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Donde habita la moral

Constantino Carvallo Rey

Refl exiones sobre fi losofíay educación

Compilación, edición y notas de Jorge Eslava

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DONDE HABITA LA MORALREFLEXIONES SOBRE FILOSOFÍA Y EDUCACIÓN

© 2011, Herederos de Constantino Carvallo Rey© De esta edición: 2011, Santillana S. A. Av. Primavera 2160, Santiago de Surco, Lima, Perú Tel. 313-4000

Compilación, edición y notas: Jorge Eslava Diseño y diagramación: Juan José Kanashiro Fotografía de carátula: Archivo familiar

ISBN 978-9972-848-48-3Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2011-08329Registro de Proyecto Editorial Nº 31501021101513Primera edición: julio 2011Tiraje: 1000 ejemplares

Impreso en el Perú - Printed in PeruMetrocolor S. A.Av. Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú

Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

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Humano es aquí, en todo el libro, un adjetivo calificativo que indica esta cualidad moral de

condolerse por los otros. Lo que llamamos educación, entendida como formación, es el esfuerzo por dirigir las influencias que puedan hacer al hombre humano, capaz de sentir la raíz común de esa humanidad (…)

Ser indiferente al dolor ajeno o, incluso, gozar con él son signos de una mala educación. Como lo es el no

saber compartir la alegría ajena o la propia.

Constantino Carvallo Rey,“Humanidades y educación”

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Índice

NOTA DEL EDITOR ......................................................9Jorge Eslava

PRÓLOGO ...................................................................15Un hombre cabal, un maestro íntegro .......................15Patricia McLauchlan de Arregui

ENSAYOS & ARTÍCULOS .............................................21

El juego en la educación pre-escolar .........................25Lenguaje y escuela, obvias reflexiones .......................43Defensa de Palomino .................................................49Narciso en la escuela, pluralidad, soledad, alma ........55Prólogo a Educarnos hoy .............................................69El Superman que yo conocí .......................................75No al sexo rey .............................................................83Sobre el deporte y educación .....................................89Manifiesto sobre la desigualdad de los hombres(Gansos del mundo: uníos) ........................................95La carabina de Ambrosio ........................................ 105Didáctica magna ..................................................... 117La catástrofe silenciosa ........................................... 121¿Hablar de “eso”? .................................................... 131Padres y maestros .................................................... 135Mamá Alianza: juntos y también revueltos ............. 145

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Menos líderes, más ciudadanos ............................... 153El mundial es de ellos, no mío ................................ 161La computadora en el aula: de la tecnofobiaa la tecnofilia ........................................................... 169Defensa de la desigualdad: educación,inclusión y discapacidad .......................................... 179Lleva el maestro una herida .................................... 185La vocación del maestro ......................................... 191Relación religión y educación: entre el Amény el Ave César .......................................................... 201Escuela y ética ......................................................... 205La escuela: tradición y modernidadpara el siglo XXI ..................................................... 219Humanidades y educación ...................................... 223Sobre el vínculo maestro alumno ........................... 237Verdad, filosofía y educación .................................. 253Equidad, diversidad y motivación ........................... 261Amor y educación ................................................... 275El cuidado del alma ................................................. 287

COLOFÓN ................................................................ 301Maestro Constantino, ciudadano Carvallo ............. 301Alberto Vergara

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA .................................. 307

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Nota del editor

A principios de los ochenta, cuando lo conocí, Constantino trasmitía la presencia de un Cristo: mele-nudo, barbado y comprometido por hacer el bien. Un predestinado a cuidar el alma del prójimo, a facilitar el encuentro de nuestras vidas múltiples y darles sentido. Por eso fundó el Colegio Los Reyes Rojos, inspirado en un verso de Eguren. Qué tiempos difíciles significaron levantar una escuela innovadora, que concibiera la edu-cación como una comunidad humanísima, sin odios ni discriminaciones. Constantino fue la lucidez y también el nervio para que Los Reyes Rojos se constituyera en el lugar deseado para crecer.

Los años le arrebataron la melena y las barbas, pe-ro le otorgaron una sabiduría que desconocía límites; con él podía hablarse de cualquier tema, con gravedad o humor, y siempre resplandecía su inteligencia. Y so-bre todo aquello indispensable de todo educador: una actitud de amor hacia el alma del otro. A pesar de su de-licada e incomprendida tarea, en treinta años, nunca lo vi arrogante ni ganado por la ira. Fue íntegro, generoso, sereno. Me ennoblece cada recuerdo que guardo de él, hasta nuestro último encuentro: el azar quiso ponerme, el mismo día de su muerte, al margen de la multitud, ante su cuerpo amortajado y le prometí ocuparme de sus escritos. Unos días después, la familia y el colegio

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Escuela Constantino Carvallo Rey

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me pedían hacerme cargo de su obra. Yo cultivaba esa secreta esperanza y ahora me ilusiona pensar que él hu-biera aprobado la decisión.

***

Oceánico, profundo y desesperado fueron las pri-meras impresiones que tuve cuando revisé el material digitalizado de Constantino. Habíamos recuperado casi mil quinientos archivos, contenidos en ciento cincuenta carpetas, que estaban caóticamente distribuidos en sus herramientas de trabajo: treinta y tres disquetes, una memoria USB, una computadora portátil y otra de es-critorio. No esperaba menor desorden; era sin duda su disposición anárquica natural y su humanísima pasión por el conocimiento. Ahí atesoraba sus intereses sobre educación, fútbol, filosofía, cine, literatura… una mez-colanza de archivos en los que convivían textos termi-nados, ensayos académicos, artículos frustrados y cartas personales con circulares institucionales, informaciones bajadas de internet y páginas escaneadas de periódicos. Un conglomerado intelectual previsible que, no obstan-te, parecía encubrir un alma atormentada.

Eso fue lo que me extrañó: su inmensa y desespe-rada capacidad de trabajo. Muchos de sus archivos son apenas retazos, exaltados intentos por dar claridad con el lenguaje al drama de la vida y conjurar su angustia. Archivos que aparecen repetidos —con escasas líneas añadidas— o tienen unos pocos párrafos de un artículo abandonado por razones desconocidas o simplemente un título esbozado en una página inmaculada; de otro lado, la mayor parte de las horas de creación o modi-ficación de los archivos son las de la madrugada, en las

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Nota del editor

que se dedicaba a escribir o simplemente los abría, te-meroso del desánimo y del olvido, para agregar algu-na de sus iluminadas frases. Este modo compulsivo de creación ha sido para mí una advertencia, pues antes de incluir un texto he tenido la precaución de cotejar sus diversas versiones.

Aunque la presente publicación ofrece la obra es-cogida de Constantino Carvallo Rey, he procurado re-unir la totalidad de su obra (cuyo registro aparece en el primer tomo) y seleccionar así con justeza la excelencia de sus escritos, respetando la versatilidad y hondura de su producción intelectual. Por fortuna, una parte consi-derable de sus textos publicados los conservaba en mis archivos personales. En la tarea de recopilación de artí-culos y ensayos publicados —desde fines de los setenta hasta noviembre del 2008, en que la revista Brújula pu-blicó el último texto enviado por Constantino a un me-dio impreso—, el apoyo de mi asistente Carlos Morales Falcón ha sido invalorable y lo agradezco sin reservas.

***

Desde un primer momento diseñé la publicación en tres tomos, tal como, felizmente, se ha concretado: la reedición de Diario educar y otros dos volúmenes que reunieran temáticamente los asuntos más aprecia-dos por Constantino. Muy pronto, en la composición del primer tomo, consideré la necesidad de agregar dos textos ancilares: el discurso del Doctor Salomón Lerner Febres leído en la presentación del libro y el ensayo de Constantino titulado Los ojos de los cuervos, ganador del Concurso organizado por IDEELE, la Universidad Ca-tólica y la Universidad de Huamanga, que fue publicado

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en 1997. Decidir ambas inclusiones organizó de modo espontáneo los otros dos y me permitió ampliarlos, a fin de conservar cierta armonía editorial. Es la razón de que un prólogo y un colofón acompañen cada cuerpo de la obra; procuré elegir entre los autores a parientes, especialistas, amigos y ex alumnos.

Para la definición del segundo tomo fue de gran ayuda un archivo de Constantino, fechado el 30 de mar-zo de 1998, donde señala un proyecto de publicación con “los textos que recuerdo y me interesa publicar, previa revisión”. Se trata de un listado de treinta artí-culos, dos entrevistas y dos prólogos, todos referidos a la reflexión y la práctica educativas; lo curioso y la-mentable es que algunos de ellos tienen la anotación de “inédito” y no los he podido ubicar. El título elegido, Donde habita la moral, lo tomé de un artículo suyo pu-blicado en La República en junio del 2007. Para el ter-cer tomo he usado el título La séptima luna, nombre de su columna en la página de opinión del diario El Sol, donde colaboró semanalmente desde septiembre de 1996 hasta agosto de 1999. El ánimo de los subtítulos de estos dos tomos —expresados en “reflexiones” y “en-cantamientos”— que junto a “tribulaciones” del primer tomo, creo que definen su ejemplar disposición de estar en el mundo.

Quisiera ampararme en la confianza de haber cum-plido con el compromiso: que nuestros lectores conoz-can fehacientemente de la calidad humana y los dotes de pensador que acompañaron a este peruano ilustre; que se prolongue su sueño por una educación libre, so-lidaria y democrática fundada en la necesidad de habitar un mejor país. Confieso que trabajé con enorme afecto y creciente admiración, sobrecogido muchas veces por

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Nota del editor

su ausencia. Agradezco de todo corazón a los compañe-ros del Colegio Los Reyes Rojos que confiaron en mí, especialmente a Melissa y Martín Carvallo. También a Luis Jaime Cisneros, Salomón Lerner Febres, Patri-cia Arregui, Alberto Vergara, Fernando Carvallo Rey y Giovanna Pollarolo, quienes aportaron hermosos testi-monios en cada tomo. Mi gratitud y cariño para Merce-des González y Anahí Barrionuevo, inestimables amigas y editoras del Grupo Santillana, que siempre me facili-tan las cosas.

Jorge Eslava Marzo del 2009

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Prólogo

Un hombre cabal, un maestro íntegro

Vivía lejos del Perú cuando empecé a oír hablar de Constantino Carvallo. Una de mis hermanas compartía casa con una de las suyas, mi padre se enorgullecía con sus hijas universitarias: “Tengo un asistente filósofo”, y un buen número de los hijos de mis amigos asistían al local de Santa Catalina, donde aprendieron a amar al colegio y a su director. Por eso, cuando en 1981 regresé al país, con mi esposo e hijos, fui directamente al cole-gio Los Reyes Rojos. No habían abierto aún los grados que requeríamos y debimos hacer un peregrinaje por otros colegios de Lima para elegir otras alternativas, pero, aun así, tuve varias oportunidades —en estos casi treinta años de fundado el colegio —, de visitarlo, leer sus revistas, ir a sus actuaciones, sentir el clima familiar y acogedor que regía la convivencia y que tan impor-tante ha sido para las vidas de sobrinos e hijos de mu-chos amigos, así como para la formación de centenares de otros niños y jóvenes. Mis hijas no fueron del todo ajenas a ese ambiente. Iban a eventos especiales con sus primas y amigas, a donde yo las llevaba con frecuencia. Asistieron a los conciertos de incipientes grupos me-taleros y hasta participaron en el infausto pintado del

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mural al cual hace referencia Constantino en uno de los artículos de este volumen. En todas esas ocasiones, se veía siempre a Constantino de lejos, figura central de esa institución, aunque pocas veces apropiándose del centro de la atención.

Fue en el año 2002 cuando llegué a conocer de cer-ca a Constantino, debido al Consejo Nacional de Edu-cación donde trabajamos, y fue allí que descubrí que era tímido como el Clark Kent que esconde a Superman, su (y mi) héroe de ficción inolvidable. En la primera re-unión del Consejo, en el Colegio de La Inmaculada, no todos los 25 convocados nos conocíamos, ni sabíamos cómo pensábamos sobre al tema que nos congregaba, pero necesitábamos ir descubriéndolo cuanto antes. A la hora del café, Constantino, que había permanecido en silencio, se quedó dentro del salón donde habíamos recibido las primeras informaciones sobre lo que se es-peraba de nosotros, y donde luego tendríamos que ex-poner nuestras propias expectativas. Se quedó leyendo algún texto de Hegel, si la memoria no me traiciona. Quizá igualmente insegura, pero con otra manera de li-diar con mi inseguridad, lo reté —más que invité— a unírsenos fuera del aula para conversar. Quiero creer que no fue solo una actitud desafiante la que me indu-jo a hacerlo, sino la seguridad de saber que en esa per-sona —que se refugiaba en un rincón del salón—, en-contraríamos las mejores ideas y los compromisos más profundos y sostenidos con que necesitaríamos contar. Por eso necesitábamos incorporarlo de inmediato a esa tarea que ninguno de nosotros vislumbrábamos todavía con claridad alguna.

Explosivo mas no agresivo, tuve muchas oportu-nidades de atestiguar la desazón de Constantino, su

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Prologo

rabia frente a situaciones de injusticia o ante la sorde-ra de quienes tendrían que escuchar. Se ponía colorado (“igualito que mi papá”, le comenté varias veces), y ¡ay de quien se sintiera tocado!… Pero era claro que sus iras iban dirigidas a actos e ideas, nunca a las personas. Era irónico, inteligente y fino, nunca maloso, aun con quie-nes muchas veces, en mi opinión, se lo merecían. Solo en contadas oportunidades echó mano a sus recursos académicos para frenar a algunos arrogantes sabelotodos con quienes tuvimos que interactuar. Era perseverante e insistente con ciertos temas y perspectivas, aunque tam-bién sabía replegarse cuando sentía que la mayoría no se movía en su dirección. Cumplió fielmente todas las co-misiones y encargos que recibió del Consejo Directivo o del Pleno, aun cuando ni los solicitantes a veces pedía-mos retroalimentación: Foro Educación para Todos, la Comisión de Discapacidad del Congreso, el espacio que tuvo el Consejo en la televisión.

No tuve, como lo tuvieron otros más afortunados que fueron sus amigos, muchas oportunidades de con-versación con Constantino fuera del ámbito de una me-sa de discusión y debate, pero sí tuvimos muchos inter-cambios virtuales. La revisión de esas correspondencias poco después de su partida —y luego en otras muchas oportunidades—, me vuelve a emocionar y conmover, y renueva mi admiración y gratitud hacia una de las mejo-res personas que creo haber conocido.

Luego de su partida, cuando he conversado con an-tiguos alumnos suyos, o con sus padres, me he encontra-do con que uno de los regalos más preciados que Cons-tantino hizo a quienes tuvo a su cargo fue el entregarles su tiempo; el tiempo que los padres no tienen, o no sa-ben hacer, y que sus ex alumnos están hoy en día más

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dispuestos, deseosos y capaces de crear para sus hijos. Ese tiempo dedicado a quienes tuvo a su cuidado motivó que muy pocas veces pudiera conversar con él sin tener un punto de agenda que tratar —si bien los desvíos eran frecuentes, su disciplina o las urgencias nos hacían vol-ver a aquello que habíamos convenido en tratar.

El tiempo que dedicó a todos aquellos encargos o iniciativas propias con que se comprometió en el Con-sejo, con un rigor y persistencia admirables, le impidió también dedicarse a otras causas inmediatas, como las de aquellos alumnos de más recientes hornadas que ex-trañaban al mítico director que estuvo tan disponible para generaciones anteriores, pero al que los nuevos compromisos, que su honorabilidad le obligaba a cum-plir, alejaban de los corredores de la casona barranqui-na. Aun así, Constantino nos recordó más de una vez, en los 6 años de trabajo conjunto, que no teníamos que hacer nuestro trabajo al tiempo o ritmo de los apuros y aparentes urgencias del Congreso, o del ministerio o de los donantes: solo tan rápido como fuera posible y tan lento como fuera necesario para que las ideas puedan ser realmente digeridas, hechas propias, defendidas y sustentadas… Incluso defendió el tiempo, en el Con-sejo, para conocernos y poder encontrar maneras de operar más efectivamente desde nuestra diversidad de puntos de partida.

Su preocupación por hacer oír la voz de los jóvenes y por enseñarnos a escucharla fue permanente. A él y sus insistencias debemos la existencia de una versión del Proyecto Educativo Nacional para jóvenes y niños, y la realización de la jornada nacional de discusión de ese proyecto en las aulas y escuelas de todo el país. Su pre-ocupación por los más pobres y los más vulnerables era

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Prologo

también permanente: los temas del cuidado de la pri-mera infancia, de la atención prioritaria a los afectados por alguna discapacidad, de la importancia de la gratui-dad de la educación pública, estaban siempre presentes en sus demandas. La centralidad que tiene el objetivo de la equidad como articulador del Proyecto Educati-vo Nacional —que ojalá perdure con la misma fuerza e intensidad en las revisiones que sin duda se harán en los próximos años— se la debemos a la insistencia de Constantino en esos asuntos y a la imagen movilizadora y repelente del “apartheid educativo” en que crecen ac-tualmente nuestros futuros ciudadanos; argumento que promovió Manuel Bello y que Constantino contribuyó a reforzar muchísimo —no solo con sus palabras, sino con las prácticas que promovió en su escuela.

Parte de esa preocupación por los más vulnerables se transmitía en su sensibilidad respecto a la denomi-nada “cuestión docente”. Sin mistificar para nada a los maestros de carne y hueso, lamentaba la situación de desmoralización en que muchos de ellos se encontra-ban. Renegaba de la desvalorización continua de la pro-fesión, reclamaba condiciones de trabajo mínimas para aquellos que, bien sabía él, tenían entre sus manos, y lo cito, “el futuro de la pacificación, la construcción tem-prana de la democracia, el alma de nuestros niños”. Su contribución al debate de la ley magisterial fue magis-tral, equilibrada, y hasta le valió acusaciones de algunas partes de “educador de élites” y “miembro de la clase oligárquica” —cosa que, recuerdo, además de enfure-cerlo, también lo hizo sonreír y comentar: “¡A mi mamá le encantará leer eso!”.

Su reputación de innovador radical me resultó algo ajena, quizá por haber vivido las primeras experiencias

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de escolarización de mis hijos en ámbitos liberales y modernos —recuerdo varias discusiones con Constan-tino por su insistencia en que los niños debían memo-rizar rápidamente las tablas de multiplicar y conocer los nombres de todos los ríos y capitales del país. Sus mensajes y prácticas de solidaridad no eran demasiado ajenos a los que recibí y vi con las monjitas norteame-ricanas que me educaron cuarenta años antes. Lo que sí era radicalmente diferente era el reconocimiento y consideración a la diversidad y “unicidad” de cada niño, de cada adolescente, de cada padre y de cada maestro, y la apuesta por el potencial enriquecedor y la necesidad imperiosa de promover la integración de los diferentes. Necesidad imperiosa, como expresa en varios de los tex-tos de este volumen, no solo para la posibilidad de cons-trucción de una colectividad viable, sino para el fortale-cimiento de la identidad de cada individuo. Necesidad que la escuela —“lugar para el crecimiento del alma”, la denomina— está obligada a atender, pero para lo cual está muchas veces pobremente equipada.

Fue Constantino un maravilloso comunicador. Sus columnas reflexivas y provocadoras, sus participaciones como entrevistado o entrevistador en la televisión, di-fícilmente contenían una palabra de más, un floro in-necesario, y destilaban honestidad y sinceridad en la selección de las ideas y en los argumentos claves que quería transmitir. Y fue, sobre todo y ante todo, un edu-cador. Formó a sus alumnos, educó a los padres de estos, modeló la permanente reflexión ética y la acción moral. Cuestionó el supuesto rol fundamental de la escuela co-mo forjador de líderes, y reclamó más bien el de formar ciudadanos, “personas individuales que piensan con su propia cabeza y se hacen cargo de los asuntos que pue-

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Prologo

den afectarlos y de las consecuencias de las decisiones que toman en común”, lo que requiere de los maestros un ejercicio profesional y humano que trasciende lar-gamente a la simple entrega de contenidos curriculares de cursos específicos o la reiteración de discursos pres-criptivos. Constantino no regateó razones ni afectos en ese ejercicio de varias décadas, como lo atestiguan sus alumnos, los jóvenes de sus proyectos deportivos, y sus muchos, algunos candorosos, escritos. Consciente, co-mo todo buen maestro, de que “no estará allí cuando sea el tiempo de la cosecha”, ni tan siquiera “antes de que florezca todo lo enseñado”—como dice en alguna de las siguientes páginas—, nos dejó la responsabilidad, a quienes tuvimos el honor de conocerlo, de cuidar las flores y recoger los frutos de su acción y su reflexión.

Algo que me reconforta es que, a diferencia que lo que me sucede con muchas otras personas —o, debiera decir, con esas personas realmente especiales que respe-to y aprecio profundamente—, a Constantino sí le hice saber que lo admiraba, que me emocionaban sus escri-tos, que me entusiasmaban sus declaraciones en la pren-sa escrita o la televisión, que me conmovía su cuidado con las gentes, y que consideraba una suerte y un ver-dadero privilegio el haber tenido la oportunidad, gra-cias al Consejo Nacional de Educación, de trabajar con él y conocerlo un poco. Hoy, el editor de este volumen me da nuevamente la oportunidad de decirlo, gesto que me conmueve y agradezco. Constantino me transmitió varias veces su aprecio y gratitud por esas expresiones, siempre con la timidez y la reserva con que recibía hala-gos. Nunca sabré si lo emocionaban en verdad, o era su manera de “cuidar mi alma”, pero atesoro igualmente cada una de sus frases.

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No dudo que sus hijos, su esposa, su madre y her-manos, en medio de su desconsuelo, sentirán siempre que fue un orgullo y una suerte el haber compartido con él sus vidas. Las páginas que siguen servirán sin duda a sus alumnos, amigos y, ojalá, a muchos otros lectores, para recordar a Constantino y seguir apostando, como lo hizo él, por una escuela y una sociedad que permitan que todos los peruanos, individuos y comunidades, pue-dan desarrollar todas sus potencialidades.

Patricia McLauchlan de Arregui

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ENSAYOS & ARTÍCULOS

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El juego en la educación pre-escolar

1. Juego y educación

En su Filosofía del derecho Hegel previene a su época sobre un peligro que amenazaba a la formación ética del hombre y del ciudadano. Una nueva pedagogía estaba naciendo a partir de Rousseau y empezaba a convertir a una edad, la infancia, que estaba destinada a ser solo un momento, quizá necesario pero pasajero, en un fin en sí mismo; una etapa con fines propios y característi-cas que la diferencian radicalmente de la del adulto. El siglo XVIII asistía a la invención del niño. Comprender la infancia como diferenciada de las edades posteriores y definir sus características y maneras propias e, inclu-so, adaptar los métodos educativos a esas características era, para Hegel, el error más grande que, en materia pe-dagógica, parecía querer perpetrar su tiempo.

¿Por qué era un problema distinguir al niño, dejar de ver en él un adulto pequeño para concebirlo a partir de la diferencia? Para Hegel la finalidad de la infancia era su término. El objetivo de la educación del niño era convertirlo en adulto, enseñarle a comportarse como uno; más aún, despertar en él la necesidad de crecer, de ser cuanto antes un ciudadano con derechos y deberes, como sus padres y maestros. El modo mejor de lograr

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este deseo era hacer de la infancia un periodo marca-do por la insatisfacción, por el anhelo de abandonar la incapacidad y por el deseo de ser mayor. De algún mo-do los métodos educativos tendrían que introducir esa insatisfacción. La nueva educación, en cambio, había creado a la infancia como un tiempo especial, distinto, con formas propias. Y hacía del placer una piedra de to-que fundamental en su nueva concepción de la tarea del educador. Al niño había que tratarlo de un modo parti-cular porque no era un adulto pequeño sino un ser con una inteligencia y una sensibilidad que respondían al llamado del goce, de la curiosidad y, sobretodo, de esa extraña actividad que lo seducía y lo ocupaba sin tregua ni fatiga: el juego.

El juego, pensaba Hegel, era el enemigo. El infante que juega, que encuentra placer en los juegos de su edad no tendrá motivos para desear abandonarla. Entregado a estas prácticas improductivas querrá permanecer por siempre niño para disfrutar de esa pasión lúdica que lo domina. ¿Cómo querrá el niño ser adulto si sabe que el desarrollo traerá consigo el abandono de aquello que ahora le da felicidad, si aprende que ser adulto es dejar de jugar, entregarse al deber y el trabajo? Introducir al juego en la pedagogía es colmar al niño, darle gusto y al hacerlo, quizá sin saberlo, se hace de la infancia un fin en sí mismo, un paraíso que no se querrá perder o que se dejará con dolor y permanecerá punzando melancóli-camente en la memoria. Para Rousseau y sus seguidores en cambio, el juego era el camino principal para acce-der al interés del niño y educarlo. El romanticismo y la modernidad resucitaban a Platón y con él a sus tesis sobre el juego y su papel en la formación del niño. El juego significaba la libertad y la creación, el aprendi-

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zaje auténtico, el que surge de la actividad autónoma y motivada. El juego era la vida real y un niño que juega construye las raíces firmes del adulto que luego pensará con su propia cabeza y elegirá lo mejor.

Desde entonces el dilema está planteado y el juego está en el centro de la polémica. ¿Cuál es el papel de la actividad lúdica en el quehacer escolar?¿Debe el niño ser motivado por el disfrute, por el gozo y la satisfacción que otorga la acción?¿Es ello posible?¿No debe el niño aprender a ser adulto, a trabajar y actuar más por prin-cipio de realidad que por el principio del placer?¿No se agota y deprime el maestro intentando que su actuar sea siempre placentero y entretenido para el niño; pro-curando que las matemáticas distraigan como lo hace el juego libre del recreo? Más aún, ¿no suponen algunos aprendizajes; la escritura por ejemplo, una cierta cuota de esfuerzo y de disgusto? ¿No se malcría, como pensa-ba Hegel, al niño al adecuar la educación al nivel en el que por naturaleza ya se encuentra?

Quizá habría que distinguir, por lo menos, dos ma-nifestaciones del juego en la educación de los niños: en primer lugar está el juego como tal, en su forma más viva: sin otra finalidad que la actividad misma. El juego no tiene otra intención que el placer que proviene de jugarlo. Sus dos características esenciales son la libertad y la inutilidad. Los niños que juegan a las escondidas o que simulan ser héroes de tv, pueden obtener satis-facción al derrotar al compañero pero la motivación fundamental que los convierte en buenos jugadores es-tá relacionada con las ganas que tienen de jugar, con el impulso irresistible que la actividad les genera. Este es el juego en su manifestación básica y natural. La liber-tad que le es consustancial y la falta de utilidad más allá

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de la acción misma le otorga una dimensión fundamen-tal. Es la escena adecuada para la espontaneidad, para el acto creador pues el niño no siente la imposición de las consecuencias ni el control de la mirada ajena. Y es creación ante todo del juego mismo. Lo que la imagina-ción produce es su propia puesta en escena, el interior se vuelca hacia fuera, mente y mundo se unifican en una esfera nueva que, como ha señalado Winnicott, no es interior ni exterior, no es verdad pero tampoco es men-tira. En el juego la niña que hace de médico lo es y no lo es, cura y no cura. Su yo está fundido con las cosas gracias a esta libertad y falta de control que la animan a confundir la realidad y sus deseos.

Otra cosa es el juego que la educación, por decirlo así, administra. Es el juego como estrategia en la mo-tivación del aprendiz. La diferencia es primordial y no debemos, como maestros, olvidarla o el fracaso acom-pañará nuestros pensamientos. Porque aquí el juego no es el resultado de la libre elección del jugador. El juego ha sido diseñado e introducido con pautas fijas por el enseñante. Hay una primera diferencia en el origen del juego pero a ella le sigue otra que se relaciona con su destino. El juego empleado como método educativo tie-ne una finalidad que no es, como el juego auténtico, la actividad lúdica misma. Se introduce para interesar, pa-ra atraer y mantener la atención, para “endulzar” aque-llo que de otro modo sería trabajoso y agotador: sumar o restar, por ejemplo. O correr y saltar simplemente; es-fuerzos físicos y mentales que se hacen sin prestar aten-ción a la fatiga porque se encuentran inmersos en un juego que cautiva y convoca.

En el primer caso el juego se vincula con la edu-cación de un modo impreciso, misterioso y sin pro-

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gramación posible. El niño juega, inventa sus reglas o transforma las que hereda, y notamos que esa actividad lo educa pero no podemos convertirlo en currículo sin distorsionarlo. En el otro caso, el juego y la educación se unen para llamarse ahora didáctica. El objetivo está en el plan escolar con anticipación y con tiempo preciso en su duración. No cabe duda que ambos pueden signi-ficar importantes logros de una escuela. Dar espacio pa-ra el juego libre, poner al alcance de los niños el tiempo y el espacio para que juegue libremente. Ofrecerle sim-plemente los útiles que la imaginación empleará para hacer de ellos el objeto del deseo, no es asunto de poca trascendencia para la jornada de un niño en el centro escolar. No puede estar toda la mañana, o la tarde, pro-gramada y dirigida. No favorece al desarrollo infantil esa camisa de fuerza permanente que un horario abso-lutamente prediseñado le pone al obligarlo incluso en el recreo, como ocurre en no pocos Nidos y Centros de Educación Pre-escolar, a “jugar” el juego que toca según el calendario y la programación. Y no lo favorece emocionalmente porque no encuentra en un lugar tan importante como la escuela un espacio similar al que encontró en su casa para dar rienda suelta a su indivi-dualidad. Ahora le hace falta socializar los deseos, cons-truir con los demás un espacio nuevo, singular, extra-ño porque su amplitud permite que todos expresen su mundo interior en él.

El juego libre del niño con los demás niños va de-limitando, para todos, su yo del de los otros. El ego en-simismado debe enfrentar a los otros egos que aspiran con los mismos derechos a personificar al mismo héroe o alcanzar la misma victoria. Aquí se forja la intersubje-tividad gracias al nacimiento de esa zona común que el

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juego grupal ha instaurado. Hay un largo camino que va del juego solitario a la pandilla que distribuye e in-terpreta roles. Pero ese camino necesita de la libertad cuidada que la escuela puede otorgar si asume el jue-go libre como parte de su actividad. El propio maestro gana mucho con la observación de este modo de jugar. La mirada de Freud a su nieto jugando con el carrete ha originado una manera de conocer los conflictos del alma infantil que el juego libre permite —precisamen-te por esa libertad—, explorar. Y no son solo los senti-mientos: la propia inteligencia y el juicio moral autó-nomo requieren, como mostró Piaget, del juego libre, entre pares que se ponen de acuerdo libremente sobre las reglas que regirán el juego que quieren jugar como expresión de su voluntad.

El juego como didáctica no puede competir con el juego libre y espontáneo que tan valiosas consecuencias tiene en la personalidad. El error del maestro es pre-tender alcanzar, en la didáctica, el brillo y la magia que ofrece a la imaginación el juego con libertad. El aula no puede competir con el patio de recreo, el libro y la pizarra no ganan la atención que el juguete y el juego logran con solo aparecer ante la mirada. Y, por ello, de cierta manera, Hegel tendrá razón y la actividad esco-lar poseerá una cuota de trabajo y a menudo de fastidio que se acerca más al deber que al juego. Pero también es importante en educación procurar que el aprendizaje sea realmente una acción que el aprendiz hace volunta-riamente. Es decir, esforzarse como maestros en lograr que la voluntad participe en los actos que el alumno lle-va a cabo. Y para ello es necesario suscitar el interés, las ganas, el deseo de aprender. El juego planeado, ofrecido como medio para el aprendizaje cumple su fin si deja

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de competir con el juego real y acepta su limitación y su destino, si sabe que sirve para otra cosa y lo saben también los jugadores. Emplear el juego de la tienda pa-ra enseñar operaciones matemáticas será una actividad más útil y mejor llevada si todos saben lo que se busca y si el maestro reconoce que incluso ese juego puede re-sultar tedioso o sin interés porque, después de todo, no es sino un modo suyo de enseñar lo que se exige.

En lo que sigue vamos a referirnos, a grandes ras-gos, a esos objetivos que se ocultan tras los juegos de la educación pre-escolar. El propósito es aclarar los fi-nes de modo que al unir el juego con la didáctica se co-nozca la finalidad y no se confunda la actividad lúdica libre con esta otra igualmente trascendente ocupación. El maestro puede usando su imaginación crear juegos que poseen también una intención racional que el obje-tivo señala. Vamos a presentar los principales objetivos por áreas y esperamos que ellas sean relacionadas por el maestro con los juegos que el libro presenta en otra sección. No vamos a describir entonces los juegos sino su intención.

2. El cuerpo

Quizá el aprendizaje más importante que el recién nacido debe hacer es la distinción entre el mundo y su cuerpo. Alcanzar ese límite que separa al propio ser fí-sico de aquello que no es él, que se le opone y resiste, es la meta de la temprana estimulación. De esta diferen-ciación entre el yo y el mundo surgirá la conciencia em-brionaria del sí mismo. Pero, por extraño que parezca, para que el niño pequeño se distinga de su entorno y fije

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bien aquello que es él, necesita que todo su cuerpo en-tre en relación despierta y esmerada con los objetos que lo rodean. Debe de ponerse en actitud motivada frente a los estímulos del exterior. El mundo debe llamar su atención, seducirlo, exigirle a sus sentidos una respuesta cada vez más adecuada en su trato con las cosas.

Ocurre que no nacemos con la capacidad de per-cibir el mundo. Debemos aprenderla. No es solo que nuestros ojos no son aptos para ver porque focalizan solo entre los veinte y veinticinco centímetros o que la fóvea al estar todavía inmadura impide la precisión de la mirada. Lo que es más importante es que los objetos necesitan ser construidos como tales para ser vistos y comprendidos, explicados, asimilados como parte de un orden que se repite y que constituye lo que llamamos mundo. El niño debe ser estimulado a ver y escuchar, a tocar, oler y gustar, a discriminar entre contrastes de formas y colores, de texturas porque en estas acciones va, al mismo tiempo, conociendo y construyendo su ca-pacidad de percibir su mundo. Como la inteligencia es una capacidad de actuar adecuadamente en el mundo, la temprana estimulación de la percepción es la puerta de entrada al desarrollo mental.

A la percepción le sigue el movimiento, y gracias a él se obtiene el control y dominio cada vez más eficaz de las distintas partes del cuerpo y de las relaciones que mantienen entre sí. El cuerpo debe hacerse interior, así la mente construye un esquema corporal que le permite el dominio sobre los movimientos. Debemos compren-der que la destreza motora es fundamental en la cons-trucción de muchas habilidades mentales y que es la base de futuros y más complejos aprendizajes. El juego invita al niño a percibir y a desplazarse, a emplear sus

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sentidos con agudeza y a coordinar sus movimientos, y lo hace de un modo que es irresistible porque ofrece una cuota de placer que surge del auténtico interés que la acción le suscita. Una primera guía de los juguetes y juegos del periodo que discurre entre los 0 y los 6 años es procurar que estimulen las agudezas sensoriales, que inviten a escuchar y localizar el sonido, a repetirlo, a compararlo, a discriminarlo, a crearlo. Lo mismo con referencia a los colores y las formas, las texturas, los olo-res y sabores. Las sonajas y los móviles al inicio, los ins-trumentos musicales, el ritmo de un tambor, los bailes, las canicas, los bloques, todo contribuye al desarrollo de la capacidad perceptiva que se encuentra en la base del aprendizaje humano. De otro lado, una segunda finali-dad de nuestros juegos y juguetes será la exigencia del movimiento y el desplazamiento. Coger pequeñas co-sas, ensartar, cortar, tejer. Y también correr, perseguir, patear una pelota, lanzarla, recibirla. Tocarse la punta de los pies, mantener el equilibrio o quedarse inmóvil, buscar en la oscuridad las cosas, saltar, formar con otras figuras o representar con el movimiento animales, etc. Se trata de obligar dulcemente al cuerpo a conocerse y a controlarse. Lo que llamamos esquema corporal no es otra cosa que esa interiorización de los movimien-tos realizados. Y de ese esquema depende, como lo ha mostrado la pedagogía moderna, incluso el aprendizaje matemático.

Finalmente en este breve apartado hay que tener presente un gran objetivo de la educación pre-escolar que los juegos pueden ayudar a consolidar: la laterali-dad. Ocurre que el cuerpo, por decirlo así, no puede au-todominarse si no ha elegido un lado del eje corporal. El izquierdo o el derecho. La preferencia por una mano,

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un ojo, incluso, un oído, permite que el cuerpo se orga-nice, se maneje mejor y pueda proyectar esas coordena-das al mundo con lo que estructura el espacio y pueden aparecer el delante y el detrás, el arriba y el abajo y todas las maneras de ubicarse en un eje que ordena y distribu-ye al cuerpo propio frente a los demás cuerpos y cosas que lo rodean. El esquema corporal adquiere entonces una complejidad definitiva: es el cuerpo en relación con el mundo en un espacio ordenado y categorizado. Late-ralizar al cuerpo, darle coordenadas es quizá el trabajo fundamental de la educación psicomotora pre-escolar.

Sin los ejes que segmentan mentalmente al cuer-po se hace difícil no solo el aprendizaje de la lectura y la escritura sino que la propia capacidad de ubicarse en un papel en blanco resulta imposible sin atribuirle tam-bién a la hoja un lado derecho y un lado izquierdo, un arriba y un abajo que provienen de trasladar a los obje-tos la simetría lateralizada de la propia corporeidad. La lateralidad, que algunos vinculan con la especialización distinta de los hemisferios cerebrales, no se refiere solo a la mano. Se ha sostenido que en el origen de la dislexia interviene una inadecuada lateralización del oído. El no tener un oído preferido perjudica el aprendizaje de la lecto-escritura tanto como el no tener una mano domi-nante. No se trata por ello, como a veces puede verse, de reconocer el nombre de la mano izquierda o derecha sino de una preferencia constante en su uso.

La coordinación motora se manifiesta en la capaci-dad de unir movimientos distintos (correr y luego saltar o caminar y sentarse), de cambiar la trayectoria de un desplazamiento, de seguir con el movimiento ritmos, de unir el movimiento al tiempo, de acercar distintas par-tes del cuerpo, etc. Objetivos propiamente físicos son

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menos importantes pero deben también ser trabajados porque se vinculan con la coordinación. Así la fuerza o la velocidad y la propia elasticidad pueden constituir objetivos adecuados a la respuesta física de la edad. La danza y la expresión corporal contribuyen al desarrollo de estos objetivos. De modo que en lo que se refiere a este acápite se trata de buscar juegos que estimulen la actividad física pero dirigiéndola a objetivos específicos: agudizar los sentidos, la percepción de formas o colores; mejorar el equilibrio, la coordinación motora; exigir al niño que defina un lado del cuerpo con el que respon-der a la actividad. Reconocer por dónde viene el sonido, recibir un lanzamiento o hacerlo, cortar o dibujar, bai-lar, correr, mover los dedos, tocarse partes del cuerpo y también nombrarlas porque ello puede ayudar a conso-lidar su dominio y diferenciación.

3. Comparar, unir y distinguir

Aunque no sepamos muy claramente qué sea la inteligencia, y aunque ella se manifieste en realidad de múltiples formas, podemos, simplificando, ver en ella dos actividades básicas: la identidad y la diferencia. Lo que la mente hace es comparar, encontrar igualdades o establecer distinciones. El niño debe mirar los obje-tos del mundo y establecer semejanzas, encontrar, por ejemplo, que a formas semejantes corresponden nom-bres idénticos. Esta acción de encontrar semejanzas y agrupar lo que es semejante lo llamamos clasificar. Or-ganizar las diferencias, decir que algo es mayor o menor que otra cosa, más oscuro o más claro, constituye una operación que se denomina seriación. La clasificación

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y la seriación permiten la comparación entre objetos, conceptos e ideas que da origen al razonamiento mate-mático y verbal.

Comparando, encontrando semejanzas y estable-ciendo diferencias construyo los conceptos que dan identidad a lo clasificado. La manera más evidente de clasificar es según formas o colores. De allí que gran par-te del material escolar procure que el niño distinga las formas básicas de la geometría y los colores elementales. Así es posible que agrupe los círculos rojos o los triángu-los verdes. Pero todo objeto es susceptible de compara-ción y es posible agrupar también juguetes u objetos no diseñados específicamente para el trabajo en aula.

El aparear objetos por algún criterio es otra for-ma importante de relacionar. Así una cucharita puede asociarse con una taza o un sombrero con una muñeca. Esta forma de relación, junto con la clasificación y la seriación llevan al niño a construir un criterio de com-paración más complejo porque no obedece a un dato sensorial que es la cantidad. Una colección puede aso-ciarse o diferenciarse de otra si apareando cada uno de los objetos con uno, y solo con uno de la otra colección, coincide en cantidad. Esta es también una forma de comparación que permite la construcción del concepto de número.

Es útil que en las comparaciones aparezcan cuanti-ficadores como todos, ninguno, alguno, varios, muchos, etc. Después será importante aprender a contar, a medir empleando algún patrón, a reconstruir movimientos, planos, maquetas. Parte de estos aprendizajes llevan al niño a resolver problemas, encontrar el elemento que falta en la serie, anticipar lo que sucederá en una colec-ción si se le quita o agrega algo, y conocer si un elemen-

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to pertenece o no a una colección determinada. Lo fun-damental es invitar al niño a observar los objetos para encontrar características que permitan la asociación con otros en grupos o en series. Esta actividad es la base del futuro razonamiento matemático.

Los juegos matemáticos no deben verse vinculados necesariamente al número o a sus símbolos. Vincular una parte de algo al todo, como la cola al animal, ju-gar con cubos o construir modelos, jugar a las cartas, a encontrar semejanzas y diferencias, comprar y ven-der, vestir a los muñecos, repetir desplazamientos o re-construirlos, etc. Son múltiples las acciones que pueden incorporarse a los juegos y que contribuyen al afianza-miento de lo que denominamos razonamiento lógico-matemático.

4. Conocimiento y lenguaje

Contra lo que a veces se piensa, la educación pre-escolar tiene muchos conocimientos que transmitir. Y no solo los referidos a las partes del cuerpo o los nom-bres de los animales que suelen darse en todas partes. Los niños necesitan también conocer la cultura en la que viven, saber su historia y su geografía, el ambiente en el que viven, las enfermedades que los acechan, los problemas de la comunidad, las posibilidades y esperan-zas de su región, los derechos que los asisten, las noti-cias y los acontecimientos que los afectan o que captan su interés.

El lenguaje es comunicación. Hablar debe ser un ejercicio diario, pero también escuchar, responder, pre-guntar. No debe reducirse el área de lenguaje al apres-

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tamiento en la lecto-escritura. Es necesario dar motivos para conversar o para relatar, contar, recitar. También cantar, representar, escenificar. El lenguaje debe tener desde el principio sentido, debe significar. Y por ello el énfasis está puesto en el lenguaje oral. Las rimas, los trabalenguas, las adivinanzas, los poemas: se trata de buscar acciones lúdicas que mejoren la dicción por la necesidad de jugar bien y ser escuchado y comprendido. El dibujo es, en esta etapa, un motivo para el diálogo pues posee un poder de significación muy importante para el niño.

La escritura y la lectura aparecen primero vincu-ladas al lenguaje oral. Se escuchan. Se trata de asociar fuertemente los signos gráficos a un significado que im-pida que la lectura pueda tomarse como una técnica de repetir sonidos incomprensibles más tarde. Si la lectura le sigue a un trabajo sostenido en la comunicación oral, y se asocia a ella, es menos probable que aparezca este grave defecto del lector sin comprensión. Por supues-to que la mejor manera de evitarlo es que la enseñanza de la lectura pueda ser simultánea con la de la escritura para lo cual es posible emplear las letras móviles mien-tras el niño no ha adquirido la capacidad motora que le permita hacer sus propias letras. Debe partirse de la palabra como unidad de significado y no de la sílaba o la letra que no poseen el poder de comunicar. Los niños pueden asociar letreros con palabras a las cosas y una multitud de juegos pueden vincular palabras y objetos para permitir que la lectura tenga un nacimiento ligado al sentido y no simplemente al sonido. No es pérdida de tiempo insistir en esto pues gran parte del éxito escolar futuro está en el modo como se aprendió a leer. La ex-cesiva repitencia en los primeros grados es el reflejo de

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un mal aprendizaje del lenguaje escrito que es percibido como cualitativamente diferente del lenguaje oral y no, como debiera ser, simplemente como su registro en un papel o en una pantalla de computador.

5. El yo y los otros

Quizá el objetivo más complejo de alcanzar en la educación pre-escolar es la descentración del punto de vista. El egocentrismo de la infancia debe ceder el paso a una integración social en la que el niño se ve ahora como parte de una pluralidad compuesta simultánea-mente por “yoes” que son al mismo tiempo idénticos y diferenciados. Para ello el niño tiene que lograr un objetivo superior: ponerse en el punto de vista del otro. Ello le es costoso ya desde una perspectiva espacial y no puede describir un objeto como lo ve un compañero situado frente a él. Proyecta su sensibilidad, sus coor-denadas corporales y emocionales hacia un mundo que sigue siendo parte de sí mismo. En el terreno intelectual se da lo que Piaget ha llamado “asimilación”, porque para explicar y comprender las transformaciones, que escapan a su capacidad, las adapta a sus esquemas dando una explicación poco acomodada a la realidad exterior.

El juego puede parecer poco adecuado como medio para la socialización en el sentido que la estamos plan-teando, es decir, no como contacto con los otros sino co-mo ruptura del punto de vista propio para incluirlo en una multiplicidad de puntos de vista que amplía la mira-da y engrandece la capacidad de comprender. Si el juego es una zona intermedia entre el interior y el exterior, si en él se manifiesta la libertad y la espontaneidad, si pro-

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viene de la imaginación creadora, entonces no es el es-pacio ideal para esa socialización. Sin embargo el juego grupal exige la coordinación de los participantes y ella se consolida en la ley. El juego posee normas, adecuarse a ellas implica abandonar el egocentrismo omnipoten-te para adecuarse a un escenario plural en el que nadie ocupa un lugar especial. El juego normado contribuye no solo al desarrollo de la inteligencia que se acomoda mejor al mundo, además, y quizá fundamentalmente, el juego normado tiene un objetivo moral. Especialmente esos juegos en los que los propios actores producen la norma sin la intervención excesiva del adulto. Los niños pueden transformar un juego que se les enseña y poner reglas propias y ese acuerdo común es fuente de una fu-tura autonomía de la conciencia moral.

El juego permite también interpretar roles, portar-se de manera distinta a como uno suele ser, llevar más-caras, hablar distinto, llamarse con un nuevo nombre. Todo ello contribuye a explorar lo que uno no es y posi-bilita el mayor desafío de la educación moral pre-esco-lar: ponerse en el lugar del otro, pensar como él, sentir lo que siente. Los juegos normados y de simulación, las dramatizaciones, los disfraces, todo ello contribuye al abandono paulatino del único y permanente punto de vista personal.

Conclusión

El juego es parte sustantiva de la naturaleza infantil y como tal no necesita ser enseñado. El niño va a jugar porque esa es su manera de vincularse con la realidad, de ingresar a ella poco a poco en un tránsito difícil que

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va de la alucinación todopoderosa y egocéntrica, de la soledad indiferenciada del lactante, a la conducta adap-tada a los demás y al reconocimiento del punto de vista diferente e, incluso, a formas de solidaridad con el otro que se manifiestan en la simpatía y la piedad.

El juego que se introduce como didáctica debe te-ner objetivos definidos y es bueno que los participantes conozcan estos objetivos para que aprendan a diferen-ciar el juego libre, que norman ellos, del juego didáctico que pertenece a la esfera adulta de la cultura a la que van a incorporarse. Así es posible acercar las objecio-nes de Hegel contra el juego al entusiasmo de Rousseau por él. El juego didáctico cumple fines que llevan al ni-ño a madurar y a abandonar la infancia. Su propósito no es hacer de la infancia un fin ni convertir esa edad en un entretenimiento perpetuo. Se trata de captar el interés para que la acción del alumno sea voluntaria y así el aprendizaje se incorpore plenamente. Lo que se aprende solo por deber puede no durar en el tiempo y no formar parte de lo que el sujeto es. La voluntad es necesaria en el aprendizaje y el juego la convoca. Pue-de aprenderse a leer de mucha formas, pero todas de-penderán del grado de interés que el alumno ha tenido. Porque el interés regula la atención y esta es la puerta de ingreso a la memoria de largo plazo.

De modo que un centro pre-escolar debe dar opor-tunidad al juego libre para que se desarrolle la persona-lidad y se socialice la individualidad, para que la ima-ginación ingrese también a la escuela y la creatividad tenga lugar también en ella. Pero debe también emplear el juego para seducir con honestidad, para suavizar la tarea, para entusiasmar e invitar a participar a la mente pero también al corazón. Porque el juego en educación

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permite acercar esas fuerzas que, si no, pueden jalar en sentido contrario: la razón y el deseo.

Hemos presentado de manera elemental y resumi-da algunos objetivos para los cuales hace falta emplear juegos. Al maestro le toca elegirlos, o crearlos, notar que los jackses pueden desarrollar la lateralidad porque obligan a preferir una mano o que jugar a la gallinita ciega puede ser un modo de educar el respeto o de fo-mentar el gusto por la comunidad. De cualquier forma, la maestra que invita al juego, y que participa en él, esta-rá más cerca de la vulnerable y misteriosa alma infantil.

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