dostoievski la centenaria

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FEDOR DOSTOIEVSKI LA CENTENARIA "Toda la mañana he andado retrasada —me contaba una señora uno de estos días—. No he podido poner el pie fuera hasta mediodía, y —era como algo hecho a propósito— tenía infinidad de cosas que hacer. Entre dos viejas, a la puerta de una casa de donde yo salía, he encontrado a una anciana que me pareció horriblemente vieja; estaba completamente encorvada y se apoyaba en un bastón. Sin embargo, yo no tenía aún la menor idea de su verdadera edad. Instalóse sobre un banco, cerca de la puerta; la vi bien, pero poco tiempo. Diez minutos después salí de un despacho situado muy cerca y me dirigí hacia un almacén donde tenía que hacer. Volví a encontrar a mi anciana sentada a la puerta de aquella nueva casa. Me miró; la sonreí. Voy a hacer otro encargo hacia la Perspectiva Newsky. Vuelvo a ver a mi buena mujer sentada a la puerta de una tercera casa. Esta vez me detengo delante de ella, preguntándome: ¿Por qué se sienta de este modo a la puerta de todas las casas? —¿Estás cansada, viejecita? —le dije. —Me canso pronto, madrecita. Hace calor; el sol es muy fuerte. Voy a cenar a casa de mis nietos. —Entonces, ¿vas a cenar, abuela? —Sí, a cenar, querida; a cenar. —Pero de este modo no llegarás nunca. —Sí, llegaré. Ando un poco; descanso. Me levanto, ando un poco más, y siempre así. La buena mujer me interesó. Es una viejecita limpia, vestida con un traje anticuado; parece pertenecer a la

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Page 1: Dostoievski La Centenaria

FEDOR DOSTOIEVSKI

LA CENTENARIA

"Toda la mañana he andado retrasada —me contaba una señora uno de estos días—. No he podido poner el pie fuera hasta mediodía, y —era como algo hecho a propósito— tenía infinidad de cosas que hacer. Entre dos viejas, a la puerta de una casa de donde yo salía, he encontrado a una anciana que me pareció horriblemente vieja; estaba completamente encorvada y se apoyaba en un bastón. Sin embargo, yo no tenía aún la menor idea de su verdadera edad. Instalóse sobre un banco, cerca de la puerta; la vi bien, pero poco tiempo. Diez minutos después salí de un despacho situado muy cerca y me dirigí hacia un almacén donde tenía que hacer. Volví a encontrar a mi anciana sentada a la puerta de aquella nueva casa. Me miró; la sonreí. Voy a hacer otro encargo hacia la Perspectiva Newsky. Vuelvo a ver a mi buena mujer sentada a la puerta de una tercera casa. Esta vez me detengo delante de ella, preguntándome: ¿Por qué se sienta de este modo a la puerta de todas las casas? —¿Estás cansada, viejecita? —le dije. —Me canso pronto, madrecita. Hace calor; el sol es muy fuerte. Voy a cenar a casa de mis nietos. —Entonces, ¿vas a cenar, abuela? —Sí, a cenar, querida; a cenar. —Pero de este modo no llegarás nunca. —Sí, llegaré. Ando un poco; descanso. Me levanto, ando un poco más, y siempre así. La buena mujer me interesó. Es una viejecita limpia, vestida con un traje anticuado; parece pertenecer a la clase burguesa. Tiene un rostro pálido, amarillo; la piel, seca y pegada a los huesos; sus labios están descoloridos; diríase una momia. Permanece sentada, sonriente; el sol dora su rostro. —Debes ser muy vieja, abuela —le dije, bromeando. —Ciento cuatro años, querida; ciento cuatro años nada más. Ella bromea a su vez. —Y tú, ¿dónde vas? —me pregunta. Y todavía sonríe. Se siente contenta de hablar con alguien.

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—Mira, abuela; he comprado zapatos para mi hijita y los llevo a mi casa. —¡Oh! ¡Qué pequeños son los zapatos! Es una niña, bien chiquitina. ¿Tienes otros hijos? Y siempre me mira sonriente. Sus ojos están un poco apagados; sin embargo, algo brilla en ellos aún como una lucecilla débil, pero cálida. —Abuela, toma esta moneda. Te comprarás un panecillo. —¡Qué idea has tenido de darme esto! Pero te lo agradezco; guardaré tu monedita. —Perdóname, abuela. Toma la moneda pero por amabilidad, por bondad de corazón. Quizá hasta está contenta, no sólo de que la hablen, sino también de que se ocupen de ella afectuosamente. —Bueno, adiós —dije—, mi buena viejecita. Deseo que llegues pronto a casa de los tuyos. —Claro está que sí llegaré, querida; llegaré. Y tú vete a ver a tu nietecita. Olvidaba que tengo una hija y no una nieta. Le parecía que todo el mundo tenía nietas. Marché de allí y, volviéndome, la he visto que se levantaba con trabajo, se apoyaba sobre su bastón y se arrastraba por la calle. Tal vez se habrá detenido lo menos diez veces aún antes de llegar a casa de sus nietos, donde ella va "a cenar". ¡Qué viejecita tan rara! Fue, como decía, una de estas mañanas últimas cuando oí este relato, o más bien esta impresión, de un encuentro con una centenaria. Es raro ver centenarios tan llenos de vida. También yo he pensado repetidamente en esa vieja, y esta noche, muy tarde, después de haber acabado de leer, me he entretenido en imaginarme la continuación de la historia; la he visto llegando a casa de sus nietos o biznietos. Debe ser una familia de gentes retiradas, decentes; de otro modo no iría a cenar a su casa. Tal vez alquilan una tiendecita; por ejemplo, una tienda de peluquero. Evidentemente, no son gentes ricas, pero, en fin, deben tener una pequeña vida organizada, ordenada. Veamos. Ella habrá llegado a su casa hacia las dos. No la esperaban, pero la han recibido cordialmente: — ¡Ah! Aquí está María Maximovna. ¡Entre, entre, misericordia, criatura de Dios!

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La vieja ha entrado, sin cesar de sonreír. Su nieta es mujer de ese peluquero que veo allí, hombre de unos treinta y cinco años, adornado con una levita llena de manchas de pomada. (Jamás he visto barberos de otro estilo.) Tres nietos pequeños —un chico y dos chicas— corren hacia la abuela. Ordinariamente, estas viejas, extraordinariamente viejas, se entienden muy bien con las criaturas; tienen un alma semejante a las almas de los niños, si no igual. La vieja se ha sentado. En casa del peluquero hay alguien: un hombre de cuarenta años, una visita de confianza. Hay también un sobrino del barbero, un mozo de diez y siete años, que quiere entrar en casa de un impresor. La vieja se persigna, se sienta y mira al visitante. —¡Oh! ¡Qué cansada estoy!... ¿Quién tenéis en casa? —Soy yo. ¿No me reconoce usted, María Maximovna? —dice el visitante riendo—. Hace dos años íbamos siempre juntos a buscar hongos al bosque. —¡Ah! ¡Eres tú! Te reconozco, bromista. Sólo que ¿quieres creer que ya no recuerdo tu nombre?, sin embargo, sé bien quién eres... Pero el cansancio me enreda las ideas. —No ha crecido usted desde la última vez —bromea el visitante. —¿Quieres callar, grosero? —Y la abuela se echó a reír, en el fondo muy divertida. —Ya sabes, María Maximovna, que soy un buen muchacho. —Siempre resulta agradable charlar con personas honradas... ¿Le habéis hecho el abrigo a Serioja? Señaló al sobrino. Este, mozo robusto y sano, sonrió ampliamente y acercóse a la vieja. Llevaba un abrigo gris nuevo, y aún se sentía orgulloso exhibiéndolo. La indiferencia llegaría tal vez pasada una semana; pero, esperando que llegase, todavía se miraba a cada instante los adornos, los forros, contemplándose en el espejo con su vestido nuevo; sentía por sí mismo cierto respeto viéndose tan bien vestido. —¡Vuélvete, pues! —exclamó la mujer del barbero—. Y tú, María Maximovna, mira. ¿Un buen abrigo, eh? Y que vale seis rublos como un kopek. Nos dijeron en casa de Prokhovitch que pedir algo más barato era mejor no pensar en ello. ¡Nos habríamos después mordido las uñas, mientras que el abrigo no se hubiera podido usar más. Mirad esta tela. Pero vuélvete... En fin, así es

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como se va el dinero, María Maximovna. ¡He ahí unos rublos que se han despedido de nosotros! —¡Oh! Se ha puesto tan cara la vida que quiero no pensar más en ello. ¡Me haría sufrir! —hizo notar María Maximovna, completamente emocionada, sin aliento aún. —¡Vamos, vamos; ya es hora de cenar! —observó el barbero—. Pero pareces muy fatigada, María Maximovna. —Sí, padrecito; estoy agotada. Hace calor y un sol... ¡Oh! Me he encontrado en la calle a una señora que había comprado zapatos para sus hijos. "¿Está usted cansada, viejecita? —me ha preguntado—. Tome usted esta moneda para comprar un panecillo." Y yo, sabes, he tomado la moneda. —Pero, abuela, descansa primero. ¿Para qué esforzarte de ese modo? —preguntó el peluquero, solícito. Todos la miran. Se ha puesto muy pálida; sus labios están blancos. Mira ella también a todos los que están allí, pero con una mirada más apagada que de ordinario. — ¡Aquí tienes la moneda, para tortas para los chicos! —continúa la vieja. Pero se ve obligada a tomar aliento. Todos han dejado de hablar durante algunos segundos. —¿Qué le pasa, abuela? El barbero se inclina sobre ella. Pero la abuela no responde. En la estancia hay un nuevo silencio, que dura varios segundos. La vieja se ha puesto más pálida aún, y su cara parece haber enflaquecido de repente. Sus ojos se nublan; la sonrisa se hiela en sus labios; mira ante sí, pero adivina que ya no ve. —¿Hay que ir a buscar al pope?... —pregunta el visitante. —Sí; pero... ¿no es ya demasiado tarde? —murmura el barbero. —¡Abuela! ¡Eh, abuela! —llama la mujer, asustada. La abuela permanece inmóvil; pero pronto su cabeza se inclina hacia un lado; en su diestra, que descansa aún sobre la mesa, tiene todavía la moneda; su mano izquierda se ha quedado fija sobre el hombro del nietecito Michka, de seis años. Está de pie, inmóvil, y contempla a la abuela con asombrados ojos. —¡Está muerta! —pronuncia muy bajo el barbero, haciendo la señal de la cruz. —¡Ah! ¡He visto que se inclinaba hacia un lado! —dice el visitante muy emocionado, con entrecortada voz.

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Profundamente conmovido, contempla a los presentes. —¡Ah, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer, Makaritch? —¡Ciento cuatro años! ¡Oh! —dice el visitante, pateando el suelo, cada vez más enternecido. —Sí, estos últimos años iba perdiendo un poco la cabeza —observó tristemente el barbero— Pero es necesario que vaya a avisar —y se pone su gorra y busca su abrigo. —Hace un momento se reía, estaba alegre. Todavía tiene en la mano la moneda para "comprar tortas". ¡Qué vida la nuestra! —Bueno, vamos, Piotr Stepanitch —interrumpe el barbero. Salen. No lloran, claro está. ¿Ciento cuatro años, verdad? La dueña de la casa ha enviado en busca de las vecinas, que van acudiendo. La noticia les ha interesado, distraído. Como es lógico, se prepara el samovar. Los niños, agrupados en un rincón, contemplan curiosamente a la abuela muerta. Michka se acordará mientras viva de que murió con la mano sobre su hombro; cuando a su vez le llegue la muerte, nadie recordará ya a la vieja que vivió ciento cuatro años. ¿Y para qué recordarla? Millones de hombres viven y mueren inadvertidos. ¡Que el Señor bendiga la vida y la muerte de las gentes sencillas y buenas!