Bajo el oscuro sol: retrato de la Ausencia o viaje al
interior de la Nada RODRIGO URQUIOLA FLORES
BAJO EL OSCURO SOL
Bajo el oscuro sol es una novela escrita por Yolanda Bedregal de Conitzer (La Paz, Bolivia
1913 – La Paz, Bolivia 1999). Ganó, en 1970, el Premio Nacional de Novela Erich
Guttentag, y fue publicada, en su primera edición, en 1971, por la editorial Los Amigos del
Libro. Para el presente ensayo, utilizaremos como referencia la tercera edición de la
novela, aprobada por la misma autora como definitiva y de aparición en la editorial Los
Amigos del Libro en 1991.
Se ha elegido, de entre toda su obra, esta novela por significar una ruptura y, al
mismo tiempo, una aproximación certera dentro del quehacer literario de Yolanda
Bedregal –también conocida por los títulos honoríficos de Yolanda de Bolivia y Yolanda
de América otorgados por escritores y críticos nacionales y extranjeros de su época–,
generalmente abocada a la creación poética. Bajo el oscuro sol es su única novela
publicada y es el territorio –escenario– donde confluyen muchas de las ideas existenciales
y ambiciones literarias de la autora. Decimos que es una ruptura dentro de su obra porque
implica un cambio de instrumentos: el territorio en el que se desenvuelve la escritura se
extiende más allá del poema y significa una exploración en búsqueda de nuevas vetas
expresivas. De igual manera es una aproximación ya que, escapándose –en apariencia, sin
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escaparse– de la creación poética, en esta novela se desarrollan y se nombran, a través de
las acciones y el discurso narrativo, las motivaciones literarias de la autora.
Bajo el oscuro sol se divide en dos partes claramente definidas pero nunca
distanciadas. En la PRIMERA PARTE –que consta de trece capítulos– asistimos a una
narración en tercera persona. En la SEGUNDA PARTE –integrada por doce capítulos y dos
capítulos satélites: FASCÍCULO EXENTO y EX LIBRIS– la narración se realiza en primera
persona a través de la voz de dos personajes: la del doctor Antonio Gabriño y la de los
escritos de Verónica Loreto.
El propósito de este ensayo es enfrentar ambas partes de la novela como se
enfrentaría una persona cualquiera ante su imagen en el espejo: sin considerar el reflejo
como algo ajeno al ser sino como un complemento existencial, un complemento
claramente definido pero nunca distanciado. Así, la PRIMERA PARTE funciona como la
antesala de un viaje y la SEGUNDA PARTE es la inmersión en las circunstancias de un viaje
cuyo destino será siempre incierto. Y el territorio por el que transcurre el viaje no es otra
cosa que el territorio que nos deja entrever un espejo.
En las páginas de Bajo el oscuro sol podemos advertir un mosaico de temas que,
acoplándose, van formando lo que en EL TRÁNSITO –el capítulo V de la PRIMERA PARTE–,
la voz en tercera persona confundiéndose con una voz en primera persona que podría no
ser otra que la de Loreto agonizante, se llama “[o]rgía funeral. Ballet surrealista”
(Bedregal, 1991:38): la ciudad de La Paz como escenario de una representación teatral, el
hecho de ser boliviano, la brecha corporal y mental entre varones y mujeres, la repetición
cíclica de la violencia, las balas y la sangre de alguna revolución, el momento político, el
momento histórico, el incesto, el amor, el odio, la tristeza, la alegría, las fuerzas del azar
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que propician la vida y la muerte y, en medio de todo, como una isla de aparente paz, la
escritura, el último refugio.
En una entrevista concedida a Kathy Leonard para la revista Sincronía del Verano
de 1998, Yolanda Bedregal hablaba de la concepción de Bajo el oscuro sol y de su propia
postura ante la escritura:
“También lo que sucede en un país nos marca el alma; a veces se escribe por dar
testimonio y otras para borrar las cicatrices. Sin embargo, esta literatura neorrealista es
una historia de los eventos –como usted menciona– desde mi YO, no una historia con
pretensiones de ser objetiva. Vivir en Bolivia es un reto cotidiano. El escritor es, en
cierto modo, un médium y tan pronto lo sobrecoge el paisaje como la realidad social,
los conflictos, la pobreza, y desde luego el acontecer político que, como usted sabe, ha
tenido y tiene connotaciones insólitas. En la historia de mi país, la realidad superó
muchas veces la fantasía y la capacidad imaginativa. Creo que en la mayor parte de las
novelas bolivianas esta realidad histórica está presente y no tendría yo por qué ser la
excepción”.
Y después, ya refiriéndose al contexto político-histórico en el que se escribió Bajo
el oscuro sol:
“[N]o es un momento histórico concreto, sino varios en el tiempo y el espacio que se
superponen y suceden, como pasa en los sueños; en un mismo personaje reunimos
características de varios, lo trasladamos a voluntad de un lugar a otro o le concedemos
el don de la ubicuidad. No se necesita sujetarse a la realidad pero tampoco nos
sustraemos de ella. ¿Es Bolivia? Sí. ¿Podría ser otro país? Tal vez. ¿Es la revolución
contra Hernando Siles? Sí. Podría ser otra, también. No es, pues, historia, es literatura,
testimonial como todo lo que se escribe”.
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Delimitados, entonces, de esta manera, el territorio y el espacio en los que sucede la
escritura –y, por qué no, la escritura dentro de la escritura que da vida a muchas de sus
páginas– de esta novela, nos queda sumergirnos, ahora, en la luz que emana de ese oscuro
sol bajo el que estamos forzados a representar nuestras existencias como una puesta en
escena.
RETRATO DE LA AUSENCIA
“Disparos aislados trizan la noche” (1991:11), así empieza Bajo el oscuro sol y de pronto
nos hallamos inmersos –como espectadores– en la oscuridad de una noche que se
prolongará hasta el final de la novela a pesar de que la luz del día se atreva a iluminar la
ciudad como corresponde a su naturaleza. En un principio, esta noche está haciéndose
trizas a causa de una violencia que recién está incubándose. El miedo rige los movimientos
de la mayoría de las personas. Los habitantes de la ciudad son actores preparándose para
salir –o para continuar allí– al escenario de un teatro y, mientras lo hacen, desconocen que
son simples actores. ¿Dónde está el público que asiste a esta función? ¿En los cielos? ¿En
los avernos? Los actores no logran reconocerse como tales porque no pueden ver ni sentir
la presencia de estos espectadores. Y están demasiado ocupados escapando o siendo
partícipes de la violencia que ya se ha instalado a sus anchas que no pueden reconocer en
las “carcajadas” (1991:15) de la lluvia a ese otro –más allá del lector, por supuesto–
público invisible.
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Amanece. La ciudad de La Paz convulsa. Una revolución –¡otra más!– y una mujer
atraviesa las calles para devolver un bolso extraviado la “víspera” (1991:19). La mujer es
Verónica Loreto y sortea la violencia como si fuera una sombra carente de cuerpo. Es otro
actor en el escenario, pero un actor aparentemente enfermo de invisibilidad. Cumple su
cometido, retorna a esa habitación de conventillo en la que vive de alquiler y, escarbando
en ese último refugio, se sienta y empieza a escribir una carta. Entonces sucede lo que no
sucedió en ese escenario teatral irresoluto como las imágenes que fluyen de una pesadilla:
“[u]na descarga de ametralladora sacud[e] la ventana y apag[a] el divagar de Loreto”
(1991:34). A decir de la crítica Ana Rebeca Prada refiriéndose a la inusitada muerte de
Verónica Loreto en un artículo titulado “Lo femenino como herida” y publicado en el
suplemento Tendencias del periódico La Razón del :
Muere en el acto de escribir. Muere por estar escribiendo.
Y, en efecto, Loreto muere en ese último refugio que significa la escritura en medio
de este gigantesco escenario teatral. Es menester observar que los disparos la mataron en
su hogar, un lugar apartado –escondido– de la ciudad, y no cuando atravesaba las calles
para devolver ese bolso. Ironía de ese ente superior –dramaturgo y director– que dirige las
existencias de estos actores. Y aquí, en este punto, se halla el punto de quiebre, empieza a
dibujarse ese retrato de la Ausencia a través de la súbita ausencia de uno de los actores, el
principal en los terrenos en los que se desenvuelve la novela, Verónica Loreto.
Estamos ante la imagen de un alguien invisible, a quien las balas pudiendo ver no
vieron y a quien no viendo terminaron encontrando. Asimismo, en el V capítulo de esta
PRIMERA PARTE –EL TRÁNSITO– nos encontramos ante una Loreto agonizante, enferma de
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memoria e imágenes, hablándole, identificándose en el habla como un ser masculino, a una
deidad fálica aparentemente oculta en inciertos laberintos oníricos y recordando el motivo
de su ruina, el motivo de su Gran Ausencia, un pacto.
Tramonto el Sueño siempre acurrucado en mi tuétano. El Sueño que se llama Dios. Si
lo encontrara, lo sufrido me sabría a miel. No hubo día en que el anhelo de Él no me
persiguiera disfrazado de todos los nombres. Pero Él es el Sin Nombre. Quizá ahora lo
encuentre... Mi vacío será con Él colmado... Por Él regresaré al comienzo... Me queda
un nombre, mi cáscara última. Nadie me llama... ¡El Pacto!... (1991:41)
Este capítulo –EL TRÁNSITO– es clave para comprender la ausencia (esa ausencia
que en realidad es una presencia) del personaje. No sólo se convierte, al morir de esa
manera azarosa, en una sombra o un fantasma, sino en delirio, la locura lúcida que
antecede –¿o precede?– a la muerte. “Soy Ivanlúe” (1991:40), dice el delirio y, a lo largo
de la novela, reconoceremos que ese cuerpo vacuo que ocupa el delirio no sólo se llama
Ivanlúe sino también Verónica o Loreto a secas o Verita como le decía su madre e, incluso,
desde otra perspectiva, Pablo o Duarte. Una sombra carente de un nombre que sea capaz de
nombrarla en su totalidad, un primer vacío difícil de llenar. Y después, el delirio
apropiándose de la voz de ese cuerpo agonizante, en transición, nos dice, despojándose de
sexo, convirtiéndose así en otro tipo de ausencia:
Soy un hombre nacido de mujer. Nací, encontré, perdí. Amé, sufrí, ¿gocé?... Soy un
hombre que perdió su identidad muchas veces y se halla igual después de cada
extravío. No sé más de mí. (1991:41)
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Y luego:
¿Por qué vengo diciendo que soy un hombre? Soy mujer. A menudo no sabía distinguir
cuándo era cuál. Si me ofendían, si sangraba era mujer. En la imprenta con los demás
obreros, luchando, pensando era hombre... (1991:41,42)
Tras la muerte de Loreto –ese ser Sin Nombre y Sin Sexo, como la transformación
en una suerte de deidad– sucede la presencia (presencia que irá derivando en otra ausencia)
del doctor Antonio Gabriño. Gabriño es el encargado de descubrir la muerte de la
enigmática y silenciosa Loreto. Y el amor –¿es el amor algún otro tipo de ausencia?– hace
que la memoria de Gabriño, como él mismo le dice a Rosa, su hermana, conserve viva, de
alguna manera a Loreto:
[E]xistimos sólo mientras alguien nos recuerda. (1991:93)
Y, así, ese amor de nacimiento incierto, azaroso como una bala perdida, hace que
Loreto, la presencia de su ausencia, perviva en la mente de Gabriño, que decidió
trasladarse a la habitación de su amada para habitar “[e]l territorio que le asignó una
muerta” (1991:105) e investigar, para desentrañar, qué fue la vida de aquella mujer, su
pasado, porque ahí radica el objeto de su amor: la casi imposible tarea de imponer una
presencia donde ya no queda nada, y porque el pasado es lo único que, a futuro, podrá ser.
Y es, precisamente, este territorio –estos territorios– el que consigue dibujar, con su
presencia irresoluta el escenario –el teatro– en que sucede el retrato de la Ausencia. Una
ausencia mayor alimentada de muchas ausencias navegando a la deriva al unísono. Y la
Ausencia –la Gran Ausencia– no es otra cosa que un delirio continuo donde “[t]odo baila”,
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donde las “[f]iguras al sesgo, invertidas, levitándose, hundiéndose” (1991:38): no son otra
cosa que el nacimiento del amor –nacimiento que es una pequeña muerte, una antesala de
la no existencia– y la búsqueda de los orígenes del amor, como nos dice el narrador de la
Primera Parte tras la muerte del doctor Félix Camargo, amigo íntimo de Gabriño:
La muerte es también un dar a luz tan grave como el nacer. (1991:86)
Y ése es el retrato de la Ausencia, un retrato donde confluyen los dibujos de
múltiples fantasmas, vivos o muertos, incluso objetos y una ciudad que podría ser
cualquiera pero que es la ciudad de La Paz. Todo esto marca el inicio de un viaje de
retorno a la Gran Noche, un viaje de retorno a la Nada.
VIAJE AL INTERIOR DE LA NADA
¿Qué es la Nada? ¿Qué es esa inmensidad dónde nada es? En el delirio previo –¿o
posterior?– a la muerte de Loreto, tenemos una pauta de lo que significa la Nada en el
territorio de esta novela, en principio:
Me desangro, estoy desviviéndome... retrocedo en busca del origen... (1991:38)
Luego, el delirio disfrazado de poema:
Necesito retornar, desnacer para encontrarme... (1991:39)
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Y, hacia el final de Bajo el oscuro sol, nos encontramos ante un complemento de esta idea
que, en realidad, es su impulso generador. Gabriño descubre los diarios de Loreto y
descubre su pasado, el aborto allá en los Estados Unidos, tierra lejana y ajena donde
también las fuerzas del azar son poderosas y es otra vez el azar, ese espejo, como lo
veremos después, el que se encarga de convertir el Todo en Nada:
No llegaría el niño redentor de soledades; no repetiría el calor de Bernard ni la
ternura de mi madre; no iría por los caminos que perdí... Ese niño... (1991:220)
Así, la Nada es el deseo del retroceso, el deseo de desnacer a través de la muerte, el
auténtico último refugio. No hay más avance que hacia adelante, lo demás es sombra; es
imposible desvanecer el cuerpo hasta el punto de que el óvulo y el espermatozoide
iniciáticos se separen, deshagan la vida y retornen a sus fuentes. No hay más avance que
hacia la muerte. Y es la muerte el único retroceso posible. La imposibilidad del retroceso,
eso es la Nada.
Una vez que se ha conseguido en la PRIMERA PARTE conformar con retazos de
existencia un retrato de la Ausencia, ahora, en esta SEGUNDA PARTE, se emprende, a través
del espejo que se desprende de esta ausencia, un viaje hacia esa imposibilidad.
Ahora narra Gabriño, pero su voz no es la suya. De alguna manera, gracias al amor
–esa ausencia– que quiere devolver, de alguna manera, la vida, Loreto habla a través de él,
habla a través de sus ojos, sus ojos leyendo los últimos despojos de lo que fue y no será
nunca más: cartas, diarios, la novela Páramo que escribió antes de morir, en síntesis, la
escritura, lo único que prevalece, la única posible continuación de la vida. Y el viaje que
emprende Gabriño es un viaje que no se distancia mucho del viaje que ya ha emprendido
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Loreto al morir, es partir “[en pos de una sombra]” (1991:109). Y el punto de partida, el
puerto, para el viaje de Gabriño, la excusa, es Duarte. Todo indica que Duarte ha plagiado
la novela de Loreto. Y Gabriño, ya no habitante del “territorio que le asignó una muerta”
(1991:105) sino parte del mismo, se bate, en honor de la memoria de su amor perdido, en
una lucha quijotesca con Duarte, el molino. Sin embargo, esta lucha, como el mismo viaje
que se quiere emprender, es inútil. Lo dice Loreto, refiriéndose a la posible publicación de
un texto suyo en una editorial de Buenos Aires, Argentina: “[a]dmití que [la] publicaran
[...] siempre que Pablo la firmara” (1991:210). Entonces, surge la duda: ¿quién es Pablo?
¿Duarte es Pablo? Éste es un misterio que quedará en las penumbras. Lo que se advierte,
sin embargo, es ese continuo deseo de renuncia, el violento deseo de renunciar a quién se
es, Loreto no quiere ser Loreto ni siquiera en lo que escribe, y lo que escribe, esa novela,
esa criatura que parió su mente, ahora, bajo el nombre de otra persona, no es otra cosa que
un aborto que no tiene sobre sí la marca de su madre, es un espejo del hijo que no fue suyo,
el hijo que tuvo en sus entrañas pero tuvo que sacar para poner en las manos de otro ser,
¿Dios?
Así lo resume Alejandro, nombre propuesto por Gabriño, en una de las cartas que le
envió a Loreto:
Tú me comprenderías. Encontrarías la fecundidad de mi vacío. En esta mi oquedad
encontrarías quizás qué paraíso. (1991:185)
Ya hemos encontrado la “fecundidad” de ese “vacío” a través del delirio, de la
muerte de Loreto, el aborto y su escritura, documento póstumo. ¿Qué es el “paraíso”
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entonces? ¿Otro misterio sin resolver? ¿La Ausencia que se ha convertido en Nada a fuerza
de ir desapareciendo poco a poco?
En el capítulo IX –RESCATE– un narrador que se presenta como el “Autor”
(1991:192) anula la voz en primera persona que corresponde a Gabriño y, así, de cierta
manera, lo rescata de morir ahogado en las aguas de esa laguna en la que nada, aguas
hechas de vacío. Sucede otra reflexión en torno a la escritura:
Pero, ¿quién soy yo?
Bien. Soy Autor. Me declaro tal. Pero ¿qué es ser autor, y de qué? ¿De esta
historia? No. Yo no he inventado ninguna historia: ella estaba ya. Nadie puede inventar
vidas ni personajes. Son éstas y son éstos los que, como los peces, salen a flote en el
anzuelo del pescador. (1991:192)
Se devela al dramaturgo y al guionista de las escenas teatrales a las que nos
referíamos al principio. El Autor. Pero no se trata de Yolanda Bedregal –la Auténtica
Autora–, por supuesto. El Autor que se nos aparece en este momento es otro personaje. Un
personaje que nos invitará, como lectores, a descubrir “juntos el legado de Loreto”
(1991:193) y, así, nos convertirá en personajes, seremos ese público invisible ante el que
suceden cosas. También se puede entender esta figura como una parodia y, al mismo
tiempo, como un espejo: la Auténtica Autora que, como Loreto, esconde sus escritos bajo
la sombra de algún Otro para generar un tipo de Ausencia que degenerará en Nada a través
del viaje que significa el hecho de la escritura.
Ya después, en el capítulo XI –EN LA RESACA–, descubrimos que, en realidad, el
autoproclamado Autor no es otro que Gabriño que “[h]acía tiempo venía desdoblándose”
(1991:208) debido a que “estaba ligándose a fantasmas” (1991:208). Es Gabriño, su
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ausencia, que terminó degenerando en nada. Y esta nada, como si se conectara con la nada
de Loreto, un espejo, se comunicó con Gabriño –¿una extensión de Bernard?– a través de
imágenes oníricas que se suceden como un acertijo cuya resolución dejará desnuda a
Loreto, su recuerdo. Dice Gabriño:
Tuve que haber dormido. Sé que, entre sueños, asesté un largo cuchillazo a una mujer
encinta; le partí el vientre. No recuerdo las circunstancias. Fue una pesadilla de esas
veloces, encerradas en el cajón de otra pesadilla en que nos decimos: sueño que estoy
soñando, tengo que despertar al que sueña que sueña. Pudo más el cansancio.
(1991:206)
Y, ahora, habiendo recorrido en un viaje incierto, carente de destino, hacia el
interior de la Nada, volvemos al punto de partida, el inicio de Todo: estamos ante el espejo,
ese complemento existencial, ese complemento claramente definido pero nunca
distanciado; el espejo, que no es otra cosa que la desnudez de una Verónica Loreto ya
muerta.
EL ESPEJO: UN PACTO ENTRE LA AUSENCIA Y LA NADA
El espejo es el Amor. ¿La parodia del Amor es el Incesto?
El amor es algo incierto, nos dice Bajo el oscuro sol, un territorio plagado de
Ausencia y enfermo de Nada. Gabriño ama a una muerta. La muerta tuvo a varios hombres
que la amaron por lo que se deja entrever en sus misivas. La muerta amó a Bernard Sand
no a Bernardo Arenas. Bernardo Arenas amó a la madre de la muerta. Y sobreviene el
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descubrimiento, aquello que degeneraría en Ausencia y en posterior Nada: Loreto esperaba
un hijo de su propio padre que, de alguna manera, tal vez sin saber que lo hacía, en su
momento, quiso advertírselo, alejándola más mientras más la acercaba a sí. Dice Loreto,
recordando una conversación que tuvo con Bernard:
––Es como un pacto. Si eres mía nunca más saldrás del cerco. Tú decides.
––Acepto ––dije sin comprender el pacto. (1991:218)
Desde el momento que Loreto se supo embarazada, sin saber que Bernard era su
propio padre y, al recibir la orden de éste de abortar a la criatura, empezó a sumergirse en
la soledad, el inicio de la Ausencia en la que se vería retratada después. Luego de abortar a
su hijo, atravesando el espejo, empezando un viaje, llegó al vacuo e inestable territorio de
la Nada. Peregrinó en sus geografías borracha de una soledad que se acentuaba como el
delirio previo o postrero a la muerte.
Y el espejo no es otra cosa que el Azar. El mismo azar que unió a Loreto con
Bernard es el mismo azar disfrazado de balas de ametralladora que la asesinaron en la
tranquilidad de su habitación, cuando se disponía a escribir una carta. Una imagen es
espejo de la otra. La muerte es el único espejo de la propia muerte. El aborto del niño no
significó otra cosa que el aborto de sí misma. Y el Amor –como la Vida, como la Muerte,
como las circunstancias que dibujan el retrato de la Ausencia, como la peregrinación en los
territorios de la Nada– es apenas un esclavo sojuzgado por las poderosas fuerzas del Azar,
el espejo final.
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Bibliografía
Bajo el oscuro sol, Yolanda Bedregal, Editorial Los Amigos del Libro, 1991
“Entrevista a Yolanda Bedregal”, Kathy Leonard, Revista Sincronía, verano 1998
Bajo el oscuro sol. Lo femenino como herida, Ana Rebeca Prada, Suplemento Tendencias
de La Razón, abril 2012