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ERRANCIA CAIDAL SEPTIEMBRE 2021
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BARBARELLA D´ACEVEDO
CUENTOS, POEMAS Y BREVES APUNTES
Cuentos:
-El jardín japonés.
-El último evangelio.
-Raíz.
Poemas:
-Perenne, tu recuerdo.
-Ciega.
-Puntos cardinales.
Breves apuntes:
-¿Poesía femenina o poesía feminista?
-Ensayo: Rosamary Argüelles, Esta, mi yo, libre de culpa…
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EL JARDÍN JAPONÉS
Una frase y sientes que el mundo cambió. Tu padre ha muerto. Y cambió para siempre. Mi
padre ha muerto. El mundo dejó de ser redondo. Se curva de una manera irremediable. Se
retuerce. La mala noticia. Una línea en un correo electrónico escrita por alguien a quien no
conozco, de un país que no he pisado nunca. Y no quieres pisar, nunca quisiste. Una frase
así. Sin más explicaciones. De algún amigo quizá. Amigo suyo.
Estaba viejo ya, pero nunca pensaste. O sí. Y no deseabas creer, o imaginar. Porque las cosas
malas, las cosas tristes, es mejor no anticiparlas. ¿Y ahora?
Vives solo. Y no tienes un hombro para apoyar la cabeza.
Ni siquiera estoy seguro de querer llorar.
Ayer comencé a hacer un jardín japonés. Un jardín seco. Karesansui. Marqué el espacio con
piedras de río, chinas pelonas. Un utilísimo, como le llaman ahora. Dicen que es bueno para
relajarse. Y siempre necesitas sosiego. Porque quieres escribir y no lo consigues. Estás por
cumplir cuarenta años. Y tener esa crisis de la que tanto hablan, crisis también de los
hombres. Aunque las mujeres pretendan sea privativa de ellas. Debería bastarles con el
síndrome premenstrual, los dolores del parto, o la menopausia.
Me pregunto si debo continuar con el jardín, seguir a partir del punto en que lo dejé.
Continuar con la rutina si ahora todo cambió. Los hombres también lloran, como reza el título
de algo que ni siquiera sé muy bien qué es. Pero ya recuerdas. Una novela colombiana, o
mexicana, de aquellas, de la vecina… Los hombres lloran. Pero ni siquiera estoy seguro de
querer llorar. Y se murió mi padre.
Meditar primero en la realización del jardín. Luego en su contemplación. Meditar a través de
los gritos de vendedores de cosas sin importancia. El ruido del reggaetón en los carros de la
calle.
Revisas los materiales. La arena en el saco, arena de construir, alcanza para cubrir el piso de
toda la sala, no solo el metro cuadrado que seleccionaras ayer, al centro de esta. Por fortuna
casi nunca viene nadie a la casa. Cualquiera se extrañaría con tu jardín. O eso que llamas
jardín. Un cuadrado árido, de polvo, y piedras. Solo viene la mensajera, la mujer de los
mandados. Los trae cada mañana. El pan de la libreta y a veces algo más. De paso intenta
seducirme. Enseña la dentadura enferma y se apena porque estás solo en una casa tan buena.
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Una casa tan buena, tan vacía y tan vieja. Y tu padre del otro lado del mundo. Ahora muerto.
Arena rastrillada en círculos concéntricos. ¿Qué dirá la mandadera al verlo?
Meditar en la medida en que se construye. La peste de la basura de la esquina. Cosas podridas.
Como un escritor sin lograr escribir. Comida que ya nadie va a comer.
Te cuestionas, si envías otro email a la dirección, de dónde llegó la noticia. Una dirección
cualquiera. Desconocida. Tu padre ha muerto. Nadie ni siquiera se molestó en firmarlo. Me
pregunto si alguien contestará. Algún amigo. La enfermera del hospital. Un médico. Alguien
a quien pidió el favor hacia el final. Su final. En el instinto de no perderse en el mundo para
siempre.
La arena para el jardín seca las manos. Irrita la piel. Duele un poco. Pero no sé sí tengo ganas
de llorar. ¿Cómo se relaciona mi padre a un jardín japonés?
Si tu padre tuviera que ver con algo sería con un personaje griego. Del teatro. La tragedia.
No porque su vida fuera una tragedia. No lo fue. No hubo hados. Al contrario. Él marcó su
destino. Como quiso. Fue una tragedia en todo caso, por eso del exceso de hybris. El orgullo.
Como en Homero, o en las obras de Sófocles. Sobre todo en las de Sófocles, aunque también
en las de Esquilo. En Eurípides menos. Y la hamartia. La falta trágica. La capacidad de
“destarrarse”, romperse los tarros. Como se dice aquí. Pero sin conciencia del hecho. Todo
por la búsqueda de la felicidad. La propia. Por encima de las felicidades de los otros. Y me
digo, quizá tuvo razón. Tal vez. En irse. Si creyó que con eso se salvaba.
Quiero rastrillar la arena para el jardín con mis pies. Evocar el recuerdo del último verano
junto a él. En la playa. Los tres juntos. Mamá, papá y nené. El último y el único. Un lapso de
tiempo del tamaño de una piedrecita. Nada de importancia. Ya crecí. Y sané. La belleza es
imperfecta. Y los recuerdos. La arena es el mar en los jardines secos. Como el mar que él
atravesó para ser feliz. O el que te separa ahora de tu padre.
Sí. El jardín ahora debería ser un buen entretenimiento, una forma de ocuparme, y no pensar.
Sobre todo no pensar. Pensar para qué. Pensar, en todo caso “de qué manera quieren ser
colocadas las piedras”. Las piedras también tienen deseos. Es cuestión de animismo. A tono
con lo japonés.
Lo cierto es que alguien podría decirme alguna cosa. ¿Dónde lo van a enterrar? Al menos
eso. Seguro lo incineran. Es lo más barato en todas partes. Menos aquí. Aquí siempre el reloj
gira en sentido contrario.
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Y a ti deberían respetarte la posibilidad de procesar el duelo. Un hijo debería ostentar ese
derecho. Es lo mínimo. La oportunidad de realizar los rituales respectivos. Algo. El velorio.
Sepultar. Aunque fuera un poco de cenizas falsas.
Podrías ir. Conseguir la visa a las Seychelles. Tú has oído hablar de la Cruz Roja. ¿Servirá
en este caso? No. Solo sirve cuando el que espera, el que va a morir, todavía está vivo. Al
menos eso creo. De cualquier modo podrías comprar un pasaje a Victoria. Subir en un avión.
Me pregunto cómo será lo de obtener una visa. Ahora dicen que viajar es más fácil. ¿También
será fácil en mi caso? Eres un posible inmigrante. Solo. Escritor de medio tiempo. Escritor
fracasado sin tiempo para escribir. Sin deseos. Profesor de literatura para sobrevivir. Solo
eso. Sobrevivir. Sin grandes entradas económicas. Entradas de las otras sí. Cabeza casi calva,
sí. Sin perro, gatos, hijos. Solo un jardín japonés, en la sala de tu casa. Y el olor de los mangos
a punto de fermentarse en los árboles del patio.
Él tenía perro. Una mujer. O varias. Y al menos un hijo. Pero él era Agamenón. Preparen los
barcos. Sacrifiquen a Ifigenia a los dioses. No importa. ¡Hay que llegar a Troya! Y yo fui
Ifigenia. Y ahora tal vez un poco Electra. ¿Lo vengarías si fuera necesario? ¿Si Egisto y
Clitemnestra lo hubieran traicionado?
Pero desvarías. Nadie lo traicionó y fue feliz como pudo. Cuánto pudo. Donde quiso. En las
Seychelles. Este Agamenón murió de muerte natural. Lo mató la vejez. Solo eso.
De todas formas está el problema del dinero. Para el pasaje. Porque sí. Todos pueden viajar
ahora. Siempre y cuando tengan el dinero para hacerlo. Solo que tú no posees el dinero.
Nunca lo he tenido. Y tampoco es cuestión de pedir un préstamo, si yo sé que jamás voy a
ganar para devolverlo. O a lo mejor puedes desaparecer en el mundo. Y así no necesitarías
preocuparte por reembolsar la deuda. Pero seguro es necesario alguien que se responsabilice.
Se haga cargo en caso de uno desaparecer. Eso tampoco lo tienes. ¿Y si hicieras un acuerdo
con la mandadera? ¿Ella podría servir? Le dejas la casa a cambio. O es más simple y no
alcanzo a verlo... Podría vender la casa. Pero entonces ya no tendrías adónde volver. Y qué
va a ser de ti en las Seychelles.
No sé si siento dolor, dolor suficiente. Como si hubiera formas de medir los sentimientos. Y
fuera preciso usar balanzas, pesos. Quizás es que hice el duelo ante mi propia muerte. Fui
Ifigenia. Mi padre me sacrificó. Si estoy muerto ergo, no puedo sentir nada. Y todo es una
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simulación. Como el jardín artificial. Como todos los jardines. Simulación de un orden en la
naturaleza. Algo que debe ser y es, aunque a la fuerza.
La última vez, por teléfono, él dijo algo. Quería volver. Yo hice silencio. Pero él era
Agamenón. Y tú Casandra. Y a lo mejor avizoraste alguna cosa. Aunque no deseabas
responder. Era su vida. Todavía era su vida. Nunca le reclamé nada. No le iba a rogar. Menos
ahora, en la treintena. Ya no te hace falta. También posees tu hybris. Después no dijo más.
Se despidió. Pero quedó un vacío, como de cosas que debían ser dichas. Ya nadie las dirá. Ni
Ifigenia. Ni Electra, Ni Orestes, ni Crisótemis. Ni mucho menos Agamenón. Porque
Agamenón ya no va a regresar.
Nada debería importar más allá de este jardín. Ni siquiera aquello sin alcanzar. Porque la vida
es también eso. Lo que uno no consigue. Una ausencia. Como el papel en blanco. La falta de
palabras. O de afectos. Y solo debería ser trascendente el pedazo de sala por transformarse
en mundo. El cosmos. Cosmos de arena. Karesansui. Piedras a colocarse. Cuba y las
Seychelles. Y dos criaturas de Isla. Por acá está la Habana. Por allá debe estar Victoria. Y en
Victoria el cadáver de mi padre en espera de una decisión que por primera vez no va a ser
suya. En espera de un hijo que no puede llegar, porque no tiene cómo. O no sabe. O no quiere.
O quiere decir no. Y entonces alguien que no es el hijo de mi padre va a optar por la
incineración, lo más barato. En el mundo todo cuesta. Y morir también tiene su precio.
Quisiera saber cómo fue. Si murió al menos tranquilo. Como si eso pudiera darme algún
consuelo.
Tal vez si dispusiera la piedra más grande a la derecha lograría romper el equilibrio. La
simetría. La piedra padre. Y todo se vería menos falso, construido. La belleza está en lo
imperfecto. Lo inconcluso. Desde ese punto fue bella la relación con papá. Imperfecta.
Inacabada.
Tal vez en lugar de un jardín japonés habría sido provechoso hacer un altar de muertos. Como
los mexicanos. Un altar dónde pudiera despedirme de mi padre. Quizá pueda pegarle una
foto a cada piedra. Papá, mamá y nené. Y entonces será un altar de vivos, un jardín de vivos
dónde logremos estar juntos. Aunque lo pueda deshacer si quiero. Y llorar.
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EL ÚLTIMO EVANGELIO
Estaba en mi cuarto y me había pinchado con cuanto estaba disponible. Aquello ya empezaba
a dar resultados, aunque el efecto tardase un poco más cada vez. Empecé a sudar como loco,
si bien por dentro me sentí frío aún, cuando las CUCARACHAS comenzaron a subirme por
el cuerpo. Y yo a tratar de matarlas una a una. Di pisotones firmes, a diestra y siniestra,
aplastándolas con las manos. Y como no lo lograra, o resultó que ellas eran invencibles,
inmortales también, probé a tragármelas. Pero entraban por mi boca como insectos y luego
me caminaban por debajo de la piel. Era un ardor insoportable. Y unas ganas locas de
arrancarme la carne a tiras. Hasta que al fin lograban salirme por cada agujero convertidas
en algo tremendo, como unos pájaros grises que crecían y crecían en su ascenso por las
paredes y se quedaban mirando acechantes. No era agradable y sin embargo tampoco me
causó miedo. Porque ya estoy un poco acostumbrado y es el efecto normal de mezclar tantas
cosas, y en especial de ir subiendo la dosis cada vez, por los siglos de los siglos.
No obstante me faltaba bastante para llegar al otro lado, al umbral... Cada vez se me hacía
más difícil. No importó que tragase a la vez una pila de pastillas de esas que ahora llevan el
nombre de Eva y que cambian de apelativo a cada década. Y los pájaros no iban a marcharse,
pues era hasta probable que al rato se convirtiesen en algo peor. Pero mientras, yo iba a seguir
experimentando, con cuanto estuviese a mi alcance. Y si me daba prisa aún podría ver la
puesta de sol en el cañón.
Tomé la maleta y salí de mi apartamento a toda prisa, porque si llegaba a encontrarme con
alguien podía preverse lo que iba a pasar. A fin de cuentas, ya lo había hecho antes, tantas
veces. Y todos me parecen monstruos cuando estoy así. E incluso, aunque no lo esté. Se trata
quizá de que proyecto en ellos lo que soy yo. Y corrí dando gritos y tapándome los oídos con
los ojos entrejuntos, hasta alcanzar mi carro parqueado a media calle, para salir mientras
sonaba el claxon incesante, en el medio del tráfico, a velocidad máxima. WELCOME TO
THE JUNGLE BABY. YOU KNOW WHERE YOU ARE? Puse la música a volumen máximo.
YOU ´RE IN THE JUNGLE BABY, YOU GONNA DIE. Y la cabeza me retumbaba como si
fuese a romperse cada vez que cogía una curva, o me saltaba un semáforo. Justo como aquella
vez ¿hacía ya cuánto? Unos dos mil años, más o menos… Apenas eso… Y después además,
las siguientes, que se me tornaban confusas de tanto reiterarse… Aunque en ninguna de esas
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otras, se iba a repetir ya el mismo dolor, sino algo como en sordina... Tenía la garganta seca.
Y con un nudo. Me di un trago de lo primero que encontré a mano, un poco de whisky, o un
fondo de coñac, sin poder distinguir qué estaba bebiendo, pues mi lengua era entonces pesada
y gruesa, como un trapo. Seguí mi camino a toda marcha. El carro debía parecer una flecha,
una cosa de otro mundo... Los pájaros me iban persiguiendo aún, e intentaron chocar contra
la ventanilla. Decidí matarlos a todos y fui yo quien arremetió contra ellos. YOU GONNA
DIE. Frené cuando estaban más cerca y el automóvil aquel se inclinaba hacia adelante de
modo que a ellos no les daba tiempo a esquivarlo. Cuantas ganas de reír me provocó eso.
WELCOME TO THE JUNGLE, malditos pájaros traicioneros. Pero al explotar en un reguero
de sangre y plumas se convertían en bolas de fuego. Y ya estaba previsto: era cuestión de
minutos que la poli comenzara a seguirme. Pero yo no quería perderme la caída de la tarde,
ni muchos menos aspiraba a pasar otra noche en una celda de aquellas, que era como yo
presentía que había de resultar el infierno, si bien nunca lograse conocerlo. NI EL
INFIERNO. NI EL CIELO. Ambos vedados para alguien como yo. En eso me vino un buche
con sabor a basura podrida pero conseguí bajarlo con un trago y otro par de pastillas. No
había llegado yo a este momento de mi vida para que me venciera el vómito. Pero el dolor
de cabeza era infernal. Y me zumbaban los oídos. “Habrá un momento en que lo logre” dije
en voz alta para animarme. Porque al final no deseaba acordarme de mi historia. Ni siquiera
de la jornada previa, en que había vuelto a cometer traición, no por costumbre o hábito como
otras veces, sino como una forma de venganza. AAAAAAH. Yo quería gritar. Y puse el pie
en el acelerador. Si bien antes aspiré un poco de heroína delante del timón, sin dejar de rodar,
dando tumbos lo mejor que pude por aquella carretera interminable. Y es que ya lo había
probado todo, todas las variables quiero decir. Como si quedase algo para demostrar…
COMETERÁS TRAICIÓN HASTA A LA HORA DEL SUEÑO. Traición. ¡Traición! Y así
fue que traicioné a aquel que casi era como un hermano para mí. Y no es que se me haya
vuelto el corazón de piedra. Al contrario, siempre fui desde antaño quien amó más. Pero
ahora estaban las llamas aquellas, que antes fuesen pájaros, pegadas a los cristales. Y el carro
iba a arder pero yo no moriría. Ya me había pasado tantas veces. Debía pincharme otra vez,
antes de llegar al cañón, a ver si lograba por fin un poco de calor en el cuerpo. Porque estaba
frío y era todo flacidez, como si me hubiesen quitado la carne y la sangre y me fuese a quedar
así, cual una llanta inútil, sin aire para siempre.
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Y lo había hecho, una y otra vez, más de trescientas veces. Con todos mis hermanos, porque
a lo largo del tiempo no tuve uno solo, sino muchos. Y fórmulas distintas… Agarré otra
pastilla de la guantera, varias de ellas. Y las mastiqué como caramelos.
Hasta llegué al apuñalamiento cara a cara. Y a verlo así retorcerse frente a mí con pánico.
Mientras tenía que explicarle eso, y decirle “Al final vas a salir ganando. Ya te lo digo yo.
Por mi causa vas a igualarte con el otro, y nunca soñaste tanto. Tú, que vales tan poco.” A
cualquiera de ellos… EXPLICARLES. Para entonces verlo retorcerse, poner los ojos en
blanco, en la frustración de creer que solo soy un loco. Hasta al fin quedarse quietecito, y en
PAZ. Esa paz celestial que nada más consigo ver en los rostros de otros y que me ha sido
negada tantas veces. Y que anhelo desde los tiempos de aquel. Y me da envidia. Halé el óbolo
de la jeringa con los dientes. Sostuve el timón con una mano y con la otra el frasco. Volví a
pincharme.
Y las cucarachas, volvieron a aparecer, solo que ahora no podía pisarlas, y las dejé caminar
por encima de mi cuerpo hasta que estuvieron a punto de tragarme. A las mujeres, también
las traicioné. ¿Con motivo de qué debía yo ser distinto con alguna de ellas? ¿O leal? Ya iba
dándome golpes, sacudiéndome, para librarme de esa tanda de insectos y el carro andaba en
zigzag, dando tumbos de un lado a otro. ¿Leal para qué? Si con mi hermano no lo conseguí…
O sí… Lo logré, pero solo en la forma en que él lo pidió y que ni yo mismo entiendo, ni
siquiera a estas alturas. Mucho menos en aquel entonces. Porque todos me repudiaron. Y él
me olvidó, sin dar explicaciones…
Y los bichos otra vez hacían de las suyas. Los tenía en todas partes y era muy molesto sentir
como reptaban por mi cara. Iba casi a salirme de la carretera a volcarme. No me dejaban ver
y tampoco tenía espacio allá dentro para maniobrar. La jungla estaba invadida.
Y tenía yo el recuerdo de su cara y deseaba de una vez dejar de verla, porque su rostro era
peor que las cucarachas y los pájaros. Su cara era la luz que agonizaba para que sobre el
mundo se esparciera la oscuridad. Como esta oscuridad de ahora… En que retornaba, igual
que todos los días, a caer la tarde... Lo peor fue cuando tuve que besarle, como el mismo
pidió, y llamarle “MAESTRO”.
Y ahora iba de nuevo a volcar el automóvil para cambiar de escenario en un rito continuo y
eterno, porque al final me tocó interpretar el personaje menos amable de la historia. Las
cucarachas salieron disparadas junto a la explosión de vidrios rotos. Me golpeé en la cabeza
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y de nuevo fue la MUERTE dolorosa, porque sigo por siempre obligado, a la restricción de
esta humanidad de carne. Pero ya estaba ahí, al borde del cañón, a la caída de la tarde. Aunque
otra vez él se iba a olvidar de mí, y no regresaría a buscarme como me prometió. Se me
negaba la entrada a la santísima gloria y yo tendría que irme, con el sol a la espalda, rumbo
al otro lado, al reino de las sombras, donde tampoco me iban a aceptar… Para volver otra
vez a la vida, sin esperanza, ni buena nueva, o evangelio.
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RAÍZ
La miró con atención al pasarle el mate y ella temió por un momento que él advirtiera la
pequeña libreta de notas, abierta entre sus manos, la libretica de hojas blancas y vacías, en
las cuáles ella no había escrito aún ni una palabra... Bárbara temió verse obligada a hablar de
eso, casi tan amargo como la bebida. Y quizá también del motivo para encontrarse allí, sola
en su viaje que aunque un día iba a acabarse, no pretendía llevarla a ningún lado...
Tomaban el mate sentados junto al fuego, en medio de la noche, para calentarse un poco por
dentro, tanto frío. Y el mundo era entonces diminuto, con canto de grillos cual música, al
fondo. Solo existía ese espacio minúsculo que alumbraba la hoguera y afuera a lo mejor el
resto, tal vez las montañas, a cuya ladera habían acampado al caer la tarde. O no existía
nada… El mundo podía ser también nada. Apenas islas de gente sentada junto a distintos
fuegos…
—Mañana el camino será largo. Pero hoy ya fue suficiente…
—Mañana será… —repitió ella y dejó casi sin darse cuenta, la frase sin cerrar.
Y sin embargo, pensaba en quien era. Sin desear adentrarse en detalles de recuerdos, sentía
más bien la que había sido, y todavía presente en esa carne suya, contenida. Aventuró que
quizá algún día en el futuro, iba a pasarle aquello, sus sentimientos informes, defectuosos y
volvería a estar bien... Aunque tuviera ahora tal dolor continuo al centro del pecho, una pena
sin alcanzar a resolverse, un dolor que era preciso cuidar...
—Siempre mañana —le replicó él con una sonrisa que poseía la cualidad de parecerse a
tantas, si bien justo eso era cuanto tenía de especial.
Ella percibió por primera vez junto al fuego, el tono de los ojos de él, del mismo azul que
aquel lago del cual habían llegado a bordear un tramo durante el día, de un azul profundo, un
poco raro, hasta cambiante, un azul dónde a lo mejor podrían vivir especies extrañas, fuera
del tiempo o por descubrirse. Un lago, semejante a un mar en medio de la tierra. Con especies
que quizá mañana se revelarían. Siempre mañana… Y le resultó raro no haber notado la
profundidad alarmante de tales ojos con anterioridad.
“Sus ojos, como si pudieran verse solo a través del humo”, se dijo.
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Y trató de ubicarlos en algún resquicio de su historia personal. Pero solo alcanzó a presentir
los de otro hombre, bien distintos… Se estremeció de pronto.
“Todos los lagos, son un trozo de mar”, pensó y se preguntó si pasaba igual con los hombres,
si a fin de cuentas, se trataba a perpetuidad de un mismo hombre y echó de menos el mar...
—Cuatro días ya de camino y lo que está por delante es justo el mañana. Al menos por un
rato. Aunque nunca se sabe —volvió a sonreírle el guía.
Y ella pensó, sin saber bien porqué en sus ganas de hablarle a él de muchas cosas, y en
particular de la abuela vendedora de muñecas de colores a la que habían encontrado en algún
rincón del vasto camino. Muñecas tejidas, en las que los hilos sustituían a la sangre, así se
dijo, como si tales seres pudiesen tener sangre, fluidos, o fuesen las hijas de la anciana. Antes
o después, uno era fruto de algo…
La pareja que los acompañaba, se refugiaba a tal hora en la casa de campaña cercana y
procedía de una región fronteriza de Canadá. Durante cuatro días no habían cesado de hablar
en la lengua de ellos, que pretendía sin embargo mezclarse con aquella del sur del mundo
hasta que acababa por salirles un idioma disonante y terrible. Y el guía debía prestarles
atención. Bárbara no, a ella ni siquiera le interesaba escuchar el habla absurdo de la pareja
extranjera, desconectado de la tierra que pisaban.
Bárbara y el guía eran también forasteros, y no obstante el entorno no se resentía con sus
palabras y les aceptaba también el mutismo, en especial el mutismo. Sin embargo, cuando el
matrimonio emprendía su diálogo, una especie de fuego cruzado, el aire se volvía seco y se
levantaba un polvo árido. Quizá para obligarlos a callar, el clima y la tierra se hacían así
cómplices del silencio.
La mujer se exaltaba por motivos impensables y hubo que detenerse durante el día pues quiso
mirar una por una las artesanías de la abuela; también a fin de que consiguiese examinar de
cerca a la anciana de trenzas blancas y ropa abrigada tejida; la abuela de colores similar a sus
muñecas, en medio del paisaje semejante a un inmenso desierto.
Bárbara quiso hablarle al hombre de ojos azules de la abuela y de la incertidumbre que le
produjo hallarla allí, como si se identificara con ella en un mañana todavía por llegar, un
mañana inmóvil, en el cual esperara, viendo a muchos de paso, mientras se mantenía sentada
sobre una roca del camino… La abuela hecha de preguntas… Porque era preciso averiguar
quién era, o había sido, y asimismo su infancia y si el amor la había tocado y cuándo. Habría
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deseado hasta dedicarle una frase a esa señora en su cuaderno de notas y sin embargo no lo
hizo. Y luego trazar su propio nombre, el nombre “Bárbara” en la arena, el suyo y otro
nombre. Y quiso contárselo a él y explicarle también que a ratos, en los últimos tiempos, se
le perdían las palabras donde el resto tenía más para decir.
La pareja sí le tomó fotos a la anciana, en el intento vacuo de preservar los recuerdos,
encapsularlos para luego someterlos a descongelación si llegaba el momento. Tomaban fotos
de todo. Compraron muñecas, regalos para que luego sus amigos se vieran obligados a
tenerlos presentes, a resguardarlos también en la memoria de las nimias urdimbres de hilos.
—Y que mañana permanezca algo, aunque sea mentira —musitó ella.
Pero había pretendido expresar otra cosa, contarle más a él, quizá solo porque tenía esa forma
de verla, de mirar, cual si al final nada tuviese demasiada importancia pero a la par como si
comprendiese.
Bárbara pensó explicarle como a pesar de lo ilógico le hubiera gustado tener en tal instante
con ella también una de las muñecas, poseer una muñeca junto a su pecho, semejante a un
bálsamo, que le permitiera acunar la seguridad de hallarse allí y no en otro lado…
—Cuanto está por delante es el futuro y atrás no sé —dijo en voz alta y se arrepintió
enseguida. Se sintió tonta cual si pudiese fallar en lo de causarle buena impresión a ese guía
que le parecía más un gurú o un chamán. Y así y todo resultaba hasta justificable lo de meter
la pata, máxime luego de pasar el día sin hablar, a solas con los pensamientos mientras se
intentaba descubrir una forma en cierta nube, o simplemente escalar las lomas de la tarde. La
única aspiración era transcurrir en el presente y aguardar el mañana, porque cada paso era
una forma de alejarse de una que a ratos dolía...
Y quiso decirle mucho, explicarse, tejerse ante él para ser vista en el mundo, desenredarse
incluso, formar parte del mundo, sin lograrlo…
—¿Sigue el tiempo una sola dirección? —volvió él a interrumpirle los pensamientos a
Bárbara.
Tenía ya el guía recostada la cabeza a su mochila, y el cuerpo en el saco de dormir. Ella lo
imitó y se dispuso a observar el cielo. Colocó la libreta abierta contra el pecho y pensó en
otra noche eterna por delante, con la continuidad del insomnio…
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—Mañana cruzaremos algún río... —afirmó Bárbara pero el guía ya no le respondió, así que
debió resignarse a permanecer despierta en su soledad, atrapada en esa suerte de limbo con
estrellas, que olía a cenizas y a la vez a aire puro.
“Llevo como estrellas clavadas, o espinas, o acaso sean tan solo agujas de tejer y ni el frío
me basta, o me anestesia”, se dijo, porque el dolor era grande...
Lo más difícil era evitar que en la madrugada sin ruidos, su pensamiento se esforzase en
trabajar, en armar a retazos ciertas manos prontas, o el timbre de una voz, que sin embargo
no alcanzaba a situar en su historia, cual si recordara a medias lo vivido hasta semejante
hora…
“Si pudiera al menos mirar el pasado” repitió para sí: “Y atenuar esto”.
A pesar de los días de camino no había conseguido conciliar el sueño ni una sola noche, y ni
la sorprendía no sentirse cansada.
La abrumaba, eso sí, su batalla perdida contra la desmemoria, desmemoria de la mente, ya
que no de sensaciones, pues las sensaciones estaban ahí y pretendían poner de cabeza a esa
parte suya que exigía el derecho a la existencia pese a la oscuridad reinante, oscuridad de
noche y alma. El mañana por llegar pretendió la negación de esa que era y la dejó con una
sensación agridulce a cuestas...
El guía le colocó una mano en la frente y la sacó de su letargo justo al alba.
—Hoy, ya es mañana —sonrió él.
La pareja canadiense se encontraba presta, luego de un desayuno instantáneo y sin sabor a
nada, tan distinto del mate que le extendiera el guía. El mate era amargo, quizá como la vida,
pero no lo dejaba a uno indiferente… Bárbara también sonrío:
—Hoy acaso cruzaremos ríos, vamos a amar al sol…
Y se avergonzó de nuevo de sus palabras, o su deseo de llamar a ese hombre “gurú” y de
mencionar el sol y hablar de amor, todo en una misma frase… Pero él la alcanzó a mirar con
sus ojos de color profundo, y ella se supo en paz.
—Sobrevivir a cada nuevo paso. Solo eso... No importa si uno no sabe —le respondió…
—Vamos.
—Vamos…
Cada uno confirmó su disposición para seguir adelante. Y caminaron. Otra vez Bárbara en
su silencio de sonámbula, perdida en el sueño incapaz de concretarse en sus noches. De nuevo
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volvió la pareja al hablar incesante y llegó el polvo cómplice, dispuesto a obligarlos a callar.
El guía estuvo atento, pendiente de las necesidades de la marcha. Caminaron y solo hacían
pausas breves para recuperar las fuerzas, o beber y merendar…
Él le ofreció unos mangos y ella debió disimular las preguntas, y fue esa, otra forma de
apreciar que aunque se hablara de un mañana, el pasado subsistía aún, la perseguía. Ella
anhelaba saber de dónde eran, de qué tiempo y también el por qué habían brotado esos frutos
que le recordaban a su tierra, y cómo habían llegado hasta ahí. Presintió el viaje, que habían
hecho, desde una etapa de semilla simple, plantada a saber por quién, con cuáles sueños, o
pasado. Le preocupaba en especial el por qué habían nacido, o de quien. Y que habría de
pasar ahora, que los labios del guía iban a chupar la semilla para despojarla de la pulpa. La
interrogante era si esa semilla sería fértil o nada, enraizaría o no, mañana, en especial mañana.
Pero ella no se atrevió a indagar, ni a decir nada. Y contemplaba el mundo con espíritu de
recién nacida. Los labios del guía…
Bárbara sintió que el hombre la miraba a ratos, de un modo distinto al de jornadas previas. Y
dudó… Quizá era ella quien lo veía de manera diferente. Prefirió así huir de sí misma y
además apartarse, quedar un poco rezagada en esa marcha que no los enfrentó a ningún río,
pero en la cual el sol y el aire seco les hizo arder la piel. Caminaron con sus mochilas a cuesta,
con cuanto eran. Vieron a grupos de gente pasar de largo, pero solo de lejos. Bárbara pensó
en lo que quedaba atrás y en la anciana, que estaría quizá en el mismo sitio, a la espera
todavía…
“Como yo…” se dijo. “Solo que la abuela acaso sabe y yo no. Y yo, nada”.
Deseó verla de nuevo y así cerró los ojos a la marcha. Comenzó a andar con los ojos
herméticos para saberla frente a ella, detenida al borde del camino con sus arrugas, las
manchas en el cutis, el sol a tope. Hasta que se sintió de súbito como una de aquellas muñecas
con un tejido bajo la piel, llena de hilos a los que no lograba adivinarles un ayer, ni destino.
Pero lo peor, lo más difícil no era el porvenir sino el pasado díscolo y escurridizo.
Y llegó al fin la noche. El aire se sentía denso, como si de un momento a otro pudiera llover,
pero aún así se reunieron junto al fuego y ella pensó en la cualidad también sagrada del humo,
capaz de purgar…
“¿Pero qué?” se preguntó. Pues tampoco estaba segura de cuál parte de su vida necesitaba
purificarse. Bebió el mate sin hablar y eludió las miradas del guía, que supo respetarle
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entonces la indiferencia. Y se fingió dormida. Y se creyó dormida y le llegó a fragmentos,
sin avisar otra vez, el roce de unas manos a su noche para encenderle el sueño, confundirle
el cuerpo, que recobró de repente minutos de memoria. Y la vigencia de esa madrugada se
integró a un ayer, torpe y doloroso.
Al amanecer su silencio confrontó a los otros, incluso a la pareja extranjera y la naturaleza
en torno. Esta vez, no hubo un “vamos” sino solo miradas… Bárbara, no obstante, habría
deseado, contarle a él, en especial a él, cuanto le ocurría y ni ella misma alcanzaba a entender,
porque era el pasado, un momento en que fue chica, semilla, o hilos, al menos hilos, las
muñecas de la abuela y después cuando creció hasta amar, en unas manos ya extraviadas…
Y volvieron de nuevo al camino. Atravesaron un trozo de selva y en la distancia contemplaron
unas ruinas.
—El tiempo no es lineal —musitó el guía.
Porque las ruinas pertenecían al pasado, pero se encontraban ahí en ese instante del presente
y quizá mañana iban a permanecer todavía, a esperar, como la abuela al borde del camino,
porque todo era un ir y venir, en que se podía retornar a lo mismo muchas veces: hilos, raíz,
árbol, manos, frutos, labios.
Pero ¿mañana?, ¿cómo alcanzaría ella el mañana si le costaba de sobra cada paso? Si al
menos hubiera podido hablar, escribir en su libreta de notas eso, informe, que no podía
nombrar. Muy despacio emprendieron el ascenso a la colina. El matrimonio iba rezagado. El
guía le ofreció el mate, pero ella no quiso beber. Algo dolía adentro, en el pecho, más de lo
usual… Siguieron la subida. Y en cierto momento Bárbara debió apoyarse en el hombre. Pero
él la miró y ella se llenó de un pudor extraño, y cierta sensación de pena y miedo, ¿cómo
hablar? ¿o hablar para decirle qué? Y hubo un instante en el cual creyó que no conseguiría
alcanzar la cima; pensó rendirse:
“Ya está. Suficiente”, se dijo, pero aún así persistió.
Solo arriba pudo por fin sentir al aire estremecer su cuerpo, golpear su rostro y entrar con
fuerza en sus pulmones. Si bien cerró los ojos porque el dolor se le hizo de pronto más
persistente. Debió arrodillarse, y repitió en voz alta:
—Ya está.
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El guía se le acercó, cual si supiera. Bárbara quiso hablarle, contarle todo y el dolor, también
el dolor, pero él le acarició la frente con su mano cálida para limpiarle las gotas de sudor.
Ella debió sentarse, le suplicó con un gesto que se alejara y él se colocó al margen, en silencio.
Bárbara se deshizo del abrigo y luego, como pudo, retiró la pequeña libreta de hojas blancas
de su pecho. La libreta sin palabras, estaba empapada de sangre. El pecho de Bárbara
sangraba incesante. Su blusa clara tenía una mancha grande, que pronto se extendió además
a la tierra, el suelo...
La pareja extranjera había llegado también a lo alto por fin… La mujer, se tapó los labios
con las manos para no decir nada, y su marido, en cambio, abrió mucho los ojos. Bárbara
temió que fueran a hacerle una foto y llegasen a registrar ese momento con vistas a un después
en el mañana, para así comprobar luego que no lo habían soñado en un sueño conjunto. Pero
quizá la sorpresa de los eventos obraba a su favor y ellos se mantuvieron a distancia,
intrigados y en pánico, cual si estuvieran observando por azar, una suerte de ritual antiguo al
que no tuvieran permiso.
Bárbara sollozó y solo entonces se llenó de valor para llegar al final del asunto. El guía no
dejaba de mirar, como si buscara socorrerla, pero ella se mantuvo firme. Tras cierto esfuerzo
y casi al borde del llanto, consiguió con sus propias manos y un grito abrirse el pecho de una
vez. Le costó una voluntad enorme extraer su corazón, que era de estambre e hilos.
“Siempre tuve corazón de muñeca, corazón de tiempo” respiró, como si lo más difícil hubiera
ya pasado.
Y el hombre susurró en la proximidad cual si adivinara, de nuevo:
—Solo que el tiempo no va nunca en una sola dirección.
Bárbara se sintió el pecho ligero y una suerte de alivio repentino. El corazón todavía le
palpitaba entre sus manos y ella pensó: “está vivo, y si vive debe tener memoria, forma,
nombres, cuerpo, olor y ya no hará falta contar nada, hablar, porque puede al fin verse...”.
Aunque después no supo qué más hacer y entonces fue su ofrenda… El guía se acercó a ella,
y la mujer escogió confiar, suplicante. Él abrió el suelo con las manos para enterrar semejante
marasmo, en continuas pulsaciones de vida… Ella lo colocó en la tierra, como si fuese una
semilla, si bien le dijo adiós sin exageraciones. Pensó en cuanto podía haber sido y además
en aquello que no: ciudades, hijos, nombres cenizas, un pequeño ramito de azahar, olor a
mangos en sazón, restos de mate, labios y manos incapaces de perdurar.
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Todavía se preguntó qué nacería, en esa tierra y también en su pecho que aún sangraba
abierto. ¿Qué iría a sustituir eso que ya no era, en su interior, al llegar un nuevo día? Pero
incluso sin aventurar una respuesta se sintió leve, como nunca antes. Cuando el guía tornó a
sonreírle pudo notar la vista que ofrecía la mañana, desde aquella altura de la montaña: las
ruinas, pero también el lago inmenso, al alcance de la mano. El lago y unos ojos profundos.
Y lejos, los otros…
El pasado no se había ido y sin embargo ya era el futuro, el mañana y a la vez un único
presente, porque el tiempo no era capaz de seguir una sola dirección.
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POEMAS
PERENNE, TU RECUERDO
Hablamos un lenguaje fragmentario,
de poemas, canciones, postales
y a menudo silencios.
Sin conseguir mirarnos, ni siquiera a los ojos.
Acaso, muy de vez en vez,
me cuentas tus historias,
de la selva,
o de muerte.
Los arcaicos rituales.
La magia, de tus antepasados...
Tus dolores sin sueños.
A momentos, yo,
por no saberte leve,
intento a toda costa
convidarte a la vida.
Y perfumo tus ojos con colores.
Te presento uno a uno, mis pájaros
de fuego.
Mas, rehúyes la pasión de mi sangre,
la carne de los ángeles.
Por hábito, me olvidas...
Y en esas noches de frágiles estrellas,
que nunca vemos juntos,
en medio de mi insomnio,
persistente me aferro,
a tu noble recuerdo.
A las manos de entonces,
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cuando fuimos tan niños.
Y a la voz ya perenne, de hombre...
Rezo entonces por traerte de vuelta,
De allá, del otro lado,
de ese reino de leones, y sombras,
al que no pertenezco.
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CIEGA
Rodeada de leprosos,
que insisten en tomarme de las manos,
conducirme,
seguida de cerdos,
de chillidos de cerdo
en que, como es común,
habitan los demonios…
Ciega.
Sin saber si llevo los ojos vendados
o exhibo una condición de nacimiento.
Mientras los leprosos me empujan
a una fila de tullidos
a esperar un milagro.
Siento sus manos ásperas.
El sonar de las campanitas de sus cuellos.
Y risas.
“Te toca hacer la fila de tullidos”
me dicen.
Y sin saber porqué río también.
porque todo me parece que es siempre así.
La vida,
como mi espera de ciega en esa fila.
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PUNTOS CARDINALES
Que no me contamine
de vuelta la tristeza
La tristeza tristísima,
tan mía.
Aquí mientras aguardo
al borde del sendero.
Margen de tiempo roto.
Margen de anhelo y humo.
Y yo la que no sabe.
Y yo,
la que me olvido
los puntos cardinales,
Yo, casi nada,
Nadie…
La que al decir tu nombre,
se aborrece.
All we need is love
La esperanza
Debe salir de adentro
De uno mismo
Sobre todo
En los tiempos que corren
En tiempos como este
Se le parte una cuerda a mi guitarra
Lennon y Yoko
Realizan su encamada
Para detener otra guerra
Yo te regalo una flor
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Y mi fe en ti
Un lirio solitario
Come together
Pretendo cantar
Solo con cinco cuerdas
E intento hacerte
Razonar
No decaigas
Estaré aquí
Vete a salvar al mundo
Justo ahora
Probemos esta forma
Come together
De hacerlo
Luego decidiremos
A dónde escapar
O si escapamos
Sabes que
Podemos cambiar
El mundo
Imagínalo
Y hacer la paz.
Con solo empezar
Por amar hoy.
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¿POESÍA FEMENINA O POESÍA FEMINISTA?
BREVES APUNTES
La poesía feminista nace asociada a la poesía femenina, a una voz de mujer que se construye
como sujeto lírico y coloca a la par a la mujer en el centro de la creación, para hablar y
pensarse y decir lo que siente y como lo siente. La literatura —e incluso el discurso femenino
en tanto parte de esta—, ha estado dominada a lo largo del tiempo por los hombres. La donna
angelicata, al abandonar el rol asignado por tradición, exhibe su realidad material, alma y
cuerpo, y exige “mírame, estoy aquí y ahora” y este primer gesto de rebeldía prefigura un
cambio. El hecho femenino articulado de tal forma se torna en sí mismo transgresor, en tanto
rompe con la dinámica patriarcal y se centra en la renuncia al puesto asignado de objeto al
que se le canta, para devenir protagonista del poema.
El primer escritor de quien se tiene un registro histórico, ya que llegó a firmar su trabajo, fue
Enheduanna, alrededor del 2000 a. C., una mujer de Mesopotamia. En ella el don poético se
desarrolla en relación a su triple función como suma sacerdotisa del templo del dios Nannar
(La Luna), diosa encarnada —representante de la divinidad— y princesa —tuvo un
protagonismo político en su tiempo—. Sin embargo hoy su nombre permanece casi en el
olvido. Ya lo dijo Virginia Woolf en su ensayo Una habitación propia (1928-1929):
“Cada vez que una lee de una bruja tirada al agua, de una mujer poseída por los
demonios, de una curandera vendiendo hierbas y aun de la madre de un hombre célebre
pienso que estamos en la pista de un novelista, un poeta abortado, o una Jane Austen
muda y sin gloria, una Emily Brontë rompiéndose los sesos en el páramo o recorriendo
con desolación los caminos, trastornada por la tortura de su genio. Me atrevo a adivinar
que Anónimo, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer.”(1)
No obstante el tiempo ha regalado voces, que han ido posicionando un modo de hacer
femenino al dar voz a los sentimientos e inquietudes de muchas, hasta llegar incluso a
1 Vriginia Woolf: Una habitación propia, Daruma, 2014.
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denunciar la posición relegada que ha ocupado la mujer en la sociedad, así como su aspiración
a la igualdad. La poesía se anticipa y así en Latinoamérica se desarrollan claras expresiones
de tal sentir, incluso mucho tiempo antes del desarrollo del feminismo como movimiento.
De manera temprana, en el siglo XVII Sor Juana Inés de la Cruz, se atreve a decir “Hombres
necios que acusáis/a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis”,
con ácido sarcasmo, esta exponente del barroco novohispano, se centra en el comportamiento
hipócrita del género masculino y lo satiriza en sus célebres redondillas.
Ya entrado el siglo XX la transgresora poeta modernista mexicana Nahui Olin (María del
Carmen Mondragón) en El cáncer que nos roba la vida, un poema que es casi un manifiesto,
denuncia: “El cáncer de nuestra carne que oprime nuestro espíritu sin restarle fuerza, es el
cáncer famoso con que nacemos —estigma de mujer— ese microbio que nos roba vida
proviene de leyes prostituidas de poderes legislativos, de poderes religiosos, de poderes
paternos”. En el caso de Nahui el pensamiento que refleja en la obra se imbrica de un modo
íntimo a su vida, ya que ella se caracterizó por quebrar las normas y tabúes de su tiempo: en
1922 era una mujer divorciada y tuvo varias relaciones sin llegar a casarse. Activa desde el
punto de vista cultural, fue también pintora y como modelo posó desnuda para pintores y
fotógrafos de su tiempo; entre ellos Diego Rivera, Rosario Cabrera o Edward Weston.
Contemporánea de la Mondragón y para más, modernista, al sur del continente la escritora
argentina, Alfonsina Storni también reflexiona en su obra acerca de su lugar como mujer en
el mundo. En ¿Qué diría la gente? cuestiona su “libertad de ser” por encima de la imposición
de cualquier “deber ser” dictado por la sociedad, mientras que en Hombre pequeñito
comienza por compararse con un canario, para enfatizar su necesidad de volar libre, lejos
incluso de los dictados del amor o las relaciones: “Digo pequeñito porque no me entiendes,
/ni me entenderás./Tampoco te entiendo, pero mientras tanto/ábreme la jaula que quiero
escapar;/ hombre pequeñito, te amé media hora, no me pidas más.” De manera similar en su
texto Mujer, su contemporánea, la uruguaya Juana de Ibarbourou, enfatiza: “Cuando a mí me
acosan ansias andariegas/ ¡qué pena tan honda me da ser mujer!” Este sentir alcanza a la
también uruguaya, Ida Vitale, exponente de la generación del 45 y Premio Cervantes. Ella en
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Fortuna, reivindica los derechos de la mujer, y expresa: “haber podido hablar, caminar libre
(...). Ser humano y mujer, ni más ni menos.”
En el caso de la poeta cubana Carilda Oliver Labra se observa algo por lo menos singular. Si
bien a simple vista no pareciera pretender la reflexión directa que realizan sus congéneres
con respecto a la posición de la mujer, con su poesía erótica ofrece otra mirada de lo
femenino, que resulta también transgresora. A lo largo de siglos, la sexualidad de la mujer
ha sido ninguneada desde una cosmovisión patriarcal que tiene su origen en la religión y
luego se transfiere incluso a movimientos políticos y establece la necesidad de castigo para
la Eva incitante mientras exalta la castidad y pureza a través de la figura de la Virgen María.
De ahí que la obra de Carilda se torne también osada desde esta perspectiva, en tanto el
erotismo puede ser en sí mismo una infracción a lo establecido, máxime si es una mujer quien
rompe la norma. Más allá de las múltiples obras perseguidas a lo largo del tiempo por este
motivo cabe recordar, ya que aquí se alude a poesía femenina, el incidente de censura en el
semanario Marcha, durante el año 1956, relacionado con el verso “un pañuelo con sangre
semen lágrimas”, en el poema El amor de Idea Vilariño. Carilda Oliver redimensiona la
condición de hembra cuando exige “hazme otra vez una llave turca”, pero también en su tan
célebre Me desordeno, amor me desordeno desde una carnalidad que no necesita siquiera del
atenuante del amor —“acaso sin estar enamorada”— para entregarse a ser.
Hoy siguen surgiendo voces, en Latinoamérica y el mundo, y trasciende que la poesía
femenina pueda ser hondamente feminista, en su sinceridad descarnada, en el orgullo con
que devela el sentir, pensar, o hacer de un sujeto lírico, que se reconoce mujer. Así Gioconda
Belli reafirma: “Y Dios me hizo mujer,/ de pelo largo,/ojos,/nariz y boca de mujer./Con
curvas/ y pliegues/y suaves hondonadas/y me cavó por dentro,/(…)/ Todo lo que creó
suavemente/ (…)/ las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días/por las que me
levanto orgullosa/ todas las mañanas/ y bendigo mi sexo.”
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ROSAMARY ARGÜELLES, ESTA, MI YO, LIBRE DE CULPA…
BARBARELLA D´ACEVEDO
Rosamary Argüelles García irrumpe en el panorama literario de esta isla, al revelarse como
poeta ante los lectores en un primer libro publicado por Ediciones Luminaria en 2019: Esta,
mi yo, resulta un título sugerente, pero a la vez provocativo, invención de alguien que no se
oculta tras una máscara, sino que por el contrario hace de su vida y de sí misma acto creativo
sincero.
Esta escritora, nacida en Santa Clara, aunque radicada en Sancti Spiritus, transita inquieta de
la música, al diseño gráfico y a la literatura: “veo la relación expresiva de cada manifestación
artística y disfruto complementarlas. Todo cuanto necesitas es vivir el arte. Todas las artes te
brindan la satisfacción de expresarte a través de tu creación, de hacerte comprender a través
de la empatía con otros.” Encuentra también satisfacción en dirigir el centro de promoción
literaria Raúl Ferrer de Sancti Spiritus, pues esa es su trinchera, “el lugar desde donde
defiendo la literatura y su comprensión y escuchar, sobretodo escuchar y responder a las
necesidades como mediadora.”
Sus autores recurrentes son Alberto Rodríguez Tosca, Alberto Peraza, Jorge García Prieto,
Anisley Miraz Lladosa, Luis Amaury Rodríguez Ramírez, Alejandra Pizarnik, José Lezama,
Dulce María Loynaz, Jesús David Curbelo, Waldo Leiva. Lee mucho, en especial a sus
contemporáneos “y una gran cantidad de textos narrativos”. Curiosa, como ella misma se
describe, pareciera en una búsqueda constante de sí misma, en tanto escritora y artista, que
la lleva a superarse en ese eterno proceso de crecimiento que consigue ser la vida: “En poesía
unas veces llega una imagen, ya sea por medio de un recuerdo, una conversación o a través
de la observación. Los temas pueden ser los comunes entre quienes nos dedicamos a escribir.
Creo que la diferencia está en el modo de expresarlo.”
Los poemas de Esta, mi yo parecieran ser parte de un diario, sin serlo, un recorrido, sin fechas,
ni títulos donde la escritora expresa el sentir ante lo cotidiano de sus circunstancias; este
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transitar en el espacio tiempo la hace penetrar con voz universal también en tantas
cotidianidades, tal vez a simple vista distintas o distantes de la suya:
“Soy una breve pausa que imita mi ser:
errar es la constante.
Sola,
repercuto en el aire que limpio
para guarecer a mis hijos
en los tocados de ese, casi mío.
Un alma
con el deseo de evitar
los civilizados o antagónicos designios
soy;
sé que existo,
aunque otros no me vean
aún”.
Rosamary “sabe que existe aunque otros no la vean aún” y esto es en principio también su
poesía, un instante de autodescubrimiento, que le permite conocerse para integrar ese mundo
del que se sabe parte. El sujeto lírico de su poemario resulta “una breve pausa”, en la que
quizá muchas consiguen identificarse. Y es que esta autora construye su obra, tanto en Esta,
mi yo, como en poemarios posteriores, de los que ha ido develando versos en múltiples
publicaciones, también desde su condición femenina: “mi discurso poético, se basa en lo
intimista, ya sea desde la fortaleza humana, como mujer…” Porque justo el “ser mujer”,
alienta su creación, no a partir del eterno femenino patriarcal al que aludiera Goethe al
concebir a la Margarita de su célebre Fausto, sino como un ente vivo y actuante que siente y
se expresa, y desde tal libertad, se reafirma: “las mujeres llevamos una carga discriminatoria;
existe la incomprensión desde los seres que conforman la sociedad, y la peor de todas viene
de otras mujeres, en esta realidad, en cómo nos transforma o estigmatiza se basa la literatura
femenina en su mayoría. (…) en un mundo controlado históricamente por hombres, es
imposible que las mujeres tuviesen un reconocimiento desde su capacidad igualitaria, sería
perder el control.”
También esta escritora se asume madre y desde tal sino construye y escribe: “mis hijos, todo
cuanto hago está lleno de ellos.” Con orgullo refiere que su hija Rosangel diseñó la imagen
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del escarabajo que aparece a pie de página en Esta, mi yo. Asimismo revela que su hijo más
pequeño inspiró su libro infantil de narrativa, La alternativa de Hum, en el que recrea el
universo fantástico dónde un niño se enfrenta a la expectativa de crecer.
En el poema Ovarios, Rosamary explora en ambas condiciones, de mujer y madre,
recurrentes en su poesía:
“(…) las hormonas a la cabeza en una sociedad
que no pare madres,
solo castra mujeres después de serlo.
(…)
Una madre feliz no olvida ser mujer,
se extasía como un hombre en el deseo de más carne,
una mujer feliz lleva los ovarios libres de culpa”.
El hecho femenino inmanente a su escritura le permite reflexionar e incidir en los lectores y
también en la sociedad: “somos nosotras las que debemos cambiar el mundo desde la casa,
amando seres humanos que nos consideren sus iguales, educando hijos que respeten nuestra
individualidad y nos vean no solo como sus madres, sino como seres humanos con
necesidades humanas.”
La poesía de Rosamary denota síntesis, brevedad, así como metáforas expresivas sin caer en
falsedades ni retoricismos. Mujer, amante, madre, en cada verso, ella tiene la capacidad de
llamar a las cosas por su nombre, de nombrar así a la angustia, la soledad, el agotamiento, la
menarquía, la carne, la masturbación, pero también al deseo erótico:
“Esta, mi yo,
se abre entre tus piernas;
expone
el cuerpo cóncavo, ungido, inquieto,
con la voz quebrada,
dejándote en los huesos.”
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Intensidad y emoción son rasgos presentes en la poesía de esta escritora, una poesía que es
indagación y amor por la creación también y que en mucho se parece a su autora, una mujer
en la búsqueda de sí misma, en la búsqueda constante de la palabra para crear su mundo y el
próximo poema, reconocerse, develarse y transformar, libre de culpas, y que confiesa el
anhelo de ser recordada, sobre todo por las futuras generaciones de su propia familia:
“Busco
un viajero cansado,
una forma de huir,
un cuento nocturno,
una explicación.
Busco un imposible (…)”
Barbarella D´Acevedo. La Habana, Cuba, 1985. Escritora. Profesora y redactora jefa de la
Revista Cúpulas en el ISA, Cuba. Teatróloga y graduada del Centro de Formación Literaria
Onelio Jorge Cardoso. Obtuvo los Premios XIX Certamen de Poesía Paco Mollá 2020
(España), I Premio de Poesía Rosa Butler 2020 (España), La Gaveta (2020), Bustos Domecq
(2020), Mención en el Hermanos Loynaz (2020), Primera Mención en el Premio Calendario
de Literatura infantil (2020) y la Beca de creación Caballo de Coral (2018), entre otros.
Publicó Alta definición, una antología de cuentos cubanos inspirados en los medios de
comunicación audiovisual con Editorial Primigenios (2020) disponible en Amazon. Textos
suyos han sido publicados en Cuba, México, Colombia, Ecuador, Guatemala, Perú,
Venezuela, Bolivia, Uruguay, Argentina, Estados Unidos, Canadá, y España. Administra un
canal de poesía femenina para escuchar en telegram, llamado Discurso de Eva:
t.me/DiscursoDeEva