a algunos.
Se describió a si mismo como un salvaje yceptó la invitación. Quizá movido por el agradoe verlo partir, bajé con él hasta la puerta dealle. Cuando salimos del ascensor, Monteroescubrió el jardín que hay en el patio. A veces,
n la tenue luz de la tarde, viéndolo a través delortón de vidrio que lo separa del hall, eseiminuto jardín sugiere la misteriosa imagen den bosque en el fondo de un lago. De noche,royectores de luz lila y de luz anaranjada lo
onvierten en un horrible paraíso de caramelo.Montero lo vio de noche.
—Le seré franco—me dijo, resignándose auitar los ojos del jardín—. De cuanto he viston la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a lasinco de la tarde ya tenía todo listo para el
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ecibo. Le mostré una estatuita china, de piedraerde, que yo había comprado esa mañana enn anticuario. Era un caballo salvaje, con las
manos en el aire y la crin levantada. El vendedor
me aseguró que simbolizaba la pasión. Paulinauso el caballito en un estante de la biblioteca yxclamó: Es hermoso como la primera pasión dena vida. Cuando le dije que se lo regalaba,
mpulsivamente me echó los brazos al cuello y
me besó.Tomamos el té en el antecomedor. Le contéue me habían ofrecido una beca para estudiar os años en Londres. De pronto creímos en un
nmediato casamiento , en el viaje, en nuestra
ida en Inglaterra (nos parecía tan inmediataomo el casamiento). Consideramos pormenorese economía doméstica; las privaciones, casiulces, a que nos someteríamos; la distribucióne horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal
ez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yosistiera a los cursos; la ropa y los libros queevaríamos. Después de un rato de proyectos,dmitimos que yo tendría que renunciar a laeca. Faltaba una semana para mis exámenes,
ero ya era evidente que los padres de Paulinauerían postergar nuestro casamiento.
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Empezaron a llegar los invitados. Yo no meentía feliz. Cuando conversaba con unaersona, sólo pensaba en pretextos para dejarla.roponer un tema que interesara al interlocutor
me parecía imposible. Si quería recordar algo,o tenía memoria o la tenía demasiado lejos.Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a
tro, deseando que la gente se fuera, que nosuedáramos solos, que llegara el momento, ay,
an breve, de acompañar a Paulina hasta suasa.Cerca de la ventana, mi novia hablaba con
Montero. Cuando la miré, levantó los ojos enclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la
ernura de Paulina había un refugio inviolable,n donde estábamos solos. ¡Cómo anheléecirle que la quería! Tomé la firme resolucióne abandonar esa misma noche mi pueril ybsurda vergüenza de hablarle de amor. Si
hora pudiera (suspiré) comunicarle miensamiento. En su mirada palpitó unaenerosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema unombre se aleja tanto de una mujer que no la
aluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabíaue el poema era de Browning y vagamente
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ecordaba los versos. Pasé el resto de la tardeuscándolos en la edición de Oxford. Si no meejaban con Paulina, buscar algo para ella erareferible a conversar con otras personas, pero
staba singularmente ofuscado y me pregunté sia imposibilidad de encontrar el poema nontrañaba un presagio. Miré hacia la ventana.uis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar
mi ansiedad, porque me dijo:
—Paulina está mostrando la casa a Montero.Me encogí de hombros, oculté apenas elastidio y simulé interesarme, de nuevo, en elbro de Browning. Oblicuamente vi a Morganntrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En
eguida reapareció con Paulina y con Montero.Por fin alguien se fue; después, conespreocupación y lentitud partieron otros.legó un momento en que sólo quedamosaulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí,
xclamó Paulina:—Es muy tarde. Me voy. Montero intervino
ápidamente:—Si me permite, la acompañaré hasta su
asa.
—Yo también te acompañaré—respondí.Le hablé a Paulina, pero miré a Montero.
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retendí que los ojos le comunicaran miesprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía elaballito chino. Le dije:
—Has olvidado mi regalo.Subí al departamento y volví con la estatuita .os encontré apoyados en el portón de vidrio,
mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y noermití que Montero se le acercara por el otro
ado. En la conversación prescindístensiblemente de Montero.No se ofendió. Cuando nos despedimos de
aulina, insistió en acompañarme hasta casa. Enl trayecto habló de literatura, probablemente
on sinceridad y con fervor. Me dije: Él es elterato; yo soy un hombre cansado,rívolamente preocupado con una mujer.
Consideré la incongruencia que había entre suigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una
aparazón lo protege; no le llega lo que siente elnterlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos,u bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudiémucho. Después del último examen, la llamé por
eléfono. Me felicitó con una insistencia que noarecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a
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asa.Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé
Paulina hojeando un libro sobre los Faustos deMuller y de Lessing.
Al verla, exclamé:—Estás cambiada.—Si—respondió—. ¡Cómo nos conocemos!
No necesito hablar para que sepas lo que siento.Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de
eatitud.—Gracias—contesté.Nada me conmovía tanto como la admisión,
or parte de Paulina, de la entrañableonformidad de nuestras almas. Confiadamente
me abandoné a ese halago. No sé cuándo meregunté (incrédulamente) si las palabras deaulina ocultarían otro sentido. Antes de que yoonsiderara esta posibilidad, Paulina emprendióna confusa explicación. Oí de pronto:
—Esa primera tarde ya estábamoserdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados.aulina continuó.
—Es muy celoso. No se opone a nuestra
mistad, pero le juré que, por un tiempo, no teería.
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Yo esperaba, aún, la imposible aclaración queme tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en
roma o en serio. No sabía qué expresión habían mi rostro. No sabía lo desgarradora que era
mi congoja. Paulina agregó:—Me voy. Julio está esperándome. No subióara no molestarnos.
—¿Quién?—pregunté.En seguida temí —como si nada hubiera
currido— que Paulina descubriera que yo eran impostor y que nuestras almas no estabanan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:—Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sinmbargo, en aquella tarde horrible, nada meonmovió tanto como esas dos palabras. Por rimera vez me sentí lejos de Paulina. Casi conesprecio le pregunté:
—¿Van a casarse?No recuerdo qué me contestó. Creo que me
nvitó a su casamiento.Después me encontré solo. Todo era
bsurdo. No había una persona más
ncompatible con Paulina (y conmigo) queMontero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a
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se hombre, tal vez nunca se había parecido amí. Una abjuración no me bastó; descubrí quemuchas veces yo había entrevisto la espantosaVerdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintieraelos. Me acosté en la cama, boca abajo. Alstirar una mano, encontré el libro que habíaeído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, consco .
Salí a caminar. En una esquina miré unaalesita. Me parecía imposible seguir viviendosa tarde.
Durante años la recordé y como prefería losolorosos momentos de la ruptura (porque los
abía pasado con Paulina) a la ulterior soledad,os recorría y los examinaba minuciosamente yolvía a vivirlos. En esta angustiada cavilaciónreía descubrir nuevas interpretaciones para losechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina
eclarándome el nombre de su amado,orprendí una ternura que, al principio, memocionó. Pensé que la muchacha me teníaástima y me conmovió su bondad como antesme conmovía su amor. Luego, recapacitando,
eduje que esa ternura no era para mí sino paral nombre pronunciado.
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Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupén los preparativos del viaje. Sin embargo, laoticia trascendió. En la última tarde me visitóaulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vime enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera,omprendí que su aparición era furtiva. La tomée las manos, trémulo de agradecimiento.aulina exclamó:
—Siempre te querré. De algún modo, siempree querré más que a nadie.Tal vez creyó que había cometido una
raición. Sabía que yo no dudaba de su lealtadacia Montero, pero como disgustada por haber
ronunciado palabras que entrañaran —si noara mí, para un testigo imaginario— unantención desleal, agregó rápidamente:
—Es claro, lo que siento por ti no cuenta.stoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. Elasado era una región desierta en que ella habíasperado a Montero. De nuestro amor, omistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy
esentido y fingí tener prisa. La acompañé en elscensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata,
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a lluvia.—Buscaré un taxímetro— dije.Con una súbita emoción en la voz, Paulina
me gritó:—Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a loejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojosi a un hombre agazapado en el jardín. Elombre se incorporó y apoyó las manos y laara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada seruzaban sobre un fondo verde, con boscajesscuros. La cara de Montero, apretada contra elidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios.
uego, con frívola amargura, me dije que la carae Montero sugería otros monstruos: los peceseformados por la presión del agua, que habitanl fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué.
Durante el viaje, casi no salí del camarote.scribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años denglaterra evité cuanto pudiera recordármela:esde los encuentros con argentinos hasta los
ocos telegramas de Buenos Aires queublicaban los diarios. Es verdad que se me
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parecía en el sueño, con una vividez tanersuasiva y tan real, que me pregunté si milma no contrarrestaba de noche las privacionesueyo le imponía en la vigilia. Eludí
bstinadamente su recuerdo. Hacia el fin delrimer año, logré excluirla de mis noches, y,asi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar n Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez
n casa los recuerdos fueran demasiado vivos.Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emociónme detuve respetuosamente, conmemorando
l pasado y los extremos de alegría y de congojaue yo había conocido. Entonces tuve una
evelación vergonzosa. No me conmovíanecretos monumentos de nuestro amor,epentinamente manifestados en lo más íntimoe la memoria; me conmovía la enfática luz quentraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina yompré un kilo de café. En la panadería, elatrón me reconoció, me saludó construendosa cordialidad y me informó que desdeacia mucho tiempo —seis meses por lo menos
— yo no lo honraba con mis compras. Despuése estas amabilidades le pedí, tímido y
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esignado, medio kilo de pan. Me preguntó,omo siempre:
—¿Tostado o blanco'?Le contesté, comoiempre:
—Blanco.Volví a casa. Era un día claro como un cristalmuy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina.Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza
e café negro.Como en un sueño pasé de un afable ycuánime in diferencia a la emoción, a la locura,ue me produjo la aparición de Paulina. Al verlaaí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y
oré por primera vez todo el dolor de haberlaerdido.Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron
n la puerta; me pregunté quién seria el intruso;ensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí,
istraídamente.Luego —ignoro si el tiempo transcurrido fue
muy largo o muy breve— Paulina me ordenó quea siguiera. Comprendí que ella estabaorrigiendo, con la persuasión de los hechos,
os antiguos errores de nuestra conducta. Mearece (pero además de recaer en los mismos
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rrores, soy infiel a esa tarde) que los corrigióon excesiva determinación . Cuando me pidióue la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo.¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos
n los ojos y, como dos ríos confluentes,uestras almas también se unieron. Afuera,obre el techo, contra las paredes, llovía.nterpreté esa lluvia—que era el mundo enterourgiendo, nuevamente—como una pánica
xpansión de nuestro amor.La emoción no me impidió, sin embargo,escubrir que Montero había contaminado laonversación de Paulina. Por momentos, cuandolla hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír
mi rival. Reconocí la característica pesadez deas frases; reconocí las ingenuas y trabajosasentativas de encontrar el término exacto;econocí, todavía apuntando vergonzosamente,a inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré elostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina,ntrínseca y perfecta. Ahí no me la habíanambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la
mercurial penumbra del espejo, rodeada por elmarco de guirnaldas, de coronas y de ángeles
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egros, me pareció distinta. Fue como siescubriera otra versión de Paulina; como si laiera de un modo nuevo. Di gracias por laeparación, que me había interrumpido el hábito
e verla, pero que me la devolvía más hermosa.Paulina dijo:—Me voy. Julio me espera.Advertí en su voz una extraña mezcla de
menosprecio y de angustia, que me
esconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina,n otros tiempos, no hubiera traicionado aadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volvíllamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No
a encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Haefrescado. Fue un simple chaparrón". La callestaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve.No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad
e encontrarme con algún conocido, mecobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dostres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos aernos. Quería hablar con Paulina. Quería
edirle que me aclarara... De pronto, mingratitud me asustó. El destino me deparaba
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oda la dicha y yo no estaba contento. Esa tardera la culminación de nuestras vidas. Paulina loabía comprendido así. Yo mismolo habíaomprendido. Por eso casi no hablamos.
Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en ciertomodo, diferenciarnos.)Me parecía imposibleener que esperar hasta el día siguiente para ver Paulina. Con premioso alivio determiné que iría
sa misma noche a casa de Montero. Desistí
muy pronto; sin hablar antes con Paulina, noodía visitarlos. Resolví buscar a un amigo—uis Alberto Morgan me pareció el más indicado
—y pedirle que me contara cuanto supiera de laida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme yormir. Descansado, vería todo con másomprensión. Por otra parte, no estabaispuesto a que me hablaran frívolamente deaulina. Al entrar en la cama tuve la impresión
e entrar en un cepo (recordé, tal vez, nochese insomnio, en que uno se queda en la camaara no reconocer que está desvelado). Apagué
a luz.No cavilaría más sobre la conducta de
aulina. Sabía demasiado poco para comprender a situación. Ya que no podía hacer un vacío en
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a mente y dejar de pensar, me refugiaría en elecuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun sincontraba en sus actos algo extraño y hostil
ue me alejaba de ella. E1 rostro era el deiempre, el puro y maravilloso que me habíauerido antes de la abominable aparición de
Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras,ue las almas quizá no comparten.¿O todo era
n engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciegaroyección de mis preferencias y repulsiones?Nunca había conocido a Paulina?Elegí una
magen de esa tarde—Paulina ante la oscura yersa profundidad del espejo—y procuré
vocarla. Cuando la entreví, tuve una revelaciónnstantánea: dudaba porque me olvidaba deaulina. Quise consagrarme a la contemplacióne su imagen. La fantasía y la memoria sonacultades caprichosas: evocaba el pelo
espeinado, un pliegue del vestido, la vagaenumbra circundante, pero mi amada seesvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitablenergía, pasaban ante mis ojos cerrados. De
ronto hice un descubrimiento. Como en elorde oscuro de un abismo, en un ángulo del
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spejo, a la derecha de Paulina, apareció elaballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó;ólo después de unos minutos recordé que la
statuita no estaba en casa. Yo se la habíaegalado a Paulina hacía dos años.Me dije que se trataba de una superposición
e recuerdos anacrónicos (el más antiguo, delaballito; el más reciente, de Paulina). La
uestión quedaba dilucidada, yo estabaranquilo y debía dormirme. Formulé entoncesna reflexión vergonzosa y, a la luz de lo queveriguaría después, patética. "Si no me duermoronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no
e gustaré a Paulina".Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuitan el espejo del dormitorio no era justificable.
Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vinicamente en el otro cuarto (en el estante o en
manos de Paulina o en las mías).Aterrado, quise mirar de nuevo esos
ecuerdos. E1 espejo reapareció, rodeado dengeles y de guirnaldas de madera, con Paulinan el centro y el caballito a la derecha. Yo no
staba seguro de que reflejara la habitación. Talez la reflejaba, pero de un modo vago y
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umario. En cambio el caballito se encabritabaítidamente en el estante de la biblioteca. Laiblioteca abarcaba todo el fondo y en lascuridad lateral rondaba un nuevo personaje,
ue no reconocí en el primer momento. Luego,on escaso interés, noté que ese personaje erao.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por artes), como proyectado hasta mí por la
xtrema intensidad de su hermosura y de suristeza. Desperté llorando.No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño
o fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mismaginaciones y reprodujo con fidelidad las
scenas de la tarde.Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaríaemprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina,ría a su casa. Esta resolución no mitigó mingustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largoaño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero merestó la guía de teléfonos y la Guía Verde.
Ninguna registraba la dirección de Montero.
Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba.Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de
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Montero vivía otra persona. Pensé preguntar lairección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempocuando me enteré del amor de Paulina por
Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora,ara disculparme, tendría que historiar misenas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antese las once no podía presentarme en su casa.
Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendoon momentánea aplicación a la forma de unamoldura en una pared o al sentido de una
alabra oída al azar. Recuerdo que en la plazandependencia una mujer, con los zapatos en
na mano y un libro en la otra, se paseabaescalza por el pasto húmedo.Morgan me recibió en la cama, abocado a un
norme tazón, que sostenía con ambas manos.ntre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún
edazo de pan.—¿Dónde vive Montero?—leregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacabael fondo de la taza los pedazos de pan.—
Montero está preso—contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morganontinuó:—¿Cómo? ¿Lo ignoras?lmaginó, sin
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uda, que yo ignoraba solamente ese detalle,ero, por gusto de hablar, refirió todo locurrido. Creí perder el conocimiento: caer enn repentino precipicio; ahí también llegaba la
oz ceremoniosa, implacable y nítida, queelataba hechos incomprensibles con lamonstruosa y persuasiva convicción de queran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente:
ospechando que Paulina me visitaría, Monteroe ocultó en el jardín de casa. La vio salir, laiguió; la interpeló en la calle. Cuando se
untaron curiosos, la subió a un automóvil delquiler. Anduvieron toda la noche por la
Costanera y por los lagos y, a la madrugada, enn hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto noabía ocurrido la noche anterior a esa mañana;abía ocurrido la noche anterior a mi viaje auropa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vidaolemos caer en una suerte de irresponsabilidadrotectora y en vez de pensar en lo que noscurre dirigimos la atención a trivialidades. Ense momento yo le pregunté a Morgan:—¿Te
cuerdas de la última reunión, en casa, antes demi viaje?Morgan se acordaba. Continué:
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u destino, nuestro destino". Recordé una fraseue Paulina escribió, hace años, en un libro:
Nuestras almas ya se reunieron. Seguíensando: "Anoche, por fin. En el momento en
ue la tomé de la mano". Luego me dije: "Soyndigno de ella: he dudado, he sentido celos.ara quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado. Nunca nosabíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan
erca. Yo me debatía en esta embriaguez de amor,ictoriosa y triste cuando me pregunté—mejor icho, cuando mi cerebro, llevado por el simpleábito de proponer alternativas, se preguntó—
i no habría otra explicación para la visita denoche. Entonces, como una fulminación, melcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco deuevo. Por desgracia, como siempre ocurre
uando surge la verdad, mi horrible explicaciónclara los hechos que parecían misteriosos.stos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba aaulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo
bracé un monstruoso fantasma de los celos demi rival.
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La clave de lo ocurrido está oculta en la visitaue me hizo Paulina en la víspera de mi viaje.
Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñóoda la noche y, porque no creyó en sus
xplicaciones—¿cómo ese hombre entendería laureza de Paulina?—la mató a la madrugada.Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa
isita, representándosela con la cruelbstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que despuéscurrió allí, fue un a proyección de la horrendaantasía de Montero. No lo descubrí entonces,orque estaba tan conmovido y tan feliz, queólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin
mbargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, lauvia. Durante la visita de la verdadera Paulina—n la víspera de mi viaje—no oí la lluvia.
Montero, que estaba en el jardín, la sintióirectamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos,
reyó que la habíamos oído. Por eso anoche oíover. Después me encontré con que la callestaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día lauve en casa: el día del recibo. Para Montero
uedó como un símbolo del lugar. Por esopareció anoche.
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No me reconocí en el espejo, por queMontero no me imaginó claramente. Tampocomaginó con precisión el dormitorio. Ni siquieraonoció Paulina. La imagen proyectada por
Montero se condujo de un modo que no esropio de Paulina. Además, hablaba como él.Urdir esta fantasía es el tormento de
Montero. El mío es más real. Es la convicción deue Paulina no volvió porque estuviera
esengañada de su amor. Es la convicción deue nunca fui su amor. Es la convicción de queMontero no ignoraba aspectos de su vida queólo he conocido indirectamente. Es laonvicción de que al tomarla de la mano—en el
upuesto momento de la reunión de nuestraslmas—obedecí a un ruego de Paulina que ellaunca me dirigió y que mi rival oyó muchaseces.
(De "La trama celeste", 1948 ©)
NóumenoProbablemente fue Carlota la que tuvo la
dea. Lo cierto es que todos la aceptaron,unque sin ganas. Era la hora de la siesta de un
ía muy caluroso, el 8 o el 9 de enero. En cuantol año, no caben dudas: 1919. Los muchachos
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o sabían qué hacer y decían que en la ciudado había un alma, porque algunos amigos yastaban veraneando. Salcedo convino en que elarque Japonés quedaba cerca. Agregó:
—Será cosa de ponerse el rancho e ir en filandia, buscando la sombra.—¿Están seguros de que en el Parque
aponés funciona el Nóumeno?—preguntóArribillaga.
Carlota dijo que sí. El Nóumeno era uninematógrafo unipersonal, que por entoncesaba que hablar, aún en las noticias de policía.
Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco,enía aire de griega o de romana. "Una griega o
omana muy linda", pensó.—Vale la pena costearse—dijo Arribillaga—.ara hacernos una opinión sobre el asunto.
—Algo indispensable—dijo con sornaAmenábar.
—Yo tampoco veo la ventaja—dijo NarcisoDillon.
—Voy a andar medio justo de tiempo—revino Arturo—. El tren sale a las cinco.
—Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo
esaparece?—preguntó Carlota.—No pasa nada, pero me están esperando.
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Aunque no fuera indispensable la fila india,ampoco era cuestión de insolarse y derretirse,e modo que avanzaron de dos en dos, por langosta y no continua franja de sombra. Carlota
Amenábar caminaban al frente; después,Arribillaga y Salcedo; por último, Arturo y Dillon.ste comentó:
—Qué valientes somos.—¿Por salir con este solazo?—preguntó
Arturo.—Por ir muy tranquilos a enfrentarnos con laerdad.
—Nadie cree en el Nóumeno.—Desde luego.
—Es de la familia de la cotorra de la buenauerte.—Entonces, una de dos. O no creemos y
para qué vamos? O creemos y ¿pensaste,Arturo, en este grupo de voluntarios? La gente
más contradictoria de la República. Empezandoor un servidor. Nací cansado, no sé lo que seama trabajar, si me arruino me pego un tiro yo hay domingo que no juegue hasta el últimoeso en las carreras.
—¿Quién no tiene contradicciones?—Unos menos que otros. Vos y yo no vamos
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l Nóumeno batiendo palmas.Arturo dijo:—A lo mejor sospechamos que para seguir
iviendo, más vale dormirse un poco para
iertas cosas. ¿Qué va a suceder cuando entreArribillaga y vea cómo el aparato le combina surgullo de perfecto caballero con su ambiciónolítica?
—Arribillaga sale a todo lo que da y el
Nóumeno estalla —dijo Dillon—. ¿Amenábar ambién tendrá contradicciones?—No creo.Cuando conoció a Amenábar, Arturo
studiaba trigonometría, su última materia de
achillerato, para el examen de marzo. Unariente, profesor en el colegio Mariano Moreno,e lo recomendó. "Si te prepara un mozo
Amenábar", le dijo, "no sólo aprobarásrigonometría, sabrás matemáticas". Así fue, y
muy pronto entablaron una amistad que siguióespués del examen, a través de esas largasonversaciones filosóficas, que en alguna épocaueron tan típicas de la juventud. Por Arturo,
Amenábar conoció a Carlota y después a los
emás. Lo trataban como a uno de ellos, con lamisma despreocupada camaradería, pero todos
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eían en él a una suerte de maestro, al queodían consultar sobre cualquier cosa. Por eso
o llamaban el Profe.Comentó Dillon:
—Su idea fija es la coherencia.—Ojalá muchos tuviéramos esa idea fija —ontestó Arturo—. Él mismo dice que laoherencia y la lealtad son las virtudes másaras.
—Menos mal, porque si no, con la vida queno lleva... ¿Qué sería de mí, un domingo sinurf? ¡Me pego un balazo!
—Si hay que pegarse un balazo porque laida no tiene sentido, no queda nadie.
—¿También Carlota será contradictoria? Alla se le ocurrió el programa.—Carlota es un caso distinto—explicó
Arturo; con aparente objetividad—. Le sobra eloraje.
—Las mujeres suelen ser más corajudas queos hombres.
—Yo iba a decir que era más hombre quemuchos.
Tal vez Arturo no estuviera tan alegre como
arecía: Cuando hablaba de Carlota seeanimaba.
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—No conozco chica más independiente—seguro Dillon, y agregó—: Claro que la platayuda.
—Ayuda. Pero Carlota era muy joven cuando
uédó huérfana. Apenas mayor de edad. Pudocobardarse, pudo buscar apoyo en alguien dea familia. Se las arregló sola.
"Y por suerte ahí va caminando conAmenábar", pensó Arturo. "Sería desagradable
ue tuviera al otro a su lado."Entraron en el Parque Japonés. Arturodvirtió con cierto alivio que nadie se apurabaor llegar al Nóumeno. Lo malo es que no era elnico peligro. También estaba la Montaña Rusa.
ara sortearla, propuso el Water Shoot, al queubieron en un ascensor. Desde lo alto de laorre, bajaron en un bote, a gran velocidad, por n tobogán, hasta el lago. Pasaron por el Discoe la Risa, se fotografiaron en motocicletas
Harley Davidson y en aeroplanos pintados enelones y, más allá del teatro de títeres, donderes músicos tocaban Cara sucia, vieron unuiosco de bloques de piedra gris, en papier
mache, que por la forma y por las dos efinges, a
os lados de la puerta, recordaba una tumbagipcia.
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—Es acá—dijo Salcedo y señaló el quiosco.En el frontispicio leyeron: El Nóumeno y, a la
erecha, en letras más chicas: de M. Cánter. Unnstante después un viejito de mal color se les
cercó para preguntar si querían entradas.Arribillaga pidió seis.—¿Cuánto tiempo va a estar cada uno
dentro?—preguntó Arturo.—Menos de un cuarto de hora. Más de diez
minutos—contestó el viejo.—Bastan cinco entradas. Si me alcanza elempo compro la mía.
—¿Usted es Cánter?—preguntó Amenábar.—Sí—dijo el viejo—. No, por desgracia, de
os Cánter de La Sin Bombo, sino de unos másobres, que vinieron de Alemania. Tengo queanarme la vida vendiendo entradas para esteuiosco. ¡Seis, mejor dicho cinco, miserablesntradas, a cincuenta centavos cada una!
—¿Ahora no hay nadie adentro?—preguntóDillon.
—No.—Y aparte de nosotros, nadie esperando. Le
omaron miedo a su Nóumeno.
—No veo por qué—replicó el viejo.—Por lo que salió en los diarios.
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—El señor cree en la letra de molde. Si leicen que alguien entró en este quiosco de lo
más campante y salió con la cabeza perdida, ¿loree? ¿No se le ocurre que detrás de toda
ersona hay una vida que usted no conoce y talez motivos más apremiantes que mi Nóumeno,ara tomar cualquier determinación?
Arturo preguntó:—¿Cómo se le ocurrió el nombre?
—A mí no se me ocurrió. Lo puso uneriodista, por error. En realidad, el Nóumeno eso que descubre cada persona que entra. Y, aropósito: ¡Adelante, señores, pasen! Por incuenta centavos conocerán el último adelanto
el progreso. Tal vez no tengan otraportunidad.—Deséenme buena suerte—dijo Carlota.Saludó y entró en el Nóumeno. Arturo la
ecordaría en esa puerta, como en una estampa
nmarcada: el pelo castaño, los ojos azules, laoca imperiosa, el vestido blanquísimo. Salcedoreguntó a Cánter:
—¿Por qué dice que tal vez no haya otraportunidad?
—Algo hay que decir para animar al público—explicó el viejo, con una sonrisa y una
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momentánea efusión de buen color, que le dioire de resucitado—. Además, la clausura
municipal está siempre sobre nuestras cabezas.—¿Cabezas? —preguntó Arturo—. ¿Las
uyas o las de todos?—Las de todos los que recibimos la visita deeñores que viven de las amenazas de clausura.os señores inspectores municipales.
—Una verguenza—dijo Salcedo, gravemente.
—Hay que comer—dijo el viejo.Después de Cara Sucia, los de al ladoocaron Mi noche triste. Arturo pensó que por ulpa de ese tango, que siempre lo acongojaban poco, estaba nervioso porque la chica no
alía del Nóumeno. Por fin salió y, como todos lamiraban inquisitivamente, dijo con una sonrisa:—Muy bien. Impresionante.Arturo pensó "Le brillan los ojos".—Acá voy yo—exclamó Salcedo y, antes de
ntrar, se volvió y murmuró:—No se vayan.—Felice morte—gritó Arribillaga.Carlota pasó al lado de Arturo y dijo en voz
aja:—Vos no entres.
Antes que pudiera preguntar por qué, ella serabó en una conversación con Amenábar. El
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ono en que había dicho esas tres palabras leecordó tiempos mejores.
En el teatro de títeres tocaban otro tango.Cuando Salcedo salió del Nóumeno, entró
Amenábar. Arribillaga preguntó:—¿Qué tal?—Nada extraordinario—contestó Salcedo.—Explicame un poco —dijo Dillon—. Ahí
dentro ¿consigo un dato para el domingo?
—Creo que no.—Entonces no me interesa. Casi me alegro.—Yo, en cambio, me alegro de haber entrado.
Hay una especie de máquina registradora, peroe pie, y una sala, o cabina, de biógrafo, que se
ompone de una silla y de un lienzo que sirve deantalla.—Te olvidás del proyector—dijo Carlota.—No lo vi.—Yo tampoco, pero el agujero está detrás de
u cabeza, como en cualquier sala, y al levantar os ojos ves el haz de luz en la oscuridad.
—La película me pareció extraordinaria. Yoentí que el héroe pasaba por situaciones
dénticas a las mías.
—¿Concluyó bien?—preguntó Carlota.—Por suerte, sí—dijo Salcedo—. ¿Y la tuya?
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—Tiene que tomar el tren de las cinco.—Y antes pasar por casa, a recoger la valija
—agregó Arturo.—Le sobra el tiempo—dijo Salcedo.
—Quién sabe —dijo Amenábar—. Con lauelga no andan los tranvías y casi no he vistoutomóviles de alquiler ni coches de plaza.
Lo que vio Arturo al salir del Parque Japonése trajo a la memoria un álbum de fotografías de
Buenos Aires, con las calles desiertas. Para quesas pruebas documentales no contrariaran suonvicción patriótica de que en las calles deuestra ciudad había mucho movimiento, pensóue las fotografías debieron de tomarse en las
rimeras horas de la mañana. Lo malo es quehora no era la mañana temprano, sino la tarde.No había exagerado Amenábar. Ni siquiera se
eían coches particulares. ¿lba a largarse a pie,Constitución? Una caminata, para él heroica,
o desprovista de la posibilidad de llegar espués de la salida del tren. "¿Dónde está esenimo? ¿Por qué pensar lo peor?", se dijo. "Conn poco de suerte encontraré algo que me lleve
Constitución." Hasta Cerrito, bordeó el
aredón del Central Argentino, volviendo todo elempo la cabeza, para ver si aparecía un coche
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e plaza o un automóvil de alquiler. "A esteaso, antes que las piernas se me cansa elescuezo." Dobló por Cerrito a la derecha, subió
a barranca, siguió rumbo al barrio sur. "Desde
l Bajo y Callao a Constitución habrá alrededor e cuarenta cuadras", calculó. "Más vale dejar laalija." Lo malo era que de paso dejaría Laiudad y las sierras, que estaba leyendo. Paraecoger la valija, tendría seis cuadras hasta su
asa, en la calle Rodríguez Peña y, ya con laarga a cuestas, las seis cuadras hasta Cerrito yodas las que faltaban hasta Constitución. "Otradea", se dijo, "sería irme ahora mismo a casa,ecostarme a leer La ciudad y las sierras frente
l ventilador y postergar el viaje para mañana;ero, con la huelga, quién me asegura quemañana corran los trenes. No hay que aflojar unque vengan degollando". Nadie veníaegollando, pero la ciudad estaba rara, por lo
acía, y aún le pareció amenazadora, como si laiera en un mal sueño. "Uno imagina disparates,or la cantidad de rumores que oye sobreesmanes de los huelguistas." A la altura de
Rivadavia, pasó un taxímetro Hispano Suiza.
Aunque iba libre, continuó la marcha, a pesar deu llamado. "A lo mejor el chófer está orgulloso
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el auto y no levanta a nadie."Poco después, al cruzar Alsina, vio que
vanzaba hacia él un coche de plaza tirado por n zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó en
medio de la calle, con los brazos abiertos, frentel coche. Creyó ver que el cochero agitaba lasendas, como si quisiera atropellarlo, pero altimo momento las tiró para atrás, con toda lauerza, y logró sujetar a los caballos. Con voz
muy tranquila, el hombre preguntó:—¿Por suerte anda buscando que lo maten?—Que me lleven.—No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casita,
uanto antes.
—¿Dónde vive?—Pasando Constitución.—No tiene que desandar camino. Voy a
Constitución.—¿A Constitución? Ni loco. La están
tacando.—Me deja donde pueda.Resignado, el cochero pidió:—Suba al pescante. Si voy con pasajero y
os encontramos con los huelguistas, me
uelcan el coche. Que lleve a un amigo en elescante, ¿a quién le interesa? Hay que
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uidarse, porque la Unión de Choferes apoya lauelga.
—Usted no es chofer, que yo sepa.—Tanto da. Caigo en la volteada como
ualquiera.Por Lima siguieron unas cuadras. Arturoomentó:
—Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero,o que he descubierto?
—Usted dirá.—Que se viaja más cómodo en coche que aie.
El cochero le dijo que eso estaba muy buenoque a la noche iba a contárselo a la patrona.
Observó amistosamente:—La ciudad está vacía, pero tranquila.—Una tranquilidad que mete miedo—aseguró
Arturo.Casi inmediatamente oyeron detonaciones y
l silbar de balas.—Armas largas—dictaminó el cochero.—¿Dónde?—preguntó Arturo.—Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a
lejarnos, por si acaso.
En Independencia doblaron a la izquierda yespués, en Tacuarí, a la derecha. Al llegar a
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Garay, Arturo dijo:—¿Cuánto le debo? Bajo acá.—Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento
e los amigos?—Sin esperar respuesta,
oncluyó el cochero:—Nada, entonces.Porque faltaba la desordenada animación queabitualmente había en la zona, la mole grismarillenta de la estación parecía desnuda.
Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le
reguntó:—¿Dónde va?—A tomar el tren—contestó.—¿Qué tren?—El de las cinco, a Bahía Blanca.
—No creo que salga—dijo el vigilante."Con tal que atiendan en la boletería", se dijoArturo. Lo atendieron, le dieron el boleto, lenunciaron:
—El último tren que corre.
En el momento de subir al vagón se preguntóué sentía. Nada extraordinario, un ligeroturdimiento y la sospecha de no tener plenaonciencia de los actos y menos aún de cómoepercutirían en su ánimo. Era la primera vez,
esde que ella lo dejó, que salía de BuenosAires. Había pensado que la falta de Carlota
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ería más tolerable si estaban lejos.Se encontró en el tren con el vasco Arruti, el
e la panadería La Fama, reputada por la galletae hojaldre, la mejor de todo el cuartel séptimo
el partido de Las Flores. Arturo preguntó:—¿Llegamos a eso de las ocho y media?—Siempre y cuando no paren el tren en
alleres y nos obliguen a bajar.—¿Vos creés?
—La cosa va en serio, Arturito, y en Talleresay muchos trabajadores. Nos mandan a una víamuerta, si quieren.
—No sé. Los trabajadores están cansados.Pasaron de largo Talleres y Arruti dijo:
—Tengo sed.—Vayamos al vagón comedor.—Ha de estar cerrado.Estaba abierto. Pidió Arturo una Bilz, y un
ernod Arruti, que explicó:
—Lo que tomábamos con tu abuelo, cuandoba a la estancia, a jugar a la baraja.
—Eso fue en los último años de mi abuelo.—Antes lo acompañabas a cazar.De nuevo hablaron de la huelga. Con algún
sombro, Arturo creyó descubrir que Arruti no laondenaba y le preguntó:
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—¿No estás en contra de la huelga porqueensás que de una revolución va a salir unobierno mejor que el de ahora?
—No estoy loco, che—replicó Arruti—. Todos
os gobiernos son malos, pero a un mal gobiernoe enemigos prefiero un mal gobierno demigos.
—¿El que tenemos es de enemigos?—Digamos que es de tu gente, no de la mía.
—No sabía que vos y yo fuéramos enemigos.—No lo somos, Arturo, ni lo seremos. Ni tú nio estamos en política. Una gran cosa.
—Sin embargo, apostaría que tomamos lasdeas más a pecho que los políticos.
—Esa gente no cree en nada. Sólo piensann abrirse paso y mandar.Imaginó cómo iba a referirle a Carlota esta
onversación. Recordó, entonces, lo que habíaasado. Se dijo: "Debo sobreponerme", pero
uvo sentimientos que tal vez correspondieran ana frase como: "¿Para qué vivir si después nouedo comentar las cosas con Carlota?".
Arruti, que era un vasco diserto, habló de sunfancia en los Pirineos, de su llegada al país, de
us primeras noches en Pardo, cuando sereguntaba si el rumor que oía era del viento o
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e un malón de indios.A ratos Arturo olvidó su pena. Lo cierto es
ue el viaje se hizo corto. A las ocho y mediaajaron en la estación Pardo.
—Seguro que Basilio vino con el break— dijo—. ¿Te llevo?—No, hombre—contestó Arruti—. Vivo
emasiado cerca. Eso sí: una tarde caigo deisita en la estancia. Esta vuelta vas a quedarte
más de lo que tienes pensado.Basilio, el capataz, los recibió en el andén.reguntó:
—¿Qué tal viaje tuvieron?—y agregóespués de agacharse un poco y llevar la mirada
una y otra mano de Arturo—: ¿No olvidasteada, Arturito?—Nada.—¿Qué debía traer?—preguntó Arruti.—Siempre viene con valijas cargadas de
bros. Hay que ver lo que pesan.Arruti se despidió y se fue. Arturo preguntó:—¿Cómo andan por acá?—Bien. Esperando el agua.—¿Mucha seca?
—Se acaba el campo, si no llueve.Emprendieron el largo trayecto en el break.
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Hubo conversación, por momentos, y tambiénilencios prolongados. Todavía no era noche.
Distraídamente Arturo miraba el brilloso pelo delaino, la redondez del anca, el tranquilo vaivén
e las patas, y pensaba: "Para vida agitada, elampo. Uno se desvive porque llueva o noueva, o porque pase la mortandad de loserneros... Lo que es yo, no voy a permitir que
me contagien la angustia". Iba a agregar "por lo
menos hasta mañana a la mañana", cuando secordó de la otra angustia y se dijo: "Quéstúpido. Todavía tengo ganas de hacerme elracioso".
Llegaron a la estancia por la calle de
ucaliptos. Era noche cerrada. La casera leendió una mano blanda y dijo:—Bien ¿y usted? ¿Paseando?En el patio había olor a jazmines; en la cocina
el cuartito de la caldera, olor a leña quemada;
n el comedor, olor a la madera del piso, delócalo, de los muebles.
Poco después de la comida, Arturo secostó. Pensaba que lo mejor era aprovechar elansancio para dormirse cuanto antes. Un
ilencio, apenas interrumpido por algún mugidoejano, lo llevó al sueño.
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Vio en la oscuridad un telón blanco. Deronto, el telón se rajó con ruido de papel y en
a grieta aparecieron, primero, los brazosxtendidos y después la querida cara de Carlota,
terrada y tristísima, que le gritaba su nombren diminutivo. Repetidamente se dijo: "No esmás que un sueño. Carlota no me pide socorro.Qué absurdo y presuntuoso de mi parte pensar
ue está triste. Ha de estar muy feliz con el otro.
Al fin y al cabo este sueño no es más que unanvención mía". Pasó el resto de la noche enavilaciones acerca del grito y de la aparición de
Carlota. A la mañana, lo despertó la campanillael teléfono.
Corrió al escritorio, levantó el tubo y oyó laoz de Mariana, la señorita de la red local deeléfonos, que le decía:
—Señor Arturo, me informan de la oficina dea Unión Telefónica de Las Flores que lo llaman
e Buenos Aires. Se oye mal y la comunicaciónodo el tiempo se corta. ¿Paso la llamada?
—Pásela, por favor.Oyó apenas:—Un rato después de salir del Parque
aponés... Imagino cómo te caerá la noticia...ncontraron el cuerpo en la gruta de las
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arrancas de la Recoleta.—¿El cuerpo de quién? —gritó Arturo—.
Quién habla?No era fácil de oír y menos de reconocer la
oz entrecortada por interrupciones, que llegabae muy lejos, a través de alambres que parecíanibrar en un vendaval. Oyó nuevamente:
—Después de salir del Parque Japonés.El que hablaba no era Dillon, ni Amenábar, ni
Arribillaga. ¿Salcedo? Por eliminación quizáareciera el más probable, pero por la voz no loeconocía. Antes que se cortara laomunicación, oyó con relativa claridad:
—Se pegó un balazo.
La señorita Mariana, de la red local, aparecióespués de un largo silencio, para decir que laomunicación se cortó porque los operarios dea Unión Telefónica se plegaron a la huelga.Arturo preguntó:
—¿No sabe hasta cuándo?—Por tiempo indeterminado.—¿No sabe de qué número llamaron?—No, señor. A veces nos llega la
omunicación mejor que a los abonados. Hoy,
o.Después de un rato de perplejidad, casi de
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nonadamiento, por la noticia y por lamposibilidad de conseguir aclaraciones, Arturoxclamó en un murmullo: "No puede ser
Carlota". La exclamación velaba una pregunta,
ue formuló con miedo. El resultado fueavorable, porque la frase en definitivaxpresaba una conclusión lógica. Carlota noodía suicidarse, porque era una muchacha
uerte, consciente de tener la vida por delante y
esuelta a no desperdiciarla Si todavía quedaban el ánimo de Arturo algún temor, provenía delueño en que vio la cara de Carlota y oyó eserito que pedía socorro. "Los sueños sononvincentes", se dijo, "pero no voy a permitir
ue la superstición prevalezca sobre la cordura.s claro que la cordura no es fácil cuando hubona desgracia y uno está solo y mal informado".
De pronto le vinieron a la memoria ciertasalabras que dijo Dillon, cuando iban al Parque
aponés. Tal vez debió replicarle que el suicidas un individuo más impaciente que filosófico: aodos nos llega demasiado pronto la muerte.
Recapacitó: "Sin embargo fui atinado en nonsistir, en no dar pie para que Dillon dijera de
uevo que pegarse un tiro era la mejor solución.No creo que lo haya hecho... Si me atengo a lo
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ue dijo en broma, o en serio, podría pegarse unro después de perder en el hipódromo. Ayer noue al hipódromo, porque no era domingo". Enono de intencionada despreocupación agregó:
¿Qué carrerista va a matarse en vísperas dearreras?"¿Quiénes quedaban? " ¿Amenábar? No veo
or qué iba a hacerlo. Para suicidarse hay questar en la rueda de la vida, como dicen en
Oriente. En la carrera de los afanes. O haber stado y sentir desilusión y amargura. Si no seejó atrapar nunca por el juego de ilusionespor qué tendría ahora ese arranque?" Enuanto a Carlota, la única falta de coherencia
ue le conocía era Salcedo. Algo que looncernía tan íntimamente quizá lo descalificaraara juzgar. Si la imaginaba triste y arrepentidaasta el punto de suicidarse, caería en lalásica, y sin duda errónea, suposición de todo
mante abandonado. Pensó después enArribillaga y en sus ambiciones, acasoncompatibles: un perfecto caballero y unopular caudillo político. Por cierto, el másrecuente modelo de perfecto caballero es un
spirante a matón siempre listo a dar estocadasl primero que ponga en duda su buen nombre y
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ambién dispuesto a defender, sin el menor scrúpulo, sus intereses. Es claro que el pobre
Arribillaga quería ser un caballero auténtico y unolítico merecidamente venerado por el pueblo y
al vez ahora mismo jugara con la idea dempuñar el volante de su Pierce Arrow y darsena vuelta por la fábrica de Vasena y arengar a
os obreros huelguistas. ¿Y Perucho Salcedo?Supongamos que no fue el que llamó por
eléfono: ¿tenía alguna razón para suicidarse?Un flanco débil? ¿La deslealtad con un amigo?Birlar la mujer del amigo ¿es algo serio? Además
cómo opinar sin saber cuál fue la participacióne la mujer en el episodio?" Se dijo: "Mejor no
aberlo".A lo largo del día, de la noche y de los tresías más que pasó en el campo, Arturo muchaseces reflexionó sobre las razones que pudoener cada uno de los amigos, para matarse. En
lgún momento se abandonó a esperanzas noel todo justificadas. Se dijo que tal vez fuera
más fácil encontrar un malentendido en laomunicación telefónica del viernes, que unaazón para matarse en cualquiera de ellos. Sin
uda la comunicación fue confusa, pero elentido de algunas frases era evidente y no
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ejaba muchas esperanzas: "Imagino cómo teaerá la noticia", "encontraron el cuerpo en laruta de la Recoleta", "se pegó un balazo".ambién se dijo que llevado por una impaciencia
stúpida emprendió esa investigación y que másalía no seguirla. Quizá fuera menos desdichadomientras no identificara al muerto.
En la última noche, en un sueño, vio un salónvalado, con cinco puertas, que tenían arriba
na inscripción en letras góticas. Las puertasran de madera rubia, labrada, y todoesplandecía a la luz de muchas lámparas.orque era miope debió acercarse para leer,obre cada puerta, el nombre de uno de sus
migos. La puerta que se abriera corresponderíal que se había matado. Con mucho temor poyó el picaporte de la primera, que no cedió, yespués repitió el intento con las demás. Seijo: "Con todas las demás", pero estaba
emasiado confuso como para saberlolaramente. En realidad no deseaba encontrar lauerta que cediera.
A la mañana le dijeron que se había levantadoa huelga y que los trenes corrían. Viajó en el de
as doce y diez.Apenas pasadas las cinco, bajaba del tren,
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alía de Constitución, tomaba un automóvil delquiler. Aunque nada deseaba tanto como llegar su casa, dijo al hombre:
—A Soler y Aráoz, por favor.
En ese instante había sabido cuál de losmigos era el muerto. La brusca revelación loturdió. El chófer trató de entablar onversación: preguntó desde cuándo faltabae la capital y comentó que, según decían
lgunos diarios, se había levantado la huelga, loue estaba por verse. Quizás en voz alta Arturoensó en el suicida. Murmuró:
—Qué tristeza.No le quedó recuerdo alguno del momento en
ue bajó del coche y caminó hacia la casa.Recordó, en cambio, que abrió el portón delardín y que la puerta de adentro estaba abierta
que de pronto se encontró en la penumbra dea sala, donde Carlota y los padres de Amenábar
staban sentados, inmóviles, alrededor de lamesita del té. Al ver a su amiga, Arturo sintiómoción y alivio, como si hubiera temido por lla. Trabajosamente se levantaron la señora y eleñor. Hubo saludos; no palmadas ni abrazos.
Ya se preguntaba si lo que había imaginadoería falso, cuando Carlota murmuró:
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—Traté de avisarte, pero no conseguíomunicación.
—Creo que me llamó Salcedo. No estoyeguro. Se oía muy mal.
La señora le sirvió una taza de té y le ofrecióostadas y galletitas. Después de un ratonunció Carlota:
—Es tarde. Tengo que irme.—Te acompaño—dijo Arturo.
—¿Por qué se van tan pronto?—preguntó laeñora—. Mi hijo no puede tardar.Cuando salieron, explicó la muchacha:—La madre se niega a creer que el hijo ha
muerto Me parece natural Es lo que todos