Download - Cómo nos toca la guerra No.9
Vivencias desde territorios en disputa por actores armados, parece ser un denominador común de estas crónicas construidas
desde la voz y la experiencia de estudiantes de primer semestre de la Maestría en Desarrollo Rural. Territorios en disputa
en los cuales el temor se respira, se instala en los recuerdos, eterniza los momentos y agranda las distancias que hay
que recorrer para buscar un lugar seguro. Pesadillas que distorsionan de manera diversa la realidad y fijan en la memoria
situaciones que no se quisieran repetir.
En medio de profundas tensiones y miedos, emergen de manera simultánea voces paralelas que dan cuenta de una
cotidianidad y de cierto acostumbramiento a la convivencia cotidiana con el enemigo, que van configurando experiencias para
manejar situaciones, para ampliar los marcos de referencia de lo que es soportable. Sin desconocer el riesgo y manteniendo
las alertas, se van construyendo formas de vida que se adaptan a tiempos de dominación sin fecha de vencimiento, para
proseguir con actividades productivas, festivas, comerciales.
¿Sentido común y realismo político de adaptabilidad frente de
lo inmanejable? ¿Pragmatismo? ¿Formas de resistencia? Quizá todas
las anteriores y muchas otras explicaciones inadvertidas están allí
para combinar con sabiduría, tejida a punta de dolor y valor caminos
intermedios para transitar por el filo de la incertidumbre.
Esas múltiples caras de la vida y la muerte, narradas aquí por
testigos y protagonistas, articulan tiempos presentes con historias
de más larga data. Forman parte de las pistas para comprender esta
sociedad y de comprendernos como parte de ella hoy y en el futuro
que forjamos desde el ahora.
Flor Edilma Osorio Pérez
TABLA DE CONTENIDO
Puerto Wilches, 45 grados a la sombra del conflicto
CÓMO CONSUMIMOS GUERRA Y DECIDIMOS VOMITARLA
Colombia: más guerra para conseguir la paz
DESDE LA SUCURSAL DEL CIELO
EL PUEBLO MÁS GRANDE DEL MUNDO
NO ME HABÍA DADO CUENTA, LO MUCHO QUE ME HA TOCADO LA VIOLENCIA
DE LA TRANQULIDAD Y LA PAZ A LA SOSOBRA
NOS TOCÓ LA GUERRA: PERO AQUÍ ESTAMOS
MIS PEORES RECUERDOS
LOS ROSTROS DE LA VIOLENCIA
LA GUERRA MUY CERCA A BOGOTÁ
La Frontera
UNA CRÓNICA SOBRE EL ESTIGMA
DE SER LIBERAL
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¿Cómo nos toca la guerra?
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Puerto Wilches, 45 grados a la sombra del conflicto
Temperatura de color rojo. Rojo como la sangre. Rojo como
un atardecer en Puerto Wilches. Rojo como la inmensidad
de su ausencia. Estamos en septiembre de 1.996 y un niño
de seis años atraviesa una capilla atestada de gente en medio de
un silencio solo interrumpido por uno que otro llanto. Tiene la piel
blanca y el cabello negro, un andar templado a pesar de su corta
edad y sobre todo, tiene la adultez que sólo el dolor puede otorgar.
Gracias por escucharme -se aclara la voz y prosigue- gracias
por escucharme, hoy también yo quiero decir unas palabras sobre
mi papá, Alberto Jiménez Rojas. Mi papá era el médico de Puerto
Wilches, también era el director y también era un buen padre. A
pesar de que siempre atendía a sus pacientes, si era de noche o
si era de día, si era domingo o si era lunes, siempre tuvo tiempo
para mí y para mi hermanito. Recuerdo mucho sus juegos, su risa y
que siempre me tomaba del pelo cuando yo me ponía serio. No lo
olvidaré nunca y ustedes tampoco, porque NADIE puede olvidar a
un hombre tan especial, a un amigo, a un hermano, a un hijo, a un
tío, tan, tan, especial. Quiero que lo recordemos con su gran sentido
del humor, con su gran amor por todos y por saber de todo tanto y no
dárselas nunca. Estoy muy orgulloso y lo estaré siempre. Gracias
a todos ustedes por acompañar a mi mamá, a mi hermanito, a mis
abuelitos, tíos y primos en este día, Alberto desde donde esté los
está viendo ahora. Gracias.
¿Cómo nos toca la guerra?
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Se bajó del púlpito de la capilla del Colegio de la Salle, lugar
donde Alberto había estudiado la primaria y la secundaria en los
años setenta en Bucaramanga, Santander, un Departamento con
una historia siempre marcada por la violencia.
Me quedé estupefacta: un niño de seis años nos daba a
todos, familiares y amigos, una enseñanza de sobriedad y dignidad
en medio del dolor. Sus abuelos y su tío Luis lo abrazaron y la
ceremonia de velación prosiguió. Unas doscientas personas y otras
tantas afuera, asistíamos a la despedida de este mundo de uno
de los nuestros. Nuestro por ser familiar, amigo, santandereano,
pero sobre todo por ser un ciudadano de bien, como dice la gente.
Nuestro porque cada uno de nosotros se había apropiado de un
pedacito de su ser, dependiendo del grado de cercanía. Nuestro
porque el médico del pueblo de Puerto Wilches, también había
ejercido la profesión en Bucaramanga, en Girón, en Pie de Cuesta,
en Barranca, en el río, en la montaña, en el campo y en la ciudad.
Nuestro porque era un colombiano más que entraba a engrosar la
larga lista de crímenes perpetrados por los actores en conflicto, y
esto sólo por decir la verdad, por denunciar la corrupción y por curar
sin mirar origen ideológico, partido, frente o pelotón.
Veinticuatro horas antes había recibido una llamada
anunciando que Alberto Jiménez Rojas había sido asesinado. Que
su primo, su amigo, su cómplice, ya no era parte de su ahora porque
unos canallas infames decidieron que debía morir. Morir hace parte
del ciclo natural de nacimiento, desarrollo y muerte de cualquier ser
humano. Morir por la voluntad de terceros, por cálculo de canallas
cuya única misión es eliminar a quien esté en desacuerdo con su
seudopolítica; eso es injusto, eso es absurdo, eso es la realidad de
un país abocado a la sinrazón de unos pocos sobre muchos.
¿Quiénes lo mataron? ¿La guerrilla o los paramilitares? Gritó
casi en un desesperado esfuerzo por comprender lo incomprensible.
Lo mataron los paracos, lo cogieron a mansalva por detrás, fue
hace unas horas, sólo lo supimos hace un rato, pues tardaron en
avisarles a Rosa y Andrés. Ya le dijimos a Alejandro; lo siento, por
favor tranquilícese y véngase que la necesitamos, usted es muy
importante para ellos, para su familia, véngase, ¿puede esta misma
noche viajar?
Rodrigo, su tío y hermano menor de Laura -su madre-, le
dijo de un solo tiro, con su marcado acento santandereano la única
noticia para la cual no estaba preparada, pues después de vivir
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ocho años en Colombia y de estudiar periodismo, las noticias de
la violencia eran asunto diario. Tema de investigación diaria, tema
de confrontación diario, tema de cuestionamiento diario, pues
cómo entender que muchos se enfrenten contra otros porque unos
pocos decidieron que había que matar a todo el que no estuviese
de acuerdo con ellos, con demagógicos argumentos “por el pueblo
y para el pueblo” o con otros no menos mentirosos como “por la
defensa de nuestra tierra y nuestras familias es necesario acabar
con la subversión”.
¿Cuándo voy a
endurecerme? aunque sin perder
la ternura -como decía el Che
Guevara-, ¿qué mierda es esta?,
¿cómo se atrevieron si él no era
una amenaza para ellos?
Se ahogaba en un grito
silencioso, no podía, no quería
creer que la violencia acababa de
entrar por la puerta grande a la
casa de todos ellos, de su familia,
de sus amigos, de todos los que lo queríamos.
Pensaba y recordaba sus interminables debates -durante
años- con Alberto, pues aunque ambos convergían con la ideología
de izquierda, ella pronto entendió en su primera visita al Magdalena
Medio que la ideología iba por un lado y el negocio por el otro. Y
sobre todo, que la impunidad de los atentados de las FARC era
aceptada en igual proporción que la impunidad de los vejámenes
de los genocidios perpetrados por las AUC.
Alberto era su cómplice
desde que ella tenía ocho
años e iba a visitar a su
abuela Marieta, sus tíos
Rodrigo y Efraín, sus tías
abuelas Amanda y Oliva y
la casa de al lado, la de la
familia de Alberto: Rosa,
Andrés y el hermano de su
abuela y padre de Alberto,
Alejandro; Marcela, Vicky,
Patricia y José Miguel…Y
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Manuelito, el hermano menor de su abuelo quien también vivía con
ellos. Sus compañeros de juego eran Alejandro y Marcela. Pero su
primo preferido, el único que sabía hablar francés y que la trataba
como una amiga y no como la prima, era Alberto. Igual, cuando
decidió hacer el año rural de medicina en el Magdalena Medio -en
la jeta del lobo, como decía ella- respetó su decisión.
Edmundo ya no era, ni estaba. No cabía ni siquiera la
esperanza de una herida. Había sido acribillado con AK47, por las
mismas armas que la guerrilla utilizaba, sólo que eran paramilitares
los que habían disparado tres veces por detrás y luego otras tantas
por el frente, en el pecho y luego el tiro de gracia en la frente,
para asegurarse de que estuviese bien muerto. Contaron que los
pobladores se acercaron, pidieron auxilio, llamaron a Rocío, la joven
que en esos días de soledad absoluta -pues se había separado
de su esposa- era su compañera. Rocío acudió en minutos, pues
Puerto Wilches era un municipio que en aquel entonces se recorría
a pie en máximo una hora, y eso porque los vecinos saludaban,
pedían noticias, hacían visita y de paso se tomaba uno un juguito.
Puerto Wilches, 25 de septiembre de 1.995, 10 horas, 15: una vida
es reemplazada por sangre, vacio y llanto. Unos meses antes Alberto
había denunciado ante la inspección municipal que el Alcalde, el
Tesorero y el Juez del pueblo habían tratado de sobornarlo para
que el dinero que había sido destinado a la nueva sala de cirugía del
Hospital San José, fuese a parar en un clásico “serruchazo” como
se llama la usual práctica de sacar provecho de dineros públicos.
Ante su negativa y la amenaza latente que comenzó a pesar sobre
su cabeza fue a la inspección departamental, con igual suerte pues
este funcionario también estaba untado. También había sido concejal
y durante el ejercicio de su gestión había denunciado la corrupción
y malos manejos del presupuesto así como de las transferencias
nacionales e incluso había indagado en las ganancias por regalías
por el petróleo. También había alertado a las autoridades sobre los
desplazamientos forzosos, las desapariciones y los atropellos a
los que estaban siendo sometidos los campesinos labradores de
palma de aceite, que reemplazó por completo los diversos cultivos
aledaños a Puerto Wilches. Pero lo peor y lo que no le perdonaron
las AUC fue que siendo médico cirujano nunca renunció a atender a
cuanto paciente llegara y a la hora que fuese y siendo de la facción
que fuese. No importaba si era guerrillero, paramilitar, militar,
policía, campesino, hombre, mujer, niño, anciano, loco o cuerdo.
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Y esta fue la razón por la que años después de llegar a Puerto
Wilches, Alberto Jiménez Rojas fue asesinado. En sus agendas
escribía en código y en francés para que si eran descubiertas sus
indagaciones, sólo las entendieran Laura -mi madre- y yo, pues
sólo nosotras entendíamos en la familia esta lengua.
En abril, en mayo, en junio escribió frases de El Principito haciendo
alusión a la frase del zorro sobre domesticación de la amistad y
otras tantas sobre la Rosa que le pedía que no se fuera del planeta
y que además de cuidar los volcanes no se olvidase de ella. Por
Laura sabía que yo había aprendido a los tres años a leer en francés
y que este libro insigne era el primero que había leído. También que
al aprender el español había leído su traducción al español. Uno
de nuestros primeros intercambios siendo yo niña y él adolescente
había sido en francés y con la obra de Saint Exupéry, él había
decidido aprender francés pues admiraba profundamente a Laura y
su avidez de conocimiento y sobre todo su profunda admiración a
la nación que había promulgado los Derechos Humanos.
En agosto fue a Bogotá para uno de sus congresos de cirugía
anuales, los cuales nos daban también el pretexto de vernos,
conversar y compartir unos momentos de sosiego en vidas tan
dispares. Alberto en plena zona roja y yo, en la capital donde el
conflicto solo se sentía en la periferia y eso, pues la esquizofrenia
del país -en esos años y aún en estos- impedía a la gente del común
darse cuenta de que la guerra estaba todos los días a apenas dos
horas del centro. Nombres como Sumapaz, Guataquí, Topaipí,
Fundación, Miraflores, Florida, Puerto Nariño, Quibdó, Aguachica,
Tierralta, Puerto López, Bello, Trujillo, Marquetalia, hacían parte de
la cartografía roja, así como tantos otros acribillados por el diario
acontecer de un conflicto viejo, de más de sesenta años -según los
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violentólogos-, que se remonta a mucho antes del nacimiento de las guerrillas y paramilitares, a los años
cincuenta cuando liberales y conservadores por trapos azules unos y rojos otros se mataban y mandaban
a matar en las ciudades, municipios y veredas del país de las esmeraldas, del buen café y de Macondo .
Único consuelo: minutos después de perder Alberto el último aliento de vida, Rocío, joven estudiante de
enfermería y aprendiz de flauta, interpretó toda la noche y hasta que llegó el helicóptero por el cadáver,
sonatas, adagios, minuettos e innuendos para Alberto.
Muchos meses después y después de cambiar varias veces de fiscal, la justicia colombiana, de manera
muy excepcional no dejó impune este crimen, el cual es uno de los raros casos donde la familia, su esposa
Clara, sus hijos Rafael y Ángel Andrés obtuvieron reparación, es decir manutención hasta los 18 años y
para Clara, pensión de por vida. Hoy 11 de agosto de 2.011, su hijo Rafael - quien pronunciara las palabras
con las que inicié este relato- tiene 21 años. Yo tengo 43 años y ni un solo día de mi vida desde el 26 de
septiembre de 1.996 dejo de vivir en carne propia la sinrazón de este país que quiero y odio al mismo
tiempo, pues se siguen cometiendo crímenes de lesa humanidad, violaciones a los derechos humanos,
genocidios, desplazamiento forzado, desapariciones, falsos positivos y asesinatos a personas del común
que como usted –lector- decimos lo que pensamos y creemos que es posible un mundo mejor. Que con
nuestra cotidiana perseverancia y consecuencia ejercemos la solidaridad, fraternidad y respeto del Otro,
quien quiera que sea y cuales quieran sean sus creencias, origen, etnia, ideología y opción de vida. Este
país hermoso, apasionante, contradictorio, violento es a partir de la muerte de Alberto, “Absurdistán”.
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La guerra la consumió –literalmente- mi mamá, cuando a su casa llegó un queso envenenado cuyo objetivo era matar a toda la
familia Montoya Medina, todo porque mi abuelo pertenecía al partido liberal y era un hombre sin miedo a denunciar cualquier
injusticia que estuviera en contra de sus principios.
Todos comieron del queso y mi mamá mucho más porque era la
niña menor, una pequeña de dos años a la cual todos querían darle un
“pedacito”. “Hay que ponerlos a vomitar a todos” -decía el médico-. “Eso
fueron esos godos hijueputas” -decía mi abuelo-.
Nadie de la familia murió en ese momento.
Mi mamá murió hace tres años de un cáncer en su hígado ¿Sería el
queso, que después de 53 años, recobró su veneno?
Cada uno enfrenta sus propias guerras, sus tristezas. Cada quien
elige cómo sobreponerse al dolor. Yo, decidí un día hacer una campaña
para recoger tapas plásticas y colaborarle a una fundación que ayuda a
niños y jóvenes con cáncer.
Este fin de semana llegó a mi casa no un queso envenenado, sino
16.000 tapas para llevarlas a la fundación, provenían de niños de diferentes municipios que hoy me ayudan con la causa.
Yo continúo en campaña: Es mi manera de vomitar esta guerra de la ausencia.
CÓMO CONSUMIMOS GUERRA Y DECIDIMOS VOMITARLA
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Yo debía tener catorce o quince años cuando por primera
vez les pregunté a mis padres por qué hablaban de guerra y
de violencia a propósito de Colombia. Yo los oía comentar
sucesos ocurridos en el país, noticias sobre muertos, asesinatos,
bombas y drogas. Pero no lograba asociar esas palabras con las
vacaciones que pasábamos una vez al año en Bogotá. Me parecía
que se trataba de hechos ajenos a esa realidad, hechos que debían
suceder en otro lugar, en otro país, con otras personas. Eso no era
lo que yo veía cada vez que veníamos a Colombia, para mí las
vacaciones en Colombia eran un viaje esperado, anhelado, más
que todo porque mi hermana vivía en Bogotá y esos momentos que
pasábamos juntas una vez al año, eran para mí de total felicidad.
No podía entender lo que me contestaron ese día en que
pregunté por qué en Colombia había guerra, o qué era lo que pasaba
allí; no recuerdo con exactitud lo que me dijeron, pero sí recuerdo
que me hablaron de un Estado que intentaba negociar la paz con
las guerrillas (previa explicación de lo que era una guerrilla, con la
Colombia: más guerra para conseguir la paz
aclaración de que en Colombia la ideología le había cedido el lugar
al narcotráfico y a la crueldad más absoluta). Un Estado que también
hacía parte de conflicto, porque permitía - y a veces promovía- la
existencia de grupos armados para luchar no solamente contra las
guerrillas sino también y sobre todo contra grupos y personas que
se oponían al poder, estudiantes, profesores, líderes.
Finalmente me explicaron que una de las razones por las
cuales no se lograba la paz era que la guerra se había vuelto
un negocio donde todos ganaban, los vendedores de armas, los
comerciantes, los intermediarios. Pero me llamó mucho la atención
algo que me dijeron, que no entendí del todo en ese momento, pero
que hoy tristemente cobra sentido al mirar lo que sigue ocurriendo
en el país. Me dijeron que el menos interesado en que el conflicto
terminara era el propio Estado, porque la presencia de la guerra
le permitía posponer la guerra contra la pobreza y la desigualdad,
le permitía justificar la poca inversión en lo social, en la ciencia
y tecnología, en la salud, en la educación, porque gran parte del
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presupuesto se invertía en gasto militar para garantizar la
seguridad de los ciudadanos luchando contra el terrorismo.
Un gasto militar que sin embargo no permitía acabar con
la violencia, ni lograba proteger a los ciudadanos. Hoy me
doy cuenta que además de todo esto, el Estado ha ido
convenciendo poco a poco a la sociedad colombiana de
que la guerra es necesaria, una guerra permanente contra
el mal, contra el enemigo, un enemigo común. Y gran parte
de la sociedad del país se siente en una cruzada contra
el mal, en la cual debe aliarse con el poder para luchar
contra ese enemigo, a toda cuesta, cualquiera que sea el
precio que se deba pagar, incluyendo acabar con muchas
vidas inocentes, como un mal necesario para acabar con el
enemigo. En lugar de tener una sociedad que busca la paz,
tenemos una sociedad que ve en la guerra y en la “mano
fuerte” la única manera de acabar con la guerra.
Varios años después, estudiando sociología en París, empecé a enterarme mucho más de lo que estaba pasando en Colombia.
Gracias a internet, tuve la posibilidad de leer muchos documentos: informes sobre la situación de los derechos humanos en el país de
varias organizaciones nacionales e internacionales, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, informes del Colectivo José Alvear
Restrepo, reportes de Noche y Niebla del CINEP, entre otros.
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Con toda esta información, yo ya no sentía el conflicto como algo
lejano y ajeno; lo que leía relataba acontecimientos escabrosos que
ocurrían a personas de carne y hueso, en algunos casos a escasos
kilómetros de las calles donde cada año yo había deambulado sin
sospechar la tragedia que otros vivían, a unas horas de allí. Pero
lo que me parecía más escabroso era que esas cosas siguieran
ocurriendo sin que pasara nada, sin que se hiciera justicia, sin que
se condenara a los culpables. Y todo eso estaba ocurriendo en un
país que se decía democrático, con un Estado Social de Derecho,
que tenía desde 1.991 una Constitución que proclamaba que el
Estado era el garante de los derechos de todos los ciudadanos
colombianos. Qué pasaba entonces con los cientos de víctimas
que morían o desaparecían? Con los campesinos despojados de
sus tierras? Con todos aquellos ciudadanos que morían en silencio
sin que la sociedad reaccionara, saliera a las calles a reclamar la
verdad y a protestar en contra de la impunidad? Si no pasaba nada,
no sería porque para el estado y para la sociedad había ciudadanos
de segunda categoría, que no importaban, cuya muerte no era un
escándalo inadmisible sino un número más en una base de datos?
Fuera de mis padres, y de un par de amigos, no tenía con quien
compartir estas preocupaciones, pues los pocos colombianos que
conocía en París hacían parte de aquellas personas que piensan
que el único riesgo que se corre en Colombia es el de enamorarse
del país, según la expresión del mismo embajador de Colombia en
Francia en ese entonces. Estas personas decían que en Colombia
ciertamente hay cosas malas, hay muertos, desapariciones,
despojos, etc. pero que eso no es lo único que hay en el país,
que también hay cosas maravillosas y bellas. Argumentaban estar
“cansados” de que en el extranjero solo se viera el “lado malo”
de Colombia, mientras que el país tiene tantas cosas bellas por
mostrar y ofrecer.
Este discurso (que de hecho muchos comparten también
dentro del país) quiere ciertamente mostrar que en Colombia no
solo hay narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros. Que también
hay gente “normal”, honesta y trabajadora, alegre y jovial, paisajes
extraordinarios, una fauna y flora sin igual, una gran diversidad cultural
y étnica, unas riquezas que hacen que este país tenga muchas
cosas hermosas que no solo enamoran sino que son un potencial
para el desarrollo y el bienestar de la población. Pero esta realidad
no se puede mirar dejando a un lado los sucesos de la guerra que
¿Cómo nos toca la guerra?
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justamente la agreden y la violentan. Y no sólo se trata de la violencia
generada por el conflicto, se trata también de la agresión a la gente
y al ambiente provocada por los megaproyectos destructores, por
la ausencia de un Estado que garantice condiciones de vida digna
para la mayoría de los colombianos. Claro que hay que rescatar
las cosas hermosas del país, pero esto no se logra ignorando y
obviando una realidad cruel y haciendo una defensa romántica
con aires de amor a la patria, sino mostrando las contradicciones
que existen en el país y mirando cómo se puede lograr proteger
y mejorar las condiciones de vida de las poblaciones de ese país
maravilloso que justamente están sufriendo las consecuencias de
la violencia.
Unos años después, tuve la oportunidad de trabajar un
tiempo en el Programa Desarrollo y Paz del Magdalena
Medio, un programa que apoya iniciativas sociales y
comunitarias que promueven, en medio del conflicto
armado, espacios de convivencia y paz, y el desarrollo
sostenible.
El Magdalena Medio es un territorio situado en el
Nororiente de Colombia, y atravesado de sur a norte
por el río Magdalena. Lo conforman territorios de los
departamentos de Santander, Bolívar, Cesar y Antioquia.
Por su localización privilegiada, el Magdalena Medio
es una zona de importancia geoestratégica nacional.
Es un territorio rico en recursos naturales y humanos.
Esta región es un territorio de colonización interna,
¿Cómo nos toca la guerra?
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donde la ocupación poblacional y las diferentes dinámicas sociales
generadas por estos procesos, no han sido acompañadas de
una sólida presencia estatal que cumpla funciones de equilibrio
territorial, de cohesión social y de regulación. Así mismo, a lo largo
de la historia, en la región se han asentado y fortalecidos grupos
armados ilegales, que han intentado sucesivamente reemplazar al
Estado, generando diferentes formas de violencia contra la población
y desarticulando las sociedades campesinas. En los últimos años,
los cultivos de coca se han convertido en otro factor de violencia,
por ser una fuente de ingresos para el campesino pobre y un medio
de financiación de la guerra.
La consecuencia es una agravación de la crisis humanitaria
en la región. La guerra ha dejado un gran número de personas
ejecutadas extrajudicialmente, desaparecidas, torturadas,
amenazadas y desplazadas forzosamente, entre otras violaciones
a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario.
Durante el tiempo que estuve en el Programa, tuve la oportunidad
de conocer organizaciones sociales, organizaciones juveniles, de
mujeres, de campesinos, y también actores institucionales, que
se movilizaban para defender los derechos humanos: el derecho
de permanecer en el territorio, de no colaborar con ningún grupo
armado; actores que protegían su vida frente al desplazamiento y al
despojo de las tierras por los actores armados o los megaproyectos;
que buscaban oportunidades de empleo y de ingresos para los
jóvenes; en resumen, que propendían por la paz y por un desarrollo
que no excluyera a las comunidades. El compromiso y el valor de
todos ellos me causaron y me causan aún gran respeto y admiración.
A pesar de las dificultades propias del contexto, de las amenazas,
de los asesinatos, estos grupos seguían con su labor, logrando
resultados significativos para las comunidades de la región.
El haber estado en el Programa Desarrollo y Paz, y el haber
conocido de cerca la situación de una región marcada no solamente
por la violencia sino por la pobreza y la exclusión confirmaron el
proyecto que tenía de regresar a Colombia para poder contribuir de
alguna manera al esfuerzo de muchos actores del país que trabajan
por el mejoramiento de la calidad de vida de las poblaciones
marginadas.
Desde hace varios años vivo en Bogotá, trabajando en
varias iniciativas y proyectos de promoción del desarrollo local. Aún
si por momentos siento mucha impotencia frente a la situación del
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país que empeora día tras día, es esperanzador constatar que mediante el fortalecimiento de las
capacidades de actores institucionales y de las comunidades, se logran resultados en términos de
mejoramiento de la calidad de vida de las poblaciones pobres. Y siento que el hecho de participar en
acciones de promoción del desarrollo es una forma indirecta de trabajar por la paz en el país. Confieso
que por momentos siento la necesidad de hacer algo más en el sentido de un mayor compromiso con
las comunidades afectadas por la violencia, pero sé que un compromiso mayor y explícito frente a la
denuncia de la situación de derechos humanos o a la defensa de los mismos comporta riesgos, pues
en este país defender la vida puede costar hasta la muerte.
Tengo tendencia a pensar que el final del conflicto no se dará en un futuro cercano. La evaluación
de la dinámica de la violencia muestra que los actores armados, vinculados a los dineros del narcotráfico
y la mafia, lejos de buscar una negociación y una desmovilización, siguen delinquiendo y cometiendo
crímenes en un marco de absoluta impunidad, en un país donde el Estado no ha hecho una apuesta
real y comprometida con la búsqueda de la paz y el bienestar de la población.
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En el año 2.003 mis días pasaban recorriendo cada uno de
los rincones de la comuna uno -Sector de Ladera- de la
ciudad de Cali. Participaba en un proceso que tenía como
propósito principal trabajar en la inclusión de la población pobre
y vulnerable al sistema financiero legal y alejarlos del sistema de
financiación de la usura y del “gota a gota”. Desde mi rol, apoyaba a
la comunidad a formular planes de negocio, gestionarles un crédito
y apoyarlos con capacitación y asesoría empresarial. En uno de
esos días, me encontraba en la tienda de Don Saulo, un paisa que
durante diez años había levantado su negocio con mucho esfuerzo.
Ese día él me estaba presentando a Don Rodrigo, un vecino y amigo
que se dedicaba a la venta de arepas de chócolo en las calles del
barrio Terrón Colorado de Cali. En su rostro se veía el desgaste
al que día a día tenía que someterse para vender la producción
de arepas y en su piel estaba la marca del inclemente sol de la
sucursal del cielo.
El trabajo de reconocimiento del negocio lo inicié con la
pregunta, ¿cómo inició su negocio de venta de arepas de chócolo?
La verdad su respuesta me sorprendió y me conmovió totalmente:
Mire Doctor, yo soy desplazado por la violencia y vengo de Necoclí,
Antioquia, allá yo tenía mi tienda, así como la que usted ve que tiene
hoy Don Saulo, y con ella yo podía darle de comer a mi esposa y
a mis cinco hijos; pero todo se puso muy difícil porque uno de los
grupos alzados en armas comenzó a buscarme como proveedor de
víveres y cómo iba a negarme si lo primero que dijeron fue que si no
lo hacia mi familia corría peligro, que pensara en mis hijas que ya
estaban jóvenes y en mis dos hijos mayores, que ellos eran los que
iban a llevar del bulto. Y pues cada ocho días me tocaba llevarles
víveres hasta el camino que se pierde entre el monte, y pues para
mí no era pérdida porque me pagaban todo lo que les llevaba y a
veces me daban más del costo real de la mercancía.
DESDE LA SUCURSAL DEL CIELO
¿Cómo nos toca la guerra?
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Yo me acostumbré a eso, sin medir
consecuencia, porque lo vi como algo de
comercio, y estaba ganando con eso. Mi
negocio lo veía surtido y había bastante trabajo
por esos días; hasta que llegaron los del otro
bando y comenzaron a pedirme plata y plata y
cada vez más plata, hasta que comenzaron las
amenazas para que saliera del pueblo, hasta
que nos sacaron corriendo a toda la familia,
ese día salimos y dejamos todo allá y con sólo
unos cuantos pesos en el bolsillo. En el camino
solo pensé en Cali como lugar de destino final.
Después de varios días de viaje, de pasar
de un bus a otro, llegamos a Cali en buscar
unos parientes que estaban por acá, recuerdo
que sólo me quedaban $10.000 pesos en el
bolsillo cuando llegamos al terminal, donde
tomamos una buseta que nos trajo a este barrio, donde nos encontramos con un pariente; le contamos lo que nos pasó y nos ayudó a
buscar una pieza entre los vecinos del sector; él nos ayudó a pagar los $50.000 del primer mes de arriendo y nos prestó unas colchonetas
para poder acomodarnos con los hijos. Ese mismo día con mi esposa decidimos que teníamos que hacer algo rápido para darle de comer
Pedro Ruíz. Vendedores Ambulantes. http://oronatural.wordpress.com
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a los muchachos, y que no podíamos vivir de la caridad de nadie.
Enseguida nos fuimos para la tienda más cercana, aquí donde
estamos sentados doctor, y con la poca plata que nos quedaba
compramos un maíz, aceite y otras cositas. Nos fuimos para la casa
donde estábamos y le pedimos permiso al dueño para hacer unas
masitas de chócolo y salir a venderlas; en menos de una hora
mi hija de 17 años, mi hijo de 15 y yo estábamos recorriendo y
vendiendo nuestro producto por las calles del barrio. Así pasaron
muchos días mientras la gente en el sector nos conocía y conocía
nuestro producto; los niños comenzaron nuevamente a estudiar
y en su tiempo libre nos ayudaban con el negocio, ellos sabían
que de esa forma es que nos ganábamos la papa todos los días,
y que no se podía bajar los brazos. Poco a poco, y en una casa
alquilada, con nuestros ahorros nos hicimos a una parrilla para
asar arepas de chócolo, con lo que ya teníamos dos productos que
comercializábamos puerta a puerta por todo el barrio en las horas
de la tarde.
Ahora hemos abierto mercado entre los restaurantes que
quedan en la salida de la vía al mar, hace poco yo mismo llevé
unas muestras a cada uno de los restaurantes y dejé un papel con
mi nombre y con mi teléfono para cualquier pedido, y al parecer
las muestras gustaron porque me han estado llamando y me han
hecho pedidos al por mayor, especialmente los fines de semana;
imagínese doctor son como seis restaurantes que me hacen pedidos
de cien arepas cada uno. Eso me ha ayudado mucho, pero me ha
costado mucho esfuerzo atenderlos. Mire que como quedan en la
vía, me toca pagar mil pesos de transporte para ir de un restaurante
a otro y a veces me toca caminar de uno a otro porque la buseta
no pasa o se demora en pasar, y mire como tengo de hinchadas
las piernas, y eso sin contarle que para cumplir con esos pedidos
me toca madrugar para tener la producción lista. Es por eso que
yo lo estoy buscando a usted para que me ayude con una plática
para hacerme a un medio de transporte, una moto que me facilite el
trabajo y la entrega de los pedidos. Dígame doctor, ¿es posible esa
solicitud que le estoy haciendo?
Después de revisar los números actuales y esperados a
partir de la posible inversión, de analizar una y otra vez el caso, de
conversarlo con mis amigos, y hasta con Don Saulo, lo presenté a
un comité de crédito y logré su aprobación con la condición de que
¿Cómo nos toca la guerra?
20
yo mismo tenía que acompañar el proceso de compra de la moto y dejar los papeles a nombre de la
institución que hacia el crédito.
Después de entregar la moto, pasaron 15 días y Don Rodrigo llegó a pagar la primera cuota de
su crédito, me llamó la atención su responsabilidad, y le pregunté cómo le había ido y me respondió
diciendo:
Mejor no me ha podido ir, mis ventas se han multiplicado, ahora estoy atendiendo más rápido a
mis clientes y les llevo un producto más fresco, y he llevado muestras a más restaurantes del sector y
les ha gustado el producto.
Don Rodrigo con su moto pudo desarrollar a gran escala las habilidades de negociante que
algún día lo caracterizaron en las tierras del Urabá antioqueño. En menos de seis meses se estaba
vendiendo diez veces más de lo que se vendía aquel día en que lo conocí y a medida que pasaba el
tiempo logró convertir su negocito en una empresa que distribuye arepas de chócolo a un gran número
de restaurantes de diferente nivel en la ciudad de Cali. Su facturación por ventas no tiene muchos ceros
a la derecha, tiene a toda su familia empleada en la fábrica y genera más de seis empleos formales a
personas de la comunidad. Todo gracias a su perseverancia, su esfuerzo, su constancia. Para finalizar
se me queda una frase suya:
Mire doctor a mi me desplazaron de mi tierra, me quitaron mis cositas, y para recuperarme
nunca tuve que ir pedir ayuda a la UAO.
¿Cómo nos toca la guerra?
21
Sí, en este hermoso país a veces uno se pregunta, cómo
hay gente a la que aún no la ha tocado, si ha estado en
todas partes.
Para el año 1.999, me encontraba prestando mis servicios
profesionales en un rinconcito al Occidente del departamento de
Antioquia, un pequeño municipio, localizado al final de una vía
terminal, al cual sólo ingresaba un bus a eso de las 9 p.m. y volvía
a salir a las 5 a.m. El casco urbano no poseía más de cuatro calles,
entre ellas un muy larga que llamaban Cola de Gurre. El pueblito
tenía la forma de una parrilla para calentar arepas y esa cola se
asemejaba al mango o cogedera. Cuando llegué allí, de inmediato
se me hizo saber la continua presencia de los actores armados.
Se contaban las famosas historias, de por aquí entraron, por allí
salieron, se llevaron a doña fulana, a don fulano, en fin, “lo normal”.
Sin embargo, dejó de empezar a ser normal cuando un compañero
de trabajo me contó que había el rumor de que a los funcionarios
públicos nos iban dizque a pedir plata, que a él le habían tocado la
puerta tarde en la noche pero que él no había salido. Desde ese
momento podría decir que empezó mi zozobra. Fueron muchas las
noches en que no pegaba los ojos esperando a que llegaran por
mí; empecé a dormir en sudadera y con las botas plásticas listas
por si alguna cosa. Ya conocía la historia de una Señora que se
llevaron y que la veían pasar presa de la guerrilla con los pies en
carne viva. La sacaron de la casa en chanclas.
Así pasé más de seis meses hasta que empecé a compartir
un apartamento con otra compañera. Lamentablemente la dicha
duró muy poco, ella se fue, pero la verdad ya no pensaba tanto en
el asunto. Ya vivía, según yo, en un sitio mucho más seguro.
Fui cogiendo tanta confianza que ya ni prestaba atención cuando
quien me apoyaba como secretaria me contaba de las “visitas” que
llegaban. Por cierto, eran muy organizados y cada ocho o quince
día máximo llegaba un grupo diferente, hoy la guerrilla, luego
pasaban los paras y cuando no estaban ellos de pronto se asomaba
el ejército. Todo esto a “espaldas de la policía” que permanecía
EL PUEBLO MÁS GRANDE DEL MUNDO
¿Cómo nos toca la guerra?
22
cumpliendo con su deber en el comando. En fin como ya lo había
mencionado, era tanta la confianza que partí en una comisión hacia
un corregimiento llamado Oro Bajo, a unas trece horas del casco
urbano en bestia.
Salí con tres compañeros y el profesor, tan sólo con la ilusión
de brindarle algún apoyo a aquella comunidad, que en el transcurso
del recorrido me contaron lo que había padecido y que además
pude imaginar con sólo ver los calvarios en el camino. Sin embargo,
el plato fuerte fue al llegar a la escuela de aquel sitio a orillas del río
Cauca. Después de terminar la reunión con la comunidad, al calor
de unas cuantas velas, de haber escuchado su sentir e intercambiar
ideas y propuestas de cómo poder proveer un poco de pan coger,
ya que sólo vivían de la pesca artesanal y el barequeo. No puedo
dejar de contar la desolación que sentí cuando como intrusa me
entré a algunos ranchos y encontré en las ollas, ciruelas cocinadas
para que los niños comieran al regresar de la escuela mientras sus
madres regresaban del río y aquí pude ver lo que faltaba, solo había
un hombre y el profesor, el resto de la población eran mujeres y
niños, debido a que los paramilitares a la cabeza de su comandante
(un muchacho muy joven al que llamaban Piscino) había llegado
una noche y había masacrado a todos los hombres. El que quedó
vivo fue porque fingió estar muerto, también murió una señora con
su hijo de cinco años que huyó al río para salvarse y se ahogó.
Antes de seguir quiero contar que a este comandante le
había salvado la vida el cacique de esta comunidad (una pequeña
comunidad de ancestros indígenas, que le entregaban el oro a su
jefe, su médico, su líder, su todo y el venía al pueblo a vender el
oro y a mercar para todos), un día llegó hasta allí ese joven muy
¿Cómo nos toca la guerra?
23
mal herido y el cacique lo salvó, en ese entonces era guerrillero.
Por qué la guerrilla había matado a su padre. Después de sentirse
abandonado por ellos, ingresó a los paramilitares y volvió para
vengarse, dizque porque allá auxiliaban a la guerrilla.
Pasó mucho tiempo y yo me preguntaba permanentemente
qué clase de persona era ese hombre y me generaba más angustia
al oírle decir a las muchachitas del pueblo que era muy hermoso “que
parecía un niño Jesús”, aún no puedo concebir dicha comparación.
Bueno, un día cualquiera llegó un enviado de este personaje con el
mensaje de el comandante mandaba a solicitar la moto (medio de
transporte de la Secretaría de Agricultura y Medio Ambiente), dizque
para una vueltecita. No puedo decir que no me dio miedo responder
pero fui muy clara “bien pueda y dígale, que si la necesita yo sé que
él se la lleva, pero que sepa que no vuelvo a salir al campo, donde
los campesinos me necesitan, yo no me voy a hacer matar de los
otros dizque por colaborarle a él, qué el verá”, gracias a Dios nunca
volvieron ni por la moto ni con razón alguna.
Allí se respiraba una tensa calma. De todas maneras,
cuando salía a visitar las veredas sabía que me estaban vigilando,
pero como teníamos Comando de la Policía, uno dice aquí está
la “autoridad”. Desafortunadamente, para principios del año 2.000,
se llevaron a los agentes de algunos municipios entre ellos éste
que ahora si quedaba en el abandono total. Como consecuencia
de la partida de los agentes del orden, ya las “visitas” eran más
frecuentes, entraban unos apenas salían los otros. De otro lado
se le dio rienda suelta al uso del machete, cada ocho días la fiesta
terminaba roja en el hospital, a la gente parecía que no le daba
miedo, cartas iban y venían pidiendo la policía, pero nunca paso
nada; es decir, no regresaron.
Una noche, por los alrededores del mes de Junio, estaba
en la oficina trabajando en unos proyectos en compañía de mi
secretaría, una niña oriunda de allí, cuando de pronto empezaron a
sonar las cortinas metálicas de los contados negocios de la plaza.
Nos pareció extraño y ella se asomó, de pronto entró en la oficina
y dijo: “Doctora, no es por asustarla pero es mejor que apague el
computador y nos vamos, el pueblo está lleno de guerrilla”. Como
un resorte obedecí la orden y salí, ella me dijo: “camine tranquila,
no mire para los lados, están en todas las esquinas, en todas las
aceras”. Confieso que ese día yo juraba que estaba en el pueblo
más grande del mundo, pues nada que veía la calle en que yo vivía,
¿Cómo nos toca la guerra?
24
caminaba y nada que llegaba, y no eran más de tres cuadras. Sólo
le dije: “quédese y me acompaña, tengo mucho miedo”. La pobre
respondió: “no puedo, tengo que buscar a mi hermano”. Él se había
ido con la guerrilla primero y luego con los paracos. De allí también
se salió y se fue para la policía. Un hermano que era agente le
ayudó, pero como se voló un dedo de un tiro, lo devolvieron para la
casa; hasta que un día la guerrilla lo encontró y lo mató.
Recuerdo que yo crucé la puerta y le puse todas las aldabas.
Subí volada y me encerré en la habitación; quietecita, sentada en
la cama. Cuando de pronto se empezaron a escuchar los balazos,
uno tras otro y yo a rezar, era lo único que podía hacer; ni siquiera
pensar en llamar a mi madre por que la mataba del susto. Llamé a
la secretaria y le dije que tenía mucho miedo y ella me dijo: “métase
debajo de la cama y quédese quietecita y esperemos a ver qué pasa,
ya mi hermano está aquí encerrado, rece mucho y que la virgen la
acompañe”. Eso hice unas dos horas, hasta que el cansancio me
venció y me acosté. No volví a escuchar más balazos; el último lo
sentí en la puerta de la casa donde vivía.
Cuando amaneció lo primero que hice fue llamar a la
secretaria para preguntarle qué hacer, ella me dijo: “bajemos a
la oficina, mataron a la mona” (una comerciante cuyo almacén
quedaba en toda la esquina donde yo vivía, ese fue el tiro que oí
en la puerta). Lo pensé y finalmente decidí ir a la oficina, le pedí el
favor a la secretaria que me recogiera y nos bajamos juntas. Cuando
llegamos a la Alcaldía, me encontré con que la única persona con
algún “rango” importante dentro de la Administración que estaba
presente en el pueblo era yo. No estaba ni el Alcalde, ni el Secretario
Baldomero Lillo. Sub Terra y Sub Sole.
¿Cómo nos toca la guerra?
25
de Gobierno, ni el Personero, ni otro secretario de despacho, nadie,
sólo el Inspector y yo.
Recuerdo que a ese pobre le tocaron los levantamientos, a
los cuales obviamente me invitó. Invitación que de ninguna manera
acepté. Sí, la guerrilla entró por Cola de Gurre; allí mataron a
dos hermanos, dejando dos viudas, una madre y un reguero de
huérfanos- eran como nueve-, desocuparon todas las tiendas y
graneros, la única farmacia del pueblo, subieron y mataron a la
mona y se llevaron secuestrado a un niño de once años, hijo de
una de las poquitas familias acomodadas del pueblo.
Ante este panorama, se me ocurrió llamar a la Red de
Solidaridad. Por fortuna logré comunicarme, pues en esa época
no había celular. Tenía dos compañeros de la universidad que
amablemente me orientaron en qué hacer. Con el dolor del alma,
mandé a buscar a las viudas para que me llevaran las cédulas de
los difuntos, de ellas, de la suegra, registros de los muchachitos y
cuanto papel se ocurriera para poderlos reportar ante la red, esto
debía ser lo más rápido posible, pues por indicación vía telefónica
del Alcalde, yo debía ir hasta el siguiente pueblo vecino en la
camioneta de la Alcaldía para entregarle el cadáver de la “mona” a
su hijo, ya que él no debía ir por allá. Yo me seguía para Medellín
y tenía que llevar los papeles. Ese mismo día al final de la tarde
los entregué. Como también había dado aviso en la Cruz Roja
Internacional me dijeron que fuera por unos mercados para los
familiares de los dos muchachos difuntos. Así fue. Me dieron 63
raciones. Se me arruga el corazón al recordar lo que sentí al ver a
las viudas, la madre y lo huérfanos debajo de unos plásticos a la
entrada del pueblo esperando la ayuda. No puedo describirlo y no
eran mis parientes. Qué sentirían ellos al ver como los asesinaron
en frente suyo. Cuando regresó el Alcalde, ya se buscó la forma de
ayudarles con un arrendamiento y alimento.
Posterior a este episodio era normal que entraran y salieran.
La verdad yo sentía pánico. Un día viajé a Medellín y tuve la mala
suerte de que pararon el bus y nos retuvieron más de una hora,
mientras decidían a quienes se llevaban o si no se llevaban a nadie.
En fin, hoy todavía pienso si tal vez era sólo una trama para producir
terror. Pero en ese momento yo sentía que sudaba a chorros, para
mí era real. Por fin llegué a Medellín y tomé la decisión de renunciar.
Sentía que no soportaba más el miedo.
¿Cómo nos toca la guerra?
26
A la fecha no he regresado. Hace por ahí un año me contactó quien fuera mi secretaria y me
contó algunos avances y progresos de su pueblo, ya llegan dos buses al día. Pero lo que ella realmente
quería que yo supiera era que después de casi diez años, por fin les había llegado el auxilio del Estado
que yo les había tramitado a las viudas. No sabía expresar mis sentimientos, uno se podría alegrar de
la labor cumplida, pero me pudo más el pesar por que eso no debió suceder.
Gracias a esta situación, abandoné mi empleo y estuve desempleada por un buen tiempo.
Gracias a este escrito hoy puedo decir, la guerra no sólo me dejó sin empleo sino que me hizo ver
el mundo muy diferente y enamorarme cada vez más de mi profesión e impulsó en mí el deseo,
que gracias a Dios hasta hoy ha persistido, el de ayudar a la población rural, siento que tengo ese
compromiso desde donde esté. Yo tuve la opción de renunciar, una gran mayoría de ellos nunca ha
tenido opción ni de pensar en cómo les toca la guerra ya que viven permanentemente en ella.
¿Cómo nos toca la guerra?
27
Colombia es mi país y lo quiero mucho, así como a mi
Departamento, el Caquetá, que tiene paisajes, recursos
naturales y gente maravillosa. Sin embargo, desde que
recuerdo, ha sufrido una violencia y un conflicto interno que afecta
a toda su población.
Vengo de una familia de tradición campesina, criado entre la
finca y el pueblo, mi padre fue víctima de una amputación de una
pierna a causa de un tiro de fusil por parte de un militar en estado
de embriaguez, por lo tanto mi padre nunca pudo correr ni jugar
fútbol con nosotros ya que esto sucedió cuando yo tenía 3 años de
edad. Esto sucedió en el Municipio de La Montañita (Caquetá) en
Diciembre de 1.979. Siempre fue, es y será por varios años una
zona de orden público delicado donde siempre el campesino está
en medio de los grupos armados (legales e ilegales).
He vivido muchas situaciones peligrosas, de abusos, de
humillaciones y de incapacidad, para este documento me voy a
enfocar en algunas y relacionaré las otras.
NO ME HABÍA DADO CUENTA, LO MUCHO QUE ME HA TOCADO LA VIOLENCIA
Estaba en Florencia cuando se presentó la toma de la Guerrilla,
estuve presente en tomas guerrilleras de El Paujil y de Valparaíso
en el Caquetá.
En tres oportunidades he sido extorsionado por la Guerrilla
y obligadamente he tenido que pagar vacunas, que yo mismo he
entregado en lugares muy retirados luego de varios días de viaje,
so pena de perder todo lo que he trabajado o la vida misma.
Una vez llegué a la finca con mi esposa y había un grupo de militares
con un lanza cilindros que había dejado la guerrilla debajo del
tablado de la casa de nuestra finca, ellos estuvieron intimidándome
y amenazándome con enviarme a la cárcel por auxiliador de la
guerrilla; por último, luego de todas las respuestas a sus preguntas,
me dejaron ir sin ninguna consecuencia al comprobarles que yo no
me había dado cuenta que habían dejado eso allí.
Un tío fue asesinado por la Guerrilla y ese mismo día
secuestraron a otro tío, robándole todo el ganado de la finca.
Estaba administrando una finca ganadera en el Municipio de
¿Cómo nos toca la guerra?
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Puerto Rico (Caquetá), un fin de semana llegaron cinco hombres
fuertemente armados a la casa de la finca, donde nos encontrábamos
con el mayordomo, su esposa, sus dos hijos menores de edad y
un trabajador más. Nos amenazaron y nos tuvieron secuestrados
por tres días dentro de la casa, mientras tanto dos de ellos nos
cuidaban y tres reunieron todo el ganado del cual seleccionaron el
mejor. Lo robaron llevándolo en cuatro camiones al segundo día;
durante el tercer día sólo nos cuidaron y aprovecharon para viajar
con el ganado que nunca se encontró. Al parecer era delincuencia
común porque nunca se identificaron, cuando se fueron nos
amenazaron diciendo que no debíamos poner la denuncia, a lo que
no obedecimos porque el ganado no era nuestro y teníamos que
rendir cuentas al señor Cabrera, propietario de la finca.
Luego de haberme graduado como Ingeniero Forestal
regresé a trabajar en la Asociación de Caucheros del Caquetá,
en ese entonces -en el año 2.002- estaba en el Municipio de
Valparaíso haciendo siembras de caucho en un proyecto operado
por Chemonics y la Asociación para sustitución de cultivos ilícitos
por caucho.
Pablo Picasso. Hombre Desnudo
¿Cómo nos toca la guerra?
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Un día llegué a un caserío llamado Santiago de la Selva,
ese día me acosté temprano “con las gallinas” (a las 6 de la tarde)
porque en el pueblo había un grupo grande de paramilitares y yo les
tenía miedo. El día siguiente salí a las 5 de mañana para revisar
la erradicación voluntaria y las siembras de caucho…De repente
comencé a ver una fila muy larga de personas uniformadas y pensé
¡Son muchos paramilitares!, pero no eran paramilitares, era guerrilla.
De un monte me saltaron siete guerrilleros encañonándome a la
cabeza con sus armas, me tiraron al piso con moto y todo y me
golpearon mucho, tratándome como paramilitar. En medio del
problema les pude explicar quién era y me llevaron a un corral
donde había más civiles. En este corral había una guerrillera que
nos decía que ellos venían a recuperar esa región y a matar a todos
los paramilitares, que ellos venían 2.200 de cinco frentes y que
los otros eran sólo 800, que nos encontrábamos en un cordón de
seguridad y que no nos pasaría nada, que nos tenían allí para que
les ayudáramos a cargar muertos, heridos y equipos y bueno todas
las demás instrucciones y cuidados que debíamos tener para salir
bien de eso.
Comenzó el combate pasadas las siete de la mañana
y veíamos como disparaban, como avanzaban, como caían
personas heridas y muertas, durante todo el día. A las cinco de
la tarde aproximadamente, ya el combate se escuchaba en cuatro
lugares lejos de donde estábamos y ya no observábamos personas
uniformadas cerca. El hambre, el dolor y la duda de qué harían con
nosotros me hicieron salir del lugar en donde nos habían dejado.
Corrí hasta la carretera por mi moto, la prendí y avancé en dirección
opuesta al pueblo y más adelante, aproximadamente a unos diez
kilómetros, me detuvo nuevamente un grupo de guerrilleros. Allí me
fue peor. Me requisaron y me llevaron a un monte, me amarraron a
un árbol y me dijeron que estaba secuestrado y que me tenía que ir
con ellos, que la coca era el negocio de ellos y que no estaban de
acuerdo con la erradicación, así fuera voluntaria.
Como a las siete de la noche llegó una guerrillera indígena
de baja estatura escoltada por tres muchachos muy jóvenes, tal
vez menores de edad, ella me vio y llamó al que me había hecho
amarrar y le dijo: “Viejo Roña y este man qué?” él le explicó cuál era
mi trabajo, a lo que ella respondió: “hermano, usted se va a meter
en problemas por haber cogido a este man, nosotros estamos
¿Cómo nos toca la guerra?
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en combates y si llegan a salir paramilitares hacia este lado tenemos que pelear y con civiles nos
encartamos, otro día nos ponemos a otras cosas pero hoy estamos en lo que estamos, además esta
gente tiene permiso para hacer este trabajo…usted verá”.
Fue mi salvación, unos treinta minutos más tarde Roña me dijo: “Mono, se le apareció su ángel
de la guarda, puede irse”.
Me fui en un carro como pasajero, la moto me la quitaron y me la hicieron llegar a la oficina en Florencia
como a los dos meses.
Actualmente vivo en Bogotá pero tengo finca en San Vicente del Caguán. Constantemente me encuentro
con la guerrilla. Allá sólo un guerrillero me encargó un libro, un Diccionario de Ciencias Política, yo se
lo envié y me mandó a dar las gracias. He tenido que llevar algunas veces en el día o en la noche a
guerrilleros a lugares muy apartados, también he tenido que prestar mi vehículo para sus movimientos.
Bueno, ahora estoy acá, viendo otras formas de violencia y de competencia.
¿Cómo nos toca la guerra?
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En 1.990 Rubén Giraldo emprende un viaje de Bogotá a Belén de
Bajirá, ubicado en el Municipio de Mutatá, en el Departamento de
Antioquia, en busca de una nueva vida. Llega a la finca de su primo
Silvio quen le había ofrecido trabajar allí en las diferentes labores
de esta finca que producía leche, carne, quesos y madera. Durante
tres años de trabajo duro, logra ahorrar algo de dinero para comprar
unos cerdos que su primo le deja tener en la finca y empieza a
engordarlos con el suero que queda de la elaboración del queso y
que su primo le regala. Luego inicia un negocio de venta de cerdos
en el cual le va muy bien y toma la decisión de independizarse y
montar su propio negocio. Ya en 1.995 cuando el negocio de la
venta de cerdos iba muy bien, decide iniciar uno nuevo, el de la
elaboración de quesos frescos para la venta. Con la experiencia
que ya tenía en esta agroindustria empieza a comprar la leche a los
campesinos de las veredas cercanas y a producir queso fresco de
muy buen sabor y calidad, el cual vende con bastante facilidad. El
negocio empieza a crecer y crecer.
Con el dinero ahorrado durante estos años en compañía de
su gran amigo John Jairo deciden comprar una finca 1.997, en la
cual producen la leche para la elaboración del queso que no sólo
venden en el pueblo si no que en una lancha lo distribuyen, por todo
el Rio Atrato, a todos los pueblos del Urabá Antioqueño. Hasta este
momento la vida de Rubén Giraldo era sólo felicidad, tranquilidad y
mucho trabajo.
Rubén Giraldo conoce a Ludivia y se enamora de ella, se
casan y tienen dos hijos, un niño llamado Elmer y una niña llamada
Sara. Su vida era tranquila y feliz, el pueblo vivía en paz; dicen
que había presencia guerrillera pero que no eran molestados por
ellos. Hasta que a finales de 1.998 llegan los paramilitares en
cabeza de Carlos Castaño y se desata una guerra por el poder. Los
paramilitares por medio de masacres logran sacar a la guerrilla de la
zona y ya con el poder en sus manos empieza a apoderase de todas
las fincas productivas de la región, ofreciéndole a los propietarios
cualquier peso por sus tierras y obligándolos a vendérselas; entre
DE LA TRANQULIDAD Y LA PAZ A LA SOSOBRA
¿Cómo nos toca la guerra?
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esas fincas se encuentra la de Rubén Giraldo quien decide no vender. Así empieza un calvario para él
y su familia, quienes son amenazados constantemente por los paramilitares diciéndoles por medio de
cartas que si no se van de Belén de Bajirá los matarán.
Rubén Giraldo era una persona conocida y querida en el pueblo y por esta razón alguien
conocido le informa que el 2 de julio del año 2.000 los paramilitares han dado la orden de matarlo a
él y a su primo Silvio quien tampoco quiso vender su finca. La información que le dan es la siguiente:
“Usted ya está sitiado, rodeado y lo van a matar esta noche y no
tiene como salir del pueblo porque está todo rodeado”. En estas
circunstancias el primo Silvio llama a Medellín a un familiar militar
a pedirle ayuda, él envía un camión lleno de tropa para sacarlos
del pueblo. Escondidos en una bodega de queso, camuflados en
sacos dentro de un camión el ejército los saca del pueblo a las
ocho de la noche y son llevados a Medellín. Al día siguiente toda
su familia debe abandonar el pueblo dejando su finca y todas
sus pertenencias y dirigirse a Medellín a encontrarse con Rubén
Giraldo quien debe empezar de cero una nueva vida con su familia
en una ciudad ajena a ellos.
¿Cómo nos toca la guerra?
33
Esta crónica es un homenaje a las personas que salieron
desplazadas de sus tierras, de sus casas, de sus vidas,
pero que no se quedaron como víctimas sino que están
dignificando al ser humano que es el desplazado.
Comenzar es difícil y sobre todo para mí que desde la ciudad
veo todo en blanco y negro, que hasta hace unas pocas horas
decía que el ser desplazado en Colombia era un negocio. Pero he
aquí dos frases de dos historias que me narraron: “Hay unos que se
quedan pidiéndole al Estado y para otros que el ser desplazado nos
impulsó a seguir adelante, a que no nos vieran como los pobrecitos,
sino a generar ideas”; “Yo antes era muy brutica de verdad, pero
aquí estoy, he aprendido a hablar en público y a cuadrar mi tiempo,
si me hubiera quedado allá no sé qué habría sido de mi o de mis
hijas”.
Es muy difícil narrar los hechos y resumir en pocas palabras
la historia de dos vidas, dos personas diferentes, que fueron
desplazadas de Puerto Rico Meta. No se conocieron estando allá,
pero hoy son líderes, voceros y amigos que generan condiciones
para la dignificación del desplazado y hacen parte del Comité de
Impulso. Son víctimas de esta guerra en donde “la mafia y la ley
del más fuerte todavía rige”, pero cómo les tocó, cómo la vivieron y
cómo surgieron de ella, las encontramos en estas, sus historias.
“Soy doblemente desplazado por los paramilitares y por la guerrilla”
“Soy desplazada por los paramilitares sin yo haber hecho nada,
simplemente por el hecho de ir a ver a mi hermano y pensar en todo
lo que ese hecho desencadenó”, son historias trágicas de violencia,
injusticia, de rumores de escondites, de camuflaje; son historias
que con sólo un hecho -de los muchos que me contaron- se pueden
hacer tres películas, pero esto es lo que no quiero resaltar, porque
con eso sólo vuelvo a victimizarlos, es volver a recordarles un
pasado. Ahora les resalto su lucha por seguir adelante, por generar
procesos que han contribuido al mejoramiento, al reconocer en el
NOS TOCÓ LA GUERRA: PERO AQUÍ ESTAMOS
¿Cómo nos toca la guerra?
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desplazado a una persona que lucha cada día por vivir dignamente, que busca generar ideas para
mejorar su vida en esta ciudad, para resaltar “una propuesta de nuestra mesa de trabajo es que si
Acción Social, que es la que nos ayuda, contratara con nosotros solo el 30% de su personal, de aseo,
secretarias, nosotros tendríamos dignidad de
trabajo, no estaríamos pidiendo el 1.800.000 que
nos dan, porque eso se queda en los tres arriendos
que debemos y en la comida que necesitamos”
son palabras y propuestas de dos personas que
les tocó la guerra, pero que no se quedaron como
víctimas si no que están actuando para cambiar y
dignificar al desplazado. En sus propias palabras,
“somos gente campesina, pero con muy buena
crianza. Sólo buscamos refugio de amor, paz y de
Confianza”
Pedro Ruíz. Emperador Azul. http://oronatural.wordpress.com
¿Cómo nos toca la guerra?
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En la fecha del 16 de diciembre del año de 1.984, llega
al municipio de El Retorno, Guaviare, al área rural de la
vereda La Vorágine, el Señor Celedonio Rincón con su
núcleo familiar, con expectativas de trabajo y propiedad de finca,
todo con el principal objetivo de brindar a su familia un mejor futuro
económico y social.
Hasta el año de 1.989 se ocupa como raspachín en los
cultivos de coca, que para esta época se daban a notar como la
única actividad productiva de los colonos y con mayor rentabilidad
y en un tiempo corto.
Como fruto de su trabajo y ahorros adquiere una finca
a finales de este año de 50 hectáreas, la adquiere mediante el
sistema de trueque con ganado. La actividad principal de su finca se
limitaba a los cultivos y procesamiento de la hoja de coca, además
su habilidad y saber también se concentraba en este proceso.
En el año de 1.990 -y con un capital considerable- toma la decisión
de convivir con su esposa y demás familiares en su finca. Hasta el
año de 1.993 todos los integrantes de la familia realizan actividades
de siembra y procesamiento de la hoja de coca; para este tiempo
se presentan los primeros grupos armados en esta región y son
quienes controlan el negocio y a la comunidad habitante de las
diferentes zonas.
Para el año de 1.993 el Estado con pleno conocimiento de
la dinámica ocupacional de este territorio entra con un programa
lícito PDA “Plan de Desarrollo Alternativo” con el fomento de las
plantaciones de caucho natural. En este momento siembra en su
finca las primeras cinco hectáreas de cultivo lícito, el programa es
aprovechado sólo por un pequeño número de finqueros. Se evidencia
la necesidad de la creación de una Asociación de Productores
Caucheros del departamento, y se crea ASOPROCAUCHO, de la
que hace parte como tesorero de la junta directiva, se constituye
con diez cultivadores.
Era notorio que este primer esfuerzo del Estado, representaba
para la comunidad beneficiaria sólo un subsidio, y no fue tomado
MIS PEORES RECUERDOS
¿Cómo nos toca la guerra?
36
con la importancia que se merecía, de lo contario comenta el
entrevistado “la economía y estilo de vida hubiera sido totalmente
diferente y más digno para cada uno de los habitantes de la región”,
continúa, “cada una de las personas sembró su cultivo y nunca fue
manejado y en ocasiones fue sembrado con la coca en las calles y
tumbado en el momento en que le generaba ya mucha sombra a la
principal actividad y se veía afectado su producción y rendimiento”.
La dinámica del orden público era
liderado por la guerrilla, y hasta el año
de 1.995 aún existía el respeto pero con
el previo pago de la cuota por finca; las
personas que cometían “faltas” en la misma
comunidad como “robo, muertes y consumo
de drogas” eran sujetos a la desaparición
y muerte. Para esta época comenta el
entrevistado “eran quienes ponían el orden
en la región”.
Para el año de 1.997 su capital creció
enormemente y el estilo de vida era como
el de una persona con una economía ilícita
que no demandaba mayor esfuerzo. En este año, el personaje sufre
un accidente de gravedad, viéndose en la necesidad de empezar a
vender su patrimonio ganadero para cubrir el costo de la atención
médica y sostenimiento de la fina. Transcurrieron seis meses en
los que los cultivos de coca decayeron, sus operarios empezaron
a dar mal manejo y a no dar cuentas al propietario. Se presentan
las primeras aspersiones aéreas en los cultivos de coca y, paralelo,
en las plantaciones de caucho; inician los
primeros conflictos de orden público de
gran magnitud en el municipio y empiezan
las represiones y controles de salidas en el
perímetro urbano y rural; también empiezan
a darse las masacres.
Cuando regresa a la finca la encuentra
desolada, sin cultivos de coca, sin ganado
y con la plantación de caucho fumigada
también; en este momento “reflexiono y tomo
la decisión de continuar con sólo actividades
lícitas en mi finca”.
¿Cómo nos toca la guerra?
37
Para el año de 1.980 se presentan los primeros grupos
paramilitares. Antes de esa fecha, sólo se tenía a la guerrilla. Es allí
donde empieza la guerra por el poder y control del territorio. Con
entusiasmo y conociendo las bondades económicas del cultivo de
caucho natural y haciendo uso del Certificado de Incentivo Forestal
–CIF-, programa del MADR, siembra 20 hectáreas de caucho
natural y erradica totalmente las áreas de cultivos de coca. En este
año y después de sembrado el cultivo de caucho natural, la guerrilla
empieza a extorsionar al entrevistado y le quita nueve cabezas de
ganado e impone una cuota de cuatrocientos mil Pesos mensuales
por finca. También hace control estricto de las salidas, se debía
informar si salía a la capital del departamento y si entraba con
mercado e insumos y qué destino tenía. Resalta el entrevistado,
“quien desobedecía las ordenes lo mataban”, era normal y cotidiano
encontrar en las vías cadáveres.
“Yo continúo con mi trabajo legal y con mi entusiasmo en el Caucho”.
Al existir estos dos grupos armados en un mismo territorio,
la comunidad se encontró en la mitad de estos dos y si saludaban
a uno o intercambiaban comentarios con otros, eran sujetos a la
muerte. Este panorama era en todo el departamento y la coca era
comprada por estos grupos armados y al precio impuesto. Empieza
cada uno de los propietarios de las finca a vender el ganado.
Hasta el año de 1.999 continúa en la finca trabajando legalmente
y acompañado por el hermano de la esposa, en este año asesinan
a seis personas vecinas. El 23 de agosto de 1.999 recuerda -con
mucho sentimiento y tristeza- “la muerte del cuñado muy cerca
de la finca, el suceso ocurre en el momento en que se desplaza
a cobrar la plata de la venta de dos novillos y es amarrado y lo
matan”. Los levantamientos de los cuerpos debían ser autorizados
por la guerrilla o los paramilitares, eran ellos quienes lo hacían.
El impacto emocional para la familia fue muy grande, no
había tranquilidad y se comentaba que también estaba amenazado
de muerte, que también “estaba en la lista” dice el entrevistado.
En este momento sale de la finca, de la vereda, del municipio y del
departamento, “no quería saber de nada”. Vende el ganado y parte
de la finca y se desplaza con toda su familia para el Departamento
de Cundinamarca en donde compra una finca pequeña cafetera, se
encuentran con restricciones e imposiciones por la guerrilla y por el
clima la familia no se amaña.
¿Cómo nos toca la guerra?
38
Se trasladan a la ciudad de Lérida, Tolima, y compra una casa. Empieza a trabajar en transporte
urbano intermunicipal, además con la compra y venta de plástico con un socio; pero nuevamente y
huyendo de sitio a sitio, comenta, “se encuentra los grupos armados asediándome”.
En esta actividad productiva transcurren cinco años con la familia y es estafado por el socio,
dejándolo sin capital y evadiéndose con la plata y la mercancía. En el año 2.004, se entera por televisión
de un Consejo Comunal realizado en el municipio de San José del Guaviare en donde resaltan el control
y la pasividad del orden público, además reactivan el fomento del caucho natural; encontrándose sin
plata en ese momento, toma la decisión de regresar al Guaviare e inicia de ceros como taxista, “se
notaba el regreso de las personas a la fincas”. Transcurridos dos meses y con ahorros económicos
vuelve a la finca y se encuentra con que los vecinos habían tumbado el caucho, no habían potreros,
“me encuentro con la finca abandonada”.
Inició nuevamente con la reactivación de la finca y sin querer saber nada de los cultivos de coca,
a pesar de que todos sus hermanos sólo sabían hacer eso.
Desde el año 2.004 se dedica a actividades lícitas, principalmente con el caucho natural y a la
fecha sus ingresos se limitan a éstas y su vida personal y familiar está tranquila.
Resalta, “estos momentos de mi vida son mis peores recuerdos, toda mi familia giraba alrededor
de los cultivos de coca y este fue la principal fuente de generación de la violencia y de una cultura
inmediatista de la comunidad rural de mi región.”
¿Cómo nos toca la guerra?
39
Debo pensar un poco qué momento específico de la historia
referir, ya que la guerra no declarada que ha vivido el país
desde el siglo pasado ha tenido diferentes efectos directos
e indirectos en mi núcleo familiar.
Empezando con la violencia partidista de los años cincuenta,
por la cual mis abuelos debieron abandonar su pueblo natal,
Puente Nacional, su trabajo y su gente, para trasladarse a Bogotá
a buscar refugio de la persecución de los pájaros conservadores
que dominaban un amplio territorio de las provincias de Vélez en
Santander y Ricaurte en Boyacá. Posteriormente, con el retorno a la
normalidad de sus vidas y nuevamente en su pueblo, por la acción
de los grupos insurgentes con las tomas del pueblo y el continuo
paso de las tropas por las fincas en los años setenta y ochenta;
hasta el último y tal vez el más personal de los encuentros con la
guerra que he vivido.
En enero de 2.001 entré a cumplir las funciones de Director
de la UMATA de Albania. Como médico veterinario recién graduado,
representaba un sueño asumir este reto, más en un pueblo de esos
olvidados por el Estado, el Departamento y la historia. A cinco
horas de viaje en bus desde Chiquinquirá, ya que por Santander
la vía es intransitable en época de lluvias y no cuenta con servicio
regular de transporte en el verano -menos en invierno-. Desde el
mismo momento que entré al bus que me llevaría a mi primer día
de labores noté algo extraño, algunas de las personas que estaban
en el bus me saludaron con un “buenos días Doctor.” Extraño, a
sabiendas que los únicos que sabían de mi llegada eran el alcalde
y el tesorero del municipio. Como siempre, el viaje a un lugar nuevo
se hace más largo de lo normal, al llegar al pueblo -un lugar de
dos manzanas y seis calles- me acerqué a un uniformado, que a
primera vista lucía como un miembro del ejército y le pregunté por
la Alcaldía, este me respondió amablemente: “Doctor, la Alcaldía
está a una cuadra, bajando a un costado del parque” y al mover su
brazo para darme las indicaciones, pude ver que en su brazalete
negro estaban escritas las iniciales AUC-BCB.
LOS ROSTROS DE LA VIOLENCIA
¿Cómo nos toca la guerra?
40
Llegué a la Alcaldía y le pregunté al secretario de gobierno y al
alcalde, por qué había tanto ejército en el pueblo, ellos me miraron
asombrados y me dijeron: “Miguel, esos son es paracos y están
acá desde hace dos años para controlar el paso hacia la zona
esmeraldera”. Meses después me contaron que la guerrilla se
había tomado el pueblo, destruyendo el puesto de policía y una
cuadra completa de casas cercanas al mismo; en el combate, que
se prolongó durante toda una noche, murieron cinco agentes. Los
compañeros de estos, al quedarse sin municiones, se rindieron e
iban a ser ejecutados en la plaza del pueblo, pero la población se
opuso, obligando a los guerrilleros a retirarse del pueblo dejando
en libertad a los tres agentes que sobrevivieron la noche. Esto
facilitó la entrada de los paramilitares -que ya dominaban la zona
esmeraldera y el rio minero- a controlar este nuevo territorio que se
extendía hasta los municipios de Florián, La Belleza, Sucre, Jesús
María en Santander.
Como director de la UMATA, mis labores diarias se enfocaban
principalmente a atender las necesidades de los usuarios de las
zonas rurales. Durante los dos años en los que estuve en esta
actividad noté que la única presencia de autoridad era la que
traían los paramilitares. Ellos determinaban, a partir de su lógica,
la solución de los conflictos entre vecinos, autorizaban o negaban
el tránsito hacia ciertos sectores del municipio, aplicaban “leyes”
para castigar delitos menores como robos o eran contundentes en
sus “juicios” al fijar los plazos para abandonar el pueblo para los
sospechosos de colaborar, en épocas anteriores, con la guerrilla.
¿Cómo nos toca la guerra?
41
En varias ocasiones debí presenciar situaciones fuera de lo normal. Al momento de desplazarme con los técnicos por las veredas,
algunas veces nos dejaban mensajes con personas en el camino, indicando a qué sitios se podía y a cuales no se podía ingresar.
Ver en pleno casco urbano como jóvenes acusados de robar gallinas o frutas, barrían las calles o la plaza principal, con un cartel
en la espada que decía “por ladrón” o como el alcalde debía desplazarse hacia las veredas para interceder por alguna persona
que iba a ser desplazada o ajusticiada ante la denuncia de un anónimo de su supuesta colaboración con la guerrilla.
A finales del 2.002 llegó al pueblo nuevamente la Policía Nacional, con una presencia inicial de veinte carabineros que -dos
meses después- quedó reducida a cinco agentes. Con su presencia lo único que cambió fue la forma de vestir de los paramilitares;
ya no permanecían en el casco urbano con sus uniformes militares sino vestidos de civil; su campamento se desplazó hacia una
vereda cercana, pero su accionar continuó siendo el mismo, teniendo ellos el monopolio de la fuerza y la justicia.
Por fortuna, no presencié en esos dos años actos de violencia extrema por parte de los paramilitares, pero si sentí -como
una sombra constante- su vigilancia y seguimiento; el temor de los pobladores ante sus reacciones o sus decisiones era palpable;
su influencia en la administración del municipio se notaba en las decisiones del concejo o en la asignación de los contratos. Esto
si bien puede no catalogarse por algunos como una afectación directa de la guerra, si representó una convivencia obligada con
uno de los actores del conflicto, que me permitió entender el riesgo que representa la falta de la presencia de las instituciones del
Estado en una población, sometiéndola a las determinaciones de un grupo de personas con intereses particulares muy distintos
al bien común y la convivencia pacífica, arriesgando su vida en cada decisión que tomen o dejen de tomar, algo que no se justifica
en un Estado Social de Derecho como el nuestro.
¿Cómo nos toca la guerra?
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En un municipio a tan sólo dos horas de Bogotá, por el
año 2.000, donde gobernaba el Presidente Pastrana, se
empezaron a ver personas no conocidas, hombres entre
30 y 45 años, con buen estado físico.
En las mañanas se veían caminando, rondando las veredas,
dando vuelta al pueblo, preguntaban -casa por casa- quienes
habitaban allí, en pocos días ya tenían un informe de las veredas,
sabían quienes eran propietarios, quienes trabajaban por jornal,
quienes eran los dueños de las grandes fincas, qué jóvenes
estudiaban y cuáles no.
Se empiezan a ver grupos de esta gente desconocida reuniéndose,
algo estaban planeando.
La gente de la vereda empieza a tener miedo; no saben qué
pasa, pero se rumora que estos desconocidos son de la guerrilla,
piensan tomarse una de las veredas. Es estratégico dominar la
vereda ya que es un paso que lleva comercio, un punto agrícola con
potencial, de fácil acceso por la cercanía a Bogotá, poca presencia
de la fuerza pública, un punto estratégico por su equidistancia con
el Magdalena centro, el Tequendama y municipios del Occidente.
La Guerrilla empezaba a gobernar.
Los dueños de las fincas prácticamente no volvieron, algunos
dejaron recomendadas sus tierras y otros las abandonaron; otros,
de escasos recursos, no tuvieron otra opción que quedarse en su
tierra, quedarse en su único medio de vida. Se empezó a ver un gran
desplazamiento por la presión que ejercía esas fuerzas oscuras.
Personas habitantes de la misma vereda se prestaron para dar más
fuerza a este grupo guerrillero; empiezan los secuestros, papeleos,
robos, violaciones.
Cansados de tantas injusticias e invulnerabilidad, un grupo
de pobladores influyentes del pueblo busca apoyo en fuerzas
paramilitares y empiezan a entrar poco a poco en la zona; empiezan
las masacres y las persecuciones en la población dejando como
LA GUERRA MUY CERCA A BOGOTÁ
¿Cómo nos toca la guerra?
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consecuencia que familias enteras desaparecieran por completo.
Me causó curiosidad los que habitaban en la casa vecina, dos
señoras no mayores a 45 años y un señor por la misma edad, tenían
apellido García y eran muy amigos de un anciano llamado Luis, que
vivía en una vereda cercana. En esta casa había cría de cerdos,
tenían marraneras de más de cincuenta cerdos y todo el día era el
ruido de estos animales. Con el tiempo, empecé a ver que entraban
armas, hacían reuniones y esta casa poco a poco se convirtió en
un punto de llegada de cabecillas guerrilleros: alias Julio y alias el
Tatareto. Era una casa que se prestaba para secuestro y extorsión
de personas, tras los ruidos de los cerdos se escondían gritos de
personas secuestradas.
El ejército empieza a entrar a la zona, no están
tiempo completo pero se empieza a ver que dan vueltas,
que pasan camiones con militares y este punto se convierte
en una guerra con tres frentes de combate, el ejército tiene
identificada a los servidores de la guerrilla, el ejército se
concentra en la guerrilla. Después, con el tiempo, entendí
por qué no se metieron con los paramilitares.
Los García en un día domingo sacaron todos los
marranos y en la madrugada del lunes lograron la huida, se
fugaron.
Una de las personas sospechosas de haber dado
información al ejército era su amigo Don Luis y su esposa,
un par de ancianos de setenta años aproximadamente,
quienes un día amanecieron descuartizados en su casa de
bahareque.
¿Cómo nos toca la guerra?
44
En la esquina de la vereda había una tienda y una carnicería, allí atendía Don Efraín, que también era
colaborador de la guerrilla, ayudando a robo de ganado. Igual final tuvo, fue acribillado dentro de su
tienda un domingo después de la venta del fin de semana. Los paramilitares también empiezan a dar
pasos para acabar con la guerrilla.
Una época horrible, donde no se sabía quién mandaba, ya la gente no salía, no hablaba y lo
único que se pensaba era en los jóvenes que ya no iban a la escuela y en los que ya habían tomado
parte en algún grupo armado. Todos los días se sabía de alguna muerte impactante, creando zozobra
dentro de los pocos habitantes.
Vino la época de gobierno de Álvaro Uribe y el ejército entra con mucha más fuerza, lo que
se vio es que los paramilitares le abrieron el espacio al ejército; la fuerza pública empieza a retomar
la gobernabilidad del pueblo y de las veredas. Nadie lo sostiene, pero los paramilitares ayudaron -de
una u otra manera- a acabar con la guerrilla y fueron los que le abrieron paso al ejército para retomar
espacios, por lo menos en este pueblo y sus veredas.
Finalmente mucha gente murió, muchas injusticias pasaron en este lugar muy cercano a Bogotá,
donde finalmente lo que se veía a futuro, era una toma guerrillera para Bogotá.
Actualmente el pueblo recuerda sus muertos, pero la fuerza pública es la que domina el territorio;
la calma regresó al igual que muchos habitantes desplazados.
¿Cómo nos toca la guerra?
45
En el sur del país, bajo un extraordinario paisaje andino
y como una de las entradas a la Selva colombianas en
límites con Ecuador y Putumayo; en donde aún es posible
contemplar bosques con muy poca intervención, refugio de gran
variedad de especies animales y aves, se esconde el municipio de
la Victoria.
Zona cuya economía depende principalmente de la
agricultura y la ganadería y es por esta última que tengo la fortuna
de conocer la región. Trabajábamos con los pequeños productores
de leche y es así como tengo la oportunidad de conocer un poco
más de su cultura y sus creencias, ambas con cierta influencia del
vecino país. El clima es frio pero con cierta humedad, lo que lo hace
algo acogedor.
Cada momento que visitaba la zona era una incertidumbre
de no saber qué podía pasar, ya que como en muchas montañas de
Colombia, están inmersos grupos armados que se sienten dueños
de la tierra y las personas que allí habitan deben estar sujetas a sus
decisiones. El trabajo con las comunidades siempre le enseña a
unos miles de cosas, tal vez más de las que nosotros les podamos
dejar a ellas, y fue entonces como nos hicimos parte de una sola
familia, buscando una estabilidad en los ingresos pero orientados
a vender productos de buena calidad principalmente la leche, que
era mi campo de acción, aunque no sabíamos cuando iba a ser el
último viaje que podíamos hacer a la zona, ya que el conflicto cada
vez era más intenso.
Recuerdo mucho una de tantas visitas, en que estando en
la cabecera municipal, en una mañana de sol resplandeciente,
comenzaron a sonar como truenos, pero que en realidad eran
ráfagas de fusil y claro siempre con la amenaza de hostigamientos
y demás, comenzó un panorama desolador en el pueblo. Si ese día
se hubieran hecho competencias de atletismo, muy seguramente
tendríamos marcas mundiales. Los padres de familia parecían
centellas y parecía que no fueran a alcanzar a llegar al colegio y la
escuela del pueblo para recoger a sus familiares y tratar de llevarlos
La Frontera
¿Cómo nos toca la guerra?
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a un lugar seguro, o bueno, por lo menos estar reunidos por lo que
fuera a pasar. Era un ruido ensordecedor entre balas y motores de
moto por todos lados, hasta que solamente predominó uno de ellos,
el de las balas.
No pasaron más de diez minutos cuando tuve la oportunidad
de conocer un pueblo fantasma. Y es que en el pueblo no quedó
nada abierto y menos pensar en ver gente rondando. Cada uno
en su casa, escondido. Con el miedo que impone la guerra pero
sin formas de reaccionar. Claro, como la leche es un producto
perecedero, no daba espera y debíamos partir hacia Ipiales pero
con la incertidumbre de saber que debíamos atravesar la montaña
en medio de tanta zozobra.
Pasaron varios meses en volver,
algo así como dos o tres meses,
hasta que la situación estuviera un
poco más tranquila y la comunidad
en ese sentido lo protege a uno y le
recomienda cuando es prudente ir
o no. Así seguimos nuestro trabajo
con ellos, pero comenzaron las
extorsiones hacia la empresa y era una
situación que se complicaba aún más.
Ya el tema no era sólo de territorio,
ahora se sumaban necesidades de
¿Cómo nos toca la guerra?
47
financiación y eso lo hace a uno más vulnerable. Poco tiempo después, nos dirigíamos a la región y nos
encontramos en la vía con un enorme cráter ocasionado por la explosión de cuatro cilindros en puntos
estratégicos, lo que obligó al regreso por parte de nosotros y a la comunidad a buscar alternativas
locales con sus productos, ya que quedaron incomunicados, sin posibilidad de sacar sus productos y
obtener ingresos para sus necesidades, por un periodo de seis días.
Es entonces cuando se toma la decisión de no seguir comercializando en la zona, el momento
de recoger los equipos de enfriamiento y cerrar. Desde ese día no he vuelto a la zona pero siempre
tengo la esperanza que ese maravilloso paisaje y clima encantador, pueda ser conocido por miles de
personas en el país, así como su maravillosa cultura que nos deja muchas enseñanzas.
¿Cómo nos toca la guerra?
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UNA CRÓNICA SOBRE EL ESTIGMA DE SER LIBERAL
“[…] Como yo no me le avasallé en sus pretensiones resolvió declarar desde el púlpito que el cementerio de Riosucio había, estuvo y estaba profanado y que para hacerlo bendecir, era necesario sacar de ahí los restos del profanador. Este no era otro que mi padre, quien profesó en vida la creencia luterana,
con respeto por el catolicismo de su esposa y de sus hijos” (Gärtner, Álvaro, 2009. El último Radical).
Quien relató esto fue Carlos Gärtner Cataño, a saber mi
bisabuelo, oriundo de Supía, residente la mayor parte de
su vida en Riosucio y liberal.
Así era el ambiente político que se respiraba por los años de
1.896, durante la Regeneración de Núñez y gobiernos posteriores
de hegemonía conservadora, donde persiguieron sin tregua a los
liberales, desde todos los ámbitos, siendo el púlpito el escenario
donde los sacerdotes dictaminaban que el enemigo de la patria y de
la religión y la causa de todos los males eran quienes profesaban
esta corriente ideológica.
No creo que exista en el país una sola persona a la que
la guerra no lo haya tocado; puede ser que existamos personas
afortunadas que en la historia reciente no le hayamos entregado
un ser querido ni a los narcotraficantes, ni a los guerrilleros, ni a los
paramilitares, ni a la delincuencia común o ningún otro representante
de la violencia. Pero todos, en mayor o menor medida, hemos
sentido la zozobra, el miedo, el desconsuelo, la desconfianza, la
discriminación… En fin, tantas sensaciones amargas que hemos
padecido a través del tiempo los colombianos.
Pertenezco a una generación, como muchas otras, de
sobrevivientes; en mi juventud, podría decir que me salvé de
“chiripa” muchas veces de ser una víctima inocente más de las que
puso este país en la guerra sin sentido de los mafiosos contra el
¿Cómo nos toca la guerra?
49
gobierno, de los mafiosos contra la sociedad, de los mafiosos contra
ellos mismos. Sin embargo, al pensar en desarrollar esta crónica,
me incliné mejor por la historia familiar. ¿Por qué? No lo sé, tal vez,
porque al hacerlo, le hago mi pequeño homenaje a los ancestros,
a aquellos que a pesar de los golpes de sus contradictores fueron
fieles a sus convicciones, sacaron adelante familias de bien, con
absoluta sensibilidad social, apostando por el valor de las ideas y el
progreso, sin dejarse nunca amilanar por la adversidad.
Es pertinente pues, intentar hacer una pequeña reseña
histórica de los orígenes de la familia en Colombia e ir avanzando en
el tiempo con ella, contextualizándola dentro de la historia del País
del Sagrado Corazón para entender la posición ideológica de sus
integrantes y que pudieron incidir en lo que, robándome una frase
de Fito Páez, “soy hoy en revelado”.
El asunto con el cual comencé este escrito, el del cementerio,
no fue un hecho aislado que tuvo que soportar la familia, pero sí uno
de los más grotescos para mí. Hace parte de la persecución política,
que muchas veces rayó con la infamia de la que fueron sujetos desde
la llegada del alemán hasta bien entrado el siglo XX, por parte de los
conservadores más sectarios de esos tiempos. Veamos…
La historia de los Gärtner en el país se remonta al año de
1.846 o 1.847, cuando Georg Heinrich Friedrich Gärtner, de tradición
familiar minera y alemán de nacimiento, proveniente del pueblo
de Clausthal-Zellerfeldt en el antiguo reino de Hannover, vino a
la Nueva Granada de América para vincularse laboralmente con
la empresa Colombian Mining Company en Marmato. Toda la vida
trabajó como empleado, independiente de los cambios constantes
que en materia de dueños tenían estas minas del antiguo Cantón
de Supía; gracias a Dios nunca le faltó el trabajito, pero eso sí,
visión empresarial nunca tuvo, pues muchos de sus coterráneos,
e ingleses que vinieron con él, formaron sus propias empresas
mineras.
Decidió no regresar a su país y se casó con María Columna
Cataño (originalmente Castaño pero en la iglesia le cambiaron el
apellido y eso se quedó así) oriunda de Supía, tras tener que firmar
promesas ante la iglesia de permitir que los hijos de ellos serían
educados según los mandamientos de la Santa Iglesia Católica,
Apostólica y Romana, ya que era Luterano y las exigencias contra
estos profesantes denotaban claramente la intolerancia hacia otros
credos, no sólo en Europa por parte de la Corona Española, sino
¿Cómo nos toca la guerra?
50
Débora Arango
aquí, en la colonia. De este matrimonio nacieron 8 hijos, siendo uno
de ellos Carlos, el protagonista de esta historia.
Carlos nació el 6 de septiembre de 1.854 en Supía, pero
se crió en Marmato y a los 12 años su padre lo mandó a estudiar
al colegio en Medellín, donde además de recibir su formación
académica, recibió también formación militar pues el partido
conservador, encargado de la dirección del colegio del Estado de
Medellín, estaba ampliando su reserva de soldados en vista de la
inminente guerra civil que tendría a cabo, dada la inconformidad de
este partido con las reformas liberales. Cinco años más tarde, optó
por retirarse del colegio, pues se reusó a seguir las exigencias del
cuerpo docente de volverse conservador.
Decidió irse para Bogotá y se graduó en Derecho en el
Colegio Mayor de Nuestra señora del Rosario y al terminar volvió a
su tierra para ejercer allí en medio de un clima político muy agitado,
con enfrentamientos entre facciones internas al liberalismo (los
radicales en el gobierno y los independientes amangualados con
los conservadores) y los curas haciendo política desde el púlpito, lo
que llevó a los liberales a decidir no volver al templo donde ya se les
había prohibido ser padrinos de cualquier ceremonia religiosa.
¿Cómo nos toca la guerra?
51
Para ese entonces tenía el cargo de Juez del Circuito de Riosucio,
luego de delegado de Instrucción Pública de Provincia, (que
abarcaba desde Marmato hasta Anserma Nuevo) y la pelea entre
unos y otros se hacía cada vez peor, pues los liberales iban
impulsando, entre varios proyectos, su programa de escuelas laicas
y los conservadores obligando a los padres a sacar a sus hijos
de estas instituciones bajo amenaza de cometer pecado mortal.
Entonces, empezó la guerra el 11 de Junio de 1.876.
A pesar de estar en contra de la guerra y de tener
inmunidad por su cargo público, a Carlos Gärtner no le quedó de
otra que enfilarse en las tropas liberales, pues los combatientes
conservadores que eran muchos y estaban muy bien armados, les
tendieron una emboscada a los liberales, inferiores en cantidad,
y que contaban sólo con un rifle de precisión y puro machete. Allí
murió un tío de Carlos. Le tocó huir a Bogotá pues la amenaza de
ir a la cárcel por cuenta de su ideología era constante y tuvo que
enfilarse como soldado para poder comer. Después de ocho meses
de guerra, el partido liberal triunfó, pero a medias, porque a cada
rato estallaban brotes de guerritas, donde parientes y amigos eran
asesinados.
Cumplir las funciones políticas de su cargo en la delegatura
de educación no fue fácil, pues según él, a los funcionarios públicos
los movía más su aspiración electoral que el progreso de la región.
Sin importar las consecuencias y sin discriminación partidista,
denunció a aquellos funcionarios ineptos que entorpecían el avance.
Para su sorpresa, fue nominado a diputado por el Estado del Cauca
y resultó elegido. Durante su legislatura impulsó exitosamente
reformas al sistema fiscal y obras públicas para el desarrollo de las
regiones.
Terminada su legislatura, se devolvió para Riosucio para
casarse en 1.879 por la iglesia católica la cual profesaba a su
manera. Pero el sacerdote Hoyos, en venganza por sus acciones
en torno a la educación laica y su participación en la guerra se
negó a casarlos y les tocó casarse por lo civil, con autorización
de los padres de la novia, confiando que cuando el clima político
fuera otro, lo harían por la iglesia. La ceremonia civil tuvo lugar a
las ocho de la noche, para evitar las habladurías que en esa época,
generaban estos acontecimientos.
Ya casado y con necesidad de tener mejores ingresos, se
dedicó a la práctica privada, pues en esa época el empleado del
¿Cómo nos toca la guerra?
52
estado no se enriquecía como hoy en día. Sin embargo, no pudo
alejarse de la vida pública, pues era constantemente elegido por
los cuerpos colegiados de la época. Mientras podía, ejercía ambas
funciones, públicas y privadas. Siendo representante en el Congreso
Nacional, se sacó la espinita y, previa
audiencia con el Delegado Papal (nuncio
apostólico de apellido Agnozzi), le narró
los sucesos de su matrimonio y obtuvo una
exigencia de este al cura Hoyos de Riosucio,
acompañada de la expresión por parte
de Su Excelencia: “esos curas son unos
imbéciles”. (Ídem, p. 67), para que él mismo
oficiara el matrimonio católico. Al cura no le
quedó de otra y el acontecimiento se dio
cuatro años y medio después de que había
tenido lugar el enlace civil. Fue así como no
pudo objetar cuando se bautizaron a todos
los hijos que habían nacido hasta entonces
y que no habían podido ser bautizados,
siendo padrino incluso el padre de Carlos,
que era luterano, no olvidemos. Incluso al morir éste, Jorge Enrique
Federico Gärtner, nombre que llevó aquí, fue enterrado en el
cementerio de los católicos de Riosucio sin ceremonia religiosa.
Con la Regeneración de Rafael Núñez, el ambiente para
los políticos liberales no era la mejor.
Carlos se retiró de la vida pública y
siguió con la abogacía donde tuvo socios
liberales y también conservadores a
los que admiró, formando sociedades
de extracción de minas de oro, carbón,
plomo, sal y adquiriendo y montando
fincas, siendo Trujillo, a orillas del Río
Cauca, un referente familiar hasta el día
de hoy; destinada a la crianza de ganado,
lo mismo que Palermo en la parte alta de
la cordillera de Riosucio.
La persecución conservadora se dio
con saña por todos los frentes: desde la
iglesia, los periódicos, los gobernantes,
los civiles etc. Fue para este tiempo,
¿Cómo nos toca la guerra?
53
en 1.898, que ocurrió el suceso de los restos de su padre que
descansaban en el cementerio de Riosucio, siendo ya párroco el
tal cura Clímaco, y no Hoyos, el que se había reusado a casarlos.
Como vemos, las cosas no mejoraban, sino que empeoraban…
Carlos se dirigió al gobierno y al delegado apostólico para
que intercedieran ante el Padre Clímaco, con la única finalidad de
dejar descansar en paz a su padre; sin embargo, no obtuvo ninguna
solución por parte de ellos y escribe al entonces Nuncio Apostólico
Antonio Vicco:
Convencido pues de la falta de aquella protección (del
gobierno colombiano) y no habiendo podido obtener de S.E. una
resolución favorable, mi familia ha determinado hacer cementerio
propio, para ella, independiente de la iglesia católica, adonde no
llegarán las bendiciones de ésta, pero sí la misericordiosa mirada
de Dios. (Ídem, p.88).
Estas cartas fueron publicadas en el periódico El Espectador
de Medellín, el 14 de Enero de 1.899, como un gran gesto de
humanidad de un amigo entrañable de Carlos, don Fidel Cano, para
generar reacciones en la sociedad ante la ineptitud del gobierno, en
momentos en que ya se iniciaba la Guerra de los Mil Días.
Carlos exhumó entonces los restos de su padre y de otros
familiares y los trasladó a un recinto que mandó a construir en un lote
que tenía. Pero la persecución del curita no paró. Puso trabas a los
bautizos de los niños Gärtner o los dejó sin padrino en virtud de sus
creencias o afinidad política. Cada vez que tenía oportunidad, los
curas se despachaban en amenazas contra los liberales, imponían
a los candidatos conservadores, instaban a la guerra.
A los años, llegó al pueblo otro sacerdote con instrucciones
por parte del obispo para que devolvieran otra vez los restos al
Cementerio de Riosucio, pero Carlos ya no quiso, por temor a que
la historia se repitiera y también porque ya otros parientes que
habían muerto, descansaban ahí. En 1.911, este padre se ofreció
a bendecir el cementerio Gärtner, convirtiéndose así, en el único
camposanto civil católico del país.
No sé si logre representarles la imagen que conservé por
años en la cabeza, desde que era muy pequeña: un pueblo en
una gritería horrible, donde unos diablos gigantes se le acercaban
a uno (Enero, Carnaval de Diablo), generando en mí un pánico
indescriptible y a eso sumémosle la visitica al cementerio… no
lograba yo entender, cómo el tatarabuelo, el bisabuelo y tantos
¿Cómo nos toca la guerra?
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otros familiares estaban enterrados en ese lote lleno de maleza.
Si yo admiraba tanto a mi papá que, siendo
médico también le jalaba a la política, y a mi
abuelo que era “muy importante”, ¿por qué
los otros estaban en ese rastrojero? ¿Qué
clase de personas eran mis antepasados que
estaban ahí tirados? Algo malo tenían que
haber hecho. Y para mí, ir allá era una mezcla
de miedo, vergüenza, pena ajena, tristeza,
incomprensión, etc.
Incomprensión porque a esa edad
no tenía idea de lo que era ser liberal o
conservador (y hoy para mí esos conceptos
están mandados a recoger), mucho menos
ser luterano y las guerras las veía como algo
tan lejano! En mi disco duro solo tenía cierta
información que cogía de las conversaciones
de “los mayores” y concluí que si estaban ahí
por liberales, ser liberal era una abominación.
Pero entonces, si era tan horrible ser liberal,
¿cómo era posible que mi abuelo y sobretodo mi papá que para
mí era un Dios, fueran liberales? Qué
enredo! Y para rematar, empieza uno a
adquirir conocimientos un poco superfluos
al principio del colegio y en clase de
historia le hablan a uno de los liberales
y los conservadores y cómo la ideología
liberal es de izquierda y la conservadora
de derecha y uno que ya se cree todo un
intelectual empieza a hacer asociaciones:
la guerrilla es de izquierda, por ende los
liberales son todos guerrilleros, o sea que
mis ancestros eran guerrilleros! Dios mío,
qué vergüenza de familia!
***Me parece admirable cómo, a pesar de
las escasas por no decir nulas garantías
que tuvo el partido liberal por más de 50
años, siguieron unidos como colectividad
¿Cómo nos toca la guerra?
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buscando siempre el bien común por encima de los intereses personales, aún a costa de la propia vida,
“poniéndose la camiseta por la causa”. Tal vez es por eso que hoy no creo en partidos políticos, pues
hoy en día los veo como el barco de moda, en el cuál todos se quieren montar según la popularidad de
quien lo mande, a ver qué pueden chupar de ahí, pero cuando las cosas se ponen difíciles, todos se tiran,
dejando hundir el barco con el capitán (aunque a veces el que se tira es el capitán y deja a la tripulación a
su suerte), se cambian de partido como cambiar de zapatos e incluso arman partidos pegados con babas,
que se desbaratan enseguida. Y el problema no es en sí la cambiadera de bando, sino que es que en
ese juego cambian también súbitamente las percepciones de lo que deben ser los ideales de progreso y
justicia para todo el pueblo.
Alguna vez en un almuerzo familiar, alguien salió con el chisme de que la gente que pasaba por Palermo,
veía esa casa abandonada y con un letrero que decía: “En esta casa espantan”. ¿Podrá acomodarse
esta manifestación simple y espontánea a la realidad de nuestra célebre Colombia? ¿Espantarán los
grandes gestores de cambio que estamos esperando en ella? ¿O será que es ella la que espanta a los
grandes gestores, porque a ciertos sectores de su población, desafortunadamente los que tienen el poder
para lavar más cerebros, este cambio les queda grande o peligra su privilegiada posición? ¿Seguiremos
tratando a todo aquél que se salga del molde como un transgresor de la “limitada visión” que se tiene del
deber ser y hacer? ¿No saldremos nunca del siglo antepasado? Con razón reza en el lenguaje popular:
En este país se muere más gente de envidia que de cualquier otra cosa!