A ti Mateo, es a ti
Juanma Velasco
Del autor: Juanma Velasco
Email: [email protected]
@juanmavelasco1
Ilustración de portada. La Vocación de San Mateo, Caravaggio.
Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma.
Primera edición, septiembre de 2013
Ninguna parte de esta publicación, incluida la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse de ninguna forma, ni por
ningún medio, sea este electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la previa autorización.
ISBN-10: 84-616-5723-3
ISBN-13: 978-84-616-5723-0
Depósito legal: CS 272-2013
Impresión: Llar Digital
Impreso en España
Conciliaciones
Para Elisenda, por su contingencia, porque no sólo acepta sino que comprende el patrón de mis vientos, algunos oblicuos. Por
su incondicionalidad, porque está siempre, en la discusión y en la calma. Porque me atempera y me reviste, porque se muestra
como uno de esos Dorados tangibles que brillan todavía más hacia adentro.
Para Fina, porque con su finura de lectora de fondo, con su fidelidad metódica, ha afinado, y cuánto, las disarmonías de esta
vocación hecha novela.
Para Michelangelo Merisi di Caravaggio, porque él, con su talento atormentado, pintó lo que uno no sería capaz ni de
imaginar y posibilitó que mi admiración le rindiera tributo a través de la palabra escrita.
Para Alex y Diego, monta tanto, porque sé que algún día esta palabrería que ahora perciben como claroscuro, devendrá en luz
y les acabará inundando unos ojos todavía frágiles.
Para mis padres, aunque nunca me lean, por un motivo distinto cada uno, irreductible el de mi padre. Aunque ya no sean
plural en lo biológico, sí lo serán siempre en lo afectivo.
Para ese manojo de personas que causan unos efectos colaterales en mi horizonte de sucesos, sin cuya benignidad sería
imposible tender hacia este modo de entender la literatura y los vínculos personales. No por innombradas adquieren menor
relevancia. Los hay que creen más en mí que yo mismo. Ellas saben sobradamente quienes son y por qué están.
Para uno de ellos, de aparición reciente: Paco, porque me conmueve que alguien sea capaz de conmoverse del modo en que él lo
hace cuando lee mis fueros y mis desafueros.
Para Charlie, porque siempre está dispuesto a saltar sobre mis sílabas. Y aunque no lo perciba, está, agazapado entre sus
sombras y la mía.
Y por ese dedo que persigo para que un día me señale y me anuncie: A ti Juanma, es a ti…
!!
1 - El invierno suave de los millonarios
Tendido boca arriba, en su cama de dos por dos, el espejo cenital de su habitación
devolvía a Sergei la imagen de un tipo venido a más corporalmente que se resistía a cambiar la
talla de sus slips a pesar de que le oprimían el nacimiento de sus muslos más de lo aconsejable
para la buena circulación de su sangre siberiana.
Ayudaba a su resistencia de pasar al tallaje superior, el poco volumen que ocupaban sus
órganos genitales. Desde que una pubertad jíbara le dejara corto el trapío masculino, rehuía
ducharse en compañía de los de su mismo sexo después de practicar deporte. Cansado de
sentirse acomplejado en esas comunas de vaho, dejó de sudar a voluntad a los veinte. Colgó el
stick y las cuchillas de sus patines y optó por hacerse millonario.
Yuri, su mejor y quizás único amigo y a la vez lugarteniente, solía decir que todos los ricos
la tenían pequeña. Sergei solía replicarle que sí, pero que también incansable. Réplica que le
alejaba de la previsibilidad del término juguetona como respuesta. A sus treinta y nueve,
Sergei Ivanchuck disponía de una flota de seis coches de lujo, una cuadrilla de dieciséis
criados y criadas, una plantilla laboral de ochenta empleados directos y miles de indirectos y
una casa de asombro en Rublevo-Uspenskoe, la zona más exclusiva de Moscú en la que se
concentraba el mayor número de millonarios por hectárea del mundo.
Acabado de ducharse en solitario, admirador de los colores intensos, escogió un slip azul
Paul Newman, siempre slips, y se volvió a tumbar sobre su cama. Jamás repetía dos veces el
mismo. Estrenar ropa interior cada día representaba una minucia económica que le daba
personalidad y confianza según su criterio. Y excentricidad estúpida, según el de un Yuri que
no se caracterizaba por su apego a la diplomacia verbal cuando departía con Sergei. Lo que no
sabía el siberiano era que la servidumbre revendía a un trashumante de mercadillo sus
prendas íntimas después de haberles reimplantado la etiqueta. En la Rusia decrépita de los
rublos de menos, la picaresca había cobrado un vigor de decatleta. Desde que Boris Yeltsin
recuperó la hambruna y la tuberculosis para su pueblo, la soldadesca social se buscaba un
sobresueldo con el ingenio que concede la cátedra de la necesidad.
Sergei todavía definía como sobrepeso en su persona lo que el resto de sus congéneres
determinaba como obesidad. Sin apartar la vista del techo, un perezoso hoy Sergei se agarró
ambos costados y sus manos desaparecieron entre la abundancia. Se repitió por enésima vez
que debería hacer disminuir su masa corporal pero su dimisión del deporte activo, su pavor al
quirófano y una vida social hipermusculada no dejaban mucha holgura para reducir peso.
Restaba como método de adelgazamiento el tradicional de disminuir la ingesta de calorías
diarias, pero los negocios grandes requerían de mesas y bodegas abastecidas y lo que más le
excitaba en esta vida era ser rico, más rico, más rico que Yaroslav, más que Eugeni, más
incluso que el cabrón inalcanzable de Mihail.
Espoleado mentalmente por esa ambición se levantó con la toda agilidad que su
corporeidad le permitía. Llamó a su ayuda de cámara y le pidió que le preparase un terno gris
claro.
—La camisa y la corbata las eliges tú. Date prisa, tengo negocios que atender y el ánimo
alegre. Me vestiré como si ya fuera primavera, Vladimir. Además, tú y yo sabemos lo que es un
verdadero invierno, allá en nuestro Jakutsk nativo. Estos moscovitas son todos unas
mariconas que cuando hace menos veinte se quedan en sus casas para que no les vean
temblar. Y a menos veinte un yakuto de cuna todavía se abanica para quitarse el calor.
Los documentos filiatorios del ayuda de cámara-mayordomo lo siguen reconociendo como
Svyatoslav pero Sergei lo rebautizó como Vladimir porque el nombre se le antojaba más
sonoramente aristocrático. El ahora Vladimir ni siquiera rechistó cuando la nueva propuesta
de bautismo. No iba a poner trabas a las extravagancias semánticas de su jefe después de que
lo hubiera reclutado como su hombre de confianza doméstico con un sueldo de ejecutivo
occidental por sus buenas referencias y por compartir gentilicio. La llamada le concedió la
oportunidad de huir del permafrost eterno de la capital de Yakutia, una ciudad en la que
comienza a nevar en septiembre.
A pesar de las notables diferencias térmicas entre el invierno yakuto y el moscovita, afuera
la hostilidad del febrero de Moscú acumulaba centímetros de nieve sobre la ya existente desde
mediados de noviembre, temprana este invierno, y que impedía ver desde entonces el césped
maltrecho de la residencia, que una legión de jardineros se encargaría de resucitar para el
verde en primavera.
Sergei ordenó a su chofer que le tuviera preparado el Aston-Martin Vanquish en veinte
minutos. A pesar de lo copioso de la nevada los accesos hasta la puerta no presentaban traza
alguna de nieve. Un sistema subterráneo de calefacción impedía a nieves y hielos asentarse en
el tramo que separaba el garaje de la entrada principal. Y en el exterior las autoridades ya se
cuidaban de despejar las calles antes que en ninguna otra zona de la ciudad, que para eso
sobornaban. Qué gracia tenía ser millonario si no se disponía de todos los privilegios que el
dinero podía financiar. Pocos contratiempos conocía que no pudiesen ser sorteados con
dinero. Sólo Larissa evitaba doblar sus esquinas revestidas de rublos y otras divisas, a pesar del
despliegue de lujo y de una amabilidad casi babosa que Sergei ponía ante sus pies y ante sus
abruptos pechos naturales. Pero sus elegantes noes impronunciados le irritaban más que los
malos resultados que arrojaba su colesterol en su analítica mensual.
Cuando elegía el Aston-Martin solía conducirlo él mismo. Adquirido apenas tres meses
atrás, lo exhibiría en el parking del Madoscka. En el spa más postmoderno de Moscú dejaría
transcurrir parte de la mañana entre masaje y jacuzzi en compañía de los de su estirpe,
hablando de esto y de aquéllas, quizá de arte, de su recién descubierto Caravaggio, procuraría.
En definitiva baladroneando, ostentando sin rubor, intercambiando información, segunda
posesión más valiosa después del propio dinero para un millonario de rango mayor. Se
regalaría toda la mañana, se rectificó. Al mediodía se había citado para comer con el titular de
los derechos de explotación de una mina de zinc cercana al lago Baikal para intentar
comprárselos.
De camino llamó a Larissa para invitarla a cenar pero los tonos se extinguieron con la única
respuesta de los improperios de Sergei que rebotaban en el cuero y en las maderas nobles del
Aston-Martin. El vehículo hizo un par de extraños sobre la nieve al sentir la brusquedad de
unas manos rebosantes de la ira de los caprichosos cuando reciben la indiferencia como única
alternativa.
2 - El otro Merisi
Cualquier día voy a tener que limpiar a fondo todo esto y tirar lo inservible. Llevaba
diciéndose lo mismo desde ni recordaba cuanto pero la depuración no sólo no llegaba sino
que se iban acumulando más y más cachivaches de dudoso empleo y de procedencia
desmemoriada. Y lienzos, una caterva de lienzos que igual empapelaban que alfombraban
paredes y suelos.
El ático olía como huelen las ciudades del Sur de Asia tras demasiados días sin viento. Un
poco a todo. A indolencia, a protolocura, a pintura en todas sus fases evolutivas, a aguarrás, a
color sepia, a tiempo encerrado. Olía como huelen las soledades lentas y convincentes, olía
como huelen los áticos de aquellos que han decidido asesinar a su familia para preservar su yo
extremo e indivisible.
Si el ático de Piero Merisi no sufría el síndrome de Diógenes se debía a los esfuerzos de
Antonieta di Canale, que cada jueves acudía hasta via Frattina, subsidiaria de la calle del
Corso, para reparar los desperfectos ambientales que la dejadez endémica de Piero ocasionaba
al inmueble. A las labores básicas de limpieza se añadía el amontonamiento de todo trasto
que no fuera lienzo, recomponer el orden de lo ordenable, cocinar cualquier cosa y
congelarla. Y ventilar, para que las atmósferas de las estancias no acabasen por cosificarse e
impedir el tránsito entre ellas.
La primera semana de su ingreso como dama de la limpieza a tiempo parcial quiso
también reagrupar los lienzos. No se atrevió con los que casi ocultaban el estudio pero sí con
los que colonizaban el resto de la casa. Cuando Piero regresó a casa y se encontró con el
nuevo orden montó en la cólera de los obsesos cuando atentan contra su obsesión. Y
Antonieta entendió telefónicamente y sin mayores indicaciones que para conservar el empleo
debía conservar el desorden de los cuadros. Y como el sexagenario largo le pagaba el doble
que el resto de sus patronos, aprendió a jugar a rayuela por pasillo y habitaciones para no
desubicar los cuadros.
Piero madrugaba lo mismo que el Sol. Acomodaba sus hábitos de sueño a la sonatina de
las estaciones. Sin embargo los jueves contravenía su propio son biológico y salía de casa antes
de que la puntualidad presolar de Antonieta lo pillase en pijama. Cada día, inexorablemente
desde hacía tres décadas, fuera laborable o festivo, Piero Merisi, enfilaba su via Frattina hacia
sus invariables destinos de la Gallería Borguesse, la Barberini, y rara vez la más alejada
Corsini, ya en el Trastevere, o de algún esporádico o coyuntural reducto pictórico de la
ciudad. Invariablemente Roma como marco, como bastidor, como trípode de su soledad
hecha pintura.
Dependiendo de los encargos y del ánimo, con los años, Piero había aprendido a
desobedecer al apremio de sus jefes y marcar su propio paso iconoclasta de pincel. Valiéndose
de su maestría acumulada de copista había conseguido hacer prevalecer su calma de pintor sin
vientos dominantes sobre las urgencias endémicas de las partes contratantes con dinero. No
resulta fácil domesticar la velocidad ansiosa del capital. Los gerentes de las galerías advertían a
los clientes interesados en adquirir una reproducción de alguna de las obras de sus museos,
que se aprovisionaran de la paciencia de los patriarcas bíblicos si querían que la encomienda
la ejecutase el mejor de los copistas de Roma que no era otro que Piero Merisi. Máxime si la
reproducción solicitada era de Caravaggio.
Quizá lo condicionase su apellido, azarosamente el mismo que el del maestro milanés, o
quizá existiera un determinismo pictórico, o una inclinación subconsciente hacia la obra de
aquel genio del Barroco, pero fuera cual fuera la concordancia, la especialización de Piero en
Caravaggio arrojaba resultados sorprendentes ante todos los ojos que no fueran expertos ya
no sólo en arte sino en el Merisi más insigne de todos los tiempos.
Piero había conseguido que la copia de San Juan Bautista confundiera a más de un
diletante cuando el director de la galería Corsini se avino a yuxtaponer original y copia
durante tres días, tal era su grado de virtuosismo. No obstante, Piero no ignoraba que existían
algunos aspectos de los óleos que resultaban imposibles de reproducir con exactitud,
minucias técnicas si se quiere pero que resultaban indescifrables para ojos poco avezados.
Sabía Piero que ninguna réplica contemporánea resiste otro análisis que el visual para
establecer su autenticidad respecto de la obra original. Pero lo que para un restaurador se
presenta como un juego de niños, puede confundir, y confunde, al espectador profano.
Ya hacía más de tres años que Piero había finalizado la empresa de reproducir, para sí
mismo, las dieciocho obras de Caravaggio que cuelgan de ordinario de los museos de Roma y
la Ciudad del Vaticano (los emplazados en las iglesias, por sus dimensiones, no los había
abordado), pero cuando le comunicaron que la Scuderia del Quirinale albergaría durante
cuatro meses una antológica del maestro, se sacudió aquella vejez que le iba apergaminando
lentamente y se pidió un postre para completar el menú de su vida pictórica. Nada menos
que veintitrés caravaggios juntos penderían de los muros del Quirinale, en su misma Roma, a
pocos minutos andando de su via Frattina. Veintitrés caravaggios, veintitrés, se repitió una y
otra vez con el sonsonete de los incrédulos, el día que tuvo constancia de la primicia.
Durante los cuatro meses que permaneció la Antológica abierta al público, a Piero sólo le
dio tiempo a recrear con su pincel mimético a Bacco, que descansaba de ordinario en Los
Uffizi de Florencia y a Los Músicos, albergados por el Metropolitan neoyorquino. Eligió estos
dos porque había soñado someterlos a su pincel, como se sueña con acostarse con las mujeres
ajenas que huelen a infinito, con jugar a las canicas en algún cráter de la luna.
El director de la Borguesse intermedió para conseguirle la autorización del comisario de la
exposición para que pudiera permanecer en la sala cuando no hubiese público
potencialmente arremolinable en torno al alter ego de Michelangelo Merisi. Y así, con la única
presencia de la mirada de los vigilantes y las cámaras de seguridad del Quirinale, Piero
consiguió recrear los juegos de luces y sombras de dos de las obras cimeras del pintor más
irreverente técnica y conceptualmente, a su juicio, de todos los tiempos.
Sin embargo, como Los Músicos no conseguían sonar del todo armonizados en la batuta de
cerdas de Piero y el tiempo se abatía sobre su tardanza, solicitó una gracia temporal, una
prórroga horaria para concluir el lienzo. Minucioso como buen copista, maniático como todo
solitario, quisquilloso como todo aspirante a anciano, perfeccionista como todo virtuoso,
Piero sabía que caso de no obtenerla tendría que arrojar la tela a los pies de Antonieta para
que la patease, por orden expresa, hasta lo irreconocible, hasta la frustración. Piero pertenecía
a esa clase de copistas que necesitaban mirar de frente al original para conseguir la máxima
simetría. No era capaz de imitar de otro modo.
De nuevo medió el director de la Borguesse y obtuvo la dispensa del comisario de la
Antológica para que a Piero se le dejara pintar día y noche. Con la singularidad de que
debería compartir su espacio con un público interminable al que se le había permitido la
entrada nocturna el último fin de semana de la exposición. Permaneció de pie más de dos
días. Sin apenas descanso. Dividiendo sus ojos entre el Caravaggio auténtico y el impostado.
Sin apenas comer. Alguna manzana, algún plátano para recuperar los niveles de potasio en
sangre. Algún episodio leve de hipertensión. Algún acceso de visión borrosa. Y algún
estimulante que tomó de manos del mismísimo comisario sin preguntar su procedencia y que
lo euforizó como no recordaba.
Más de dos días en los que su réplica recibió más miradas que el original. Más de dos días
de asombros generalizados ante lo inverosimil de la reproducción. Más de dos días de
cuchicheos, de apelotonamientos en torno a su caballete, de admiración, de idolatría, de
preguntas curiosas a las que Piero no dio ni una sola respuesta, ni siquiera compuso una
sonrisa agradecida ante tanta fama aluvial sobrevenida sin buscarla.
Afinados definitivamente Los Músicos, yacentes desde hacía tres días en el suelo de su
pavoroso estudio, todavía las constantes vitales y mentales de Piero Merisi no habían
recuperado los valores previos al atracón. Le sobrevenían arcadas de recuerdos de los miles de
rostros que lo circundaron durante esos más de dos días y sus cinco noches correspondientes,
que tantas le parecieron.
Japoneses de pelos astifinos, alemanes con panzas de ogro, paisanos sin otro distintivo que
su tono elevado de voz y esa insolencia añadida que concede el saberse en casa, españoles con
cara de esperanto, inglesas feas como alambradas, franceses decadentes, portugueses
susurrantes. Y un par de inconfundibles rusos. Trajeados como si fueran de Milán. Uno
grueso, el otro alto, altísimo más bien, extremadamente delgado. Ambos permanecieron
impasibles como moais durante tres horas o más (Piero llegó a perder el sentido del tiempo)
en una misma posición discretamente retirada del lienzo. Apenas si pudo ver, que no
escuchar, unos breves intercambios de conversaciones, siempre con las manos protegiendo
sus bocas, para amortiguar todavía más el cuchicheo. Respetuosos como ninguno. Quizá Piero
les enarcase las cejas una vez en señal de agradecimiento por la persistencia de sus buenos
modales, pero no podía asegurárselo a sí mismo. En cambio sería capaz de reconocer sus
rostros en cualquier latitud, bajo cualquier ventisca. Piero Merisi poseía el don de la memoria
fotográfica en asuntos de fisonomías. Si se fijaba en una lo suficiente ya no le era posible
olvidarla. Evocó la aparición de un tercer ruso inconfundible que se dirigió a la pareja con el
dedo percutiendo repetidamente sobre la posición de un reloj en la muñeca. Al poco, el que
había sido referido por el recién llegado como Sergei, fue lo único que Piero entendió, se
despidió de él con una levísima inclinación de cabeza y un rictus que buscaba ser sonrisa.
A distancia, un español desgalichado y rubio, pendiente aún de ingresar en los treinta, casi
apostado entre Amor Durmiente y San Juan Bautista, contemplaba ávidamente la escena sin
aparentar interés.
3 - Darken
Hyde Park todavía conservaba en las zonas sombrías una fina capa de escarcha. Hasta media
tarde, con la llegada de otro frente cansino desde la cocina del Oeste, no se esperaba ninguna
cobertura sobre el cielo londinense, habitualmente divorciado del azul en los meses de invierno.
El Sol se presagiaba zalamero al mediodía, y esa condición solía aportarles a los lechosos
londinenses algunos miles de hematíes extras, como una oferta de inyección de puntos de un
operador telefónico. No eran pocos, entre los que tenían costumbre, los que tomaban una pinta
de más en los mediodías con sol.
La magnitud del parque más famoso de la isla permitía albergar a no menos de trescientos
corredores populares a la vez cuando el Big Ben aún no había podido con las nueve. Los
había de todos los trancos y vestuarios. Desde el junco con mallas y camiseta a juego,
apretado como una pescadilla, sin cortavientos, para exhibir su aerodinamismo; hasta la
mujerona con chándal de mercadillo a la que su culo le bamboleaba como unas alforjas mal
ajustadas. Desde el setentón hasta la quinceañera. Desde el que se cubría la cabeza con
pasamontañas hasta el que se ataviaba con camiseta de tirantes y pantalón corto. El
espectrógrafo de la condición humana registraba todo el abanico de personalidades,
sensibilidades y tendencias en apenas unas hectáreas tan sólo por el modo y las circunstancias
en el correr.
Jorge Tassone era un tipo situado en la equidistancia cronológica del útero y el féretro. Ese
mismo término medio lo exportaba al resto de su discurso vital. De su anonimato dependía la
supervivencia en su oficio. Extremar el no llamar la atención constituía uno de sus salvoconductos
más garantistas. Observaba sin parecer curioso, no solía correr ni deprisa ni despacio, no vestía ni
estridente ni ceniciento, no saludaba a los otros corredores al cruzarse pero componía a su paso
una mueca de amabilidad. Se desplazaba con una elegancia solvente, incluso daba la impresión de
que podía correr más deprisa, que contenía la amplitud de su zancada. Se le intuía fibroso debajo
de la discreción de sus prendas tirando a holgadas. No buscaba los recorridos más transitados
pero tampoco los más solitarios. Estereotipo del corredor medio, Jorge Tassone dedicaba cuatro
horas a la semana a mantener tónico su cuerpo. Ya fuera en Hyde Park, en el neoyorkino Central
o en el Stanley de Vancouver. En las tres urbes disponía de alojamiento permanente aunque en el
último año y medio apenas si había utilizado los del continente americano.
No solía estirar. Bastante metódico, meticuloso más bien, necesitaba ser ya en su trabajo
como para extender también la minuciosidad a su ocio. Ni antes ni después de la carrera.
Corría, además de para mantenerse, para distenderse. Le bastaba con iniciarse despacio y
terminar andando un trecho. Esa mañana el que distaba hasta su también ático cercano de
Farm St., una calle modesta, sin caireles, sin turistas que la fotografiasen, sin cámaras de
seguridad mimetizadas en las fachadas, algo que Tassone tenía muy en cuenta a la hora de
elegir sus lugares de residencia. A la humildad en el callejero la solía completar la proximidad
a algún espacio verde donde poder ejercitarse sin necesidad de emplear otro medio de
transporte que sus piernas.
De alquiler, siempre de alquiler. Confiando en que las fotografías que aparecían en la web
de turno no falseasen demasiado la realidad de los inmuebles. Áticos, siempre áticos sin
vecinos en el rellano. Espaciosos, caros, equipados hasta con el cepillo de dientes. Con luz
pero sin taquígrafos. Para uso individual.
Paradójicamente y al contrario de lo que solía hacer el resto de inquilinos, el argentino
inspeccionaba la calle en la que se emplazaba el inmueble pretendido con detalle y sólo si las
características de la vía y de las aledañas se acoplaban a sus pretensiones, se decidía a dar el sí
quiero a la inmobiliaria. Siempre a través de la Red, como mucho telefónicamente.
Contrariamente a lo que se imponía por norma y debido a la escasez de vecinos en el edificio,
ya hacía más de dos años que conservaba la misma dirección en Londres.
Tassone no llevaba anillos, ni cadenas, ni colgantes, ni tatuajes. Sólo un fino cordón azul
en su tobillo izquierdo que lo debía vincular con algo o alguien. Una concesión a las
emociones. Un detalle sentimental para alguien que hacía de la frialdad, escuela.
Repuesta su frecuencia cardíaca ordinaria, Tassone se adornó en su regreso ahormando su
boca para expulsar esa nube de vaho característica de los días húmedos y fríos. Sentía su
biología más amigable de ese modo, con ese ritual que desplegaba cuando nadie parecía
observarle. Beligerante con el tabaco y sus derivados, sin embargo trataba de componer con el
vaho esos aros de humo que los adolescentes eyectan al ambiente como hábito de iniciación,
o para cubrir esa cuota de estupidez inocente que hace de la adolescencia la época más naif de
la vida. Se sabía un poco gilipollas al repetir este protocolo respiratorio, pero quien no cometa
alguna gilipollez en su intimidad, quien no posea alguna manía ridícula para el prójimo, que
tire la primera piedra, interiorizó.
Reemprendió un leve trote para llegar antes. Tenía asuntos que despachar y un exceso de
vitalidad le exudaba por cada uno de sus poros abiertos por el sudor y la excitación del futuro
a corto plazo.
Que Jorge Tassone se llamaba Jorge Tassone lo sabían muy pocos en el planeta y quienes
conocían su identidad no tenían ni putañera idea de por dónde andaba el pibe. Sus padres
murieron a sus diecisiete años en un mismo accidente de avioneta cuando sobrevolaban el
Gran Chaco. En extrañas circunstancias, mencionó la prensa de entonces en sus crónicas. Los
vecinos de Belgrano, en concreto del exclusivo Belgrano R que albergaba la residencia de los
Tassone, un barrio sin bares en los que desaguar las miserias, relacionaron el suceso con el
tráfico de drogas, con la práctica de sexo grupal, con el comercio fraudulento de madera
amazónica, con las turbulencias que ocasionaba el agujero austral de la capa de ozono, en
auge mediático por aquellos ochenta y muchos. En Belgrano R la naturaleza humana se suele
refugiar todavía tras los muros de las villas y sólo cabe la especulación, la adivinación o la
maledicencia para entrever las vidas ajenas, que no hay mejor fórmula para enjugar las
precariedades espirituales de las propias.
Sin que la fortuna heredada le alcanzara para vivir del rédito el resto de su vida, un
excesivamente maduro y solitario Jorge Tassone vendió además la vivienda familiar el día que
cumplió los dieciocho. Después mandó al carajo al albacea, a los parientes sospechosamente
compungidos que se le acercaron para compadecerse de él y de sus circunstancias, y sin dejar
intenciones ni señas a ninguno cortó el cable sentimental con el Nuevo Mundo y se afincó en
uno de los corazones del Viejo: Florencia. Ni siquiera le comunicó sus planes a Graciela, que
por entonces oficiaba de follamiga titular, condición que ella variaba por la de novia.
Sin remordimientos por la espantá, sin vestigios de duelo por la tragedia familiar,
conservando la totalidad de las lágrimas, con la expresión insípida de los pétreos de corazón,
el todavía Jorge imaginaba, mientras posaba sus ojos en el Atlántico en su vuelo sólo de ida, la
tristeza de las dos sonrisas frondosas de Graciela. Jamás tuvo la tentación después de más de
veinte años transcurridos, de buscarla para justificarle su huida. De haberlo hecho, sólo
hubiera podido contarle que se lo llevó la corriente, una llamada parecida a la religiosa,
mucho más fuerte que la atracción de su coño explícito, afirmativo, complaciente.
Destinó una parte del dinero a fabricarse una identidad nueva. El dinero le llevó hasta un
especialista y en los años de estudiante se llamó Mateo Lucheti, oriundo de Rosario –no
podía apostatar de su acento, un acento que fue neutralizando con método hasta volverlo de
ninguna parte– e hijo de Ezequiel y Rosenda, tomados al azar de un santoral de baratillo que
adquirió por Ponte Vecchio.
A la brillantez de su expediente académico se contrapuso su opacidad social. Hasta el
punto de que Lucheti/Tassone, monta tanto, ya había elegido un camino que no podía
sembrar de amigos, ni siquiera de otros conocidos que no fueran imprescindibles para su
supervivencia académica. Durante los cinco años que estuvo matriculado en la Universita
Internazionale Dell’Arte, con la sede alejada del caso antiguo, en el camino de Fiesole, vivió solo
en un adosado sorprendentemente caro para un estudiante, no asistió a fiesta universitaria
alguna y sólo se le vio en algún pub junto a Irina, una moldava de Chisinau que estudiaba
arqueología y que tenía el segundo esqueleto mejor configurado que Tassone/Lucheti
encontrase jamás. Se frecuentaban una vez a la semana, semanas que ninguna. Lo justo para
que el porteño no descendiese socialmente al escalafón de los primates. Conversaban largo.
De todo menos de los asuntos históricos de un Jorge que se negó a autobiografiarse lo más
mínimo.
—Yo soy de aquí en adelante, Irina. El pasado es un tiempo inservible en mí.
Charlaban de dinosaurios, de etruscos, de la miseria tranquila de Moldavia, de los tejados
de chapa de las casas del campo, de la paciencia, de las tierras sin cultivar, de urnas cinerarias,
de falsificaciones, de museos, de sistemas de seguridad, de Pompeya y Herculano. Alguna vez
Irina, cuando la horizontalidad postcoital parecía proclive al intimismo, le preguntaba por su
soledad y, Mateo para ella, le respondía con una caricia en alguno de sus pezones silenciosos.
Tassone respiraba más agitado que lo que su esfuerzo requería por el mero placer de ver
salir el vaho por su boca. A punto de ingresar en el portal detectó una pareja masculina que
caminaba en sentido contrario por su misma acera que cortó de cuajó sus tonterías bucales.
Mantuvo el paso y todavía se cruzaron. Para su alivio eran gays, a los que sólo delataba su
extrema elegancia conjunta, en ningún caso sus andares. Por un momento los creyó policías
de paisano, inconfundibles también para él. No en vano se había pasado casi media vida
esquivando a las mil policías del mundo. En ambientes policiales su personaje era conocido
como Darken, el ladrón de arte más buscado del planeta. Un hombre opaco, sin otro rostro
que una composición de pelucas, bigotes y añadidos que igual lo podían aproximar a Cristo, a
Dorian Gray o a Calisto el de la Celestina.
La luz incipiente de aquel día de invierno confería un tono de irrealidad a aquel salón
amurallado de cristaleras salvo por el istmo que daba a la cocina. Sobre la mesa parpadeaba
un móvil de prepago. Tassone/Darken consultó el primero de los sms, parco como una
ración de posguerra.
—Un evangelista de Roma ha pedido el traslado a Rusia. Comunícate conmigo.
Conmigo. Sólo tenía dos vínculos llamados conmigo que si bien no sabían quién ni cómo
era, sí lo que hacía. Eran sus proveedores, sus marchantes, sus intermediarios.
El segundo de los sms provenía de otra Irina. Curiosamente, o no, también moldava,
también Irina, también de Chisinau. ¿Debilidad, casualidad, determinismo? El de Irina, la
actual, era el primero en el escalafón de los esqueletos mejor configurados de mujer en la
hemeroteca de esqueletos de Darken. Ella constituía su único vínculo afectivo no sólo en
Londres sino en el resto del planeta. Pero ni siquiera a la moldava le permitía acceder hasta su
ático.
Ven esta noche. Prepararé el salmón como te gusta y luego a mí, leyó.