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Antón Chéjov. Fuente de la imagen
El abuelo de Anton Pávlovich Chéjov fue un siervo que pudo ahorrar lo suficiente para
comprar su libertad y la de sus tres hijos. Uno de ellos, Pável, el padre de Chéjov, era
inculto, egoísta y brutal. El autor ruso, cuando ya era famoso, escribió a este respecto:
“Recuerdo que mi padre empezó a educarme como a los cinco años o, para decirlo más
claro, a azotarme cuando sólo tenía cinco años. Me azotaba, me tiraba de las orejas, me
pegaba en la cabeza. La primera pregunta que yo me hacía por la mañana, al despertar,
era: ¿seré golpeado nuevamente hoy? Me prohibieron todo juego o diversión…a los ocho
años tuve que atender la tienda de mi padre; trabajaba como chico de los recados y esto
afectó a mi salud porque me golpeaban casi todos los días. Después, cuando pude ir a un
colegio de secundaria, estudiaba hasta las horas de comer, y desde entonces hasta la
noche debía cuidar de la tienda”.
Aquel hijo de tendero, tercero de seis hermanos, muy pronto tuvo que convertirse en el
cabeza de una familia menesterosa; estudió medicina para acabar practicándola de
manera casi gratuita y empezó a ganarse la vida escribiendo cuentos para los semanarios
y diarios de Moscú. Con estas vivencias, y con un gran corazón propio de una excelente
persona, llena de sensibilidad social, siempre se sintió atraído por “la belleza sutil, apenas
perceptible del dolor humano”. Odiaba la injusticia y todo lo sucio y mezquino, y le
gustaba lo sencillo, auténtico y sincero. Su amigo Máximo Gorki escribió: “Me parece que
cualquier persona ante Anton Pávlovich notaba involuntariamente el deseo interno de ser
más simple, más veraz, de ser más uno mismo”.
Si Sófocles y Shakespeare son el teatro, si Cervantes es la novela, Anton Pávlovich Chéjov
es el cuento. El escritor ruso fue un maestro indiscutible del relato breve, autor de más de
mil cuentos, parcos y concisos en palabras, en argumentos y en descripciones. Con
diálogos sencillos pero que con matices humorísticos o emotivos, a veces trágicos, supo
expresar convincentemente las relaciones personales, las frustraciones y los anhelos
cotidianos de la sociedad rusa de finales del siglo XIX. La revolución chejoviana en la
cuentística moderna reside, además del tratamiento breve y conciso de sus historias, en la
exaltación del valor narrativo de una escena, de un momento, de la más cotidiana
atmósfera anímica y vivencial. Ahora bien, en Chéjov esos episodios de vida corriente
poseen, como decía Cortázar, un elemento altamente significativo: la misteriosa propiedad
de irradiar algo más allá de sí mismos y convertirse en el resumen implacable de una
cierta condición humana, ya que algo estalla en ellos mientras se leen, al proponerse una
especie de ruptura de lo cotidiano, que va mucho más allá de la anécdota reseñada y deja
una profunda impresión en el lector.
Se cumple, pues, uno de los principios más innovadores de Chéjov: “Lo más importante de
un cuento es la historia que no se cuenta, la que está por debajo de lo que se dice”,
principio seguido fielmente por su mejor discípula,Katherine Mansfield, y esta línea que
nace en Chéjov y pasa por Mansfield y Hemingway, desemboca en una importante
tendencia narrativa del siglo XX en Estados Unidos, el minimalismo, cuyo máximo
representante fue Raymond Carver.