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DOS AÑOS CON LEONARDO Miguel Fernández-Pacheco A B A B

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DOS AÑOS CON LEONARDO

Miguel Fernández-Pacheco

A B A B

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DOS AÑOS

CON LEONARDOMiguel Fernández-Pacheco

A B A B

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© Miguel Fernández-Pacheco© De esta edición: Abab [email protected]

Diseño de la colección: Scriptorium, S. L.

ISBN: 978-84-612-0274-4Depósito legal: M-13390-2012Printed in Spain

Para Shelagh y Jonathan Routh, cuyo libro Notas de cocina de Leonardo da Vinci

inspiró este relato, y para Ana Franco, que me lo dio a conocer.

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Quanto è bella giovinezza,Che si fugge tuttavia!Chi vuol esser lieto sia:Di doman non c’è certezza.

Lorenzo di Medici

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PRIMERA PARTE

El maestro en la cocina

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I

Quiero empezar avisando que la historia que me propongo contaros tiene algo de disparatada, no poco de desastrosa y otro tanto de ingenua; como ingenuo, disparatado y desastroso fue el tiempo en que me tocó vivirla. Sin embargo, confío en que se tenga por rigurosa- mente cierta y, en ese sentido, advierto también que no cambiaré los nombres de sus personajes, pese a que muchos de ellos ocuparon en vida puestos muy princi-pales, como Ludovico Sforza, llamado el Moro, su esposa Beatrice d’Este o el maestro Leonardo, quien goza des-pués de muerto, pese a sus extravagancias, de imperece-dera fama.

Pero estimo que nada hay de censurable en los hechos que aquí se narran, harto triviales y domésticos, que no han merecido la atención de los grandes cronis-tas y que hasta podrían resultar impropios en boca de un viejo soldado, testigo de acontecimientos decisivos que alteraron, en cambio, el curso de la historia.

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Dos años con Leonardo Primera Parte. El maestro en la cocina

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Considerad, no obstante, que entrelazado en esa madeja de sucesos banales surgió, como fruta temprana, mi primer y único amor, que es lo que insistentemente se me ha rogado que cuente en esta amorosa corte.

Establecido esto, paso a presentarme, dando de lado a más pudores y prolegómenos, ya que no quisiera en modo alguno que mi verídica narración os llegara a cansar.

Soy Odoardo di Ser Piero y nací en Vinci hace más de medio siglo. Fui, de joven, artillero en el ejército de la Serenísima y, ya hombre, senté plaza como alférez de zapadores con los imperiales, entre los que llegué a alcanzar el grado de coronel, hasta que un arcabuzazo turco me colocó en la forzosa situación de retiro que conocéis.

Pero mucho antes, en la alocada adolescencia, era yo un muchachuelo inquieto, espigado y no mal parecido, con una insaciable sed de aventuras y un profundo aborrecimiento de los áridos latines y las huecas retóri-cas, con las que mis maestros trataban de atiborrarme.

En cambio se me daba mejor que bien atrapar pája-ros con liga y cazar con hurones. Presumía de poder cruzar a nado el peligroso Arno, desnudo cual mi madre me pariera, y aun de ganar cualquier carrera que en él se planteara. Se me tenía por indiscutible catedrático asaltando ajenos huertos, y por consumado estratega al frente de una tropa de zagales a la que respetaban la

mayoría de los muchachos de Florencia, que era, como ya habréis supuesto, el escenario de mis correrías… En fin, que ajeno a cualquier disciplina, campaba por mis respetos de la mañana a la noche, invirtiendo en tales delicias, y otras por el estilo, mi tiempo todo.

Al regresar a casa, maltrecho las más de las veces, eran de ver las reprimendas, gritos y achuchones con que me recibían mis progenitores, que desesperaban ya de encauzar por el buen camino mis pecadores pasos.

En particular, al autor de mis días, que era notario y había acariciado largamente el sueño de convertirme en un digno jurisconsulto semejante a él, se lo llevaban los demonios cada vez que me escuchaba menospreciar con soeces palabras la Lógica, la Gramática o el Dere-cho romano, y se mesaba los cabellos cuando tenía que oír que mi única ilusión era abrazar la carrera de las armas y mi solo deseo consistía en enrolarme, en cuanto cumpliera la edad requerida, en cualquiera de los ejérci-tos que por ese tiempo asolaban —y por desdicha siguen asolando— nuestra querida patria, donde estaba con-vencido de que pronto adquiriría el honor y la gloria de un nuevo César.

El infeliz estaba más que harto de pagar vidrios rotos, curar descalabros y tratar de hacer frente a los que, de vez en cuando, me traían a casa por las orejas. Pero, claro, de eso a consentir que su hijo se convirtiera en soldado había un abismo.

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De modo que así estaban las cosas cuando ocurrió un hecho que no puedo dejar de consignar por poco importante que pueda pareceros, ya que resultará defi-nitivo a la hora de evaluar mi carácter de esos días y ayudará a entender por qué di con mis huesos en Milán y conocí de cerca a mi hermanastro Leonardo.

Era el caso que yo aguardaba cada mañana a una linda jovencita, cuando iba a la iglesia acompañada de su aya, para, a su paso y en un lugar distinto cada día, ponerme sigilosamente a sus espaldas y darle un buen tirón de trenzas, que por cierto tenía hermosísimas, des-apareciendo después como alma que lleva el diablo.

Pero he aquí que, un buen día, su señor padre, que caminaba a unos metros de ella con un buen palo en previsión del atropello, dio en perseguirme con una agi-lidad y una constancia impropias de sus años.

Ya se sabe que nuestra amada Florencia es pródiga en callejuelas de casi laberíntico trazado, que en ese tiempo yo conocía como nadie; pues bien, pese a tal conocimiento y pese a mi luenga experiencia en pareci-dos lances, no conseguía despistarlo y solo encontré sal-vación traspasando, con agilidad de acróbata, la tapia de un frondoso jardín, donde, sin aliento y con el corazón palpitante, aguardé a que sus pasos dejaran de sonar en la calleja.

Pero el miserable debía de sospechar sin duda que no podía andar lejos y pasaba y volvía a pasar por el

otro lado de la tapia, para consternación mía, lanzando además tales maldiciones y denuestos que en verdad ponían los pelos de punta.

Era primavera, y una de las tormentas propias de la estación estalló entonces en un violento aguacero.

Afortunadamente acerté a descubrir un pabellonci-to, al parecer destinado a las herramientas, donde con-seguí guarecerme.

Como no las tenía todas conmigo, pues sospechaba que mi perseguidor, pese a la lluvia, podría esperarme aún, y puesto que el jardín estaba desierto, decidí aguar-dar allí hasta que escampara del todo, cosa que no suce-dió en lo que restaba de mañana; así es que, aburrido de mantenerme inmóvil, se me ocurrió ponerme a jugar sobre una tabla con el limo que rodeaba el pabellón.

Absorto en tal distracción se me pasaron un par de horas casi sin sentir y lo que de mis manos surgió no dejó de sorprenderme. Había modelado una feroz cabe-za de Gorgona, en cuyos aterrados ojos y deformes fau-ces se introducían algunas de las serpientes que le ser-vían de cabellos. Era ciertamente algo horrible, pero su expresión y su rara perfección me resultaron también notables, al punto que decidí llevarla conmigo, pues se me ocurrió la peregrina idea de que quizás regalándole aquello a la jovencita de las soberbias trenzas, conse-guiría aplacar sus iras, y hasta puede que las de su pro-genitor.

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Había escampado hacía rato. Ya sin el acoso del peli-gro, me fue difícil volver a saltar la tapia, cuidando ade-más de que aquello no se desbaratara, de modo que cuando al fin llegué a casa, una media hora después, estaba embarrado hasta la raíz del pelo y presentaba un aspecto tan lamentable que no es raro que despertara las iras de mi padre, quien, para desdicha mía, regre- saba en ese momento de una de sus múltiples obliga-ciones.

—¿Se puede saber qué has hecho esta vez? —excla-mó nada más echarme la vista encima—. ¿Y qué es eso que escondes ahí detrás, tunante?

Hube de mostrarle la monstruosa Gorgona, pero más que asustarle o enfurecerle, como esperaba, me dio la impresión de que le sorprendía gratamente.

—¿De dónde has sacado esto? —interrogó entonces—. ¿En qué lío me has metido esta vez? ¿De quién es?

—Lo he hecho yo. —¿Tú? ¿Dónde? ¿Cómo? —¡Qué importa dónde ni cómo! Lo he hecho yo y

basta. —¿Tú solo? —Naturalmente. —Pues es bonito, sí señor. Impresionante. Tremendo.

Me recuerda… Bueno, se nota que llevas mi sangre… ¡Y ahora vete a cambiarte! Y procura que tu madre no te vea con ese aspecto. Ya ajustaremos, tú y yo, nuestras

cuentas más adelante —y esgrimiendo la Gorgona des-apareció, reclamado por alguno de sus zurupetos.

Desde aquel día, para no aburrirme y quizás empu-jado también por cierto sentido de culpa, me hice con un poco de barro y di en modelar algunas piececillas: un pequeño relieve de un centauro, que le agradó aún más que la Gorgona y me libró también de unos cuantos pescozones; una Madonna, que traté sin éxito de que se pareciese a la jovencita de las trenzas, y que gustó tanto a mi madrastra que la colocó en su oratorio; y un pajari-llo, atravesado por una saeta de verdad, que finalmente me atreví a regalarle a la perseguida doncellica, quien no solo no se reconcilió conmigo por ello, sino que empezó a sonreírle a uno de mis peores enemigos, jefecillo de una banda rival. ¡Vivir para ver!

En fin, la cuestión es que cada vez que mi señor padre le echaba la vista encima a alguna de mis obras, por designarlas de algún modo, se le cambiaba inme-diatamente el humor y, adoptando aires de complicidad, sacaba a relucir lo de su sangre artística, que no podía dejar de correr por mis venas puesto que tanto abunda-ba en las suyas.

He de decir, a estas alturas, que aunque el autor de mis días era tenido por excelente notario, y como tal trabajaba hacía tiempo para la Signoria, él, llevado de no sé qué estúpida vanidad, se consideraba, solo fami-liarmente, eso sí, todo un artista, y aunque nunca había

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tocado un pincel ni se había manchado jamás con una pella de barro, se las daba ante sus amigos íntimos de más que versado en pintura o escultura.

Hay que añadir además que su primogénito —pese a ser un primogénito bastardo al que no se refería en público— era el famoso Leonardo da Vinci, que tanto destacara en el taller de Verrocchio y del que ahora decían que triunfaba en Milán.

A mí, tal manía me parecía ridícula. No obstante, decidí aprovecharla al máximo en lo sucesivo y cada vez que se anunciaba tormenta doméstica, me ponía a mode-lar con verdadera pasión.

No sospechaba que tal actividad me acarrearía lo que en aquel momento tuve por una verdadera des- gracia.

Y fue el caso que una de las pocas mañanas que mi padre paraba en casa me llamó a sus aposentos y en el tono más solemne me dijo:

—Quisiera contarte una anécdota, ocurrida hace casi treinta años, antes de proponerte un proyecto que pue-de cambiar el curso de tu vida.

—Como gustéis, padre mío. —Supongo que alguna vez me habrás oído mencio-

nar a un hermano tuyo, el mayor de todos vosotros, que desdichadamente concebí en mujer indigna de nuestro nombre.

—Leonardo.

—En efecto, ¿cómo lo has adivinado? —Pero, padre, aunque vos apenas lo mencionéis, al

servicio no se le cae de la boca. —Vaya con el servicio. Ya ajustaré yo…—Dicen, además, que tenéis otros bastardos y asegu-

ran que tantos o más que hijos legítimos…—¡Cállate, desvergonzado! ¿Cómo te atreves? ¡A tu

propio padre! Prestar oídos a semejantes habladurías…Ya ajustaré yo… contigo y con ese servicio desleal, por supuesto… Pero deseo hablarte de otra cosa… ¡Ah, Madonna, qué mala es la gente! ¡Y tú, desde luego, has de ser mi cruz si no pongo coto a tu descaro! Bueno, paciencia, calma… El caso es que quería contarte algo que ocurrió mucho antes de que nacieras… De modo que cállate y no me interrumpas. Verás: un día, un campesino de Anchiano me trajo una enorme rodela, cortada del tronco de una vieja higuera, y me pidió que la llevara a Florencia para que alguno de sus artistas se la pintara con el motivo que mejor le pareciera.

»A mí se me ocurrió dársela a Leonardo, que por esas fechas vivía con nosotros en Vinci y ya dibujaba como los ángeles, encargándole que la pintara. El chico, pues no era mayor que tú en esos días, empezó por pulir la tabla, que estaba sin desbastar, luego se la llevó a su cuarto, donde amontonó cadáveres de grillos, lan-gostas, mariposas, culebras, búhos, cernícalos y otras especies de alimañas. La habitación despedía a los pocos

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días un hedor que te puedes imaginar; pero él, que no dejaba entrar a nadie, aseguraba que ni lo notaba, pese a ser extremadamente delicado para los olores; tanta pasión ponía en lo que estaba haciendo.

»Cuando al fin, tras varias semanas de trabajo, me permitió entrar para recoger la rodela, juro que me llevé un susto de muerte, ya que en su centro, como surgien-do de una cueva, aparecía pintada una bestia monstruo-sa, pero tan real que semejaba estar a punto de esca- parse de la tabla y abalanzarse sobre mí, con aquellos ojos refulgentes y malignos, llenos de fiereza animal. Hasta el hedor corrompido que envenenaba el aire daba la impresión de salir de sus espantosas fauces. Pues bien, hace una semana, viendo la terrible Gorgona que habías modelado, sentí algo muy parecido. Muchacho, ¡basta de soñar con guerras librescas! Es indudable que estás dotado para las artes. Porque fíjate cómo acabó la cosa:

»Yo, por supuesto, no le devolví al campesino su rodela, compré otra y se la hice pintar por cuatro cuar-tos, pero la de Leonardo se la vendí a un mercader milanés por la nada despreciable suma de doscientos ducados. Poco después, ese mercader la vendería por cuatrocientos. ¿A que no sabes a quién? Precisamente a Ludovico Sforza, ¿te das cuenta? El mismísimo duque de Bari, que ahora protege a tu hermanastro. ¡Menudo éxito el de la dichosa rodela!

»Poco tiempo después, incitado por mí, Leonardo pintaría también una Gorgona, pero si quieres que te diga la verdad, la tuya me parece mucho más expresiva. En fin, que no me cabe duda de que te aguarda un por-venir tan brillante como el suyo, quizás mejor; no en vano eres hijo mío, y además legítimo. De modo que he decidido que te instales en Milán como discípulo de Leonardo.»

—Pero ¿os habéis vuelto loco, padre mío? ¿Queréis mandarme a Milán al cuidado de un sodomita?

—¿Cómo?… ¿Qué?… ¿Cómo te atreves? ¡Eres en ver-dad peor que la más deslenguada de nuestras criadas! ¡Hacerse eco de semejantes obscenidades! A ver, dime inmediatamente. ¿A quién le has escuchado esa calumnia?

—Pero, padre, cuanto digo es del dominio público. ¿Es posible que lo ignoréis? Fue denunciado por dos veces en el tamburo que hay a la entrada del Palazzo Vec-chio. Toda la ciudad lo sabe. Dos veces, padre.

—¡Nada se probó! —Que se probara es lo de menos. Para todo el mun-

do es la verdad. —¡Pues es falso! —Padre…—¡Es falso, y basta! Las gentes son envidiosas y mez-

quinas. Y tú no muestras ser mejor que ellas. —Está bien, será como vos queráis. Pero no pienso ir a

Milán. Antes me escapo y me enrolo en cualquier ejército.

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—¿Soldado? ¡Otra vez con esas! Juro que mientras yo viva tú no serás soldado. Y juro también que si no te vas a Milán, ¡y mañana mismo!, te haré encerrar en un calabozo de la Signoria.

Salí corriendo de allí, ahogado por las lágrimas, jurando a mi vez a gritos que me tiraría al Arno antes de caer en las garras de semejante pederasta, y dejando a mi padre congestionado de ira.

Pero no tuve el valor de cumplir mi amenaza. Sus gentes me arrancaron del pretil del Ponte Vecchio y, tras algunos días a pan y agua en un lóbrego calabozo, más muerto que vivo, comprendí que era más sensato obede-cer los designios de mi progenitor y me puse en marcha camino de Milán, sintiéndome el joven más desdichado del mundo.

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II

Os encontráis ante un viejo soldado, endurecido en treinta años de guerras ininterrumpidas, marcado, como un mapa, por las cicatrices de cientos de combates. Pero tratad de imaginaros al jovenzuelo medio lampiño que, una tarde de domingo del mes de mayo, con el mejor de sus trajes de terciopelo, un hatillo no muy volumino-so y una carta de su padre para Leonardo, llegó a Milán y preguntó por él en Corte Vecchia, donde tenía el taller.

Naturalmente, durante el viaje me había sobrado tiempo para abrir dicha carta, cuyo contenido decía más o menos así:

Querido Leo:Espero que te encuentres bien y tengas todo el éxito

que mereces. Aquí todo sigue más o menos como siempre. Odoardetto, portador de esta, es el segundo de mis hijos, muchacho asaz travieso, pero de buen corazón, con la cabeza un tanto a pájaros —figúrate que quiere ser solda-

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DOS AÑOS CON LEONARDO fue escrita en San Lorenzo de El Escorial en 1997

y publicada por primera vez en 1999 en la editorial Edebé, de Barcelona.

La presente edición se compuso en Bodoni Old Face BE Regular

y se acabó de imprimir en 2012

ASPICIUNT SUPERI

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Quiero empezar avisando que la historia que me

propongo contaros tiene algo de disparatada, no poco de

desastrosa y otro tanto de ingenua, como ingenuo, dispa-

ratado y desastroso fue el tiempo en que me tocó vivirla.

Sin embargo, confío en que se tenga por rigurosamente

cierta…

En la corte renacentista de Ludovico el Moro,

un adolescente, empeñado en ser soldado contra la

opinión de su padre, conocerá a un insospechado

hermano mayor, el célebre Leonardo da Vinci, y será

testigo excepcional de sus triunfos como artista y sus

fracasos como inventor. Sin proponérselo, también

encontrará en Milán su primer amor, un amor inalcan-

zable, que desencadenará conflictos e intrigas.

I S B N 978-84-612-0274-4

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