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CAMPO LITERARIO Y CANON DE LA NOVELA MODERNA ESPAÑOLA:
UNA ENCUESTA DE 1925
JUAN HERRERO-SENÉS
University of Colorado Boulder
Si bien hoy en día se recaba nuestra opinión a cada momento y la publicación y
análisis de gustos y preferencias es un fenómeno generalizado, las encuestas de opinión
no empezaron a utilizarse hasta el siglo XIX, cuando los gobiernos mostraron serio
interés en conocer las tendencias de la opinión pública y especialmente la predicción de
voto1. En España no fue hasta concluida la Guerra Civil que se convirtieron en
instrumento estatal de recolección de opinión, a partir de la creación del Servicio Español
de Auscultación de la Opinión Pública, en 1941, aunque las primeras encuestas oficiales
se habían producido a principios del siglo XX2. Como han señalado Gawiser y Evans-
Witt (15-24), en paralelo al uso gubernativo, las encuestas directas a ciudadanos
anónimos así como los llamados “estudios de mercado” nacieron en Estados Unidos a
finales del XIX y tuvieron su momento de expansión entre los años treinta y cuarenta,
cuando se iniciaron los cuestionarios telefónicos y se perfeccionaron las técnicas de
muestreo.
Junto a los sondeos electorales y comerciales, en las primeras décadas del siglo
XX proliferaron las encuestas aparecidas en la prensa que ofrecían una muestra de
pareceres sobre los más diversos temas, una vez superadas las retirencias iniciales a
expresar opiniones en medios masivos. En mayo de 1922, el periodista Joaquín Aznar
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hablaba de “la fiebre de la encuesta” y se quejaba de su alarmante popularidad que
conducía a los periódicos a plantear las más peregrinas preguntas, por ejemplo si la falda
de la mujer debía ser larga o corta. En octubre de 1927, un editorial del periódico El Sol
lamentaba la obsesión por publicar encuestas. Para mediados de los años 30 estas se
habían asentado firmemente dentro de la oferta periodística3, y así algunas publicaciones
(especialmente los semanarios vinculados a la empresa Prensa Gráfica, como Crónica,
Nuevo Mundo o La Esfera) las convirtieron en habituales. La mayoría de estos sondeos
no preguntaban al público general, sino que su población de muestra era o bien
personajes célebres o notorios (escritores, políticos, actores o cantantes) cuya opinión
podía interesar al lector, o bien expertos del tema tratado.
Dentro de este contexto, naturalmente, los asuntos de índole literaria también
fueron abordados por las encuestas periodísticas, una práctica que llega hasta nuestros
días4. A pesar de esta ubicuidad, han recibido escasa atención crítica5. En el presente
trabajo defiendo que el estudio de las encuestas puede proporcionar un punto de vista
único para abordar la situación en una coyuntura específica de lo que Pierre Bourdieu ha
llamado “el campo literario” (Rules 205), un espacio donde conviven autores, mercado,
público y, cada vez con mayor protagonismo desde mediados del siglo XIX, la prensa.
Las encuestas permiten no solo adentrarse con rapidez en los debates más acalorados del
momento –pues la justificación de cualquier encuesta es su actualidad, su oportunidad y
que proponga algo discutible u opinable–, sino también observar cómo se dirimieron en
la esfera pública cuestiones centrales del devenir literario.
Va a ser precisamente el enfoque del sociólogo francés6, junto a las teorías
contemporáneas sobre la formación del canon, el marco teórico desde el que abordaré el
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análisis del ejemplo que aquí propongo, la encuesta llevada a cabo por el periódico
Heraldo de Madrid entre finales de 1925 y principios de 1926 sobre las mejores novelas
españolas contemporáneas. Escojo esta encuesta por tres razones principales: En primer
lugar, por lo que sé, es una de las primerísimas sobre asuntos literarios aparecida en un
medio de comunicación masivo y no en una publicación especializada. En segundo lugar,
y a renglón seguido de la primera razón, la encuesta, por lo menos en su intención
explícita, otorgaba a la participación del lector común un rol fundamental, al combinar en
igualdad de voto las opiniones de encuestados anónimos y las de personalidades
relevantes7, algo que las publicadas con anterioridad. Y en tercer lugar, la encuesta giraba
alrededor de un tema objeto de un intenso debate: la cuestión de la novela.
Como ya mostraron varios estudiosos (Luis Fernández Cifuentes para el caso
español, Alan Yates sobre la literatura catalana y Michel Raimond para la literatura
francesa), la discusión sobre la novela venía produciéndose desde finales del XIX (con la
polémica entre realismo y naturalismo), pero tras unas décadas de menor interés, había
tomado nuevos bríos alrededor del año 1924, cuando especialmente en Francia varios
trabajos cuestionaron la robustez de la novela como género paradigmático de la
Modernidad. En España varios intelectuales se hicieron eco de estos debates, y es cosa
sabida que a finales de 1924, Ortega y Gasset le dedicó monográficamente una serie de
siete folletones en El Sol después agavillados bajo el epígrafe Ideas sobre la novela. A
partir de su tesis más polémica (y también más atractiva para la opinión pública), el
diagnóstico de agotamiento del género, el combate sobre la novela pasó a ocupar el
centro del debate literario, y provocó, además de la conocida réplica de Baroja en forma
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de prólogo a La nave de los locos, un reguero de artículos sobre el tema: tanto que podría
decirse que prácticamente no hubo escritor sin opinión en los años siguientes8.
El debate de 1925 giraba en torno a una disyuntiva: Ortega, siguiendo los
postulados elitistas planteados al principio de La deshumanización del arte, defendía una
novela hermética, artística, minoritaria y conscientemente limitada por una técnica previa.
Por el contrario, Baroja reclamaba una novela en libertad, no encorsetada por reglas,
abierta, de numerosos personajes, sin excesivas preocupaciones estilísticas y en definitiva
accesible al gran público9. Esta postura se refleja en su respuesta a la encuesta (publicada
el 26 de diciembre de 1925), cuando declinaba ofrecer un ranquin y únicamente accedía a
nombrar seis títulos que le habían impresionado. Baroja abogaba por novelas sólidas y
animadas y no productos exquisitos y rechazaba distinguir dividir la literatura en función
de su “nobleza”. Era plenamente consciente de su éxito de ventas y de las dificultades de
profesionalización del escritor, y sabía que, más allá de las teorizaciones, en la arena
editorial la distinción se cortocircuitaba. No pocos novelistas de prestigio ansiaban el
tirón comercial, y se dolían del escaso rédito que daban sus libros. Es más, todos en algún
momento de su carrera habían participado en empresas editoriales de público masivo
(principalmente, las colecciones de novela corta) sin que ello supusiera automáticamente
una disminución de la calidad de sus obras. Este debate hacía visible las tensiones
planteadas por la que según Bourdieu es la división clave en el campo literario a partir del
siglo XIX: el espacio de producción masiva (literatura de gran público) y el de
producción restringida (literatura de minorías) (Field 113-114).
La encuesta de la que me ocupo aparecía en un momento crucial para la
novelística española no solo en el ámbito teórico sino en el terreno de las realizaciones.
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Los aires vanguardistas, que el ultraísmo, aun a trancas y barrancas, canalizó en
manifiestos, eventos y publicaciones, habían tenido plasmación casi exclusiva en el
ámbito de la poesía. Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala o Ramón Gómez de la Serna
habían aportado novedades significativas a la novela en la primera mitad de los veinte,
pero los escritores jóvenes se mostraban desorientados y reticentes a aplicar las nuevas
formas literarias al género. Además, el espacio de la literatura masiva seguía dominado
por los mismos autores de la década anterior: Alberto Insúa, Pedro Mata, Rafael López de
Haro o Vicente Blasco Ibáñez, junto a los realistas del XIX. A este panorama se sumó la
situación de las numerosas publicaciones de novela breve. Nacidas a principios del siglo
XX como una adaptación de las fórmulas decimonónicas de producciones por entregas y
folletines, las colecciones semanales vivieron precisamente su momento culminante a
principios de los años veinte, pero la alianza que años antes habían alcanzado con autores
de prestigio (Galdós, Pardo Bazán, Unamuno) comenzaba a resquebrajarse, a lo que se
unía el feroz ataque por parte de la intelectualidad, en particular hacia la literatura erótica
o sicalíptica, y la dura competencia de las nuevas formas de ocio (especialmente radio,
cine y tebeos). Por todo ello, un modelo de negocio hasta entonces exitoso afrontaba el
dilema de languidecer o encontrar nuevos modos de expresión para renovar la confianza
del público lector. El buque insignia de la literatura de quiosco, “La novela corta”, no
halló la fórmula y cerró precisamente en 1925 después de diez años y casi 500 números.
Paso ya al análisis de la encuesta, aparecida en Heraldo de Madrid de diciembre
de 1925 a marzo de 1926, auspiciada por Cipriano Rivas Cherif. Este había dejado la
aventura de La Pluma junto a su cuñado Manuel Azaña en junio de 1923, y tras colaborar
como secretario de redacción en España hasta marzo de 1924, entró ese mismo año en
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Heraldo de Madrid, donde estuvo a regañadientes10 hasta 1927 escribiendo
principalmente sobre asuntos escénicos, pues por entonces ya era conocido por su
participación en el Teatro de la Escuela Nueva11. El día 10 de diciembre Rivas Cherif
presentó la encuesta12. Una amiga le requería consejo sobre la producción novelística
española posterior al XIX y ante la responsabilidad de ofrecer una guía –esto es, un
canon–, decidía consultar a otros. La pregunta original inquiría por los “seis o siete
mejores novelistas españoles posteriores a Galdós” con su obra más característica. Se
daba por asumido que la novela era el género más representativo de la producción
literaria nacional, así como el canal predilecto de entrada en la literatura española.
Para azuzar el debate, Cherif dispuso presentar tres opiniones encontradas: la
conservadora, la liberal y la futurible. La primera, enunciada por la vendedora de la
librería jesuita “Voluntad”, restringía el canon a novelas sin peligro para la moral:
Ricardo León, Concha Espina, Armando Palacio Valdés, Gregorio Martínez Sierra,
Azorín y Tirso Medina. La segunda opinión correspondía al prestigioso juicio de Enrique
Díez-Canedo13 y allí se incluían Baroja, Valle-Inclán, Unamuno, Blasco Ibáñez, Pérez de
Ayala y Ramón Gómez de la Serna. El periodista Luis Bello sugirió que quizá las
mejores novelas todavía no habían sido escritas, por lo que Cherif propuso una tercera
lista de libros meramente anunciados: entre otros, Tirano Banderas, Tigre Juan o El
obispo leproso. Estos títulos podían modificar el listado de obras, pero no el de los
autores reconocidos, y obviaban la labor de los nuevos escritores. Ya de inicio Cherif
desplegaba varias estrategias de consagración propias del nivel de producción restringida,
esto es, el arte “serio” o “minoritario”: descartaba tanto la moral como el éxito editorial
como factores de juicio, para asumir implícitamente la pureza estética como único
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criterio de calidad. Cherif predispuso a los votantes imponiéndoles unas reglas de juego
solo aplicables a la producción restringida y apelando a la visión idealizada del campo
literario promocionada por los productores mismos (así, el repudio del provecho
económico, la exaltación del desinterés y el dejar fuera de lo literario todo lo que no sea
estrictamente estético). Además, recurrió a la opinión inicial de la crítica (Canedo, Bello)
como autoridad, invitó a participar a los profesionales del gremio (críticos, novelistas y
libreros) e incluyó en los primeros días las respuestas de varios de los escritores
involucrados.
La encuesta concluyó a principios de marzo con más de trescientas respuestas
recibidas. Exhibió una variada representación social entre los participantes, desde la alta
sociedad hasta profesionales liberales (destacan abogados, ingenieros y maestros), con
una discreta presencia de público femenino. Además contó con un nutrido número de
intelectuales, en un arco temporal idéntico al que cubría la encuesta: desde veteranos
como Baroja o Valle-Inclán hasta noveles como César M. Arconada, Juan Chabás, Edgar
Neville, Antoniorrobles o Eduardo de Ontañón. Sus opiniones reflejaban la imagen que
los actores del campo literario tenían sobre sí mismos, y cómo negociaban su grado de
representatividad y calidad –esto es, a la postre, de prestigio– entre pares en un debate
abierto a la sociedad.
El análisis de las respuestas permite abordar tres cuestiones centrales a cualquier
coyuntura de campo: los mecanismos de conformación del canon, las prácticas de lectura,
y los actos de consagración y relevo generacional. Estas cuestiones habían alcanzado a la
altura de 1925 el estatuto que Bourdieu llama de “problemáticas legítimas” (Distinción
407), debido a la creciente popularidad de formas de ocio alternativas a la lectura, al
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compás de espera ante los próximos desarrollos del género novelesco, y a una nueva
remesa de jóvenes escritores, adscritos vagamente al vanguardismo, que pugnaba por
incorporarse a las filas del poder del campo de producción restringida.
Canonización
Las respuestas proclamaron como mejores novelistas contemporáneos, por este
orden, a Baroja, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Armando Palacio Valdés,
Unamuno, Gabriel Miró y Wenceslao Fernández Flórez. Existía un equilibrio entre
autores más intelectuales, como Unamuno y Pérez de Ayala, y otros de amplia recepción
pública, como Baroja y Blasco Ibáñez. Azorín no aparecía entre los escogidos, y Gómez
de la Serna tampoco, y la terna original de siete acabó en ocho por un empate técnico
entre Miró y Fernández Flórez, algo significativo pues el primero prácticamente no
recibió votos de personas ajenas a la profesión y al segundo le ocurrió lo opuesto. En
cuanto a las novelas, el resultado fue: las Sonatas, La barraca, La hermana San Sulpicio,
Belarmino y Apolonio, La busca, Nada menos que todo un hombre, El secreto de Barba
Azul y Nuestro Padre San Daniel. El ciclo de memorias del Marqués de Bradomín vencía
como la mejor novela contemporánea, a pesar del tercer puesto de Valle entre los autores,
y se evidenciaba una polarización de los textos ganadores en los extremos del arco
temporal, con la decadencia en las décadas intermedias. La hermana San Sulpicio se
había publicado en un lejano 1889, La barraca en 1898, Las Sonatas entre 1902 y 1905 y
La busca en 1904, mientras que Belarmino y Apolonio y Nuestro Padre San Daniel eran
de 1921 y El secreto de Barba Azul de 1923. La excepción la daba Nada menos que todo
un hombre, editada en 1916 como número 28 de “La novela corta”. El veredicto final
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confirmaba la llamada generación del 98 como núcleo de la novelística contemporánea,
sancionaba tres legítimos continuadores, Pérez de Ayala, Miró y Fernández Flórez, y
excluía a las escritoras (la primera, a gran distancia, era Concha Espina). Ramón Gómez
de la Serna fue el autor más joven entre los votados, lo que prueba que para 1925 se había
asentado como recambio generacional tras Miró y Pérez de Ayala. Un aspecto singular de
Ramón es que no comulgaba con el elitismo que en general exhibían los escritores –
especialmente los más jóvenes–, y en todo momento buscaba armonizar la voluntad de
renovación con un cuidado por el aspecto crematístico. Por eso aprovechó buena parte del
espacio de su respuesta a la encuesta (11 de enero de 1926) para publicitar sus novelas y
lamentarse de su escasa salida comercial.
La encuesta rubricaba que eran los escritores prestigiosos y no los masivos los
que caracterizaban la literatura española, y ensalzaba criterios de distinción por encima
de popularidad y cifras de ventas, confirmando así la autoridad del campo restringido
para imponer sus normas, pues las clases populares, así como en general el público lector
femenino, habían mostrado preferencia por novelistas masivos e/o ideológicamente
conservadores. Por eso el 27 de enero de 1926 Heraldo de Madrid reproducía un
comentario de Paris-Soir en que se alegraban de que la encuesta aclarase de una vez
cuáles eran realmente los novelistas españoles más destacados, frente a informaciones
imprecisas como unas recientes declaraciones de Blasco Ibáñez a Les Nouvelles
Littéraires (número del 12 de diciembre de 1925) afirmando que los novelistas más
apreciados por el público eran, entre otros, Wenceslao Fernández Flórez, Alberto Insúa,
Eduardo Zamacois, Antonio de Hoyos y Vinent, Joaquín Belda o José Francés. Blasco,
dolido por la actitud hostil de la intelectualidad española, que le había retirado su favor
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precisamente por escribir para un público amplio y obtener grandes ventas, aludía a
aquellos autores que más se alejaban del minoritarismo impulsado por Ortega y buscaban
atraer el favor de los lectores.
La encuesta puede considerarse un exitoso mecanismo de canonización: reafirmó
a los autores del campo de producción restringida en la arena pública de un medio de
comunicación masivo (no en una revista minoritaria o a través de un manifiesto)
haciendo además alarde de un procedimiento democrático y participativo, frente a un
criterio de autoridad. Con ello además reivindicó, a través de la externalización de una
tarea en principio a cargo de los productores, la capacidad del público lector para dirimir
cuestiones de primacía estética, o por lo menos para participar en ellas (Heraldo de
Madrid era un periódico dirigido a las clase populares). Pero algo no funcionaba aquí y
algunos se dieron cuenta.
Desde El Sol, Julio Camba notó que la encuesta ofrecía una imagen algo
esquizofrénica del campo literario español. Pues, de la notable desemejanza entre la lista
de los mejores escritores y la de los más vendidos solo podía extraerse una conclusión:
“el público español no lee a los malos novelistas porque los considere buenos, sino
firmemente persuadido de todo lo malos que son.” Alertado por las diferencias entre
preferencias estéticas explícitas y cifras de ventas, Camba prefería apuntar a los juegos de
la hipocresía española, no contemplando como posible explicación que las opiniones de
los propios productores (proclives a arrogarse la capacidad de consagración y de
distinción estética) pudieron inducir a un buen número de votantes a silenciar sus
preferencias y a mimetizar las de los “profesionales”. Juntar productores con
consumidores provocó que el lector de a pie se sintiera lego para emitir un juicio. Así,
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Ramón G. Agenjo, portero cuarto, se animaba a responder y apostillaba, “en mi
escasísima cultura, tiempo y dinero” (30 de diciembre). El soldador Germán González (9
de enero de 1926) disculpaba su atrevimiento en opinar declarándose “novato en estos
asuntos” y juntaba a Unamuno y Baroja con Mata, Zamacois y Hoyos y Vinent.
Semanas después de concluida la encuesta, Cherif se vio obligado a dar
explicaciones sobre la inusual coincidencia de preferencias entre profesionales y lectores.
Argumentó que las respuestas provenían no del llamado “gran público”, sino de una
“clase media” dotada de preocupaciones literarias, equidistante tanto de los intelectuales
como de “la masa anónima”, y cuyo juicio representaba “el fiel de la justicia” (“Lo que
nos dice”). Una hipótesis biempensante que aun siendo cierta se basaba en la peligrosa
asimilación y confusión entre estatus social, formación y preferencias estéticas, a la
manera de la definición de masa orteguiana o a la justificación de la impopularidad del
arte nuevo al inicio de La deshumanización del arte. Cherif sabía que al abrir la encuesta
al gran público le exigía una opinión sobre lo que Bourdieu denomina el “capital
simbólico” de una literatura (es decir, sobre su valor, prestigio y jerarquización) sin tener
el “capital cultural” (esto es, la competencia necesaria para descifrar los artefactos y las
relaciones culturales) para poder juzgarlo (Rules 75, 83); por lo que este público lector o
bien expresaría directamente sus gustos –no sus valoraciones– (mostrando su falta de
distinción) o, reconociendo su carencia de capital cultural, replicaría las opiniones
establecidas por aquellos que sí lo tenían (esto es, los productores y los críticos
dominantes del campo).
El periodista conservador Fernando López-Marín llegó a una conclusión bien
distinta a la de Cherif: el resultado se explicaba únicamente si había participado en la
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encuesta “la aristocracia mental de los lectores españoles” pues –aquí se unen desprecio,
celo y ceguera–, el resto del público, mayoritariamente femenino y peligrosamente
“feminista”, estaba interesado exclusivamente en la literatura erótica. López-Marín
abonaba la radical separación entre una literatura de y para productores y una literatura
mayoritaria (a la que se degradaba), sin posibilidad de mezclas y entrecruzamientos.
El lugar de la mujer se convirtió en una cuestión controvertida. A finales del año
1925, Teresa de Escoriaza desde el diario La Libertad sugirió que una encuesta dirigida
únicamente al público hubiera resultado más ecuánime, algo fácil de conseguir si
hubieran votado solo mujeres, pues no existía ninguna novelista actual aparte de Concha
Espina. Además, las lectoras eran igualmente capaces y exhibían mayor “similitud de
gustos”. Cherif replicó que él había querido abrir la encuesta a toda la sociedad, sin hacer
distinciones de género o condición social. En un segundo artículo (3 de enero de 1926)
Escoriaza, para dar ejemplo, ofreció su propia selección. La inclusión de autores que ya
entonces encabezaban el sondeo –Baroja, Valle-Inclán o Blasco Ibáñez– confirmaba para
Cherif (réplica del 7 de enero) que ese liderazgo “no era impuro efecto del compadrazgo
literario”. Pero Escoriaza había sabido detectar la desviación producida por los votos de
escritores, que la encuesta partía de ciertos autores indiscutibles, y que en esa tesitura la
opinión de las mujeres ocupaba un espacio marginal14.
La respuesta a la encuesta por parte del editor Rafael Calleja (16 de febrero de
1926) hacía hincapié en otro asunto: la dificultad de establecer un canon en un momento
de transición. La mayoría de autores implicados continuaban en activo, y en algunos
casos (Pérez de Ayala o Gómez de la Serna) estaban en pleno desarrollo. Además, no
pocas obras a partir del 98 se apartaban de la definición canónica de novela, lo que
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técnicamente las excluía de ser elegidas. Calleja mostraba su desazón ante un corpus que
desafiaba las convenciones del género y que por tanto obligaba a cuestionar las formulas
codificadas que sancionaban lo que podía ser culturalmente aceptado como novela.
Preferencias de lectura
El análisis de la encuesta permite también ensayar un diagnóstico sobre las
preferencias de lectura a mediados de los años veinte. Hay que tener en cuenta un
contexto del que destaco tres aspectos: la existencia de una elevada tasa de analfabetismo
(del 44% de la población en 1920, aunque el número de alfabetizados se multiplicó por
tres entre 1860 y 1920) (Botrel); la eclosión de nuevas prácticas de consumo de ocio,
como el cine, la radio, los deportes, los tebeos o las revistas gráficas, que comenzaban a
ejercer dura competencia a la lectura de novelas como fuentes de diversión; y la
preponderancia entre las opciones de ocio de una sólida industria del espectáculo formada
por teatros, cabarés, y salas de variedades. A decir de Serge Salaün, el florecimiento de
este tipo de industria a principios de siglo supuso un gesto de independización por parte
de la masa, que de este modo se mostraba remisa a que las élites críticas la dirigieran en
sus gustos y aficiones (140). A esto hay que añadir, como ha señalado John Guillory, que
fue precisamente cuando los escritores vieron amenazados el impacto social de “la
literatura”, entendida como el capital cultural de la burguesía, ante las nuevas formas de
ocio, que tomó fuelle el debate sobre el canon. Asimismo, los productores del campo
restringido percibían que los gustos de la mayoría de los lectores se inclinaban hacia los
autores más sencillos y por tanto se agrandaba la distancia entre los consumidores y la
alta literatura, o dicho de otra manera, las obras de autores de calidad (con la excepción
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de Baroja) no conseguían el favor de los lectores, como sí había ocurrido décadas atrás
cuando la lista de los mejores y de los más populares era similar (caso de Galdós). Las
respuestas de la encuesta aquí analizada avalan esta idea: así, el 4 de enero de 1926 “dos
señoritas del Metro”, que consideraban sus votos representativos de muchas lectoras,
confirmaban la victoria de los escritores masivos entre el público femenino y las clases
populares, al elegir a Pedro Mata, Eduardo Zamacois, Alberto Insúa, Rafael López de
Haro y Curro Vargas.
Las opiniones de dos libreros refrendaban las tendencias apuntadas. Dentro del
campo literario, los libreros actúan como mediadores, y están en contacto con los
productores tanto del campo de producción restringida como del de producción masiva;
pero naturalmente no comparten con los primeros ni su lógica de la autonomía ni el
menosprecio del éxito económico (lo que Bourdieu conceptualiza como un mundo
económico invertido) (Field 74). De este modo, el librero, en tanto que productor del
valor de una obra, generalmente equipara el capital simbólico de un autor con su talento
para vender, su conexión con el público lector y su nivel de celebridad (esto es, su
capacidad de generar capital económico), apartando asuntos de reconocimiento y
consagración entre los mismos productores. Por eso el librero Pedro Tormos defendía en
su respuesta (18 de enero de 1926) que debían arrinconarse cuestiones de calidad y
apuntar a los libros de probado éxito: La Barraca, La hermana San Sulpicio, Las
inquietudes de Shanti Andía, Corazones sin rumbo, Los pueblos y La casa de la Troya. El
realismo, el sentimentalismo y las historias con sabor local prevalecían, y dominaban los
autores masivos. Otro librero, P. Lahoz (13 de febrero de 1926), corroboraba esta idea y
dividía el campo literario entre los escritores que “venden siempre” (Blasco y Baroja) y
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aquellos con buenas cifras de venta pero menor demanda: Palacio Valdés, Mata,
Zamacois, Insúa o Pérez Lugín. En relación a los lectores, el autor de Cañas y barro tenía
el público “más grande y heterogéneo”, mientras que a Baroja, Azorín, Valle y Unamuno
“los leen principalmente los intelectuales y la juventud estudiosa” (es decir, aquellos
dotados de capital cultural). Palacio Valdés ganaba entre el público femenino, y las clases
pudientes preferían a Mata, Zamacois e Insúa.
Ante esta situación, la encuesta podría interpretarse como un intento de ofrecer
algo similar a una guía de lecturas que reafirmase en el público mayoritario la necesidad
de incorporar al acervo de lecturas los autores cumbres de los últimos tiempos. Además,
como indicó John Guillory al hablar de la fabricación de cánones, la lista proporcionaba
una sensación de comunidad al crear una “imaginary totality” (37). Un canon establecido
aporta un sentido de dirección y unidad, y afianza así el rol de la literatura como
instrumento –y como institución– de cohesión simbólica entre individuos y colectivos
(Even-Zohar). Ahora bien, la reivindicación del valor de la alta literatura, frente al
acaparamiento del mercado por parte de la literatura masiva, también implicaba, como
indicó Alberto Sánchez Álvarez-Insúa a propósito de los juicios negativos sobre la
literatura masiva por parte de intelectuales, que en cierto modo se rebajaba la idea de “la
literatura concebida como libertad individual, como ejercicio solitario, […] como
diversión” (19), en pro de una visión purista y jerarquizada de lo literario. Y es que la
crítica, y los propios productores de producción restringida, tienden a convertir la alta
literatura en referente normativo para la población lectora, e interpretan su manera de
realizar la cultura (desinteresada, refinada, sublimada) como natural y superior (frente al
placer de los sentidos, de lo fácil o de lo divertido), replicando así en el campo literario
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las diferencias y desigualdades existentes en el campo más amplio de la sociedad. El
capital cultural participa de este modo en el proceso de dominación al hacer que ciertas
prácticas parezcan superiores incluso a aquellos que no las practican, que se ven
conducidos a ver sus preferencias como inferiores y a excluirse a sí mismos de las
prácticas legítimas. Para ello el capital cultural combina una diferenciación horizontal
entre tipos de discurso y una diferenciación vertical que categoriza lo “realmente”
literario como canónico, opuesto a discursos imaginativos “menores” que no alcanzan el
nivel. Estas elecciones verticales u horizontales están basadas en ciertas presuposiciones
críticas, condensadas en la idea de lo “literario” entendido como aquello artísticamente
estilizado, intransitivo, temática o representacionalmente complejo, polisémico, y
vinculado a valores universales (libertad, desinterés, espiritualidad, inteligencia). La
literatura de producción restringida se conceptúa como “dominante” frente a la literatura
de producción masiva, pese a ocupar una posición de inferioridad en términos
económicos y de popularidad. Para neutralizar la fuerza de la literatura de producción
masiva, la “dominante” se arroga simbólicamente “lo literario”, esto es, sustituye el
capital económico por capital simbólico como marca de prestigio; y entonces demoniza la
dependencia de las leyes del mercado por parte de la literatura masiva, además de
despreciarla en tanto que “entretenimiento”. Frente a esta, la auténtica literatura se ofrece
como un producto especializado aprehensible únicamente a través de una “mirada pura”,
con lo que aparta a una parte mayoritaria de la sociedad, el público lector masivo. Pues
para poder disfrutar de la producción restringida es necesario poseer el capital cultural
proporcionado por un particular tipo de educación, la educación “estética”, tener
disposición estética y los códigos indispensables para descifrar esas obras exclusivas. La
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clase dominante y los propios productores aluden a una “disposición estética” y un
“desinterés” para hablar del modo específico de consumo de sus productos, diferente del
puro valor de intercambio comercial. El círculo se cierra: Tener la disposición estética
depende de tener acceso al tipo de conocimiento poseído por los productores y por eso es
exclusivo. Añadiré que, frente a la centralidad que el escritor ocupaba en el campo de
producción restringida, una de las razones del éxito de la literatura masiva y
especialmente de las colecciones de novela corta era precisamente el aprecio por el lector
común. Su opinión tenía un peso considerable y se le halagaba atendiendo a sugerencias
y críticas y también a su juicio estético, y así las editoriales organizaban concursos
literarios de noveles en los que el lector se convertía directamente en juez y por tanto en
productor de capital simbólico. La reacción por parte de la cultura “dominante” fue, muy
especialmente a partir de 1920, el intento de convertir a esta literatura masiva,
socialmente mayoritaria, en “residual”, quedando así como único desafío a la hegemonía
de la dominante en esta dialéctica, sugerida por Raymond Williams (121-127), el
surgimiento de una cultura “emergente”, representada por los escritores del Arte Nuevo.
Consagración y relevo generacional
En opinión de Leonardo Romero Tobar (533), alrededor de 1895 se produjo en
España el establecimiento de un campo de producción restringida frente a la producción
en masa. La entrada en el siglo XX amplió la distancia cada vez mayor entre los
productores del campo restringido y el público, y en la década de los veinte por
mediación de Ortega esta brecha adquiría carta de naturaleza como signo de los tiempos.
Para los escritores jóvenes, la equiparación entre valor literario y público minoritario fue
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durante unos años un punto de partida irrenunciable. Esto suponía la implantación
definitiva del principio de economía invertida según el cual una obra adquiere mayor
prestigio literario cuanto más se separa de fines crematísticos y apela a ideales de pureza,
‘arte por el arte’ y desinterés, y consecuentemente se ofrece como un producto de
minorías. Los jóvenes escritores patrocinaron los criterios de novedad, originalidad y
dificultad por encima de preferencias del público, y mostraron su rechazo al mundo
editorial de producción masiva. Todo ello dentro de un proceso de legitimación de sus
propios postulados artísticos, y de sí mismos como nueva generación y vanguardia de la
renovación literaria, lo que consecuentemente provocó situaciones de enfrentamiento con
el núcleo central del campo literario.
El examen de las opiniones de los numerosos escritores jóvenes que participaron
en la encuesta del Heraldo (Antonio Espina, César M. Arconada, Eugenio Montes,
Francisco Vighi, Edgar Neville, Antoniorrobles, Juan Chabás o José López Rubio, entre
otros) nos permite reconocer sus preferencias literarias y su actitud frente al pasado
inmediato, y por tanto cómo respondían al desafío de las últimas líneas de Ideas sobre la
novela de examinar cuidadosamente la situación presente de la novela. Casi todos los
jóvenes se decantaron por la terna de autores que desde el principio dominó la votación:
Unamuno, Valle, Azorín, Baroja, Miró y Pérez de Ayala. Con ello mostraban sus propias
adscripciones estéticas y su reivindicación de un tipo específico de novela, aquella que
aunaba calidad junto a un uso elaborado y generoso del lenguaje, cierto grado de
experimentación y un notable perfil poemático (algunos como Juan Chabás,
Antoniorrobles o Eduardo de Ontañón exigieron añadir Platero y yo, a pesar de no ser
novela). Esta uniformidad confirmaba el rechazo a todo un grupo de escritores masivos.
19
López Rubio (respuesta del 15 de febrero), hablaba sin ambages de “las fracasadas
generaciones literarias anteriores a ellos [los jóvenes] (la llamada del “Cuento Semanal”,
por ejemplo)”, y concluía que, con las excepciones de Pérez de Ayala, Miró y Gómez de
la Serna, no habían surgido novelistas de interés desde el 98. Edgar Neville desdeñaba la
literatura masiva como inactual y resultado de la mercantilización de la literatura y
asumía que su público lector carecía de suficiente formación (9 de febrero). La
canonización buscaba reafirmar la exclusividad como principio de la separación de
esferas entre literatura minoritaria y masiva, y de manera indirecta legitimaba las
diferencias sociales.
Las opiniones sobre el pasado estaban claras. Los escritores mayores votaron por
nombres consolidados y no dudaron en incluir preferencias personales que se salían del
canon. El público general se atuvo a replicar el canon o votó por autores de masas. Los
jóvenes combinaron establishment con desprecio por la literatura popular. Esto confirma
el principio de disensión limitada en cuestiones de canonización: el acuerdo completo es
raro, así como la divergencia radical. El canon es una lista imaginaria que nunca aparece
completa ni incontestada en una circunstancia.
Asunto distinto era el futuro. Los procesos canonizadores reflejan la tensión entre
productores consolidados y productores emergentes que disputan el poder y se sienten
desplazados. Los jóvenes escritores sí poseían el capital cultural necesario para afirmar
sus preferencias sin plegarse dócilmente a las valoraciones establecidas y en
consecuencia aprovecharon la oportunidad de la encuesta en un medio masivo para
incorporar la cuestión del relevo generacional. Argüían que el reconocimiento de los
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valores pasados no podía ensombrecer la existencia de una nueva promoción que
reivindicaba su inclusión en el campo de producción restringida.
Para impulsar una modificación de la estructura de campo los jóvenes autores
exigieron –aunque fuera en forma de boutade– una pequeña parte del capital simbólico –
prestigio y celebridad– implicado en el proceso de canonización. Por eso insertaron entre
las mejores novelas alguna obra joven –todavía sin reconocimiento por parte los mayores,
dominadores del campo–, para sustentar que ya existían pruebas de calidad. Así, Eugenio
Montes (respuesta del 8 de febrero de 1926) incluyó “El río fiel” de Jarnés (sin importarle
que no fuera ni una novela, ni hubiera aparecido en volumen), y un tal Virgilio Villena
incluyó a Jardiel Poncela. Otra maniobra reivindicativa consistió en trasladar la atención
de los autores consagrados a los nuevos valores. Y es que, como ya señaló Lotman, la
oposición centro-periferia dentro de la semiosfera (esto es, el campo literario) se acaba
transformando en una oposición entre ayer y hoy (15). En esta línea, el escritor Eduardo
M. Del Portillo propuso (22 de diciembre de 1925) iniciar una encuesta paralela
inquiriendo si existían nuevos valores literarios en España, a lo que Cherif se negó
arguyendo que ya eran notorios ciertos autores jóvenes, así Gabriel Miró o Ramón
Gómez de la Serna, a los que podían añadirse los recientemente premiados Claudio de la
Torre y Huberto Pérez de la Ossa. Aquí Ramón volvió a dar pruebas de su tacto para
navegar entre las fricciones de los agentes del campo. Declinó dar su voto y propuso una
lista alternativa enunciándola no como una sustitución sino como una invitación a
“ampliar el rango de lecturas”. Ahí aparecían desde imberbes vanguardistas (Valentín
Andrés Álvarez con Sentimental dancing o Notas marruecas de un soldado de Giménez
Caballero) a preferencias personales como Silverio Lanza o Gutiérrez Solana. López
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Rubio utilizó una táctica distinta desafiante entre el reconocimiento y la exigencia de
capital simbólico: tras haber votado un elenco canónico el 12 de enero de 1926, volvió a
participar el 15 de febrero con una lista poblada exclusivamente por jóvenes,
argumentando que ya existía un relevo “en calidad y personalidad”. Su segunda votación
incluía En la vida del señor Alegre de Claudio de la Torre, Tres de Antoniorrobles,
Sentimental dancing de Valentín Andrés Álvarez, Santa mujer nueva de Antonio Porras y
“El río fiel” y “Paula y Paulita” de Benjamín Jarnés.
La respuesta más reveladora en este sentido fue la César M. Arconada (8 de
febrero de 1926). Al más puro estilo vanguardista, antipasatista y polémico, tildó de
"peores novelistas" a todos los consagrados y propuso un nuevo canon según el cual,
después de Gómez de la Serna, el resto “pertenecen a mi generación”. Pero estos eran, en
realidad, no autores concretos, sino el “Sr. Futuro”, el “Sr. Promesa”, el “Sr.
Desconocido”, el “Sr. Moderno”, el “Sr. Intento” y el “Sr. Joven”, lo que refleja el grado
de confianza que el joven palentino tenía en el porvenir literario, pero también la escasez
de novelas vanguardistas. Respuestas como esta muestran la ansiedad de los jóvenes por
autoafirmarse entre el público, pero muy especialmente entre los actores centrales del
campo literario. Para ello se valieron de asertos con un claro estatus performativo, esto es,
en los que primaba por encima de las valoraciones concretas el gesto de afirmación
literaria.
Para concluir, espero haber mostrado que la encuesta sirve como una sutil
radiografía de las distintas actitudes dentro del campo literario español en un momento de
encrucijada sobre los nuevos rumbos literarios, y especialmente sobre la redefinición del
horizonte novelesco español. En las páginas de Heraldo de Madrid, y auspiciada por una
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pregunta casi inocente, se desplegaba una tupida red de fuerzas, posiciones, tomas de
posición y estrategias en la que el debate puramente ocupaba en realidad un pequeño
espacio dentro de complejidad dinámica del campo de producción literario. Como sugiere
el modelo de Bourdieu, la discusión sobre el canon –en sus distintas versiones, pelea
entre antiguos y modernos, entre los artistas consagrados y la vanguardia, o entre visiones
divergentes del canon o de un género– constituye de hecho una dinámica central de
cambio en el campo cultural, porque lo que en el fondo está en entredicho es la definición
legítima de literatura y de práctica literaria.
NOTAS
1 Hay que distinguir estas encuestas de los “informes” u “observaciones generales”,
basados en obtener respuestas por parte de jefes políticos provinciales o locales, y que ya
se practicaban en Francia en el siglo XVIII. 2 Es famosa en ese sentido la encuesta sobre el ciclo vital en España (costumbres de
nacimiento, matrimonio y muerte) que la Sección de Ciencias Morales y Políticas del
Ateneo de Madrid promovió en los años 1901-1902. 3 Sirva como ejemplo de esta evolución la siguiente comparativa: En noviembre de 1916
Enrique Gómez Carrillo impulsó desde el diario El Liberal una encuesta a los libreros
sobre la crisis del libro español; no recibió ninguna respuesta. Veinte años después, el
Almanaque literario para 1935, editado por Guillermo de Torre, Esteban Salazar Chapela
y Miguel Pérez Ferrero, incluía nada menos que tres encuestas y las respuestas de más de
cuarenta escritores. 4 Valgan de muestra tres encuestas con una temática muy similar a la que aquí analizo. La
organizada en octubre de 1959 por La Estafeta Literaria donde se les pedía a escritores,
editores y críticos que analizaran la situación presente del género novelesco. La de la
revista Quimera en 2002 a 48 destacadas personalidades literarias preguntándoles por las
mejores novelas españolas del siglo XX. Y la de 2013 del diario ABC que inquirió a 100
personalidades de la cultura por las mejores novelas españolas publicadas desde el año
2000. 5 Algunas excepciones son la encuesta de Federico Navas, Las esfinges de Talía o
encuesta sobre la crisis del teatro (1928), las dos sobre la vanguardia en La Gaceta
Literaria, que sí han sido ampliamente discutidas, las aportaciones de María Pilar Celma
Valero y Xaquín Núñez sobre las encuestas en el modernismo y el estudio de Eduardo
Hernández Cano en torno a la encuesta de El Sol de 1927.
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6 Como se observará, cuando aludo a Bourdieu en las páginas que siguen hago uso de
ideas nucleares constantemente utilizadas en sus escritos sobre el campo cultural; las
páginas que indico remiten a lugares donde Bourdieu proporciona una explicación
específica o una presentación de esas nociones. 7 Un caso similar se dio en las dos encuestas que el crítico Nicolás González Ruiz hizo en
julio y septiembre de 1925 desde el diario católico El Debate, pero que eran muy poco
representativas por la escasez de personas entrevistadas. Las preguntas tenían que ver con
qué tipo de libros preferían los lectores (y participaron tres libreros), y con “¿Qué
concepto tiene usted de la literatura?” (y respondieron seis ciudadanos anónimos,
“personas honorables”). Extraigo la información de Villarías Zugazagoitia (26-28), que
aporta más detalles. 8 Acercamientos decisivos al tema del porvenir de la novela son, además del citado libro
de Fernández Cifuentes, los de Gustavo Pérez Firmat y Domingo Ródenas de Moya,
aunque todavía no contamos con un análisis minucioso de este debate en los años de
entreguerras en España, sobre el que se centran mis investigaciones actuales. 9 Como es sabido, la respuesta de Valle-Inclán ante este dilema fue la novela colectiva,
donde los protagonistas individuales eran sustituidos por protagonistas colectivos, pero
escrita en un lenguaje no apto para legos. Esto sería, en el terreno de las realizaciones,
Tirano Banderas. En torno a este asunto y en general a las opiniones de Valle sobre la
novela a las alturas del año 1925, véase Juan Rodríguez. 10 Cherif habla en varias ocasiones despectivamente del Heraldo, quejándose además de
su escasa remuneración, en su correspondencia con Azaña, recogida en la biografía que le
dedicó, Retrato de un desconocido (1961). 11 Sobre la trayectoria de Cherif, véase Aguilera Sastre y Manuel Aznar. Específicamente
sobre sus ideas sobre la novela, véase Fermín Ezpeleta. 12 No es baladí que la encuesta apareciese precisamente en Heraldo de Madrid. Cruz
Seoane y Sáiz (344-45) explican que el periódico vespertino pasaba en esas fechas por
una profunda crisis debido a la competencia de La voz e Informaciones (su tirada llegó a
estar en unos ínfimos 1.500 ejemplares) y por tanto necesitaba reforzar los canales de
conexión con el público lector. Eso explica que cuando Manuel Fontdevila se hizo cargo
del periódico en 1927 entre sus exitosas medidas de relanzamiento estuviera el potenciar
aún más la publicación de encuestas. 13 Sobre el rol de Díez-Canedo como crítico y su ascendente sobre los jóvenes escritores,
véase la introducción de Alberto Sánchez Álvarez-Insúa a la edición de Obra crítica. 14 Sobre Teresa de Escoriaza y su papel como defensora de derechos de la mujer, véase la
aproximación de Marta Palenque.
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