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 CUADERNOS fflSPANOAMERICANO 625-626 julio-agosto 2002 DOSSIER: Luis Cernuda (1902-1963) Felisberto Hernández (1902-1964) Tristán Tzara Poemas rumanos Rafael Gutiérrez Girardot La obr a de Georg Heym Domini que Viart Genealogías y filiaciones Entrevistas con Héctor Rojas Herazo y Á ngel Gonzál ez García Notas sobre Georges Braque, Enrique Jardiel Poncela, Julio Cortázar, León Felipe, el teatro argentino actual y la escultura sacra española

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  • CUADERNOS fflSPANOAMERICANOS

    625-626 julio-agosto 2002

    DOSSIER: Luis Cernuda (1902-1963)

    Felisberto Hernndez (1902-1964) Tristn Tzara

    Poemas rumanos

    Rafael Gutirrez Girardot La obra de Georg Heym

    Dominique Viart Genealogas y filiaciones

    Entrevistas con Hctor Rojas Herazo y ngel Gonzlez Garca Notas sobre Georges Braque, Enrique Jardiel Poncela,

    Julio Cortzar, Len Felipe, el teatro argentino actual y la escultura sacra espaola

  • CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

    DIRECTOR: BLAS MATAMORO REDACTOR JEFE: JUAN MALPARTIDA

    SECRETARIA DE REDACCIN: MARA ANTONIA JIMNEZ ADMINISTRADOR: MAXIMILIANO JURADO

    AGENCIA ESPAOLA DE COOPERACIN INTERNACIONAL

  • Cuadernos Hispanoamericanos: Avda. Reyes Catlicos, 4 28040 Madrid. Telfs: 91 5838399 - 91 5838400 / 01

    Fax: 91 5838310/11/13 e-mail: Cuadernos.Hispanoamericanosaeci.es

    Imprime: Grficas VARONA Polgono El Montalvo, parcela 49 - 37008 Salamanca

    Depsito Legal: M. 3875/1958 - ISSN: 1131-6438 - IPO: 028-02-003-1

    Los ndices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography

    y en Internet: www.aeci.es

    * No se mantiene correspondencia sobre trabajos no solicitados

  • 625-626 NDICE DOSSIER

    Luis Cernuda (1902-1963)

    JOS MARA ESPINASA Mejor la destruccin, el fuego 7

    NGEL L. PRIETO DE PAULA Una desolacin sin adjetivos. Cernuda en la poesa espaola de posguerra 17

    ADOLFO SOTELO VZQUEZ Luis Cernuda ante la crtica y la tradicin literarias 29

    GEMMA SU MINGUELLA Reescribiendo a Rilke. La pantera de Luis Cernuda 41

    RAQUEL VELZQUEZ VELZQUEZ En torno a El viento en la colina 53

    JORDIAMAT Leccin de la placa en Camden Town 63

    IRMA EMILIOZZI De mscaras y transparencias. Cernuda y Aleixandre 69

    DOSSIER Felisberto Hernndez (1902-1964)

    TERESA PORZECANSKI Un estudio del rgimen de la mirada 81

    JUAN GARGALLO Felisberto en el umbral 87

    JORGE SCLAVO El caso Clemente Colling 97

    CLAUDIA CERMINATTI Una lectura de Las hortensias 109

    AMANCIO TENAGUILLO Y CORTZAR Una escritura en movimiento 117

    BLAS MATAMORO El msico, ese perseguidor 129

    PUNTOS DE VISTA

    DARIE NOVACEANU Los poemas rumanos de Tristn Tzara 141

  • TRISTAN TZARA Poemas rumanos 147

    EMETERIO DEZ Jardiel y el cine 153

    RAFAEL GUTIRREZ GIRARDOT Georg Heym o la configuracin potica del ennui 171

    LUIS ESTEPA Un aleluya de Barradas y la novela rosa 189

    CARLOS D'ORS Escultura sacra espaola contempornea 197

    DOMINIQUE VIART Genealogas y filiaciones 207

    MARIO BOERO El peso y el paso de la religin en Espaa 219

    CALLEJERO

    JORGE GARCA USTA Entrevista con Hctor Rojas Herazo 227

    OSVALDO PELLETTIERI Teatro argentino 2001 247

    EVA FERNNDEZ DEL CAMPO Entrevista con ngel Gonzlez Garca 255

    ALEJANDRO FINISTERRE Len Felipe 265

    CARLOS ALFIERI Georges Braque: el legado de un grande 271

    LUIS PULIDO RITTER Carta de Bogot. Tan lejos y tan cerca del cielo 275

    JORGE ANDRADE Carta de Argentina. Vida de nufragos 279

    BIBLIOTECA

    IRMA EMILIOZZI, AGUSTN SEGU, MILAGROS SNCHEZ ARNOSI, VANESA GONZLEZ, JUAN ULLOA BUSTINZA, BETTY GRANATA DE EGES, SAMUEL SERRANO

    Amrica en los libros 285 JOS MUOZ MILLANES, JOS AGUSTN MAHIEU, MILAGROS SNCHEZ ARNOSI, B. M.

    Los libros en Europa 296

    El fondo de la maleta Libros de feria 313

  • DOSSIER Luis Cernuda (1902-1963)

    Coordinador: ADOLFO SOTELO VZQUEZ

  • Luis Cernuda en 1936

  • Mejor la destruccin, el fuego

    Jos Mara Espinasa

    A los lectores de fines del siglo XX y principio del XXI les sorprender ver cmo, en la mirada retrospectiva, el azar se combina con los argumen-tos del destino para proponer la imagen de un poeta. Y a todos los grandes poetas del siglo XX les ronda esa necesidad: ser ante el lector de una determinada manera. Pero lo que determina esa manera es en muchos casos una biografa -la del lector- inscrita en una tradicin. As, hacia mediados de los aos setenta, la lectura de Cernuda fue, en Mxico, una divisa generacional que, a pesar de lo intensa y combativa, no dio resulta-dos concretos, como s los dio en Espaa, en trabajos de investigacin y ediciones crticas generalmente serias y confiables, acompaadas tambin de, en ocasiones, estriles polmicas sobre el carcter y el valor del autor de La realidad y el deseo. Esa actitud tiene su origen en la propia obra o es consecuencia de ese olvido tan mexicano y que el poeta tanto padeci?

    A mediados de los aos setenta en Mxico, Cernuda, tanto la persona como la obra, era una presencia extraa: muchos de mis contemporneos lo leyeron impulsados por el brillante ensayo que Octavio Paz le dedic en Cuadrivio, un momento clave en la bibliografa sobre l, ya que no slo se trataba de un notable texto crtico sino que se deba a quien ya despuntaba en ese momento como la figura rectora de la poesa en castellano en las prximas dos dcadas. La lectura se inscriba tambin en la aureola que rodeaba a la obra -incomprendida, maldita- y a la persona. Yo lo le con avidez: La realidad y el deseo en la edicin de Sneca fue una extraordi-naria sorpresa en la biblioteca de la escuela Instituto Luis Vives, donde curs la preparatoria; sorpresa -como los panes- multiplicada, ya que haba un buen altero de ejemplares que ante la mirada permisiva de los profeso-res regalbamos a quien se dejara.

    No es un dato intrascendente: La realidad y el deseo en la edicin del Fondo de Cultura Econmica estaba agotada y fue aquella, que no inclua Desolacin de la quimera, la que nos form en el entusiasmo cernudiano. Un grupo de aprendices de escritores llegamos entonces a organizar una lectura en voces de Donde habite el olvido, poema que a la menor provo-cacin, cual cancin ranchera, vena a nuestros labios, memorizado casi sin

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    darnos cuenta. Me llama la atencin ahora que el texto, orgullosamente desolado, poco tena que ver con el ambiente de los grupos y tertulias lite-rarias, ms bien festivamente ldicas, que se vivan entonces. Tena desde luego un efecto catrtico al anticipar la cruda de una minscula pero fasci-nante belle poque adolescente. Pero esa desolacin, insisto, no era an la de la quimera. La poesa de Cernuda no nos dejaba ver el desencanto y el resentimiento que vendra despus, fruto de un exilio que le doli hasta el alma. La esfera de ese olvido era todava la del mito.

    El texto, escrito a raz del rompimiento con Serafn, uno de sus grandes amores, era ledo con una intensa irona, como un poema de amor cumpli-do, ms all de su contrapuesta literalidad, y es que eso vena en la letra. No necesito explicar por qu la lamentacin, tan frecuente en el verso, cuando encarna de veras en un poema, funciona como afirmacin y pre-sencia de aquello que se lamenta ausente, y que por eso ms que provocar una catarsis permite el reconocimiento, la toma de conciencia, el imposible olvido. Todo lo que en sus poemas era fechado, de los coqueteos andalu-cistas a la poesa comprometida, pasando por el surrealismo, Cernuda lo haba interiorizado a tal grado, que a veces ni se le reconoca y slo estaba l, de cuerpo entero, con esa elegancia y belleza que tanto mencionan los que lo conocieron. Pero entonces lleg el exilio y, como a muchos, el mundo se le vino abajo.

    Ese exilio no poda ser consuelo alguno por ms que lo vivieran muchos, ya que era, de todas maneras, su exilio. Cernuda tard en llegar a nuestro pas, y eso es importante, despus de un peregrinaje nada cmodo como profesor -aquello que l, segn ve lcidamente Mara Zambrano, no poda ser-. Arriba a Mxico en 1954: a pesar de la lengua y el ambiente, de que aqu vivan amigos suyos como Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, no puede encontrar ese paraso que tal vez sin haber tenido nunca ya estaba definitivamente perdido. Es curioso que, independientemente del estilo de vida que cada cual tuvo en el exilio mexicano, ninguno de los poetas exi-liados, ni siquiera Len Felipe, pudo reconstruir un lugar, un espacio vital para su literatura.

    Si otros poetas -un ejemplo es Pedro Garfias- ahogaron en alcohol ese desarraigo, Cernuda lo ahog en un licor an ms enervante: el resenti-miento. No se trata de entrar en una descripcin del carcter de la persona sino de situar lo que ocurri con los textos. La generacin del 27 tuvo como virtud reunir distintas opciones estticas sin que stas fueran excluyentes -y tambin sin excluir la en ocasiones violenta defensa de sus posiciones-y Cernuda representa un extremo de esa paleta. Por eso resulta importante haberlo ledo en la edicin mencionada de La realidad y el deseo, cuando

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    an no estaba presente ese resentimiento. No deja de ser significativo que se hayan ocupado de l muchos de los grandes escritores mexicanos. Al ensayo de Paz habra que agregar los que le dedicaron Toms Segovia, Ramn Xirau, Juan Garca Ponce y Carlos Monsivis, todos ellos, desde pticas diferentes, muy admirativos. Tambin es sintomtico que dos de los libros ms importantes de la bibliografa sobre Luis Cernuda hayan sido escritos por poetas de mi generacin: Manuel Uacia y Vicente Quirarte.

    Es importante sealar que Segovia, Xirau y Garca Ponce dejaron cons-tancia de su admiracin desde fechas muy tempranas y que Monsivis pro-loga una edicin conjunta de Variaciones sobre tema mexicano y Desola-cin de la quimera a principios de los noventa. Este prlogo, por ms que parece terminado apresuradamente, tiene una importancia enorme: Monsi-vis, especialista en lo mexicano, pocas veces se ocupa de autores ajenos al tpico, y cuando se lee la presentacin uno siente algo que se ha dicho muchas veces y pocas se ha realmente desarrollado, la similitud entre el 27 y los Contemporneos. Lo que el autor de Das de guardar dice parece a veces un juicio sobre Owen -su radical diferencia con el grupo- o sobre Novo -su no menos radical asuncin de la sexualidad como postura estti-ca- o hasta sobre Villaurrutia. Notable lector de poesa, Monsivis suele entender el poema desde el lado si no prosaico s ms ajeno a la poesa, y por eso Desolacin de la quimera es para l un gran libro. Tiene razn, pero habra que agregar (cosa que l no hace) que es un libro que ningn gran poeta debe escribir: en l, oficio e inspiracin estn al servicio del ren-cor y del ajuste de cuentas, la circunstancia se eleva a la categora del infi-nito quitndole incluso su componente nostlgico. Y es que, al contrario de Novo en sus stiras, Cernuda haba sido abandonado no slo por hombres (tanto la humanidad como los amigos y cmplices literarios) sino por el humor que le poda hacer creer en el perdn.

    El perdn, ese gesto tan poco atractivo, tan cristiano en el fondo, implica sin embargo una culpa La hubo? No necesariamente en el entorno sino en el ncleo, el propio Cernuda, implcito en las minucias de berrinches casi infantiles, amenazado por una pobreza pecuniaria que se le volvi pobreza del alma. Rechaz sus orgenes literarios -Juan Ramn Jimnez, descalifi-cado violentamente, Pedro Salinas- y a sus compaeros de aventura -Pra-dos, Altolaguirre, Aleixandre- y hasta a sus herederos estticos -Juan Gil-Albert- hasta quedarse sin otro interlocutor que l mismo. Era -adems-muy callado, incluso en esas conversaciones, de las que tambin descon-fiaba. Cernuda vivi en la pgina algo an peor que en la vida, el constatar la limitacin de la palabra. Modernismo y vanguardia haban legado al escritor un sino: la poesa nombra lo innombrable, y eso slo ocurre en la

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    concentracin y en la soledad. Palabra esencial, slo se conquista al esen-cializarla. Fue un largo proceso, el de su generacin, para descubrir que la poesa pura est hecha de impurezas, y el de Cernuda para entender que eso no le interesaba.

    Desolacin de la quimera es un libro testamentario, pero no hay que ponerlo en el final de una obra, aunque lo sea de una vida, sino en el ori-gen. De haberlo escrito a los veinte aos, con menos oficio y resentimien-to, tal vez lo habra vacunado contra la amargura que corroe sus palabras por dentro. Leerlo as concede al lector la oportunidad de leerlo como lo que a pesar de todo Cernuda fue, un gran poeta. Y es que lo que el libro expresa es la imposibilidad del futuro, pero no en un plano mtico, sino en el concreto, incluso en el prctico. Su reino fue el del pasado y por eso esa ptina muy siglo XIX -trat de rescatar a Campoamor, por ejemplo-, esa sintaxis extraa por opaca.

    Su admiracin por Unamuno (y su rechazo de Jimnez y Machado) es perfectamente lgica: representa la poesa existencial en la que buscaba inscribirse. Quiso romper el espaol para hacerlo dctil a las exigencias de su expresin, pero al contrario del Vallejo de Trilce, romper era reconstruir: ya antes haba sido esa lengua capaz de la poesa. Nunca pudo Cernuda pensar que se trataba de otra lengua aunque ambas fueran espaol, y que los aos -los siglos- transcurridos entre fray Luis y Juan de la Cruz hab-an lastrado la lengua, y no bastaba con la intensidad de lo personal para reconstruirla (incluso, en aquellos aos, era la intensidad de lo social lo que provocaba su reconstruccin). Lo que fascina en Donde habite el olvido es precisamente su parte dramtica (a la inglesa o a lo Caldern), su condicin escnica, su cualidad recitativa. En sus primeros poemas busca esa felici-dad que la generacin y la poca tuvieron (y aqu incluyo a otros pases de habla espaola), una transparencia de luz no usada a la manera clsica pero tambin en brazos de esa vanguardia que despuntaba una dcada antes. Entre los ejercicios de bsqueda de una voz propia se asoman ya sin embargo sus preocupaciones futuras, la abismal y que divide a la realidad del deseo en el ttulo que agrupara toda su obra:

    Vivo un solo deseo, Un afn claro, unnime; Afn de amor y olvido.

    Como en el amor, en la poesa le preocupaba la duracin del instante, no la prolongacin del momento, y en la diferencia entre instante y momento entra el difcil asunto del tiempo. La felicidad de la imagen nunca acaba de

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    cuajar en una felicidad de lo expresado, no consigue la gracia melanclica del duende lorquiano ni encuentra las virtudes del mundo bien hecho a la Guillen. Ante esa dificultad de tono empieza a surgir de dentro mismo de los textos el desasosiego. Habla en esos primeros poemas -los reunidos en los apartados en Primeras poesas, gloga, elega, oda y Un ro, un amor- un instante colectivo en el que apenas surge el acento personal, ese que estallar en un libro clave, Los placeres prohibidos, fundamental rei-vindicacin de su homosexualidad como bandera tica y esttica (la belle-za es, siempre, masculina). Libro valiente, comparable a los poemas de Novo en Nuevo amor por los mismos aos. Y clara propuesta del poema como reflexin autobiogrfica, camino contrario al de muchos de sus com-paeros de generacin.

    Esos textos, sin embargo, apuntan otro dato importante: la impaciencia. En Cernuda hay una clara dialctica entre instante y permanencia, un dilogo desgarrador entre la anulacin de uno en brazos de la otra en la vida y ape-nas paliado el dolor por la ambicin de reconciliarnos en el arte. La imagen autosufciente se desboca en una reflexin que ya lo acerca desde entonces a la poesa metafsica inglesa y al aspecto dramtico sealado antes, pero l no poda convocar la multiplicidad de voces de La tierra balda; al contra-rio, quiere la singularidad de una voz que pueda llamar suya en el poema. La exigencia de impersonalidad tan en boga se le vuelve conflictiva.

    No en balde muchas veces se ha relacionado a Bcquer con Cernuda: hay en su obra una vocacin romntica que lo empuja a poner en el centro del discurso su propio yo, no hay rboles, hay olmos, cipreses, cedros, de la misma manera que no hay poetas, sino Luis Cernuda. No es humilde, desde luego. La poesa eres t porque hay un yo que la vive. Pero esa situacin sealada en la imagen en sus primeros poemas se extiende al amor; como ella, la relacin fsica (y cuando habla de amor habla de eso precisamente) no satisface y esto comunica un sentimiento de tristeza. Esa tristeza adquie-re cuerpo en expresiones inspiradas: Qu ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman.

    La inspiracin mayor est sin embargo en el tono oracular: Dir cmo nacisteis, placeres prohibidos. Es difcil encontrar un principio ms afor-tunado para un poema y un libro, verso que marca un tono semigtico, de ecos simbolistas, con una impostacin que casi parecera imposible, a la vez que con una verdad rotunda. Slo el principio del oratorio inmediato que ser Donde habite el olvido lo superar en la obra del escritor. Pero el peso del verso reside, a pesar de la resonancia de la palabra prohibidos en el dir inicial, ya que vuelve a situar al poema en una verdad de la per-sona, una sinceridad que habra sido abandonada por la lrica.

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    La dcada de los treinta ser histricamente muy importante: los seis aos de la repblica y los tres de la guerra civil. Tambin lo ser para la bibliografa de Cernuda: publica Los placeres prohibidos, Donde habite el olvido, Invocaciones, Las nubes. La incidencia de lo histrico en lo perso-nal fue muy profunda, la guerra civil, su compromiso con la repblica y el final exilio. El tono mtico de su poesa ser, en una extraa sntesis, pro-fundamente personal y marcadamente autobiogrfico. En pocas obras como en la suya se mostrar la necesidad de expresar el sentido subyacen-te en cada gesto, sea ste colectivo o individual. El poeta se pregunta, como lo har Celan repitiendo a Heidegger, que repite a Hlderlin, una dcada despus para qu la poesa en tiempos de miseria? El acento hoelderlinia-no resonar en cada uno de sus libros, y es precisamente la poesa lo que permitir medir la hondura de esa miseria.

    Los placeres prohibidos ser, en su confesin implcita, un camino de liberacin de la culpa. Pero la Espaa negra no se revelar en la luminosi-dad a la que aspira, sino en una sordina, en una grisalla tpicamente ingle-sa (primera estacin del periplo del exilio, como en el caso de Garfias). Es esa culpa -o esa prohibicin- la que parece volver fascinante esa bsque-da de satisfaccin del deseo. La voluntad del poeta ser expresada siempre por su contrario, de all el desgarramiento, no por retrico menos verdade-ro, de Donde habite el olvido. El poeta no acta sino que encarna su dolor: poema del abandono, es la imagen opuesta de La voz a ti debida de Sali-nas. Celebrar el abandono como deseable y necesario erige la figura del abandonado como eje de la potica, y no la del amado. Postura, precisa-mente, en la que no hay redencin.

    Para Cernuda esos aos sern los que lo alejarn para siempre de la emo-cin interior y cumplida pero no para precipitarlo en una bsqueda deses-perada y turbulenta del amor y el deseo -como ocurra con los poetas mal-ditos del siglo XIX-, sino para rendir testimonio de la imposibilidad de ese cumplimiento fuera de ese lugar, paraso o infierno, del cual ha sido expul-sado. No deja de ser curioso que poetas muy distintos a l, recuperaran de una manera gozosa y sin queja, ese tono mtico-personal, como ocurri con Jaime Gil de Biedma en Espaa, Toms Segovia en Mxico y Alvaro Mutis en Colombia (y Mxico).

    En Invocaciones se incluye uno de los poemas ms perfectos de Cernuda: Soliloquio del farero, especie de coda final a Los placeres prohibidos:

    Te negu por bien poco; Por menudos amores ni ciertos ni fingidos, Por quietas amistades de silln y de gesto,

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    Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma, Por los viejos placeres prohibidos, Como los permitidos nauseabundos, tiles solamente para el elegante saln susurrado, En boca de mentiras y palabras de hielo.

    En slo unos cuantos aos, el poeta, que apenas media sus treinta aos (los que para Dante habran sido la mitad del camino), se confiesa viejo a travs de sus placeres, indigno de vivir la plenitud del amor, pero -signifi-cativamente- plenos en la soledad conquistada (Cmo llenarte, soledad / Sino contigo misma) y al final (Por ti, mi soledad, los busqu un da / En ti, mi soledad, los amo ahora). Es de esa soledad conquistada de la que el exilio lo despojar para entregarlo a una soledad impuesta.

    Cernuda tuvo siempre presente la juventud como momento de la poe-sa, pero no slo de manera externa -la juventud del otro, del amante- sino tambin la propia. Mano de viejo mancha / el cuerpo juvenil si intenta acariciarlo dice en Desolacin de la quimera, y se sinti viejo, mucho antes de serlo y cuando ms joven era su poesa. En nombre de esa soledad vemos cmo el entorno lucha por mostrarse y no puede en la escritura. Cer-nuda se comprometi con la Repblica activamente, pero eso se manifest poco y de manera muy ingenua en sus poemas -A un poeta muerto, Un espaol habla de su tierra- en buena medida porque se libraba una lucha en su interior entre esa fugacidad y la permanencia, rota la dialctica intui-da una dcada antes. El compromiso civil no entraba en su diapasn siquie-ra como gesto (al contrario de la mayora de sus amigos, que escribieron cancioneros republicanos), pero su condena de la canalla que gobernara Espaa no deja duda. Y cuando intenta, en Resaca en Sansuea, escribir el poema dramtico de la colectividad, se queda corto (basta compararlo con Primavera en Heaton Hastings de Garfias) ya que no puede (aunque entonces todava quiere) hablar en nombre de un nosotros.

    Los poetas del 27, al igual que los Contemporneos en Mxico, fueron escritores de juventud, sus mejores textos los publicaron antes de la guerra, y en ocasiones despus se repitieron a s mismos. Pero si esto es cierto desde el punto de vista histrico, hay una parte entraable en lo que escri-bieron despus, como un indicio de sobrevivencia, un no pasarn espiri-tual que resuena tan estremecido como aquel que se enarbol en la con-tienda civil. Muy distintos seran los casos de su maestro Juan Ramn Jimnez, que en el exilio reconquist un impulso creador que lo volvi el ms joven de los poetas de aquellos aos, o (sin exilio) el de Borges -poeta siempre viejo- que hizo de la vejez una extraordinaria potica.

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    Hay que insistir en que Cerauda vio la poesa perdida al perder esa juven-tud, al perder la alegra de una irresponsable vitalidad, pero -al menos po-ticamente- habra que decir que nunca la tuvo, su escritura; incluso desde sus primeras composiciones de aprendizaje, estuvo condicionada por una nostalgia de lo perdido, pero que en realidad nunca haba existido. La ale-gra andaluza, indudable a pesar de su simplificacin por los gitanos pro-fesionales, que represent la moda Lorca, tuvo en Cernuda su anttesis, en una melancola a la inglesa. En aquella biblioteca del Luis Vives citada algunos pudimos leer tambin el extraordinario Poeta en Nueva York, libro que prolonga a su manera el impulso que haba en Los placeres prohibidos y en Donde habite el olvido. Ese mismo tono de oratorio se abre hacia los otros ante la sorpresa que resulta la Babel de hierro y su peculiar mezcla de culturas, tan lejana de las peinetas y castauelas, pero con tanto en comn en su condicin de espectculo, de anhelo por ese mbito de marquesinas en donde todo, en especial la poesa, es puesto en escena.

    La homosexualidad en Garca Lorca se transform en farndula, exhibi-cionismo seductor, alegra incluso en la tragedia -Cernuda acierta en su elega: El fresco y alto ornato de la vida-, mientras que en l se interio-riz. No hay una correspondencia lineal entre el exterior y el interior como espacio habitable, pero es evidente que Cernuda se volvi sobre s mismo como una sombra del poeta muerto, tal vez esa a quien escribe los Cuatro poemas a una sombra:

    El amor nace en los ojos, Adonde t, perdidamente, Tiemblas de hallarle an desconocido, Sonriente, exigiendo; La mirada es quien crea, Por el amor, el mundo, Y el amor quien percibe, Dentro del hombre oscuro, el ser divino, Criatura de luz entonces viva En los ojos que ven y que comprenden.

    La obra posterior de Cerauda est llena de atisbos luminosos, de puertas hacia la luz que el poeta nunca se decidi a abrir, y es que en su esttica era esa condicin desolada la del poeta, a pesar de que era muy consciente de que no, de que en el amigo ausente (Federico o cualquier otro) haba la pre-sencia luminosa: Y tu intil trabajo de amor no te dola, / Aunque donde recela el ngel la pisada / Algn bufn se instala como dueo. El senti-

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    miento de que el mundo no merece al poeta y que ste ser siempre derro-tado en el tiempo (Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? / Ojal nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable), por eso sus versos alcanzan diapasones muy altos, ms all del siempre ten-tador plair.

    Hay que diferenciar entre pesimismos: el de Cernuda es de aquellos que no alcanza la paz en el exabrupto ni aspira a una lucidez que lo site a dis-tancia. Cuando el poeta busca otra vez esa numinosidad del poema, a la manera de Prados, no llega a crerselo y suena a imitacin; cuando quiere tener timbres civiles (Dptico espaol) le gana la voluntad discursiva y no la potica. En sus momentos ms intensos Cernuda llega incluso a coquetear con una necrofilia a la Lpez Velarde, con una poesa fantasmal, de ultratumba, que nos habla de un mundo desaparecido pero del que no han desaparecido las exigencias vitales.

    Esa condicin dramtica que conserva hasta el final se debe a que el poeta sigue pensando que habla en l la voz de los otros. El mismo Cernu-da habla del poeta como una multiplicidad de voces, pero en su caso no es cierto, hay una sola voz, muy suya, es l siempre quien se refleja en sus modelos -Rimbaud y Luis de Baviera, Mozart y Dostoievski- y esa voz se ahoga en rabia. Incluso cuando, en el poema que da ttulo a su ltimo libro, describe la derrota y destruccin de la quimera no es a s mismo a quien retrata?

    En los testimonios sobre la juventud del poeta se insiste mucho en su belleza, en su atildada presencia de dandi andaluz, con unos ojos fascinan-tes que subrayaba con pintura negra para hacer ms profunda la mirada. No seduce, imanta. Y las fotos de la poca (1920, 1930) corresponden con lo dicho: la mirada va hacia l como si lo exigiera. La aterradora descripcin de la quimera derrotada, del envejecimiento, no se corresponde sin embar-go con su imagen de hombre mayor, de elegante porte se senta as por dentro? El poema citado es un ejemplo de que el envejecimiento se le vol-vi un infierno.

    Otro elemento importante es su rencor por la familia, como s tuvieron la mayora de sus compaeros de generacin, incluso algunos, como Prados, por adopcin, es decir: una eleccin personal, no biolgica. Pero an as sorprende el constante rechazo a ese sentido burgus de la permanencia. Es en esto donde se diferencia ms de lo espaol, tan obsesivamente presente en otras cosas, y lo que impide cualquier reconstruirse de la quimera -resu-citar no, porque no ha muerto, ni morir, como suplicio-. El instante, ten-dr que confesar el poeta, no se prolongar en la eternidad, ni siquiera en la duracin.

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    La admiracin creciente por Cernuda desde su muerte hasta nuestros das, ahora que cumplira cien aos, se debe en buena medida a que ese resentimiento lo volvi insobornable, no relativiz nunca las exigencias de la poesa. Si, como l dice, vendi por bien poco el amor que lo movi en su juventud, ese destino de poeta no fue ya nunca mercanca y lo asumi no slo como actitud sino como escritura. El exilio le dio una condicin que a Garca Lorca o a Miguel Hernndez les dio la muerte. Entre los poe-tas del 27 fue la suya la literatura ms reconcentrada: no busc ni la trans-parencia de un Moreno Villa, un Salinas, un Guillen o hasta un Bergamn en los poemas del final de su vida, ni el barroquismo gongorino al que qued adscrita la parafernalia vanguardista misma que vivi sin manchar-se. Cernuda consider siempre la poesa un asunto personal. Es decir: su esttica es determinada por unas exigencias vitales, las de su orgullosa soledad. Pero no se trata, aunque pasa por ello, de devolver al escritor su condicin de persona, sino tambin de sealar que slo as es posible la fundacin del sentido. El neoclasicismo de Cernuda se morda la cola afir-mando una posicin absolutamente romntica. Por eso, y a pesar de sus ajustes de cuenta culturales, fue el menos literario de los escritores del 27, se alej de la imagen afortunada tanto como del halago al pblico, y a ste le peda concentracin, justamente lo que impeda el halago.

    En el ya mencionado poema Limbo (dedicado a Paz) se describen un escenario y una ancdota; es uno de los pocos textos de Cernuda con ver-dadero interlocutor, y el final -asombroso- tiene un tono que pocas veces alcanza su poesa, es de un Apocalipsis absoluto y sin redencin, despoja-do de teatralidad. Para Cernuda, tan espaol (ya se dijo), ni Dios ni la muer-te orientan la poesa y la vida, sino el deseo. Y por eso puede ser tan ter-minante, tan sin futuro: Mejor la destruccin, el fuego. No slo ese poema debe ser ledo en ese tono, ensayarlo con la voz en el pecho o en el vientre, no slo en la garganta. Y eso, claro, porque Cernuda crey siempre en la poesa hasta su ltimo suspiro, no se aferr a ella como a una tabla de salvacin (la posteridad espuria), sino porque gracias a ella todo futuro estaba perdido, incluso el pasado de cenizas a lo Eliot, o este presente que no nos pertenece.

  • Una desolacin sin adjetivos Cernuda en la poesa espaola de postguerra

    ngel L. Prieto de Paula

    Grande es mi vanidad, diris, Creyendo a mi trabajo digno de la atencin ajena Y acusndoos de no querer la vuestra darle. Ah tendris razn. Mas el trabajo humano Con amor hecho, merece la atencin de los otros, Y poetas de ah tcitos lo dicen Enviando sus versos a travs del tiempo y la distancia Hasta m, atencin demandando. Quise de m dejar memoria? Perdn por ello os pido. L. C, A sus paisanos, Desolacin de la Quimera

    Aunque ahora se afirme con menos contundencia que hace unos aos, todava se mantiene la idea de una desvinculacin cultural entre Cernuda y la poesa espaola de postguerra, al menos hasta la muerte del poeta, tras la que se iniciara el proceso de su canonizacin esttica. Una desvincula-cin, dgase, en dos sentidos: los poetas jvenes del interior no tendran aprecio real y motivado por Luis Cernuda, debido al escaso conocimiento de su obra posterior a la guerra civil, publicada fuera de Espaa como con-secuencia del exilio; por su parte Cernuda se habra alejado de la tradicin literaria espaola, algo que, incluso antes de 1936, lo converta en un raro entre sus coetneos del 27. Nada extrao si tiene razn Octavio Paz cuando escribe taxativamente, apoyndose en motivos de peso, que Cer-nuda es antiespaol. Sin embargo, los versos que encabezan estas lneas, pertenecientes al poema que cierra la obra del escritor, lo expresan a las claras: en el cuarto de siglo que dur su destierro, Luis Cernuda no se des-conect del curso de la poesa espaola, aunque fuera por la va negativa del afn de una trabazn inexistente con los poetas del interior. Y si los transterrados se haban llevado la cancin, segn la afirmacin un punto exagerada de Len Felipe, Espaa sigui siendo un territorio de los lecto-res de Cernuda y de tantos otros, y tambin el de su formacin literaria bsica, sobre la que iran aposentndose influjos y modelos posteriores.

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    Pero convendr matizar. De todos los poetas que hubieron de salir al exi-lio, quiz ninguno ha sufrido como Cernuda una obstinacin crtica que lo escinde inmisericordemente, aunque no sin algn motivo por lo que se dir luego, en dos poetas sucesivos de orientaciones diferentes y distintamente apreciados segn las posturas estticas de cada lector1. Por una parte est el autor de los libros incluidos en la primera salida de La realidad y el deseo (1936), donde se conjuntan, en unidades desiguales pero ntimamente soli-darias, los influjos que conformaron una sensibilidad reconocible: purismo del 27 (Perfil del aire), garcilasismo de escayola {gloga, elega, oda), liberacin de las ligaduras racionalistas y de las correspondientes mordazas psicosociales (Un ro, un amor y Los placeres prohibidos), becquerianismo (Donde habite el olvido), solemnidad hmnica (Innovaciones). Por otra parte tenemos al poeta que comenz a desplegarse a partir de Las nubes, un libro compuesto entre 1937 y 1940, coincidiendo con la inflexin biogrfi-ca provocada por la guerra, la pretensin de desembarazarse de la poetici-dad acomodada en la tradicin y por ello demasiado patente, y el impulso lector que lo convertira en conocedor meticuloso y gustador apasionado de literaturas no espaolas.

    A veces los poetas doblados de crticos ejercen, respecto a su propia con-dicin creativa, una funcin orientadora que no tiene por qu ser de una Ha-bilidad absoluta, pues el poeta-crtico tiende a ver concretadas, aun sin pre-tenderlo, sus propuestas poticas en sus realizaciones artsticas. En el caso de Luis Cernuda, su perspicacia terica, tambin acompaada por su arbi-trariedad genialoide -una y otra creo que slo equiparables a las de Juan Ramn Jimnez-, dio pistas suficientes para que interpretramos de un determinado modo su poesa de madurez, a la que pocos se asoman desen-tendindose de las migas de pan sembradas por el poeta para encaminar la lectura. Dicha poesa aparece acotada por unos influjos y valores exgenos convertidos ya en estereotipo para los exegetas de Cernuda. Segn las afir-maciones del poeta, su segunda poca obedecera a la impronta dejada en su escritura por la poesa inglesa principalmente, con la que comenz a familiarizarse a partir de su estancia en Glasgow (1939), y de la que en Espaa nadie haba sabido sacar partido adecuado, excepcin hecha de

    1 No es ste el lugar de las valoraciones, aunque voy a arriesgar una: la mayor intensidad

    potica, excluidas consideraciones extrnsecas relativas a la historia literaria, se encuentra en ciertos libros anteriores a Las nubes; pero son los que se inician con Las nubes los que influ-yen ms fructferamente en la poesa espaola, provocando una beneficiosa ruptura con cier-tos usos lricos y abriendo el campo a otras tradiciones.

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    Unamuno, considerado por Cernuda como el ms importante poeta del siglo2.

    Aunque poco llamativa, la influencia de la poesa metafsica inglesa -Donne- est muy presente en su diccin meditativa (a la que tambin aportan sus voces poetas reflexivos hispanos como Aldana o Fernndez de Andrada). De Wordsworth pudiera proceder, en parte al menos, el empeo de una poesa destensada y contigua a la prosa, capaz de recoger en reali-dades tangibles los merodeos de la observacin. Con l tambin concuerda Cernuda en cierto sentimiento exttico ante la naturaleza, y en la conside-racin de la infancia como una edad ucrnica, fuera de las cadenas de la historia. La armonizacin inestable entre lo potico y la llaneza discursiva propici algunos de los mejores poemas de Las nubes, pero tambin se resolvi otras veces en ciertos desequilibrios. La influencia de Coleridge es ms ocasional, aunque llega a alimentar grandes -y largos- poemas y aun libros. La extraversin del yo, uno de los nervios de toda poesa de calado romntico, se tamiza mediante la diseminacin del psiquismo autorial en una diversidad de sujetos segn la idea del poeta como ventrlocuo: pues-tos a huir de la impostura, ninguna peor que la impostura del yo, de la que, por cierto, ya haba comenzado a desconfiar Cernuda antes de entrar en contacto con los autores ingleses. Esa es la tradicin del Victoriano Brow-ning, de quien se reconoce deudor3, o de Eliot; en cambio es menos funda-mental la influencia de Yeats, traducido por l, salvo en los temas de sus poemas de madurez. Y ello sin contar con la presencia de otros autores europeos como el protorromntico Hlderlin, del que public una traduc-cin en Cruz y Raya (1936), hecha con Hans Gebser, y cuyo fragoroso patetismo a veces recala en el Cernuda ms retrico; aunque el estmulo holderliniano afecta sobre todo al reconocimiento de un helenismo pagani-zante que se le presentaba como alternativa a los remordimientos y triste-za vital del catolicismo. Todo lo cual es razonable, siempre que se acepte que el sistema cernudiano recoge las incitaciones aludidas no para suplan-tar los modelos de los comienzos, sino para nutrirlos y sazonarlos; y que no

    1 Sobre las concomitancias entre Unamuno y Cernuda, cf. Jos ngel Valente, Luis Cernu-

    da y la poesa de la meditacin, La Caa Gris, nms. 6-8 (1962); en J. . V, Las palabras de la tribu, Barcelona, Tusquets, 1994 (Ia ed.: 1971), pp. 111-123.

    3 En carta de 11 de marzo de 1961 a Philip Silver, escribe Cernuda: Por cierto, algunos

    captulos de un libro que acabo de leer, de Robert Lagbaum (es norteamericano), The Poetry of Experience (edicin inglesa de Chatio & Windus), aunque sin gran inters para m en parte, tiene [sic] captulos sobre the dramatic lyric and the dramatic monologue [sic] que s me inte-resan mucho y parecen referirse a varios poemas mos. No es de extraar, pues hablan de Brow-ning, al que esos poemas mos deben no poco; en Philip W. Silver, Luis Cernuda: el poeta en su leyenda, Madrid, Castalia, 1996 (edicin revisada), p. 282.

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    toda la evolucin de Cernuda a partir de Las nubes puede interpretarse en trminos poticamente positivos: la obra citada culminaba un empeo cuya intensificacin poda suponer la cada en defectos de lasitud o de aparato-sidad sintctica tan perniciosos como aquellos de los que procur escapar.

    Esta biparticin de lo que, atendiendo al particular confesionalismo del autor, es un solo libro fluyente, responde a la pretensin de entender el cre-cimiento de una obra encaminada, tras la guerra civil, por unos derroteros que no eran sin ms la prolongacin de los recorridos unos aos antes. Al segundo tramo creativo aplic en especial las medidas correctoras de los vicios atribuidos al grueso de la lrica espaola, y a los que se refiri en Historial de un libro, fundamentalmente el ornamentalismo efectista muy anclado en un romanticismo declamatorio, y el engao sentimental deriva-do de transferir directamente al texto, sin filtros estticos que la reconstru-yan como ente de arte, la emocin personal situada en el origen de la pul-sin potica. Cuando el poema no genera su propia emocin -claro que a partir de los sentimientos del autor pero sin identificarse automticamente con ellos-, bien puede ocurrir que, como ha sealado varias veces Francis-co Brines, los versos que el conmovido poeta escribe llorando el lector los lea sonriendo.

    La obra de Cernuda se sita en el vrtice donde se contraponen dos ver-tientes: la del escritor dual referido, secuenciado en dos tramos de desarro-llo esttico; y la del autor de un solo libro, como hemos escrito antes apo-yados en las consideraciones del propio Cernuda. La cuestin no se resuelve optando por una de las dos vertientes. Si entendemos el libro como la organizacin de una obra urdida en comunin con su biografa, entonces estamos, en efecto, ante un solo libro, cuyas entregas sucesivas -los diferentes poemarios de La realidad y el deseo- estn engastadas por el hilo de una vida esencialmente literaria que se va enriqueciendo y con-formando con los arrastres aluviales de su existir. Sin embargo, la unidad del libro cernudiano no supone un ensanchamiento concntrico en torno a un tematismo fijo y a un mismo dibujo estructural, tal como apareca en la primera edicin. Al contrario: la obra de Cernuda marcha en progresin, adentrndose en territorios estticos nuevos al comps de su trayecto vital. Debido a ello, Perfil del aire, publicado como suplemento de Litoral en 1927, fue profundamente reconvertido al integrarse, con el ttulo de Pri-meras poesas, a La realidad y el deseo: un impuesto que hubo de pagarse para que una creacin literaria inicialmente exenta pudiera formar parte de una psicobiografa en construccin. Hemos de hablar, en fin, de una unidad de calado no textual, sino experiencial: sus poemas son, para decirlo con

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    palabras de Gil de Biedma en una lcida reflexin4, poticos a posterio-ri, redactados sobre el caamazo de la vida real que se expresa en poesa como lo pudiera haber hecho en otro gnero literario. La sucesiyidad en que los hechos vitales van ahormando la sensibilidad literaria es propia ya de un espritu que reemplaza las antiguas verdades compactas y generales, organizadas en un sistema y aplicables a los espejeos de la realidad, por reta-zos de verdades minsculas derivadas de los avatares vivenciales, en medio del vaco esfngico en que ha aprendido a vivir el hombre contemporneo. He aqu, pues, cmo la hipertrofia de tales experiencias se produce por la dimisin de un pensamiento totalizador: una pstula posmoderna no ajena a la filosofa existencial, cuya completa integracin cultural ha terminado por hacer innecesarios, a los efectos de sus manifestaciones artsticas, los arranques expresionistas, las gesticulaciones retricas y las contorsiones espirituales.

    Esta condicin de poeta de la experiencia, que se atreva a erigir la pre-cariedad de lo subjetivo en un espacio del cual se haban retirado los siste-mas omnicomprensivos, fue pronto absorbida por numerosos poetas de las sucesivas promociones literarias tras 1939, ello a pesar de las restricciones con que circul su obra en Espaa: la primera (Ricardo Molina, Garca Baena); la de los cincuenta (Vicente Nez, Francisco Brines, Gil de Bied-ma, Aquilino Duque); la del 68, sobre todo entre los incorporados tras la eclosin inicial (Juan Luis Panero, Snchez Rosillo); la de la democracia (Juan Lamillar, Jos Julio Cabanillas), ya fuera de nuestro foco. Basten estos nombres como representacin de lo afirmado. Es ms difcil precisar lo que cada uno debe al sevillano, porque los influjos dependen tambin de los filtros del influido. Un denominador casi comn son ciertos rasgos vin-culados a la potica de la identidad, al dilogo entre las diversas y protei-cas mostraciones del yo. Esta hipstasis del uno es quizs, de todos los elementos de Cernuda influyentes en la poesa del medio siglo, el ms importante: se trata del tema jnico de la ipsidad y del desdoblamiento, motivo de ntima raz rimbaudiana -je est un autre- y formante esencial de la poesa y de las reflexiones sobre poesa de Gil de Biedma, de donde deri-vara hacia los poetas posteriores. El monlogo dramtico y los correlatos objetivos, tan frecuentes en la obra de madurez de Cernuda, son slo cau-ces de canalizacin de esa potica. En ella prevalece la idea del arte como representacin ficcional, mediante la cual el poeta revela sus estados an-micos sin incurrir en el confesionalismo directo (pues un personaje histri-

    4 Jaime Gil de Biedma, El ejemplo de Luis Cernuda, La Caa Gris, nms. 6-8 (1962); en

    J. G. de B., El pie de la letra, Barcelona, Crtica, 1994 (Ia ed.: 1980), pp. 63-68.

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    co o legendario, pero en todo caso ajeno al autor, expone interioridades conectadas por analoga a las de ste). Otros caracteres que conforman su peculiar potica de la experiencia, conceptualizada por Robert Langbaum y los new crides5, han sido asimilados por diversos autores de los cincuen-ta (Brines), as como por los de la segunda hornada sesentayochista y por los ms jvenes. Con todo, conviene ser cautos al aplicar acrticamente el marbete anterior a los poetas figurativos posteriores al sesentayochismo tal como suele hacerse, reduciendo el concepto de poesa de la experiencia a algunos rasgos temticos -avatares biogrficos, vida urbana, temporalis-mo-, estticos -realismo, llaneza expositiva, escritura representativa- y de psiquismo autorial -desengao, ligereza, ingeniosidad-

    Las conexiones entre la poesa espaola y la lrica cernudiana se mantie-nen con dificultades en los aos de su madurez literaria -es decir, aquellos en que pareca sentirse menos espaol-, aunque la novedad e inters de lo aportado por el sevillano contrarrestan en parte la mayor distancia fsica y cultural; pero ahora la direccin de tales conexiones es ms bien desde Cer-nuda hacia Espaa que al revs. En el difcil asentamiento posterior a 1945, trmino de la II Gran Guerra -Espaa en su aislamiento autrquico y Cer-nuda muy pronto en el continente americano tras los nueve aos vividos en tierra inglesa-, se inician contactos regulares con la cultura del interior. La segunda edicin de Ocnos aparece en la editorial nsula en 1949, y un ao antes haba comenzado a escribir en la revista homnima, comandada por Enrique Canito y Jos Luis Cano. Los trabajos crticos de Cernuda se fue-ron abriendo paso editorial en Espaa, inicialmente Estudios sobre poesa espaola contempornea, publicado por Guadarrama en 1957, ms tarde el primer volumen de Poesa y literatura, publicado en 1960 por Seix Barral, pero clandestinamente y con pie de imprenta mexicano, para burlar en lo posible al censor espaol, segn manifiesta6. Otro tanto ira sucediendo a lo largo de los aos cincuenta con trabajos sobre su obra, como los de Jos Cano o Luis Felipe Vivanco, que delataban la atraccin que despertaba el sevillano no ya slo entre los jvenes que, en el interior de Espaa, busca-ban pautas morales y dechados estticos.

    La idea de la segregacin del poeta respecto de la literatura espaola pro-cede en muy buena parte del trasvase mecnico al mbito literario de los juicios negativos de Cernuda sobre Espaa, en un proceso anlogo, por cierto, al que protagonizaran aos despus los poetas del 68 de la vertien-

    5 Robert Langbaum, The poetry of experience, 1957; traduccin espaola: La poesa de la

    experiencia, Granada, Contares, 1996. 6 Carta de 8 de diciembre de 1960 a Philip Silver; en Philip W. Silver, op. cit., p. 272.

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    te novsima. Numerosas pginas de su obra, en efecto, estn regadas de amargas diatribas, improperios y denuestos contra Espaa, un pas decr-pito y en descomposicin, una taca al revs adonde no quiere regresar, cementerio de afectos truncados y desolacin sin adjetivos. Pero su actitud no puede restringirse al caso de Espaa, pues Cernuda es un hombre segre-gado por su voluntad de todas las patrias posibles: la Espaa de que hubo de salir, el Reino Unido que lo acogi en el primer exilio, los Estados Uni-dos que le garantizaron un buen pasar como profesor, incluso Mxico, la nacin a la que en momentos consider reencarnacin de su antiguo para-so andaluz. Ese repudio del medio se manifiesta con singularidad en los poemas o incluso en los ensayos crticos en que erige esculturas morales de los solitarios que no fueron absorbidos por sus respectivas patrias y pocas: Aldana, que fue a desaparecer, como quien avanza hacia el cumplimiento de una profeca, en el desastre de Alcazarquivir sin que la sociedad litera-ria justipreciara su arte; Rimbaud y Verlaine, homenajeados por los repre-sentantes de la hipocresa social que los conden en vida, una vez neutra-lizados por la muerte; Gngora, quien en la hora del retiro final hubo de acostumbrarse a conllevar paciente su pobreza, / Olvidando que tantos menos dignos que l, como la bestia vida / Toman hasta saciarse la parte mejor de toda cosa, / Dejndole la amarga, el desecho del paria (Gngo-ra, Como quien espera el alba); Lorca, al que dedica A un poeta muer-to y Otra vez, con sentimiento, poema el ltimo de la terrible andanada contra Dmaso Alonso, en que Cernuda enloda la elega con el insulto; Larra (A Larra con unas violetas), etctera. Son casos de elogios resuel-tos en denuestos, o a la inversa (en una composicin como Superviven-cias tribales en el medio literario, la defensa de Manolito Altolaguirre ante la estulta sociedad de escritores termina siendo menos favorable al defendido que a los acusados).

    En el poema A sus paisanos con que concluye Desolacin de la Qui-mera -libro aparecido en 1962, y slo tras la muerte del autor incorporado a la edicin definitiva de La realidad y el deseo-, se resume la idea cernu-diana de una conspiracin entre los poetas espaoles para hacerle el vaco. Y, sin embargo, la verdad es otra, antes y despus de la guerra, al margen de que en sus coetneos de la generacin del 27 -o del 25, como l la deno-min-, apreciadores sinceros de su poesa, se terminara instalando el repu-dio al hombre por su actitud esquiva y refractaria al entorno. Su recelo de los jvenes poetas espaoles, como si les atribuyera alguna complicidad con el sistema sociopoltico por el hecho de escribir en Espaa, no le aho-rr vivir con amargura lo que l consideraba escaso conocimiento o desvo de aqullos con respecto a su poesa. Pero pese a los problemas de acceso

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    a ias sucesivas ediciones mexicanas de la obra de Cernuda, la desatencin que l da por supuesta no existi nunca. Hay dos momentos bien conoci-dos de reivindicacin de la obra cernudiana a cargo de poetas de postgue-rra. El primero fue el homenaje tributado por la revista cordobesa Cntico en 1955 (nmeros 9 y 10), en la segunda poca de su existencia. All que-daba expresa la dileccin por Cernuda de los escritores espaoles de la fac-cin neorromntica y culturalista. La revista de Ricardo Molina, Garca Baena y restantes poetas del grupo no haca sino acogerse a la sombra de quien, por numerosos conceptos, era el referente esttico ms importante de entre los del 27. Es innegable, en fin, la caudalosa influencia de Cernu-da sobre ellos, a veces incluso en las particularidades del tematismo7 o de su solitaria altivez en medio de una sociedad hostil o desdeosa. Sin embargo, Cernuda no hall en Cntico un valedor efectivo, pues mal pod-an desempear esa tarea quienes marchaban fuera de los cauces por los que discurra mayoritariamente la poesa del momento. Ntese que los que figuraban como defensores e intrpretes del espritu cernudiano estaban ellos mismos preteridos ante la omnipresencia del realismo dialctico, que en 1952 haba inspirado la Antologa consultada de Ribes, sobre autores de la primera generacin de postguerra, y en 1960 lo hara con Veinte aos de poesa espaola de Castellet, quien presentaba en sociedad a poetas de los cincuenta, aunque ni mucho menos puedan todos ellos considerarse social-realistas. Debido al empuje de esa esttica, atenida sobre todo al testimo-nialismo social, al uso funcional del lenguaje literario y al engagement como tarea moral, no era extrao que los poetas de la cuerda de Cntico perdieran pie. De manera que si hay que explicar una cierta resistencia de los poetas espaoles de la postguerra a la poesa cernudiana, bueno ser situar dicha resistencia en el contexto de las direcciones estticas domi-nantes en Espaa, que privilegiaron una potica concreta en detrimento de quienes, como Cernuda -al igual que otros varios, y no por tratarse de Cer-nuda-, avanzaban por otras sendas.

    Adems de ello, el caso de Cernuda no es homologable al de otros auto-res coetneos que tambin marcharon al exilio. En el momento de la gue-

    7 Un ejemplo evidente es el tratamiento del tema de las ruinas. Ricardo Molina -Elega de

    Medina Azahara, 1957- es quizs el caso ms rotundo, pero ni mucho menos excepcional o raro entre los poetas andaluces de esttica simbolista, tanto de Cntico o Caracola como de otras revistas o ncleos poticos. El motivo, por su parte, fue recurrente en Cernuda: Las ruinas, Como quien espera el alba; Otras ruinas, Vivir sin estar viviendo; etc. El sevillano debi de beber en precedentes histricos bien conocidos de la poesa urea sevillana -Medrana, Caro, Rioja-, as como del movimiento prerromntico y romntico europeo, que explot el tema hasta la saciedad en la plstica y en la literatura (Hubert Robert, Piranesi, Winckelmann, Steuer-waldt, Holderlin, Keats, Leopardi.etc).

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    rra civil, Cernuda no haba ofrecido un universo creativo completo o cir-cular, como Lorca en un sentido absoluto, o Jorge Guillen e incluso Pedro Salinas en otro ms relativo. Tanto Guillen como Salinas eran ya los poe-tas que habran de seguir siendo andando los aos, aunque posteriores libros obligaran a retocar una imagen ya consolidada en lo esencial. Por eso la pobre difusin de sus respectivas obras tras la guerra no afect al prestigio y consideracin pblica de aquellos tanto como lo hizo con Luis Cernuda. La primera edicin de La realidad y el deseo fue una puerta que se cerraba y otra que se abra a parajes menos frecuentados que los que dejaba atrs El poeta conocido por los lectores espaoles se terminaba en Invocaciones, donde haba dejado seales de una pltora en el camino fre-cuentado por determinados autores del romanticismo alemn -Holderlin, Novalis- o italiano -los cantos leopardianos constituidos en himnos en que la nostalgia del pasado se reviste con ecos de epopeya-. En cierto modo, Invocaciones podra haber garantizado un cambio de rumbo de la poesa espaola que no tuvo lugar dada la ruptura de la guerra; pero influy en libros tan importantes, aunque sin peso en el interior, como Las ilusiones (Buenos Aires, 1944) de Gil-Albert, ms sereno y templado que el de Cer-nuda. Al cegar el franquismo los conductos de la transmisin potica con los desterrados, el comercio intelectual con Cernuda y con otros autores qued embarrancado un tiempo; pero el inters que su poesa de madurez despert entre los jvenes, segn ya se ha dicho, venci trabajosamente las muchas dificultades que obstaculizaban dicho contacto.

    La situacin variara algo en los primeros aos de la dcada del sesenta, el momento de un segundo intento de implantacin cernudiana. Esta vez los agentes fueron los autores de los cincuenta, sin duda los que mejor absorbieron las pautas estticas de Cernuda, que a partir de su muerte no haran sino difundirse. En 1962, la revista valenciana La Caa Gris dedic al poeta, ya prxima la fecha de su muerte, un nmero triple (6, 7 y 8). Jvenes escritores como Francisco Brines, Gil de Biedma, Angelina Gatell, Jos ngel Valente, Lpez Gradol, Ricardo Defarges o Csar Simn, todos ellos del mismo registro generacional, haban tenido un trato lector con el sevillano que no se limitaba a su produccin de preguerra. Aunque los poe-tas de los cincuenta haban ido apareciendo en el espacio pblico a partir de 1952 o 1953, su consolidacin fue bastante posterior8, en un tiempo en

    8 Los poetas de los cincuenta no responden a la idea de generacin surgida a partir de una

    eclosin propagandstica y unitaria, que luego irradiara su influjo a crculos cada vez ms amplios, sino a la simultnea floracin de estticas y grupos con notorias, en algunos casos, afinidades electivas. Uno de estos grupos, cuya importancia deriva parcialmente de su capaci-dad para absorber a otros y difundir su modelo potico, es la llamada escuela de Barcelona,

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    que ya se anunciaban las primeras deserciones del socialrealismo. Ese era el momento, pues, en que el modelo esttico cernudiano poda cuajar en la poesa espaola.

    En su tarda pero provechosa leccin, propona Cernuda el abandono del lirismo previo y la evidencia sentimental, y un discurso verbal ms comu-nicativo y rtmicamente cercano a la prosa. Cernuda mismo haba incurri-do en algunos empalagos lricos, algo lgico dada la sustancia romntica de su potica y su fervor becqueriano. Donde habite el olvido es, precisa-mente, manifestacin de ese primitivismo sentimental y ostentacin imp-dica de sus llagas, lo que pronto habra de producirle rubor y humilla-cin. La evolucin de su voz, que fue tendiendo a una llaneza controlada, encontr acomodo entre los del cincuenta. Buena parte de stos escap de la simplicidad emotiva mediante la utilizacin de sistemas de refraccin como la irona -cuya sinuosidad y sutileza se avienen mal con la desapaci-ble y terminante tribulacin de Luis Cernuda-, el sarcasmo, los injertos prosaicos y los esguinces sentimentales, que impiden una adhesin inme-diata y simplista a los contenidos lricos del poema. Ejemplos como los de Valente y Biedma en sus recreaciones de la guerra son difciles de explicar sin el aporte cernudiano. Y tambin es perceptible dicho influjo en los habi-tuales cortocircuitos emotivos de Barral, o incluso en un autor como ngel Gonzlez, mucho ms contundente en la expresin de su intimidad, el cual utiliza quiebros humorsticos o alambicamientos prossticos para enfriar o controlar los desbordamientos cordiales cuyo abuso puede, paradjicamen-te, desactivar los artefactos configurados para conmover. En todo ello, la influencia de Cernuda viene compartiendo lugar con la de Manuel Macha-do, tan poco apreciado por aqul, no obstante lo cual me parece muy for-zada la afirmacin de Luisa Cotoner de que aunque la autoridad de este ltimo [Cernuda] sobre la generacin de los poetas de los 50 lograra silen-ciar el nombre de Manuel Machado, no consigui impedir que se siguieran leyendo sus poemas9. Cernuda, en cualquier caso, no estuvo solo en este descortezamiento de los defectos ms consolidados de la poesa en espaol, pues el ejemplo manuelmachadiano de El mal poema ya haba impulsado una suerte de antirretoricismo contrario a la solemnidad (que, por cierto, no

    conectada inicialmente al socialrealismo. Su consolidacin como grupo generacional, con una expresada intencin de irrumpir pblicamente en el escaparate literario, se intensific en 1959 (homenaje a Antonio Machado en Collioure, Conversaciones de Formentor, preparacin de Veinte aos de poesa espaola...). Cf. mi Introduccin a Poetas espaoles de los cincuenta, Salamanca, Almar, 2001, 2a ed.

    9 Luisa Cotoner, Modernidad de la poesa de Manuel Machado, prlogo a Manuel Macha-

    do, Del arte largo (Antologa potica), Barcelona, Lumen (El Bardo), 2000, p. 21.

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    siempre acert a evitar Cernuda, muchas de cuyas composiciones conjun-tan extraamente el ritmo prosario y la escritura denotativa, por un lado, con un empaque ceremonioso y altilocuente, por otro: he ah una combina-cin que no puede sino sorprender a sus lectores). Esta doble influencia, superados ya los recelos anticasticistas que despertaba Manuel Machado en ciertos sectores de los cincuenta y en los primeros y ms iconoclastas poe-tas del 68, se hara ms visible en la segunda hornada de estos ltimos -Javier Salvago, Abelardo Linares, Miguel d'Ors, Luis Alberto de Cuenca, Fernando Ortiz...- y en los poetas que, como Carlos Marzal, se inician en la publicacin a finales de la dcada del setenta o en la del ochenta, fuera, por tanto, del mbito cronolgico que nos interesa aqu.

    Por razn de su actitud elegiaca, Brines parece a primera vista el ms cer-nudiano de los poetas de su tiempo. Sin embargo, es Biedma el verdadero puente entre Cernuda y los sesentayochistas, a quienes antecede en la reac-cin contra el confesionalismo romntico, conjurado por algunos jvenes mediante los diversos procedimientos en que se despliega la reserva senti-mental10 como marca de poca (equivalente, por cierto, a la reticencia que segn Octavio Paz, Cernuda aprendi de Reverdy): alambicamiento ensa-ystico, sincopacin del discurso, introduccin de referencias al oficio de la escritura... El crecimiento del prestigio de Cernuda a partir de su muerte, en 1963, y el impacto que tuvo su ltimo libro, coincidieron en el tiempo con la formacin de los escritores que empezaron a publicar entre 1964 y 1968 aproximadamente: no debe, en fin, atribuirse sin ms a Cernuda la introduccin en Espaa de tales procedimientos; pero caben pocas dudas de que su ejemplo fue determinante. Y si lo fue para los del 68, vino tambin a dar un espaldarazo a los ejercicios de los del medio siglo; as lo recono-ce Gil de Biedma cuando habla de una proximidad genuina consistente en algo ms que en personales afinidades -de temperamento potico en Bri-nes, de admiracin por la tradicin potica inglesa en Valente y en m-, porque se perciba asimismo en otros compaeros nuestros, y desde antes de 195811.

    En conexin con lo anterior, aunque de una importancia menos relevan-te, est la utilizacin de la intertextualidad. A veces estos procedimientos slo son un homenaje a tal o cual autor, del que se toma un verso o un ttu-lo -de San Juan, de Garcilaso, de Aldana, de Bcquer, de Fernndez de

    10 Explico el concepto y analizo su aplicacin en Musa del 68. Claves de una generacin po-

    tica, Madrid, Hiperin, 1996, pp. 105-117. 11

    Jaime Gil de Biedma, Como en s mismo, al fin, El pie de la letra, ed. cit., pp. 344-345. El artculo apareci inicialmente enAA. W., Luis Cernuda, 3, Sevilla, Universidad, 1977.

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    Andrada...-, pero en otras ocasiones se trata de una red de cierta compleji-dad, no limitada al acarreo de una expresin o unas frases, de manera que el poema puede quedar dispuesto sobre tonos y voces de muy vario signo y de un sentido indeterminado. Cernuda fue matizando y enriqueciendo este sistema de taraceado textual, ya naturalizado del todo en los poemas finales, segn se aprecia en Despedida, de Desolacin de la Quimera (Muchachos / Que nunca fuisteis compaeros de mi vida), donde no hace ascos a un conocido tango, casi irreverentemente mezclado con ecos del prlogo cervantino al Persiles (Adis, adis, manojos de gracias y donaires). El ltimo poema, A mis paisanos, tiene un cierre pattico: Si queris / Que ame todava, devolvedme / Al tiempo del amor. Os es posible? / Imposible como aplacar ese fantasma que de m evocasteis. Ninguna verdad, ni vital ni literaria, se roba a estos versos si se conocen los de la carta metrificada de los que proceden, dirigida por Voltaire a Mme. Du Chtelet: Si vous voulez que j'aime encor, / rendez moi l'ge des amours; / au crpuscule de mes jours, / rejoignez s'il se peut l'aurore.

    La consideracin del texto como sistema que se completa con la referen-cia a otros textos fue muy productiva entre ciertos poetas de los cincuenta, algunos de los cuales establecieron cadenas de correspondencias que fue-ron, en ocasiones, continuadas por escritores ms jvenes. Tales procedi-mientos sirvieron para acotar un mbito de contigidad esttica o moral entre autores distintos, o para trabar con remisiones internas la obra de un mismo autor. Sirva como nico ejemplo el poema de Gil de Biedma Pan-dmica y Celeste, todo l un palimpsesto entretejido de citas sobre el soporte de El banquete platnico: por referir una, el verso hipcrita lector -mon semblable, -monfrre! procede del poema de Baudelaire Au lec-teur, citado por Eliot en The waste land (I The burial of the dead, verso final), y tambin por Cernuda en La gloria del poeta, de Innovaciones: Demonio hermano mo, mi semejante (de nuevo el motivo de la identi-dad y del desdoblamiento). Lo cual, aparte de otros significados a los que ya no podemos atender aqu, revela familiaridad con las fuentes y voluntad de insercin en un universo potico reconocido como propio. Y deja, en fin, a la luz -y de este modo cerramos enlazando circularmente con el comien-zo- una comunicacin psquica y esttica a la que ha parecido contradecir, quiz ms que los tpicos crticos, la dolorosa misantropa de ese poeta ingls nacido, como Bcquer y Manuel Machado, en Sevilla.

  • Luis Cernuda ante la crtica y la tradicin literarias

    Adolfo Sotelo Vzquez

    Ya en tu vida las sombras pesan ms que los cuerpos (Como quien espera el alba, 1944)

    El propsito de las pginas que siguen es situar a Luis Cernuda, crtico literario, frente a la tradicin, esa vasta presencia innumerable1 segn atin a definirla su primer maestro, Pedro Salinas. Esta ubicacin queda circunscrita al mbito de la literatura espaola y atiende fundamental pero no exclusivamente al dominio de la prosa narrativa. Al margen quedan las importantes consideraciones crticas que el poeta sevillano ofreci sobre la poesa de la Edad de Oro y sobre los grandes poetas de la Edad de Plata, influidas, tanto en su ptica como en su metodologa, por T. S. Eliot, cuyos ensayos crticos ley, acompaados de los de Mathew Arnold, en los pri-meros meses de su exilio britnico2.

    I

    La lectura que Cernuda hace de la tradicin literaria espaola es singular, exigente y arbitraria. Conviene, en primer lugar, dibujar el enclave histri-co-literario desde el que lee dicha tradicin. La ejecutoria crtica de Cer-nuda viene condicionada por su radical desconfianza ante la lectura que de los clsicos espaoles haba realizado la generacin del 98. En el ensayo El modernismo y la generacin del 98, recogido en Estudios sobre poe-sa espaola contempornea (1957), sostiene que los escritores del 98 -sobre todo en sus comienzos- no llevaron a cabo una crtica objetiva de la tradicin nacional, sino que tendieron a censurarla subjetivamente, al mismo tiempo que indica cmo en su mirada a los clsicos prevaleci el modo impresionista, importado de Francia, que Azorn (su exponente

    1 Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradicin y originalidad (1947), Barcelona, Seix Barral,

    1974, p. 103. 2 Para enmarcar el quehacer crtico de Luis Cernuda son indispensables las pginas intro-

    ductorias de Luis Maristany, El ensayo literario de Luis Cernuda, en Luis Cernuda, Obra completa, 1.11, Prosa (I), Madrid, Siruela, 1994, pp. 17-63.

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    principal) llam sin razn crtica psicolgica3. Aunque Cernuda segura-mente ande equivocado, porque Azorn tena un buen puado de razones para sentirse heredero del modo de psicologa literaria y de crtica sugesti-va que apadrinaron Paul Bourget y Jules Lemaitre en Francia y del que tan buenos resultados obtuvo Leopoldo Alas en Mezclilla (1889) y sus alrede-dores, lo cierto es que su enclave crtico no comparta el movimiento pol-tico, literario, nacionalista [PI, 116] del 98 y tampoco aceptaba que en su acercamiento a los clsicos se adueasen de su materia literaria para recre-arla en sus escritos. As, censuraba que en el captulo tercero, Un Hidal-go, de Castilla (1912), Azorn utilizase como hroe nada menos que al hidalgo mismo, al escudero del Lazarillo de Tormes, sentimentalizado, casi descarnado de su admirable realidad original [PI, 116].

    Desde su severo malestar de espaol al margen, Cernuda reprueba en 1957 -y para ello apela a la conferencia Vieja y nueva poltica (1914) de Ortega- que frente a los escritores del 98 se siga manteniendo una actitud panegrica, pese a que la historia espaola en los ltimos treinta aos haba puesto un comentario terrible a muchas de las pginas que escribieron con irresponsabilidad extraa [PI, 113-114]. Cernuda descree de los valores literarios que ofreci una generacin tan poco pdica en cuestiones de recato espiritual [PII, 166] -trminos que emplea en un ensayo de 1941 sobre Juan Ramn Jimnez-, mientras en 1963 sigue quejndose de los piropos, elogios y mimos que reciben los escritores de esa generacin por parte de los crticos; queja de la que queda exenta la nica personalidad que verdaderamente le interes (y no como poeta): Valle Incln. Lo que no era obstculo para que considerase -en 1954- a Unamuno como el mayor poeta que Espaa ha tenido en lo que va de siglo [PI, 121], al tiempo que admita en 1955 que el lector venidero de la poesa de Antonio Machado encuentre en ella algn eco vivo a cierta angustia de lo eterno humano [PI, 140]

    Seguramente hay ms de una razn profunda y acertada en el desprecio que la crtica de Cernuda profesa al antiptico egotismo [PI, 816] de Unamuno y que convive con su honda estima por la poesa de la medita-cin que el maestro vasco haba practicado4. Tambin le asisten ciertas razones, aunque con un notorio poso de arbitrariedad, en la mirada crtica

    3 Luis Cernuda, Obra completa, t. II, Prosa (I), p. 115. En adelante citar los tomos de la

    prosa de Cernuda en el propio texto, indicando, entre corchetes, el tomo en romanos y a conti-nuacin la pgina.

    4 En un ensayo magistral, Luis Cernuda y la poesa de la meditacin, Jos ngel Valente

    expuso la deuda unamuniana de la poesa de Cernuda. Cf. Las palabras de la tribu, Madrid, Siglo XXI de Espaa, 1971, pp. 127-143,

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    que proyecta sobre el Azorn visitador de los clsicos espaoles, porque la madurez crtica de Cernuda, con la mediacin constante de T. S. Eliot, no poda compartir los valores de la ingente labor azoriniana de los primeros aos de la segunda dcada del siglo XX, si bien no cabe echar en saco roto (para aclimatar las afinidades que ms adelante trataremos) el consejo de una temprana prosa de la etapa sevillana (1924-27). En ella Cernuda -con significativo desafecto hacia el Azorn tortuatesco- recomendaba a los jvenes que no leyesen a Azorn: No es conveniente -escriba-. La voz de las sirenas nos apresa leyndole y una vez cerramos el libro es intil que-rernos liberar de su mrbido encanto [PII, 728]. Encanto que haba gana-do en muchas ocasiones la sensibilidad del joven Cernuda, quien confesa-ba su profunda gratitud hacia Azorn. Parece, en cambio, fuera de lugar su afirmacin de que Baraja escriba mal en su gnero (el positivista), matizada con singular aspereza crtica con la proposicin concesiva: aun-que no peor que Ortega y Gasset en el suyo (el melodramtico) [PI, 164]5, segn reza un brillante ensayo escrito con motivo de la muerte de Moreno Villa, en 1955.

    La malquerencia por la vertiente literaria -prosa narrativa y prosa de ideas- del 98 (Valle Incln, al margen) tuvo en la lectura que Unamuno y Azorn hicieron de los clsicos un constante argumento en los ensayos lite-rarios de Cernuda en el exilio, sin reparar (y su pensamiento sobre la tradi-cin literaria le habilitaba para ello) en que -como ha escrito Jos Carlos Mainer- los escritores espaoles de fin de siglo accedieron a sus clsicos sin el filtro de un canon trazado por eruditos y transmitido a travs de los usos de escuela6. Filtro que Cernuda -tras el esfuerzo del Centro de Estu-dios Histricos y de la coleccin de La Lectura, primero, y Clsicos Castellanos, despus- rechazaba en 1940: Resulta as que la crtica eru-dita, antes que acercarnos a un texto, nos lo separa, y antes que aclararlo, lo oscurece [PI, 669].

    Por ello, an reconociendo, de un lado, la lucidez y la exigencia de sus quehaceres crticos y, de otro, la pertinencia de sus reparos a la visitacin de los clsicos que hicieron Unamuno -especialmente, de En torno al cas-ticismo (1895) a Vida de Don Quijote y Sancho (1905)- y Azorn en la tetraloga que va de Lecturas espaolas (1912) a Al margen de los clsicos (1915), lo cierto es que reclamar para Valera, Menndez Pelayo y Galds

    5 Cernuda crey siempre -especialmente afnales de los aos veinte y durante los tiempos

    republicanos- que Ortega, en cuestiones poticas, profesaba una rara ignorancia [PI, 175]. 6 Jos Carlos Mainer, Tres lecturas de los clsicos espaoles (Unamuno, Azorn y Antonio

    Machado), Historia, literatura, sociedad (y una coda espaola), Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, p. 197.

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    -como hace Cernuda en 1957- un mejor conocimiento de los clsicos que el de los escritores del 98 supone una notoria opacidad crtica para las labo-res de vertebracin de la tradicin que Unamuno y Azorn -junto con las empresas de raz gineriana e institucionista- llevaron a cabo durante las primeras dcadas del siglo XX. Pero conviene anotar que el aprecio por lo intrahistrico y la valoracin de lo popular y su identificacin con lo nacio-nal, nunca fueron consignas compartidas por la crtica de Cernuda, mien-tras resultan familiares en los diapasones crticos de otros poetas del 27, como Pedro Salinas o Federico Garca Lorca. Quizs ah radique una de las claves de las flagrantes contradicciones de Cernuda acerca de la valoracin de las tareas azorinianas en la lectura y la crtica de los clsicos.

    II

    El pensamiento crtico de Cernuda parte de una conviccin ajena al his-toricismo y que en la Espaa de la segunda mitad del XIX haba tenido su mximo valedor en don Francisco Giner de los Ros, con todo lo que supo-ne de proyeccin en Galds, Clarn, Unamuno y, a travs de ellos, en la cr-tica literaria de la Edad de Plata. En el estudio de 1862, Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura moderna, don Francisco Giner, abrien-do camino en la afirmacin segn la cual las artes y, en especial, la litera-tura bella es expresin fiel de la civilizacin que respira, sostena que el objeto de la creacin artstica que aspire a vivir eternamente en la memoria de los pueblos ha de ser doble:

    Debe por un lado referirse a las leyes necesarias de lo bello; por otro, al carcter de la civilizacin en que nace: lo inmutable y lo temporal, lo acci-dental y lo absoluto han de tener en ella representacin. All donde el esp-ritu encuentra fundidos ambos trminos se une con la obra contemplada y siente el puro goce de lo bello; all donde uno de ellos falta, el arte no puede pretender ms que una existencia efmera que se borrar con los ltimos vestigios de las tendencias que ha halagado7.

    Este doble aspecto de la obra literaria, sobre el que deba asentarse -segn Giner- la crtica moderna, es el que alimenta los planteamientos del Centro de Estudios Histricos y las labores azorinianas de los aos 1912-1915 y sus alrededores, saludadas por Ortega en El Imparcial (ll-VI-1912)

    7 Cito por Juan Lpez Morillas (ed.), Krausismo: esttica y literatura, Barcelona, Labor,

    1973, p. 159.

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    como un ensayo histrico de trascendencia8, en cambio, le resulta enojo-so a Cernuda, quien en 1941 escriba desde las prestigiosas pginas del Bulletin ofSpanish Studies:

    El arte no es producto exclusivo de una poca ni de una sociedad, sino del espritu humano mismo que dirige pocas y sociedades, y hacerle depender de stas es someter lo superior a lo inferior. La obra artstica que no resista la desaparicin de la poca y sociedad en que apareci, no mere-ce que como tal obra de arte se la considere [PI, 4781.

    A este enojo se une una desconfianza, reveladora de la distancia que media entre la crtica literaria de Cernuda y las fraguadas a la sombra de la personalidad de Ramn Menndez Pidal. Se trata de la desconfianza ante la poesa popular, que expone en el texto de 1941, donde discrepa del carcter popular del Romancero tradicional, avalando su percepcin con palabras de Juan Ramn Jimnez. Cernuda alude veladamente al ideario histrico-crtico de Menndez Pidal cuando observa que los juicios estti-cos y literarios sobre la poesa popular estn condicionados por un ele-mento ajeno a su mismidad: me refiero -escribe en 1941- a la labor de indagacin cientfica con que tal o cual profesor vincula a su nombre los restos venerandos del pasado [P, 479]. Su pensamiento crtico cree ms en el talento individual de un Gngora o un Lope que en la admiracin ili-mitada que producen la poesa primitiva y la tradicional, a la par que niega el carcter exclusivamente popular de las joyas estticas que atesora el Romancero, porque difcil es que en poca alguna de la historia exis-tiera un arte exclusivamente popular, ya que el arte ni en su esencia ni en su fin es una actividad popular [PI, 482],

    Desde estas dos negaciones -el arte no es producto exclusivo de una poca y el arte no es una actividad popular- Cernuda se acerca a la tradi-cin literaria espaola, con el eslabn imprescindible de Cervantes, piedra de toque esencial de las diferentes interpretaciones de la literatura espao-la desde las obras de Unamuno y los alrededores del centenario de 19059.

    8 Jos Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid, Alianza-Revista de Occidente, 1983, t. 1,

    p. 241. He tratado de este aspecto de la obra azoriniana en mis artculos Azorn, lector y cr-tico de Quevedo, Anales Azorinianos, 7 (999), pp. 77-98 y Una posibilidad espaola (en torno a la creacin del Centro de Estudios Histricos, 1910), Sistema, 160 (2001), pp. 93-106,

    9 Es tema en el que hay que ahondar ms. Como punto de partida debe servir el artculo de

    Ee Storm, El centenario de El Quijote. La subjetivizacin de la poltica, La perspectiva del progreso. Pensamiento poltico en la Espaa del cambio de siglo (1890-1914), Madrid, Biblio-teca Nueva, 2001, pp. 289-309.

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    Este acercamiento interpretativo se lleva a cabo, sin embargo, desde un prejuicio10 procedente de los prejuicios de Menndez Pidal y su escue-la, que Cernuda acepta al soslayo, aunque -hay que subrayarlo- no com-parte su naturaleza. Me refiero al carcter realista del pensamiento y la lite-ratura espaoles. Detrs estn las afirmaciones de Costa y Unamuno, pero tambin de Galds y Pardo Bazn, pero fue Menndez Pidal quien le con-firi rasgo de elemento bsico en el ensayo Algunos caracteres primor-diales de la literatura espaola, publicado en el Bulletin Hispanique en 1918 y reimpreso el ao siguiente en el Boletn de la Institucin Libre de Enseanza. Deca all el maestro de la filosofa acerca de la naturaleza del prejuicio:

    La austeridad artstica del alma ibera busca la emocin en las entraas mismas de la realidad, y all la encuentra clida y palpitante; quiere realizar la belleza con sobriedad magistral de recursos, y siempre que se siente embelesar con las reverberaciones misteriosas de lo imposible, reacciona en una profunda aoranza por la meridiana luz de la realidad11.

    Prejuicio que, por cierto, vinculaba a otro que -como he notado ms arriba- Cernuda repudiaba por entero, el popularismo: Los ms aguilenos vuelos del espritu espaol -escriba Menndez Pidal- van animados por una ntima compenetracin del genio del artista con el de su pueblo12. El joven Cernuda reconoca oblicuamente ese prejuicio instalado en la tradi-cin literaria espaola, hasta el punto de hablar de la tradicin realista espaola, si bien lo hace con entero desafecto. Aos despus -ya en el exi-lio- explic en sendos trabajos crticos sobre Cervantes y Galds cmo entenda la presencia de estos maestros en dicha tradicin. En 1932 y desde las columnas de Heraldo de Madrid (11-11-1932), analizando El Rastro de Ramn Gmez de la Serna, vastago ilustre de la tradicin realista, sostiene:

    La realidad no se cuenta, no puede contarse y, sobre todo, no vale la pena de contarse. Pero su espritu, si de su espritu puede hablarse aqu (tal vez sea mejor hablar de raza), es de esos que tanto nombre han dado a la

    10 Uso el trmino prejuicio en la acepcin de Hans-Georg Gadamer, Verdad y Mtodo,

    Salamanca, Sigeme, 1984, pp. 337-339. Para los prejuicios de Menndez Pidal, puede verse Jos Portles, Medio siglo de filologa espaola (1896-1952), Madrid, Ctedra, 1986, pp. 64-83.

    11 Cito el ensayo de Menndez Pidal por ngel del Ro / M. J. Bernardette, El concepto con-

    temporneo de Espaa. Antologa de ensayos (1895-1931), Buenos Aires, Losada, 1946, p. 276. 12

    Ibdem, pp. 277-278.

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    tradicin realista espaola, tradicin que se dibuja ya, amenazadora e intransigente, desde el Poema del Cid. Dentro de ella Cervantes y Galds son dos arquetipos, que, a su vez, explican y disculpan dicha tradicin [PII, 50].

    Cernuda admita la presencia del realismo en una determinada direccin de la literatura espaola, pero, al mismo tiempo, le hastiaba la naturaleza de ese prejuicio realista, que intent universalizar -aos ms tarde- en sus breves aproximaciones a Cervantes y Galds.

    Si las bases tericas de su interpretacin de la tradicin literaria espao-la se asientan sobre el descrdito de algunos de los postulados fundamen-tales del historicismo, que hicieron suyo los profesores del Centro de Estu-dios Histricos, las herramientas para esa interpretacin tambin descreen de algunos aspectos de los quehaceres de la filologa espaola contempo-rnea. As, Cernuda se niega a aceptar como colaboradora en la lectura de la tradicin, la labor erudita -la erudicin indigesta ajena [PI, 670]- en torno a una obra de arte o los comentarios biogrficos -leyenda o disfraz que encubre un irreparable vaco humano [PI, 670]- alrededor de la per-sonalidad del artista.

    Y an ms: dado el lugar histrico que ocupa, rechaza tambin la crti-ca esttica (se trata de la que han escrito otros artistas sobre aquellos que les precedieron), por un doble motivo. Uno, genrico, la crtica esttica crea vicios de acomodacin inicial a la obra de arte, nada provechosos para la forja de una visin singular. Otro, producto de la ubicacin en la historia literaria, la que ocupan los que venimos tras una generacin como la de 1898, que examin parte de la tradicin literaria desde un punto de vista un tanto sentimental y caprichoso, proyectando sobre aqulla su pro-pia imagen [PI, 671], escribe en 1941. En consecuencia, su labor crtica prescinde tambin de esos comentarios, ltimo obstculo para acercarse a la obra de arte o a la obra clsica con nuestros propios ojos [PI, 671]. nicamente el poeta andaluz solicita una tarea de la filologa contempor-nea: un texto puro y fiel [PI, 670], desde el que adentrarse en la expe-riencia individual de la lectura para ofrecer -ste es el testimonio de la cr-tica- una reaccin literaria subjetiva [PI, 691], que fomente la necesidad individual de verificar esa reaccin por s, de experimentarla, para que el conocimiento del pasado, histrico, literario, artstico, sin ser informacin, es decir, erudicin, redima la ignorancia natural del hombre y enriquezca su vida [PI, 691]. Tal es la finalidad ltima de sus plantea-mientos crticos.

  • 36

    III

    La crtica literaria de Cernuda se detiene -en el dominio de la prosa narrativa- en las obras de Cervantes y Galds. Su aproximacin a Cervan-tes data de 1940, la que le acerca a Galds -ms lacnica- es de 1954. En los dos grandes novelistas aprecia afinidades que convergen en su genero-sidad y en su capacidad de comprensin ante la polifona de la naturaleza y de las actitudes humanas. Estas afinidades tienen que ver, en primer lugar, con su calidad de escritores no librescos, dotados de una inmensa curiosidad humana. De ella deriva su pareja condicin de artistas.

    En el ensayo de 1940, Cernuda, libertando a don Quijote de las plumas de los noventayochistas que confundan -a su juicio- la vida con el arte y ste con la historia13, se admira ante la incomparable experiencia de la vida de Cervantes, que se proyect mediante la irona en la conviccin de que la vida existe por s [PI, 672]. Por ello sus creaciones artsticas -El Qui-jote- tienen por materia la vida humana y escapan de la historia que es recuerdo de la vida muerta [PI, 672] y que no puede mezclarse con la mis-midad de las obras artsticas. Paralelamente, al analizar a Galds -al que reconoce como hombre de su tiempo, el de la revolucin liberal-, pone de relieve el asentamiento de sus novelas en la historia, en la realidad y en la vida: sus novelas parecen incluirse dentro de nuestra historia [PI, 522]. Ahora bien, pese a las resonancias histricas en el ambiente, en los perso-najes o en la trama, sus novelas le parecen a Cernuda vivas y actuales [PI, 522], porque ms all de las ancdotas histricas est la vida humana, materia de verdadera creacin artstica y de valor perenne: Galds no uti-liza los acontecimientos de la historia sino en funcin del hombre, as que, agotadas las posibilidades histricas, las posibilidades humanas siguen en pie [PI, 522], Reflexiones que, al margen de su posible significado auto-biogrfico, afirman el talento individual y la singularidad, as como la dimensin universal de lo cervantino y lo galdosiano, pero que no calan en los elementos vivos de la historia, renunciando como crtica literaria a la lucidez que la mirada histrica puede proporcionar sobre los autores de El Quijote y Fortunata y Jacinta.

    Cervantes y Galds son, desde la ptica de Cernuda, artistas realistas y universales. Al poeta sevillano le importa ms indicar sus latentes afinida-des que la inspiracin que Cervantes proporciona una y otra vez a Galds,

    13 Dicha confusin tiene que ver con una mana comn a los espaoles que Cernuda cifra en

    tratar nuestro pasado como algo que puede modificarse an, o al menos como algo que poda-mos darnos la satisfaccin de reprochar a alguien /PI, 6727.

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    y que, no obstante, subraya con penetracin exquisita. Afinidad hay en sus respectivos empleos del humor y de los efectos cmicos, y afinidad es su querencia por la poesa de la prosa. Similar es su adentramiento en las inmensas posibilidades del ser humano, juntando los planos imaginario y real, como con mano maestra lo ense Cervantes y lo aprendi Galds. Cernuda hace hincapi, tanto en 1940 como en 1954, en este aspecto que explica en su ensayo sobre el autor de El Quijote. La verdad humana, la armoniosa dimensin humana de los personajes cervantinos -y por exten-sin, de los galdosianos- est en que no estn construidos en un solo plano, oscuro o luminoso [PI, 677], sino en dos planos simultneos de sombra y luz, en las dos caras de sueo y verdad que componen la realidad humana [PI, 677].

    Si gracias a la agudeza crtica de Cernuda se nos hacen explcitas estas afinidades del arte cervantino y galdosiano, donde su bistur crtico ahon-da con mayor sabidura es en la razn profunda que permiti a Cervantes y a Galds maravillarnos con la recreacin artstica de la vida misma. Cervantes acogi para el arte la admirable poesa de la realidad, como slo antes lo haba hecho el Lazarillo -mencionado explcitamente por Cernuda-:

    la vida misma, sin intrigas, ni peripecias melodramticas, la vida de cada da: los caminos cotidianos y sus posadas vulgares, con las gentes que por ellos cruzan un momento: gentes, caminos, cosas que nadie hasta l supo ver con mirada tan clara y honda, se despiertan y entran al fin en la esfera del arte [PI, 686-687].

    Por su parte, Galds, gran dominador de la realidad, extrajo de sus entra-as el personaje entero y palpitante ante el lector [PI, 521]. A ambos les gua una razn profunda, lo que vulgarmente se llama buen sentido, o la facultad de ajustar cada cosa a su valor intrnseco. Cernuda intuye la clave de sus afinidades en esa rara cualidad que, sin embargo, sus genios crea-dores manejaron de modo opuesto, a tenor de las diferentes circunstancias que les rodeaban:

    El genio de Cervantes tuvo que crear, dentro de la poca extravagante en que viva, el freno necesario que le permitiera marchar serenamente, tal Pegaso cruzado en Clavileo; el genio de Galds tuvo que agitar con la ins-piracin de sus hroes patolgicos la sociedad mezquina y tacaa donde se mova, y espolear a Clavileo para que de los costados le brotasen las alas de Pegaso PI, 687-688].

  • 38

    Cervantes -lo que no es ms que una cara de la verdad cervantina- refre-n la locura con un loco entreverado de sensata cordura. Galds espole la locura para que lo visionario y lo regeneracionista ensanchasen los lmites de la mediocridad y la ramplonera ambientes. Un mismo sentido comn que apostaba por la armoniosa dimensin humana.

    Una ltima razn abona la consanguinidad de Cervantes y Galds. Son dos clsicos14. Qu valor y qu significado tienen para Cernuda los clsi-cos? Esta es, precisamente, la encrucijada que descubre la filiacin azori-niana de la lectura e interpretacin de los clsicos que postula -malgr lui-el poeta sevillano, seguramente mediatizada por el magisterio de Pedro Salinas15, en cuyos aprendizajes intelectuales se advierte la huella de Azo-rn y sus labores crticas de los primeros aos de la segunda dcada del siglo XX, paralelas a los quehaceres iniciales del Centro de Estudios His-tricos.

    La pauta azoriniana de lectura de los clsicos nace del ideario krausista y unamuniano, segn el cual la verdadera tradicin es un valor dinmico y creativo, no infecundo y esttico. La tradicin es una entrega viva y ope-rante. Los clsicos son parte de esa tradicin y los lectores son sus garan-tes, sus nuevos hacedores. O dicho en un lenguaje ms prximo a nosotros: la forma como Lulli, Gngora o Bernini ejemplifican para nosotros el arte barroco debe seguramente ms a nuestra visin del arte que a la de esos artistas mismos y de sus contemporneos16. Es decir -y cito Le Muse imaginaire de Andr Malraux- les oeuvres d'art ressuscitent dans notre monde de l'art, non dans le leur17. Azorn reivindicaba en el cannico Nuevo prefacio de Lecturas espaolas (edicin Nelson, 1915) para los clsicos una lectura por cuenta propia, porque dichos autores son un reflejo de nuestra sensibilidad moderna, aadiendo:

    Un autor clsico no ser nada, es decir, no ser clsico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clsicos a nosotros mismos. Por eso los clsicos evolucionan: evolucionan segn cambia y evoluciona la sensi-bilidad de las generaciones. Complemento de la anterior definicin: un

    14 La condicin de clsico moderno de Galds viene certificada por esta afirmacin del

    ensayo de 1954: Si algn escritor espaol moderno tiene la talla y las proporciones de nues-tros mayores clsicos, se es Galds [Pl, 518].

    15 Punto en el que son muy oportunas las consideraciones de Jos Carlos Mainer, Salinas,

    crtico: la bsqueda del valor vital, Revista de Occidente, 726 (1991), pp. 107-119. !6

    Grard Genette, La obra plural, La obra del arte. Inmanencia y trascendencia, Barcelo-na, Lumen, 1996, p. 286.

    17 Andr Malraux, Le Muse imaginaire (1947). Cito por Grard Genette, La obra de arte,

    p. 286.

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    autor clsico es un autor que siempre se est formando. No han escrito las obras clsicas sus autores; las va escribiendo la posteridad18.

    Cernuda -como Pedro Salinas o Dmaso Alonso- hace suya esta idea azoriniana (tan cara, por otra parte, a T. S. Eliot) y, dejando a un lado, la trascendencia esttica que constituye el principal significado de un autor clsico, sostiene que en su lectura -la de Cervantes, por ejemplo- no se debe perseguir descubrir a Cervantes, sino descubrirnos a nosotros mis-mos, hombres de hoy, en Cervantes [PI, 691]. He ah la clave de su acer-camiento a la tradicin.

    El clsico azoriniano est siempre dispuesto a dar cuenta de su valor.