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Ahora bien, en Jerusalén había un hombre llamado Simeón, que era justo y devoto, y aguardaba con esperanza la redención de Israel. El Espíritu Santo estaba con él y le había revelado que no moriría sin antes ver al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo.
LUCAS 2:25-32
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Cuando al niño Jesús lo llevaron sus padres para cumplir con la costumbre establecida por la ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios:
“Según tu palabra, Soberano Señor, ya puedes despedir a
tu siervo en paz. Porque han visto mis ojos tu
salvación, que has preparado a la vista
de todos los pueblos:
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Luz que ilumina a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel.”
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Los que viven para adorar y agradar a Dios no son conformistas, sino que adquieren una comprensión mayor
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Entienden claramente que el Salvador que abrazan no les pertenece a un grupo de hombres sino que es la luz que ilumina al mundo y toda la gente que vive en él.
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Repitamos al acto de Simeón a través de una proclamación profética nuestra: declaremos nuestra voluntad de compartir la luz de Jesús hasta que esté encendida en el mundo entero. ¡Hagamos misiones!