don segundo sombra - 5-20

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Don Segundo Sombra - 5-20

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Cada cual viva para s y mi alegra de pronto se hizo grave, contenida. Un extrao nos hubiese credo apesadumbrados por una desgracia.

No pudiendo hablar, observ.

Todos me parecan ms grandes, ms robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos del maana. De peones de estancia haban pasado a ser hombres de pampa. Tenan alma de reseros, que es tener alma de horizonte.

Sus ropas no eran las del da anterior; ms rstica, ms prctica, cada prenda de sus indumentarias deca los movimientos venideros.

Me domin la rudeza de aquellos tipos callados y, no s si por timidez o por respeto, dej caer la barbilla sobre el pecho, encerrando as mi emocin.

Afuera los caballos relinchaban.

Don Segundo se puso en pie, sali un momento, volvi con un par de riendas tiocas y fuertes. [76]

-Traime un poco de sebo, muchacho.

Lentamente unt el cuero grueso con la pasta, que a las tres pasadas perdi su blancura.

Valerio acomod una poca ropa en su poncho, que at en torno a su cintura, sobre el tirador.

Pedro Barrales se asom hacia la noche, dio un sonoro rebencazo en un banco y dijo con mueca de resignacin:

-Me parece que a medio da, el sol nos va a hacer hervir los caracuces.

De un movimiento coincidente salimos sin necesidad de ser mandados. Las espuelas resonaron en coro, trazando en el suelo sus puntos suspensivos. La noche empezaba a desmayarse.

En el palenque tomamos cada cual su caballo y salimos tranqueando por la playa.

-Goyo -dijo Valerio- and sacando los caballos... nosotros vamoh'a buscar la tropa...

Vos, muchacho, seguilo a Goyo. Ya es geno que nos movamos.

Por primera vez el capataz daba una orden y esto era como un parntesis abierto para el arreo.

Valerio, Horacio y Barrales galoparon hacia un potrero cercano, en que se vea confusamente [77] el bulto de los novillos echados. Goyo y yo abrimos la tranquera del

corral, dejando salir las tropillas que pronto hicieron familia, cada cual con su madrina, cuyo cencerro les sirve de voluntad.

-Abriles la puerta del potrero grande y quedate adelante pa que no disparen.

Haba empezado mi trabajo y con l un gran orgullo: orgullo de dar cumplimiento al ms macho de los oficios.

Primero tuve que espolear mi petizo y correr de un punto a otro, para sujetar los mpetus libertarios de las tropillas, pero muy pronto las madrinas baquianas comprendieron, tomando sometidamente el camino. Marchando bien las madrinas, poda rerme de las rebeldas de los ms briosos, que un silbido y un vuelva pingo cortaba de cuajo. Tranquilo march, sabindome seguido.

De la playa venan los gritos y el ruido de la tropa en marcha; rumor de guerra con sus tambores, sus rdenes, sus quejidos, carreras, choques y revolcones. Aquello se acercaba, aumentando en tamao y pronto distinguimos un pesado entrevero de colores y formas en la luz naciente. [78]

Fuese calmando la tropa hasta formar una sola masa de movimiento, de la cual yo era el principio tallado en punta.

En mi aislamiento y mientras el amanecer iba haciendo su obra, me sent de pronto triste. Por qu? Tal vez fuera un detalle del oficio. Hoy en la cocina, antes de la partida, no haba odo ninguna risa, sorprendindome, por el contrario, la seriedad de las expresiones. Sera porque dejaban algo detrs suyo? Sera un pasajero momento de duda al iniciar la tarea, en que corran el albur de no volver ms a sus pagos, a sus familias? No conociendo lo que era extraar la querencia, explicbame a medias los sentimientos nostlgicos. Sera, entonces, por las chinas y los guachitos? Y qu tena yo que ver con eso? Una carita olvidada en el trajn de mi partida, se present ntida a mis ojos. Aurora.

Aurora, pens, qu tena que ver conmigo sino el compartimiento de un juego, sin mayor pasin, dada nuestra rudimentaria sensualidad?

Sin embargo, la imagen no retrocedi ante mi pensamiento. En qu andara a esas horas? No estara triste, a pesar de la sonrisa [79] con que me haba despedido la noche antes, en el maizal?

Idear una expresin de llanto en su pequeo rostro hecho de alegra, me ech en un repentino enternecimiento.

Chinita, dije casi fuerte, y mord la manijera del rebenque mirando hacia adelante, para abstraerme en otra cosa.

El da se iba preparando hacia el Este con vibracin potente. Mi petizo escarceaba seguido como llamando la madrugada. Ya un pjaro tenda el vuelo sobre la llanura.

Los recuerdos de mis ltimas dos horas en la estancia, parecan empaparse de finura y lejana.

Al da siguiente de mi primer encuentro con Aurora, haba ido a hacer efectiva mi compra, y de vuelta la encontr en el mismo lugar, pero esa vez hosca.

-Genas tardes.

-Genas.

-Estah'enojada?

-No he de estar. Anoche por culpa tuya, he perdido una sortija entre el maz y mam me ha pegao una paliza. [80]

-Quers que la busque? -pregunt, no sin malicia.

-Te acords donde jue?

-Como no me via acordar, preciosa.

-Sonso.

Despus, juntos habamos buscado la pequea joya y habamos encontrado nuestros juegos.

Esa tarde no me haba reido, y al apartarnos, no fui yo quien dijo:

-Maana te espero.

Pobre chinita, aquel maana haba sido nuestro ltimo encuentro.

Distrjome de mis pensamientos la cruzada del ro. Volvi a formarse el remolino y el gritero oscil la tropa asustada, hasta que los primeros novillos se echaron al agua. Llenose de espuma, de risas y roturas, la corriente arisca; salimos a la otra orilla con las cinchas goteando y alguno que otro salpicn en las bombachas.

Sobre la tierra, de pronto oscurecida, asom un sol enorme y sent que era yo un hombre gozoso de vida. Un hombre que tena en s una voluntad, los haberes necesarios del buen gaucho y hasta una chinita querendona que llorara su partida. [81]

- VII -

Con la salida del sol, vino el fresco que nos trajo una alegra vida de traducirse en movimiento. Dejando el ro a nuestras espaldas, cruzamos la rinconada de un potrero para entrar, por una tranquera, al callejn.

En aquel camino, que corra entre sus alambrados como un arroyo entre sus barrancas, el andar de la tropa se hizo tranquilo y el peligro de un desbande ms remoto.

Sujetando mi petizo, me coloqu a una orilla y esper la llegada de Goyo, para dar expansin a mi estado comunicativo.

-Si quers, volvete p'atrs -me dijo.

-Geno.

Sin moverme, dej pasar la tropa. Los novillos caminaban con pausa y sin cansancio. [82] Unos pocos balaban, mirando hacia la estancia. De vez en cuando, una cornada produca un hueco de algunos metros que volva a rellenarse, y la marcha segua pausada, sin cansancio. Al enfrentarme, las bestias hacan una curva a distancia, observndome desconfiadamente. Muchos se detenan, las narices levantadas, olfateando con curiosidad.

Absorto en el movimiento de las paletas fuertes y el cabeceo rtmico, esper a los troperos. El sol matinal, pegando de soslayo en aquellos cuerpos, dorbales el perfil de un trazo angosto y las sombras se estiraban sobre el campo, en desmesurada parodia.

Pronto me vi envuelto en un asalto de bromas.

-'Stan muy amontonaos pa contarlos -rea Pedro Barrales.

-No, si est eligiendo la res pa ponerle el lazo -contestbale Horacio.

-Mozo! -grit Valerio- si se me hace que ya lo veo atravesao sobre del recao y con las nalgas p'arriba pa que lah'alivee el fresco.

-Me estn boliando parao, -retruqu- dejenm siquiera que corra un poco. [83]

La conversacin se haca a gritos, mientras, uno de aqu, otro de all, menudebamos porrazos a los rezagados que marcaban un intento de escapar para la querencia.

-Vez pasada -cont Pedro- cuando juimos de viaje pa Las Heras, te acordah'Oracio?, lo llevbamos de bisoo a Venero Luna. Hubieran visto la bulla que meta este cristiano. Puro floriarse entre el animalaje. Tena una garganta como trompa'e lnea y dele pac, dele pay, les gritaba: Ajuera guay, ajuera guay. Pero, cuando llevbamos cinco das de arreo, al hombre se le jueron bajando los humos. A la llegada, ya casi ni se mova. Era ey, era ey, deca como si estuviese rezando y estaba de flaco y sumido que me daban ganas de atarlo a los tientos.

-S -acentuaba gravemente Valerio-, pa empezar, toditos somos genos.

Y quedaron, un momento, saboreando aquella gloria de sus cuerpos resistentes. Qu nuchacho no ha probado el oficio? Sin embargo, no abundaban los hombres siempre dispuestos a emprender las duras marchas, tanto en invierno como en verano, sufriendo sin [84] quejas ni desmayos la brutalidad del sol, la mojadura de las lluvias, el fro tajeante de las heladas y las cobardas del cansancio.

Asaltado de dudas, repet el decir de Valerio: Pa empezar, toditos somos genos. Me vera yo vencido despus de mi primer ensayo? Eso slo podra decirlo el futuro; por el momento, lejos de arredrarme sent un gran coraje, y tuve la certeza de que me haba de romper el alma, antes que ceder a las fatigas o esquivar algn peligro del arreo.

Tan valiente me juzgu que resolv ensillar, en la primer parada, mi petizo potro y as demostrarme a m mismo la decisin de tomar las cosas de frente. La maana invita con su ejemplo, a una confianza en un inmediato ms alto y yo obedeca tal vez a aquella sugestin.

Mientras iba afirmndome en mi resolucin, vi que llegbamos a un boliche. Era una sola casa de forma alargada. A la derecha, estaba el despacho, pieza abierta amueblada con un par de bancos largos, en los que nos sentamos como golondrinas en un alambre. El pulpero alcanzaba las bebidas por entre una reja de hierro grueso, que lo enjaulaba en su vaso [85] aposento, revestido de estanteras embanderalas de botellas, frascos y tarros de toda laya.

El suelo estaba poblado de cuartos de yerba, damajuanas de vino, barriles de diversas formas, cojinillos, matras, bastos, lazos, y otros artculos usuales. Entre aquel cmulo de bultos, el pulpero se haba hecho un camino, como la hacienda hace una huella, y por el angosto espacio iba y volva trayendo las copas, el tabaco, la yerba o las prendas de ensillar.

Frente al despacho haba un par de columnas de material, sujetando una enramada que una el abrigo de la casa al de un patio de parasos nudosos. Ms lejos se vea la cancha de taba.

Delante de la pulpera, el callejn se agrandaba en amplia bolsa, cosa que volva fcil el cuidado de las tropas.

A eso de las ocho echamos pie a tierra para reponernos con algn alimento.

Empezaba ya a hacer calor y traamos una lasitud de hambre, pues estbamos en movimiento desde haca cinco horas con slo unas mates en el buche.

Horacio y Goyo acomodaron un fogn y prepararon el churrasco. Los dems entraron al despacho, saludaron al pulpero conocido en [86] otros viajes, y pidieron ste una ginebra, aquel un carabanchel.

-Qu vah'a tomar? -me pregunt don Segundo.

-Una caa'e durazno.

-Te vah'a desollar el garguero.

-Deje no ms, Don.

En silencio, vaciamos nuestras copas.

Por turno, un rato ms tarde tumbiamos y yo me ech otra caa al cuerpo.

Repuestos y alegres nos preparamos a seguir viaje. Don Segundo y Valerio mudaron caballo. Valerio ensill un colorado gargantilla que todos lo codiciaban por su pinta vivaracha, la finura de sus patas y manos.

-Qu pingo pa una corrida'e sortija! -deca Pedro Barrales.

-Medio desabordinao no ms - coment Valerio- y capaz de hacerme una travesura cuando lo toque con lah'espuelas.

-Algn da tiene que aprender.

As como hubo concluido de subirlo y lo tocara con las espuelas, vio Valerio que no haba errado. El gargantilla se alz como leche hervida.

Valerio, de cuerpo pequeo y gil, segua a [87] maravilla los lazos de una bellaqueada, sabia en vueltas, sentadas, abalanzos y cimbrones. Su poncho acompasaba el hermoso enojo del bruto, que en cada corcovo luca la esbeltez de un salto de dorado. Sus ijares se encogan temblorosos de vigor. Su cabeza rayaba casi el suelo en signos negativos y su lomo, encorvado, sostena muy arriba la sonriente dominacin del jinete.

Al fin, la mano diestra puso fin a la lucha y Valerio ri jadeante.

-No les dije?

-Hm! -coment Pedro- no es geno darle mucha soga.

-Si lo dejo, de seguro se me hace bellaco.

-Sera pecao... un pingo tan parejo.

Enardecido por el espectculo, alentado por las dos caas que me bailaban en la cabeza, record mi proyecto de haca un rato.

-Quin me da una manito pa ensillar mi potrillo?

-Pa qu?

-Pa subirlo.

-Te vah'acer trillar.

-No le hace. [88]

-Yo te ayudo -dijo Horacio- aunque no sea ms que por tomar caf esta noche en el velorio.

Con risas y al comps de dicharachos agarraron y ensillaron mi petizo, ms pronto de lo que era menester para que yo pensara en mi temeridad. Horacio tom al potrillo de la oreja, le dio unos zamarreones.

-Cuando querrah'ermano.

Con sigilo me acerqu, puse el pie en el estribo y boli la pierna, tratando de no despertar demasiado pronto las cosquillas del cabrunito.

Las bromas me ponan nervioso. Para dnde ira a salir el petizo? Cmo prevendra yo el primer movimiento?

Haba que concluir de una vez y, tomando mi coraje a dos manos, despus de haberme acomodado del modo que juzgu ms eficiente, di la voz de mando.

-Largueln no ms!

El petizo no se movi. Por mi parte, no vea muy claro. Delante mo adivinaba un cogote flacucho, ridculo, un poco torcido. Al mismo tiempo not que mis manos sudaban y tuve miedo de no poderme afirmar en las riendas.

-Pa cundo? -pregunt detrs mo [89] una voz que no supe a quin atribuir.

Como una vergenza, peor que un golpe, sent el ridculo de mi espera y al azar solt por la cabeza del petizo un rebencazo. Experiment un doloroso tirn en las rodillas y desapareci para m toda nocin de equilibrio. Para mal de mis pecados ech el cuerpo hacia adelante y el segundo corcovo me fue anunciado por un golpe seco en las asentaderas, que se prolong al cuerpo en desconcertante sacudimiento. Abr grandes los ojos previendo la cada, y echeme esta vez para atrs, pues haba visto el camino subir hacia m, no encontrando ya con la mirada ni el cogote ni la cabeza del petizo.

Otra y otra vez se repitieron los cimbronazos, que parecan quererme despegar los huesos, pero sintiendo las rodillas firmes y alentado por un aura! de mis compaeros, volv a dar un rebencazo a mi potro. Ms y ms sacudones se siguieron con apuro. Me pareca que ya iban cien y las piernas se me acalambraban. Una rodilla se me zaf de la grupa; me juzgu perdido. El recado desapareci debajo mo. Desesperadamente, vindome [90] suspenso en el vaco, tir un manotn sin rumbo. El golpe me castig el hombro y la

cadera con una violencia que me hizo perder los sentidos. A duras penas, empero, alcanc a ponerme de pie.

-Te has lastimao? -me pregunt Valerio, que no se apart de al lado mo durante mi mala jineteada.

-Nada, hermano, no me he hecho nada -respond, olvidando la deferencia que deba a mi capataz.

A unos treinta metros, don Segundo haba puesto el lazo al fugitivo y corr en su direccin.

-Tnganmelo!

-Pa llorarlo luego al finadito? -ri Goyo.

-No, formal, tnganmelo esa maula que lo vi a hacer sonar a azotes.

-Djelo pa maana -me orden sin bromas Valerio- mire que tenemos que marchar y el trabajo no es divirsin.

-Me parece -dijo don Segundo- que si ste no se sosiega, lo vamoh'a tener que mandar pa la jaula'e las tas.

Horacio me trajo embozalado al petizo de Festal chico. [91]

- VIII -

En la pampa las impresiones son rpidas, espasmdicas, para luego borrarse en la amplitud del ambiente, sin dejar huella. As fue como todos los rostros volvieron a ser impasibles, y as fue tambin, como olvid mi reciente fracaso sin guardar sus naturales sinsabores. El callejn era semejante al callejn anterior, el cielo permaneca tenazmente azul, el aire aunque un poco ms caluroso ola del mismo modo y el tranco de mi petizo era apenas un poco ms vivaracho.

La novillada marchaba bien. Las tropillas que iban delante llamaban siempre con sus cencerros claros. Los balidos de la madrugada haban cesado. El traqueteo de las pesuas, en cambio, pareca ms numeroso y el [92] polvo alzado por millares de patas iba tornndose ms denso y blanco.

Animales y gente se movan como captados por una idea fija: caminar, caminar, caminar.