don carlos. el príncipe de la leyenda negra - moreno espinosa, gerardo

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Memoriasy Biografías

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MARCIAL PONS HISTORIACONSEJO EDITORIAL

Antonio M. BernalPablo Fernández AlbaladejoEloy Fernández ClementeJuan Pablo FusiJosé Luis García DelgadoSantos JuliáRamón ParadaCarlos Pascual del PinoManuel Pérez LedesmaJuan PimentelBorja de RiquerPedro Ruiz TorresRamón Villares

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DON CARLOS

El príncipe de la leyenda negra

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GERARDO MORENO ESPINOSA

DON CARLOS

El príncipe de la leyenda negra

Marcial Pons Historia

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copy-right», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamientoinformático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© Gerardo Moreno Espinosa© Marcial Pons, Ediciones de Historia, S. A.

San Sotero, 6 - 28037 MADRID91 304 33 03

ISBN:

Diseño de la cubierta: Manuel Estrada. Diseño Gráfico

Ilustración de cubierta: Retrato del Infante Don Carlos de Alonso Sánchez Coello.Museo Nacional de Soares dos Reis (Porto). Divisão e Documentação Fotográfica. Instituto Português de Museus.

La reproducción de las fotografías de la Biblioteca Nacional ha sido realizada en ellaboratorio fotográfico de la Biblioteca Nacional.

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A Ignacio Moreno Matanza.Y la luz de sus cenizas.

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En memoria de Manuel García González, archivero de la for-taleza de Simancas en el siglo XIX, sin cuya dedicación vital a lafigura de Carlos de Austria no hubiese sido posible realizar estelibro.

Mi amoroso agradecimiento para Ángela Martín Pérez, com-pañera del tiempo, las alegrías y las tristezas, por su perseveranteayuda, desbordante optimismo e infinita paciencia para soportarmis diatribas históricas.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. LA MALDICIÓN DE LA HISTORIA ........... 13

LIBRO I. VIDA, PRISIÓN Y MUERTE DE CARLOS DE AUSTRIA.................................................................................... 43

El infante, 1545-1560 ....................................................................... 49El príncipe, 1560-1568..................................................................... 71

LIBRO II. UN CRIMEN DE ESTADO............................................. 189

APÉNDICE. EL HOMBRE DE SIMANCAS................................... 365

BIBLIOGRAFÍA .................................................................................... 385

Pág.

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INTRODUCCIÓN

LA MALDICIÓN DE LA HISTORIA

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«Los autores que estaban pagados para escribir á gusto de losreyes, infaman al príncipe, muerto en desgracia de su padre: los dediversos escritos que nada tenían que ver con la historia de aqueltiempo, elogian su valor y sus virtudes. ¿Cuál testimonio debe serreputado por valedero? ¿El de los hombres, cuya obligación eradecir lo que los reyes les ordenaban, ó el de aquellos que discurriansegún su sentir y sin efectos de odio?».

Adolfo de Castro, Historia de los protestantes españoles y de supersecución por Felipe II, libro quinto, Cádiz, Imprenta de la RevistaMédica, 1851, p. 335.

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Hace ya bastante tiempo, una noche de octubre, con la amenazade un invierno prematuro acechando tras los cristales de las venta-nas, tomé la decisión de enfrascarme en el análisis de la voluminosaHistoria crítica de la Inquisición en España, obra de Juan AntonioLlorente, secretario del tribunal eclesiástico en Madrid durantealgunos años del último decenio del siglo XVIII. Por su dedicaciónprofesional es fácil colegir que se trata de un trabajo basado en unrico soporte documental que abarca los orígenes, estructuras, leyes,procedimientos y, por supuesto, distintas tropelías cometidas por elSanto Oficio en el transcurso de varias centurias de persecucióncontra la heterodoxia. Además de fortalecer mi formación pretendíaencontrar un argumento que me sirviese para novelar sobre laintrínseca arbitrariedad de la institución. No era, ni es, un pensa-miento innovador, pero evocar los horrores de los autos de fe, consus castigos mediante el abrazo del garrote y las hogueras de losquemaderos, es un buen ejercicio para captar la disparatada dimen-sión de dios, grabada a sangre y fuego en los seres humanos por laintolerancia religiosa y el absolutismo de las monarquías.

Fue un vano intento y la raíz de un martirio purgado en los labe-rintos de la investigación. En el capítulo titulado «de la causa céle-bre del príncipe de Asturias, don Carlos de Austria», me tropecécon un enjambre de sombras perdidas en mis recuerdos y resurgie-ron en mi mente el espanto de la venerada momia de fray Diego deAlcalá, figuras borrascosas como la princesa de Éboli y AntonioPérez o enarboladas de manera enaltecedora por antiguos resplan-dores patrióticos como el duque de Alba o Juan de Austria, un tro-zo de leyenda negra que historiadores de todas las épocas han mani-pulado hasta la saciedad en unión de diversos dramaturgos,aprovechando la incertidumbre de un fallecimiento o un crimen depalacio que todavía no ha sido esclarecido y forma parte de la con-troversia que suscitan tenebrosos episodios de este país.

Juan Antonio Llorente, sin eufemismos, afirma que «es ciertisi-mo pues que don Carlos de Austria murió en virtud de sentenciaverbal consentida y autorizada por el rey Felipe II, pero no lo esque tuviera intervención el Santo Oficio». Una aseveración tan cate-górica, exonerando de culpa a la Inquisición, pero acusando sinvacilación al monarca del fatal desenlace de su primogénito, me

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causó curiosidad y me adentré en el entramado del relato, pese aque ya estaba advertido de que ninguna intromisión podía atribuír-sele al poder inquisitorial y me apartaba, por tanto, de la justifica-ción de la lectura.

En treinta y cinco páginas, con una innegable erudición quedemuestra sus desvelos por la polémica vida, prisión y muerte delheredero de la Corona, el clérigo riojano, bachiller en leyes por launiversidad de Zaragoza y en cánones por la valenciana —doctora-do en ambos derechos—, se enzarza en un firme alegato contra lite-ratos europeos, tildándoles de creadores de patrañas para manifes-tar rápidamente su afán por salvaguardar la honestidad de Isabel deValois, denostar a Carlos de Austria con un denigrante epíteto yconsiderar al soberano inmerso en perversas características raciona-les. Esta defensa a ultranza de la dignidad de la reina es reiterada enmúltiples ocasiones, pero no resulta demasiado inesperada si sesopesa el espíritu afrancesado del narrador de las líneas que estoycomentando. Juan Antonio Llorente escribe:

«Si cabe disculpa en un padre para la impiedad, la tuvo Felipe II, y solodejo de aprobar su rigor, porque me parece que la naturaleza lo detesta pormás delitos que cometa un hijo, cuando la reclusión perpetua puede excu-sar nuevos crímenes. De positivo tengo por ciertisimo que la España fuefeliz en que muriese aquel monstruo, que algunos escritores inexactos retra-tan como joven amable, fingiendo propiedades que no tuvo, negando lasque de veras tenía, y suponiendo unos amores con su madrastra que solohan existido en la pluma del primer francés que redujo a problema la virtudde una reina cuyo decoro permaneció incorrupto, y cuya vida cesó de unmodo completamente natural, y no con impulso violento del veneno querefieren. Felipe II fue malo, hipócrita, inhumano, cruel a sangre fría y capazde matar a su mujer si le conviniera y tuviese objeto; pero la capacidad noprueba la ejecución sin causa imaginada o real, y ésta no existió en modoalguno: la reina Isabel no la dio, nunca escribió papeles, ni envió recadospor tercera persona; no tuvo a solas conversaciones con D. Carlos».

Con una gran capacidad de síntesis, pero con acotada exigencia,el funcionario inquisitorial sitúa al lector ante los enigmas primor-diales de la semblanza que le ocupa. ¿Cómo era en esencia Carlosde Austria? ¿Cuál el carácter de Felipe II? ¿Había realmente sínto-mas sospechosos para deducir que entre Isabel de Valois y don Car-los hubo algo más que una consolidada amistad, apoyada en susedades similares y la convivencia cotidiana?

Al adentrarse en la conducta del príncipe, el autor que tuvo ladestreza de arrojarme al laberíntico pozo de las indagaciones se

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explaya sobre el talante atroz del infante al mencionar «que degolla-ba por sí mismo los conejos pequeñitos que le llevaban de caza yque exteriorizaba placer en verlos palpitar y morir», para apuntartambién, refiriéndose a etapas ulteriores de su existencia, «que suorgullo era insoportable y trataba mal a sus criados en palabras yobras, amén de destrozar colérico cuanto hallaba o podía tomar entales accesos de furia incontenible». Sin titubeos, Llorente se haceeco de las interpretaciones de los embajadores venecianos Tiepolo,Baodero y Soranzo, que informaban con periodicidad a su repúbli-ca acerca de los acontecimientos de la Corte castellana, en pocoscasos por su experiencia y en muchas oportunidades dejándose lle-var por habladurías ajenas. La veracidad o falsedad de sus comuni-caciones es una materia muy discutida y una enrevesada cuestiónsobre la que es aventurado emitir un juicio de valor.

En su obsesiva tendencia hacia la probidad de doña Isabel pun-tualiza, casi a renglón seguido, que «en ninguna de las Memoriasinéditas que yo he podido adquirir, he hallado el menor indicio depasión amorosa de D. Carlos por la reina, ni fundamento remotisi-mo de la opinión formada por los autores de romances y novelas,que, pasado el tiempo de la verdad, abusaron de la noticia de loacaecido en el año 1558, lo cual es de creer haber ignorado el prín-cipe, siendo incierto cuanto dicen sobre retratos, no pudo enamo-rarse D. Carlos antes de ver a la reina, y no es verosímil sucedieracuando sufría las calenturas cuartanas. Apenas se le cortaron, estan-do aún la reina convaleciente de sus viruelas, el rey envió a D. Car-los a la ciudad de Alcalá de Henares...».

En este texto se riza el rizo de los despropósitos como pudeaveriguar más tarde. Llorente se refiere, al especificar el año 1558,a las conversaciones entre franceses y castellanos que cristalizaronen el tratado de paz de Cateau-Cambrésis. En los preliminares delas negociaciones se llegó a establecer la conveniencia de un matri-monio entre don Carlos y doña Isabel, a la sazón en plena puber-tad, para materializar un acuerdo diferente cuando Felipe II enviu-da por el fallecimiento de María Tudor, reina de Inglaterra, tranceque promovió el cambio de pretendiente al sustituir el monarca asu hijo. Al indicar la presumible ignorancia del príncipe, el canóni-go se remite, claro está, a que no supiese que la nueva esposa de supadre fue su prometida por los tinglados casamenteros que semontaban con frecuencia para concertar la concordia o crear pers-pectivas de incrementar los estados patrimoniales. Llorente incu-rre, por otro lado, en errores banales al afirmar que la boda se cele-

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bró en Toledo cuando ocurrió en Guadalajara, precisar que elinfante fue padrino cuando no asistió por estar enfermo en el alcá-zar toledano, y juzgar, a la ligera, que sus heridas, al caer por lasescaleras del edificio arzobispal de Alcalá de Henares, eran morta-les por afectar a su espinazo. Las descripciones de los doctores Oli-vares y Daza Chacón, que le asistieron en colaboración con distin-tos médicos, se muestran más cautas al calificar la gravedad delgolpe en la cabeza, a pesar de los trastornos que se produjeron enel espacio de varias semanas. Superior fuste tiene, sin embargo, lainsistencia en evitar cualquier suspicacia, por mínima que sea,sobre la reciprocidad mantenida con su madrastra para negar conobstinación que hubiese podido enamorarse por su deficientesalud y el lance de haber sido alejado de la Corte, para afincarse enla población complutense, con el objetivo, un tanto inseguro, deque mejorase de sus periódicos achaques y prosiguiese con susestudios. Su marcha de la residencia palaciega es irrefutable, perodesde el mes de febrero de 1560 hasta octubre de 1561 —datas delencuentro entre los dos adolescentes y la salida hacia Alcalá deHenares— hay nada menos que un paréntesis de año y medio, encuyo periodo, no obstante sus dolencias, que eran de moderadaconsistencia o esporádica duración, vivieron en Toledo y enMadrid, soportando juntos la sobriedad ritual borgoñona. Tenían,además, edades parecidas y es natural que compartiesen instantesde regocijos y aflicciones. Llorente admite a regañadientes, cercadel final de su planteamiento, que convivieron desde la primaverade 1564, fase más extensa que la anterior, que se aproxima a loscuatro años, pero aduce que en estas temporadas el joven teníapredilección por su prima Ana, a quien simplemente había vistopor un retrato, incrustado en una caja de ébano, que llegó a susmanos a mediados de 1565.

Desmentir, con maliciosas maniobras negligentes, que ambos serelacionaron en diferentes ocasiones, así como emplear puerilescoartadas para alejar cualquier vacilación sobre la magnitud de lasafinidades que mantuvieron, no implica, en contrapartida, que sesintiesen arrastrados por un mutuo amor fatídico, versión de litera-tos empeñados en crear dramas insondables. Que don Carlos le col-maba de atenciones es evidente con tan sólo comprobar diversostestimonios:

«Pesó el oro que puso en una sortija de un Rubí, que su Alteza mandódar a la Reina nuestra Sra, tres castellanos» (Contadurías Generales,1.ª Época, Legajo 1.100, Archivo General de Simancas).

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«Dio Su Alteza dos alhombras de oro y seda a la Reina nuestra Señora»(Contadurías Generales, 1.ª Época, Legajo 1.053, Archivo General de

Simancas).«A Gerónimo de Salamanca 1.900 ducados que se había obligado a

pagar Su Alteza a César Gambar o Gaubar en 10 de Julio, por razón deciertas cosas que Su Alteza mandó comprar, es a saber: un arca y un reta-blo que mandó dar a la Reina nuestra Señora» (Contadurías Generales,1.ª Época, Legajo 1.070, Archivo General de Simancas).

Estas tres pruebas, entresacadas de un abundante número deellas, demuestran una vinculación que no es necesario ratificar conmás énfasis, aunque su generosidad abarcase a seres alejados delentorno áulico, llegando a satisfacer los gastos derivados del cuidadoy manutención de niños desamparados. Que Isabel de Valois hubiesesido la prometida del príncipe no tiene gran significación, pero sí esrelevante que entre los papeles de don Carlos figurase en primerlugar el nombre de la reina en una lista de personas respetadas den-tro de su esfera de convivencia. No es, por consiguiente, descabella-do pensar que le atraía, ni una elucubración tendenciosa juzgar queestuviese enamorado y que fructificase una respuesta con mero estiloafectivo. Brantôme, De Thou, Du Prat, Prescott, Hume y destacadoshistoriadores reinciden en ello, si bien esto, como tantas cosas deesta patética intriga, quede envuelto en el mundo de las conjeturas.Que los dos pereciesen de forma extraña, separadas ambas defuncio-nes por un corto intervalo de meses, no deja de ser sorprendente, talvez una dramática casualidad del destino, aun cuando la circunstan-cia avivase los ánimos maliciosos y diese pie para denigrar aFelipe II, acusándole de que instigó sus muertes, en exaltados libelosde virulentas pasiones que tienen exiguos cimientos.

Llegado a este punto, matizadas algunas facetas de la monogra-fía de Llorente, me doy cuenta de lo difícil que puede resultar paracualquier lector, ajeno al drama, percatarse de la dimensión de lascontingencias que ocurrieron hace ya más de cuatro centurias y locomplicado que es sintetizar unos fastos repletos de complejidades.Si nada hay probado, ni descartado, en los supuestos amores de losdos jóvenes, algo análogo ocurre con los impenetrables móviles quefavorecieron una dura oposición entre el soberano y su primogéni-to en el marco del reconcomio y una antipatía recíproca que rayabaen los límites del odio. Cabe recordar, al respecto, que entre lospliegos ya aludidos, que le requisaron la noche de su confinamien-to, la lista en cuestión —amigos y adversarios en franca contraposi-ción— traslucía también el nombre de su progenitor, encabezando

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el registro de los hombres y mujeres a quienes detestaba. A losenigmas declarados en párrafos precedentes hay que unir la intrigasobre los motivos que tuvo Felipe II para encerrar a su descendien-te en un torreón de alcázar de Madrid, las persistentes dudas de sise instruyó o no un proceso y, a la postre, ejecutarle o dejarle fene-cer para apartarle de la herencia que le otorgaría, tarde o tempra-no, el poder más influyente de la cristiandad. El misterioso veloque esconde las razones de la prisión, la posible realidad de un jui-cio criminal, jamás revelado, y el fallecimiento casual o el crimenestán sin plegar y sin demostrar las imputaciones vertidas por sufalta de fervor católico, tendencias luteranas o connivencia con losrebeldes que, aliados contra la hegemonía hispánica, provocaronuna sangrienta revuelta durante años. El manto de la sinrazónencubre sus armas entre montones de volúmenes archivados eninstituciones tanto nacionales como extranjeras, protegiendo unacalculada ambigüedad que pervive todavía en la correspondenciasostenida por Felipe II con dignatarios y cancillerías, cuidando dejustificar, de algún modo, la reclusión que preludiaría el deceso. Enpocas peripecias de la Edad Moderna hay semejante profusión defuentes que se pueden consultar y probablemente en ningún otrolugar de las crónicas impera la fascinación de un enigma que seoculta a la investigación exhaustiva.

El secretario del Santo Oficio, a quien por el escándalo que pro-vocó su libro le fueron retiradas las licencias de confesar y predicar,difundió su obra más sobresaliente mientras residía en Francia, encuatro tomos publicados en 1817-1818 (la edición española seremonta a 1822), y murió en Madrid el 5 de febrero de 1823, ape-nas un mes y medio después de regresar a su patria, expulsado delpaís vecino y sumido en la miseria. Su concisa dedicación al prínci-pe de Asturias, se apuntala en la particularidad de que él no escribenada de los sucesos políticos de España, sino de la Inquisición. Suelaboración se apoya en fuentes muy antiguas, Atanasio Kirker,Fabián Estrada, Vander-Hammen y por ende en Luis Cabrera deCórdoba, aunque se capta fácilmente que pudo revisar textos anó-nimos, desaparecidos para la reciente historiografía. Su hostilidadhacia Felipe II, al ser extensible a don Carlos, le depara grados deobjetividad, pero, como tantos otros, no es capaz de descifrar cuálesfueron las motivaciones de la discordia antes de que se desencade-nara el paso encaminado a la tragedia, limitándose a relatar unaserie de episodios relacionados con las actitudes del sucesor de laCorona, como las porfías, puñal en mano, contra el duque de Alba

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o el inquisidor general, los altercados con sus criados y sus correríasnocturnas por los prostíbulos de la ciudad.

A la retahíla de tales incidentes, repetidos hasta la saciedad porparabolanos que han tenido la osadía de revolver en el baúl delpasado con la mezquindad de la ofuscación ideológica, se une unaostensible inclinación a considerar confirmadas sus pretendidas vin-culaciones con los instigadores de la sublevación de los PaísesBajos. Llorente dice al respecto:

«Vinieron a Madrid el marqués de Berg y el barón de Montigni, comodiputados de las provincias flamencas, con permiso de la princesa Margari-ta de Austria, duquesa de Parma (hermana ilegítima del rey y gobernadorade los Países Bajos), para arreglar los puntos que habían ocasionado turba-ciones públicas sobre el establecimiento del tribunal de Inquisición y otrosobjetos. Vieron en D. Carlos los proyectos indicados, y los fomentaronofreciéndose a dar auxilios para el viaje de Alemania, cuyas inteligenciassecretas se tenían por medio de Mr. de Vendomes, gentilhombre de lacámara regia, cómplice de la conspiración en la cual se prometió al prínci-pe declararlo jefe soberano de los Países Bajos, excluyendo del gobiernocivil a la princesa Margarita y del militar al duque de Alba y estableciendolibertad individual sobre opiniones religiosas. Gregorio Leti publicó unacarta de D. Carlos al conde de Egmont, hallada entre los papeles delduque de Alba, quién hizo cortar la cabeza en Flandes al dicho conde y alde Horne, y no al príncipe de Orange porque huyó, lo cual sucedió mien-tras en España se procuraba lo mismo por medios más disimulados, en dosdistintos castillos, al marqués de Berg y al barón de Montigni».

Las aserciones del canónigo riojano tienen limitado equilibrio,ya que no existen fundamentos que asocien al príncipe con lanobleza en una conjura, si bien es presumible que atine al sopesarque planeaba, de manera poco lúcida, una huida hacia Alemaniapara situarse lejos de la férula paterna y bajo la protección de Maxi-miliano II y su tía doña María. Pensar que deseaba llegar a Bruselas,la capital de Brabante, como proponen ciertos cronistas, para enca-bezar una insurrección, es un desatino, teniendo presente que Mar-garita de Parma tenía sofocado el alzamiento y contaba, además,con la presencia del duque de Alba y los temidos tercios que yahabían capturado a los principales cabecillas de la revuelta. Tam-bién resulta singular la mención del mensaje dirigido por don Car-los al conde de Egmont y cuya divulgación atribuye al milanés Gre-gorio Leti, problemático individuo distinguido por su acérrimoanticatolicismo y libertinaje intelectual, impregnado de cinismo, quele condujo a fuertes disputas con sus correligionarios calvinistas.

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Desconozco si las publicaciones de este literato de la segunda mitaddel siglo XVII han sido traducidas al castellano y no he podidoencontrar ediciones vernáculas en los organismos culturales de estepaís para enterarme del valor del dudoso escrito, dado que el laco-nismo de Llorente al respecto nada aclara ni encierra una recrimina-ción de entendimiento con los confabulados.

La detención, ocurrida el 18 de enero de 1568, está, por el con-trario, reflejada en diversas fuentes. El sacerdote riojano acoge, sinel menor asomo de inseguridad, el relato de un ujier de cámara querefiere el apresamiento y el altercado originado en el convento delos jerónimos, al no conseguir la absolución para comulgar y ganarel santo jubileo decretado por el pontífice romano Pío V. Este anó-nimo abunda en detalles tan íntimos que levanta suspicacias de queesté adornado con dosis de imaginación. Como su descripción no esmuy larga me tomo la libertad de su reproducción para permitiruna libre opinión sobre su contenido y conocer dos lances trascen-dentes:

«Había muchos días que el príncipe, nuestro señor, andaba inquietosin poder sosegar, y decía que había de matar a un hombre con quién esta-ba mal, y de ello dio parte a D. Juan de Austria, no declarando la persona.S. M. se fue al Escorial, y de allí llamó a D. Juan. No se sabe qué trataron;créese que fue de la plática, y que D. Juan le descubrió todo lo que sabía.Luego envió al rey por la posta a llamar al doctor Velasco, y consultó conél el negocio y las obras del Escorial, y para todo dio orden, porque dijo novolvería tan presto. En esto vino el santo jubileo que todos ganábamos porPascua, y el príncipe se fue a San Jerónimo, sábado en la noche, y yo eraaquella noche de guarda. Y confesándose, el confesor no le quiso absolverpor su mala intención. Fuese con otro confesor, y tampoco le quiso absol-ver, y díjole el príncipe: Presto determináis. Y el fraile le respondió: Con-súltelo V. A. con letrados. Y esto era a las ocho de la noche, y luego enviósu coche por los teólogos de Atocha, y vinieron catorce frailes dos a dos, yluego mandó viniésemos a Madrid por Alvarado el agustiniano, y por eltrinitario, y con cada uno disputó el príncipe, y él porfiaba que le absolvie-sen; pero que, hasta que matase a un hombre, había de estar mal con él. Ycomo todos decían que no podían, trató de que, para cumplir con las gen-tes, le diesen una hostia sin consagrar en comunión. Aquí todos los teólo-gos se alborotaron, porque pasaron otras cosas muy hondas que no sonpara decir. Y como todos estábamos así y el negocio iba tan mal, el priorde Atocha apartó al príncipe, y con maña comenzóle a confesar y pregun-tar qué calidad tenía el hombre que quería matar, y él decía que era demucha calidad; más no había cómo sacarle de aquí; pero el prior le engañódiciendo: Señor, diga el hombre que es, que será posible poder dispensarconforme a la satisfacción que V. A. puede tomar. Y entonces el príncipe

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dijo que era el rey su padre con quién estaba mal, y le había de matar. Elprior con mucho sosiego le dijo: ¿Vuestra Alteza por sí solo le ha de matar,o de quién se piensa ayudar? Al fin él se quedó sin absolución y sin ganarel jubileo por pertinaz. Y acabóse esto a las dos de la noche, y salierontodos los frailes muy tristes y más su confesor. A otro día vinimos a pala-cio, y a S. M. se hizo saber en el Escorial lo que pasaba.

Su Majestad vino a Madrid el sábado y salió al otro día a misa en públi-co con el príncipe y los príncipes; D. Juan fue triste a ver al príncipe aqueldía; el príncipe mandó cerrar las puertas y le preguntó qué había pasadocon su padre, y D. Juan dijo que había tratado de las galeras. Apretólemucho el príncipe, y como D. Juan no le decía más, empuñó la espada elpríncipe. D. Juan se retrajo hacia la puerta, y hallándola cerrada, empuñótambién su espada, diciendo al príncipe: Téngase Vuestra Alteza. Y oyén-dole los de fuera, abrieron las puertas, y fuese D. Juan a su casa. El prínci-pe se acostó y se sintió malo hasta las seis de la tarde, y en aquella hora selevantó con una ropa larga, y no había comido en todo el día. A las ochocenó un capón cocido, y acostóse a las nueve y media; yo era de guarda, ycené esta noche en palacio.

A las once vi bajar a S. M. por la escalera con el duque de Feria y elprior y el teniente de la guarda y doce guardas, y el rey venía armado deba-jo y con su casco, y tomó luego mi puerta, y mandáronme cerrar y que noabriese a nadie. Llegaron a la cámara del príncipe, y cuando él dijo:¿Quién está ahí? ya los caballeros habían llegado a su cabecera y le habíanquitado espada y daga, y el duque de Feria un arcabuz que tenía cargadocon dos balas, y a las voces que daba dijeron: El Consejo de Estado queestá aquí. Y queriendo el príncipe valerse de las armas, y saltando de lacama, entró el rey, y le dijo el príncipe: ¿Qué me quiere V. M.? Y el rey lerespondió: Ahora lo veréis. Y luego comenzaron a clavar las puertas y ven-tanas, y le dijo el rey que estuviese quieto en aquella pieza, y no saliese deella hasta que se le mandase otra cosa, y llamó al duque de Feria, y le dijo:Yo os doy a cargo al príncipe para que le tengáis y guardéis. Y a Luis Qui-jada, y al conde de Lerma, y a D. Rodrigo de Mendoza dijo: Yo os encargoque sirváis y regaléis al príncipe, con tal que no hagáis cosa que él mandesin que yo lo sepa primero. Y mando que todos lo guarden con gran leal-tad, so pena que os daré por traidores. Aquí empezó el príncipe a dargrandes voces, diciendo: Máteme V. M. y no me prenda, porque es grandeescándalo para el reino, y si no yo me mataré. A lo cual respondió el reyque no lo hiciese, pues era cosa de locos. El príncipe replicó: No lo harécomo loco, sino como desesperado, pues V. M. me trata mal. Y pasaronotras muchas razones, y ninguna se acabó por no ser el lugar ni tiempopara ello.

S. M. salió y el duque tomó las llaves de las puertas, y echó fuera atodos los ayudas y todos los demás criados del príncipe, pues no quedóninguno. Y por el retrete puso cuatro monteros, cuatro alabarderos, lostres españoles y cuatro alemanes y su teniente. Y fue luego por la puerta

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donde yo estaba, y puso otros cuatro monteros y otra tanta guarda, y a míme dijo que me fuese. Luego tomaron al príncipe todas las llaves de susescritorios y cofres, y el rey los hizo subir arriba y echaron fuera las camasde los ayudas. El duque de Feria, y el conde de Lerma, y D. Rodrigo, levelaron esta noche, y las demás en adelante le velaron dos caballeros deseis en seis horas, digo, de los que tienen esto a cargo, que son siete entretodos, a saber: el duque de Feria, y Rui Gómez, el prior D. Antonio deToledo, y Luis Quijada, el conde de Lerma, D. Fadrique y D. Juan Velas-co, y éstos no meten allá armas. Los guardas no dejan a ninguno de noso-tros asomar allá de día ni de noche. Dos de la cámara ponen la mesa, y losmayordomos salen al patio por la comida. No hay cuchillo: todo va parti-do. No le dicen misa, ni la ha oído desde que está preso».

La prolija descripción del enigmático criado, muy apreciada porcronistas antiguos y modernos, ofrece, si se analiza con meticulosi-dad, signos inequívocos de que está adulterada por su fantasía.Cualquier persona prudente desconfiaría de que el ujier hubiesepodido escuchar la conversación entablada con Juan de Tovar,prior del convento de Atocha, máxime cuando el dominico apartóa don Carlos para interrogarle con maña, según especifica el pro-pio asistente. O nuestro guardián disponía de una enorme capaci-dad auditiva o su versión del diálogo en que el príncipe confiesa eldeseo de matar a su padre es una pura entelequia. Este escepticis-mo —casi racional certeza de que es una mera invención— se haceextensible al encuentro que sostuvo con Juan de Austria tras cerrarlas puertas. El aislamiento hace difícil, por no decir imposible, quese oyesen sus palabras cuando don Carlos solicitaba ayuda para sufuga sin lograr que su tío se definiese positivamente. Y lo mismoocurre con las vicisitudes acaecidas al detenerle en su cámara,puesto que se ignora si el aviso dado para que no se abriese a nadieimplicaba la permanencia en el interior de los aposentos del privi-legiado observador o, como parece más normal, se quedase custo-diando la entrada en los pasillos exteriores de los recintos privados.En realidad muchas memorias anónimas han sido refrendadascomo verdades y otras menoscabadas u olvidadas por el maniqueís-mo de los historiadores.

De cualquier forma, anécdotas aparte, el hecho básico es que losmóviles que indujeron al monarca para privar de la libertad a suvástago no han sido divulgados con testimonios categóricos y tam-poco se sabe si fue juzgado en secreto o si permaneció encerrado enespera de que se produjese un funesto desenlace. Llorente no corro-bora que se incoase un proceso en regla, que hubiera tenido la lógi-

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ca repercusión pública, pero sí determina que se instituyó una juntapara entender de la causa, que fueron examinados testigos antePedro del Hoyo, y que los miembros del comité fueron el cardenalDiego de Espinosa, inquisidor general y consejero de Estado; RuyGómez de Silva, príncipe de Éboli, mayordomo mayor y sumiller decorps; además de Briviesca de Muñatones, consejero de Castilla yde la real cámara, que, por su cultura jurídica, fue el encargado dedirigir las pesquisas bajo la presidencia del rey. Nada hay compro-bado sobre sus actividades, ni tan siquiera vestigios probatorios desu constitución, pero, pese a ello, sin apoyo solvente, Llorenteremata su hipótesis, basada en Cabrera de Córdoba, de la siguientemanera:

«El proceso formado por D. Diego Briviesca de Muñatones estaba yasustanciado en Julio, de modo que se pudiera pronunciar sentencia, casode ser en sumario, sin audiencia confesión, ni defensas del reo, pues no lle-gó el caso de notificar al príncipe ninguna providencia judicial. Solamentehabía declaraciones de testigos, cartas y otros papeles. Por lo resultante deautos, no podía menos de condenarse a Carlos a la pena de muerte, con-forme a las leyes del reino, porque constaban plenamente los crímenes delesa majestad en primero y segundo capítulo, ya por los propósitos y cona-tos de parricidio, ya por la conspiración para usurpar la soberanía de Flan-des, aun a costa de guerras civiles. El licenciado Muñatones informó al reylo que resultaba de autos y las penas que las leyes prescribían contra otrosreos de aquellos delitos; pero añadía que las circunstancias particulares delas personas y del caso podían excitar a S. M. a usar de su poder soberano,ya para declarar que las leyes generales no hablan de los hijos primogénitosde los reyes, por estar sujetos ellos a otras leyes más elevadas de política derazón de Estado, y del bien público, ya para dispensar por utilidad comúnla pena de cualquier ley.

El cardenal Espinosa y el príncipe de Éboli dijeron que se conforma-ban con el dictamen del consejero Muñatones, y Felipe II dijo que su cora-zón le dictaba la dispensa de la ley; pero que su conciencia no se lo permi-tía, porque no esperaba que fuese para bien alguno de la España, y por elcontrario creía que la mayor calamidad del reino sería tener un monarcasin instrucción, talento, juicio ni virtud, lleno de vicios y pasiones, especial-mente las de cólera y ferocidad sanguinaria; por lo cual, a pesar del amorpaternal y de la violencia que le costaba un sacrificio tan terrible, conside-raba forzoso el hacerlo si se proseguía el proceso en regla; pero atento queel estado de la salud de su hijo era tan infeliz que se debía esperar su muer-te natural por efecto de sus desarreglos, consideraba por menos mal des-cuidar un poco la curación, condescendiendo a cuantos apetitos tuviera elenfermo, pues, atendido el desorden de las ideas de su hijo, bastaría esopara su muerte, y sólo fijaba la consideración en que se trabajase para per-

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suadirle que se moriría sin remedio, a fin de que a lo menos se confesara yse pusiera en carrera de salvación eterna, puesto esto era el mayor testimo-nio de verdadero amor que podía dar a su hijo y a la nación española.

Esta resolución del rey no consta en el proceso, en el cual no llegó elcaso de escribirse, ni firmarse sentencia ninguna, y sí solo una nota en queel secretario Pedro de Hoyo certifica que teniendo la causa el referido esta-do, murió el príncipe de enfermedad natural, por lo que no llegó a senten-ciarse».

La alusión a la supuesta junta, como ya he consignado, dimanade los trabajos desarrollados por Cabrera de Córdoba (1559-1623),en su voluminosa crónica del reinado, mientras la opinión de quemurió por orden paterna se basa, según Llorente, «en otros papelescoetáneos de apuntamientos de cosas raras del tiempo, que aunqueno sean auténticos, merecen crédito por ser de personas empleadasen el palacio real, y confrontar mucho su narración con la de algu-nos escritores públicos que indicaron bastante un asunto tan delica-do, a pesar de que lo quisieron disimular». El secretario no vuelve atantear las fuentes de «los papeles con apuntamientos de cosasraras» en que funda la drástica decisión, y fundamenta su débilargumentación en los comentarios perpetrados por cronistas comoLorenzo Vander Hammen, Fabián Estrada y el propio Cabrera,quienes, en síntesis, sin excesivos pormenores ni claridad en laexposición, manifiestan que «se purgó al príncipe sin buen efecto,mas no sin orden ni licencia, y pareció luego mortal el mal», expre-siones uniformes y que no enredan al soberano en el impulso deenvenenar a su sucesor, ni determinan que la purga fuese un líquidoponzoñoso. Simples precauciones de seguridad personal, el rigor dela censura, que jamás hubiese permitido una acusación impresa desemejante calibre, y la fidelidad a la autoridad regia son factoresmás que relevantes para comprender los escrúpulos de los autoresantedichos que, apoyados por estas premisas, hacen que la aserciónde Llorente pierda fiabilidad.

Tras exagerar los episodios de su agonía y fallecimiento convariadas pinceladas sobre las inevitables muestras de arrepenti-miento y reconciliación con dios, confesando y comulgando comodevoto católico, siguiendo las afanosas versiones oficiales propa-ladas para justificar la salvación del alma, pero sin más elementosconsistentes, que no son fáciles de obtener debido al cerco decautividad — se recalca que otorgó un nuevo testamento quejamás ha sido hallado—, Juan Antonio Llorente concluye su laborreplegándose a su preocupación por la honestidad de Isabel de

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Valois y mencionando el paradero del sumario instruido contraCarlos de Austria:

«El citado Juan López del Hoyo publicó en 1569 una relación exactade la enfermedad y muerte de la reina Isabel, y parecen incompatiblesalgunas circunstancias con las de haber muerto envenenada. El príncipe deOrange se dejó llevar de la pasión de odio y venganza, y no hace fe cuandono se descubre objeto ni motivo del crimen, y por el contrario había inte-rés en esperar el parto. Los otros escritores, dando por supuesto el delito,discurrieron sobre la causa, y no faltó novelista que creyó hallarla en losfingidos amores de D. Carlos, de quien hay demostración histórica que nolos pudo tener hasta después de 1564, de vuelta de Alcalá, y entoncesanheló con ansia el casamiento con su prima, Dña. Ana de Austria, la cualpor último vino a ser cuarta esposa de Felipe II y madre del sucesorFelipe III, pues parecía suerte de aquel monarca tomar por mujeres lasdestinadas a su hijo.

Últimamente, deseoso Felipe II de conservar memoria de la justifica-ción con que había procedido en la causa de su hijo, mandó custodiar suproceso junto con el original y la traducción del otro antiguo barcelonéshecho a D. Carlos, príncipe de Viana y de Gerona. Consta que D. Francis-co de Mora, marqués de Castel-Rodrigo y confidente del rey después de lamuerte de Rui Gómez de Silva, puso los tres procesos en un cofrecito ver-de, año 1592, y que después el rey lo envió cerrado y sin llave al archivoreal de Simancas, donde debe permanecer, si no se llevó a París (como sedivulgó en España) por orden del emperador Napoleón».

Como es fácil deducir, la explicación de la enfermedad y defun-ción de la reina nace de la colaboración de un servidor del poder,esmerada en sus prolijos detalles de las exequias, pero sin validezfrente a la etiología del deceso, ocasionado, al parecer, por un abor-to prematuro y la impericia de los médicos. Y sobre la pieza clavede la causa, debo puntualizar que es indefectible que Felipe II nodesease dejar pruebas que, de haber existido, pudieron ser quema-das cuando su naturaleza ya estaba quebrantada. El cofre verde,que los empleados simanquinos no podían tocar bajo amenaza depena de muerte, según la tradición, fue encontrado y abierto por elgeneral Kellermann, durante la guerra de la independencia, paraponer al descubierto el juicio criminal substanciado contra RodrigoCalderón, marqués de Siete Iglesias, que fue condenado y ejecutadoen el cadalso en 1621.

* * *

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La curiosidad alentada por Llorente me lanzó por los vericuetosde la bibliografía sobre Felipe II y me dispuse, con buena dosis depaciencia, al ingente cometido de revisar volúmenes escritos endiversas épocas por una variopinta gama de creadores a la vez quehurgaba en el entramado de distintos organismos en busca de ante-cedentes desconocidos para los lectores atraídos por el pasado. Pue-do asegurar que he leído decenas de textos que no han llegado a serimpresos, que dispongo de numerosos ejemplares publicados y quehe tenido la dedicación provechosa de fotocopiar las ediciones anti-guas, que no han sido reeditadas, y los folios más atractivos de loslegajos, casi ilegibles, que se almacenan en centros culturales como laBiblioteca Nacional, la Academia de la Historia, el Archivo Históri-co Nacional o el de Simancas, entre diferentes instituciones menosdestacadas en el ámbito de los depósitos documentales de este país.

Desde un principio, para evitar verme envuelto en una inextrica-ble maraña que dificultase la tarea, me propuse un programa deparcelación temática basado en resaltar cuáles fueron y son los enig-mas más importantes surgidos en torno a Carlos de Austria, paralograr más adelante repasar y contrastar los criterios de los hombresy mujeres que han intentado esclarecer su controvertida idiosincra-sia y el despliegue de su vida.

Ha sido, lo es todavía, una ardua ocupación que conduce aldesánimo, la desorientación y la perplejidad, tras comprobar lasconsecuencias que tienen las obcecaciones ideológicas, religiosas opolíticas, y la confusión que se origina al relatar los investigadoresexclusivamente las incidencias que les agradan con descarado parti-dismo. No se trata de una interpretación sesgada, sino, en la mayo-ría de los casos, de una malévola arbitrariedad o, como mínimo, deuna ambigüedad calculada que no distorsione el tinglado oficiosomontado con perseverancia.

Expuestos estos matices, admitiendo que la objetividad es inal-canzable, aunque se juzgue con moderación, creo llegado elmomento de realzar las incógnitas nacidas al socaire de las descrip-ciones de Llorente y demás cronistas que he examinado en el trans-curso de mis farragosas lecturas. Sin agotar la trama, pues cabe enu-merar más interrogantes, es indispensable considerar siete trazos alesbozar el argumento y que, en gran medida, ya han sido precisadosen este capítulo: ¿Cómo era el carácter de don Carlos? ¿Y la hondaindividualidad de Felipe II? ¿Qué razones promovieron recelos,porfías y hasta aborrecimiento recíproco entre padre e hijo? ¿Quécaracterísticas pudieron tener las relaciones entre Carlos de Austria

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e Isabel de Valois? ¿Cuáles fueron los móviles que tuvo el rey paradetener y recluir a su descendiente? ¿Hubo realmente un procesocriminal? ¿Cuándo y cómo murió el heredero de la Corona?

La tendencia que ya he criticado, instaurada por la hegemoníadel poder imperante, se produce a lo largo y ancho de los discursosque abarcan los años de vida de don Carlos —las siete preguntas seirán desgranando de modo paulatino en la progresión del libro— ypara no hacer un planteamiento demasiado extenso voy a referirmea determinados enunciados vertidos, principalmente coincidentescon su etapa de crecimiento, para que el lector atento pueda captarque mi estimación no es fruto del albedrío. Hay que repasar conprimor qué cuentan estos ínclitos indagadores con respecto al naci-miento y morfología del único vástago de Felipe II y María de Por-tugal, si bien no voy a divulgar ni sus nombres ni sus obras, dadoque no impera en mi ánimo la menor predisposición a la polémicani interés en personificar sus vituperios.

Un profesional, célebre por su fervor patriótico, escribe: «DonCarlos nació y creció deforme, retorcido y enano», además de ase-gurar que «sufrió agudamente de afasia y amnesia» y abordar tam-bién los trastornos de algunos antepasados aludiendo “que la reinaIsabel de Portugal, madre de Isabel la Católica y tatarabuela de donCarlos tuvo que pasar la época final de su vida encerrada en un con-vento por su alienación y el emperador Maximiliano, abuelo de Car-los V, demostraba tendencias macabras hablando por la noche consu futuro ataúd». Es increíble que este historiador no haga constarel encierro en Tordesillas de Juana la Loca y crea perplejidad que,para distinguir aún más sus tendenciosas elucubraciones sobreMaximiliano I (1459-1519), olvide exponer que las tenebrosas afi-ciones se consumaban con la cláusula testamentaria de que le ente-rrasen con los calzoncillos puestos.

Un autor contemporáneo, catedrático por más señas, en unabreve biografía del rey prudente, afirma: «El desventurado herede-ro mostró ya desde su nacimiento rasgos de debilidad física y psí-quica. Su frágil cuerpo apenas podía sostener su desproporcionadacabeza; era además tartamudo y aquejado de frecuentes fiebres».Este escritor, para rematar la fragilidad del infante, adornada conuna testa descomunal, no se recata en censurar, proyectándose haciauna época más avanzada, «que se acentuaban los síntomas de sudemencia, manifiesta en extravíos sexuales y en sadismo». Desco-nozco en qué fuentes ha bebido el redactor de estas líneas para sus-tentar, con estilo tan incisivo, que el príncipe podía ser homosexual

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o un sádico, salvo que tuviese facultades supranormales y hubieseintuido el contenido del volumen de ficción elaborado por GuillemViladot (1995) y en cuyas páginas se vierten, entre patéticas y des-lenguadas procacidades, un sinfín de escabrosas escenas entre elbufón Pedrillo (Pedro Laína de Torrebermeja y Negrete de Casaldá-guila) y su amo.

Un biógrafo, en un tomo dedicado a un dignatario encumbra-do, asevera: «Este desbarajuste en la pronunciación, una mezcla detartamudez y de inseguridad verbal, obligaba a sus interlocutores aexteriorizar la más sincera desaprobación y acaso, y sin miramien-tos, dar rienda suelta a la risa. La única verdad era que el primogé-nito del rey arrastraba estos conflictos orgánicos desde su niñez,cuando en la frontera de los cuatro años de edad, y ante la incapa-cidad para pronunciar con claridad sus primeras palabras, un ciru-jano le cortó el frenillo de la lengua. Pero jamás dejó de tartamu-dear. La articulación titubeante de las palabras no era un motivoexclusivamente bucal: el trastorno principal era mental, en las áreasmás profundas del cerebro, un lugar donde tenía muchos desequi-librios congénitos, algunos muy semejantes a la epilepsia y otros aldesorden de la esquizofrenia. El príncipe Carlos era una verdaderacalamidad que navegaba en medio de continuas reacciones para-noicas...».

Conociendo su propensión irascible es dudoso que alguien seatreviese a esbozar una sonrisa maliciosa en su presencia, pero mástorpe resulta mantener que un cirujano le cortase el frenillo de lalengua a tan corta edad. Esta intervención, atribuible al barberoRuy Díaz de Quintanilla, que recibió en pago 1.100 reales, se realizócuando Carlos de Austria superaba los veinte años. Las acusacionesde epilepsia, paranoia y esquizofrenia, un difícil conjunto de anoma-lías o taras mentales reunidas en un solo ser humano, se colmaban,ya en el desprestigio sin sentido, cuando se expresa sobre la crianzamaterna de los niños: «Las mujeres de la elite no aprobaban para símismas la imagen degradante de las plebeyas, acostumbradas éstas aofrecer sus mamas a sus niños que, en muchos casos, lactaban hastalos dos o tres años de edad. Esta prolongación tan exagerada oca-sionaba accidentes por mordeduras en los pezones, con el graveriesgo de infecciones mamarias en ocasiones fatales. No extrañaba,por tanto, aquel rumor que se extendió por la corte, y según el cualuna nodriza del príncipe Carlos había fallecido a causa de una gan-grena en sus mamas, después de sufrir las mordeduras caprichosasde aquel estúpido y vengativo niño».

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Con sinceridad manifiesto que me parece inverosímil que cual-quier persona circunspecta pueda conferir a un lactante el templenecesario para congregar peculiaridades estúpidas, caprichosas yhasta vengativas por el simple acto de amamantarse, a pesar de queante similares despropósitos ya estoy vacunado para el espanto. Queel recién nacido tuvo entorpecimientos al comenzar su alimenta-ción, porque mordía los pechos de sus criadoras, es verídico, peroignoro cómo se ha enterado este literato del fatídico acontecimientode que una de ellas pudiera morir de gangrena.

Un cuarto narrador, sacerdote de origen riojano, tampoco esmuy piadoso con la criatura en múltiples párrafos de su amplio tra-bajo, en general bien instruido, pero con ferviente devoción hacia elsoberano: «El niño nació canijo, pequeño y desvalido; acaso ledeformaron el cráneo las manipulaciones del trabajoso parto, y que-dó con poco aspecto de viabilidad; pero nació y vivió». Al remitirsea la consanguinidad de sus progenitores, primos carnales por ramaspaterna y materna, subraya: «Y así se vio que el único fruto de estedesgraciado enlace fue el príncipe don Carlos, a todas luces anor-mal y degenerado, cuyo nacimiento costó la vida a la madre». Másadelante, al hablar del bautizo, dice: «Tuvo lugar el bautizo eldomingo 2 de agosto, en la iglesia del Rosario. Y aunque se dice queera raquítico y canijo, de miembros atrofiados y un tanto contrahe-cho, y de cabeza gruesa y disforme, con unos ojillos tristes bajo unafrente abultada, es lo cierto que Francisco de los Cobos, secretariode estado, dice al escribir al emperador: Está muy bueno y cada díava mejorando; plegue a Dios lo guarde, que está tan bonito que esplacer verle». Estas informaciones facilitadas a Carlos V en el planoanecdótico, no satisfacen a este ampuloso cronista que se apresura abuscar absurdas excusas: «¿Lo decía por adulación, o era verdadaparente? Pues al estar fajado y no aparecer más que la cabeza podíanequivocarse los hombres y ser verdad ambas cosas».

Este autor, empecinado en crear una turbia leyenda del conti-nuador de la dinastía para salvaguardar la reputación del rey, en elcolmo de la aberración partidista, añade: «Aquí es lugar de consig-nar que la reina doña Catalina [la hermana de Carlos V] fue de trá-gica suerte en los hijos: el primero, don Juan, heredero del trono,muere poco más de un año después de casarse con la hermana deFelipe II; poco después su viuda da a luz a su sucesor, el excéntricoy desgraciado don Sebastián, mientras María pare a nuestro Carlos,probablemente loco del todo. Nada tiene, pues, de particular, senta-dos estos precedentes, que el príncipe don Carlos naciera anormal,

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que no hablara hasta los tres años y que al nacer diera la muerte a supobre madre». Jamás he sido capaz de imaginar que un bebé pudie-ra ser un asesino tan precoz, aunque quizá deba mostrarme indul-gente y sustituir el vocablo diera por provocara, valorando la invec-tiva tan desafortunada como un disparate sin intención, aun cuandotengo inseguridad al alegar esta magnánima deducción.

Un maestro de la pluma, con vocación literaria hacia la poesía,en una breve semblanza de Felipe II, se recrea, siguiendo los consa-bidos convencionalismos:

«Era don Carlos feo, jorobado, con un hombro más alto que otro y lapierna derecha más corta, lento al hablar y de acusado infantilismo. Sincapacidad de discernimiento, hacia valer de continuo su jerarquía, gol-peando, mandando azotar e insultando tanto a sus servidores más directoscomo, si podía, a los Grandes. Víctimas suyas fueron desde su guardajoyas,a quién quiso procesar por ladrón, hasta su ayo y mayordomo o el duquede Alba. En cuanto a inclinaciones sexuales, queda la duda de si sólo bus-có a mujeres o mantuvo además relaciones equívocas con alguno de suscriados de cámara.

De siempre enfermo de unas u otras dolencias, de las que no se exclu-yen las acostumbradas fiebres por malaria de la familia, la anormalidad dedon Carlos se fue confirmando con su desarrollo».

Sin comentarios por cuanto ni siquiera se puede alabar algúntrazo poético que endulce la catarata de tópicos ni, por supuesto,unas malintencionadas incertidumbres que no tienen justificación.

Un ensayista, reputado como uno de los distinguidos historiado-res del renacimiento, en una biografía dedicada al monarca, bieninstruida en el campo bibliográfico, no se sale del guión marcado:

«A pesar de los cuidados que se le prodigan, los defectos de que adole-ce ese pequeño ser desde su nacimiento son cada vez más evidentes. Sucabeza es enorme, su torso raquítico, sus piernas débiles. Apenas habla.Esas taras son el resultado de la consanguinidad muy cercana de suspadres. Provienen también de la pesada herencia genética de las familiasreales de Castilla y de Portugal.

A los nueve años, tiene el aspecto de un pequeño anciano. Su enormecabeza recuerda, extrañamente deformada, las facciones de Felipe II. Tie-ne una pierna más corta que la otra y una giba en la espalda. Padece deepilepsia, de frecuentes accesos de fiebre y de mala digestión».

Los intermitentes acosos de la malaria comienzan en 1560, cuan-do cuenta ya con catorce años, y no conozco referencias fidedignas

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que le asignen ataques de epilepsia o alteraciones digestivas, queeste biógrafo infiere por la fama de glotón que se le adjudica enparangón con su abuelo. Y para que este elenco de profesionales, lamayoría españoles, no quede sin una digna participación germánica,tan alejada en teoría con las tesis filipescas, concluyo esta síntesiscon otra sarta de improperios de un prosista que hace alarde de unaexcitante palabrería:

«En Toledo la presenta su esposo (a Isabel de Valois) un muchacho deunos quince años, pero que parece a la vez mucho más joven y mucho másviejo. Habla trabajosamente y casi no se le entiende; lleva un hombro másalto que el otro; una mitad del cuerpo está atrofiado y tampoco sus piernasson iguales. Sobre sus mejillas hay huellas de fiebre que no se apaga. Ensus ojos se ve la amenaza de la furia, de la epilepsia. La brutalidad y ladebilidad se manifiestan por la expresión decisiva de sus rasgos; todo suser parece hallarse en una monstruosa desarmonía de sus miembros y fun-ciones. Es Don Carlos, el infante de España, el heredero del enorme impe-rio, el mismo a quien el 22 de febrero de 1560 ha sido prestado juramentode fidelidad en la catedral de Toledo.

Isabel es cariñosa con él y se gana con ello el afecto casi animal de esemuchacho que a todo el mundo odia pues en él hay acumulada una rabiasin límites, caótica, una crueldad primitiva. De niño causó la muerte detres amas a fuerza de morderles, comerles los pechos, como dice un emba-jador: “Enfants, non suelement il mordit, mais mangea même les seins atrois nourrices, qui en faillirent mourir”. Más tarde, de adolescente, asóliebres vivas en un palo, y a una ardilla le quitó la cabeza de un mordisco.Los cortesanos le temían. Su alma era tan malvada como indolente su espí-ritu. A los servidores o a los nobles que por cualquier nimiedad desperta-ban su ira, los quería matar o castrar; como esta orden suya no era cumpli-da, se echaba llorando sobre la cama, acometido por una calenturatremenda; rechazaba durante días la comida, para comer, unos días des-pués, de una manera tan desaforada que caía nuevamente acosado por lafiebre».

Este estilista y elevado pensador, como se le valora en el prólogode su biografía de Felipe II, termina tajante y despiadado: «La reinatolera cerca de sí la presencia de este pobre animal».

Tanto estos expertos como varios más que no incluyo para evitarla repetición de las calificaciones ya vertidas tienden de forma obse-siva a resaltar las deficiencias e ignorar las propiedades positivas,fundándose para ello en los mensajes enviados por los venecianos yen una sarta de elucubraciones propias sin rigor alguno. Voy a repa-sar los correspondientes despachos para determinar la procedenciade los tópicos que he recopilado, siguiendo las aportaciones de

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Louis Prospére Gachard, el único investigador que ha tratado lacuestión con profusión de documentos auténticos, a mediados delsiglo XIX, en su magnífica obra Don Carlos y Felipe II. Baodero,representante en la corte de Carlos V, orienta al Senado de su repú-blica en 1557, sin que hubiese conocido al infante que rondaba losdoce años de edad:

«Su cabeza resulta desproporcionada con el resto del cuerpo. Sus cabe-llos son negros. Débil de complexión, anuncia un carácter cruel. Uno delos rasgos más sobresalientes es que cuando le llevan liebres y otras piezasde caza, su mayor placer es que las asen vivas. Le regalaron una vez unáspid de gran tamaño, el cual le mordió un dedo; encolerizado, Don Car-los le arrancó la cabeza a mordiscos. Cuando no tiene dinero regala suscadenas, medallas e incluso trajes. Le gusta ir vestido con mucho lujo.Todo en él denota que será extremadamente orgulloso, pues no puedesoportar que le hagan permanecer mucho tiempo delante de su padre o desu abuelo con el sombrero en la mano. Es tan colérico como puede serloun joven de su edad, y sumamente obstinado en sus opiniones. Su precep-tor se esfuerza en hacerle leer los oficios de Cicerón a fin de moderar laimpetuosidad de su carácter, pero Don Carlos no quiere oír hablar másque de cosas de guerras, ni leer otros libros que los relacionados conellas».

Andrea Baodero y Agostino Barbarigo dicen en 1561:

«El príncipe don Carlos tiene dieciséis años (...) Es pequeño de talla.No es nada hermoso. Su figura denota inclinación a la cólera y bastanteatrevimiento. Es muy curioso y a cuantas personas hablan con él les hacenumerosas preguntas, como si quisiera saberlo todo. Tiene el mentón pro-minente y se cree que será más aficionado a las cosas de la guerra y aengrandecerse que su padre».

Paolo Tiepolo escribe en 1563:

«El príncipe don Carlos es muy pequeño de estatura. Su figura es desa-gradable y fea. Es de complexión melancólica y por este motivo durantetres años sufrió de cuartanas, que algunas veces llegaron a privarle del sen-tido; accidente tanto más notable cuanto que parece haberlo heredado desu bisabuela. Como consecuencia de una enfermedad tan larga y sobretodo de un mal muy peligroso que padeció últimamente, y del cual, segúnla opinión más generalizada, se libró de un modo milagroso, ha quedadoextremadamente débil y lánguido, tanto más cuanto su naturaleza nuncaposeyó mucha salud y vigor (...) Cuando pasó de la infancia a la pubertadno sintió ningún placer en el estudio ni en el ejercicio de las armas, la equi-

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tación u otras cosas virtuosas, honestas y de gusto, sino tan solo en hacerlemal a los demás. Cuando las personas que le parecen de escasa considera-ción se presentan ante él, manda que les den de palos o latigazos y no hacemucho que se empeñó del modo más absurdo en que había de castrar auno. No se sabe que ame a nadie y en cambio odia a muerte a muchas gen-tes. Le gusta mucho recibir regalos e incluso los busca, pero él no se loshace a los demás».

Giovanni Soranzo manifiesta en 1565:

«El príncipe no escucha ni respeta a nadie, y si se nos permite decirlo,hace muy poco caso de su padre, el cual disimula y finge a pesar de que sehalla al corriente de todo, porque cuando le da muestras de su desconten-to, Su Alteza se tiene que meter en cama con fiebre a causa de la gran cóle-ra que siente (...) Es de una naturaleza muy cruel y se cuentan sobre estoalgunas cosas que no conviene estampar aquí. En las respuestas que da aquienes les dirigen la palabra muestra poca cortesía y benevolencia. Odiaespecialmente a quienes les sirven (...) Tiene caprichos extraños, como elde encargarse gran cantidad de trajes, comprar joyas que luego no consien-te que toque nadie, hacer grabar su retrato en un rubí o en un diamante yluego, cuando ha llevado el anillo en el dedo durante ocho días, no querervolverlo a ver. No se muestra amable con nadie y en todas sus accioneshace alarde de orgullo y altivez. Siente gran aversión hacia todas las cosasque le gustan al rey y no hay nada que le divierta (...) Todos los ministrosque se encuentran en la Corte le temen, porque cuando no quieren hacerlo que les manda los cubre de palabras injuriosas, y como ellos saben queno le pueden obedecer sin permiso del rey, se sienten muy embarazados,de modo que procuran evitar su contacto en todo lo posible».

Sin que desconfíe de los dignatarios venecianos, acusados depoco escrupulosos con la verdad, aunque también se les juzgaobservadores ecuánimes, sí hay que ponderar que casi todos ellostuvieron que recurrir a confidentes, dado que, cuando envían lasversiones a su república, don Carlos era ya un adolescente y nohabían visto su evolución física y psíquica en los primeros periodosde su desarrollo. La mayoría de sus contribuciones nacen de loschismorreos de la Corte, aficionada, como cualquier colectividadenclaustrada, a las parlerías y los resabios individuales. Esta aprecia-ción subjetiva no implica que no haya aciertos en las etopeyasexpuestas, incluso contradicciones tan palpables como «que no legustase realizar regalos a los demás» cuando hay pruebas de su pro-digalidad, o que «no amase a nadie» cuando varones cultos y piado-sos como Honorato Juan o Hernán Suárez de Toledo eran muy res-petados, pero siempre hay que tener claro que los embajadores, en

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general, tenían limitada privanza, por no decir ninguna, para sacarconclusiones personales. Andrea Baodero y Agostoni Barbarigonada relevante cuentan y solamente Giovanni Soranzo pinta un cua-dro de superior hondura cuando destaca que ya en 1565 existíanejemplos de confrontación entre padre e hijo, a pesar de que no seacapaz de facilitar antecedentes descollantes, excepto el apunte deque «no era obedecido sin permiso del rey». Esta apostilla evidenciaque Felipe II, mucho antes del estallido final, guardaba precaucio-nes sobre la conducta de su primogénito y que semejante vigilanciaexasperaba los ánimos principescos. Que su proverbial tendencia alenojo le ocasionase un acceso febril nada tiene de particular, si serepara en que el propio soberano era propenso a tales calenturascuando los acontecimientos distorsionaban su temperamento, comole ocurre en el verano de 1566 al recibir las noticias de la revueltaiconoclasta en tierras neerlandesas o cuando don Carlos, en la pri-mavera de 1562, se halla postrado en un lecho de muerte.

En las postrimerías de 1564, Pierre de Bourdeille, señor deBrantôme, acude a Madrid para dejar testimonio, tiempo más tarde,de la impresión que le causó el príncipe durante su breve estanciaen el alcázar. El escritor francés expone: «A mi escaso juicio creoque llegará a ser grande, y lo encontré de muy buena traza y muchagracia, aunque su cuerpo está un poco estropeado, pero se notapoco». Enseguida entra en el análisis de su comportamiento paraconcretar lo que ha escuchado en palacio y añade: «... era muycaprichoso y lleno de extravagancias. Amenazaba, pegaba e insulta-ba, hasta el punto de que Ruy Gómez, favorito del rey de España, sies que tuvo alguno, no lo podía sufrir, y a todas horas suplicaba alrey que le quitase aquel cargo (mayordomo mayor del príncipe) y selo diese a otro, de lo cual estaría muy satisfecho. Pero el rey, que sefiaba de él, no lo quiso escuchar jamás y el príncipe amenazabasiempre a su gobernador de que algún día, cuando fuese grande, searrepentiría. En cuanto a sus demás criados y oficiales, cuando no leservían completamente a su gusto, nadie se puede figurar cómo lostrataba». Pierre de Bourdeille culmina su despliegue detallandovariadas anécdotas que le fueron referidas:

«Estando yo en España me contaron de él que su zapatero le habíapresentado un par de botas muy mal hechas y que las hizo cortar en peda-citos, freírlas como tripas de buey y le obligó a que se las comiera todasdelante de él, en su propia cámara. Le gustaba mucho salir de noche yenredarse a estocadas a cualquier hora que fuese, acompañado de diez odoce caballeros de su edad de las primeras casas de España, de los cuales

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unos le acompañaban por gusto y otros obligados (...) Cuando encontrabapor la calle alguna mujer hermosa, aunque fuera de las más ilustres delpaís, la tomaba y besaba por fuerza delante de todo el mundo y la llamabaputa, perdida, perra y otras muchas injurias. Las que se dejaban besar debuen grado cuando él las llamaba y les decía, puta, bésame, las acariciabasuavemente y les decía que eran unas putas muy gentiles. En resumen, queles hacía mil pequeños insultos, pues tenía muy mala opinión de todas lasmujeres, y de las grandes damas peor que de las demás, pues decía queeran unas hipócritas y traidoras en amor. Era una plaga para todas, apartede la reina, a quien yo mismo pude ver que honraba y respetaba mucho,pues estando delante de ella cambiaba de todo, de humor, de natura y has-ta de color. En fin, que era un terrible macho...».

La frase del literato francés: «lo encontré de muy buena traza ymucha gracia», sin que tuviese motivaciones para no ser objetivo, yaque su aseveración no atesoraba connotaciones serviles, me colocaen la perplejidad que generan las dispares interpretaciones vertidassobre su morfología. ¿Tenía razón Paolo Tiepolo al conceptuardesagradable y fea su apariencia o, por el contrario, es más ecuáni-me el señor de Brantôme?

En la primavera de 1564, cuando el monarca regresa de su viajepor Aragón, llega a España Adam de Dietrichstein en compañía deRodolfo y Ernesto, descendientes de su cuñado Maximiliano y suhermana María, para ofrecer con rapidez, en sendas cartas dirigidasa su señor, dos etopeyas de Carlos de Austria que parecen encua-dradas más cerca del camino de la sinceridad. Debo consignar queel príncipe se encontraba reunido con su familia desde junio de1564 y que había producido admiración su crecimiento corporalcuando aún no había cumplido los diecinueve años. El barón deDietrichstein envía sus primeros comentarios desde Valencia, sinhaber podido todavía conocerle y basándose por tanto en simplesorientaciones:

«Las informaciones que he obtenido hasta el presente sobre el príncipede España son poco satisfactorias. Según dice, tiene la piel blanca y los ras-gos regulares, pero es de una palidez excesiva. Uno de sus hombros es másalto que el otro y la pierna derecha más corta que la izquierda. Tartamudealigeramente. En unas cosas da muestras de buen entendimiento; pero enotras tiene la inteligencia propia de un niño de siete años. Quiere saberlotodo y hace infinidad de preguntas, pero sin juicio e innullum fine, máspor costumbre que por otra cosa. Hasta ahora no se han podido descubriren él inclinaciones nobles, ni averiguar sus aficiones, como no sea a los pla-ceres de la mesa, pues come tanto y con tanta avidez que apenas se puede

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creer, y al poco tiempo de haber acabado ya está dispuesto a comenzar denuevo. Estos excesos de la mesa son la causa principal de su estado enfer-mizo, y muchas personas piensan que si continúa así no podrá vivir muchotiempo. No hace ningún ejercicio. Cuando se propone alguna cosa, la pro-sigue con ardor. No conoce freno a su voluntad y su razón no parece bas-tante desarrollada para permitirle discernir lo bueno de lo malo, lo perju-dicial de lo ventajoso y lo conveniente de lo que no lo es. Hasta ahora nose ha notado que sienta ninguna inclinación hacia el comercio con lasmujeres, de lo cual deducen algunos que es inhábil para la generación;pero según otros es porque desea que la mujer con quien se case loencuentre virgen. En opinión de algunos, su castidad, lo mismo que susdefectos, proceden de la altivez de su alma. Al ver que su padre no le haceningún caso ni le concede autoridad alguna, anda medio desesperado.Parece que su educación ha estado mal dirigida, que su natural era buenoy que de joven se mostraba muy distinto a lo que ahora es».

El 29 de junio de 1564, cuando hacía poco que don Carloshabía retornado a la Corte desde Alcalá de Henares, Dietrichsteinenvía un nuevo mensaje a Maximiliano con la seguridad de haber-le frecuentado, pero sin emitir un criterio diáfano sobre su con-ducta. Su novedosa notificación me sume en el asombro de lascontradicciones:

«El príncipe goza al presente de buena salud. El retrato que puedohacer de él a Vuestra Majestad no difiere mucho del que le envié prece-dentemente. Su figura es bastante regular y no ofrece nada desagradableen el conjunto de sus rasgos. Tiene los cabellos oscuros y lacios, la cabezamediana, la frente poco despejada, los ojos grises, los labios normales, elmentón un poco saliente y el rostro muy pálido. Nada recuerda en él lasangre de los Habsburgo. No es ancho de espaldas ni de talla muy grande;uno de sus hombros es un poco más alto que el otro. Tiene el pecho hun-dido y una pequeña giba en la espalda, a la altura del estómago. Su piernaizquierda es bastante más larga que la derecha y se sirve menos fácilmentede todo el lado derecho de su persona que del izquierdo. Los muslos sonfuertes, pero mal proporcionados, y las piernas muy débiles. Su voz es del-gada y chillona, da muestras de dificultad al empezar a hablar y las pala-bras le salen con dificultad de su boca; pronuncia mal las erres y las eles,pero en conclusión sabe decir lo que quiere y consigue hacerse entender.

Como lo frecuento poco solo puedo informar a Vuestra Majestad sobresu conducta por lo que me han contado. Da muestras de mucho afecto yamistad hacia mi gracioso señor [el príncipe Rodolfo] y si bien tiene algu-nos defectos, muchas gentes no se asombran de ello al considerar la formaen que ha sido educado y su naturaleza delicada y enfermiza. En la actuali-dad se procura remediar la negligencia con que se atendió a su educacióndurante su juventud y tratarlo como lo debieran haber tratado entonces,

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pero su natural orgulloso se rebela contra estos intentos. Todos sus servi-dores le fueron dados contra su voluntad. Su padre no le emplea en nada,lo cual le produce viva contrariedad. Es posible que tenga buenas razonespara ello, pues el carácter del príncipe es violento e irritable, y a veces tie-ne transportes de cólera verdaderamente terribles. Dice siempre lo que lle-va en su corazón sin el menor disimulo y sin pararse a considerar las perso-nas que puede ofender. Cuando tiene algún motivo de descontento contracualquier persona es difícil hacerle cambiar de opinión. Se muestra tenazen sus ideas y prosigue hasta el fin la realización de sus propósitos, desuerte que muchas gentes se asustan al pensar lo que podría hacer si larazón dejase de mantenerlo en el buen camino. Me habló varias veces y mehizo muchas preguntas según su costumbre, pero lejos de hallarlas fuerade propósito, según me han dicho que ocurre con frecuencia, me parecie-ron todas muy acertadas. Su memoria es excelente y tiene rasgos muyintencionados, lo cual da motivos para afirmar que su franqueza llega aveces a extremos de verdadera brutalidad, sin miramiento alguno; peromuchos de los defectos que se señalan en él hubieran podido ser corregi-dos por medio de una buena educación. Hasta ahora no ha manifestadoafición hacia nada determinado. Es muy glotón, pero lo han sometido auna especie de régimen. Generalmente, no come más que un plato: uncapón hervido, cortado en pequeños trozos y sobre el cual vierten la salsade un guisote de cordero. No bebe más que una sola vez durante las comi-das, y siempre agua, pues el vino le repugna.

Es sumamente piadoso y muy enamorado de la justicia y la verdad.Detesta la mentira y no perdona a nadie que haya mentido alguna vez. Esmuy aficionado al trato de las personas integras, probas, virtuosas y distin-guidas; quiere que le sirvan bien y con exactitud, y ama y favorece a cuan-tos lo hacen así. Es hospitalario. En cuanto al comercio con las mujeres noha dado hasta ahora ningún indicio de sus inclinaciones en este aspecto,aunque no hay nadie que pueda afirmar que sea inhábil para la genera-ción...».

Ya he planteado, gracias a la «clarividencia e imparcialidad» devarios escritores, un rotundo perfil de su naturaleza. El príncipe deAsturias era un ser deforme, retorcido, enano o canijo, con la cabe-za desproporcionada o disforme, el cuerpo frágil, raquítico, atrofia-do, contrahecho, cojo, de ojillos mustios, frente abultada, feo ygiboso. Y si su anatomía no es un fulgor de perfección su aptitudfísica nunca brinda opciones para el optimismo, dado que arrastra-ba todas las taras endogámicas imaginables al padecer afasia (faltade capacidad para hablar por lesión cerebral), amnesia, epilepsia,esquizofrenia, paranoia, imbecilidad, oligofrenia, infantilismo, tarta-mudez y ser encima un joven glotón, cruel, colérico, agresivo, febri-citante, tan imperfecto y degenerado que era proclive al sadismo y

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los extravíos sexuales, que deben referirse a una homosexualidadtan denostada en aquella época. Y, además, según intromisionesrecientes de facultativos que tienen la osadía de diagnosticar sinposibilidad de tratar al paciente, tenía la extremidad superior dies-tra rígida por un inalterable espasmo y, por si no fuera suficiente, sele atribuye también que era sietemesino o nacido prematuramente.

Si las aserciones vertidas fuesen indiscutibles —aunque parezcamentira he reflejado tan sólo una parte demostrativa de todasellas—, no me cabe el menor titubeo de que estaríamos ante unmonstruo y no ante un hombre común que pudo soportar el acosodel paludismo, dolencias dimanantes de la perniciosa atmósferaambiental, carecer de atractivo y aguantar con entereza trastornoscomo la tartamudez o entorpecimientos para vocalizar con claridad.Otro literato, reputado como médico humanista, en un volumenque engloba a los cetros de la casa de Austria, se muestra más ecuá-nime, pero no olvida poner su guinda artística en el pastel con afa-nosa perspicacia, valiéndose para ello, no de instrumentos que reco-jan valoraciones de los galenos de la centuria, que no existen, sinodel cuadro compuesto por Sánchez Coello que se exhibe en elmuseo del Prado. De la silueta del adolescente, pintada cuandotenía trece años, deduce este doctor que poseía una corcova en laespalda porque la línea de botones del jubón traza la forma de unaese invertida, aparte de mostrar también una ligera caída del hom-bro derecho y postura espástica de la mano diestra, como restos deuna hemiplejia, para concluir determinando que sufría oligofreniacon rasgos psicóticos por la endogamia de los Trastámaras y las cari-caturescas atrocidades que cometía cuando desollaba conejos vivos,se tragaba diamantes o devoraba los pezones de las mujeres que leamamantaban. La artística giba, descrita por diferentes narradores,desapareció por arte de encantamiento si, siguiendo sus singularesargumentos, se fija la mirada en el lienzo que el propio pintor hizomeses antes de la tragedia y que pertenece a la colección del condede Villagonzalo.

Si los desmanes que le han sido achacados fuesen reales, comobase inequívoca de graves perturbaciones psíquicas, y verídicos lossignos de idiotez, hay inevitablemente que hacerse distintas pre-guntas. ¿Por qué, si estamos ante un engendro, hizo Felipe II quelos representantes castellanos le jurasen heredero el 22 de febrerode 1560? El entonces infante casi tenía quince años y es presumibleque, si sus sistemáticos detractores tuviesen razón al analizar susmiserias corpóreas y mentales, ya hubiese dado síntomas de tales

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desvaríos, torpezas y nula suficiencia para futuros actos responsa-bles. Pero aún hay más: si el monarca estaba convencido de susperversidades y taras, ¿cómo es concebible que en 1564, cuando yacaminaba hacia los diecinueve años, pretendiese que las Cortes deAragón le jurasen por procuración? Y si se estaba ante una verda-dera calamidad, ¿cómo es factible que, en el verano de 1566, cuan-do su hijo acababa de alcanzar los veintiún años, le pusiese al fren-te de los Consejos de Estado y Guerra y estuviese predispuestopara llevarle consigo hacia Bruselas, en donde hubiese tenido queasumir la gobernación de aquellas inquietas provincias? No mecabe duda de que la bizarría que le adjudican literatos como Schi-ller nada tiene que ver con la realidad, pero si los dramaturgos noofrecen garantía al plasmar su individualidad lo mismo ocurre conhistoriadores afanados en resaltar maliciosas deficiencias para for-talecer la imagen del soberano o justificar, en última instancia, eldramático desenlace.

La supuesta locura que se le imputa fue desmentida por Die-trichstein, aduciendo por boca de Diego de Chaves, confesor delpríncipe, que sus imperfecciones se basaban en la educación recibi-da, demasiado libre, a la dureza de su corazón y a la testarudez quele caracterizaba más que a su mengua de raciocinio. Gachard, altraslucir este valioso apunte, que la mayoría de los cronistas omite,sugiere, con sensato discernimiento, que el fraile era, por su cargo,quien mejor conocía los pliegues ocultos del alma del sucesor al tro-no. El dominico, que una década después fue a su vez director espi-ritual del rey, vuelve a insistir, antes de ser declarada públicamentela defunción, negando la falta de entendimiento y avisando «quedon Carlos se convertiría en un príncipe bueno y virtuoso, pues jun-to a aquellos vicios se observaban en él muy hermosas cualidades».Estas reflexiones del monje bastarían para desmantelar los vilipen-dios, pese a que a mí no me satisfacen considerando la coyunturacrucial en que nacen. Los elogios de fray Diego tienen la patéticaapariencia de ser magnánimas alabanzas en honor de un difunto,siguiendo el clásico patrón encomiástico que siempre se activa hacialos seres que han abandonado este mundo. En los primeros mesesde 1568, encerrado entre los muros de una torre e incomunicadocon el exterior, Carlos de Austria podía seguir vivo, pero nadie pue-de asegurar que los vigilantes que le rodeaban no estuviesen velan-do y escondiendo un cuerpo muerto.

Pierre de Bourdeille, señor y abad secular de Brantôme, fecundoliterato francés publicado en el siglo XVII, a quien ya he aludido, til-

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dado de no ser muy veraz, pero que hacía gala de dotes de fisono-mista, escribía: «creo que cuando este príncipe la hubiese corridobien y cambiado completamente el plumón como los jóvenes polli-nos, y le hubiesen pasado los ardores de la primera mocedad, sehubiese convertido en un gran príncipe y hombre de guerra y esta-do». Jerónimo de Moragas, crítico a su vez, resalta que algunos delos engorros que causó a su padre vinieron de su aversión a la men-tira, recalcando además su amor a la justicia. Raras virtudes en unpsicópata oligofrénico o garrafales las equivocaciones de un padreque no advierte los desvaríos de su descendiente y admite que lasCortes de Castilla le juren como continuador de la dinastía paraencumbrarle, más adelante, en la presidencia de sendos consejos.

La buena apariencia, la figura regular que no insinúa nada desa-gradable en el conjunto de sus rasgos, la sorprendente cabezamediana que cita un testigo como Dietrichstein, la magnífica memo-ria, la franqueza, sus características piadosas y hospitalarias, su incli-nación al trato con seres íntegros (su preceptor, Honorato Juan; elalcalde de casa y corte, Hernán Suárez; Luis Quijada; Rodrigo deMendoza, y algunos más que eran objeto de sus atenciones sonprueba de este aserto) y en especial su amor a la justicia y la verdadpuede que no sean atributos fidedignos, pero, en todo caso, nodejan de ser opiniones que apuntalan unas peculiaridades quenumerosos investigadores han silenciado de forma partidista. No esmi intención añadir más leña al fuego negro de la memoria de Feli-pe II, si bien confieso que, en ciertos momentos, he sentido irrita-ción ante el cúmulo de calumnias vertidas contra su hijo. Y tambiénpienso que si la reputación del monarca ha perdido una porción desu oscura atmósfera se debe, en gran medida, a las supercherías quese han desgranado, sin un ápice de piedad, sobre el cadáver de Car-los de Austria, con el único propósito de crear otra perdurableleyenda negra.

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LIBRO I

VIDA, PRISIÓN Y MUERTE DE CARLOS DE AUSTRIA

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«La gran epopeya del vivir histórico está formada, más aún quepor la pugna entre los diversos héroes, referida a las crónicas, por lasuma de otras batallas oscuras que se libran, en la conciencia decada hombre, entre el espíritu del bien y el espíritu del mal. Es fre-cuente que ni nosotros mismos nos demos cuenta de ellas. Desdeluego, no suelen advertirse en los grandes relatos, a través de losmantos reales, ni de las relucientes armaduras. En cambio, el estu-dio detenido de estos procesos nos pueden conducir, a través decartas perdidas, de gestos fugaces, de un dato olvidado entre elfárrago de la literatura escribanil, hasta las simas tenebrosas o hastalos ámbitos claros de la remota subconciencia colectiva. Y allípodemos ver bullir, como en un prodigioso alambique, el ímpetudel poderío, la fruición del bien y la del mal; los hilos, en suma, quehacen agitarse y actuar a los protagonistas y a los comparsas de lagran tragicomedia».

Gregorio Marañón, Antonio Pérez, «Prólogo» (París, 1937-Tole-do, 1946), 1998, p. XXXII.

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No son muchas las monografías dedicadas a Carlos de Austria,pese a la repercusión que siempre ha tenido su aciago destino. Lamayoría de las intervenciones se han originado, como es lógico, alenfrentarse con la biografía de su padre (1527-1598) y su duraderoreinado, que abarca, casi completa, la segunda mitad del siglo XVI.

La alusión primitiva al drama, con nítidas connotaciones hacia eldesprestigio de su progenitor, brota en 1581 cuando Guillermo deNassau, príncipe de Orange, nacido en un pequeño condado ale-mán y que alcanzó notoriedad en la Corte de Carlos V a raíz deheredar ricas propiedades, edita su apología en Leyden, acusando aFelipe II de matar a su hijo e instigar el fallecimiento de Isabel deValois. Más tarde, el célebre Antonio Pérez, huido a Francia paraevitar represalias, publica en el país vecino, con el seudónimo deRafael Peregrino, sus experiencias en sendas tiradas de 1592 y 1598.El vituperio del aristócrata rebelde, asesinado por un fanático cató-lico de origen borgoñón llamado Baltasar Gérard, ni siquiera hasido traducido al castellano y la diligencia del fugitivo se mueve enun oscurantismo receloso por su exilio, su deseo de conquistar elperdón y el miedo de que sobre su esposa Juana de Coello y su pro-le, encarcelados en Castilla, se pudiese cebar la venganza monárqui-ca. El refugiado culpa veladamente a Diego de Chaves y al rey delfatal desenlace violento del príncipe.

Ambas narraciones fueron respetadas cuando los franceses ini-ciaron el campo biográfico dedicado a Felipe II al comenzar el siglosiguiente, pero no sería hasta 1673 cuando César Vichard, abad deSaint-Real, redacta, siguiendo cauces novelescos, su Vida y muertedel Príncipe Don Carlos de España como primer fruto monográfico.Tampoco hay letra impresa, pero sí existen, perfectamente legibles,manuscritos en la Biblioteca Nacional y en la Academia de la Histo-ria de Madrid.

Ni la creación literaria ni la música, sea teatro u ópera, abarcadasal consumarse la centuria dieciochesca por Schiller y Verdi, ofrecenargumentos convincentes dentro de un contexto imaginativo y esca-sas son las dosis de sinceridad de los escritores que examinaron latragedia, al enfrascarse con la denostada figura del soberano hispa-no. En 1829, uno de los símbolos más eximios de la historiografíaalemana, Leopoldo Ranke, se enfrenta al reto de escribir una obra

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titulada Don Carlos, pero lamento decir que no he localizado dichotomo y, en consecuencia, carezco de soporte para enjuiciar su valor.

La memoria de Carlos de Austria, el mito forjado a lo largo deltiempo, es hasta 1863 un pedestal para la imaginación literaria y unasinrazón histórica. Louis Prospére Gachard, nacido en París el 12de mayo de 1800, de nacionalidad belga a partir de 1830, es el hom-bre destinado a poner equilibrio en el tendencioso entramado aldedicarse, en diversas etapas profesionales, a la paciente recopila-ción de papeles fidedignos en las principales capitales europeaspara dar paso a una ingente tarea vinculada con los Países Bajos y,consecuentemente, con las huellas de Carlos V y de Felipe II. Y esen el especificado 1863 cuando ve la luz el estudio más sensato quese haya elaborado sobre las maltratadas personalidades del monarcay su primogénito. Este ejemplar tuvo una segunda difusión enFrancia en 1867. El memorable ensayo fue dado a la estampa por laeditorial Lorenzana, de Barcelona, en 1963 (a los cien años deimprimirse por primera vez), con un buen prólogo del traductorA. Escarpizo, si bien la biblioteca nacional dispone de ejemplarescon un generoso cuerpo testimonial añadido al texto. La honradezde su trabajo no puede ser cuestionada, aunque haya sido objeto dereproches al reputarle discrepante con la política hispánica por suadquirida y sospechosa ciudadanía.

La influencia de este volumen ha hecho opinar a los expertosque el debate está periclitado, cuando no radicalmente concluido,no obstante el factor cuestionable de que el investigador no se pro-nuncie con contundencia, al terminar su labor, sobre las patéticasvicisitudes que se produjeron dentro de las paredes del alcázar.Efectivamente, no sólo se mata con el hierro, el veneno o el garrote,pero la tortura psíquica generada por el confinamiento no es funda-mento suficiente para entender que el príncipe, acosado por ladesesperación, fuese capaz de atentar contra su vida. Si se otorgacredibilidad a esta convicción no se hace otra cosa que admitir laversión transmitida por los heraldos reales, al propalar que el dece-so tuvo lugar el 24 de julio de 1568, después de sufrir extravíos enla conducta y negarse a comer once días seguidos.

Ricardo García Cárcel, catedrático de historia moderna, que haescrito un corto y reciente artículo, bien instruido sobre la construc-ción del mito, afirma con seguridad: «De hecho, hoy sigue siendo laobra de Gachard el mejor referente de la historiografía de Don Car-los. Se ha avanzado muy poco sobre el conocimiento del personaje.En España, solo merece mención el viejo trabajo de Elías Tormo titu-

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lado La tragedia del príncipe Don Carlos y la trágica grandeza deFelipe II. La historiografía española nunca ha superado los escrúpulossobre el tema de Don Carlos y ha asumido la visión de Gachard comomás creíble que la historia oficial elaborada en el momento de loshechos. Gachard enterró el mito y éste hoy parece descansar en paz».

El propio A. Escarpizo, ya indicado, infiere con lucidez que elensayo del archivero belga es «fruto de una investigación exhausti-va, modelo de imparcialidad y elevación de espíritu y auténtico fallodefinitivo e inapelable de un litigio hasta entonces tan oscuro y fal-seado».

Cesare Giardini, empecinado también en el asunto, publica enMilán, en las postrimerías de 1933, El trágico destino de Don Carlos,pero sin aportar datos relevantes y cayendo en la trampa de ensalzarla imagen regia en menoscabo del heredero, como han venidohaciendo en el transcurso de la pasada centuria multitud de incon-dicionales de las actuaciones absolutistas. Este volumen, que no hatenido demasiado eco, fue puesto en circulación en 1940 por la edi-torial Juventud, en Barcelona.

Y si la biografía se cierra con tan raquítico bagaje, tres insercio-nes impresas que no dan pie a la injerencia de la ficción, no dejande florecer colaboraciones, de mayor o menor calado, como las lí-neas que dedica Carmen Barberá, los pormenores que facilita Anto-nio Benítez de Lugo en la biografía de Diego de Chaves o La rela-ción histórica de la prisión y muerte del príncipe don Carlos, hijo delrey Felipe II y nieto de Carlos V, impresa en 1841, así como la impli-cación de Cayetano Manrique, puesta en letras de molde en 1867,bajo el epígrafe El príncipe don Carlos conforme a los documentos deSimancas; la participación de Antonio del Toro con su artículo «Elpríncipe Carlos, una tragedia familiar»; la contribución de GabrielMaura y Gamazo, duque de Maura, en sus polifacéticas etopeyascompiladas en Estatuas que vuelven a ser hombres, y también el lla-mativo libro quinto de la Historia de los protestantes españoles y desu persecución por Felipe II, de Adolfo de Castro, o el bosquejo delprofesor Carlos Blanco Fernández titulado El heredero maldito, quehace gala de una enorme capacidad de síntesis para tan vasto argu-mento.

Todo esto sin consignar la esperpéntica cooperación de GuillemViladomat denominada Carlos, hijo y víctima de Felipe II; la reedi-ción de El príncipe rebelde del afamado historiador Manuel Fernán-dez Álvarez, que entremezcla realidad e imaginación en una amalga-ma de razones y sinrazones que pueden brindar entretenimiento; la

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desigual novela de Bernat Montagud Don Carlos, príncipe de tinie-blas, en donde la ficción supera el substrato cronístico; el premioAteneo de Sevilla de 1992 ganado por Pedro Casals con El infantede la noche, una novela enmarcada con un magma teatral que per-mite evocaciones y soliloquios, o el tratado, digno de encomio porsu conato de objetividad, del médico Miguel Toledo González, quetiene el loable atrevimiento de encararse con el personaje en el difí-cil terreno clínico de una disfunción cerebral en el siglo XVI y que,por su amplitud, aunque específica desde una perspectiva morbosa,puede enclavarse en el tema biográfico; como le ocurre al decano dela facultad de medicina de Alcalá de Henares, Antonio López Alon-so, que, en diferente vertiente como es la traumatología, abarca laexistencia del príncipe de Asturias en su obra Don Carlos, hijo deFelipe II, para ofrecer la interpretación de que los trastornos, en susseis postreros años, nacen de un discreto traumatismo cerebral en laregión izquierda de la cabeza por la herida padecida en el palacioarzobispal complutense, al caer por una escalera en la primavera de1562.

Y esto sin marginar el universo del teatro, la pieza jamás estrena-da de Carlos Muñiz, Tragicomedia del serenísimo príncipe don Car-los; las incursiones escénicas de Gaspar Núñez de Arce, Diego Jimé-nez de Enciso o Eugenio Olavarría y Huarte, y la rareza literaria deManuel Fernández Álvarez, que, en su obsesión por el caso, tuvo laosadía de adentrarse en la esfera del arte dramático con el subtítulode Un conflicto generacional del siglo XVI. La bibliografía foránea esabundante y lamento no haber sido capaz de obtener las publicacio-nes alemanas de Victor Bibl y Felix Rachfahl, cuando ambos, añosdespués de la divulgación del volumen del ciudadano belga, se atre-vieron a remover la losa del sigilo para dictaminar que el príncipefue asesinado por orden de su padre.

Con simples retoques intrascendentes, como aquilata A. Escar-pizo, pero con serias dudas sobre algunas apreciaciones de Gachardque no comparto, a despecho de que pueda parecer un sacrilegiosemejante afirmación, sin ánimo de polémica, que llegará en sumomento, con el deseo de introducir al lector en las característicasmás sobresalientes del acontecer de Carlos de Austria, me he toma-do la libertad de escribir una corta biografía del desafortunadojoven, procurando ser conciso y huyendo siempre de un compromi-so literario que pudiese embellecer el esfuerzo, aun cuando estadecisión pueda tener la contrapartida de una parquedad excesiva ypobreza retórica.

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Culminada mi breve semblanza —tendente a un examen de fac-tores destacados— daré paso a la revelación más intrigante de esteasunto: un manuscrito olvidado en las estanterías de la Academia dela Historia.

Esta monografía jamás mencionada, repleta de complejidadesfrente a la identidad de su autor, trivial en muchos aspectos, confusaen el campo cronológico de su elaboración, sujeta a errores eviden-tes y todavía cargada de enigmas sin descifrar, tiene, pese a estosinconvenientes, un trasfondo de veracidad que nunca he podidodescubrir en anónimos parecidos. Y, además, aparte de esa esenciapeculiar, cuenta con el mérito de relatar, con todo lujo de detalles, eldesconocido proceso criminal, tantas veces invocado, al que fuesometido en secreto el primogénito de Felipe II.

El infante, 1545-1560

El nacimiento

En la frontera de la medianoche, a los pocos minutos de sonarlas doce campanadas en los templos de la ciudad, María de Portu-gal, esposa del entonces príncipe regente Felipe de Austria, alumbraun varón tras un doloroso parto que ha durado cuarenta y ochoangustiosas horas.

El acontecimiento se produce en una de las cámaras de la caso-na propiedad de Francisco de los Cobos, comendador mayor deLeón y secretario de Estado al servicio de Carlos V, frente a laiglesia de San Pablo, perteneciente a la orden de Santo Domingode Guzmán.

El ajetreo de los médicos y las matronas, el resplandor de loshachones y el calor del verano acogen al heredero de un vasto imperioesparcido por varios continentes. Son los primeros instantes de un jue-ves, 9 de julio de 1545, en la soñolienta urbe castellana de Valladolid.

La muerte de María de Portugal

Pocas jornadas más tarde perece María de Portugal por lassecuelas del parto. El nacimiento de una criatura en aquella épocaes una latente amenaza de extinción para la vida de la parturienta, y

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la princesa lusitana, a pesar de su juventud y fortaleza, no puedeevitar el penoso trance. Al cabo de dos días de encontrarse bien,acuciada por una leve temperatura de probable origen puerperal, enla madrugada del sábado sobrelleva un acceso de recios temblores ycongojas. Los síndromes de finamiento se recrudecen en la mañanadel domingo y los médicos practican una sangría en el tobillo que leproporciona una ligera y transitoria mejoría. Entre las cuatro y lascinco de la tarde del 12 de julio, en plena canícula de sol, la prince-sa de Portugal pierde su espíritu y su cuerpo cuando no ha cumpli-do los dieciocho años.

Las opiniones sobre su fallecimiento no han aportado los funda-mentos necesarios para que se pueda saber la etiología de tan funes-to suceso. La impericia proverbial de los galenos, siempre acusadosde negligencia, «haberse mudado de ropa sin tiempo» o comerse unlimón después del parto son simples embrollos cortesanos que nopermiten sacar conclusiones cercanas al umbral de la verdad en tanprematuro final.

El bautizo

El sacramento es administrado al niño por el cardenal Juan Mar-tínez Silíceo, en presencia de numerosos miembros de la Corte, y sele impone el nombre de Carlos en homenaje al abuelo que combatepor los territorios de Europa en defensa de la Cristiandad y de susdominios patrimoniales.

Sus padrinos son Esteban de Almeida, obispo de León, y Alejode Meneses, mayordomo de la infanta Juana, tía del recién nacido.Ofician de madrinas la camarera mayor Giomar de Melo y Leonorde Mascareñas, recién llegada esta última para encargarse de la cus-todia y cuidados del recién nacido, si bien en relación con estasdesignaciones concurren datos contradictorios.

Los cuatro protagonistas son portugueses por la preponderancialusa en la morada vallisoletana desde la llegada a Castilla de laemperatriz Isabel, mujer de Carlos V, hace más de cuatro lustros.

Es el domingo 2 de agosto de 1545. Don Felipe permanece reti-rado en el monasterio de Abrojos, no asiste a la pila bautismal enseñal de duelo por la defunción de su cónyuge, y regresa a orillasdel río Pisuerga al día siguiente de tener lugar la ceremonia.

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Los primeros meses de vida

Son escasas las referencias de las iniciales vivencias del retoño.Francisco de los Cobos, asiduo corresponsal del Carlos V, facilita,casi a renglón seguido del nacimiento, una visión simplista de la dis-posición de la criatura al notificar que «está muy bueno y de cadadía va mejorando; plegue a Dios que lo guarde, que está tan bonitoque es placer verle».

Leonor de Mascareñas, elegida aya y, por tanto, más cercana alcrecimiento del pequeño, detalla desde Guadalajara, en dossabrosas cartas datadas en las postrimerías de agosto de 1545,una tanda de incidencias que desvelan las tribulaciones que seocasionan tan pronto como el niño abandona su localidad natal,acompañado por sus tías María y Juana, para afincarse en Alcaláde Henares. El crío hace dos días que no mama y sus nodrizashan tenido que retirarle el pecho por las mordeduras que hanpadecido en la lactancia. Tras una serie de consultas a los médi-cos, que tardan en proponer una solución, con la consecuenterémora para su desenvolvimiento, se resuelve cambiar el sustentopor leche de cabra, pero el infante se niega a tomar el novedosoalimento, desgañitándose para evitar el inaudito procedimientode que mamase de las ubres del animal. Como recela del produc-to ordeñado, sea de cualquier procedencia, los galenos optan pordarle comida en horas diurnas y lograr que las mujeres contrata-das le ofrezcan sus pechos por la noche, sin que mudase de hem-bras en exceso, para conseguir que no se perdiesen los beneficiosde la crianza natural y evitar con ello precoces calenturas, viruelasy algún hastío.

La pesadumbre de la esforzada doña Leonor, que hacía más detres lustros había sido aya de Felipe II, no se limita a los problemasque genera la manutención. La carencia de efectivo para pagar a lasdos amas de cría que le han amamantado cinco semanas, esposas deun calcetero y de un tejedor, tiene su genio soliviantado y patentizacon claridad los apuros económicos de la casa de las infantas y delmundo áulico en general.

Insiste la piadosa dama portuguesa ante el comendador Cobosen la perentoria obligación, aconseja que se desembolsen cincuentaducados a una nodriza y cuarenta a la otra por las jornadas en quehan dado de mamar cada una al niño, aparte de entregarles diezvaras de paño tendido negro para saya y manto y dos varas de ter-

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ciopelo negro para guarnecer, y se lamenta, además, que le ha pedi-do dinero al obispo para tal menester y le ha contestado que no lotiene ni puede, en consecuencia, dejárselo. Y que no se atreve a rea-lizar más peticiones por temor a que le respondan de idéntica mane-ra. La inferencia es que la casa real no disfrutaba de excesivo crédi-to ni exteriorizaba una correcta moralidad en cuanto al abono desus compromisos pecuniarios.

Nada más ultimar el segundo escrito, añade una apostilla signifi-cando que «el infante está risueño y muy alegre Dios le guarde; yparece que le hace mucho provecho el comer y come de muy buenagana y comería más de lo que le damos».

El receptor de estas comunicaciones, Francisco de los Cobos,con su laconismo usual, vuelve a dirigirse al emperador el 27 deseptiembre de 1545 corroborando que «el infantito está muy boni-co» y don Felipe, en la misma fecha, escribe también a Carlos V,dándole cuenta de las peripecias ocurridas con las amas de críadurante la lactancia.

No mentía, por consiguiente, Paolo Tiepolo cuando en su memo-ria al Senado de su país, emitida nada menos que en 1563, narrabasorprendentemente los contratiempos generados con los pechos delas nodrizas casi dieciocho años después de que se produjesen.

Las infantas

Las dos hermanas del entonces príncipe regente se alejan de laCorte en el verano de 1545 para establecerse en Alcalá de Henares,en cuyo municipio se desarrolla don Carlos sin grandes tropiezosdignos de reflejarse en los pliegos de la época. María tiene entoncesdieciséis años y Juana es más joven, acaba de cumplir los diez, peroserá quien, superando su mocedad, tendrá más vinculación con susobrino, dado que su hermana contraerá pronto matrimonio y seausentará de las tierras castellanas por sus nuevas competencias enel reino de Bohemia.

Paolo Tiepolo estimaba, en su información ya aludida, que elniño tardó en empezar a hablar cinco años, pero la noticia es erró-nea, ya que comienza a balbucear cuando no ha alcanzado los tres,retraso que puede reputarse anormal, pero que era corriente en losvástagos de los Habsburgos. Se comenta por parte de dicho comi-sionado que el primer vocablo que pudo pronunciar fue «no» y quela anécdota causó la hilaridad del Carlos V al argumentar que su

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nieto tenía razón si se refería a los gastos y cuanto daban su abuelo ysu padre. La historieta no tiene realce, pero es verosímil que fuesecierta, puesto que el emperador, bien enterado de cuanto acontecíaen la península, fue recibiendo con frecuencia pormenores de lasfelices agudezas que se le ocurrían al pequeño.

La estancia en la población complutense no es muy larga. DonFelipe se reúne con las dos jóvenes infantas en mayo de 1548 yretorna con ellas y su hijo a Valladolid.

La boda de doña María

Maximiliano de Austria, sobrino de Carlos V, primogénito dedon Fernando y Ana de Bohemia, llega a Castilla en el estío de 1548y contrae nupcias con doña María, siendo designados regentes antela inmediata ausencia de don Felipe, que debe partir para Alemaniay los Países Bajos, a requerimiento del emperador.

Los hermanos de la prometida ofician de padrino y madrina enla solemnidad que tuvo como remate con el paso del tiempo, pese ala querencia masculina hacia los placeres que le proporcionabanotras compañeras de tálamo, la nada despreciable cifra de dieciséisdescendientes.

El futuro Felipe II se ausenta de Valladolid el 2 de octubre de1548 para un viaje que se dilatará hasta 1551. El infante queda alamparo de los gobernantes, aunque en último extremo será doñaJuana quién se ocupe y responsabilice del sucesor de la Corona, conel apoyo de los criados de su casa.

Las instrucciones del emperador

El 15 de noviembre de 1549, desde Bruselas, envía Carlos V unconjunto de advertencias con respecto al método y cuidado que sedebe tener durante el crecimiento de su nieto. Se encomienda aFrancisco de Medrano que se encargue del vestuario y alimenta-ción, siguiendo las observaciones que reciba de Leonor de Mascare-ñas, y se acredita a Luis Sarmiento para controlar los pagos y forma-lizar las correspondientes rendiciones de cuentas.

No parece que su intervención tenga como objetivo la formaciónde una casa, a pesar de que hay comprobantes que le atribuyen

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determinada servidumbre: Francisco Osorio, limosnero; GasparMuriel, despensero mayor de la mesa; Fernando Ortiz de Bibanco,veedor de los gastos; Fernán Álvarez Osorio, encargado de la platay la ropa; Jorge Suárez y Juan López, reposteros de camas; Juan dela Peña y Pedro Hurtado, reposteros de estrado; Juan Bernaldo,aposentador; tres pajes llamados don Benito, don Antonio y donAlonso de Teves; dos cocineros, un brasero, un portero, una lavan-dera y una esclava llamada Antona, incluyendo, claro está, a la arrai-gada Leonor de Mascareñas.

La extensa lista de criados y que doña Juana se hubiese instaladoen Toro con su sobrino, me hace suponer que este contingentedependía de la casa de la infanta, aun cuando en sus quehaceresatendieran al servicio de Carlos de Austria.

El retorno del príncipe

Don Felipe vuelve del recorrido por sus próximas posesiones,desembarca en Barcelona el 12 de julio de 1551 y se encaminahacia Castilla para instalarse en su residencia más habitual de laurbe vallisoletana. Su ausencia ha durado cerca de tres años y nose consignan, en este dilatado intervalo, entre los tres y los seisaños de su retoño, detalles valiosos en el discurrir del infante, sibien no es difícil imaginar que viviera gozoso y libre, entre aten-ciones y esparcimientos, en tanto su tía, en plena adolescencia, seconvertía paso a paso en mujer dispuesta a enfrentarse con sudestino.

La boda de doña Juana

Los esponsales de doña Juana con Juan de Portugal (hermanode la madre de don Carlos, nacido en Évora el 3 de junio de 1537 yjurado heredero del trono portugués sin haber cumplido los sieteaños) se realizan en Toro. Diferentes inconvenientes retrasan la par-tida de la novia que, por fin, sale hacia el país vecino el 27 de octu-bre de 1552 con un nutrido cortejo encabezado por el obispo deOsma y el duque de Escalona, cruza Badajoz hasta la frontera y esacogida, en nombre del rey portugués, por el obispo de Coimbra yel duque de Aveiro.

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El monarca del reino vecino Juan III recibe a la desposada enBarreiro y, sin grandes alharacas por parte del pueblo, la expedicióntermina su recorrido en Lisboa, percibiéndose también muy escasaconcurrencia y entusiasmo de la nobleza. Oficiada por el cardenalEnrique la ceremonia nupcial se celebra en los Pazos de Ribeira.

La despedida

Es fácil entender que la convivencia de tía y sobrino forjasenfuertes lazos de cariño. No en vano es doña Juana el único familiarque se preocupa del infante tras el matrimonio de doña María y laausencia de su hermano. La despedida de la princesa, lista para par-tir hacia Portugal, una de las anécdotas más recalcadas, pregona elalto grado de mutua bienquerencia.

Luis Sarmiento, que ejerce de contador y ayo, expone que laslágrimas de ambos, antes de la partida, duraron nada más y nadamenos que tres jornadas. Y que el pequeño, seguidamente de pedira don Luis «que se volviese luego», anhelando la asistencia de seresqueridos, exclama apesadumbrado por la soledad que se cierne entorno a él: «¡Qué va a ser ahora del niño, solo, sin madre; mi agüeloestá en Alemania, mi padre se va a Monzón a las Cortes!».

Carlos de Austria, a los siete años, exhibe el rasgo sensible de suniñez, temeroso de la añoranza que se avecina, y resulta curioso eluso del sustantivo niño para referirse a sí mismo, como si fuese unser ajeno a su individualidad. El médico de los hospitales universita-rios virgen del rocío de Sevilla, Miguel Toledo González, que dedi-có tres décadas al cuidado de críos con afectaciones neurológicas,repara con perspicacia en dicha contingencia, resaltando que no esuna anomalía autista, sino más bien una forma espontánea paraencumbrar su importancia.

Las vicisitudes de doña Juana

El 20 de enero de 1554, en Lisboa, doña Juana da a luz un varónque más tarde será el legendario rey portugués don Sebastián, detrágica memoria por su impetuoso carácter y su prematura muerteen los campos de batalla de Alcazarquivir, y con cuyo ser apenasconvive cuatro meses hasta su irreversible vuelta a Castilla.

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Su esposo había fallecido, dieciocho días antes del parto, cuandoapenas tenía dieciséis años. La leyenda, más que la historia, habla deuna defunción prematura al socaire de la intensidad en el placer delamor, pero es más seguro que una enfermedad congénita o adquiri-da —¿una diabetes?— precipitase el tránsito hacia el sepulcro.

Los planes del emperador, proyectados hacia una alianza conInglaterra para oponerse a la enemistad y expansión francesa, pre-paran la rápida unión conyugal de don Felipe con la reina católicaMaría Tudor. El enlace implica otra forzosa ausencia y ahora no esun recorrido de placer y reconocimiento de sus súbditos europeos,sino de una ligazón de conveniencia que convierte en azarosa sureincorporación a sus habituales actividades dirigentes. Ante laminoría de edad de su hijo y la carencia de familiares de rango des-tacado, que ofrezcan la lógica confianza por sus aptitudes, elige a suhermana para que asuma la regencia.

Doña Juana, viuda e inerme en una tierra que no le ha dispensa-do una franca hospitalidad por la proverbial susceptibilidad lusa,deja a su vástago —al que jamás volverá a ver— y sale de Lisboa enmayo de 1554, se afinca nuevamente junto a su sobrino y toma lasriendas del país, atendida por varios consejeros, pero gobernando asu arbitrio en el otorgamiento de mercedes y actuando con rigor enlo que concierne al ámbito de la moralidad y las costumbres. Elconde de Gelbes, gentilhombre de cámara, es encarcelado en el cas-tillo de Medina del Campo, porque trató de modo descomedido aun guarda de damas que desempeñaba con escrupuloso celo lasmisiones de su cargo. El aristócrata tenía capitulado su casamientocon una dama y no es aventurado intuir que su iracunda reacciónocurriese por intentar con antelación el disfrute de los placeres deun himeneo concertado.

Las crónicas dan cuenta de que la armonía con su pariente pasapor fases de tensión debido al resentimiento demostrado por donCarlos ante actos similares al expuesto, que provocaban resistenciasdesabridas y un hermético mutismo, compartido con un retraimien-to airado, en concluyente exhibición de su oposición frontal a deci-siones que no son de su agrado. Asimismo su imperioso ahínco porliberarse de la ubicuidad de su ayo y de alcanzar la edad adulta,para desplegar su obsesión de mandar y de ser obedecido sin répli-ca, son componentes esenciales de su conducta cuando todavía notiene diez años. Sin duda la ausencia paterna, que sólo puede serexcusada por las obligaciones impuestas por la ambición deCarlos V, estaba propiciando su talante tornadizo y desenfrenado.

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El viaje del príncipe Felipe a Inglaterra

Apenas doña Juana toma posesión de su puesto como regente,don Felipe emprende su viaje para casarse con María Tudor, des-cendiente de Enrique VIII, que pasaría a la posteridad con el califi-cativo de «bloody Mary» por su sangrienta represión contra los pro-testantes, apoyada en un acendrado catolicismo. De paso hacia LaCoruña, para embarcarse rumbo a las islas, recorre diversos parajesllevando en su compañía al infante, con quien había compartidobreves rachas de intimidad familiar.

En Benavente asisten al espectáculo de una corrida de toros. Laanécdota describe que el astado fue demasiado bronco y queambos se retiraron del recinto para que la fiesta no perturbase eltemple frágil del muchacho. Un vistoso torneo, con el abigarradocortejo de jinetes y caballos engualdrapados que se enfrentan en unbrioso juego de cañas, el desfile de una cabalgata de elefantes decartón, una nave con las banderas de Castilla e Inglaterra y unaespectacular distracción de fuegos artificiales componen un con-junto festivo al que asisten juntos antes de una separación de dura-ción imprevisible. Se dice que también se escenificó un paso cómi-co de Lope de Rueda.

El 13 de julio de 1554 la escuadra zarpa de las costas gallegas,desembarcando en Southhampton seis días después. Durante la fes-tividad del apóstol Santiago se celebra la boda de don Felipe,habiendo sido designado con anterioridad monarca de Nápoles.

Cuando vuelve a la península, en septiembre de 1559, ha trans-currido más de un lustro. Su distanciamiento, forzado por el empe-rador, coincide parcialmente con el crítico periodo de la pubertad,entre los nueve y los catorce años del infante, una etapa siempredifícil en la educación y de poderosas influencias en el posteriordesenvolvimiento de la identidad.

La casa del infante

Antes de partir para consumar su boda, consciente de que suhijo tiene ya la edad adecuada para estrenar su formación, le orga-niza casa propia, eligiendo como ayo, mayordomo mayor y soumi-llier de corps a Antonio de Rojas, señor de Villerías de Campos,

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que ya se ocupaba de tales funciones, y como gentilhombres decámara a los condes de Lerma y Gelves, al marqués de Tavara y aLuis Portocarrero.

Desde La Coruña, el 3 de julio de 1554, escribe a HonoratoJuan, escogiéndole como maestro y alentándole para que trabajecon su eficiencia acostumbrada al objeto de lograr que su primo-génito sea aprovechado en virtud y letras. En idéntica fecha desti-na a Juan de Muñatones, predicador de Carlos V, para quedesempeñe tareas de enseñanza que le serán definidas en sumomento. Este fraile llevaba ya tiempo a las órdenes de Antoniode Rojas.

No deja de llamar la atención que estas disposiciones se cumplanpor la inminencia del viaje, de forma epistolar y evidentes prisas,cuando pudieron ser aprobadas con toda cautela en cualquiercoyuntura más favorable para la reflexión y la adecuada configura-ción de un programa que abarcase la necesaria preparación.

Los primeros estudios

Honorato Juan, nacido en Valencia, hombre de letras, expertoen latín y griego, empieza sus clases inmediatamente, ya que enagosto relata al príncipe, ahora además rey consorte de Inglaterra,que el niño ha empezado a leer, aunque supongo que ni siquierafuese capaz de balbucear las primeras letras. Más adelante, en laprimavera de 1555, cuando ya su alumno ha progresado en la lectu-ra, propone un programa que el padre acoge con prevenciones, alavisar que en los inicios le instruya con autores más fáciles para queno rechace el aprendizaje.

Carlos V, por su parte, se muestra complacido por los progresosde su nieto, alegrándose a su vez de que se comporte con disciplina,pero insistiendo en que se le mantenga al margen de la convivenciacon mujeres.

El 11 de abril de 1555, abatida por una dolorosa dolencia, mue-re en Tordesillas la reina doña Juana, apodada la Loca, madre delemperador y bisabuela de don Carlos, tras un encierro que ha dura-do casi medio siglo y encarna una página patética en la epopeya deCastilla.

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La abdicación de Carlos V

El 25 de octubre de 1555, en un salón del palacio bruselense, alas cuatro de la tarde, Carlos V, maltratado por un padecimientoque le destruye las articulaciones, se reúne con los consejos de sugobierno y los caballeros de la orden del toisón de oro para abdicaren su hijo Flandes y Brabante, sendas zonas del conglomerado esta-tal compuesto por diecisiete territorios y que las crónicas, tantoantiguas como modernas, generalizan de manera equivocada, dadoque desde siempre se ha usado la denominación de Flandes, unaprovincia costera, para abarcar a todo un país cuya estructura eramuy heterogénea —idiomas y privilegios administrativos distintos—y había conseguido una relativa unidad bajo los Habsburgos.

El 16 de enero de 1556, ante el retraso de su partida, motivado,a pesar de que pueda parecer mentira, por tener dificultades parasatisfacer los salarios de su servidumbre, hace cesión también de losrestantes dominios, transmitiendo a su hija, en su calidad de regen-te, estas disposiciones para que sean divulgadas y ratificadas por lasciudades.

El 28 de marzo de 1556, en la plaza mayor de Valladolid, donCarlos preside la proclamación del reciente soberano encima deun estrado cubierto por un lujoso dosel de brocado. En presenciade los magistrados, ayuntamiento, nobleza y miembros de la Cor-te, alza el estandarte, ayudado por Antonio de Rojas, y pronunciaen alta voz: «¡Castilla, Castilla por el rey don Felipe, nuestroSeñor!» Desde aquellos instantes, haciéndose eco de la dignidadque le ha conferido su progenitor en la correspondencia que lealude, empujado por un orgullo desmedido, sólo tolera el trata-miento de alteza.

El regreso del emperador

Carlos V permanece aún varios meses en sus tierras primigeniasy sale hacia la península el 15 de septiembre de 1556, en compañíade sus hermanas Leonor y María, embarcándose en Flesinga. Nadamás arribar al litoral cantábrico se desplaza hacia las orillas del ríoPisuerga, saliendo de Medina de Pomar el 6 de octubre para llegaren siete días a Burgos.

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Don Carlos, nervioso y vehemente, envía un billete de su puño yletra, requiriéndole para que le diga si puede salir a recibirle y enqué paraje del camino. No hay respuesta rauda de su abuelo, quien,por fin, tras alguna dilación, accede a entrevistarse con su nieto enCabezón, a dos leguas de la residencia vallisoletana.

No hay crónica conocida que narre las vicisitudes ni las respecti-vas impresiones que ambos sacaron de la reunión. La expectaciónmás que el cariño, acaso ausente por la falta de convivencia, y ladeplorable salud del recién llegado, me hacen deducir que se pro-duciría un encuentro protocolario y que Carlos V aprovecharía laoportunidad para obtener una opinión preliminar del heredero delos Estados que había abdicado.

El deslumbramiento ante un héroe, del que habría oído hablaren múltiples ocasiones, afamado por su belicismo, pudo tener vali-miento en el muchacho que, a los once años, se enfrenta por pri-mera vez con un familiar al que sin duda admiraba y respetaba. Suabuelo estaba investido por los atributos de una grandiosa supre-macía y resulta elemental que, en gran medida, quedase subyuga-do por su apariencia. El blasón del catolicismo, prematuramenteenvejecido, pero todavía autoritario y deslumbrante, no era comosu tía, con quien tenía una familiaridad que rayaba en la descorte-sía, y tal disparidad debió causar el lógico impacto en su naturale-za altiva.

Pasado el mediodía de un miércoles luminoso, el 21 de octubrede 1556, el emperador hace su entrada en la ciudad, siendo recibidopor dignatarios linajudos que marchan encabezados por un infantealborozado y vestido con ropas aforradas que le proporcionan unbello porte y condición de extranjero. A la jornada siguiente, enotra tarde diáfana, llegan también doña Leonor y doña María, sien-do acogidas con alharacas de trompetas, timbales y menestriles,para celebrar una solemne cena festejando el ansiado retorno.

La estancia de Carlos V a orillas del río Pisuerga se dilata hastael 4 de noviembre, en cuya fecha, bajo las inclemencias de la lluvia yel frío, viajando en litera, a hombros de labradores por sus laceran-tes achaques, se encamina hacia Jarandilla de la Vera, pernoctandoen Valdestillas.

Las dos semanas que mora en la Corte pudieron favorecer unasociabilidad más intensa con su nieto, pero tampoco son momentospara que puedan engendrarse novedades. Es presumible que su des-cendiente escuchase sus hazañas, al calor y complicidad del fuego dela chimenea, para permitirse discrepar tozudamente cuando le cuenta

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su retirada de Innsbruck, acosado por las fuerzas del elector Mauriciode Sajonia. Es de suponer que la exposición de este lance fuese dulci-ficada en su patetismo y que su abuelo le ocultase que tuvo que huirsin decoro, en una noche tormentosa, llevado en un palanquín porsus criados, por sentirse aquejado de un paralizador ataque de gota, ytransitando, a la luz de los hachones, por abruptas comarcas del Tirolhasta llegar a Iliria. Al inquieto mozalbete no le agrada aceptar que elasedio aconsejaba la fuga e insiste con terquedad que él no hubieseescapado, sin considerar las razones logísticas, fundadas en que Car-los V había disgregado sus fuerzas en Italia y en Hungría, confiandoen la lealtad traicionada por el astuto elector de Sajonia.

Su empecinamiento, de todas formas, es comprensible en sumanera pueril de contemplar los sucesos, aunque modelen ya unahorma altiva y contumaz en su estilo, extremado en una de sus char-las cuando se empeña con testarudez en que le regale una estufa conla que aliviaba los rigores de las bajas temperaturas. El emperador,indignado por la cerril insistencia, le responde con firmeza que seríasuya tan pronto como él hubiese muerto. Y le reprende por la inso-lencia y desenvoltura que exhibía delante de su tía.

El 14 de noviembre llega Carlos V a Jarandilla, se estaciona en lapoblación cacereña durante parte del invierno, albergado en el pala-cio del conde de Oropesa, y el 3 de febrero entra en el monasteriode Yuste.

Un día en la vida del infante

A raíz de la breve permanencia de Carlos V en la Corte se obser-va una mudanza en la sensibilidad y pautas del infante. Los infor-mes de su nuevo ayo García de Toledo (Antonio de Rojas acababade perecer) y de su preceptor denuncian que su proclividad a plan-tar los codos en la mesa y el adiestramiento marcial han menguadocon independencia de que su salud es buena. Esta novedad puedeestar basada en el desequilibrio inherente a la entrada en la puber-tad, pero también impulsada por una pérdida de estímulo tras per-catarse de que su afamado ascendiente era un ser humano en plenadecadencia y que no evidenciaba interés por su persona, al enclaus-trarse en el lejano monasterio de Yuste. Aquel relativo distancia-miento del compromiso consciente y de una cotidiana compenetra-ción con su nieto pudo, por una presumible decepción, repercutirnegativamente en el quehacer inmediato del sucesor.

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La existencia volvía a sus mecanismos habituales y poco signifi-caba ya la llegada de su abuelo. Nada había cambiado y hasta escreíble que en su ánimo quedasen resquicios de enojo por el desam-paro en que se encontraba por parte de los dos varones con predi-camento para encauzar sus pasos. El cambio de ayo provocó, a suvez, reacciones recelosas —don García era más joven, exigente ydisciplinado que el caduco Antonio de Rojas—, y ninguna persua-sión favorable podía ya esperarse de doña Juana, a quién, por todoslos síntomas, no respetaba lo suficiente.

La evolución de un día corriente revela la monotonía de su acti-vidad. Se levanta antes de las siete para destinar los noventa minu-tos iniciales de su jornada al alimento matutino y las consabidas ora-ciones. La misa cotidiana y el estudio abarcan sus cometidossiguientes hasta el intervalo de almorzar a las once de la mañana. Enlos ratos de asueto posteriores a la comida, hasta las tres y media enque merienda, dialoga con los componentes más próximos de sucasa y se entretiene con juegos, además de practicar la esgrima, unentrenamiento usual en las altas esferas que no le complace por elesfuerzo físico que entraña. La tarde se asigna a las clases que leimparte Honorato Juan y se retira a descansar a las nueve de lanoche, después de rezar un rosario, para dedicar al sueño un pro-medio de diez horas diarias.

Su perfeccionamiento estaba, como puede advertirse, meticulo-samente reglado, su bienestar era aceptable, pese al mal color de lacara, y no quedaban muchas pausas para el esparcimiento, salvoalgún paseo por el campo antes de cenar. Debía ser aturullado almontar a caballo —su ayo asegura que puede ser peligrosa la equi-tación—, no aprendía con ahínco y rechazaba los sacrificios, excep-to si se le prometían premios que abatiesen su innata apatía.

En el verano de aquel año, en 1557, doña Juana pretende que susobrino cambie de morada con el peregrino pretexto de que convi-ve demasiada gente en el alojamiento que ocupan desde la llegadade las hermanas del emperador con sus respectivas servidumbres.

Felipe II, desde sus posesiones del norte, resuelve que elinfante se traslade a Tordesillas, al emplazamiento en donde estu-vo encerrada doña Juana, la Loca, pero los médicos desaconsejanel cambio por hallarse la población elegida acosada por calentu-ras y modorras. El ayo intercede igualmente ante Carlos V paraque sea alejado, pero los galenos vuelven a oponerse alegandoque no hay enfermedades epidémicas en la localidad que justifi-quen la decisión.

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Los argumentos aducidos no son convincentes si se conjeturaque Valladolid dispondría de alojamientos adecuados (la propiaregente recomienda la casa del comendador mayor), y García deToledo, reacio inicialmente a la mudanza, ofrece una pista de quealgo más sustancial motivaba la solicitud de la princesa de Portu-gal cuando exterioriza, sin ambages, que alejar a don Carlos podíarespaldar una sarta de murmuraciones en el pueblo. ¿Se agudiza-ban los enfrentamientos entre tía y sobrino? ¿Habían llegado lasfaltas de respeto a exceder los límites disculpables? ¿Qué ocurríarealmente para intentar semejante propósito? Es probable, si bienno es más que una mera deducción, que, cumplidos ya los doceaños, se produjesen escenas contraproducentes en el rígido marcomoral de la sede cortesana. El despertar sexual puede llevar consi-go complicaciones en el ordinario desenvolvimiento de la vida,acentuadas en este caso por la convivencia con jóvenes damas decompañía encuadradas en el servicio de la hija y las hermanas deCarlos V.

El retrato de un adolescente

García de Toledo y Honorato Juan ponen al corriente con perio-dicidad a Carlos V y el príncipe Felipe del progreso intelectual yfísico del pupilo. La salud es aceptable porque apenas ha sufridoafecciones de fiebres, corrientes en aquella época de escabrosas epi-demias, tiene un buen crecimiento y es únicamente su pálida tez elsigno externo que puede delatar anomalías en su condición.

Su ilustración es, en contrapartida, origen de constante desazóny su maestro se sincera, notificando que no progresa cuanto desea yque surgen dificultades de indudable trascendencia, sin que porme-norice sobre los fundamentos de su opinión, que dilata hasta elmomento en que su padre vuelva a su ciudad natal y pueda com-probar la situación con sus propios ojos. Las vagas impresiones ver-tidas pueden aludir a una capacidad intelectual inferior al nivel desu edad o tal vez referirse a tozudas arrogancias tendentes al desaca-to permanente, fomentadas por un carácter que nadie era capaz dedoblegar ni siquiera con severos castigos.

El limosnero Francisco Osorio, por el contrario, presenta orien-taciones siempre favorables de su pupilo, pero se intuye que suscorreos tienen la finalidad de exaltar su condición para contentar lapasión paterna. Sus misivas tienen más valor como complacientes

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lisonjas que como verdades, dado que repite con machacona retóri-ca que su alteza gana en cristiandad, bondad, virtud y entendimien-to, aparte de citar escrupulosamente todas las devotas ceremonias alas que asiste con frecuencia en señal inequívoca de su piedad y fer-vor. El contorno áulico no facilita, en consecuencia, pruebas con-tundentes de los auténticos móviles que conforman las acciones yaptitudes del adolescente y esta carencia de rastros objetivos abre elcampo a simples especulaciones sin rigor.

Tan sólo Federico Baodero se atreve a calificar su naturaleza enel testimonio que cursa al Senado de su república en 1557, aunquees preciso resaltar que el veneciano jamás había permanecido enCastilla y recurre, por tanto, a versiones indirectas procedentes delmundo palaciego neerlandés o mediante noticias de Valladolid.Pese a haber incluido su contenido esencial en páginas anteriores,voy a hacer hincapié en sus etopeyas con la licencia derivada deldesarrollo cronológico de los acontecimientos.

Sin medias tintas, eximido de pleitesía, manifiesta que don Car-los tiene doce años y que su cabeza resulta desproporcionada con elresto del cuerpo, que tiene los cabellos negros y una débil comple-xión. Aduce, además, que su comportamiento es cruel con los ani-males y que se divierte quemando vivas las piezas de caza queponen a su disposición. Un espíritu dadivoso le hace propenso a losregalos sin reparar en su precio (ropas, joyas, dinero) y exhibe untemperamento orgulloso aderezado con una notoria predilecciónhacia el lujo y la ostentación en su vestuario. Terco e impetuoso, sutendencia al arte de la guerra y la compra de adhesiones medianteobsequios configuran otros aspectos de su individualidad. Ademásde presuntamente valeroso se opina que es muy inclinado hacia lasmujeres, a despecho de sus pocos años, apunte que puede justificarel conato de alejarle de la morada de doña Juana en evitación deeventuales disgustos domésticos.

El perfil puede aproximarse a la realidad, no hay base sólidapara argüir lo contrario, pero es lógico deducir que en su idiosincra-sia, todavía pueril a sus doce años, hubiese una genuina inclinaciónhacia románticos sueños belicosos heredados o adquiridos por lasugestión de la guerrera predisposición de su abuelo. No extraña,pues, que detestase las obras de Cicerón que le daban a leer paraque moderase sus impulsos, pero sorprende que un humor belige-rante no tuviese tendencia a la esgrima y la equitación, que eran seg-mentos importantes de la cultura impartida a los linajes distinguidosy con más razón al heredero de la monarquía.

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Que el trajín de su ayo y de doña Juana estaba destinado al fra-caso se vislumbra con claridad cuando ambos se dirigen al empera-dor suplicando con insistencia que sería provechoso que su nieto seacerque hasta Yuste y permanezca en su compañía varios días, auncuando no fuesen muchos, compartiendo sus hábitos y experien-cias. Carlos V se encontraba ya bastante mal en sus postreros meses,se había retirado para mantenerse aislado y no es raro que hicieseoídos sordos a las peticiones, aunque su enclaustramiento no fueseóbice para que estuviese al tanto de incidencias primordiales eincluso se involucrase en el ejercicio estatal mediante instruccionesepistolares.

Al correr del tiempo, el 21 de septiembre de 1558, pasada lamedianoche, empuñando y besando un crucifijo que pertenecía a sucónyuge, muere Carlos V, rodeado por los paños negros que enlu-tan las paredes de su cámara en el monasterio de Yuste.

Vicisitudes bélicas y políticas

Mientras don Carlos se adentra en su pubertad y se produce laabdicación del emperador, se sucede una serie de avatares quedesencadenan una sangrienta guerra en Francia y las tierras itálicas.El cardenal Caraffa, irreconciliable enemigo de Carlos V en losenclaves italianos, es designado papa con el nombre de Paulo V.Pese a tratarse de un individuo casi octogenario, sus ambiciones ysu odio hacia los dominadores propicia una alianza con Franciapara adueñarse de Nápoles con la fuerza de las armas. El duque deAlba ataca los Estados pontificios y se desatan las hostilidades entrelas tropas hispánicas y las huestes del sumo pontífice, aliado conEnrique II, rey de Francia. Al cabo de unos meses de rudos enfren-tamientos, Fernando Álvarez de Toledo entra triunfador en Roma ylos franceses encajan las derrotas de San Quintín y Gravelinas quedesequilibran la guerra en favor del nuevo y flamante monarca.

El 17 de noviembre de 1558 fallece María Tudor, sin tener des-cendencia, y dos meses después es coronada su hermana Isabelcomo reina de Inglaterra. Los planes de Carlos V, concebidos paraque el catolicismo fuese predominante en la monarquía inglesa, hanfracasado y se abre un periodo de discrepancias con el país isleño.

Todas estas peripecias cambian el panorama y se promueven lasconversaciones de paz de Cateau-Cambrésis. El compromiso que ter-mina con los combates, tras la pérdida de Calais por los ingleses, se

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fija en abril de 1559, acordándose el matrimonio de Felipe II con Isa-bel de Valois, hija de Enrique II, y restituyéndose, en general, las res-pectivas conquistas efectuadas durante el sangriento conflicto. A pun-to de completarse el acuerdo en cuestión, en medio de lasnegociaciones que se ultiman ante el agotamiento económico de loscontendientes, las gestiones auspiciadas por la duquesa de Lorena,sobrina de Carlos V, apoyan que el enlace de la niña francesa se mate-rialice con el primogénito de Felipe II. Esta propuesta es aprobadadocumentalmente, estableciendo que la dote sería el disputado lugarde Calais que el ejército galo había reconquistado a los ingleses.

Isabel, nacida en Fontainebleau el 3 de abril de 1546, fue, encierto modo, la prometida de don Carlos antes de que se consumaseel arreglo de Cateau-Cambrésis. La exigua diferencia de edad entrelos jóvenes y la necesidad de un pacto consolidado con uniones con-yugales apuntalaban la negociación que, en último término, sufrió uncambio radical al concertarse que el próximo marido fuese el padre.Esta solución, tan dispar, se plasmó porque el monarca desistió deuna dificultosa boda con la reciente soberana de Inglaterra y por laintromisión del aristócrata francés Montmorency, que sugirió, en unajunta secreta con próceres hispanos, que el infante podía casarse conMargot, hermana menor de Isabel de Valois, y esta con Felipe II.

Se ignora si Carlos de Austria llegó a conocer las estipulacionespreliminares que le reservaban una esposa francesa que, de formaparadójica, iba a convertirse en su madrastra. El 24 de junio de1559, cuando la muchacha acaba de festejar los trece años y el reytiene ya treinta y dos, se celebran los esponsales, por representa-ción, en la basílica de Notre-Dame de París.

Auto de fe

El cisma de los adeptos de Lutero, esparcido por el norte delcontinente europeo, tuvo escasa penetración en la península ibérica,pero aun así se crearon conventículos luteranos en Sevilla y Vallado-lid, participando en la supuesta herejía gente de prosapia y seresque vivían en el ámbito confesional. El celo del catolicismo, azuza-do con inflexible dureza por Carlos V desde su retiro espiritual enYuste, desencadenó numerosas detenciones, los consecuentes jui-cios, los castigos impuestos por herejía y el implacable auto de fecon la ejecución, mediante garrote o en la hoguera, de los sentencia-dos a la pena capital.

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En la plaza mayor vallisoletana, el domingo 21 de mayo de 1559,con la asistencia de una muchedumbre enfervorizada por tan dan-tesco espectáculo, son exterminadas catorce personas y quemadoslos huesos del cadáver desenterrado de doña Leonor de Vivero.Dieciséis reos más pierden sus bienes, caen en nota de infamia y sonencarcelados a perpetuidad, temporalmente o desterrados, en unapatética fiesta de fanatismo que comienza a las siete de la mañana yfinaliza diez horas más tarde, con asistencia de las órdenes religio-sas, los inquisidores, los órganos de gobierno, la Corte y la presen-cia de doña Juana y el infante.

Francisco Baca, inquisidor de la ciudad, exige a la princesaregente y su sobrino un riguroso juramento de que sostendrán yfavorecerán siempre al Santo Oficio, pero no constan antecedentesque relaten la emoción que siente el sucesor de la Corona al con-templar el panorama. Algunos historiadores han aducido que, des-de aquel instante, don Carlos concibió resquemor y hasta odio con-tra la institución, pero dichas aseveraciones tienen poca consistenciasi se deduce que únicamente contempló la aburrida solemnidadescenificada en la plaza —promulgación de la condena y la lecturade una declaración de fe— y no presenció las apabullantes imágenesde la pira abrasando a un impenitente y la estrangulación, practica-das lejos de la urbe y en un sitio que el populacho denominaba elquemadero.

El regreso del rey

Felipe II designa a Margarita de Parma, su hermanastra, gober-nadora de las diecisiete provincias norteñas, antes de partir paraCastilla, aunque el cargo tuviese visos de alcurnia al quedar rodeadapor una cohorte de hombres elegidos cautelosamente para prestarel adecuado asesoramiento y vigilancia. Esta mujer, que en el trans-curso de su mandato acreditó una tenacidad edificante y un elevadosentido de la responsabilidad dinástica, nacida en 1522, era fruto deun esporádico romance que el emperador tuvo, cuando estaba sol-tero, con una dama de la familia Van der Gheist. Su sobrenombregentilicio procede del matrimonio contraído, en segundas nupcias,con Octavio Farnesio, duque de Parma, de quien por determinadasdesavenencias vivía separada.

Siguiendo igual itinerario que el emperador, el nuevo soberanose embarca en Flesinga y fondea en Laredo, en un viaje sin pertur-

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baciones, dejando a su espalda una sarta de dificultades sin resolverque requerían su permanencia en territorio norteño: la ambiciónfrancesa, la amenaza del credo protestante afincándose en Inglate-rra y el descontento del país por las guerras sobrellevadas no hacíanaconsejable su partida.

En septiembre entra en Valladolid para fijar su residencia en lapenínsula y en sus primeros pasos dirigentes sobresalen sendasatenciones con su descendiente, a quien impone las insignias del toi-són de oro, que ya le habían sido concedidas en el capítulo deAmberes de 1556, y convoca Cortes Generales en Toledo con elafán de que sea jurado el príncipe de Asturias.

Estas dos decisiones, en especial la segunda, apoyan la noción deque no dio excesiva dimensión a los problemas educacionales y deconducta que tanto se destacaron durante su prolongada estanciaen el norte de Europa. Nada anormal habría en su primogénitocuando adopta ambas disposiciones sin un atisbo de vacilaciónsobre sus cualidades ni en el terreno de su entereza física. Cualquiermenoscabo hubiese, al menos, demorado la última resolución.

El 8 de octubre tiene lugar en la población vallisoletana otro autode fe cimentado en la herejía protestante. En esta ocasión, como rema-te del anterior acto, catorce seres humanos son sancionados con lapena capital y una veintena padecen la expropiación de sus bienes ycastigos de reclusión e infamia. Acompañando al rey asisten doña Jua-na y el infante, vestido con capa y ropilla de raxa llana, media calza deaguja de lana y muslos de terciopelo, gorra de paño, espada y guantes.

Diversas crónicas advierten que Carlos de Seso, uno de los penados,increpó a Felipe II, en su condición de noble, por la muerte afrentosaque se le daba y que el monarca replicó, con rígido convencimiento,que actuaría de idéntico modo si fuese su propio vástago quién estuvie-se acusado de herejía. La frase que le ha sido atribuida, con matices dis-tintos según el escritor que la refiera, viene a decir: «si mi hijo fuera tanmalo como vos yo mismo llevaría la leña para quemarlo».

Al día siguiente, abandona la localidad, dando instrucciones paraque el gobierno se traslade también a la ciudad imperial y desde Aran-juez expide una pragmática expresiva de su celo católico, prohibiendoque cualquiera de sus súbditos pueda estudiar en el extranjero paraevitar indeseables vecindades que alteren sus creencias, so pena deconfiscar sus pertenencias y aguantar, además, el destierro perpetuo.

Inmediatamente, el 9 de diciembre, comienzan las reunionespresididas por el monarca. A su lado, don Carlos asiste a las sesio-nes sostenidas con los procuradores castellanos.

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La tercera boda de Felipe II

Isabel de Valois y el contingente de cortesanos que componen suséquito, más de ciento cincuenta sirvientes, salen de Blois el 7 denoviembre, penetran en Navarra por Luzaide y tras coronar el puer-to de Ibañeta llegan a Roncesvalles en los albores de 1560, tras ago-tadoras jornadas que han abarcado ocho semanas. El invierno mon-tañés abraza a la comitiva con intensas nevadas, bruscas ventiscas yun frío glacial que obliga a la futura reina a desplazarse en literapara superar los escollos del viaje.

Iñigo López de Mendoza, duque del Infantado, y el obispo deBurgos, Francisco de Mendoza, dan la bienvenida a la jovencísimagala en la colegiata de Roncesvalles, en un protocolo realizado enuna sala del monasterio por las adversidades climáticas. Después dereemprender la fatigosa marcha, el grupo llega a Pamplona y por elterritorio navarro y por Aragón se suceden los festejos con corridasde toros, máscaras, torneos, fuegos de artificio y hasta farsas teatra-les. Doña Isabel y su cohorte entran en Guadalajara el 28 de enero,albergándose en el palacio ducal, en donde estaba todo dispuestopara la celebración de la boda.

La ceremonia, con su misa de velaciones, debió celebrarse tansólo tres días después, aunque abundan contradictorias opinionesque señalan el 2 de febrero como la fecha en que se consumaron lascorrespondientes nupcias. Don Iñigo, que había acompañado a lainfanta francesa desde su entrada en el antiguo reino navarro, ejercede padrino en los desposorios y doña Juana es la madrina, oficiandoel sacramento el cardenal de Burgos.

Alcalá de Henares y Madrid, principales centros recorridos en elavance hacia Toledo, acogen a la pareja con idénticas muestras dejúbilo y regocijos festivos. El 13 de febrero, recibidos por ochobatallones de infantería y dos cuerpos de caballería, entran en lavilla del Tajo por la puerta de la Bisagra. La soberana visita la cate-dral y es saludada en la explanada del alcázar por el infante. Pareceser que don Carlos no pudo asistir al casamiento por el acoso de lasconsabidas fiebres cuartanas. Prosiguen las fiestas en forma de tor-neos, juegos de cañas, saraos y mascaradas, hasta que se suspendenpor caer enferma doña Isabel con calenturas y una severa afeccióncutánea.

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El juramento

Montado en un caballo tordo engualdrapado en oro y plata, ves-tido con ostentación lujosa de perlas y diamantes en las botonadu-ras de sus ropas, y todavía con continente enflaquecido y pálido porlas destemplanzas, don Carlos cabalga hacia la catedral toledanapara que se le rinda el juramento implantado por las ordenanzas deCastilla. Es la fría y blanca mañana del 22 de febrero de 1560.

En la vistosa comitiva desfilan también Juan de Austria y Alejan-dro Farnesio, dos jóvenes que compartirán sus experiencias con elinfante en un plazo cercano, al verse en la precisión de acompañarleen su corto asentamiento en Alcalá de Henares.

Don Juan, famoso por sus venideras gestas bélicas, la rebeliónde los moriscos de Las Alpujarras y la batalla de Lepanto contralos turcos, entre múltiples acontecimientos, era hermanastro deFelipe II, quién le había reconocido como tal, otorgándole el tra-tamiento de excelencia, nada más producirse su vuelta a la penín-sula. Era, por tanto, vástago de Carlos V y el fruto de un entendi-miento efímero con una mujer llamada Bárbara Plumberger(Blomberg para adaptarse a la fonética flamenca), cuyo origenfamiliar resulta muy intrincado y se conoce tan sólo que llevabauna existencia disipada en los burdeles. Sus desafueros amorososalcanzaron tal repercusión que vivía medio confinada en Gante y,finalmente, para que no vilipendiase la aureola del héroe —a lasazón ya gobernador en Bruselas— fue deportada a San Cebriánde Mazote, una aldea castellana, y más tarde a Colindres, en cuyoemplazamiento cántabro falleció en 1598. Alejandro Farnesio, porsu parte, combatiente en heroicas acciones durante determinadoperiodo de la violenta sublevación neerlandesa, era hijo de Marga-rita de Parma.

A renglón seguido de celebrar una misa de pontifical, oficiadapor el cardenal y obispo de Burgos Francisco de Mendoza, con laasistencia de otros dignatarios de la iglesia y delante de la aristocra-cia y los delegados que intervienen en las deliberaciones políticas, sedesarrolla la pleitesía jurando obedecer a don Carlos y tenerle porlegitimo continuador del trono. Como si el destino se complacieseen evitar sus encuentros en efemérides de indudable trascendencia,Isabel de Valois no puede asistir a la solemne jura por hallarse con-valeciente de la dolencia contraída tan pronto como llega a Toledo.Antes de agotar el ritual preparado de antemano, Juan de Austria

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exige al heredero juramento de guardar los fueros y leyes de susfuturos reinos, mantenerlos en paz y defender la fe católica con suvida y hacienda.

El príncipe, 1560-1568

En el alcázar toledano

A continuación de la solemnidad celebrada en la catedral y con-cluidas las Cortes, la normalidad retorna al reducto de la fortalezaque sirve de morada a las cuatro casas reales que conviven dentrode sus límites. Junto con la del recién jurado comparten la edifica-ción Felipe II, doña Juana e Isabel de Valois, con la cohorte de cria-dos de sus respectivos servicios, que convierten la holgura del recin-to en estrechez y molestias diarias.

Después del frío invernal padecido a orillas del Tajo y ya entradala primavera, que alivia de los rigores del clima, se siguen celebran-do justas y torneos en los que media el monarca, sorprendiendo suexhaustiva dedicación en estas diversiones de fuerza y destrezacombatiente en los que pocas veces se implicaba. Da toda la impre-sión de que el marido pretende deslumbrar a su esposa o probarque aún es hombre lozano, pese a la sensible desigualdad de dosdécadas que separan sus respectivas edades.

Isabel, a punto de cumplir los catorce años, núbil y sin rastros defertilidad, sufre varios accesos febriles que debilitan su organismo yhasta el rey se indispone con parejo mal como consecuencia proba-blemente de sus imprudencias en las simulaciones guerreras.

El desenvolvimiento de Carlos de Austria se enmarca, como es natu-ral, dentro de las coordenadas tranquilas y aburridas de la sede toleda-na, pero son escasas las referencias de sus movimientos en 1560. Girascampestres a la Huerta del Capiscal, expediciones bulliciosas por losalrededores del río, con la inigualable perspectiva de sus abruptos cor-tantes dominando el caudal del agua y sus cárdenos suelos, visitas alpabellón de caza de Aranjuez, para disfrutar de cacerías con uso de telasy ballestas, que permiten capturar y aniquilar a los animales sin conmo-ciones en la urdimbre de las trampas, bailes jocosos y divertidos saraos,constituían la distracción usual en los momentos en que su salud no seresentía por el agobio de las esporádicas calenturas que atacaban porigual a mucha gente con independencia de su condición social.

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Además se le atribuye, en este trecho de su progresión, una insa-ciable curiosidad hacia la esfera femenina, dado que es frecuente queasedie a las damas con preguntas que llegaban a ser molestas. Estaindiscreción era proverbial en el príncipe, no debiendo por ello sacar-se discutibles inferencias sobre supuestas morbosidades escabrosas.

El 5 de diciembre perece el rey galo Francisco II, casado conMaría Estuardo y hermano de Isabel de Valois, y enseguida, en elmes de enero, la reciente reina se ve aquejada de un virulento ata-que de viruelas que compromete su vida, viéndose obligada a per-manecer en el pueblo de Mazarambroz cerca de un mes.

El invierno vuelve a ser severo en 1560 y comienzos de 1561,uniéndose a las gélidas temperaturas la falta de víveres y carbón. Ladestemplanza de la estación hace estimar que las vivencias en Tole-do se centraban en simples diligencias domésticas aderezadas conpasatiempos de salón como los naipes o las tabas, sesiones placente-ras de música de vihuela u órgano o los histriónicos turnos de losbufones dirigidos al solaz esparcimiento de los señores. La convi-vencia no era nada amena pasadas las calendas del estío.

El traslado de la Corte

Tras escenificarse otro auto de fe, que las autoridades inquisito-riales protagonizaban como esporádico espectáculo para enardecerla conciencia de los súbditos, sembrar el temor de dios y demostrarsu infatigable vigilancia del dogma católico, el monarca comienzalos preparativos para encaminarse al reformado reducto morisco deMadrid, en acabamiento de un propósito que ya estaba trazado ensu mente antes de llegar a enclaves castellanos, pese a que se argu-menten diferentes factores secundarios que incidieron en su deci-sión, tales como el desagrado que Isabel de Valois sentía por la ciu-dad imperial, la escasez de agua y alimentos, algunos conflictos conlos poderes eclesiásticos, mala voluntad de los propios toledanoshacia los próceres del mundo áulico y el impacto de los inviernosenzarzados en grandes nevadas y fríos demoledores.

En las postrimerías de mayo de 1561 se empieza la mudanza,con la consiguiente barahúnda de mobiliario, ropas y enseres trans-portados en acémilas y carruajes. Don Carlos sale de la población elmiércoles día 28, siguiendo los pasos de su madrastra y de su tía,que han partido la jornada anterior camino de Aranjuez como etapaintermedia del viaje.

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El alcázar de Madrid

La Corte se asienta en la villa madrileña que, por aquellas fechas,contaba con unos dos mil quinientos hogares y entre once y catorcemil habitantes, según orientaciones cronísticas de cuestionableexactitud. El emplazamiento estaba considerado salubre por la lim-pieza de sus aires, la cercanía de las montañas de Guadarrama, elespléndido caudal de sus aguas y la umbría de sus espesuras.

El viejo castillo árabe, remozado a conciencia, dispone de tresalturas, dedicándose la zona más elevada del edificio a los aposentosde las damas de compañía y servidumbre cualificada. El sector prin-cipal, en la segunda planta, abarca las cuatro casas destinadas al rey,la reina, doña Juana y Carlos de Austria, con sus respectivas cáma-ras, antecámaras y salones para distintos menesteres. En el primernivel se ubican las salas donde se celebran los consejos de la monar-quía y en los sótanos se almacenan los víveres y están instalados loscomedores de los criados y las cocinas.

Las tórridas temperaturas del verano se combaten en los frondo-sos jardines de la Casa de Campo o en los tupidos bosques de ElPardo, a orillas del río que se desliza junto al Campo del Moro o enestanques que se habían mandado construir a semejanza de los queproliferaban en el norte de Europa. Y es en agosto, en plena canícu-la, cuando la jovial francesa tiene los primeros signos de su fertili-dad, las menstruaciones que predisponen a su esposo para empezarsus funciones maritales en busca de una descendencia que consoli-dase el andamiaje hereditario de la monarquía. Isabel de Valois aca-ba de alcanzar los quince años y su endeble salud mejora de maneraostensible con el cambio de emplazamiento.

Por su parte, el príncipe se mantiene con sus acostumbradasindisposiciones, si bien no existen avisos de que corriese peligro.Las fiebres tercianas y cuartanas eran un mal endémico en laspoblaciones de la península, abrazaban a una gran cantidad de sushabitantes, y no eran tan perniciosas como las epidemias de peste ocólera que se desencadenaban causando innumerables bajas.

En septiembre, ignoro si por persuasión de sus galenos o porpropia elección, Felipe II dirige algunos despachos a corregidoresde poblaciones enclavadas cerca del mar Mediterráneo para que leinformen de la salubridad de sus respectivas comarcas, pensando enla conveniencia de que su primogénito se desplace a la costa. Hayrespuestas satisfactorias —Gibraltar—, pero el rey, acuciado por

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una penuria económica total, endeudado en millones de ducados ycon su patrimonio trabado o enajenado, decide en último términoque se establezca en Alcalá de Henares, distante cinco leguas ymedia del reducto real.

Don Carlos se encamina hacia la localidad complutense el 31 deoctubre de 1561 para alojarse en las dependencias arzobispales conJuan de Austria y Alejandro Farnesio como compañeros insepara-bles de estudios y correrías. Ninguno de los conspicuos apologistasfelipescos ha reparado en la coincidencia de que su alejamiento seprepara en cuanto la soberana genera los preliminares síntomasmenstruales y surge la exigencia de asumir responsabilidades másdelicadas.

La pubertad se ha consolidado y se abre el enigma de su futuramaternidad, cuando aún es demasiado joven y parece más lógicoque estuviese distraída por estampas más pueriles como la caza o lasfiestas, en las que sin duda cooperaban los tres muchachos que seretiran repentinamente de la Corte después de vivir a su lado másde año y medio, compartiendo las mejores horas de franca camara-dería.

La solución de alejar a su hijo y a sus dos acompañantes puedeobedecer, por tanto, a un irrefrenable deseo de que su consorte afron-te sus compromisos sin la intromisión de sus amigos, quienes, aunquefuese de manera banal, podían interferir en el desenvolvimiento coti-diano de sus actos. Si fuese lo contrario, una sencilla convergencia, noresulta sensato que se esperase tanto tiempo para remediar las des-templanzas del heredero, declaradas más asiduas desde su llegada aToledo en los comienzos de 1560, ni que el espacio elegido tuvieseparecidas características ambientales que los alrededores de la refor-mada construcción árabe. El clima y las condiciones salubres de Alca-lá de Henares y Madrid no diferían tanto como para esperar un cam-bio influyente. Tampoco la coartada de la formación intelectual sirvede excusa, ya que los tres jóvenes llevaban más de año y medio en laCorte, sin que se suscitase el asunto o se tomase un acuerdo similar,que, en todo caso, hubiera sido más prudente adoptar cuando laestrechez del reducto toledano hacía la armonía más incómoda ycompleja. Sin intenciones de aportar alguna reflexión malsana, por lasrazones que fuesen, se vislumbra que a Felipe II no le apetecía su pre-sencia cuando su esposa empieza a ser mujer y se van a entablar lascomprensibles cópulas entre los cónyuges.

Por el verano de 1561 se produce, además, otra súbita iniciativaregia: el 28 de agosto escribe al emperador Fernando y a los reyes

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de Bohemia, Maximiliano y su hermana doña María, sometiendo laposibilidad de un próximo matrimonio de su descendiente con lainfanta Ana, nieta e hija respectivamente de los Habsburgo imperia-les. La archiduquesa Ana no tiene aún doce años, puesto que sunacimiento en Cigales, lugar cercano a Valladolid, acaeció cuandosus progenitores regentaban Castilla.

Con esta oferta, precipitada si se ponderan su parsimonia altomar decisiones y los supuestos altibajos que experimenta la saludde su vástago, Felipe II comienza una larga tramitación diplomáticaque pone en juego el porvenir de su continuador dinástico. En esteplano, como en tantos otros, hacía un sistemático seguimiento de lapolítica matrimonial del emperador. Casar a su descendiente era unaobligación y es presumible que Carlos de Austria no tuviera, almenos en sus fases incipientes, conocimiento de las intrigas casamen-teras que no se ciñeron en exclusiva a la órbita familiar de Viena.

La caída en Alcalá de Henares

La vida del príncipe evoluciona con regularidad en Alcalá deHenares, en cuyos andurriales ya había convivido con sus tías doñaMaría y doña Juana. Sus trastornos disminuyen en intensidad, lasofensivas palúdicas menudean sin dureza, acaso con igual insisten-cia que cuando residía en otros parajes, y entretiene sus ratos deocio con un pequeño elefante que le han enviado desde Portugal,aparte de estudiar con sus dos compañeros bajo la vigilancia de suantiguo preceptor Honorato Juan.

A principios de 1562, don Fernando, apreciando con buenosojos la propuesta de su sobrino, manifiesta su voluntad de negociarel casamiento de su nieta Ana. En la cubierta de la misiva, que estádatada el 14 de enero, hay una anotación manuscrita de Felipe IIseñalando a su secretario: «me acordéis que responda a este nego-cio», concreción que infunde desconcierto, teniendo en cuenta elfuste del proyecto. ¿Es concebible que su memoria fuese tan frágilpara que le tuviesen que recordar una idea de semejante trascen-dencia? O mucho me equivoco o el monarca apenas daba importan-cia a un pensamiento que, a fuerza de tener idéntica suspicacia sibi-lina que el soberano, se conecta fácilmente con la probablefecundidad de su esposa, el repentino interés por la salud de susucesor y el empeño en alejarle de los aledaños de la Corte. Algúnremordimiento dañaba su mente cuando comienzan sus vínculos

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carnales con una adolescente que tenía más familiaridad con suhijastro. El rey, se quiera o no, era un usurpador del tálamo destina-do para don Carlos, tenía conciencia de su conducta por los mane-jos mediadores que propiciaron la paz de Cateau-Cambrésis y paracalmar una ridícula zozobra interna, dimanante de su carácter timo-rato, pensaba en aquella circunstancia dotarle de una mujer quesupliese a su anterior prometida. El 11 de marzo de 1562, cuandoya han desaparecido sus resquemores, analiza de nuevo la cuestión,haciendo constar que su hijo ha recaído en su enfermedad y que sehalla increíblemente flaco cuando, en sentido opuesto, hay antece-dentes de que se encontraba en aquellos instantes aliviado del ase-dio de la malaria. También se dirige a su representante en Viena, elconde de Luna, determinando con más contundencia que el prínci-pe está tan flaco y desmedrado que no es factible aceptar el plan decontraer nupcias en muchos días... y que es más conveniente queesté libre y sin ninguna exigencia formal por motivos que no desvelacon su proverbial oscurantismo. La atmósfera salubre de Alcalá deHenares no estaba dando los frutos apetecidos o Felipe II, siguien-do sus habituales tácticas, maniobra a su conveniencia y taimadoalbedrío.

Hay en el correo cruzado entre los partícipes —rey, emperador yembajador— un pasaje curioso que atañe a las perspectivas de Car-los de Austria. El conde de Luna notifica que se sabe en la sedeimperial vienesa que se han pedido a Roma las dispensas obligato-rias para que don Carlos se case con su tía y que el papa ofreceresistencia a conceder la exención por ser los contrayentes muy alle-gados y no concurrir firmes fundamentos para el enlace. Don Fer-nando, al aventurar tales pormenores, alega que no juzga oportunala boda por el contraste de edad —doña Juana es diez añosmayor—, cuyo componente «será de gran inconveniencia cuando elpríncipe sea hombre y ella por tanto entrada en días...».

Felipe II, sin entrar a fondo en la pugna, niega que haya algo deverdadero en tal ocurrencia, pero el rumor, cuando el río suenaagua lleva, trascendía hasta llegar a oídos de don Carlos que reac-cionó, con tono malhumorado, cuando a un contino de su casa sele ocurrió preguntarle por sus sentimientos, confesando con elo-cuencia «que antes se dejaría morir que aceptar dicho matrimoniosi su padre se empecinaba en casarle con su tía». La princesa dePortugal, por su parte, denotaba tener querencia hacia su sobrino yno veía con desagrado un enlace que Carlos V, en su lecho demuerte, había recomendado si la diferencia de años no planteaba

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dificultades. Pudiera ser que en la misma conversación con su cria-do se resaltase que María Estuardo, reina de Escocia, era un con-nubio más codiciable por los informes sobre su belleza, sus dotesintelectuales y los vitales derechos hereditarios que ostentaba enInglaterra.

Cuando su precariedad física está bastante recuperada, no obs-tante las impresiones negativas que facilita su padre, el príncipeasiste, acompañado de Juan de Austria y Alejandro Farnesio, a unafiesta organizada en El Pardo, pero regresa a Alcalá de Henares sinpermanecer ni siquiera veinticuatro horas entre sus familiares. Poraquellas jornadas ocurre una anécdota que exterioriza su extrañosentido del humor o su marcada debilidad por originar problemas.Un mercader hindú le ofrece por tres mil ducados una perla engas-tada en oro y don Carlos tiene el disparatado ingenio de tragarse lajoya liberando previamente la montura con sus dientes. ¿Una bro-ma de mal gusto? ¿Una maquiavélica respuesta a una oferta que,dado su elevado coste, no podía permitirse? Que se devolviese laperla al comerciante, tras el ordinario proceso digestivo, induce apensar que deseaba hacer pasar un mal rato al angustiado individuoy que el suceso tiene sabor de chanza juvenil.

A mediados de abril, el domingo día 19, sus impulsos tienen unameta distinta. A escondidas de su ayo García de Toledo, quizáamparado por la solidaridad de sus compañeros, intenta verse conla hija de un portero del recinto arzobispal, al margen de las mira-das de sus moradores. Para lograr su objetivo tiene que acceder aljardín por una incómoda escalera, descubierta en sus correrías, yuna inesperada caída le ocasiona un fuerte golpe en la zona occipitalizquierda del cráneo. Dionisio Daza Chacón, cirujano que a la sazónestaba en Alcalá de Henares, le efectúa una cura de urgencia y,como es costumbre, le someten a la sistemática sangría, extrayéndo-le ocho onzas de sangre.

Tan pronto como Felipe II es alertado del accidente salen haciala ciudad complutense algunos galenos de su máxima confianza.Las inexcusables sajaduras, el método era el remedio más utilizado,provocan una mejoría y en una semana se disipa la calentura surgidatras la descalabradura. El 29 de abril cambian las perspectivas favo-rables, la herida empeora en su aspecto, resurge la alta temperaturacon fuerza, se generan dolores de cabeza, anquilosamiento de lapierna derecha y molestias en el cuello por una inflamación de gan-glios. Tras una reunión de los médicos, con el pertinente debatesobre las medidas que deben tomarse, se decide ahondar en la

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superficie afectada para comprobar si se han producido lesionesvitales. La intervención demuestra que sólo el pericráneo está ligera-mente dañado por la contusión, pero Felipe II, ante la gravedad delos avisos recibidos, se encamina para Alcalá de Henares acompaña-do por otro grupo de doctores de su cámara.

La condición del herido empeora, al comienzo de mayo se temeun fatal desenlace, y se recurre, como es usual en la época, a rogar laintercesión de la supremacía divina mediante misas, oraciones yprocesiones con disciplinantes, en cuyos actos destaca la fe y eltesón de doña Juana. El rey, afligido por un embate febril y conven-cido de que ya nada positivo cabe esperar, abandona el edificioarzobispal, en medio de una pavorosa tormenta, para no contem-plar la defunción.

Sumidos en la desesperación y desbordados por su ineptitud, losmédicos optan finalmente, en la mañana del 9 de mayo, por some-terle a una trepanación de cráneo, aconsejada por la clarividenciadel doctor Vesalio, que revela la limpieza de la herida y la ausenciade una desalentadora infección. El duque de Alba, más partidariode echarse en brazos de dios que en manos de la ciencia, exaspera-do ante un inminente fallecimiento, ordena que se exhume el cuer-po de un fraile llamado Diego de Alcalá, popular por sus milagros,y se traigan sus restos para que, con su presencia ósea en la cámaradel accidentado, interceda en aras de una salvación milagrosa.

Fuese por la pericia de los doctores Portugués y Daza Chacón,por las reliquias de un fraile muerto en olor de santidad o losungüentos aplicados por un morisco valenciano apodado Pinterete,que el rey ha llamado apresuradamente por su fama de magníficocurandero, fuese por el ordinario transcurrir de la naturaleza, lanovedad es que el príncipe se recupera con prontitud y después deotra sangría y abuso de ventosas concilia el sueño en la inmediatanoche a la operación quirúrgica y la visita de la momia franciscana.

El 14 de mayo, enseguida que llegan novedades de que hay unaevolución favorable dentro de su postrada vitalidad, Felipe II saledel monasterio de San Jerónimo, en cuyo edificio se había refugiadoen vista de que la agonía preludiaba la muerte, y vuelve a encami-narse hacia la villa universitaria.

Al cabo de unos días, el paciente se encuentra libre de fiebre tanpronto como el moro Pinterete es expulsado, por convenir que eraninútiles sus pócimas, y se devuelve el cadáver de fray Diego a la igle-sia de Jesús y María, en donde reposaba desde hacía un siglo. Laconvalecencia, superado el peligro, tiene una larga estabilidad, vién-

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dose los médicos obligados a remediarle una erisipela, sendas apos-temas en los ojos, que le obstaculizan la visión, y verificar la condi-ción de su herida en la cabeza para sanarla, hasta su definitiva cica-trización, con las normales precauciones debido a la trepanaciónrealizada. El 14 de junio, pasados cerca de dos meses desde la des-dichada caída, se levanta de la cama, recibe el santísimo sacramentoy escucha misa, a pesar de mostrarse pálido y con síntomas deextrema debilidad.

Más adelante, cumplidos los diecisiete años, recuperado de lalesión y sus secuelas, se despide de Alcalá de Henares y llega aMadrid para juntarse con su familia, sin que nadie repare en la con-tinuidad de su instrucción o en la necesidad de que mejore de susdestemplanzas.

De esta calamidad fortuita, detallada de forma prolija por Dioni-sio Daza Chacón, han sacado diversos especialistas sugestivas hipó-tesis de que sus ulteriores arrebatos exasperados tenían como basesustancial las consecuencias del golpe. Una atenta lectura del infor-me del cirujano, repetido casi al pie de la letra por el doctor Santia-go Diego Olivares hasta límites que no se puede rechazar un plagiodescarado, no respalda estas especulaciones, aunque, como es lógi-co, la inexperiencia científica sobre las consecuencias de un ligerotraumatismo craneal deje sumida cualquier opinión en un mar decábalas. El dictamen de Daza Chacón distingue, por el contrario,escrupulosos pormenores, como remontar el comienzo de susdolencias hacia mediados de 1560, divulgando que mientras persis-tían las calenturas «siempre había comido muy bien, y muy buenosmanjares, y nunca se había sangrado ni purgado, sino solo una vez ymuy ligeramente». Estos perfiles acerca de su vigor abren seriasincógnitas en relación con sus esporádicos achaques. La descripcióndel galeno tiene, asimismo, la propiedad de exteriorizar el desmedi-do afán que despliega el soberano por el bienestar de su hijo, conrepetidos desplazamientos, y el talante esforzado y hasta valerosoque acredita el herido en aquella peliaguda coyuntura. El cirujanoexplica, al referirse a su comportamiento, que «mostró tambiénS. A. gran obediencia y respecto a S. M., porque ninguna cosa de lasque el duque de Alba, o D. García de Toledo le decían en su nom-bre, dejó de hacer con gran facilidad, aun en los días del delirio. Loque a su salud cumplía, hizo de la misma suerte, siendo tan obe-diente a los remedios que a todos espantaba, que por fuertes yrecios que fuesen nunca los rehusó, antes todo el tiempo que estuvoen su acuerdo, él mismo los pedía».

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Los hechos expuestos me hacen deducir que no existía deterioroen las relaciones entre ambos mediado el año 1562 y que los malesde don Carlos no habían tenido una consistencia relevante, pese a lacerteza de achaques palúdicos esporádicos en trechos de 1561.

El problema hereditario

Las incidencias acaecidas en Alcalá de Henares habían desata-do profusas reflexiones, en distintos lugares de Europa, sobre latransmisión de un imperio de colosales dimensiones. Un súbitodeceso del príncipe franqueaba la sucesión de Felipe II que, en1562, no contaba con más progenie que pudiese ocupar el trono,si hubiese tenido a su vez graves quebrantos que le llevasen a latumba.

El heredero, en tanto no hubiese fruto del reciente matrimoniocon Isabel de Valois, era Rodolfo, el primogénito de Maximiliano ydoña María, por cuyo motivo la Corte imperial estuvo pendiente dela evolución del percance. Si don Carlos moría se abría, además, laposibilidad de que los eventuales vástagos de doña Isabel fuesen losreemplazantes directos de la dinastía, acrecentando con ello laespontánea expectación en el reino francés y en la peculiar Catalinade Médicis sobre la previsible fecundidad de su hija.

Portugal, por su parte, esperaba los acontecimientos con preo-cupado interés, dado que don Carlos, descendiente de MaríaManuela de Portugal, poseía legítimas aspiraciones a la Corona lusa,que, en aquellos momentos, únicamente disponía de un continua-dor en el infante Sebastián. Los trastornos derivados de la caídafueron seguidos también con intranquilidad en los Países Bajos,dado que estaba llamado a regentar dichos territorios y no concu-rría en la aristocracia preponderante de aquellas tierras una disposi-ción muy favorable hacia Felipe II.

El retorno del príncipe

Tan sólo nueve meses y medio reside don Carlos en Alcalá deHenares. Su vuelta, reanudando su convivencia familiar, descubre,como ya he razonado, que ni los presuntos estudios y ni siquierasus males intermitentes fueron decisivos para emplazarle en un

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destino lejos de Madrid. En el supuesto contrario, no hubieseretornado al alcázar con tanta celeridad, pasada la convalecencia, ose le hubiese buscado un sitio más salubre para que superase susesporádicas crisis.

Felipe II debió ponderar la situación con más equilibrio trasmostrar su consternación por el contratiempo. Sus visitas a Alcaláde Henares, antes y después de la caída, traslucen una desazóndesusada en su costumbre, siempre más pendiente de las cuestionesde gobierno que de las vivencias de sus parientes o los moradorespalaciegos.

No deja de llamar la atención que durante las secuelas del per-cance, que tuvieron una prolongada duración, nadie significativodel mundo áulico, su tía doña Juana o la reina, le visitasen en la resi-dencia arzobispal, máxime cuando se encontraba en fase agónica,según los galenos que le atendían. El rey le dedicó una esmeradaentrega, pero no permitió que su cónyuge ni su hermana le asistie-sen como hubiese sido lo más normal, dados los intensos trancesemotivos que se produjeron.

Sí hay constatación, sin embargo, de que doña Isabel enviaba,con notable frecuencia, a pajes de su servicio para que cumplimen-tasen a don Carlos o le entregasen recados cuyo contenido es desco-nocido.

Acto seguido de su reincorporación al ámbito familiar, comodemostración de su mejoría y su buena condición anímica, participaen un juego de cañas, especie de torneo a caballo entre dos bandoshostiles que se arremeten alternativamente con lanzamientos devaras, exhibiendo una pericia insólita si se precisa que jamás habíadado ejemplo de un espíritu aguerrido en ejercicios ecuestres o tor-neos de armas.

A la sazón, con diecisiete años, no dispone todavía de una com-plexión desarrollada, ya que es de baja estatura y su peso oscila entorno a los treinta y tres kilogramos cuando convalecía en Alcalá deHenares. Las persistentes fiebres, las sangrías consumadas por losmédicos y su postración en la cama mermaron de modo considera-ble su condición física.

Su vuelta es acogida con entusiasmo por el pueblo, que le apre-cia, y por la nobleza, que tiene puestas grandes expectativas en supróximo soberano. Las fiestas y regocijos se suceden en el veranocon corridas de toros, que se dilatan hasta la noche, reconfortantespaseos por los jardines y excursiones hasta los envidiables parajesde Valsaín, La Granja y Segovia, en donde toda la familia comparte

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diversión e intimidad entre la apacible atmósfera de los novedososedificios construidos en la zona.

La vida reanuda su habitualidad concluidos los sinsabores pade-cidos en Alcalá de Henares.

Convocatoria de Cortes en Castilla y Aragón

Comenzado 1563, envuelta la economía real en una embarazosapenuria, que le impide saldar incluso los salarios de su servidumbreen los últimos años, endeudado por los empréstitos, Felipe II se dis-pone a recurrir a las Cortes de Castilla para plantear sus tribulacio-nes y recabar la aprobación de subsidios y concesiones que aliviensus atolladeros pecuniarios. El 25 de febrero, con don Carlos senta-do al lado, inaugura las sesiones y, tras duras disputas, obtiene unmillón doscientos mil ducados de pago ordinario en tres anualida-des y una aportación extraordinaria. Los procuradores, además dereclamar ventajas legales y sociales, propugnan con énfasis que elpríncipe tiene ya la edad necesaria para casarse y sugieren que elmatrimonio se celebre con doña Juana. Sin darse un minuto de res-piro, todavía en plenas deliberaciones, convoca inmediatamente, aliniciarse el mes de julio, las Cortes de Aragón, que no se celebrabandesde hacía más de dos lustros, para recabar la correspondienteayuda financiera y lograr que su hijo sea acatado como sucesor aligual que lo han hecho los castellanos en Toledo.

El 15 de junio de 1563, cuando no ha empezado los preparativospara acudir a Monzón ni ha vuelto a tantear con el emperador elenlace de su hijo con Ana de Austria, relegado desde el año ante-rior, cursa instrucciones a su embajador en Londres, el obispo Qua-dra, pretendiendo negociar una aleatoria boda con María Estuardopara remediar las cosas de religión de Inglaterra, pidiendo con rigi-dez que las gestiones se enmarquen en el más riguroso secreto y conlas debidas garantías. Tres días antes de partir, «con un pie en elestribo», según sus propias palabras, vuelve a insistir a Londres quese negocie con prudencia e intentando que la idea no se divulgue.

El sigilo exigido nacía del complicado horizonte dinástico. MaríaEstuardo era católica y legítima aspirante al trono de Inglaterra, pon-derando que Isabel I, de creencias protestantes, no pensaba en casar-se por una posible malformación que le imposibilitaba para procrearo por ocultos pretextos que no vienen al caso. En estas circunstan-cias, las monarquías europeas estaban movilizadas para que sus des-

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cendientes aspirasen a un codicioso casamiento con la joven escocesamientras que se oponían con todas sus fuerzas a los planes elabora-dos en este sentido por sus más encarnizados rivales. Catalina deMédicis, regente en Francia en tanto durase la minoría de edad de suheredero, ambicionaba obstaculizar las opciones hispanas para evitarsu incremento de poder, pero tropezaba con la niñez de su vástagopara desplegar su iniciativa. Este impedimento animaba a la malea-ble francesa para respaldar como candidato al archiduque Carlos,hermano menor de Maximiliano, en mengua de las aspiraciones his-pánicas. El perverso vaivén de los egoísmos patrimoniales estaba endanza y autorizaba las cautelosas pautas enviadas a Londres.

La salida para Aragón se dispone para el 16 de agosto de 1563,pero con anterioridad, sin que pueda fijar con perspicuidad el ins-tante de la aparición de la malaria, don Carlos recae en los malesque le impiden partir junto a su padre. Las consabidas sangrías delos médicos no dan el fruto apetecido, a una leve mejoría sucede unempeoramiento, y el monarca se ve obligado a partir en soledad.Esta circunstancia se debe, según algunos relatores, por la peticióna su cónyuge de que permaneciese en Madrid para cuidar de losachaques de don Carlos, solicitud un tanto extraña conociendo quesus consabidos males no implicaban apuros mórbidos que, en últi-mo extremo, eran atendidos por los médicos y darse, además, laparticularidad de que también se hallaba presente su tía.

El 28 de julio designa confesor del príncipe a Diego de Chaves,acaso consciente de que su primogénito no se recuperaría para elinminente alejamiento hacia tierras aragonesas. El nombramientohace inevitable las conjeturas. ¿Fue casual? ¿Estaba ya predis-puesto con antelación? ¿Fue una resolución calculada para que suhijo fuese vigilado, en cuerpo y alma, por alguna persona de suconfianza? Su naturaleza recelosa mueve a sopesar que la elecciónobedecía a un fin preconcebido: el imperioso deseo de que estu-viese controlado.

El 20 de agosto, tras haberse puesto en marcha dos días antes,con un reducido séquito por su calamitoso nivel económico, sedetiene en El Escorial y asiste al asentamiento de la primera piedradel monasterio, ultimado en su edificación cuatro lustros más tarde,para llegar a Monzón el 12 de septiembre e inaugurar las delibera-ciones con los delegados de Aragón, Cataluña y Valencia en la igle-sia de la angosta población.

Los debates se enmarcan en un ambiente de dureza. A las quejascontra el virrey se une la exigencia de que los cargos jurisdiccionales

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sean otorgados a los nativos de la Corona y se clama contra el arro-gamiento del Santo Oficio, que invade capítulos que no son de sucompetencia. La lucha dialéctica hace que las sesiones se prolon-guen sin que se avizore su terminación, con el disculpable malestardel rey, que da por acabadas las discusiones tras más de cuatromeses de obstinada porfía. Los delegados no admiten la procura-ción (propuesta realizada ante la eventualidad de que su descen-diente no llegase por razones que sospecho no sean achacables a sumala salud), y se ve obligado con la promesa de traerle, en el plazode un año, para que sea jurado, oferta que ni siquiera tratará decomplacer en 1565, cuando no brotaron vaivenes políticos que exi-giesen su máxima atención, excepto la presencia turca en aguas delMediterráneo.

A las dificultades creadas por la tenacidad de los apoderadosse unen determinados avatares que requieren cuidado. Los másdestacados nobles afincados en Bruselas, Guillermo de Nassau ylos condes de Egmont y Horn, se niegan a colaborar en el Consejode Estado dirigido por Margarita de Parma, en tanto continúe enlos entresijos de la privanza y el poder auténtico el eclesiástico demayor valimiento, el cardenal Granvela, aprovechando la pugnapara exigir modificaciones que chocan con la intolerancia religiosadel rey y su siempre recelosa actitud gobernante. Asimismo, cuan-do la propuesta está casi olvidada, los reyes de Bohemia, por inter-medio de Martín de Guzmán, presionan para que se tome unadecisión con respecto al propósito de que don Carlos y la infantaAna se casen. Para solventar ambos asuntos demanda el criteriodel duque de Alba, pero no toma conclusiones enérgicas, siguien-do su pusilánime costumbre de dilatar las soluciones de proble-mas candentes.

Entretanto, en su retiro predilecto de Alcalá de Henares, el prín-cipe se siente agobiado por sus destemplanzas, «estando un día bieny otro mal», según curioso enunciado vertido por el embajadorfrancés Saint-Sulpice, pero sin que se conozca la intensidad delpadecimiento que Gachard imputa a sus desórdenes en la comida.La única realidad comprobada es que, tras residir poco más de dosmeses en Madrid, pidió permiso para ausentarse y fijar su moradaen el enclave arzobispal de Alcalá de Henares, a cuyo lugar se des-plazó en octubre. No conozco los motivos que le incitaron al cam-bio, pero en la órbita de las enfermedades, verdaderas o fingidas, esentretenido percatarse de que por aquella temporada era Luis Qui-jada quien estaba postrado en la cama y que Juan de Austria coinci-

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día en trance similar, rematado con unas repulsivas ampollas que lehabían cubierto el rostro y cuyas huellas enseguida desaparecieron.

El soberano se hace eco de estas incidencias, denota una inaudi-ta preocupación de que su hermanastro se reúna con don Carlos yordena que don Juan siga en la Corte hasta que don Luis se recupe-re de su indisposición y pueda trasladarse hasta Alcalá de Henares.Las ansias innatas del príncipe, tendentes a la libertad de acción, nojustifican el traslado concedido, por cuanto su padre se encontrabaausente y era quien, con su autoridad, podía poner coto a desenfre-nos o indisciplinas. Su alejamiento de la Corte manifiesta, además,que no le cautivaban en exceso los cuidados de su madrastra y dedoña Juana.

La intuición me dice que en las postrimerías de aquel verano oprincipios del otoño ocurrieron eventos peculiares que desconozco,pero que por su carácter conflictivo debieron ser la causa de su sali-da de palacio. Ninguna página de la historia se hace eco con clari-dad de esta contingencia, ningún escritor ha meditado sobre la rarapretensión que fue aceptada, y no deja de ser llamativo queFelipe II, durante su estancia en la población montisonense, estu-viese, al menos en los primeros momentos, pendiente de la evolu-ción de su hijo y que, sin embargo, no exigiese nunca su venida, alproducirse cualquier mejoría en su salud, para verse en la desagra-dable obligación de tener que pedir su reconocimiento por poder.¿Es creíble que don Carlos estuviese tanto tiempo aquejado demalaria? ¿No hubo ni un intervalo de respiro en su quebrantadavitalidad para cumplir con su ineludible compromiso de ser juradoheredero en uno de los reinos más importantes? Un viaje hastaMonzón no era una distancia excesiva ni era preciso arrostrar dema-siadas calamidades... aun cuando su condición no fuese óptima.

El guardasellos Tisnacq, que se dirige a la duquesa de Parma,coloca la guinda en el pastel, consigue consolidar mi resquemor yaumenta mi perplejidad sobre los peregrinos sucesos que ocurrenen este periodo, al exponer desde el enclave montisonense: «MiSeñor, nuestro Príncipe, se ha liberado de su fiebre, y gana fuerzasde un día para otro, y no sabe todavía cuándo Su Majestad querráhacerle venir aquí...».

Por otro lado, sin que pretenda entroncar episodios, doña Isabeladuce que sus principales damas se encuentran indispuestas y queno puede reunirse con su marido. Esta repentina disculpa, carentede base admisible, ocurre en noviembre, a juzgar por la comunica-ción del representante galo dando cuenta de la tornadiza salud de

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don Carlos. Las tiernas ocupaciones de la reina comienzan, de for-ma chocante, cuando ya no puede prestar sus atenciones al prínci-pe. Más veraz y ecuánime me parece asumir que no tenía el menoranhelo por recluirse en un inhóspito pueblo que ningún alicientepodía ofrecerle.

El verismo de ambas ausencias, por factores sin esclarecer, es unhecho incuestionable que acarrea sorpresa y me sume en un laberín-tico pozo de elucubraciones sin el rigor que toda narración de estetipo exige. Destierro cualquier malévola interpretación basada en lacoincidente postura de los dos jóvenes, no se me pasa por la cabezauna quimérica aventura amorosa, irrealizable desde cualquier puntode vista —¿hubo algún conato frustrado?—, pero, por el contrario,sí estoy convencido de que la incomparecencia del príncipe y su dis-cutible impedimento para viajar fue uno de pilares en que se funda-mentaría más adelante la constante discordia entre padre e hijo, unresquebrajamiento preliminar en su mutuo entendimiento y un res-coldo de brasas capaces de avivar frecuentes fuegos.

El 6 de febrero de 1564, el monarca entra en Barcelona y, al messiguiente, los inquisidores le obsequian con un auto de fe, como yaera proverbial, con cuarenta encartados. Siete de dichas personasson ejecutadas y sus restos abrasados en el quemadero mientras losrestantes condenados sufren penas de azotes o esforzados trabajosde galeotes en las embarcaciones reales.

Desde hacía tiempo, Felipe II deseaba que algunos vástagos deMaximiliano y María, sus sobrinos, viniesen a Castilla para que fue-sen educados en las pautas católicas y lejos del nefasto prestigioluterano que se expandía con firmeza por los territorios de losHabsburgos austriacos. Rodolfo, nacido en 1552, y Ernesto, un añomás joven, llegan juntos a Barcelona y son recibidos con alborozo.

Al concluir las sesiones catalanas reanuda su expedición porzonas levantinas y tras celebrar deliberaciones en Valencia, menosdiscrepantes, regresa sin más demoras y llega a Ocaña en las postri-merías de abril de 1564. Rendido por la terquedad de sus súbditos ylas inclemencias de una ruta tan continuada, se reúne con su esposay su hermana en la localidad toledana y descansa de sus cometidosen Aranjuez. Su retorno a Madrid se consuma el 3 de junio, habién-dose visto obligado a una dura separación de su mundo áulico supe-rior a los nueve meses de duración. Entretanto, sin que tenga orien-taciones de su proceder, don Carlos permanece en Alcalá deHenares, donde opta por testar sin que su salud pudiese tener tantafragilidad como para temer un fatal desenlace. El impulso reviste

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caracteres enigmáticos cuando antes habían imperado situacionesmás inquietantes para tomar semejante resolución.

En un mes de placentero descanso, Felipe II no intenta ver a susucesor pese a su dilatada ausencia, sabiendo que se hallaba que-brantado, ni el príncipe toma la determinación de acercarse hasta elpabellón de caza arancetano, si como supongo no eran tan serios susconsabidos achaques de paludismo. La aparente desidia de ambostiene ingredientes inauditos y es probable que el despego encubraresentimientos, ya prejuzgados en párrafos precedentes, para noquerer verse con más celeridad y entusiasmo. ¿Había ocurrido algoespecial durante agosto, septiembre y octubre del año anterior paraque don Carlos optase por abandonar el palacio? ¿Temía que su pro-genitor pusiese fin a una egocéntrica conducta, con recriminaciones,por haber perpetrado en su ausencia alteraciones perturbadoras?¿Estaba su padre contrariado o irritado por su proclividad a indispo-nerse en coyunturas trascendentales o por su limitada predisposiciónhacia sus responsabilidades? ¿Por qué razón se lleva a efecto unanueva y rápida composición de la casa principesca, mediante cédulaemitida en Valladolid, designando a Ruy Gómez de Silva mayordo-mo mayor entre otros nombramientos más secundarios?

Difíciles preguntas para contestar con precisión cuando no sehan encontrado todavía pistas para averiguar los motivos quepudieron azuzar el paulatino abismo que, paso a paso, se abriríaentre los dos. De todas formas, no resulta muy difícil sacar ladeducción de que el cambio obedecía al desconocido comporta-miento del príncipe en ausencia de su padre y el consecuente pro-pósito regio de vigilar más estrechamente a su vástago en el futuro.

El testamento

El 19 de mayo de 1564, cuando está aproximándose a los dieci-nueve años, estando en buena salud corporal y con el entendimien-to que dios se ha dignado concederle, el príncipe expresa su afánpor testar y entrega por escrito sus últimas voluntades al escribanode cámara y notario Domingo de Zavala, delante de siete testigos derango confesional. El texto se complementa con el mandato de queno sea abierto hasta que se produzca su defunción, según declara elfedatario que refrenda el testamento.

El preámbulo del codicilo es un sencillo exordio que une creen-cias religiosas a la implacable verdad de que la vida siempre termina

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con la muerte, sin que sepamos ni el día ni la hora, para dar paso atreinta y tres disposiciones y seis artículos adicionales expuestos conpulcro estilo. En las primeras cláusulas pide que su cuerpo sea ente-rrado en la capilla mayor del monasterio de San Juan de los Reyes,de Toledo, que no se alce ninguna clase de mausoleo y que en susepultura no se coloque más que una sola piedra de jaspe, sin escul-turas. Igualmente ordena que no se alcen catafalcos ni se hagan gas-tos que no se puedan evitar y solicita que se vigile en su sepelio queno haya ostentación ni vanidad mundana.

«... y mando que no se haga sepulcro alguna de bulto, ni se pongasobre mi sepultura mas de una lápida de jaspe llana y lisa sin scultupra (sic)alguna.

Item mando y es mi voluntad que en mi enterramiento, honras y cabode año, que mando se hagan cuando y como se acostumbra, no se hagasobre mi sepultura, ni en otra parte alguna, túmulo ni otro gasto superfluoque se pueda excusar, y que solamente se pongan para todo veinte y cuatrohachas y cuarenta y ocho velas, y que en los demás días de el año, que enfiestas y otros días se hubieren de encender hachas sobre mi sepultura, seansolas cuatro a las cuatro esquinas de la tumba y no más. Y mando que loslutos que se dieren por mi muerte sean con moderación y para solo prove-cho de los que los recibieren: y suplico al Rey mi señor y encargo a mis tes-tamentarios que ordenen y provean como todo se haga sin obstentación yvanidad de mundo, porque no es mi voluntad que en cosa alguna la haya».

Lega a renglón seguido cantidades de poca monta para distintosmonasterios y se proclama más espléndido en cuestiones pecunia-rias cuando adjudica diez mil ducados para la redención de cristia-nos cautivos. Pide, además, que se entreguen a Mariana de Garce-tas, si llega a contraer matrimonio, la cifra de tres mil ducados queincrementen los mil dispuestos como gratificación. Este artículo,destinado en su integridad a una mujer modesta, me mueve abarruntar que pueda ser la hija del portero del recinto arzobispal deAlcalá de Henares, causante indirecta de la caída, aunque tal con-vencimiento sea una mera suposición sin solidez. La remuneraciónfijada por el monarca, antes de ser redactado el testamento, y que lamuchacha estuviese en el monasterio de San Juan de la Penitencia,de Alcalá de Henares, con la aspiración de entrar en religión, apoyala inferencia antedicha.

Muchas medidas ulteriores conciernen al inexcusable pago dedeudas o legados que dispensa. Particular distinción requiere la peti-ción de que sus dos esclavos, llamados Juan y Diego, sean libres si secomportan como hombres de bien y aprenden el arte de la escultura.

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Dispone también que los ofrecimientos realizados durante lostrastornos generados por su caída sean satisfechos, entregando adiferentes monasterios un total de doce arrobas de oro y treinta deplata, mientras ruega la influencia paterna para que Diego de Alca-lá, a cuyas reliquias atribuye su milagrosa curación, sea canonizado.

Entre propuestas tendentes a recompensar con reparacioneseconómicas valerosas proezas destaca su insistencia para que sesatisfagan los deseos significados en el testamento. Sin querer sermalévolos da toda la impresión de que no tenía seguridad de laobservancia diligente de las cláusulas, sin duda por conocer el caosfinanciero que les rodeaba con asiduidad.

«Y porque todo ello lo mando y establezco con sola esperanza de queel Rey, mi padre y mi señor, lo terná por bien y mandará dar y proveer conque se pueda efectuar y cumplir perpetuamente esta mi voluntad, suplico ycuan afectuosamente puedo pido por postrimera merced a su CatólicaMajestad sea servido mandar dar órden como con brevedad, la que fueposible, ansí se cumpla en mi muerte, pues tanto mas gasto había de costara S. M. mi vida...».

Tras disponer que sus servidores y oficiales cobren anualmentesus emolumentos mientras vivan, equiparando sus salarios al rangode los criados reales, asigna prerrogativas a gente distinguida y cul-mina sus postreras voluntades con la ilusión de que se funde uncolegio en el monasterio de San Juan de los Reyes, el sitio elegidopara su eterno descanso, con las cantidades sobrantes del privilegiootorgado a su servidumbre.

«... y de los salarios, raciones y quitaciones que han de vacar por muer-tes de ellos, se haga un colegio en que se sustenten los colegiales que con-forme a las rentas que hubiere se pudieren mantener, los cuales quiero quesean frailes de la órden observante de señor San Francisco y que habiten enel dicho monesterio de señor San Juan de los Reyes, para que rueguen aDios por mi ánima y de los señores Reyes mis antepasados; y quiero que sede a cada uno de ellos de ración para sus alimentos dos libras de pan, y paracomer una libra de carnero, y para cenar media gallina cada un día...».

La mano oculta de Hernán Suárez en la preparación del testa-mento se descubre cuando la cláusula citada queda sujeta a obliga-ciones planteadas con esmero en beneficio de las clases privilegia-das. Acreditado está que el alcalde de casa y Corte sostenía en altopredicamento su linaje y tenía una exagerada vocación en favor dela hidalguía. Resumo la disposición en su tramo esencial:

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«Item quiero y es mi voluntad que en el dicho colegio no pueda entrarni entre por rector, ni catedrático ni colegial quien tuviere raza de descen-dencia alguna de judío ni de moros, sino que sean todos cristianos viejos,limpios y descendientes por todas partes de antepasados que lo hayan sido;pero mando que siempre que concurrieren para entrar en el dicho colegiodos o mas frailes cristianos viejos, limpios y sin descendencia alguna de lasdichas razas, que si alguno o algunos de ellos fueren hijosdalgo que estossean preferidos a los que no lo fueren».

Las últimas disposiciones y artículos adicionales designan a losalbaceas, todos ellos eclesiásticos o encumbrados componentes delos consejos, e instituye a su padre heredero universal si fallece sindescendientes legítimos. Igualmente concreta su apetencia por otor-gar privilegios o favores a los futuros regentes de las cátedras delcolegio de San Juan de los Reyes, a fray Vicente de Sancta Cruz, dela orden dominica, y no se olvida de varias personas de su entornocomo Diego de Chaves, Luis Quijada o su preceptor Honorato Juan.

El testamento no puede ser revocado por un posterior codicilo,salvo que se haga deliberada y especifica mención. Se hace constar acontinuación su firma (patente en los demás pliegos), se enumeranlos siete testigos con sus respectivas rúbricas y se pone punto final alos últimos encargos con el testimonio refrendado por el escribanoDomingo de Zavala.

Con independencia de las justificaciones por testar mientras resi-de en Alcalá de Henares, es obligado admitir que las pautas estable-cidas son un ejercicio de probidad, equilibrio y moderación que, engeneral, enaltecen su generosidad, a pesar de que no se conozca enqué proporción pudieron mediar hombres de su entorno en la pre-paración y trazo definitivo.

Semblanza de un príncipe

Al regresar a Madrid, en las postrimerías de la primavera de1564, Carlos de Austria está cerca de cumplir los diecinueve años.Las descripciones del momento refieren que es admirable su creci-miento y que el cambio en su anatomía causa asombro en cuantos lerodean. A riesgo de ser reiterativo, procurando exclusivamentemostrar coherencia con el desarrollo gradual del tiempo, vuelvo areincidir en los apoyos documentales que pueden orientar sobre suidiosincrasia en este periodo de su vida.

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Al barón de Dietrichstein, que ha llegado a Castilla en calidadde ayo de los archiduques Rodolfo y Ernesto y desempeña sus ta-reas de embajador imperial, se debe un perfil del príncipe, que aca-so se aproxime a la realidad, puesto que los reyes de Bohemia esta-ban interesados en tener detalles fidedignos de su sobrino comoconsecuencia del presumible enlace con su hija Ana, pese a las per-sistentes demoras incitadas por las dudas o mínima atención queexteriorizaba Felipe II.

El enviado imperial, cuando ya conoce a don Carlos, aduce quegoza de buena salud, que su figura es regular y que no presentanada desagradable en el conjunto de sus rasgos. Informa que tienelos cabellos oscuros y lacios, la cabeza mediana, la frente poco des-pejada, los ojos grises, los labios normales, el mentón algo saliente yel rostro pálido. La imagen anatómica, diferente en ciertos aspectosa la facilitada por los venecianos, se completa denotando que no esancho de espaldas ni de talla muy grande, singularizando defectoscorporales como un hombro más alto, la pierna izquierda más largay complicaciones motrices en el lado derecho. Igualmente divulgaque tiene el pecho hundido y una pequeña giba en la espalda a laaltura del estómago, que patentiza entorpecimientos al empezar ahablar y pronuncia mal las eles y las erres, si bien sabe expresar loque quiere y consigue hacerse entender.

En el terreno psicológico, más por entrometidas murmuracionesque por sus oportunidades para frecuentarle, Adam de Dietrichs-tein confirma sus mensajes anteriores, advirtiendo que los vicios odeficiencias que se le asignan no asombran a nadie y que nacen pri-mordialmente de su educación y su naturaleza enfermiza. Las nor-mas correctoras que se vienen empleando para remediar la negli-gencia de su formación tropiezan con la perseverante altivezadquirida en etapas pasadas. Como disculpas al talante arrogante yobcecado, matiza que sus servidores han sido escogidos sin su bene-plácito y que no le confieren cometidos dignos de su condición,anomalías que le ocasionan una viva contrariedad.

El representante imperial prosigue su tarea indicando que sedeclara tenaz en sus ideas, cualidad que ya ostentaba en su adoles-cencia, y que tiene la virtud o el vicio de soltar siempre lo que pien-sa, sin pararse a examinar ni el asunto ni a las personas que puedaofender con su llaneza. Pondera que su memoria es excelente, quele hizo muchas preguntas cuando pudo departir con él, como era sucostumbre, y que le parecieron interrogantes acertados en contra delo que le habían contado confidentes cortesanos. Resalta también,

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en este plano de sus potencialidades intelectuales, que es sumamen-te piadoso y enamorado de la justicia, detestando la mentira yrechazando a quienes hayan falseado la verdad en su presencia,siendo a su vez inclinado a la sociabilidad con seres íntegros y vir-tuosos.

Para redondear su espionaje, Dietrichstein concluye su perfilalegando que es muy tragón, pero que le tienen sometido a un régi-men de comidas, que bebe sólo agua y que le repugna el vino. Adu-ce que es hospitalario y favorecedor de los individuos que le sirvenbien y con exactitud, en tanto que apunta cautela en sus avisoscuando se proyecta hacia la esfera de las apetencias sexuales, mani-festando que la sospecha generalizada es que no ha copulado conmujeres y que, cuando se comenta la cuestión delante de él, semuestra firme en su convencimiento de mantenerse casto y entrega-do a quien vaya a ser su esposa, por encima de que se burlen de suintegridad y le atribuyan condición de eunuco.

Los venecianos asentados en Madrid emitieron a su vez noticiasrelativas a su idiosincrasia en 1563 y 1565 que coinciden parcial-mente con la opinión de Dietrichstein, aun cuando hacen especialhincapié en su intemperancia, recalcando que no escucha ni respetaa nadie y que cualquier apercibimiento o recriminación le provocatal cólera que padece de fiebres y tiene que meterse en cama. Sepuntualiza, además, que es cruel, odia a los criados que le sirven yque tiene abusivos caprichos en su vestuario y joyas, acarreandocuantiosos gastos. Sus actividades van revestidas de orgullo, no esamable con nadie y siente aversión hacia todas las cosas que le gus-tan a su progenitor. Un dato reseñable, en esta doble versión, es quelas desavenencias con Felipe II se concretan únicamente en lacomunicación de 1565. Este componente me mueve a ratificarme enla ocurrencia de que las contrariedades entre ambos comenzaron atener relieve desde la vuelta del monarca de su viaje por Aragón, esdecir, desde mediados de 1564, aunque no se puede arrinconar tam-poco que el origen de la discordia obedezca a lances ocurridosdurante la prolongada ausencia del rey.

Sin osar entrometerme en las etopeyas señaladas que, con trazosmás o menos ecuánimes, pueden ajustarse a la autenticidad, pese alas evidentes contradicciones, es preciso subrayar otras peculiarida-des del príncipe. Sin atenerme a opiniones más o menos interesa-das, ajustándome a un punto tan prolijo como pueden ser los apun-tes de sus dispendios particulares, se pueden extraer sabrosasconclusiones.

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Hay claras certidumbres de su temple humanitario dado que,por su decisión, se costeaban los gastos inherentes a la crianza detres niñas y dos niños. Las cantidades satisfechas, secundarias en suvalor económico, se entregaban al vecino de la villa de Támara,Pedro de Sanmillán, por una chiquilla llamada Ana Carlos; al curade la parroquia de San Gil de Madrid, llamado Juanes de Montene-gro, por el cuidado de una criatura cuyo nombre no se desvela;idénticas remuneraciones a Catalina de Támara por la asistencia auna niña desconocida (la coincidencia del apellido con la primerapoblación aludida me induce a opinar que pudiese ser la mismaacción benefactora con pagos en dispares temporadas); a Mari Her-nández, vecina de Pinto, se le retribuyen igualmente cantidades porla crianza de un niño llamado Carlos, que fue colocado a la puertade su cámara, y se efectúan entregas de dinero a Diego de Vargas,tapicero mayor, para la manutención y vestidos de un crío que fuehallado en la puerta del retrete.

De su gentileza dadivosa y propensa a realizar regalos o darlimosnas no hay la menor inseguridad, en desacuerdo con la inter-pretación de Paolo Tiepolo, que le estimaba más aficionado a recibirque ofrecer obsequios. Sus cuentas están repletas de adeudos por surendida predisposición hacia su madrastra, las damas de servicio ymuchas personas, estuviesen o no ligadas con su vida. Con la preten-sión de evitar una exposición interminable me limito a consignarcompensaciones en efectivo o agasajos con diversos destinos: unasortija de un rubí incrustado en oro y un arcón con un retablo paraIsabel de Valois; un escritorio para Magdalena de Ulloa; quinientosducados a María de Alcaraz, moza de cámara; mil ducados a LeonorDeza, esposa de su secretario Gaztelu, por el bautizo de una hija; milducados a Leonor de la Rovere y Vire, damisela francesa; una sortijade memoria para su caballerizo Luis Quijada; dos sombreros de pajaforrados en tafetán pardo para Isabel de Valois; cincuenta botonesde cristal guarnecidos de oro para Magdalena Girón, acompañantede la soberana; cuatro libros de Vita Christi de Cartuxano que man-dó entregar a un hermano de leche; variados metrajes de terciopelo ytejidos para el manteo de Mariana de Garcetas (curioso que nohubiese olvidado a la muchacha que pudo causar indirectamente sucaída en Alcalá de Henares, si se recuerda su testamento); dosalhombras de oro y seda para la reina, y una espada con sus talabar-tes guarnecidos con trencilla para Juan de Austria.

También pueden remarcarse por su generosidad: mil cien realesal licenciado Gamiz para entretenimiento de un vástago suyo que

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estudiaba en Salamanca; cinco ducados a un sujeto que estaba pre-so en la cárcel para que pudiese completar los cuarenta ducadosque adeudaba; ciento cincuenta ducados a Juan Bautista Pomare,mensajero que trajo la nueva de que la isla de Malta había sidosocorrida del asedio turco; diferentes tamaños de tejidos destina-dos a vestuario para seis indios; ochenta y cinco reales para lospeones que bregaban en la presa del nadadero cercano al bosquede Valsaín; cuatro reales para un pobre en las proximidades dedicho lugar, y cuatro escudos de oro a un mulato por nadar en sucompañía.

En el manuscrito número 11.085 que se encuentra en la Bibliote-ca Nacional, con el titulo «relación de la muerte de el Príncipe DonCarlos y causas de ellas con las de el rey Phelipe II, su padre», serefiere alguna anécdota, aparte de una escueta calificación de que sualteza era «cargado de hombros y de espalda, robusto y fuerte»,aunque esta apreciación se basa en la peregrina prenda de que teníala capacidad suficiente para tratar «mal a un caballo». La nota de sucontradictoria conducta, recurriendo al espacio de su dadivosidad,revela que un día tropezó, al pasear por la Casa de Campo, con unpobre que le pidió limosna. Al requerimiento de qué deseaba que lediesen respondió el pordiosero que «necesitaba un borrico en elque poder andar por estar cojo y un par de camisas». Don Carlosdio instrucciones a Luis Quijada para que el lisiado fuese complaci-do, pero, por las razones que fuesen, la orden no fue solventada.Volvió el menesteroso a encararse con su favorecedor y le transmitióque el óbolo prometido no se lo habían dado. Aclarada la súplicaanterior, que ya no debía recordar, fuese por su albedrío o por lafuria que podía crearle que sus consignas no fuesen respetadas,mandó seguidamente que le diesen dos borricos.

La versión no aquilata qué pudo acontecer —probables y sucesi-vos descuidos o reparos de Luis Quijada sobre la dádiva—, pero«pujando», según locución usada en la época con respecto a la lici-tación en las almonedas, la ayuda se desmesuró hasta la desorbitadacifra de diez borricos y cincuenta camisas en provecho del desvalidopedigüeño. El relato no asegura que fuese satisfecha la petición ymenos la última oferta, pero sí añade, a renglón seguido, que estan-do en predios ribereños de los ríos Tajo y Jarama, en compañía deJuan de Austria, se empeñó en abatir un hermoso venado, a pesarde que le anunciaron el aviso regio de que fuese objeto de especialcuidado. Sin tener presente las advertencias, tal vez acicateado porla prohibición, mató al animal, a despecho de que recibiese la

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correspondiente reprimenda y recomendaciones de que no insistie-se en tirar hasta tener indicaciones en contrario.

Asimismo se refleja en este anónimo la observación de Pierre deBourdielle acerca de la intempestiva repulsa que tuvo cuando leconfeccionaron unas botas que no le agradaron e intentó que elangustiado zapatero se comiera el calzado, si bien en el texto cons-tan detalles que el aventurero francés no recoge. El menestral encuestión, que a su vez brindaba sus servicios a Felipe II, es nomina-do con su apellido (Valencia), se asegura que sus hijos todavía viven«y que se desmayó ante el apetitoso plato que le sirvieron en bande-ja de plata y tan bien aderezado que despidía un oloroso aroma». Laintervención de Ruy Gómez puso mesura en el desquiciamiento y elartesano no tuvo que ingerir el «manjar».

Las cuentas ya apuntadas, más sugerentes a veces que los des-pachos que se emitían para los distintos Estados, hablan de suscostumbres. Predomina su enorme tendencia competitiva, cru-zando apuestas por doquier con cortesanos del entorno palacie-go. Los desafíos por carreras (imagino que utilizando caballos sisus inconvenientes motrices fuesen verídicos) o disparos conarcabuz son aludidos con frecuencia, así como las derrotas y con-secuentes desembolsos en retos cuyas características no se especi-fican. Juan de Austria, eterno compañero de andanzas, es una delas personas más lucradas por el vicio, pero no faltan ejemplos decriados que se aprovechaban de sus fracasos por su innata ten-dencia a la rivalidad. No plasman, por el contrario, las victoriasque deduzco se producirían. Las rifas y juegos con dados o naipesson proverbiales en sus esparcimientos, perdiendo dinero hastacon los bufones. Una aptitud llamativa de su carácter, pocas vecesdenotada por las crónicas, es que tuviese, siguiendo los pasos desu abuelo Carlos V, una innata preferencia por los relojes a juzgarpor los trabajos de Luis de Foix: un complicado reloj de cincomuestras: las horas con avisador; el movimiento del sol; las horascuando el sol sale y se pone; la cantidad del día y de la noche ylos doce meses del año enmarcado entre columnas, a modo detemplo antiguo, y con un gasto importante cifrado en cuatrocien-tos ducados, amén de algún despertador fabricado con buen arti-ficio.

Hay también testimonios de su poca vocación por las armas, yaque existen comprobantes de pagos a su maestro de esgrima JuanFernández cuando no se ejercitaba, multa que implicaba un ducadodiario. En cierto momento, sin duda por la influencia lejana de su

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prima Ana, se puso a estudiar la lengua alemana en un comprensi-ble afán de comunicarse con ella más fácilmente si, en definitiva,tenía lugar su enlace conyugal.

Las insólitas disposiciones del rey

Terminadas las duras jornadas de Aragón, emplazado de nuevoen el alcázar, y con la feliz noticia de que Isabel de Valois está emba-razada poco después de reanudarse su convivencia marital, Felipe IIaborda por primera vez, con espíritu constructivo, el futuro inme-diato de su sucesor tan pronto como don Carlos se une a la Corte,una vez acabada su solitaria residencia en Alcalá de Henares. Lamedida inicial, para paliar sus quejas porque no era respetado ni sele facultaba para ocupaciones de gobierno, consiste en concederleun puesto en el Consejo de Estado, a cuya cámara se incorpora tansólo seis días más tarde de su regreso. El monarca le acompaña a lasala de sesiones, pero toma la opción de ausentarse, dejándoledesamparado frente a sus obligaciones y en medio de un conjuntode varones de probada madurez en el campo político. Carlos deAustria, que ya daba pruebas de displicencia filial, a juzgar por lasinformaciones que Saint-Sulpice facilita a la monarquía francesa,acepta con alegría las inesperadas resoluciones, pero no parece quehiciese patente un excesivo celo en la asistencia a las juntas periódi-cas que se celebran. Es lógico pensar que, dada su inexperiencia,adoptase al principio una disposición precavida que puede enten-derse como abulia o negligencia.

La antipatía entre ambos —no es concebible que el rey abando-nase la reunión, pese a que no asistía generalmente, ni que su hijo yaevidenciase despecho— ha sido y sigue siendo un manantial de con-jeturas forzadas y un enigma no esclarecido sobre el que ya he insis-tido por juzgar de vital magnitud su entramado.

Por otro lado, aun conociendo su convicción negativa, el sobera-no estaba predispuesto favorablemente para que su hermana con-trajese matrimonio con el príncipe, aunque mantenía las opcionesde María Estuardo y Ana de Austria como eventuales candidatas.La descansada estancia en Aranjuez sirvió para que se produjesenconversaciones familiares que le pusieron al corriente de las últimasactitudes de don Carlos y le reafirmaron en su convencimiento deque doña Juana era la esposa más apropiada. Celebrar estas nupciasno le deparaba algún incremento patrimonial, pero su pariente era

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una mujer madura, equilibrada y con pericia gubernativa por sufructífera regencia en años precedentes, factores que podían valercomo equilibrio para contrarrestar la vehemencia de su primogéni-to. Con esta idea, respaldada por las Cortes castellanas, cumplíaademás con las esperanzas tramadas por el emperador antes deperecer, extremo que puede parecer baladí, pero que para él, siem-pre empadrado y listo para obedecer la extinta voluntad deCarlos V, podía tener una gran significación.

No es inverosímil, por tanto, que le esbozase sus planes conyu-gales y que esta sugerencia, aborrecida desde hacia tiempo, provo-case una oposición recelosa contra la férula paterna. La postura dedoña Juana, de todas formas, genera extrañeza, al estar preparadapara casarse con un joven con el que había convivido tantos años enun ámbito que no equidistaba demasiado de la condición materna.La única justificación, tras rechazar dos propuestas nupciales por elnulo aprecio que le merecieron sus pretendientes, debía estar apo-yada en su sentido de la responsabilidad y en la preponderancia desu hermano, dado que cuesta asumir que estuviese enamorada de susobrino.

Antes de designar a su descendiente miembro del Consejo másrelevante, realiza además variaciones vitales en la estructura de lacasa de don Carlos, escogiendo un mayordomo que supla la ausen-cia de García de Toledo, fallecido en enero de 1564, y actuando eneste sentido con rapidez nada más volver de su viaje por Aragón. Lainfluyente misión, para cuya elección concurrían numerosos aspi-rantes, como el conde de Benavente o el conde de Feria, recae enRuy Gómez de Silva, cortesano fiel y mesurado con quien se habíacriado hasta entablar una franca intimidad. El nombramientodemuestra que Felipe II quería colocar junto a su vástago a un servi-dor de alto rango y virtudes acreditadas, avezado en la palestradiplomática y dotado de maestría en la mundología complaciente.Si alguien era capaz de infundir en el heredero moderación y unsensible cambio benéfico, este individuo era el príncipe de Éboli,sumiller de corps, consejero de Estado y tesorero de Castilla. Larenovación se completa con Luis Quijada como caballerizo mayor ymanteniendo a Honorato Juan en calidad de preceptor y capellán,junto a Antonio Manrique y Francisco Osorio como limosnero. Losmayordomos fueron Fadrique Enríquez y Fernando de Rojas, sir-viendo de gentilhombres de cámara Diego de Acuña, el marqués deTavara, Alonso de Córdoba y el conde de Gelves. También pajes yescuderos, ayudas de cámara y aposentadores, forman un nutrido

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grupo humano en unión de oficiales subalternos. La plaza de secre-tario pasa a ser desempeñada por Martín de Gaztelu, que ya habíaactuado en análogo cometido sirviendo a Carlos V en Yuste.

Ruy Gómez toma posesión de su delicado puesto el 11 de agostode 1564, habiendo recibido normas muy concretas tendentes a vigi-lar los pasos del príncipe.

La enfermedad de la reina

Alcanzados los dieciocho años, con la natural satisfacción poruna próxima perspectiva de maternidad, Isabel de Valois empieza apadecer mareos, dolores de cabeza y vómitos con una intensidadexagerada. Es el comienzo de agosto de 1564 y la calentura irrumpecon ímpetu agravando su malestar. Los galenos, en contra del crite-rio del médico de la reina, llamado Vincent Monguyon, optan porarreglar el apuro con las consabidas sangrías y la paciente, debilita-da por la pérdida de sangre, se quebranta aún más al soportar lapérdida de dos niñas gemelas de unos tres meses de gestación yvarias hemorragias nasales que empeoran su condición. Para coad-yuvar con las abusivas prácticas cruentas se recurre, como siempre,a la intercesión milagrosa de los poderes divinos, sucediéndose lasoraciones, los ayunos y las procesiones con disciplinantes, en cuyosactos participa don Carlos recorriendo las iglesias junto con desta-cados componentes de la nobleza.

Doña Isabel languidece entre dolencias de espalda y vientre, tie-ne la boca contraída, paralizado el brazo derecho, y se desenvuelvesumida en una inconsciencia que la ciencia combate mediante frie-gas, ventosas y las consabidas sajaduras. A punto de darle la extre-maunción después de testar, en esta coyuntura con sólidos motivos,atacada por bruscas convulsiones, su médico, el contumaz doctorMonguyon, cuando los restantes galenos aceptan la presencia fatídi-ca de la parca, pide permiso para administrar a la enferma una pur-ga de agárico que le fue dada diluida en aceite. La pócima tieneefectos milagrosos, causa múltiples diarreas y regenera su organis-mo hasta conseguir que supere la crisis y entre en una fase de apaci-ble convalecencia.

En tanto persisten los trastornos, Felipe II se mantiene pendien-te de su cónyuge, pero no permite que sea visitada por el príncipe,no obstante los esfuerzos desplegados en tal sentido. Ignoro losdrásticos móviles que le impulsaban para adoptar tan impertérrita

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determinación cuando sabía la consternación de su hijo, y autoriza-ba, sin embargo, visitas varoniles como la asistencia frecuente delrepresentante de Francia en la cámara de la paciente.

Los planes matrimoniales

El pertinaz acoso del paludismo vuelve a surgir y Carlos de Aus-tria se ve obligado a guardar cama cuando doña Isabel todavía serepone de las consecuencias del aborto. El acceso, como es prover-bial, se produce tras vivir instantes de tensión derivados del frágilestado de su madrastra, alimentados por la intransigencia del autorde sus días, y le deja extenuado, aunque se recupera con celeridad ysin que se recurra a los acostumbrados remedios de las sajaduras.La simultaneidad entre las destemplanzas y los disgustos o contra-riedades me obliga a evaluar las situaciones álgidas de presión emo-tiva por las que discurría la vida en la morada regia.

El 6 de agosto, el rey toma una importante decisión al desistirdel posible matrimonio de su heredero con María Estuardo, proba-blemente después de calibrar fundamentos políticos y las difícilesperspectivas de que pudiese resultar ventajoso para ensanchar susenclaves patrimoniales y lograr un fortalecimiento de la doctrinacatólica en las islas británicas. La joven escocesa, sin ningún génerode dudas, había captado en toda su dimensión los consabidos titu-beos y entablaba negociaciones casamenteras que le conducíanhacia el archiduque Carlos, descendiente de Maximiliano y María.Interferir en la viabilidad de esta boda era dificultoso, teniendo encuenta los lazos de parentesco con los Habsburgos imperiales. Elpresunto marido no era hijo de Catalina de Médicis y esta distincióndaba vía libre al proyecto en el ánimo del soberano, empeñado enobstaculizar la pujanza de los Valois franceses.

Posteriormente se acredita a Tomás Perrenot de Chantonaycomo embajador en Bohemia y Felipe II le da instrucciones de«alargar todo cuanto se pueda» la unión conyugal de su sucesor consu sobrina Ana, sin que se sepan los argumentos que apoyan estanueva demora. ¿Era realmente su contradictoria salud el obstáculoprincipal para concertar el casamiento? ¿Prefería seguir teniéndoledisponible para maniobrar, según exigiesen las circunstancias, en eltablero del negocio nupcial? ¿Seguía vigente la aspiración de unconnubio con doña Juana pese al rechazo, ya patentizado, de noquerer a su tía como mujer?

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Por unas u otras razones, fuesen cuales fuesen los propósitos, larealidad era que don Carlos tenía el lógico interés por su previsibleenlace y que su padre optaba por una dilación típica de su talante ysin tener el menor miramiento con sus esperanzas. El príncipe habíahablado con Chantonay, antes de que este partiese para Viena, soli-citándole que le tuviese al tanto de las vicisitudes de la Corte y, porsupuesto, le expidiese noticias de su prima. El secretario GonzaloPérez y el comisionado pactaron a sus espaldas que cuantas cartas lefuesen cursadas serían trasladadas al rey, aportando copias en el trá-fago de su correspondencia. ¿Por qué esta susceptibilidad? ¿Quétemía Felipe II que pudiese descubrir su hijo? No hay que ser muyperspicaz para imaginar que las notificaciones dirigidas por elreciente mandatario a don Carlos fuesen insípidas y confusas sobrelas probabilidades de que se consumasen sus deseos. Las pautas deretardar el asunto ante Maximiliano y María forzaban al dignatarioTomás Perrenot a practicar malabarismos en Bohemia con susperiódicos mensajes, si bien presiento que no fuesen incesantes yque pronto dejaron de ser enviados.

En las postrimerías del verano de 1564 llega la noticia de que elemperador Fernando ha perecido en Viena. La corona del imperiorecaerá en Maximiliano, su primogénito, emparentado con los aus-trias hispanos por el doble vínculo de ser primo de Felipe II yhaberse casado con la infanta doña María.

El señor de Brantôme

A principios de octubre, con Isabel de Valois y el príncipe recupe-rados de sus respectivas dolencias, tienen lugar en la iglesia de SantoDomingo los funerales en memoria de don Fernando. Carlos de Aus-tria asiste a los sufragios, pero no interviene en una procesión trascelebrar un tedeum en la iglesia de San Felipe. Transcurridas unassemanas, se encuentra restablecido, da paseos a pie, monta a caballo yhace ejercicio en contra de su apática manía de permanecer ocioso.

El 9 de noviembre, procedente de Portugal, llega a Madrid unser humano peculiar: Pierre de Bourdeille, abate y señor de Brantô-me, que luego adquirirá celebridad en Francia por sus dotes depolémico escritor. Gascón de origen, despegado del universo ecle-siástico, pese a su condición de abate, licencioso e intrigante, dis-puesto a descifrar los enredos de las Cortes europeas, en las que sedesenvolvía como pez en el agua, el insigne aventurero pudo tratar

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a don Carlos durante su breve visita y de facilitar, al correr del tiem-po, las sensaciones obtenidas. Pese a ser reputado como desaprensi-vo y chismoso, se realza su agudeza para escrutar en la condiciónhumana de los seres que transitaron en su agitada existencia jalona-da de continuos viajes y épicos episodios militares.

Atribuyéndose la falsa modestia de carecer de entendimiento sufi-ciente para emitir un discernimiento, alude al continuador del trono,con parcas palabras, para argüir que exhibe «muy buena traza ymucha gracia», aunque asegura que su cuerpo está algo estropeado,pero que no se nota demasiado. La descripción de una persona consi-derada sagaz, aderezada con el término literal de que «llegará a sergrande», contrasta con las declaraciones de los apoderados venecia-nos y hasta con la impresión de Dietrichstein que ya he testimoniado.

El señor de Brantôme prosigue sus memorias narrando que esantojadizo y lleno de extravagancias, con un genio colérico que leconduce a insultar, amenazar y hasta agredir, despiadado con susservidores y propenso a «tretas o pamplinas» cuando lo estima pro-vechoso. Este matiz nace expresamente de la pluma del aventureroy abre la sorprendente incógnita, de ser cierta su aseveración, deque el príncipe se aprovechase, cuando le apetecía o convenía, defalaces maquinaciones para colmar sus caprichos o rehusar obliga-ciones, franqueando con ello la facultad de manejar a su antojoesporádicas y sospechosas calenturas. Por revelaciones de terceros—anécdota mil veces repetida por diversos investigadores mediantepáginas manipuladas con destreza en los fragmentos que les convie-ne resaltar—, relata igualmente que un zapatero le había llevado unpar de botas mal confeccionadas y que, enfurecido, las hizo cortaren pedazos y freírlas para obligarle a que se las comiese. Este alter-cado es analizado por Cabrera de Córdoba, pero concretando quela orden de fabricar las botas procedía de Felipe II, que había man-dando que se le hiciesen justas, como él las usaba, y no como lasquería su hijo. La reacción, vinculada al trance referido, fue dar unsonoro bofetón a su criado Pedro Manuel por mediar en la elabora-ción de los borceguíes. Este suceso no está datado, pero la pista deque ocurrió en Alcalá de Henares me obliga a pensar que Cabrerano es muy fiel en su versión, si se concede que, en la última estanciade don Carlos en la localidad universitaria, su padre estaba en Ara-gón más preocupado por los problemas que le planteaban los pro-curadores que por el diseño de calzado. Distintos cronistas creenque el incidente no es verídico, pero es indiscutible que dicho pasa-je figura reflejado en viejos relatos anónimos, aun cuando, como ya

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he aclarado, se precisa que fue un intento baldío y que Ruy Gómezevitó, con su oportuna intromisión, el banquete del artesano.

La injerencia del rey en expedientes tan banales no es, de cual-quier forma, un aspecto que se pueda eliminar con facilidad, tenien-do presente su estilo puntilloso, burocrático y tendente a entrome-terse en nimiedades absurdas. Don Carlos había pedido que fuesereparado el tejado de la casa donde almacenaba pertenencias.Arrancado el beneplácito de los encargados de recomponer los des-perfectos, el monarca puso objeciones, exigiendo que la reconstruc-ción fuese de escaso gasto, instalando las tejas imprescindibles o, entodo caso, de necesitarse más material, que se utilizase el viejo recu-brimiento de El Pardo. Esta tacañería no era usual, al menos en edi-ficaciones o reconstrucciones, y su intrusión parece más propia deun individuo soliviantado por cualquier mínima conflictividad queun ser ocupado en graves tareas.

Prosigue Pierre de Bourdielle su anecdotario, basado en los coti-lleos que menudeaban dentro y fuera de los muros del alcázar, atri-buye al príncipe el placer de salir de noche y enredarse a estocadas,a cualquier hora que fuese, secundado por jóvenes caballeros que leescoltan en sus correrías. Supongo que Juan de Austria, conspicuocamarada de andanzas, no estaría muy lejos en semejantes dispara-tes. También pormenoriza que tiene mala opinión de las mujeres yque se comporta de modo temerario y ofensivo con aquellas que lesalen al paso, besándolas por la fuerza y apostrofándolas con califi-cativos como puta, perdida, perra e injurias de parecido jaez, ade-más de creer que las damas de la Corte son unas hipócritas y traido-ras en el amor, pensamiento que puede estar sustentado en algúnfracaso pasional o frivolidad de cualquiera de las doncellas de com-pañía palaciega. El inventario de las escandalosas aventuras, quizáun remedo de los hábitos de Pierre de Bourdielle, tiene la contra-partida de que su ofensivo genio cambia radicalmente ante sumadrastra. Su deferencia y respeto son de tal magnitud que sulevantisca condición se desvanece hasta el punto de que se le trans-forma el humor y hasta el color de su cara delante de la reina.

Los Países Bajos

Los territorios neerlandeses —un heterogéneo grupo de diecisie-te provincias— estaban regidos por un Consejo encabezado porMargarita de Parma. Las normas vigentes fueron dictadas por Car-

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los V y ratificadas por su heredero, haciendo hincapié en guardar laortodoxia católica para evitar por todos los medios que se desenca-denase una ofensiva de los credos protestantes que asolaban Fran-cia, Inglaterra y los principados de Alemania. No obstante las pre-venciones adoptadas, los amedrentadores «placartes» que protegíanlas esencias del dogma y castigaban con pena de muerte cualquierheterodoxia, el avance de los luteranos, anabaptistas y calvinistas seconvertía en un quebradero de cabeza en las zonas limítrofes conFrancia y algunos principados alemanes. Los disidentes evoluciona-ban con pasos firmes, las autoridades locales iban desistiendo decastigar los delitos contra la fe y sectores de la alta jerarquía nobilia-ria propugnaban una superior tolerancia religiosa y más altas cotasde responsabilidad en el desempeño de la función pública, pidiendoque se incrementase en cuatro el número de integrantes del Consejode Estado y que este abarcase la preponderancia absoluta por enci-ma de las conclusiones de la junta que asistía a la duquesa.

Los consejeros despacharon en febrero de 1565 al conde deEgmont hacia Madrid para que expusiese las peticiones señaladas.Los cortesanos se encargaron de agasajar al héroe de las batallas deSan Quintín y Gravelinas mientras el monarca rumiaba, en la sole-dad de su cámara y en reuniones con sus consejeros, la decisión quedebía tomar ante las reclamaciones. Avasallado siempre por sus infi-nitas zozobras y corta capacidad resolutiva, optó por comprar laadhesión del conde mediante concesiones en rentas y propiedades yaplazar su resolución. El 4 de abril, en audiencia muy demorada,determinó que las materias tocantes a la fe eran muy espinosas paraser tratadas con liviandad, que no estaba dispuesto a permitir que laherejía se adueñase de sus dominios, pero que juzgaba convenienteconvocar una junta de teólogos para que examinasen las mejoresopciones.

Dos días más tarde, sin haber logrado una respuesta escrita y nisiquiera un compromiso verbal, pero satisfecho en términos genera-les, portador exclusivamente de instrucciones destinadas a la gober-nadora, el conde regresa hacia Brabante, embaucado por vagas pro-mesas y con su peculio enriquecido. Junto al aristócrata cabalga unode los jóvenes que había compartido estudio y esparcimiento juntoa Carlos de Austria. Alejandro Farnesio, que meses después con-traerá matrimonio con una princesa portuguesa, emigra de la Cortecon la complacencia de ir a verse con su madre.

El 13 de mayo de 1565, cuando hace poco más de un mes de lapartida del conde, el rey envía, desde el bosque de Segovia, varios

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despachos dirigidos a su hermanastra, rechazando los recursos demedia docena de anabaptistas condenados, que mostraron arrepen-timiento, y exigiendo que fuesen llevados al quemadero en un ejem-plo más de su sectarismo dogmático que llevaba implícito, además,un serio aviso de que no iba a ceder un palmo de terreno. Y conrespecto a la composición del Consejo desecha las reivindicacionesy aumenta solamente en un miembro la institución, pero sin dotarlade mayores cotas de poder. La semilla del vandalismo estaba sem-brada como preludio de una conflagración que iba a durar decenasde años.

La corta permanencia del conde de Egmont en Madrid ha dadopábulo a la creencia de que hubiese podido tener contactos con elpríncipe para animarle a que viajase hacia Bruselas. Antiguos cro-nistas alimentan esta tesis, manifestando que la insinuación pudoconsistir en huir sin el consentimiento paterno, pero apreciacionesde esta índole son meras conjeturas al no quedar pruebas que acre-diten su veracidad. La compra de un libro «de las cosas de Flan-des», adquirido al florentino Ludovico Giucciardini en la desorbita-da cantidad de doscientos ducados, confirma que don Carlos estabaenfrascado en temas relacionados con los Países Bajos, en su condi-ción de sucesor de aquellos enclaves, y cabe intuir que su ávidacuriosidad provocase conversaciones con el ilustre consejero, perosin excesivas secuelas.

El viaje de la reina

Culminado el invierno, Isabel de Valois sale hacia tierras france-sas, siendo acompañada en la jornada inicial por la nobleza. Entresu séquito, en el corto recorrido de unas pocas leguas, figuran donCarlos, Juan de Austria y los príncipes de Bohemia. Durante losposteriores trayectos y su recogimiento en el monasterio de LaMejorada hasta su llegada a Valladolid el 3 de mayo, siguiendo sureciproca costumbre de comunicarse, el príncipe envía a Juan deCárdenas tres veces para que comparezca ante la reina. No haycomprobación de recados confidenciales, pero no creo, en clara dis-paridad de criterio con Gachard, que estos desplazamientos tuvie-sen la finalidad de rendir simplemente sus respetos y justificar suafecto. Entre ambos jóvenes, fruto de su convivencia, florecían lacomplicidad y el intercambio de experiencias que concernían a susrespectivas vidas. No se debe olvidar como precedente que la sobe-

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rana se mantuvo en contacto con don Carlos, mediante sus criados,durante la desdichada caída en Alcalá de Henares.

El origen de tan largo recorrido, con destino a Bayona, obedecíaal interés de Catalina de Médicis por conseguir una entrevista conFelipe II para gestionar diversas iniciativas y con especial énfasissobre la confrontación imperante en Francia. El enfrentamientoentre las facciones cristianas engendró una sangrienta guerra civildirimida en favor de los católicos con el apoyo sustancial en armas ysoldados procedentes de Castilla. La paz de Amboise, ratificacióndel fin de la contienda, no cercenaba el auge de los hugonotes y elcomedimiento pacifista de doña Catalina, rehusando los dogmas deTrento y procurando zanjar las discrepancias con la celebración deconcilios locales, no estaba dando el fruto apetecido de una concor-dia estable.

Felipe II, intranquilo por las genuinas intenciones de su suegra,rehúye la convocatoria y, en su lugar, intentando averiguar los pro-pósitos franceses, envía a su esposa, secundada por Fernando Álva-rez de Toledo y Juan Manrique de Lara, para que se conferenciecon los galos y se aproveche la oportunidad para que las dos muje-res vuelvan a verse, sin dar importancia al encuentro y evitando conello que se promuevan intransigencias antagónicas en Inglaterra yAlemania, ante la eventualidad de un pacto que implique intrigashostiles contra el protestantismo.

La marcha es lenta y jalonada por etapas de relajamiento y pla-cer. Tras alcanzar Guadarrama y juntarse allí con su marido, que sehabía adelantado a la comitiva, se separan de nuevo, ante la proxi-midad de la semana santa, para pasar tales días, como era usual, enaislamiento claustral. El monarca, firme en su devoto convencimien-to, ordena que su mujer prosiga su itinerario hasta el monasterio deLa Mejorada, cerca de Medina, a la vez que se desplaza hacia elconvento de Guisando con la idea de reunirse en las orillas delPisuerga. Don Carlos, que tenía previsto trasladarse hasta el monas-terio de Guadalupe, se ve obligado a ir con el rey, impidiéndole deesa forma que pudiese disponer de libertad. La alteración no estáfundada en triviales pretextos, pues algo parece haberse filtrado enlos mentideros del alcázar para que no dejase solo a su hijo. Saint-Sulpice, en un indescifrable recado, argumenta que se han cambia-do los planes anunciados por motivos que apenas están divulgadosy sobre cuyo caso no se puede escribir todavía.

El universo de Carlos de Austria es un espacio de luces y som-bras que desenmascaran livianas anécdotas y, sin embargo, hunden

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sus raíces en los abismos de la ignorancia cuando la materia tienetrascendencia. Las enigmáticas palabras del comisionado francés nohan sido esclarecidas y únicamente cabe la conjetura como mediopara acercarse a la verdad. En aquellos momentos se hallaba aún enMadrid el conde de Egmont, en espera de ser recibido en audiencia,y no se puede desechar que en la mente suspicaz de Felipe II surgie-se un relámpago de incertidumbre, si es verosímil que el célebrecombatiente de Gravelinas había tenido audiencias con el príncipepara darle cuenta de la intrincada situación en que se debatía su tie-rra. ¿Prudencia ante una amenaza de huida aprovechando el viajede Isabel de Valois? ¿Daba ya, por aquel tiempo, muestras de que-rer alejarse de la tutela familiar? ¿O en sus inmaduras apetenciasempezaba a tomar cuerpo la posibilidad de embarcarse en una peli-grosa aventura, que le emplazase al amparo de Maximiliano y su tíadoña María y, de paso, pudiese entablar contacto con su primaAna? Se sabe cómo su barbero Ruy Díaz de Quintanilla le extrajo elraigón de una muela en Galapagar, recibiendo cincuenta escudos delos cien que le había prometido, y no obstante se permanece sumi-do en la nebulosidad cuando se desea reparar en aspectos más esen-ciales de su mundo.

Pasada la postración católica, los reyes vuelven a Valladolid,como estaba dispuesto, y la reina se distrae en los parajes cercanosantes de reanudar su avance hacia Bayona. Don Carlos y don Juan,siempre juntos, le acompañan en sus paseos, cacerías y regocijoscampestres hasta que la joven se dirige al encuentro de su madre,acompañada por los dignatarios elegidos por su cónyuge. Doña Isa-bel llega a Hernani el 12 de junio de 1565 y es acogida por su her-mano Enrique, duque de Orleans, para efectuar su entrada en Fran-cia, cruzando el río Bidasoa, unos días más tarde. Las juntaspreparadas por los mandatarios reales son aplazadas constantemen-te por Catalina de Médicis y sustituidas, sin descanso, por comidasy festejos de todo tipo, como gesto inequívoco de que no le acucianserios problemas de gobierno por resolver. Solamente en las últimashoras transige en mantener deliberaciones, pero con el ánimo pro-clive a la aceptación de las propuestas que le hacen y sin añadirnada de su cosecha. Concede popularizar las tesis del concilio tri-dentino, fervorosas como es natural con el credo del catolicismo, yadmite una coalición para combatir con dureza al protestantismo,pero no hizo demasiado caso de las sugerencias de los enviados,sembrando los designios de su país con periódicos y sangrientosenfrentamientos. Atraída por negocios más frívolos, tampoco pierde

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la ocasión para sugerir una doble alianza matrimonial consistente enque su hija Margot se case con don Carlos y que doña Juana lo hagacon su hijo Enrique.

A principios de julio, tras haberse divertido con su familiadurante un dilatado periodo, Isabel de Valois se dirige a Castilla. Yano era la niña temerosa que afrontaba su prematura boda en Gua-dalajara y las nuevas prácticas palatinas en Toledo y Madrid. Al vol-ver de Francia tiene ya diecinueve años, un notable progreso físico yes ya una mujer espigada, de altura superior a la media, delgaday agraciada en su porte, de ojos grandes y oscuros, cabello negro yabundante, aficionada a la pintura y dueña ya de un idioma castella-no, casi perfecto, que habla con desenvoltura y divertido acentoafrancesado.

En aquellos días, instigado por su espíritu temerario, Juan deAustria pretende, sin licencia real, penetrar en Aragón y embarcarseen las galeras que se preparan para acudir en socorro de la isla deMalta, asediada por los turcos. Una repentina dolencia le indisponeen Zaragoza lo suficiente para que su denuedo sea una desilusión,ya que al entrar en la ciudad condal las naves han zarpado hacia subelicoso destino. Es de suponer que don Carlos estuviese al tantode los pensamientos de su tío, le apoyase en su esfuerzo y que laacción crease deseos de emularle. Que cuatro criados de su casahubiesen llegado a Barcelona con idéntico objetivo refuerza lanoción de que estaba enterado de los ocultos afanes de su familiar.

Cabrera de Córdoba, confuso como es proverbial, infiere que elconde de Gelves y el marqués de Tavara, miembros de su servi-dumbre, le alertaron de que el embarque de tropas en Nápolespara ir en socorro de Malta era una magnífica coyuntura para tras-ladarse a Brabante, abandonando la Corte y entrando en Aragón, siconseguían llevar consigo a Ruy Gómez como coartada de que secontaba con la aquiescencia regia. La atribuida maquinación, quepocos cronistas desenmascaran, dio lugar a que recaudaran cin-cuenta mil escudos, dispusiesen de los vestidos necesarios y desea-sen embaucar al portugués en una casa de campo, estando inclusopreparados para matarle si no colaboraba. El príncipe de Éboli,más hábil, mostró un mensaje del virrey de Nápoles, en donde seespecificaba que la escuadra ya había partido en ayuda de la islasitiada por los otomanos y que, por tanto, no era ya factible enca-minarse hacia una empresa que no podía realizarse. La estratagemadel mayordomo destruyó el intento, el príncipe se encorajinó consus criados y pidió al dignatario portugués que no le descubriese

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nada a su padre. De ser cierta la peripecia no es creíble que guar-dase el secreto y no resulta azaroso barruntar que Felipe II fueseinformado de la tentativa.

La data de la notificación del duque de Alcalá era del 24 deagosto de 1565, fecha que me hace discurrir que el supuesto conatode fuga se produjo terminando el mes de septiembre o en loscomienzos de octubre, cuando Carlos de Austria no estaba en Val-saín con su familia, puesto que existen antecedentes de que sedesenvolvía por Galapagar, disfrutando de libertad para tomar lasdecisiones que juzgase convenientes.

Después de viajar cerca de cuatro semanas bajo el tórrido sol delverano, Isabel de Valois entra en Sepúlveda, en donde le espera sumarido. Al día siguiente, a tres leguas de Segovia, se encuentra condon Carlos y Juan de Austria. El príncipe, dando una señal más desu devoción, porfía y consigue besar su mano mientras el rey seabraza con su hermanastro, a quien no había vuelto a ver desde lafallida tentación de combatir en Malta sin su consentimiento. Sedescribe que la pícara francesa, haciendo gala de su sentido delhumor, le preguntó a don Juan si los turcos eran buenos guerreros.El defraudado aventurero, avergonzado, respondió con timidez queno había tenido oportunidad de comprobarlo.

En el bosque de Valsaín

En un cofre de acero, guardado con llave, Carlos de Austria ate-sora desde la primavera de 1565 un retrato «de seda de colores, contres rubíes y tres esmeraldas y ocho perlas en la cabeza, y con el bra-zo izquierdo un rubí y una esmeralda con dos perlas, y en los braho-nes de entrambos brazos otros cinco perlas». Es una imagen de lainfanta Ana, su prima, que está encajada en una caja de ébano, conuna moldura de plata dorada, y que probablemente ha llegado a susmanos por intermedio de Dietrichstein.

Durante las conferencias de Bayona, Felipe II no se veía librede las presiones que ejercían Maximiliano y María para que, deuna vez por todas, adoptase una postura irreversible con respectoal matrimonio propuesto. El 20 de mayo escribe Tomás Perrenotde Chantonay asegurando que en Viena no se ignoran las ilusio-nes favorables de su hijo sobre dicho casamiento, en junio insisteen que Maximiliano se siente disgustado por la tardanza que sesufre en tomar una resolución, y en las postreras jornadas del

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mismo mes previene que las disculpas «se nos van deshaciendocada día», menciona la posesión de la pintura de la infanta porparte de don Carlos y hace hincapié en que se ha divulgado que«en lo de casarse y escoger con quién ha de vivir le toca a él y nopiensa que el rey se lo ha de estorbar ni forzar...». Adam de Die-trichstein cumplía con efectividad sus quehaceres y en Bohemiaestaban al corriente de los anhelos y abulias que se vivían en elalcázar.

Para evadirse del calor estival, la Corte se desplaza hacia el nor-te, atraviesa la sierra de Guadarrama y establece su esporádicamorada en el palacio de Valsaín, que Felipe II había mandado cons-truir respetando las estructuras arquitectónicas que había podidocontemplar en el norte de Europa. En estos idílicos y frescos rinco-nes se desarrollan placenteros ratos con la ayuda de excursiones,pasatiempos, comidas campestres y diversiones al aire libre quecompensan de la dureza del invierno madrileño. Allí, en plena natu-raleza, doña Isabel le enseña a su hijastro un grabado de su hermanaMargot, pero el joven se muestra indiferente a las insinuaciones y selimita a ponderar como bellos los rasgos de la pequeña francesa.Por aquellas fechas, Felipe II rechazaba la propuesta de Catalina deMédicis para que la hermana de su esposa fuese la prometida de suhijo, alegando que tenía contraído compromisos ineludibles, aun-que los motivos razonables eran la carencia de beneficios que unenlace semejante podía reportarle tras haber emparentado con lafamilia Valois.

En aquellas circunstancias, de relajada armonía, nace el interésde la reina por la concentrada abulia de don Carlos. Después delmediodía, a continuación de comer juntos, la muchacha francesadispone un idílico paseo con sus damas por el bosque mediante unacarreta de bueyes y le llama la atención que su hijastro, invitado alesparcimiento, se muestre ensimismado. A la pregunta sobre lascausas de su mutismo y concentración replica que su mente estámuy lejos, a doscientas leguas de allí. Su madrastra inquiere dóndeestá ese sitio tan lejano y responde que tiene fijados sus pensamien-tos en su prima Ana.

Las reliquias de un santo

Entre los fervores ascéticos de Felipe II destaca su compulsivaobsesión por coleccionar múltiples reliquias de santos, tales como

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pedazos de los progenitores de San Lorenzo, Florencio y Pacencia,que le fueron regalados por la jerarquía eclesiástica de Huesca enunión de los restos de San Justo y Pastor, mártires de Alcalá, trescanillas y huesos de los tres apóstoles, San Felipe, Santiago y SanBartolomé, una cabeza de Santa Undelina, un brazo de San Ambro-sio y un interminable número de despojos obtenidos a fuerza de sin-sabores y turbaciones, según la exposición ofrecida por fray José deSigüenza.

En otoño, tras laboriosas gestiones con el país vecino, que estu-vieron a punto de provocar un agrio conflicto, se consigue que elcuerpo de San Eugenio, que estaba desde hacia centurias en el pan-teón de la abadía de Saint-Denis, cerca de París, sea conducido aToledo. Isabel de Valois y doña Juana salen en busca del fúnebrecortejo hasta Getafe, mientras el rey, su hijo y los archiduques espe-ran la llegada del cadáver en la ciudad imperial, acompañados de unespectacular ceremonial. La reina, camino de los veinte años y sindescendencia, pese a llevar más de cuatro de convivencia marital,pide con devoción la intercesión del santo, el primer arzobispo deToledo, para lograr la gestación de una criatura. Es el 19 de noviem-bre de 1565.

Las desavenencias familiares

Uno de los aspectos más controvertidos de la vida del príncipees su relación filial y la animadversión engendrada por una cohabi-tación nada ejemplar. La causa de una antipatía mutua, de hondocalado, no ha sido elucidada por los estudiosos del asunto y no esfácil aportar pruebas que pongan luminosidad en tal oscuro paraje.Don Carlos aducía que era manejado como un niño, que nunca se lehabía dado ocasión de afrontar responsabilidades públicas y que elmatrimonio con su prima Ana, abriendo la puerta de Bruselas, noterminaba de consumarse por la desgana de su padre. Estos factoresprimordiales, unidos a matices más comunes y en apariencia menostrascendentes, que no se conocen con detalle, pero que en su goteoincesante pueden acaban por colmar cualquier recipiente, fueronsin duda el origen del resentimiento.

Felipe II se encontraba inquieto por las andanzas de su primogé-nito, pensaba que su talante no estaba en consonancia con su edad,y tenía seguridad de que su inestabilidad le impedía practicar deter-minado grado de jerarquía con templanza. Este encastillamiento en

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sus respectivas posiciones iba abriendo un abismo insondable. Aldistanciamiento y discutible prudencia del soberano se contrapo-nían las ansias del príncipe y su temperamento contrario al sosiego,la maduración y la cordura. Eran dos universos opuestos, dos iden-tidades muy distintas, una confrontación sin capacidad de regenera-ción, una lucha, atizada por grandes y pequeñas miserias, que notenía visos de solución.

A principios de 1566, Honorato Juan, ya nombrado obispo deOsma, opta por encaminarse hacia tierras extremeñas para prestarmás cuidado a su resentida salud. Don Carlos daba signos evidentesde querer a escasos seres de su entorno, pero la venerada figura desu preceptor era una de las pocas excepciones que confirmaban laregla de las desavenencias permanentes. El prelado, recíproco ensus sentimientos, le escribe desde Valladolid *, mientras se encaminahacia su último destino, dando una pista valiosa de la desenvolturade su pupilo. Cada orientación es una advertencia y una implícitaqueja sobre su conducta.

Al recordarle sus obligaciones alude, en primer lugar, a la religión,preconizando el amor y el temor de dios, pero resaltando que sedeben respetar los mandamientos para observarlos y cumplirlos tantointerior como exteriormente. La concreción, al realzar que es necesa-rio testimoniar buen ejemplo, plantea un enigma de fuertes alcances.¿Acaso no obedecía las estrictas pautas del catolicismo? La esencia dela fe en la esfera social del siglo XVI era consustancial con la condiciónhumana. Estar enaltecido como virtuoso creyente era, fundamental-mente en las altas esferas sociales, ser un súbdito modélico conscientede su condición natural. El dogma vivía en el hombre y con el hom-bre, era porción de su piel, sus huesos y su carne, pieza íntima de suconciencia y guiaba los pasos de su comportamiento dentro de lascoordenadas mentales de aquellos seres que se reputaban castellanosviejos. Felipe II, imbuido de tales creencias, devoto hasta sobrepasarlos límites normales para hundirse en la ciénaga del fanatismo, escu-chaba misa a diario y comulgaba, como mínimo, cuatro veces al año.

Llama, pues, la atención que Honorato Juan recuerde a su anti-guo pupilo una formalidad de semejante dimensión y que remachesu reflexión haciendo hincapié en el compromiso de que la Inquisi-ción sea respetada y siempre beneficiada, en momentos de tanta tri-

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* Carta reproducida íntegra por GACHARD en su obra Don Carlos y Felipe II, Barce-lona, 1963, pp. 261-264.

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bulación herética, para el buen gobierno y tranquilidad de los rei-nos. Este apunte, concerniente a una institución tan temida comoaborrecida, vuelve a depositar en el tapete de la cavilación si elheredero era partidario del Santo Oficio o guardaba un despechocauteloso hacia el omnipotente tribunal.

La segunda reflexión recalca la importancia que representa some-terse a las órdenes paternas por ser un precepto divino. El antiguomaestro expresa que dicha subordinación debe ser mantenida, aun-que se deje a un lado la convicción del mandamiento, por ser bienvista por el pueblo y la senda correcta. De forma explícita se concedeque don Carlos puede haber desistido de honrar y respetar al autorde sus días, pero la recalcitrante insistencia en acatar los dogmas cató-licos no hace sino apuntalar la idea de que podía haber llevado elenfrentamiento hasta la vulneración de sus deberes religiosos. Com-pleta este fragmento de su comunicado alegando que no obedecer yservir filialmente conduce por caminos peligrosos y engañadores queno reportan ventajas. Una nítida advertencia de que algunos desafue-ros podían irrogarle, más tarde o más temprano, graves percances ensu futuro destino. Las frases del obispo tienen más magnitud comopresagio que como exhortación sobre las reglas que debía adoptar.

La tercera faceta de la misiva se refiere a otra de las tachas quele son atribuidas. Honorato Juan le pide que se dirija a sus servido-res, en actos y palabras, con amor y dulzura. La crítica no puedeser más directa ni estar más ajustada a la realidad, si se examinanlas profusas testificaciones que acreditan los desafueros contra suscriados. La sugerencia de un trato más caritativo se extiende a losministros y demás individuos próximos, sobresaliendo el apunte deque no es conveniente hacerles preguntas extrañas sobre lo que lehayan contado, ni exigirles réplicas espinosas en cuestiones queprefieren callar. El perspicaz asesoramiento del clérigo, que puedeser calificado como trivial en apariencia, revela una singularidaddel príncipe en conexión con su predisposición indagatoria. Suimpertinencia e insaciable indiscreción no parecían ser una cuali-dad de su inteligencia, sino más bien la base de un espíritu chismo-so, proclive a crear malos enredos en la convivencia ordinaria.Honorato Juan insiste en estos asuntos en el resto de su escrito,especificando, con sinceridad meridiana, que las ofensas son difí-cilmente perdonadas a una persona de su alcurnia, ya que una inju-ria sin respuesta viable genera rencor, y que meterse a averiguarvicisitudes ajenas, deseando enterarse de las faltas que cometieronlos demás, conduce a un mal sendero.

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Los sagaces avisos del preceptor permiten captar el calibre dechoques escandalosos, insolentes iniciativas y su habitual frustra-ción, que le habían situado en un constante desacato y al borde deuna afrenta en materia de fe. Si algo podía dolerle a Felipe II, en sufibra más sensible, era que su primogénito llegase a menospreciarlos sacramentos de la Iglesia y el cumplimiento de sus deberes cató-licos que él llevaba dentro de su alma con infatigable aliento y cre-ciente intransigencia. Una actitud despreciativa en este ámbitopodía llevar su temple hasta los linderos de un sigiloso reconcomioimpregnado con visos de aborrecimiento.

Más adelante, el 30 de julio de 1566, muere Honorato Juan, ins-tituyendo fiduciario universal a Carlos de Austria y facultándolepara modificar el testamento en cuantos extremos lo considereoportuno. El príncipe, en virtud de lo dispuesto por su maestro,envía la cantidad de dos mil ducados a los albaceas designados paraque se obedezcan las disposiciones testamentarias.

El carácter del rey

No es sencillo mostrar objetividad ante la enrevesada individua-lidad del monarca. Desde la apología de Guillermo de Nassau hastalos ditirambos impulsados por la sociedad estatal para la conmemo-ración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, en un resplande-ciente cultivo de leyenda rosa, existen una compulsiva repulsa y unaoleada de benefactores, en aguda controversia, que tuvieron su apo-geo en el siglo XIX. Las épocas más recientes han propiciado unestudio más documentado y menos polémico, pero han persistidodiatribas y, últimamente, una generosa complacencia con las virtu-des regias emergiendo por encima de sus defectos.

Con rapidez, siguiendo idéntica tónica que he empleado paradescribir el perfil psíquico y físico de su hijo, si bien empujado enesporádicos instantes por mis convicciones, me he limitado a seguirlas huellas de los embajadores foráneos que, sin excesivos prejuicios,han intentado ofrecer una aproximación a la verdad. Para ello única-mente es obligatorio repasar los elementos recopilados por Gachard,abusando una vez más del buen trabajo del investigador belga.

Las fuentes hablan de una persona sobria en el vestir, sin laboresde oro y plata en sus ropas, de talla inferior a la media, es decir, deestatura más bien baja, imbuida de dignidad por la elevada autoesti-ma de su condición omnipotente, propensa a oír las súplicas, a

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pesar de que tengo recelos de que esta actitud complaciente de suidiosincrasia sirviese para resolver las peticiones que se le hacían.Escuchar no implica preocupación y arreglo de los problemas quese le pudiesen esbozar y más bien se extrae la impresión de que supose, en este sentido, reviste caracteres de populismo cortés.

En sus apariciones públicas exhibía siempre una impasibilidadhuidiza que se exteriorizaba en la falta de firmeza para mirar a losojos de sus interlocutores o en desviar su atención ocular de modovago e impreciso. Su voz era apenas audible y jamás daba una répli-ca resolutiva para evitar comprometerse, poder repasar la consultasuscitada con calma y recabar la opinión previa de sus consejeros.Esta carencia de energía en las resoluciones, que dilataba en excesopara eludir apremios que originasen errores, ha debido influir al sercalificado por sus biógrafos como un líder prudente.

Sus costumbres rayaban en un precavido estoicismo por su deli-cada complexión y su lánguida idiosincrasia. Dormía poco, no pro-baba el pescado ni la fruta, y descubría en la mesa la moderaciónque jamás tuvo el emperador. Bebía asimismo con parquedad ytenía la predisposición innata de no hacer partícipe a nadie de suscomidas, excepto en contadas ocasiones en que toleraba la presen-cia de personas muy allegadas.

Uno de sus rasgos más preeminentes era su acendrado catolicis-mo, su exagerada predilección por el culto de los dogmas doctrina-les —se dice que dominaba los ritos de la Iglesia con la perfecciónde un eclesiástico— y su querencia, con diáfanas connotacionespolíticas, hacia la defensa a ultranza de la Inquisición para combatirla herejía, eliminar disensiones y disponer de una fuerza coercitivaque lograse la máxima uniformidad en sus reinos. Una forma, sequiera o no, de capacidad tiránica que sus más encendidos apologis-tas han respaldado en aras de un imperio estable y sin confrontacio-nes que, en cambio, estallaron en bastantes países de Europa conintensos derramamientos de sangre, pero que tiene en contrapartidala mácula de la ausencia de libertad en un tema tan candente comoel respeto por las ideas.

Ya conozco el malparado axioma de que los sucesos históricosdeben ser analizados dentro del espíritu de cada época, como hizoconstar Rafael Altamira en su ensayo titulado Felipe II, hombre deEstado, pero tal razonamiento no deja de ser, en muchos casos, unafalacia hábilmente manipulada para resguardar ideologías institu-cionalizadas de los poderes temporales. En la Edad Moderna, comoen cualquier otra etapa histórica, ha vivido gente que discrepaba de

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los métodos utilizados por la jerarquía, seres que, en definitiva, pen-saban y actuaban en contra de la uniformidad impuesta por la clasegobernante, aunque sus quejas o cavilaciones quedaran ahogadaspor la potencia estatal. Estos súbditos, claro está, no asumían sobresus espaldas el agobio de aumentar o conservar sus riquezas nidefender, a capa y espada, su prepotencia elitista o el patrimonioderivado de grandes haciendas, el denominador común de todos lostiempos, regulado por la ambición, pero se vieron en la obligaciónde soportar pobres recursos y elevados impuestos para colaborarpor la fuerza con la megalomanía reinante. Más que aferrarse a laépoca correspondiente para justificar a cualquier prócer, en estecaso a Felipe II, hay que fijarse en el entorno que le rodeaba en elcampo cultural y religioso, en su riqueza económica, aventajadapese a los altibajos de las arcas reales, y también en la predominantecategoría que ocupaba en la escala social.

El soberano era un fanático creyente porque tuvo la despiadadaeducación de un sectario como el cardenal Silíceo, por la nefastapreponderancia de Carlos V, exaltado paladín del credo católicocuando le interesaba para sostener incólumes sus enclaves patrimo-niales, y porque la génesis divina de la monarquía le dotaba de ili-mitada autoridad para desempeñar su despótico gobierno y lemantenía libre de inquietudes sobre la integridad de su comporta-miento. Todo se hacia en el nombre de dios o para la conservacióny acrecentamiento de sus Estados, pero estoy seguro de que talesinvocaciones y esfuerzos no se proyectaban con la finalidad demejorar las condiciones del pueblo llano, al que se reputaba cristia-no de manera un tanto artera e irreal. Afirmaciones fidedignasdemuestran que el catolicismo peninsular se imbricaba, como eslógico, en el privilegiado armazón de la iglesia, en la potente aristo-cracia y, en último extremo, en el avance de ciertas clases dentrodel marco del incipiente desarrollo de los municipios. HenryKamen, con encomiable objetividad, facilita detalles de la fervorosaobservancia adjudicada al vulgo. En su reciente revisión acerca dela Inquisición española, dice:

«A pesar del momento de confusión religiosa en la península, pareceque en la Baja Edad Media no hubo herejías formales, ni siquiera entre loscristianos. Pero eso no implica que España estuviera constituida por unasociedad de firmes creyentes. A mediados del siglo XVI, un fraile se lamen-taba de la ignorancia y la falta de fe que había encontrado a lo largo yancho de Castilla, no sólo en las aldeas y pueblos pequeños pero tambiénen las ciudades y lugares populosos (...) De trescientos vecinos apenas se

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hallarán treinta que sepa lo que está obligado a saber. La práctica religiosaentre los cristianos consistía en una mezcla de tradiciones locales, supers-ticiones folclóricas y dogmas de naturaleza imprecisa. Algunos autores lle-garon a incluir las prácticas religiosas populares dentro de la categoría dela magia diabólica. Los responsables eclesiásticos hacían poco para reme-diar esta situación. La religión, en su vivencia cotidiana, continuó abar-cando para los cristianos un abanico inmenso de opciones culturales ydevocionales».

Estas frases, con cuyos aspectos primordiales coincido, sonrematadas con pintorescas particularidades que, por su riquezaindiscreta, no se pueden obviar. Un campesino catalán declaró en1539 que «no y ha paradis, purgatori ni enfern, que a la fi totshavem de passar y anar per una plana, ço es que allá hon yran losbons an de anar los malos y ahon anirán los malos aniran los bons».Otro sujeto, en 1593, aseguraba que «no crehía oviese paraíso niinfierno, y que Dios dava de comer a moros y a herejes como a Cris-tianos». Y ya en pleno siglo XVII, en 1632, un operario textil deReus, alejado también de las clases privilegiadas, con sentido satíri-co, respondió a la pregunta de que si creía en dios, afirmando quesí, para puntualizar, a renglón seguido, «que creer en dios era comerbien, beber fresco y levantarse a las diez».

Una anécdota, relatada por un representante veneciano, confir-ma la convicción sobre la que estoy disertando inútilmente. Un día,el arzobispo de Sevilla puso de manifiesto ante Felipe II que, segúnlos eclesiásticos con cura de almas, los penitentes formulaban car-gos contra él. El monarca, con su tono conciliador, le argumentó«que si mostraban las lenguas tan sueltas, mejor sería que tuviesenlas manos atadas». La respuesta no es patrimonio de una época,sino la simplista visión de un inmutable deseo, a veces solapado, deconservar el mando como la herramienta más eficaz para conseguirfines y colmar aspiraciones.

No hay dudas de que su dominio se materializaba con vara dehierro ni que su celo dogmático rebasaba las fronteras del fanatismoprocurando proteger la doctrina católica y la supremacía del papa,pero en este capítulo conviene sopesar hasta qué grado era genuinasu postura, si se precisa que su servilismo hacia la Santa Sede legeneraba substanciosos ingresos que reforzaban las arcas monárqui-cas. Además, con la cautela imprescindible para no excitar demasia-do los ánimos pontificios, pero sin evitar conflictos, pretendía atoda costa, siguiendo el rastro de sus antecesores, imponer su hege-monía sobre el clero hasta convertirlo en un instrumento de su

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administración y el Consejo de Castilla no se recataba en oponerse eincluso rechazar decretos dimanantes de Roma.

Dentro de un terreno más privativo, alejándome de las peripe-cias estatales, sentía, en general, desprecio por los espectáculos yfiestas, no era partidario de las justas y torneos, que se celebrabancon regocijo de la nobleza, y su máxima afición consistía en abando-nar esporádicamente su residencia para escabullirse de sus fatigas ysolazarse en la soledad del campo por Valsaín, Segovia, Aranjuez, ElEscorial o El Pardo, aun cuando tuviese la aparente contradicciónde albergar en sus dependencias palaciegas una cohorte de avispa-dos bufones. Estos seres, dicharacheros y atrevidos, servían deentretenimiento, pero tenían la habilidad de ser listos confidentes, yno me cabe duda de que el interés regio radicaba en estar alcorriente de menudencias o intimidades que, de otra forma, se leescapaban por el peso de compromisos de superior fuste. Su celo enel cumplimiento de sus facultades, obsesionándose a veces pornimiedades en detrimento de graves atolladeros gubernamentales,avala esta creencia.

Felipe II ambicionaba tener controlada la mayor esfera deacción y nadie discute esta voluntad absorbente en cualquiera desus actividades, como tampoco nadie titubea de su esforzada dedi-cación al trabajo, aunque puedan engendrarse dubitaciones sobre lautilidad de su maniática suficiencia en el ejercicio de sus responsa-bilidades para dirigir un vasto imperio, teniendo presente que dila-taba en exceso resoluciones que exigían diligencia. En su disciplina-da aplicación, más propia de un profesional de la escribanía que deun gobernante, era capaz de pasar agotadoras jornadas repasandolos escritos de sus subordinados en lejanas latitudes, embajadores yvirreyes, leyendo los informes de sus colaboradores más cercanos,consejeros y secretarios, revisando memoriales y peticiones, y gara-bateando con su pluma, en los márgenes de pequeños billetes o enextensas notas, sus instrucciones o comentarios. Este esfuerzo buro-crático, que le ha granjeado el calificativo de rey papelero, puedecomprobarse en el Archivo de Simancas y en diferentes organizacio-nes que contienen referencias históricas.

En el nivel personal que estoy señalando se le ha reprochadotendencia a la tacañería, pero esta reprobación es una minucia yhasta podría ser aceptada por los apuros económicos que le aqueja-ban para sostener el entramado de sus posesiones, no obstante elapoyo financiero de la Iglesia, el alza frecuente de los impuestos y,en especial, las cuantiosas remesas de metales preciosos que llega-

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ban desde Las Indias y sobre cuyos cargamentos, movilizados por lagestión privada, se disponía de un buen porcentaje, sin necesidadde emplear gravosas inversiones, e inclusive de la capacidad legalpara incautaciones totales con aplazamientos en las reposiciones opagos.

Hay también observaciones de su espontánea tendencia hacia lasmujeres en el plano de la sexualidad —un matrimonio clandestinocon Isabel de Osorio antes de casarse con la madre de Carlos deAustria, algún escarceo mientras residía en el norte de Europa quetuvo el fruto de una hija, amores casi públicos con Eufrasia de Guz-mán, dama de su hermana doña Juana, cuando ya era marido deIsabel de Valois—, pero muchas de estas recriminaciones provienendel libelo de Guillermo de Orange, no ofrecen credibilidad ni tie-nen repercusión, pese a ocurrir en la esfera moral de una Cortepudibunda. Objeto de cábalas ha sido sus hipotéticos amores conAna de Mendoza, cónyuge de Ruy Gómez, pero en estos vericuetosvidriosos de la condición humana, por no decir fruto del instinto,viene a propósito la sentencia bíblica de que «quien esté libre deculpa, que tire la primera piedra» y no merecen significación. Susrelaciones con su tercera esposa, si se acoge como demostración lacostumbre de la reina de cartearse con su madre contándole singu-laridades de su vida, se encuadran dentro de la normalidad, con untrato de respeto y hasta repuntes de ternura.

Más desconfianza brinda su comportamiento como soberano, apesar de la fama de haber sido un gran defensor de la justicia, tantoen la mejora de su funcionamiento como en sus estructuras admi-nistrativas. Un hombre que no es capaz de olvidar ni perdonar inju-rias, que jamás otorgó la gracia de la clemencia y que almacenaba enlo más recóndito de su ser reconcomios vengativos, no puede ser til-dado de justiciero cuando falta la esencia de la magnanimidad. Lasfrases que Cabrera de Córdoba inserta en su obra son suficiente-mente explícitas: «de su risa al cuchillo había poca distancia» o «surisa y su cuchillo eran confines», insinuaciones ratificadas en simila-res términos por un sujeto amenazado que le conocía todavía mejor.Antonio Pérez no se recata en matizar que «no hay dos dedos de surisa al cuchillo». Los hechos, por otra parte, son mil veces más elo-cuentes que las palabras y nadie que haya indagado en sus decisio-nes puede tener el menor asomo de vacilación sobre su carácterrevanchista y susceptible, escasa franqueza, soltura para el disimuloy abúlica templanza en atolladeros embarazosos. Las muertes delbarón de Montigny y del marqués de Berghes, tras una desesperan-

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zada estancia vigilada, son puntales de su innata predisposición alengaño, la vil ejecución del justicia de Aragón Juan de Lanuza, sinsometerle a juicio, el exponente más palmario de su instintivo resen-timiento, los fallecimientos del duque de Villahermosa y el condeAranda, recluidos en sendos castillos después de producirse las alte-raciones ocurridos en Aragón, la confirmación de su malicia, el cri-men del príncipe de Orange, la huella de una represalia repugnante,los ajusticiamientos del conde de Egmont y de Horn en la plaza delSablón, un cuadro de «resplandeciente equidad» contra caballerosque le sirvieron con fidelidad en anteriores periodos y que fueroncondenados en sendos procesos sin garantías por reclamar cuotasde libertad para su país.

La lista de sus concienzudas «imparcialidades» no concluye tanrápidamente y podía extenderse aún más si se recuerda su contribu-ción en el asesinato de Juan de Escobedo o en el vil evento de con-sentir que una criada morisca del ayudante de Juan de Austria fueseexterminada, sin mover un dedo, pese a tener pruebas de su inocen-cia. Todo ello sin contar las míseras represalias contra lúcidos perso-najes, como la famosa princesa de Éboli, viuda por entonces, quefue encerrada en Pastrana, o el patético encarcelamiento de Juanade Coello, que subsistió sin gozar de libertad durante años en com-pañía de una prole de pequeños —cándidos rehenes— para purgarlos delitos de su cónyuge y evitar con ello que el antiguo secretario,huido a Francia, pudiese desvelar descarnados secretos de Estado.O el incalificable secuestro del hijo de Guillermo de Nassau paratraerle a Castilla con el designio de que se educase en el catolicismo.Que un monje de la sospechosa categoría moral de Diego de Cha-ves, su confesor, le negase los sacramentos, en aras de carencias enel deber de administrar justicia, es un argumento insoslayable deque su celo por acatar las leyes es un elogio más de quienes omitenlas genuinas obligaciones de un monarca para resaltar su mecenazgoen las artes, su afán constructor y su vocación hacia el coleccionis-mo estético, en un vano conato por erigirle en un clásico príncipedel renacimiento.

Haciéndose eco de la veteranía del emperador, tuvo la habilidadde no confiar en sus consejeros para forzar una división de criteriosque le permitiese resolver contemplando múltiples opciones —pos-tura valiosa en la acción política—, además de tener una cuidadaeducación, exigente y disciplinada por la influencia de su ayo Juande Zúñiga y dogmática en el terreno religioso merced al control delcardenal Silíceo, antiguo profesor de la Universidad de Salamanca,

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eclesiástico ofuscado que le enseñó las primeras letras. Su compe-tencia en materias tan dispares como la geografía, la historia, lasmatemáticas y una vocación favorable hacia la arquitectura y demásartes, que no se pueden negar, pero jamás convertir en un modernoestandarte apologético, le fueron imbuidas por maestros de la tallaintelectual de Juan Ginés de Sepúlveda y Honorato Juan.

Es probable, además, que su aparente pacifismo, que ha sidoobjeto de ponderación, tuviese visos de realidad en los comienzosde su gobierno, pero los sucesivos episodios, con tendencias clara-mente belicistas, que sobrevinieron en aras de la conservación oincremento de sus Estados patrimoniales, en muchos momentoscon el subterfugio de proteger la fe católica, hacen recelar de suproclividad hacia la paz. Su obstinación para sostener sus derechosdinásticos en los Países Bajos y en Portugal, con sendas guerrascruentas, la invasión de Aragón, sin que se consumase una luchadesigual, y su fallida tentativa por sojuzgar a Inglaterra, con unaapabullante derrota naval que puso fin a sus apetencias, son aconte-cimientos más que sobrados para cuestionar la carencia de hostili-dad que se le atribuye y que únicamente consta como verídica en elterreno de la propia participación, ya que jamás intervino activa-mente en las batallas.

Concurren, por tanto, en su figura, como en la generalidad delos seres humanos, brillos de luz y opacidad de sombras, si bien nome cabe duda de que era un tímido revestido de un inmenso poder,con todas las connotaciones psicológicas que la aserción puede lle-var implícita. La fe católica era un escudo protector de su timoratotemperamento y sus actos, sustentados en malicias, rencores, titu-beos resolutorios y maniobras maquiavélicas, la huella mórbida deun invencible apocamiento que nunca llegaría a dominar en su pro-longado reinado.

La agitación de los Países Bajos

El fracaso de las gestiones emprendidas por el conde deEgmont reanuda los enfrentamientos en las diecisiete provinciasdel norte. Al cabo de una corta desorientación, fundada en la dis-paridad entre las expresiones verbales del aristócrata y las cédulasenviadas desde Castilla, la agitación social vuelve a tomar energíaencabezada por Guillermo de Nassau y secundada por Felipe deMontmorency, conde de Horn, su hermano Floris, barón de Mon-

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tigny, Jean de Glymes, marqués de Berghes, y una nutrida partidade dignatarios neerlandeses. Las reuniones y pactos para mantenerlas protestas proliferan, el clima público se enrarece y Margarita deParma se ve presionada en sus tareas sin encontrar una posiciónconciliadora. A la solicitud de moderar las leyes contra la herejía yampliar la autoridad del Consejo de Estado, denegadas en octubrede 1565, sucede un auge vigoroso de las protestas. Un gruponumeroso, encabezado por el señor de Brederode, entra en Bruse-las armado hasta los dientes y logra ser recibido por la regente. Losdenominados «gueux» —mendigos—, cabeza visible de la conjura,son escuchados en sus peticiones y como siempre, incapaz detomar una resolución por la carencia de verdadero poder, la gober-nadora transmite las reivindicaciones a su hermanastro, enviando aMadrid una reducida representación de sus consejeros.

Floris de Montmorency y Jean de Glymes son los elegidos y ambosse disponen a realizar su misión convencidos de antemano de que elrey, firme en sus convicciones, no dará un paso atrás a la hora de blan-dir los principios de la fe católica como cimiento de su autoridad.

La vida del príncipe

Pocas son las noticias que se tienen del transcurrir cotidiano delpríncipe en el invierno y la primavera de 1566. Se sabe que en laspostrimerías de 1565 hizo una excursión a la cruz de Guisando ytuvo que dar un escudo como premio al individuo que le guió en eldescenso, por haberse extraviado, y también consta que Luis deMorisocte le daba clases de lengua alemana desde el último veranoy que se remuneraban sus lecciones a razón de cien maravedíes dia-rios. Don Carlos no tenía nociones de idiomas extranjeros y no dejade sorprender su elección. La esperanza de un próximo enlace conAna es la única explicación, aunque imagino que era más fervientesu deseo que la capacidad por aprender un lenguaje complicado. Asus esporádicas prácticas de esgrima y su asistencia a las sesiones delConsejo, en cuyos trabajos cooperaba ya Juan de Austria, seguíaañadiendo abundantes apuestas como aspecto más preponderantede sus costumbres. Los desafíos, animados por continuas porfíasperdidas, fruto de su testaruda obcecación, salpicaban la rutina desu convivencia: diez escudos de oro pagados el 11 de abril; doceescudos de idéntico metal dos días después, que tuvo que apoqui-nar para rescatar los guantes de otra apuesta; diez escudos de oro

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abonados a Juan Estévez de Lobón, su guardajoyas y ropa, por nohaber vencido en un reto tirando con unos arcabuces, y la desorbi-tada cantidad de cien escudos que le «timaron» los archiduquesRodolfo y Ernesto, recreándose con los naipes.

Las diversiones azarosas excitaban su idiosincrasia lúdica porcuanto en febrero volvió a derrochar treinta escudos de oro en dosrifas de unas sortijas y en abril veintiún escudos en iguales entreteni-mientos. Los criados de su casa, comparsas de sus ratos de ocio,resultaban favorecidos por su afición al desafío vanidoso: Luis Qui-jada, su caballerizo, le ganó dos escudos de oro en Galapagar y lanómina de los favorecidos por su tendencia compulsiva se proyectaincluso hacia sus gentilhombres como Gonzalo Chacón, Diego deAcuña, Hernando de Rojas o Alonso de Córdoba que se embolsa-ron buenas cantidades en distintas temporadas.

El adiestramiento cinegético no era de su gusto, pero se consta-ta que tuvo la habilidad de matar un venado en Santa Cruz. Al jue-go se une su apego a realizar compras o recompensar hallazgos deobjetos perdidos como ejemplo de que era distraído en la custodiade sus pertenencias. En marzo dio once escudos y tres reales a unlabrador de Vallecas por hallar un sombrero y en enero satisfizodoce escudos de oro a un tal Estanislao por buscar y descubrir unade sus sortijas, mientras que era capaz de suplicar las rogativas deunas misas para que aparecieran piedras preciosas extraviadas,adquirir dos barbas negras al precio de diez reales o unos colcho-nes de viento, por la cifra de cuatrocientos, que utilizaba para dor-mir la siesta.

Las andanzas por las comarcas aledañas, Valdemoro, Uclés,Aranjuez, Galapagar o Cercedilla, demuestran que don Carlos sedesperezaba pasado el invierno y que gozaba de una salud placente-ra. Las persistentes calenturas estaban aniquiladas y se mostrabamás vitalista que en periodos precedentes.

No hay que rechazar que las amonestaciones epistolares deHonorato Juan hubiesen tenido influencia favorable en su talante,ya que a raíz de sus sugerencias se reconoce una mejor sociabilidadcon su servidumbre, no hay indicios filiales de porfías y comulga enel convento de los jerónimos, aparte de mostrarse dadivoso con losfrailes de Atocha, los mozos de capilla y hasta con el sacristán deUclés, a quién gratificó con ocho reales por no haber repicado lascampanas delatando su aparición en la Semana Santa, en una señalevidente de que, al menos ocasionalmente, postergaba el orgullo desu prosapia en un raro empeño por pasar desapercibido.

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El barón de Montigny

Floris de Montmorency, caballero del toisón de oro y goberna-dor de Tournai, sale de Bruselas, camino de su trágico destino, enlas postrimerías de mayo de 1566. Tras descansar en París alcanzalas tierras castellanas a mediados de junio como solitario portadorde las propuestas efectuadas por la jerarquía nobiliaria. Su peliagu-da gestión consiste en intentar la abolición de la Inquisición, unaprofunda reforma tendente a la moderación de las leyes impuestascontra la herejía y obtener un perdón general. El otro comisionado,Jean de Glymes, marqués de Berghes, sigue en Brabante por un for-tuito accidente ocurrido antes de la fecha prevista para su partida yse pone en camino al comenzar el mes de julio.

Los dos aristócratas no eran precisamente bien vistos por supasividad frente a los protestantes y su favorable alineación con losconjurados. El rey le hace merced de dos audiencias al iniciar suestancia en Madrid y se manifiesta atento y cordial, siguiendo susibilino método de no enfrentarse con los problemas. La fingidaamabilidad encandila al barón, que transige con trasladarse al bos-que de Segovia para proseguir con sus gestiones. En Valsaín reúneel monarca a los miembros de su consejo, el duque de Alba, el prín-cipe de Éboli, el conde de Feria, Antonio de Toledo, Juan Manriquey Luis Quijada, para deliberar sobre los planteamientos de losrebeldes, pero no acepta que el noble intervenga en los debates.Don Carlos y Juan de Austria tampoco son invitados, a pesar de quesí colaboran Josse de Courteville, secretario de Estado; Carlos deTisnacq, en su condición de guardasellos de los Países Bajos, y elescribano para la correspondencia alemana llamado Pfinzing.

Las reuniones se celebran con sigilo ante la trascendencia de losacuerdos a establecer y don Carlos, despechado por su forzadaausencia o impulsado por su interés, se atreve a escuchar las sesio-nes arrimando el oído a la puerta de la sala, sin percatarse de que lasdamas de la reina y los pajes de servicio se dan cuenta de su trivialespionaje. La chiquillada, incitada por su insensatez, es controladapor Diego de Acuña, que le advierte de la ligereza de su pasmosacompostura delante de testigos. La reacción, intempestiva, comosiempre que se le contradice, se descarga en forma de insultos y gol-pes. A la rabia que provoca la intromisión, se une el odio que profe-sa a su gentilhombre de cámara por ser partidario del matrimoniocon su tía.

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Las cavilaciones culminan con la conformidad regia de no opo-nerse a la suavización de los placartes, pero pidiendo que le presen-ten una plan modificado, concediendo la clemencia y acordandoque cesase la Inquisición apostólica, aunque esta última determina-ción no tenía validez —era competencia exclusiva del pontífice— yestaba además redactada en términos difusos o contradictorios.Felipe II creía jugar sus bazas con habilidad, pero Montigny, alerta-do por sus compatriotas, proclama su desacuerdo y en audiencianocturna se toma la valerosa espontaneidad de reprocharle las con-clusiones adoptadas, haciendo hincapié en la necesidad de que lasleyes sobre la herejía fuesen mitigadas en su virulencia o borradasde un plumazo. La férrea defensa ejercida por Floris de Montmo-rency, reflejo de sus propias creencias, hace que al soberano «se lemude hasta el color de su cara» cuando siempre era capaz de man-tenerse impertérrito delante sus súbditos.

La intransigencia demostrada hubiese desatado aún más su ira sillega a saber que el rey manda, a renglón seguido, como muestra desu hipocresía y apocado espíritu, levantar acta secreta a su notarioPedro de Hoyos clarificando que el perdón es otorgado forzado porlas circunstancias y que no le obliga en razón y derecho, reservándo-se la facultad de castigar con severidad los delitos cometidos contralos dogmas del catolicismo y su autoridad. Seguidamente exige lamediación de su embajador en Roma para anunciarle al papa que lasupresión del tribunal apostólico no tiene validez, dado que la apro-bación debe partir de la Santa Sede, al tiempo que remacha sunegativa para moderar las normas contra la herejía si suponen ami-norar el castigo de los malos católicos.

La justificación ante Roma, plasmando su dogmatismo, se com-plementa con la imperiosa orden dirigida a la gobernadora para quereclute en Alemania tres mil jinetes y diez mil soldados de infanteríaen el convencimiento de que será indispensable el uso de la fuerzapara doblegar a los insurrectos. La reservada disposición es unaprueba más de un temple pérfido y taimado en su acción políticacuando la presión le atosiga y carece de energía para afrontar losconflictos sin enmascaramientos censurables.

Gestación y parto de Isabel de Valois

Desde mayo de 1566, antes de los pasajes narrados que se producenen el estío, Isabel de Valois se encontraba en el bosque de Segovia cui-

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dando que su embarazo tuviese un normal desarrollo. Su gestación eraconocida desde principios de enero, originando el natural regocijo, y seconfirmaba favorablemente la intercesión de las veneradas reliquias deSan Eugenio por haber orado a los pies de los huesos del santo.

A continuación de una semana de altibajos, con intervalos febriles,vómitos y temblores que sobrevienen de manera esporádica, doña Isa-bel da a luz una niña en la madrugada del 12 de agosto, a punto decumplirse los nueve meses de su devota postración. Tras un feliz partosin dificultades, tiene un ataque de tercianas dobles que debilitan suorganismo y le colocan en un apurado trance. Siete días después, losmédicos desesperan de su condición, temen un mortal desenlace, perosu organismo se regenera y en una breve etapa logra su recuperación.

El bautizo de la infanta Isabel Clara Eugenia se celebra el 25 deagosto, siendo su padrino Carlos de Austria y su madrina doña Juana.El príncipe, afectado por alguna indisposición, ni siquiera puede suje-tar a la criatura y tiene que ser su tío quien mantenga su cuerpo juntoa la pila bautismal. La dolencia ha servido para reprocharle su defi-ciente salud y motejarle con el dicterio de que sólo disponía de «fuer-za en los dientes» —alusión a su comportamiento glotón—, perodichas crónicas ocultan de forma artera que don Juan cayó enfermoinmediatamente, estando incapacitado para mover los brazos y lasmanos. Este trastorno se atribuye a la brava práctica de bañarse en lasfrías aguas de un arroyo cercano a Valsaín y cuyo hábito, igualmentepracticado en los estanques madrileños, era compartido por su sobri-no. Nada de estrambótico tiene, pues, que don Carlos padeciese deinmovilidad en sus extremidades superiores poco antes de que suamigo de correrías se viese atacado por idéntico mal.

La furia iconoclasta

Las órdenes provisionales dictadas por Margarita de Parma, conla suspensión momentánea de las normas aplicables sobre la herejíahasta tanto recibiese las instrucciones pertinentes, desatan un verti-ginoso auge de los esfuerzos calvinistas en la región occidental delpaís, instigados por el regreso de líderes que estaban exiliados.Aprovechando la indiferencia de los mandatarios locales, mientrasel barón de Montigny y el marqués de Berghes emprenden su viaje,los calvinistas más incendiarios tienden velas para propagar susobsesivas creencias entre las masas, enardeciendo con sus predica-ciones a un populacho que, además, se desenvuelve asediado por

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una dura carestía cotidiana. Los cultos se celebran al aire libre y elcontrol de la situación se escapa de las manos de las magistraturas yde los conjurados, que aprovechan la crisis para formalizar unasegunda reivindicación más exigente que la anterior. A la modera-ción de las pautas religiosas, el perdón general y la abolición de laInquisición, que Montigny y Berghes deben negociar, se une la peti-ción de que se convoquen los Estados y se otorgue condescendenciaplena en sus creencias a los residentes que no sean católicos.

En agosto la efervescencia adquiere su máximo apogeo apoyadasin descanso por las proclamas de los predicadores, los sermonessoliviantan a las poblaciones y el primer estallido impetuoso ocurreen Steenvoorde, en donde un grupo de calvinistas invade el monas-terio de San Lorenzo para destruir sin miramientos las imágenescomo consecuencia de la creencia de que toda efigie era un ídoloque profanaba los templos e injuriaba a dios. La vesania se extiendecomo un reguero de pólvora y los saqueos, las matanzas y las profa-naciones se precipitan sobre ciudades importantes como Gante,Amberes, Tournai, Malinas, Utrecht y Valenciennes. Cientos deconventos, monasterios, beaterios e iglesias son atacados sin piedad,aprovechándose de la abulia de los gobernadores locales y parte dela nobleza.

La duquesa, vencida por la efervescencia fanática, se ve obligadaa permitir la libertad de creencias. Guillermo de Nassau en Ambe-res, el conde de Horn en Tournai y el conde de Egmont en Gantelegalizan la concesión mediante pactos locales que apaciguan elantagonismo a cambio de tolerar el culto protestante y autorizar laconstrucción de templos a los calvinistas y luteranos. El 3 de sep-tiembre de 1566 llegan al bosque de Segovia los primeros mensajesinformando de la profanación de las iglesias, la salvaje destrucciónde símbolos católicos y el tremendo caos generado por la devasta-ción iconoclasta.

La reacción del rey

Cuando los avisos llegan a Valsaín el rey se encuentra aquejadode molestias por una excursión realizada al monasterio de El Pau-lar, en los límites de Rascafría. Un acceso de fiebres tercianas, alen-tado por el furor de las desagradables noticias, empeora su condi-ción y durante septiembre apenas delibera con su Consejo ni toma,en consecuencia, decisiones vitales para reprimir la revuelta de sus

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territorios. Como única oposición dimanante de su condición pusi-lánime y de su celo dogmático, pide a todas las catedrales que dengracias a dios por el feliz alumbramiento de su esposa en tanto quedemanda oraciones por la conversión de los herejes. A principiosde octubre escribe a Margarita de Parma diciendo que piensa vol-ver a Madrid para disponer su próxima marcha. A los pocos díassale hacia su destino, se detiene a inspeccionar la edificación delmonasterio en El Escorial y llega a su palacio nada menos que el 22de dicho mes. Felipe II no parecía tener prisa y rumiaba en la sole-dad de los claustros y las celdas de los conventos su rencor por eldesacato a su potestad y la irreverencia demostrada hacia la doctri-na católica.

Don Carlos y el resto de la Corte, incluidos el barón de Mon-tigny y el marqués de Berghes, que ha llegado por fin a mediados deagosto, preceden al monarca en unas cuantas jornadas. Los dosneerlandeses, preocupados por las nuevas procedentes de su tierra ytemerosos de su integridad física, suplican permiso para retornar asu país, pero se les niega tal licencia en varias oportunidades. El reyseguía al pie de la letra las sugerencias sigilosas que le daba su her-manastra para que retuviese a los enviados y es seguro que ya alber-gase en sus sentimientos un indeleble rencor y ocultos propósitos devenganza.

El 29 de octubre de 1566, casi dos meses después de conocerlas sangrientas alteraciones, reúne a su Consejo de Estado y afron-ta, con firmeza, el peliagudo panorama que desestabiliza una zonade sus posesiones septentrionales. Acuden a la convocatoria Fer-nando Álvarez de Toledo, Ruy Gómez de Silva, el prior Antonio deToledo, Juan Manrique, Diego de Espinosa, Pedro Fernández deCabrera y Bobadilla y los recientes secretarios Gabriel de Zayas yAntonio Pérez.

Un clan de consejeros, encabezados por el príncipe de Éboli, aquien secunda el conde de Chinchón y el inquisidor general, opi-nan que el soberano debe ir para dirimir con su influencia el graveantagonismo, pero Juan Manrique, apoyado por el duque, se opo-ne a la expedición, propugnando que previamente se activen lastropas imprescindibles y se ahogue en sangre la rebelión. La inicia-tiva de firme represión tiene superior ascendencia en Felipe II,quien, finalmente, dispone el reclutamiento de un ejército paraliquidar la insurrección.

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La conspiración desconocida

Las crónicas, como siempre que suceden hechos trascendentes,apenas dan cuenta de las vicisitudes que experimenta la vida delpríncipe en medio de la indignación y el desconcierto por el alza-miento de los protestantes. Hay evidencias de que don Carlos pres-taba la máxima atención a los sucesos que se producían en las dieci-siete provincias del norte y que estaba interesado en dominar conperspicuidad pormenores sobre la evolución política y social del leja-no país. En una ocasión mandó llamar a un sujeto llamado PedroLópez, recién llegado de los Países Bajos, y supongo que, con suinsaciable curiosidad, le sometería a una batería de preguntas. Elincidente acaecido con Diego de Acuña, cuando pretendía escucharlos acuerdos, es un exponente más de su inclinación a entender losavatares de aquellas tierras cuando encima subsistía, al menos en suánimo, la posibilidad de que se le pudiese encargar su gobernación sise otorgaba la confianza necesaria. Su forzada ausencia en los deba-tes anteriores a la drástica determinación debió advertirle de quesemejante contingencia era inverosímil y que no se requería paranada su ayuda en la difícil solución de los disturbios sobrevenidos.

La presencia en Castilla de los próceres neerlandeses, unida alafán de independizarse de la tutela familiar, ha permitido conjeturara muchos investigadores que entre el príncipe y los emisarios tuvie-ron lugar diálogos encubiertos de índole sediciosa, pero no constadocumentalmente ni el menor rastro que fortalezca la estimación.Únicamente determinados manuscritos de la Biblioteca Nacional yde la Academia de la Historia se hacen eco de confabulaciones y enestos soportes se han basado ciertos cronistas para expandir unahipotética maquinación.

El fracaso de la misión encomendada a los dos aristócratas, sudesmoralización al enterarse de los dramáticos desastres ocurridos yel rencor que anidaba en Felipe II pudieron respaldar un tímidoacercamiento al heredero para desentrañar sus pensamientos y dis-posición frente a la represión que se avecinaba. De facto, pese alpeligroso cariz que constituye la dureza regia, todavía tuvieronarrestos para solicitar con insistencia que fuese Ruy Gómez el desti-nado para trasladarse a Bruselas, con un encargo pacificador quesirviese para regenerar la pugna sin recurrir al extremismo de lasarmas. Estas gestiones condujeron a una nueva frustración, ante laimplacable voluntad de intervenir a sangre y fuego, y no se puede,

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por consiguiente, descartar que su última opción tuviese como obje-tivo a don Carlos, si bien ninguno de ellos ignoraba su inestabilidadpara cosechar un arreglo que exigía experiencia y un estilo contem-porizador.

La tentativa, no obstante, pudo promoverse si se valora quedurante algún tiempo el príncipe reivindicó, a toda costa, su nom-bramiento para ponerse al frente de los tercios que empezaban areagruparse en Nápoles y Milán para lanzarse, en la próxima prima-vera, hacia las zonas sublevadas. Las observaciones sobre esta inten-tona manifiestan que incluso llegó a rogar de su padre la elecciónsin ningún éxito, puesto que el 29 de noviembre de 1566 el duquede Alba es elegido capitán general, desechando las restantes candi-daturas, por haberse recuperado el veterano guerrero de la gota quele atenazaba. Fernando Álvarez tenía por aquellas fechas sesentaaños, pero conservaba una moral aguerrida, diamantinos fervorescatólicos y el endurecimiento indispensable para afrontar un incó-modo cometido bélico.

Las tribulaciones del príncipe

Don Carlos acababa de cumplir los veintiún años, al terminar elestío de 1566, sin que se avistasen cambios esenciales en el hori-zonte de su mundo. Seguía entrando en el Consejo de Estado, perosu participación resultaba ser más protocolaria que efectiva, si sepuntualiza que las complicaciones eran resueltas por el rey, trasdiscutirse en reuniones privadas si la enjundia del caso lo precisa-ba. Su exclusión de las sesiones celebradas para resolver el canden-te escollo de las provincias insurrectas demuestra que nadie confia-ba en su insuficiente clarividencia política. La decisión deadjudicar al duque el mando retrasaba su salida hacia la capital deBrabante, su enlace con su prima estaba en el invernadero de losproyectos, mil veces demorado sin motivaciones convincentes, ysus días transcurrían por cauces monótonos que no colmaban susaspiraciones. La caza, las apuestas, los juegos, las clases de esgrimao alemán, traslados a pueblos cercanos... Su espíritu, inquieto yagresivo, toleraba con contrariedad la pasividad de un devenircómodo y sin expectativas

Superado el estío, aun cuando las pistas están sin datar conexactitud, debía sentirse atribulado por la inexistencia de perspec-tivas, también irritado por el parco miramiento paterno, y con el

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ánimo predispuesto para soltar su ira en la primera oportunidadque surgiese. Dos espinosos acontecimientos llegaron a ser denotoriedad pública o por lo menos de indudable repercusión en elámbito palaciego.

El primero tiene conexión con la desconsideración hacia alautor de sus días, afirmada por el obispo de Osma y reforzada porel francés Fourquevaulx y el barón de Dietrichstein, quienes, ensus correos, reflejan tal insolencia en términos trasparentes. El céle-bre Pierre de Bourdielle, señor de Brantôme, recoge en sus memo-rias que don Carlos deseaba que le confeccionasen un libro enblanco y, en son de recalcitrante desaire, le había estampado elpomposo título de «Los grandes viajes del rey don Felipe» paradescribir los ordinarios desplazamientos de Madrid a El Pardo, deEl Pardo al Escorial, del Escorial a Aranjuez, de Aranjuez a Tole-do, de Toledo a Valladolid, de Valladolid a Burgos, de Burgos aMadrid, de Madrid a El Pardo, de El Pardo a Aranjuez, de Aran-juez al Escorial, del Escorial a Madrid... Todas las hojas quedaronrepletas de escritura burlesca en oprobio de su progenitor y comodespiadada mofa de sus funciones dirigentes enmarcadas en ridícu-los recorridos, de cortos y repetitivos trayectos, que no estaban enconsonancia con sus deberes ni con la vasta dimensión de su auto-ridad. Parece ser que las páginas cayeron en manos del monarcasuscitando el comprensible resentimiento, pero, como casi siem-pre, no quedan vestigios del momento en que sucedieron los escar-nios literarios. El contratiempo originado porque su padre iba apermanecer en Madrid y el duque de Alba sería encargado de zan-jar el conflicto es un ingrediente favorable para presumir que elvejamen hubiese sido creado acto seguido de tener certeza de laelección, aunque convenga resaltar que el «manual excursionista»no ha sido localizado y no hay ratificación de que la chanza princi-pesca fuese verídica.

Si la supuesta sátira era de una liviandad descabalada, peor eranlas intemperantes ofensas a hombres de elevado rango en las laboresgubernamentales. Diego de Espinosa llevaba una meteórica carreraascendente. En 1562 era elegido consejero, dos años después seincorporaba a la junta asesora de la Inquisición y enseguida eradesignado presidente del Consejo de Castilla para rematar su pro-gresión con el nombramiento de inquisidor general obtenido en1566. Su lucidez y eficiencia están acreditadas por la reforma logra-da en las órdenes religiosas, la estricta aplicación de los preceptosdel concilio de Trento y por la férrea disciplina al frente del tribunal

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eclesiástico, puntos todos ellos de trascendencia para el conservadu-rismo estimulado por la monarquía. Por las razones que fuesen, aca-so por su severidad o por sentirse escarnecido, fray Diego promulgóuna orden de destierro contra un cómico llamado Alonso de Cisne-ros para impedir su aproximación a la Corte y de paso evitar lapuesta en escena de sus espectáculos *. El príncipe era admiradordel actor-autor y se sintió encolerizado al percatarse que se obstacu-lizaban sus representaciones en el alcázar, evitando el esparcimientoque tanto apreciaba, con independencia de que el dominico no erasanto de su devoción por la ascendencia que sus obligaciones leconferían ante el poder regio. De cualquier forma, sin paliativos oexcusas, la realidad fue que aprovechó el primer resquicio que tuvoa mano para agarrarle por el roquete, sin miramientos de su digni-dad, y enseñarle la afilada punta de un puñal mientras que le mote-jaba de curilla, le reprochaba su disposición de alejar a Cisneros y leamenazaba con acuchillarle por su comportamiento. El consejerode Castilla, intimidado y sin capacidad de resistencia, temeroso deque la coacción se consumase, se postró de rodillas y aceptó lahumillación sin rebelarse ni soliviantar más sus encrespados ánimos.

Estas acciones y otras de menor calado aparente, como habermandado pegar a unas niñas sin que se conozcan los motivos,debieron ir haciendo mella en la entereza de Felipe II hasta llevarleal convencimiento de que su hijo no estaba concebido para enfren-tarse a serias responsabilidades sociales ni para afrontar en el futurolas intrincadas gestiones de gobierno.

Honorato Juan había puesto el dedo en la llaga de las tribulacio-nes de don Carlos, al desnudar con pluma cariñosa las irrefrenablesquerencias y disparates de su pupilo, en el mensaje dirigido haciaunos meses, pero sus atinadas recomendaciones habían caído ensaco roto tan pronto como la condición anímica del sucesor de laCorona se veía colmada por la frustración y el aborrecimiento.

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* Adolfo de CASTRO, en su obra Historia de los protestantes españoles y de su perse-cución por Felipe II, cuenta que el cómico, sin respeto alguno hacia el cardenal, haciasonar con estruendo un tamboril, en las cercanías de su domicilio y durante la hora dela siesta, para atraer a posibles espectadores e interrumpir el descanso del dominico.No he obtenido documentación probada de semejante aserto que tan sólo incluyo anivel anecdótico.

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Las Cortes de Castilla

Sentado bajo un dosel, con su primogénito colocado a su lado,Felipe II preside, al comenzar diciembre de 1566, la sesión deapertura de las Cortes castellanas. Francisco de Erasso dirige eldiscurso acostumbrado a los treinta y seis procuradores ante Die-go de Espinosa en calidad de presidente de la asamblea. La expo-sición se centra en las ocupaciones por defender la fe católica yproteger los reinos de las acometidas del imperio turco paradesembocar en el problema creado por las algaradas protestantesy la insurgencia de las diecisiete provincias. El mensaje hace cons-tar que es imprescindible la presencia real en aquellas tierras y quepara tal fin, previa movilización de gente de guerra, es vital que secapte en toda su importancia la exigencia de tributar los recursoscrematísticos para la empresa. Las arcas están exhaustas y es for-zosa la aprobación de medios económicos con la máxima celeri-dad. La réplica, conciliadora y elogiosa con los esfuerzos de lamonarquía, sólo pone en entredicho que el rey abandone Madridy extiende su esmerada lisonja al continuador dinástico, atesti-guando su grandeza y magnanimidad.

Con la rapidez requerida, aprueban una prestación ordinaria quesobrepasa los trescientos millones de maravedíes pagadera en tresanualidades, pero negocian con más intensidad sobre el gobierno, enel supuesto inevitable de que el monarca se ausentase, y la concesióndel servicio extraordinario que no entraba en sus cálculos. La mayo-ría opta porque sea escogido el príncipe como regente y continúansus controversias mientras Felipe II se instala en El Escorial, siguien-do su costumbre de retirarse en festividades de culto.

La repetida intromisión de los portavoces de las ciudades en susasuntos —recuérdese su injerencia apoyando la candidatura dedoña Juana como esposa— provoca un contraataque furibundo.Los ruegos para que ejerciese el cargo llevaban implícita la incom-patibilidad para viajar, renunciar con ello al dominio de los PaísesBajos e impedir, además, que pudiese conocer a su prometida. Sindetenerse en componendas, dejándose llevar por su innata vehe-mencia cuando algo contradice sus deseos, se abre paso hasta elrecinto donde se celebran las deliberaciones, comprueba con mira-da airada que están todos los delegados y destapa la caja de los true-nos con una disertación vigorosa y sin eufemismos de ninguna clase.Al reproche de que no tienen derecho a entrometerse en su existen-

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cia, ni en la elección de su mujer, añade que quiere ir con su padre yque juzgará temeraria la petición de que debe quedarse en la Corte.Sus palabras no son una velada amenaza o un intento enmascaradode mera coacción. Sin ambages, siguiendo su pauta de hablar con laverdad por delante, completa su discurso con un ultimátum: aque-llos que opten por proponer su regencia serán reputados como ene-migos y hará uso de los medios necesarios para conseguir que seandestruidos sin piedad.

Se omite la persuasión que las advertencias pudieron ocasionaren los asistentes —las actas no citan el incidente—, pero la asom-brosa conclusión es que, tras aprobar el discutido tributo por cientocincuenta millones de maravedíes, prepararon, como era tradición,un memorial expresivo de sus quejas y ruegos, limitándose, entrediversos aspectos generales, a pedir que el rey continuase en Madridy plantear que el bien de la monarquía exigía que el príncipe con-trajese pronto matrimonio por la edad que ya tenía, pero sin atre-verse a mencionar posibles candidatas.

La «proeza» llegó sin duda a oídos del soberano, pero se ignorala postura que pudo adoptar ante la afrenta inflingida, aunque esmuy probable que, siguiendo su impertérrito estilo, ni siquiera exte-riorizase su malestar. Felipe II estaba ya vacunado contra excentrici-dades similares y a su hijo, en una etapa díscola, le importaban uncomino los reproches que pudieran efectuarle.

La educación de don Carlos

La enseñanza, que tantas inquietudes había irrogado a su pre-ceptor Honorato Juan, estaba ya en un segundo plano y no hay ape-nas datos de sus iniciativas estudiantiles desde que la Corte se insta-la en Toledo y luego en Madrid en 1561. Sus estancias en Alcalá deHenares hacen admisible su asistencia esporádica a las clases que seimpartían en la universidad, pero temo que su preparación culturalfuese imperfecta o vulgar desde que se incorpora al mundo áulico.Su letra era descuidada y torpe, consecuencia de su falta de prácticaen la escritura, poseía rudimentos de latín e interés por la historia,pero es seguro que no estuviese avezado en idiomas cuando única-mente el alemán despertaba su voluntad ante la coyuntura de unapróxima unión conyugal. La hija de Maximiliano y María vivía des-de su más tierna infancia en Viena, tras haber nacido en la penínsuladurante la regencia temporal de sus progenitores, y es procedente

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pensar que el alemán fuese su lengua cotidiana, pese a que tuviesenociones de castellano por el influjo materno.

Alonso de Laloo, secretario del conde de Horn, había entregadoal príncipe un libro con las armas de los caballeros del toisón deoro, a cambio de 2.200 reales, que pasó a engrosar la bibliotecaconstituida por la elevada cifra de ciento setenta y seis volúmenesque abarcaban ámbitos muy proteicos. Este acaparamiento no pre-supone una reforzada formación intelectual, pero sí revela curiosi-dad como complemento de la indiscreción de que daba palpablesmuestras con frecuencia.

Al ejemplar aludido se unen creaciones como la biografía deCarlos V —no sorprende que estuviese atraído por las aventuras desu abuelo—, el discurso de la historia de Lorena y Flandes —sínto-ma de su propensión hacia los asuntos flamencos— y distintos tra-bajos como la rara república del turco; la crónica o comentarios dedon Jaime, primer rey de Aragón; historia imperial y cesárea; orde-naciones hechas por el soberano Pedro de Aragón; la crónica de losmonarcas de Navarra, o el sumario de las vicisitudes de los ReyesCatólicos. Los textos son una pura miscelánea dado que, en su con-junto, ofrece una enorme variedad. Muchos son de estilo religioso,como un misal y breviario del oficio mozárabe, tomos de los conci-lios, la vida de San Juan Evangelista o los milagros del santo frayDiego, a la permanencia de cuyas reliquias en su cámara de Alcaláde Henares atribuía la curación de las heridas ocasionadas por supenosa caída.

Las hagiografías y las crónicas se complementan con contenidostan dispares como la geografía de Claudio Ptolomeo, un tratado enromance sobre las tafurerías (justificable dado su apego al juego),una cosmografía de Pero Apiano, la composición del cuerpo huma-no escrita por Antonio Valverde de Amusco, una obra relacionadacon las monedas que antiguamente se utilizaban en España, elabo-rada por el obispo Covarrubias, una ortografía y arte de escribir conbuen estilo, las fábulas de Esopo, los azares de Plutarco y edicionesde clásicos latinos que se mezclaba con títulos tan peregrinos comocuentos graciosos, en alemán, o el cuento de las estrellas narrado enromance.

La heterogénea biblioteca se consolidaba con la Historia pontifi-cal y católica que no tendría nada de particular si no fuese porqueestaba prohibida por el Santo Oficio. Por otro lado, como últimarareza, no se debe ocultar que don Carlos disponía de dos escriturasde mano que eran el testamento y codicilo de Isabel de Valois, otor-

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gadas antes de dar a luz a Isabel Clara Eugenia y firmadas por elescribano Juan López, como argumento fehaciente de que entreambos jóvenes imperaba una consolidada confianza.

La guerra en los Países Bajos

Las decisiones de los postreros días de octubre y noviembre de1566, propugnando la intervención armada y la designación deFernando Álvarez de Toledo como capitán general, tenían en con-tra, para una rápida ejecución, las duras condiciones climáticasderivadas de la llegada del invierno. El plan consistía en alzar lasbanderas de los tercios radicados en Italia y unir las fuerzas en elFranco Condado para traspasar la cordillera alpina antes de que lasnevadas impidieran el paso. El retraso en escoger al jefe por laenfermedad que afectaba al noble castellano —la gota era cada vezmás punzante en su asedio— y el desinterés demostrado por losrestantes candidatos, como el duque de Parma o el duque de Sabo-ya, dilataron en exceso el nombramiento y los soldados no llegarona Lombardía hasta avanzado el mes de diciembre. Ya era irrealiza-ble el programa diseñado y la expedición tuvo que aplazarse hastala primavera siguiente.

Margarita de Parma estaba al corriente de estos obstáculos, perono aceptó la pasividad. Con el auxilio económico llegado en el vera-no —trescientos mil escudos— y obteniendo diferentes recursosfinancieros, pudo reclutar mercenarios a la vez que adoptaba pautasgubernativas para evitar que el progreso calvinista se afianzase enlas diecisiete provincias que regentaba. Enterada de que las ciuda-des de Tournai y Valenciennes encabezaban la agitación, tomó laenérgica resolución de enviar sendas guarniciones a las dos pobla-ciones, avisándolas de que serían culpables de traición y rebelión sinegaban la entrada a las tropas. El contraataque calvinista se produ-jo con prontitud, reclutando hombres y haciendo acopio de armasentre sus acólitos, para resistir el cerco de Valenciennes y agruparseen las proximidades de Tournai. Los descalabros de los iconoclastasen Lannoy y Wattrelos facilitaron la penetración de las columnasleales en Tournai el 2 de enero de 1567, en tanto se estrechaba elasedio de Valenciennes hasta su derrumbamiento. La caída de losdos reductos calvinistas, unida a la derrota ocurrida en Oosterweel,al norte del país, liquidó la firmeza de los sediciosos. A mediados demayo ya no quedaban focos de resistencia, se restablecía la prohibi-

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ción del culto calvinista, los principales cabecillas habían huido operecido en las contiendas e incluso Guillermo de Nassau desapare-ció de Amberes para afincarse en Alemania.

Nuevos desmanes del príncipe

Al comienzo del invierno de 1567, después del incidente aconteci-do con los procuradores, su ánimo no debía ser consistente. Llevababastante tiempo en espera de alcanzar una situación más preponde-rante, que le permitiese desempeñar su indiscutible pasión de mandoen alguna de las posesiones hispánicas —la regencia en los PaísesBajos era su mejor acicate por cuanto era su destino desde la lejanaépoca en que su padre se embarcó en Flesinga para poner rumbohacia Castilla—, y tampoco se ultimaba con éxito su enlace con Anade Austria, que seguía soportando mil inconcebibles demoras por laambigüedad paterna. Estos sinsabores espolearon un exaltado estadoanímico impelido por la frustración y el resentimiento. Su carácter,por sí levantisco e intransigente, parecía haberse acentuado en susrasgos más irrefrenables, ya que en un corto lapso se produjeronvarios altercados con sus sirvientes. A Alonso de Córdoba, uno de susayudas de cámara, le abofeteó porque hacía unos meses había pro-nunciado «palabras descomedidas» que no le hicieron gracia y tam-bién se atrevió a mostrar el filo de su puñal a su mayordomo Fadri-que Enríquez con intenciones amenazadoras y por razonesimpenetrables. Entre su servidumbre, Juan Estévez de Lobón era elayudante que contaba siempre con su apoyo y hasta pudo lograr quele diese el puesto de guardajoyas de su cámara. El gentilhombre, aquien tal vez franquease sus secretos, cayó en desgracia, instigó sufuriosa irritación hasta límites insospechados —acusación de crimende lesa majestad— y fue despedido con cajas destempladas tras obli-garle a rendir cuentas. Los móviles de la hostilidad no están esclareci-dos, aunque ciertos indicios hablan de que su ira estalló por haberledesaparecido algún billete importante. ¿Una misiva amorosa? ¿Epís-tolas comprometedoras de sesgo político concatenadas con el atolla-dero neerlandés? Duele repetir que nada se sabe al respecto, pero esaes la pesarosa certidumbre de una investigación nunca consumada ypoco menos que estéril en casos conflictivos.

A los desmanes contra criados de su servicio, común en sushábitos, se une el menosprecio filial. Tenía Felipe II un caballo muyapreciado, al que se le llamaba El Privado por ser una montura de

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su exclusivo uso. Con ofrecimientos obsequiosos, convenció alcaballerizo Antonio de Toledo para que le consintiese ver al animal,se encerró con el pobre bruto en una cuadra y le golpeó con tal sañaque murió por las lesiones causadas. Al despropósito, señal de unfuerte desequilibrio emocional, hay que unir otra violencia de aná-logas características desplegada contra un grupo de cuadrúpedos.Veintitrés bestias sufrieron en sus carnes su intemperancia agresivacon heridas de distinta gravedad.

La lista de tribulaciones se cierra con una salida que pudo dege-nerar en un despiadado vandalismo. Al volver de una correría noc-turna, cabalgando por las callejas cercanas al palacio, un lanzamien-to pestilente —agua a juzgar por las crónicas— le cayó encimaprocedente de una ventana, sin que el preventivo grito de «¡aguava!» se chillase o, en todo caso, fuese una advertencia tardía paraeludir el impacto. La repulsa despechada por el agravio no se hizoesperar y ordenó en el límite de la exasperación que se matase a losmoradores de la vivienda. El mandato, como es lógico, no fuesecundado, pero fue preciso convencerle de que no pudo ser lleva-do a cabo por la casualidad de que en aquellos instantes entraba enla vivienda el sagrado viático, encabezado por un sacerdote dispues-to a administrar la comunión a un moribundo.

Los consejos de Hernán Suárez

No era solamente Honorato Juan quien quería con sinceridad alpríncipe y se atrevía a darle recomendaciones tendentes a moderarsu ímpetu y conseguir un comportamiento más acorde con el altorango que ostentaba. El doctor Hernán Suárez, el antiguo alcaldede casa y Corte durante su estancia en Alcalá de Henares, encarga-do de preparar su testamento mientras compartían momentos desus vidas, corregidor de Madrid y oidor en la chancillería de Valla-dolid y en el Consejo Real en épocas pasadas, noticioso de las triful-cas y desórdenes, se siente obligado a tomar la pluma dos veces paradesgranar sus temores y plantear las nefastas consecuencias quepueden tener sus disparates. En la primera comunicación le repro-cha con dureza su intromisión en las Cortes y su impetuoso apóstro-fe a los representantes reunidos en las sesiones deliberatorias. En lasegunda, más amplia y contundente, apoyada en la conveniencia deorientar a los seres amados, le previene sin tapujos de que su modode actuar le está situando en una peligrosa posición irreversible. A

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la crítica de que la enemistad y desobediencia no puede reportarleventaja alguna añade la queja de que han llegado a sus oídos mur-muraciones de que se niega a confesar y comulgar como fiel católicoy que semejante ofensa a dios sólo puede provocar su destrucción ysu ruina. Le hace ver, además, que con similares desatinos se granjeaun mayor número de enemigos mientras desaparecen de su círculode convivencia las pocas personas que le respetan y admiran, dandocon ello pretexto para que sus adversarios puedan aducir falta decordura, una manifiesta impericia para regir sus acciones y por endefuturas responsabilidades de gobierno.

A estos apercibimientos, de indudable importancia, une másreprimendas coherentes con sus últimos actos —ataques a sus cria-dos y brutalidad despiadada con los animales— para culminar sualegato temiendo que hasta el Santo Oficio pueda tener derecho ainmiscuirse para indagar si era cristiano o no, si se descubren cosasterribles. El escrito concluye exhortándole para que retorne alamparo de dios y del autor de sus días a la vez que le pide que sedeje orientar por varones sabios y recatados como Diego de Espino-sa, a quien don Carlos había inflingido una denigrante vejación.

Las cándidas amonestaciones fueron premiadas con una asigna-ción de mil ducados para el casamiento de las hijas del magistrado,prebenda que, de cualquier forma, no pudo cumplir por carecer dedinero, pero no condujeron a una profunda reflexión ni, porsupuesto, sirvieron para moderar su talante. Las cosas terribles rela-cionadas con la religión que arguye el doctor en leyes no han sidodesveladas, no hay pruebas de que estuviese cercano a incurrir en eldelito de herejía, a despecho de que en su biblioteca hubiese volú-menes prohibidos por la Inquisición o existiese la probabilidad, sinconfirmar, de que mantuviese pactos reservados con conspiradorescomo el barón de Montigny y el marqués de Berghes, que estabanreputados como individuos con veleidades afines al protestantismo.Su irreverencia ante los preceptos de la Iglesia tiene la apariencia deuna absurda rebeldía tendente a exteriorizar su enfrentamientofilial, a pesar de que autores como Adolfo de Castro vean en lasamonestaciones epistolares un ostensible síntoma de que manteníainclinación hacia las creencias luteranas, tesis que sostiene agregan-do que el doctor Hernán Suárez, al ser favorecido y estimado pordon Carlos, «pudo haber perdido la vida cuando se la quitaron alpríncipe, si entre los papeles de éste no se hubiera hallado una cartaque fue la que le libró del naufragio». Esta chocante observaciónfigura en el manuscrito de la biblioteca del arzobispo de Toledo,

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capítulo XIX, página 488, en una anotación realizada por Franciscode Soto para su Historia de Talavera. La realidad es que, extinguidala desgracia de don Carlos, fue alejado de la Corte, comisionándolecomo visitador de la provincia de Guipúzcoa y reformador de laUniversidad de Oñate y que, con el objetivo de prolongar su forza-da ausencia, en 1569 se le encargó la visita de las iglesias de Vizcaya,Álava y Guipúzcoa para concretar las que pertenecían al patronatoreal. Terminado su trabajo con desigual provecho, ya enfermo, rea-pareció en Madrid para fallecer el 13 de mayo de 1570.

Al socaire de estos pasajes, fundados en el respeto que se profe-saban el príncipe y su alcalde de casa y Corte, no me resisto a repro-ducir, en el ámbito anecdótico, un texto elaborado por el doctorJuan Huarte de San Juan que describe un agudo coloquio entreambos y que puede tener visos de que se produjese, dada la predi-lección que el doctor Suárez demostraba hacia el alto honor de lahidalguía.

El médico navarro, nacido en Donibane Garazi y afincado enBaeza, plasma este diálogo en su ensayo Examen de ingenios para lasciencias, publicado en 1575. La edición de Guillermo Serés permitereflejar la conversación en una trascripción moderna que insertaréintegra, aun cuando el polémico Adolfo de Castro ya había recopi-lado sus fragmentos esenciales como un argumento más que conso-lidaba su idea de que el joven no era un ser sin capacidad de discer-nimiento. Dice el galeno:

«A propósito de este punto (aunque se va algo apartando de la mate-ria) no puedo dejar de referir aquí un coloquio muy avisado que pasó entreel príncipe don Carlos, nuestro señor, y el doctor Suárez de Toledo, siendosu alcalde de corte en Alcalá de Henares.

Príncipe: Doctor, ¿qué os parece de este pueblo?Doctor: Señor, muy bien, porque tiene el mejor cielo y suelo que lugar

tiene en España.P.: Por tal lo han escogido los médicos para mi salud. ¿Habéis visto la

Universidad?D.: No, Señor.P.: Velda, que es cosa muy principal y donde me dicen se leen muy bien

las ciencias.D.: Por cierto que para ser un Colegio y Estudio particular, que tiene

mucha fama; y, así, debe ser en la obra como vuestra alteza dice.P.: ¿Dónde estudiasteis vos?D.: Señor, en Salamanca.P.: ¿Y sois doctor por Salamanca?D.: No, Señor.

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P.: Eso me parece muy mal, estudiar en una Universidad y graduarse enotra.

D.: Sepa vuestra alteza que el gasto de Salamanca en los grados esexcesivo, y por eso los pobres huimos de él y nos vamos a lo barato, enten-diendo que el habilidad y las letras no las recibimos del grado, sino delestudio y trabajo. Aunque no eran mis padres tan pobres, que, si quisieran,no me graduaran por Salamanca; pero ya sabe vuestra alteza que los docto-res de esta Universidad tienen las mesmas franquezas que los hijosdalgo deEspaña, y a los que lo somos por naturaleza no hace daño esta esención, alo menos a nuestros descendientes.

P.: ¿Qué rey de mis antepasados hizo a vuestro linaje hidalgo?D.: Ninguno, porque sepa vuestra alteza que hay dos géneros de hijos-

dalgo en España: unos son de sangre y otros de privilegio. Los que son desangre, como yo, no recibieron su nobleza de manos del rey, y los de privi-legio, sí.

P.: Eso es para mí muy dificultoso de entender, y holgaría que me lopusiéredes en términos claros; porque si mi sangre real (contando desdemí, y luego a mi padre, y tras él a mi abuelo, y así los demás por su orden)se viene a acabar en Pelayo, a quien por muerte del rey Don Rodrigo lo eli-gieron por rey, no lo siendo. Si así contásemos vuestro linaje, ¿no vernia-mos a parar en uno que no fuese hidalgo?

D.: Ese discurso no se puede negar, porque todas las cosas tuvieronprincipio.

P.: Pues pregunto yo ahora: ¿de dónde hubo la hidalguía aquel primeroque dio principio a vuestra nobleza? Él no pudo libertarse a sí ni eximirsede los pechos y servicios que hasta allí habían pagado al rey sus antepasa-dos, porque esto era hurto y alzarse por fuerza con el patrimonio real, y noes razón que los hidalgos de sangre tengan tan ruin principio como éste.Luego claro está que el rey le libertó y le hizo merced de aquella hidalguía.O dadme vos de dónde la hubo.

D.: Muy bien concluye vuestra alteza; y así es verdad que no hayhidalguía verdadera que no sea hechura del rey, Pero llamamos hidalgosde sangre aquellos que no hay memoria de su principio, ni se sabe porescritura en qué tiempo comenzó ni qué rey hizo la merced; la cual oscu-ridad tiene la república recebida por más honrosa, que saber distintamen-te los contrario».

La proverbial curiosidad, divulgada a veces para vilipendiar suentendimiento, se comprueba en estos párrafos con una evidenteagudeza para pensar y sacar conclusiones. La charla transcrita, porlas alusiones que contiene en el campo de su bienestar y el lugar enque pudo ocurrir, se remite al año 1562 y la población de Alcalá deHenares, en donde ocurrió la fatídica caída, si bien no se puededescartar que este coloquio sucediese mientras disfrutaba de su

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segunda y solitaria estancia en dicha ciudad entre finales de 1563 yla primavera de 1564. De cualquier forma, resulta chocante que undocto médico navarro, versado en el pensamiento griego de la filo-sofía y la medicina, al que ahora se enaltecería como un serio inte-lectual, incluya en su estudio, dedicado a «mostrar la diferencia dehabilidades que hay en los hombres y el género de letras que a cadauno responde en particular», una seria referencia al príncipe deAsturias.

La larga marcha del duque de Alba

Entrada la primavera, los días 15 y 16 de abril de 1567, Felipe IIse reúne con Fernando Álvarez, en el pabellón de caza de Aranjuez,para ultimar detalles de la expedición bélica y el consiguiente plande actuación a seguir en cuanto el duque entregase a Margarita deParma los poderes de los que iba envestido por mandato real.

Los preparativos se habían iniciado con la designación de Fran-cisco de Ibarra como intendente general para que suministrase víve-res, municiones y transporte a los viejos tercios procedentes deNápoles, Sicilia y Cerdeña, que ya estaban concentrados en los con-fines de Lombardía desde diciembre. A los veteranos se unirían losvoluntarios reclutados en la península y determinados regimientosde infantería alemana para componer un irresistible ejército que seencaminaría hacia Brabante, cruzando las posesiones italianas y losterritorios aliados de los duques de Saboya y de Lorena.

Las victorias de las huestes de la duquesa, apabullando a lasprincipales urbes y haciendo desbandarse a los cabecillas de larevuelta, llegaron a conocerse en Castilla antes de que el duque sepusiese rumbo a Niza, pero, pese a las buenas noticias, no se cam-biaron ni demoraron los proyectos ya trazados. El rey estaba dis-puesto a conseguir la pacificación definitiva y totalmente convenci-do de que la llegada de sus tropas pondría fin a los exaltados bríosde sus súbditos. Su aspiración de viajar por tierra, llevando consigoa su esposa, al príncipe y los archiduques, tenía por objeto aprove-char el desplazamiento para que don Carlos fuese jurado en Ara-gón, entrevistarse con el papa en Milán y a continuación reunirsecon el emperador Maximiliano en Innsbruck, pero la demora, porla llegada del invierno y la dificultad de que la tropas pudiesen cru-zar los Alpes, le hizo optar por embarcarse en La Coruña tan pron-to como sus soldados entrasen en la urbe bruselense.

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A punto de salir el duque hacia las costas levantinas sobrevieneotro desagradable episodio por la virulencia y la inestabilidad delpríncipe que, a la sazón, se halla en las riberas del Tajo. FernandoÁlvarez juzga respetuoso visitarle para despedirse y recibe, encontrapartida, una airada respuesta reforzada con amenazas demuerte si se empeña en partir hacia las zonas sublevadas. A losinsultos y la coacción responde el viejo guerrero con mesura,intentando convencerle de que su vida no puede ponerse en peli-gro encabezando la empresa bélica y que se podría trasladar tanpronto como aquellos territorios estuviesen apaciguados. Sus áni-mos debían estar tan soliviantados que la tranquilizadora oratoriano sirve para calmar sus nervios, sino para acrecentar su ira y des-pecho. Arrastrado por sus impulsos innatos, perdida la dignidad yla sensatez, se cuenta que esgrimió un puñal y trató de herir alnoble. El dignatario castellano salió indemne del altercado graciasa su vigor y la injerencia de varios palaciegos de cámara que neu-tralizaron la agresión.

El 10 de mayo zarpan las galeras del puerto de Cartagena y elúltimo día del mismo mes, tras una penosa travesía, puede el capi-tán general unirse con los tercios para organizar, desde Lombardía,un voluntarioso avance que debe salvar una distancia cercana a losmil kilómetros. El 24 de junio las tropas comienzan la dura peripe-cia de atravesar el monte Cenis, todavía asediado por las nevadas, elfrío y las ventiscas, para cruzar los Alpes y encaminarse en adelante,reagrupados en una sola columna, hacia la capital de Saboya.

Las concesiones del rey

Al brotar la primavera de 1567, Felipe II se encuentra sumido enla zozobra propia del gobernante y en una delicada situación comopadre. Al alzamiento de sus Estados patrimoniales del norte deEuropa, con sus amargos símbolos de protervia contra la fe católicaque le generan una honda desazón, se une la cada vez más indignan-te y retadora postura de su heredero, en abierta y contumaz indisci-plina. Tales desmanes le acarrean una continua cadena de disgustosy resquemores, que no tienen fácil solución en su timidez congénitay en su propensión a permitir que los problemas se enconen por fal-ta de lucidez resolutoria. Los reproches y las reprimendas, si llega-ron a verificarse, no tienen derivación positiva y la pérdida de res-peto filial es un hecho sin paliativos, reconociendo la magnitud de

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algunas conductas que hubieran merecido un castigo ejemplar encualquier individuo de inferior alcurnia.

Resuelto a buscar remedio, envuelto en un mar de dubitacionesacerca de la genuina naturaleza de su hijo, abusiva impaciencia juve-nil o síndromes rudimentarios de una enajenación mental, opta porel comedimiento y la claudicación para evitar nuevos conflictos ylograr que adopte un dinamismo más edificante. En primer lugar,sin sólidas justificaciones, eleva el presupuesto de su casa, estableci-do en sesenta mil ducados anuales, hasta la desorbitada cifra de cienmil para paliar sus desmedidos gastos y darle con ello una desco-llante satisfacción pecuniaria. A la generosa inyección financieraengarza el estímulo de concederle la presidencia de los Consejos deEstado y Guerra, dotándole de facultades para resolver en asuntosde gobierno, además de prometerle que iría en su compañía cuandose embarcase en el verano para cruzar el mar de poniente y fondearen Flandes.

Tales concesiones, forzadas en un postrero deseo de contempori-zar y colmar su apetencia de mando o quizá concebidas como unaoportunidad de cambio, son secundadas con un talante conciliador.Desde el principio asiste con regularidad a las sesiones, ejerce sucargo con prudencia y buena voluntad en contacto permanente consu progenitor para evacuar las consultas y, en general, se produceuna mejora sustancial en su vinculación con el monarca. Esta ambi-valencia sorprendente, pasando de un desorden frenético a una acti-tud moderada, en consonancia con el cariz de los acontecimientos,cuestiona la denuncia vertida por muchas fuentes de que padecíaconstantes perturbaciones congénitas de origen psíquico. Un razo-namiento más lógico me induce a juzgar que sus violentas alteracio-nes provienen del incontrolable despecho que surgía cuando susaspiraciones no eran secundadas en la medida de sus ambiciones.Su altivez estaba tan desarrollada, en su desconcertante carácter,que cualquier contrariedad, por mínima que fuese, destapaba «lacaja de los truenos» de su resentimiento, dando paso franco a reac-ciones irreflexivas que no era ya capaz de dominar.

Felipe II, alentado por el progreso de su hijo, decide enviar aViena a su aposentador mayor Luis Venegas de Figueroa, en calidadde embajador extraordinario, para diligenciar materias de su consa-bida política matrimonial. Francia pretendía, por todos los cauces,un doble enlace que consolidase su influencia en Portugal y el impe-rio, proponiendo que su rey Carlos IX celebre nupcias con la archi-duquesa Isabel, hermana menor de la presunta prometida de don

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Carlos, y que, asimismo, se pactase la boda de Margot con donSebastián de Portugal, el excéntrico descendiente de doña Juana. Alsoberano no le seduce esta planificación y plantea a su cuñado quela infanta Isabel se case con Sebastián para eludir la maquinaciónfrancesa. Luis Venegas de Figueroa lleva también en su difícilmisión, ante la predisposición del emperador para aceptar el ofreci-miento galo, el naipe oculto del postergado casamiento con Ana. Elmonarca le había dado instrucciones sobre esta última alianza, quedeja en manos de Maximiliano y María, a raíz de que se les pusieseal corriente de las «virtudes» que adornan al príncipe. No se cono-ce, como es normal, la conversación del egregio mensajero desentra-ñando las miserias morales y atributos de Carlos de Austria —es desuponer que sus disparates fuesen expuestos con superficialidad ysin exagerar demasiado las malas costumbres—, pero la respuestafavorable de los gobernantes de Bohemia es contundente, al estimarque la unión conyugal con su prima serviría para atemperar su agriotemperamento. Entre los regalos que lleva consigo Luis Venegas deFigueroa, al partir hacia Viena, destaca una sortija de diamantes queel príncipe envía a su prometida. La joya lleva grabado su retrato ysu coste se aproximaba a los treinta mil escudos.

La euforia del príncipe

Una de las singularidades más distintivas de la idiosincrasia dedon Carlos, objeto de incesantes cuchicheos, estriba en las dudas deque estuviese dotado para procrear por no demostrar suficienteinterés hacia el sexo femenino. Las opiniones, en su pubertad, deque tenía querencia a codearse con mujeres sólo tuvieron la reafir-mación de su desgraciada andanza en Alcalá de Henares cuando susescarceos amorosos acabaron con una aparatosa caída que le habíasituado al borde de la muerte. Desde entonces, como si el accidentetuviese connotaciones de una solemne advertencia moral, rechazabalas relaciones íntimas con promesa de fidelidad para la compañeraque compartiese su tálamo nupcial. Sin despreciar que este conven-cimiento tuviese visos de veracidad, pero sin desechar la misoginia,resulta extraña su abstinencia, sostenida contra viento y marea, enun joven al que no le faltaban candidatas predispuestas pese a laexigente honestidad de la Corte.

De una u otra forma, sin entrar a fondo en debate sobre susanhelos, la realidad es que soportó, con inaudita tranquilidad para

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su arisco temperamento, las invectivas que le motejaban de eunucohasta que, de modo repentino, impelido por una lozana euforia, fru-to quizá de la inminencia del presumible matrimonio con su prima,se deja tentar por la conveniencia de practicar su insegura hombríacon el afán de apagar los rumores sobre su impotencia.

Tras partir Luis Venegas de Figueroa para Viena, cuando susexcentricidades han desaparecido para encarar el presente conmejor aptitud, se pone de acuerdo con un sujeto que le es adictopara abordar la prueba de fuego de su masculinidad. Ruy Díaz deQuintanilla, su barbero, que ejercía oficios de sacamuelas y hasta decirujano, se dispone a colaborar en semejante cometido, requiere losservicios de tres médicos y con sus asesoramientos prepara un bre-baje tendente a reforzar la virilidad. Este recurso evidencia quetenía trastornos con su capacidad de erección, dado que, en casocontrario, no se comprenden las precauciones fortalecedoras de sucondición masculina para un acto que solamente exige la tentacióndel placer y el temple propio en una persona de su edad.

La pócima o el instinto, probablemente ambos en forzada amal-gama, surten los efectos apetecidos, el príncipe experimenta supotencia con una doncella contratada y su «proeza» llega a oídos deDietrichstein para que se trasmita a Viena y tranquilice los ánimossobre su insegura posibilidad de procrear. La invitada para el «amo-roso encuentro» es gratificada con la exagerada cifra de doce milducados y la propiedad de una casa para que vivan ella y su madre.El fogueo debió ahondar en su temple por cuanto desde esemomento, en pleno verano, se disparan sus correrías, frecuentandolupanares en los que olvidaba prendas de su vestimenta, como unacamisa o la toalla de la faltriquera de las calzas.

La desesperación y los atropellos realizados en el invierno y laprimavera, cuando sus apetencias estaban contrariadas, fueronsuplantados en el estío por una explosión de euforia, una vitalidaddesmedida y una disparatada afición a compras suntuosas que des-baratan el incremento presupuestario. Siguiendo la pauta de su con-ducta tendente a la verdad o enemiga de la lisonja, se empeña enadquirir unos aderezos para su cámara en la abultada cifra de veintemil escudos y pide prestada dicha cifra a Niccoló Grimaldi. El ban-quero genovés le entrega la cantidad requerida y se brinda paraseguir colmando sus deseos con palabras que encierran una respe-tuosa cortesía más que una obligación pecuniaria. Don Carlos, aga-rrando la servil oferta por la parte que más le seduce, se hace eco dela invitación, exige inmediatamente que se cumpla y que el présta-

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mo se eleve hasta los cien mil ducados. Al azoramiento y quejas delespeculador responde con una sarta de amenazas, refrendadas conel despido de un vástago del financiero empleado como paje, y elultimátum de que le entregue el dinero en el plazo de veinticuatrohoras si no quieren arrepentirse él y toda su familia. Como la media-ción de varios cortesanos, incluido Ruy Gómez, no sirve para disua-dirle del malentendido, Niccoló Grimaldi únicamente puede salvarel peliagudo tropiezo anticipando la formidable cifra de sesenta milescudos que sirvieron para cubrir los gastos de la aventura erótica ylos dispendios en regocijos y compras de objetos suntuarios.

El camino de Bruselas

Desde Chambéry, la capital de Saboya, una vez franqueado elobstáculo alpino, el duque de Alba y sus tropas reanudan su anda-dura avanzando con miramientos tácticos para evitar una embosca-da de los sublevados o de los hugonotes franceses. El recorrido, ase-gurado por cuerpos expedicionarios que forman una prudenteavanzadilla de exploración, se demora en exceso y tarda cerca decuatro semanas en adentrarse en Lorena.

En el palacio se intensifican mientras tanto los planes para diri-girse hacia La Coruña y navegar por el mar de poniente, antes deque la llegada de la temporada otoñal embravezca las aguas y lasprevisibles tormentas dificulten el viaje marítimo. Durante el veranose fletan numerosos navíos en la costa cantábrica, se hace acopio devíveres y municiones, se preparan los alojamientos para la ruta haciaGalicia y se recibe a Pedro Menéndez de Avilés, que ha hecho unalarga travesía desde Florida, para capitanear la nave real por su con-dición de experto marino.

Felipe II se muestra resuelto a embarcarse, según declara a losembajadores, y apremia a su entorno familiar para que hagan lospreparativos con diligencia. Los archiduques Rodolfo y Ernesto,Juan de Austria y, por supuesto, su hijo tenían que estar prestospara ponerse en camino, en tanto que Isabel de Valois, en trance degestación, se quedaría como regente. La navegación hacia los PaísesBajos parecía cercana en una lucha contra el tiempo que invirtiese elduque en llegar para quedar garantizada la seguridad del rey. Fer-nando Álvarez prosigue su avance sin obstáculos y alcanza la fronte-ra en Thionville el 3 de agosto de 1567, en donde es agasajado conpleitesía y desazón por la mayoría de la nobleza. Su desconfianza le

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obliga a maniobrar con parsimonia, despacha consultas para cercio-rarse de cualquier atolladero y evitar confrontaciones bélicas quepongan en peligro su misión, reanuda su marcha y penetra sin per-cances en Bruselas el día 22, cuando ya se han cumplido más decuatro meses de su partida desde Castilla.

El mensaje de la entrada del ejército en Thionville llega a ElEscorial, desde donde se espera el devenir de los acontecimientos,en la noche del 21 de agosto. El margen temporal para coronar laempresa se ha estrechado, falta todavía que el capitán general lleguea la capital de Brabante, que adopte las primeras reglas de gobiernoy que asegure la integridad del monarca y su séquito distribuyendolos soldados en puntos estratégicos. A estas premisas básicas eraobligado unir, según el programa trazado, que los cabecillas de larebelión fuesen atrapados. Todas estas previsiones se llevan a cabocon rapidez y los condes de Egmont y Horn son capturados, con unardid vergonzoso, después de tomar posesión el duque de su cargoy de haberse ocasionado discrepancias con Margarita de Parma. Lahija de Carlos V no ve con buenos ojos las amplias facultades de lasque viene revestido el prócer castellano ni está de acuerdo con ladistribución de las guarniciones. El 18 de septiembre, Felipe II reci-be la notificación de que los principales encartados, excepto Gui-llermo de Nassau, ya han sido apresados, pero su lugarteniente,intranquilo, le avisa que hay aún efervescencia sediciosa, que es via-ble un reagrupamiento de sus enemigos y que, en consecuencia,sería aconsejable demorar su partida. Felipe II suspende su viajetras ordenar la detención de Floris de Montmorency.

Las extrañas cautelas

La resolución de no embarcarse y postergar los planes, obligadopor las condiciones climáticas y las orientaciones del duque deAlba, fue aceptada sin susceptibilidad por Pío V y el emperador.Las disculpas se centraban en el peligro que representaba una trave-sía por mar en época otoñal o invernal, a pesar de que Felipe II ase-guraba con firmeza que se desplazaría en la próxima primavera parasolventar el conflicto con la influencia de su presencia y medidas deindulgencia que apaciguarían los arrestos de sus súbditos. La pro-mesa, en cambio, fue acogida con escepticismo en el terreno políti-co, dado que muchos dignatarios de las potencias extranjeras man-tenían titubeos sobre sus intenciones y desconfiaban de que

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estuviese favorablemente predispuesto para la empresa. Al rey no leagradaban los viajes, se sentía cómodo en Madrid y tenía además lacerteza de que no era respetado ni querido por la generalidad de loshabitantes de las posesiones de los Habsburgos.

Si Ana de Austria, en Viena, proclamaba su disgusto por la pos-tergación surgida, negándose a comer durante veinticuatro horas,no es complicado imaginar la ira desencadenada en don Carlos. Lagobernación de los lejanos territorios desaparecía de su horizonte,se retrasaba de nuevo su boda y su vida quedaba a expensas de laférula de su padre. El panorama que se cernía era desalentador ytodos sus proyectos se derrumbaban como un castillo de naipes.Incapaz de soportar la tensión de una prolongada espera más deseis meses y convencido de que la dilación era una estratagema, sucalenturienta mentalidad debió empezar a evaluar la ocurrencia deuna fuga para labrarse su destino. La empresa era muy difícil, exigíahabilidad para no despertar recelos, y necesitaba dinero y apoyo dehombres que estuviesen preparados para secundarle, arrostrandolos riesgos inherentes de un fracaso. El príncipe no había acreditadojamás ser astuto, era objeto de una vigilancia estrecha, carecía demedios económicos y no disponía de probabilidades para conse-guirlos por su excéntrica fama de que dilapidaba su presupuesto yjamás pagaba sus deudas. Y encima no contaba con gente que leapreciase con sinceridad para afrontar una colaboración que podíaser funesta.

Sus acciones, acaso cuando empieza a sopesar la opción deabandonar la Corte al precio que fuese, son desequilibradas ydemostrativas de que algo más que una pretendida escapada afligesu espíritu. Desde octubre, seguidamente de haberse encarceladoal barón de Montigny, comienza a tomar una serie de precaucionesque descubren una repentina aprensión por su seguridad. Sin razo-nes aparentes hace acopio de arcabuces, pólvora y balas para guar-darlos en su cámara, prohíbe que nadie duerma en su alcoba comoes preceptivo y manda al relojero Luis de Foix construir un artilu-gio mecánico que entorpecía la entrada a sus dependencias, salvoque fuese manipulado desde el interior. Estas prevenciones sólopodían levantar suspicacias y tienen escasa lógica pensando que esfactible que ni siquiera hubiese comenzado a desplegar su voluntadde escabullirse y no existía amenaza inminente de que fuesen abor-tados sus objetivos. La captura de Floris de Montmorency, por elcontrario, podía tomarse como una advertencia, pero tal suposi-ción me obliga a pensar que podían ser ciertos los contactos con el

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barón, de índole comprometedora, en su deseo de intervenir en laconflagración. El arresto podía llevar implícitos duros interrogato-rios y la denuncia de maquinaciones sugeridas en diálogos secretos.De otra forma, si no imperaba un temor contrastado, hay queponer en duda la competencia racional de don Carlos, admitir quesus cautelas eran producto de un temperamento desequilibrado,tendente a realizar chiquilladas sin sentido práctico, o que la deses-peración hacía que su cerebro estuviese obnubilado cuando másimperioso era conservar la calma.

Sus ayudas de cámara, Garci Álvarez Osorio y Juan Martínez dela Cuadra, instigados más por prudencia que por simpatía hacia suseñor, secundan el imperativo de recabar el dinero necesario. Coneste propósito se trasladan a poblaciones cercanas para negociarcon mercaderes adinerados, pero sus gestiones, cuya significación esposible que ignorasen, no debieron tener éxito, ya que más tardetienen que recurrir a otras mediaciones para obtener empréstitos enSevilla. Garci Álvarez Osorio, antiguo guardajoyas de cámara, queperdió su plaza en beneficio de Juan Estevez de Lobón, se dirigehacia la población andaluza, a principios de diciembre, llevando ensu bagaje doce cartas escritas de puño y letra por su amo. Las misi-vas, escuetas y poco explícitas, ya que justifican la demanda crema-tística en un menester urgentísimo, están redactadas sin indicacióndel destinatario como señal de que es forzosa la intercesión paraque sean dirigidas a próceres enriquecidos que puedan responderfavorablemente. El conde de Gelbes, antiguo chambelán de la casadel príncipe, que había sido despedido en 1561 por conceder todoslos caprichos que don Carlos demandaba y que, incluso, fue ence-rrado en el castillo de Medina del Campo por la pudibunda moralde doña Juana, es el aristócrata elegido por su servicial predileccióny por su encumbrada posición en aquellas tierras, reforzado por laayuda que pudiera prestarle también Juan Núñez de Illescas.

El plan de huida

No es fácil salir de Castilla sin el consentimiento regio —Juan deAustria ya había fracasado en una tentativa similar al producirse elcerco de Malta— y el príncipe tiene conciencia de ello al elegir unahuida arriesgada. Es presumible que la aspiración primitiva tuviesecomo destino Portugal, donde podía contar con el amparo de suabuela Catalina, hermana del extinto Carlos V y madre de María

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Manuela de Portugal, pero una novedad alentadora hizo trastocarsu empeño en el mes de octubre. Felipe II llama a don Juan paraque se ocupe del generalato del mar y el privilegio le abre la oportu-nidad de embarcarse en una galera, si cuenta con el beneplácito desu tío. El horizonte marítimo, no obstante sus dificultades, colmamás sus expectativas, le pone a su alcance los territorios italianos yle aproxima a una meta más apetecible como la residencia de Viena.

Preparado para solicitar el auxilio de don Juan, convencido deque su amigo y pariente no le defraudaría, se atreve a encauzar sudestino escribiendo a encumbrados miembros de la nobleza parapedirles que le acompañen en un viaje urgente. Tales correos, pese aque su padre se encuentra en El Escorial para pasar la Navidad,implican un peligro de delación si los ilustres destinatarios desconfí-an de la honradez de la petición y ponen los antecedentes en manosdel monarca sin ofrecer una respuesta precipitada.

No hay testimonios de la autenticidad de la correspondencia encuestión, ninguna prueba ha sido localizada hasta la fecha y ladudosa iniciativa se debe tan sólo a informaciones facilitadas pordiferentes embajadores, pero es imaginable que, de haberse ejecuta-do, no tardaría Felipe II en descubrir que su hijo preparaba activi-dades indeseables propias de la vehemencia que se adueñaba de suinestable personalidad.

La traición de Juan de Austria

No se sabe si la actividad de Garci Álvarez Osorio en Sevillatuvo éxito —hay versiones que aseguran que arrancó en dinero lacifra de ciento cincuenta mil ducados y letras de cambio por unadestacada cantidad—, no se puede eliminar, por tanto, que no con-siguiese frutos positivos, pero, en definitiva, don Carlos se dispone adar el paso decisivo. Uno o dos días antes de navidad, aprovechan-do la ausencia del rey, hace llamar a Juan de Austria para que sepresente en su cámara, seguro de que su indeleble amistad, fortale-cida por largas temporadas de camaradería y convivencia, propicia-rá su auxilio incondicional.

La conversación, como es natural, tuvo que mantenerse a puertacerrada, sin testigos, y únicamente cabe usar la imaginación para fijarsus alternativas. Es comprensible que implorase a su tío que le pres-tase ayuda e invocase sus lazos fraternales, pero conociendo sumegalomanía no se puede descartar que se expansionase, con su

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genuina ligereza, procurando involucrarle en sus designios con pro-mesas de riqueza y poder. Varios representantes relataron a sus res-pectivos gobiernos, haciéndose eco de chismes palaciegos, que donCarlos le había advertido sobre sus limitadas posibilidades conti-nuando siempre al lado de su hermanastro y ofertándole el reino deNápoles o el Estado de Milán, si le ayudaba. La propuesta teníapobres visos de consumarse, salvo que el monarca pereciese o elpríncipe se uniese a la sedición neerlandesa y pudiese, además, rema-tar con éxito una rebelión para la que no disponía de armas y genteadicta. Don Juan debió oír atónito las disparatadas ideas o, en sucaso, si hubo una mera solicitud de ayuda, prefirió mostrarse cauto.En ambos supuestos es presumible que tratase de persuadirle de lanocividad que llevaba implícita su ausencia, desafiando a la autori-dad paterna, además de ponderar a su vez el albur que la operaciónentrañaba para sí mismo al tomar partido beligerante en una acciónque atentaba contra la potestad real y pondría en juego sus privile-gios. Vacilante y perplejo, no pudo dominar el ímpetu de su sobrinoo no mostró la entereza imprescindible para negarse a secundar susansias, aun a costa de quebrar su afecto y desatar su furia.

Adoptando una postura flexible, sin aventurarse, logra un aplaza-miento de veinticuatro horas para meditar y toma la determinaciónde partir para El Escorial, haciendo correr el rumor de que se le lla-ma para departir sobre materias relacionadas con su reciente respon-sabilidad y avisando a su sobrino del imprevisto surgido que obsta-culizaba, de forma transitoria, la reunión convenida de antemano. Aldía siguiente, haciendo un alto en sus prácticas de piedad y devo-ción, a las que era propenso en festividades de culto, Felipe II escu-cha, con su rutinaria frialdad, la delación de su pariente.

La noche de San Jerónimo el Real

La virtud de la prudencia que atesoraba Felipe II, en mi pensa-miento escaso valor resolutivo motivado por su inseguridad, sepuso de manifiesto en la Navidad y comienzo del año, al permane-cer impasible en El Escorial mientras rondaba un riesgo innegablede que su hijo emprendiese la huida, si bien también se puedeconsiderar que aprovechase aquellas jornadas para evacuar con-sultas con sus consejeros con respecto a la decisión que debíatomar ante tan excéntrica temeridad. Y menos aún puede causarextrañeza que su calma estuviese respaldada por haber cursado

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instrucciones a Ruy Gómez para que vigilase, todavía con mayorrigor, los movimientos del príncipe.

Mientras espera el retorno de Garci Álvarez Osorio desde Anda-lucía y otra cita con su tío, don Carlos se dispone, el sábado 27 dediciembre, a confesar y comulgar para cumplir con los requisitosobligatorios del jubileo decretado por Pío V y poder conseguir laindulgencia plenaria acordada por las disposiciones de la curia vati-cana. Ya anochecido, tras desplazarse en una carroza hasta el con-vento de San Jerónimo el Real, inicia la atrición con uno de los frai-les y reconoce, con su ruda franqueza ya fogueada, que odia contodas sus fuerzas a un hombre y que no es capaz de arrepentirse. Elreligioso aduce entonces el impedimento de concederle la absolu-ción de sus pecados si no cabe en su alma la contrición ineludible yel príncipe, en su porfía, requiere la venida de catorce dominicos delmonasterio de Atocha, un trinitario y un monje agustino para discu-tir con ellos la procedencia o no de que se le otorgue el perdón obli-gatorio. Tenaz como siempre en sus percepciones, anclado en suconvencimiento de que la verdad prevalece por encima de la mentirao la hipocresía, discute infatigable sin hacerles cambiar de criterio y,finalmente, ante el batacazo de sus impulsos pide que le administrenla comunión con una hostia sin consagrar para que todo el mundocrea que ha ganado la merced papal. Si su obstinación origina elcomprensible asombro, la «agudeza», un disparate que incurría enun claro sacrilegio, genera el alboroto y consiguiente escándalo.

Juan de Tovar, el prior de Atocha, consigue apartar a don Carlos, alcabo de la enconada polémica, para dialogar privadamente y averiguarcontra quién se dirigen sus adversos sentimientos. Con habilidad,haciéndole ver que es posible exculparle si desvela el nombre de lapersona a quien odia y los motivos que fundamentan su rencor, obtie-ne la declaración de que aquel encono, acompañado de un furibundodeseo de matar, va dirigido contra el autor de sus días. Avanzada lamadrugada, sin conquistar su objetivo, vuelve al alcázar, dando porconcluido un disparate de cuyas características, nada modélicas enmateria de respeto a los dogmas católicos, tiene pronto noticia el rey.

La detención

Felipe II regresa a mediados de enero, pernocta dos noches enEl Pardo y hace su entrada en palacio en la mañana del sábadodía 17. Tras visitar a su esposa, que ya había dado a luz a Catalina

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Micaela en el pasado mes de octubre, y parlotear con su hermanadoña Juana, sin expresar el menor síntoma de preocupación recibela bienvenida de su hijo delante de Juan de Austria. Todo transcurrecon normalidad y don Carlos aprovecha con apresuramiento elencuentro con su tío para mantener la entrevista postergada. Laausencia de don Juan había interrumpido que tomasen una resolu-ción y un esporádico encuentro anterior en El Retamal, paraje cer-cano a El Pardo, sirve sencillamente para que el príncipe le adviertade que Garci Álvarez Osorio ya había vuelto de Sevilla con el dine-ro y para indagar la conducta de su padre al enterarse del incidenteocurrido en el convento de San Jerónimo. Es presumible que ladilatada separación de su tío, creada por su marcha a El Escorial,hubiese levantado suspicacias.

El diálogo a solas, envuelto en aprensiones mutuas, debió de sermuy tenso y es forzoso echar mano de presunciones más o menoscoherentes con el delicado conflicto. Don Carlos exige que le pre-pare la licencia indispensable para embarcarse en cualquiera de lasgaleras fondeadas en Cartagena, desiste para que le acompañe en supeligrosa aventura, al pedirle solamente un compromiso formal deque le auxiliará cuando le reclame ayuda, y afirma haber ordenadoya que le tengan dispuestos los caballos. El flamante general de lamar, entre la espada y la pared, se muestra irresoluto, incapaz dedisuadirle de la insensatez de su atrevimiento, y opta por una nuevademora, prometiéndole una entrevista en la mañana siguiente paraultimar los preparativos. Narraciones de signo diferente concretanque llegaron hasta el enfrentamiento y que don Juan tuvo que salircon precipitación de la cámara tan pronto como los criados obsta-culizaron un resultado cruento.

Felipe II, alertado una vez más por su hermanastro de los suce-sos acontecidos, taimado e impasible, no adopta prevenciones pesea saber que su primogénito exigía caballos a Juan de Tassis, correomayor, y que le habían sido denegados con la disculpa de que todoslos animales estaban siendo utilizados en distintas misiones. Esteengaño obstaculizaba la fuga y se podían armonizar con relativa cal-ma las opciones para desbaratar cualquier intentona que estaba des-tinada al fracaso.

La mañana del domingo se desarrolla con habitualidad. Elmonarca mantiene una audiencia con el embajador francés, acude amisa junto con su familia, incluido don Carlos, y no revela pesa-dumbre o nerviosismo. Su estancia en El Escorial le había servidopara meditar sobre la solución que necesitaba tomar, es natural que

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se hubiese aconsejado por dignatarios cualificados en materias degobierno y es seguro que, al producirse su vuelta a Madrid, tuviesebien atados los cabos de las medidas a entablar en el instante opor-tuno, sin precipitarse, y que incluso ya hubiese elegido la fase cru-cial de la detención.

A la una de la tarde, cuando don Juan debe verse con su sobrinopara perfilar su cooperación, don Carlos recibe un billete de supariente y amigo, anunciándole que no puede verle por hallarseenfermo y retrasando la plática hasta el próximo miércoles. Es desuponer que esta inesperada dilación avivase en su mente una amar-ga certidumbre de la traición de su tío, que se sintiese desamparadoante la envergadura del empeño que tramaba sin apoyos y que laexcitación hiciese mella en su organismo ante la eventualidad de quele requiriesen explicaciones de su comportamiento. A la llamadaefectuada, aun cuando tengo dudas de que Felipe II fuese capaz deafrontar cara a cara un trance de calibre humano, contesta alegandoque se siente indispuesto, se encierra en su cámara y permaneceacostado antes de cenar un capón cocido y tornar al lecho. La llama-da o más bien su análisis de las trabas que iban obstaculizando suproyecto, quizá ambas circunstancias unidas, debieron disipar susúltimos resquemores. Se estaba al corriente de sus aspiraciones, nodisponía de alternativas para cambiar sus propósitos y sin caballosera una aventura absurda alejarse del alcázar. Ante aquella tesituraextrema, dominado por el pánico, la angustia y la impotencia, optópor la única elección que le obligaba a esperar con el alma en vilo.

Poco antes de la medianoche, noticioso de la pasividad de su hijo,Felipe II resuelve entrar en acción, exigiendo la asistencia de RuyGómez, el duque de Feria, Antonio de Toledo y Luis Quijada, agru-pando a doce soldados de su guardia y varios gentilhombres, mientrasque elige una serie de protecciones que llaman la atención. Se colocauna cota de malla debajo del jubón que viste, un casco en la cabeza yempuña una espada, como si la operación entrañase un notorio riesgopara su vida, opción desproporcionada aunque tema una oposicióniracunda. Los individuos que le acompañan son una protección másque suficiente para salvaguardarle de cualquier agresión y tampoco secomprende su implicación personal. Una concisa orden de apresa-miento hubiese zanjado el engorro sin alardes, pero su genuina des-confianza pudo ser la razón para que prefiriese intervenir en la acción.

El artilugio que Luis de Foix había construido es anulado conhabilidad sin que don Carlos se aperciba de ello, pese a la inquietudque le atosiga, y el grupo penetra en la alcoba sin tropiezo y sin que

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el príncipe se despierte ni siquiera cuando le ocupan con presteza elarmamento que guarda cerca de la cama. Tras verse sorprendido ydesarmado, sumido en la modorra del sueño, se percata de la pre-sencia de los miembros del Consejo de Estado y después de la apa-rición de su padre. La acumulación de gente pertrechada y la intru-sión paterna, armado y protegido hasta los dientes, generan gravesrecelos sobre su integridad física, sólo superados cuando su proge-nitor le asegura que no desean ocasionarle mal y que se tranquilice.Felipe II manda tabicar las ventanas para que no puedan abrirse, seretiran las armas y objetos peligrosos y se requisan, con especialesmero, todos los papeles. Estas precauciones, atizadas con la viola-ción flagrante de su intimidad, provocan una perturbación exaspe-rada, anteponiendo la voluntad de morir en despecho de la priva-ción de libertad.

A sus quejas y ruegos, entremezclados con amenazas de quitarsela vida, reproches y sollozos inútiles, argumentando que no estabaloco, sino desesperado por la relegación en que se le tenía sumido,el monarca responde con su frialdad congénita, al retirarse de losaposentos registrados, que en el futuro ya no le trataría como padresino como rey.

La prisión

Las primeras instrucciones vinculadas con el confinamientodeterminan que el capitán de su guardia, Gómez Suárez de Figue-roa, duque de Feria, sea el encargado de la custodia del prisionero,secundado por los componentes del Consejo mezclados en la captu-ra. A Ruy Gómez, el prior Antonio de Toledo y Luis Quijada seunen dos de los gentilhombres de cámara del príncipe, el conde deLerma y Rodrigo de Mendoza, dos servidores muy apreciados pordon Carlos. Los seis guardianes tienen la responsabilidad de quealguno de ellos permanezca constantemente en el recinto para evitarque el detenido pueda hablar con alguien o enviar y recibir recados.El encierro comporta una completa incomunicación y una perma-nente vigilancia de los aledaños de las dependencias convertidas enprisión por parte de los monteros, que anteriormente ejercían suobligación de guardia sólo durante la noche. Los restantes criadosabandonan sus cotidianas tareas, son alejados de las inmediaciones,y las llaves quedan en manos del duque de Feria para impedir cual-quier maniobra o desliz que permita burlar las disposiciones reales.

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Felipe II se retiró inmediatamente con la ansiedad de fiscalizaren los documentos requisados de los escritorios y de un cofre deacero embutido en oro. Aparte de cartas, quizá comprometedoras yenlazadas con su intención de huida, cuyo contenido se desconoce,salvo las cursadas a ciertos nobles para demandar su ayuda o reca-bar soporte económico en Andalucía, parece ser que había prepara-do sendas listas de amigos y enemigos y un breve programa de actosque pensaba ejecutar en cuanto hubiese logrado sus propósitos. Laguía de sus émulos estaba encabezada por el rey, seguido del prínci-pe de Éboli y su cónyuge Ana de Mendoza, y abarcaba igualmentea Diego de Espinosa y al duque de Alba. El inventario de sus redu-cidas amistades arrancaba con su madrastra, reflejaba su predilec-ción por Juan de Austria y Luis Quijada, e incluía nombres comoPedro Fajardo. Asimismo es probable que en el cofrecillo se hallasea buen recaudo, metida en una cajuela negra con dos hebillas, unapiedra ágata con el retrato de Isabel de Valois, guarnecido con uncerco de oro esmaltado de blanco, negro, rojo y azul, pero de lo queno hay ni la menor comprobación es que se descubriesen en lacámara, en dinero o en letras de cambio, los teóricos empréstitosobtenidos por Garci Álvarez Osorio en su reciente desplazamientoa Sevilla. En su bolsa estaban únicamente los cien ducados que RuyDíaz de Quintanilla le había prestado para que pudiese jugar al cla-vo con la reina.

Las explicaciones del rey

Conciernen al arcano los designios imbricados en la mente delmonarca con respecto al destino de su hijo. Cabe meditar acerca desus planes y considerar las opciones que le quedaban sin saber si susideas fueron estables desde el comienzo o sufrieron cambios impor-tantes por los acontecimientos posteriores. La extensa bibliografíabasada en su reinado le adorna, como es usual, de virtudes y defec-tos, pero no hay grandes discrepancias cuando se modela su carác-ter sobre la firmeza de sus decisiones. Se afirma que era un ser sus-picaz, pero no existe presunción en contrario de que cuandotomaba una iniciativa lo hacía con todas las consecuencias y era ine-xorable en el ejercicio de su voluntad.

La reclusión era una encrucijada que no ofrecía muchos cami-nos. Quedaba la posibilidad de tenerle retenido algún tiempo comomedida coercitiva y de ejemplaridad para que cambiase de conduc-

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ta, pero desde el principio se niega dicha contingencia en los correosenviados. Y si se rechaza esta opción, si se piensa que el rey no esta-ba ya decidido a conceder oportunidades, como él mismo corrobo-raba de manera categórica, sólo queda sopesar la senda del encarce-lamiento perpetuo o, lo que es más atroz, un juicio clandestino conuna condena a la última pena. Si en el ánimo regio anidaba la certe-za de que don Carlos era incapaz de normalizar sus actitudes y, porende, estaba incapacitado para funciones de gobierno, si estaba enel umbral de la locura o inmerso ya en una enfermedad mental irre-versible, era racional encaminar el asunto por una vía ordinaria quele desposeyese de sus derechos hereditarios, pero en este terreno noconcurren indicios de que se estuviese dispuesto a encarar y resol-ver el problema con formalismos reglamentarios y legítimos. Paratal fin, para que pudiese ser apartado de la sucesión al trono, erapreciso reunir a las Cortes o seguir un proceso ante el Consejo deCastilla, requiriendo al pontífice para que desligase al reino del jura-mento otorgado en la catedral toledana. También eran imprescindi-bles claras pruebas de culpabilidad por haber atentado contra suprogenitor o de profesar creencias heréticas. Sí constan, por el con-trario, crónicas que resaltan la creación de una junta compuesta portres miembros —Diego de Espinosa, Ruy Gómez de Silva y el licen-ciado Briviesca— para incoar un expediente que justificase el apri-sionamiento. Con esta noción se recopilaron antecedentes en Barce-lona de la causa que Juan II de Aragón había incoado contra suhijo, el príncipe de Viana, y se mandaron traducir al castellano pararepasar el método y las normas jurídicas aplicadas. Ningún testimo-nio de este signo, supuestamente archivado en Simancas dentro deun cofre verde en 1592, ha surgido como cimiento de la veracidadde tales alusiones.

De los cinco pasos viables —confinamiento temporal, procesolegal público, juicio secreto, prisión perpetua o muerte solapada—sólo subsisten los tres últimos como recursos imbricados en lamente del rey, a pesar de que pueda parecer increíble la gravedadde una elección despiadada en aras de los indisolubles lazos que leunían con el prisionero.

La preocupación que debía obsesionarle era el mazazo que lanoticia iba a provocar en sus dominios y en los regímenes europeos.En la madrugada siguiente, con inaudita rapidez, mantiene unaaudiencia con Adam de Dietrichstein para darle cuenta de las inci-dencias ocurridas la noche anterior, postergando las explicaciones yfacultándole para transmitir sus palabras a los archiduques Rodolfo

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y Ernesto. Reúne seguidamente a sus consejos con idénticos fines yel 20 de enero parece ser que estuvo encerrado a cal y canto con sushombres de confianza en deliberaciones cuyo alcance se ignora y talvez dedicado, con la ayuda de secretarios y su laboriosidad acos-tumbrada, a montar un conglomerado epistolar dirigido al mundopolítico, civil y religioso de sus territorios. Todas estas comunicacio-nes tienen un contenido similar, son escuetas y tópicas, y se limitana puntualizar que la resolución se basa en motivos justos y razonesperentorias convenientes para el servicio de dios y bien de los rei-nos, aunque sí es descollante la advertencia de que los ayuntamien-tos no envíen comisionados ni los sacerdotes hablen del caso desdelos púlpitos. Felipe II ambiciona especialmente que sus propósitosno den pábulo al escándalo y adopta las disposiciones cautelaresnecesarias para que la odisea de su hijo no tenga resonancia en elentramado de sus posesiones ni en el pueblo llano, aunque sus ver-daderas actividades durante las cuarenta y ocho posteriores a ladetención son un auténtico enigma modelado por una pasiva acti-tud como si estuviese en espera de conocer algún hecho trascenden-te o dominado por infinitas dudas.

A partir del día 21, con una dedicación más reposada, pero man-teniendo su fondo hermético y poco esclarecedor, escribe de supuño y letra a Maximiliano, a su hermana la emperatriz María, alpapa Pío V y a Catalina de Austria, reina viuda de Portugal y abueladel príncipe, las cuatro personas que por su afinidad familiar o fra-ternal podían dar pie a una más profunda confidencialidad. Variostextos íntegros —todos son muy homogéneos— se insertan a conti-nuación. Los párrafos, dirigidos a la emperatriz doña María, dicen *:

«SeñoraAl Emperador mi hermano escribo dandole aviso de la mudança y

novedad que he hecho en la persona del Principe mi hijo (sic) al qual hemandado recoger en su aposento con guarda y servicio particular para queno salga del, y pues este termino a que he venido con el es tan estrecho y lademonstracion tan grande, con razon podra V.Al. juzgar y creer que lodeben haber sido las causas que a ello me han movido, y que he sido força-do y constreñido (sic) a no lo poder escusar en ninguna manera, y junta-mente con esto podra tambien considerar V. Alt.ª el dolor y lastima conque lo devo haber hecho y en que me hallo, de que a V. A. y al Emperadormi hermano se bien les cabra mucha parte. Quisiera para mas satisfacion

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 150, folio 9.

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suya, refierir a V. Al. muy abiertamente el processo de vida y el trato ymodo del Principe y quanto ha pasado adelante su licencia y desorden y elpunto a que esto ha llegado y las diligencias, medios y remedios de que heusado con el, sin haber dexado ninguno de los posibles y convenientes y eltiempo que yo lo he disimulado y entretenido con amor de padre y que-riendo proceder en hecho de tanta importancia con la consideracion y jus-tificacion que se debia mas esta relacion y processo (sic) es muy larga y deque yo a su tiempo dare a V. A. y al Emperador la particular cuenta querequiere nuestra hermandad, y reservandolo para entonces dire agora sola-mente que si en esta materia no interviniera ni se atravesara mas de ladesobediencia desacato y ofensa mia (que aunque desto havia tanto que sepudiera bien justificar qualquier demostracion que se hiciera con el Princi-pe todavia yo procurara de tomar otro espediente por salvar su honor yestimacion que en efecto es mio propio) mas sus cosas han confirmadotanto el juicio que de muchos dias atras se hace de su natural y condicion yla falta que en esto se entiende haver, que me han obligado a poner los ojosmas adelante, y prevenir por lo que toca al servicio de mis Reynos y esta-dos, y por la obligacion que yo a esto tengo, (pospuesta la carne y la sangrey todas las otras consideraciones humanas) a los grandes y notables incon-venientes que yo considero y entiendo que no se poniendo este remedio ytomandose este camino havian de resultar y porque yo estoy con tantapena y cuidado que de presente (sic) no puedo por agora alargarme mas enesta materia, y por lo que esta dicho entendera V. A. el fundamento que hetenido y el fin que se lleva, no me alargare por agora (sic) mas por no dete-ner este correo que sola y principalmente le mando despachar por dar avi-so desto a V. A. y al Emperador mi hermano como se lo ire dando del pro-greso del negocio que lo encamine nuestro Señor como puede y guarde aV. Al. como * yo deseo.

De Madrid, a XXII ** de Enero 1.568».

La primera carta a su hermana, mujer muy devota de las creen-cias católicas, reúne sobrados ingredientes para afirmarse en el con-vencimiento de una decisión tomada con la aspiración de evitar queel príncipe heredase la Corona. En este caso, al denunciar la con-ducta de su hijo, apunta «licencia y desorden y el punto a que estoha llegado», pero añade con capacidad resolutiva «desacato, deso-bediencia y ofensa mia». Este último término, que no figura en lasrestantes epístolas, puede muy bien estar trasluciendo que su suce-sor hubiese puesto los ojos en su madrastra, ya que las demás vulne-

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* La cursiva está añadida de mano del rey.** Sobre los números romanos subrayados y parcialmente tachados figura escrito 21.

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raciones de la convivencia no parecen haberle afectado en exceso.Que la resolución implicaba una maquinación con proyección inmi-nente se desprende rotundamente cuando dice que se ha visto obli-gado a «poner los ojos más adelante» y de esta forma «prevenir porlo que toca al servicio de mis reynos y estados y por la obligaciónque yo a esto tengo». Y alega, además, con resonancias bíblicas, queeste deber le fuerza a que sea «pospuesta la carne y la sangre y todaslas otras consideraciones humanas». ¿Hace falta ser más rotundopara dar a entender que ni siquiera su condición de padre le puedeapartar de haber tomado un camino ejemplar?

La carta a Maximiliano II es similar. Narra que los extravíos desu hijo aumentaban de tal manera que para cumplir con las respon-sabilidades que creía tener para con dios y sus reinos y Estados (fór-mula estereotipada que usa con frecuencia) y en vista del fracaso delos remedios hasta entonces intentados, se había visto en el impera-tivo de prenderle, si bien realza que la medida no es producto decólera o indignación, ni quería castigar los deslices cometidos, sinoque constituía el único recurso que le quedaba para impedir gravísi-mos males e inconvenientes. Sus argumentos, aunque puedan serreiterativos en gran medida, dicen:

«SeñorPor lo que antes de agora tengo escripto a V. A. y a mi hermana, y lo

que mas particularmente Luis Venegas havra significado, havra ya Vra.Alt.ª entendido la poca satisfacion que yo tenia del discurso de vida ymodo de proceder del Principe mi hijo, y de lo que de su naturaleza y par-ticular condicion se entendia, y como quiera que hasta aqui en el advertirdesto a V. Al. se ha procedido por la decencia del caso y por el honor yestimacion del Principe con mas limitacion y mas en suma de lo que sepudiera, esperando con esto juntamente que con mi ida a Flandes y llevan-dole conmigo (habiendo de ser tan en breve) V. Al. pudiera en presenciaentenderlo con mas particularidad y fundamento: Despues aca, sus cosashan pasado tan adelante y venido a tal estado, que cumpliendo yo con loque devo al servicio de Dios y beneficio de mis Reynos y Estados, no hepodido escusar por ultimo remedio (habiendose ya hecho experiencia detodos los demas que han sido posibles) de me resolver en hazer mudanzade su persona y recogerle y encerrarle, y siendo esta determinacion depadre, y en cosa que tanto va a su hijo unico, y no procediendo como noprocede de ira ni indignacion, ni siendo endereçado a castigo de culpa,sino elegido por ultimo remedio para evitar los grandes y notables incon-venientes que se pudieran seguir, tengo por cierto que V. A. se satisfara yjuzgara que habiendo yo venido a tal termino y tomado tal resolucion, ha-vre sido constreñido y forçado de causas tan urgentes y tan precisas que en

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ninguna manera se ha podido dejar de llegar a este puncto, las quales cau-sas quando V. A. en particular las entienda, como sera a su tiempo, soy asimismo cierto que las juzgara por tales y que terna por muy acertada y muyjustificada mi determinacion, y porque de lo que mas sucediere en el pro-gresso deste negocio, y de todo lo que en el hubiere de que dar noticia aV. A. le ire avisando tan particularmente, como lo requiere nuestra her-mandad, acabare agora esta, con que Dios guarde y prospere la Ser.ma per-sona y estado de V. Al. como puede. De Madrid a XXI de Enero 1.568» *.

En el escrito dirigido a la abuela de don Carlos, siguiendo testi-monios ajenos por cuanto no he podido localizarlo —la mayoría dela correspondencia entre ambas partes no ha sido encontrada hastaahora—, reincide en formas similares al repetir que desea hacer adios sacrificio de su propia sangre, poniendo sus obligaciones porencima de cualquier valorización humana. Repite, además, que sudeterminación no era incitada por desobediencia ni por falta de res-peto, y que no se trata de un castigo ni un medio de enmienda.

La misiva cursada a Pío V (fechada el 20 de enero, aunque en lacarpeta que guarda la copia del escrito en Simancas se hace constarel día 22), con cuyo pontífice se sentía vinculado fraternalmente,matiza la educación del príncipe durante su infancia y adolescencia,recalcando que se tuvo el cuidado imprescindible para la formaciónde un hombre que heredaría tantos territorios y que se habíanempleado todos los medios para reprimir excesos y reformar incli-naciones que nacían de su naturaleza, pero que pasado el tiempo sinresultado positivo y viendo que las cosas empeoraban se había vistoforzado, por el servicio de dios y el bien sus reinos, a tomar la deter-minación de su encierro por razones tan graves y justas causas.

La refinada y ambigua pluma del soberano deja relativamente asalvo el honor de su hijo, al no imputarle con claridad los desmanesque motivaron su prendimiento —hoy todavía son un jeroglíficoobjeto de mil conjeturas—, pero sí se comprueba en sus pasajes laseguridad de que es una posición vital e irrefrenable cara al porve-nir. Reflejo a continuación el texto integro guardado en el archivosimanquino:

«Muy Santo Padre. Por la obligacion comun que los Principes cristianostienen y la mia particular por ser tan devoto y obediente hijo de V. S.d y des-sa Santa Sede, de darle razon como a padre, de todos de mis hechos y actio-

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 150, folio 5.

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nes especialmente en las cosas notables y señaladas me a parecido advertir aV. B.d de la resolucion que he tomado en el recoger y encerrar la persona delSer.mo Principe Don Carlos mi primogenito hijo, y como quiera que parasatisfacion de V. S.d y para que desto haga el buen juicio que yo desseo, bas-taria ser yo padre y a quien tanto va y tanto toca el onor estimacion y biendel dicho Principe juntandose con esto mi natural condicion que comoV. S.d y todo el mundo tiene conocido y entendido es tan agena de hazeragravio ni proceder en negocios tan arduos sin gran consideracion y funda-mento, mas con esto anssy mismo es bien que V. S.d entienda que en la insti-tucion y criança del dicho Principe, desde su niñez y en el servicio compañiay consejo y en la direction de su vida y costumbres se a tenido el cuidado yatencion que para criança e institucion de Principe hijo primogenito y here-dero de tantos Reynos y estados se devia tener y que habiendose usado detodos los medios que para reformar y reprimir algunos excesos que proce-dian de su naturaleza y particular condizion eran convinientes, y hechose detodo experiencia en tanto tiempo hasta la edad presente que tiene y no havertodo ello bastado y procediendo tan adelante y viniendose a tal estado queno parescia haver otro ningun remedio para cumplir con la obligacion que alservicio de Dios y beneficio publico de mis reynos y estados tenia con eldolor y sentimiento que V. S.d puede juzgar, siendo mi hijo primogenito ysolo, me he determinado no lo pudiendo en ninguna manera escusar, hazerde su persona esta mudanza y tomar tal resolucion sobre tal fundamento ytan graves y justas causas que ansi acerca de V. S.d a quien yo deseo y preten-do en todo satisfazer como en qualquier otra parte del mundo, tengo porcierto sera tenida mi determinacion por tan justa y necesaria y tan endereça-da al servicio de Dios y beneficio publico quanto ella verdaderamente lo es,y porque del progreso que este negocio tuviere y de lo que en el hoviese deque dar parte a V. S.d se le dara quando sera necesario, en esta no tengo masque decir de suplicar muy humilmente a V. S.d que pues todo lo que a mitoca deve tener por tan propio como de su verdadero hijo que con su Santozelo lo encomiende a dios nuestro Señor para quel enderece y ayude a queen todo hagamos y cumplamos con su Santa voluntad. El qual guarde la muySanta Persona de V. Bd y sus dias acresciente al bueno y prospero regimientode su universal iglesia. De Madrid a XX (sic) de Enero de 1.568.

De V.B.d Muy humilde y devoto hijo Don Phelipe por la gracia de Diosrey de Spaña de las dos Sicilias de Jherusalem que sus muy Santos pies ymanos besa.

El Rey» *.

Toda la correspondencia fue expedida a los distintos países pormedio de los embajadores, con instrucciones tajantes de que fuesen

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 151.

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evasivos en sus planteamientos verbales, que se remitiesen siempreal contenido de las órdenes despachadas y que impidieran, en loposible, que tanto el emperador como el pontífice enviasen emisa-rios para indagar los hechos o interceder en favor del preso. A Juande Zúñiga, reciente representante ante la Santa Sede, le pedía ade-más que procurase evitar, con la colaboración de los cardenalesGranvela y Pacheco, que el papa convocase en consistorio a los pre-lados para deliberar sobre la reclusión. Sus prevenciones, tan signi-ficativas, me mueven a insertar integro este último escrito fechado el22 de enero de 1568:

«A Su Sant.d escrivimos la carta que va con esta cuya copia se os enbia,dandole razon como nos ha parecido justo de la resolucion que avemostomado en hacer la reclusion y recogimiento de la persona del Principe mihijo, poniendole servicio y guarda particular para que no pueda salir delaposento que le esta señalado ni comunicar con otras personas mas de lasque nos alli avemos puesto y a los Cardenales Granvela y Pacheco sobreeste caso en vuestra creencia y remitiendoles a lo que vos le direis y paraque vos tengais entendido de la manera que os aveis de gobernar asi con SuSant.d habiendole dado su carta, como con los dichos Cardenales y losdemas que os pareciere dar parte y que lo querran de vos saber, me haparescido advertiros, que el fundamento de esta determinacion que con elSerenisimo Principe mi hijo havemos hecho, no depende de trato ni culpani ofensa que contra nos haya hecho, porque aunque es verdad que en eldiscurso de su vida y trato haya avido materia suficiente de algunas inobe-diencias y desacatos que pudieran justificar qualquiera demostracion, masesto no me obligava a llegar con el a tan estrecho puncto y se pudiera tomarotro espediente. La naturaleza y condicion del Principe de que vos teneis yamucha noticia ha causado en el tal modo de proceder y tal discurso de vida,y ha procedido en esto tan adelante, que habiendose hecho todas las dili-gencias posibles y usado de todos los medios que para la reformar y orde-nar nos han parecido convenientes y habiendolo diferido y entretenido tan-to tiempo. Ultimamente para cumplir con la obligacion que como Padre yRey tengo no he podido escusar de eligir y venir a usar deste medio, y assicomo la demostracion podra parescer muy grande, y el termino a que se havenido muy estrecho. Assi con razon se debe juzgar que las causas que mehan movido habran sido muy urgentes y precisas, y que he venido a tomaresta determinacion con mi hijo primogenito y solo, constreñido y apremia-do y no pudiendo en otra manera satisfacer a lo que debo y en esta sustan-cia podreis tratar con Su Santidad y responder a lo que os preguntara esten-diendovos si os paresciere conforme a lo que vos teneis entendido de lacondicion y natural del Principe, y con los dichos Cardenales Granvela yPacheco, podreis hazer lo mismo y con los demas a quien se hubiere decomunicar y ocurriere tratarlo procedereis con la generalidad mas o menos

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conforme a la calidad de las personas y a lo que vos entendieredes que con-viene, y porque podria ser que Su Sant.d con su sancto zelo y con el amorque nos tiene quisiese hazer en este caso alguna diligencia o cumplimientode intervencion o tratar dello en consistorio o embiar persona propia acasobre ello y porque no convernia en ninguna manera por agora lo uno ni lootro mirareis alla de desviarlo, entreteniendo a Su S.d para que con mas par-ticularidad y fundamento entienda lo que passa y avisarmeis de lo que conSu Sant.d y los demas passaredes y de la manera que alla se tomare» *.

Inglaterra, los príncipes de los enclaves alemanes e italianos eincluso Francia, no obstante los vínculos familiares con la casa Valois,fueron avisados por vía de sus embajadas. Ruy Gómez fue el encarga-do de notificarles el arresto para que lo transmitiesen a sus respecti-vos Estados, ajustando su locuacidad a los convencionalismos redac-tados, aunque se permitiese licencias como asegurar al comisionadofrancés que el príncipe estaba aislado para que no pudiese huir nidañar a nadie o desmintiese la habladuría de que hubiese atentadocontra su padre en la garla con el veneciano Segismundo Cavalli.

La desconfianza de Felipe II podía ser soslayada si algún desti-natario de sus comunicaciones le infundiese seguridad. Su lugarte-niente en Bruselas, el ínclito duque de Alba, era un prócer fiel, uncortesano que estaba al corriente de las características de don Car-los y un notorio candidato para recibir confidencias sobre los verí-dicos motivos de la detención, máxime cuando se hallaba al margende los egoísmos de origen familiar y patrimonial. Su contenido pocoo nada ayuda por cuanto ni siquiera es de puño y letra del monarca:

«Que haviendo succedido de nuevo que Su Mag.d por algunas grandesy justas consideraciones que a ello le han movido, ha mandado recoger lapersona del Prinzipe su hijo en su aposento con guarda y servicio particular,para que no salga del ni le traten ni comuniquen mas personas de las queSu Mag.d le ha señalado, y siendo negocio de tal qualidad e importancia quefacilmente se haran y podran hazer sobrel diversos juizios y discursos, le haparescido advertirle dello para que lo comunique y haga saber de parte deSu Mag.d a los de aquel su consejo de Estado y a los otros tribunales, villas ypersonas que le paresciere que lo deven saber y a quien se suelen escrivir lassemejantes cosas. Dandoles a entender que lo que se ha hecho con el Prin-zipe, no procede, ni se ha venido con el a este termino por offensa ni culpaque contra Su Mag.d aya cometido ni por otra cosa de semejante especie niqualidad, sino que su natural y particular condicion ha causado en el tal

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 148.

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modo de proceder que para su proprio bien y beneficio, y por lo que albien de mis Reynos y estados * y al servicio de Su Mag.d toca, y por otras jus-tas consideraciones ha sido necessario usarse con el deste termino.

Que si adelante huviere otra cosa de que avisarle cerca desto se hara; paraque el lo sepa y se lo comunique como a tan buenos y leales vasallos se debe.

En esta conformidad se ha de escrevir al Duque de Lorrena y a laDuquesa mi prima y lo de aleman para con otros **, y a los parientes y ami-gos que Su Mag.d tiene en el Imperio mudando lo que paresciere segun laqualidad de cada uno dellos» ***.

La respuesta del duque el 19 de febrero de 1568 le pedía al rey«que le manifestase más particularmente que en su carta anterior lascausas del arresto del príncipe», como gesto inequívoco de que, apesar de conocer sus peculiaridades, quedaba tan desconcertadocomo el resto de los receptores de las convencionales explicacionesfacilitadas.

Un reguero de pólvora

La nueva de la prisión se propala con velocidad por las capitaleseuropeas, pese a los mandatos cursados para que no partan mensa-jeros a caballo ni salgan vecinos de la ciudad. El rey quería ser elprimer informador de la crisis, pero cuando sus mensajes llegaron aParís la primicia ya era notoria en Francia y en la residencia deCatalina de Médicis gracias a los hugonotes galos que no desaprove-chaban la situación para esparcir, a diestro y siniestro, una sarta deembrollos. A la ocurrencia de que pretendía atentar contra su pre-decesor en el trono se unieron indiscreciones sobre una conspira-ción instigada por el barón de Montigny —a la sazón encarceladoen Segovia— y hasta opiniones de que tenía creencias heréticas ydisponía de volúmenes pecaminosos y contrarios al catolicismo. Loque resulta innegable es que Catalina de Médicis disponía de rápi-dos canales reservados, ya que al personarse don Francés de Álava,portando los recados, ya estaba al tanto del incidente del conventode los jerónimos y de que existía en la mente principesca un proyec-to de fuga sin consumar.

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* La cursiva está añadida al margen de mano del rey.** La cursiva es añadida de mano del rey.*** Archivo General de Simancas, Estado, legajo 150, folio 3.

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Presunciones similares de la insegura fe de don Carlos se difun-dieron igualmente entre los príncipes alemanes y tuvieron fuerteresonancia en los Países Bajos por la influencia protestante y la lógi-ca animadversión hacia la política represora del duque del Alba.Esta asiduidad propagandística llegó a oídos de Pío V antes de quellegasen a Roma los despachos de Castilla. El pontífice, como con-secuencia de los ecos procedentes de Francia, se encontraba desazo-nado, al ser avisado de que don Carlos estaba encerrado por maqui-nar contra la vida de su padre y esconder en su cámara librosheterodoxos. Juan de Zúñiga y los fieles cardenales Granvela yPacheco se esforzaron en convencerle de la falsedad de tales rumo-res, pero encendidos rescoldos de suspicacia quedaron en Pío Vcuando exteriorizó ante el enviado hispano, poco después de recibirla noticia oficial, que deseaba saber la verdad de mano del propioFelipe II.

Si en la mayoría de los gobiernos europeos no habían caladohondo las notificaciones reales, tan difusas que daban pie a creercomo indudables los enredos extendidos por doquier, igual ocurrióen Viena y en el vecino Portugal. Catalina de Austria se llegó a brin-dar para trasladarse a Castilla en la seguridad de que su presenciaserviría para reconciliar a ambos, pero Felipe II se opuso a la pro-puesta, sin evitar que Francisco de Sá, consejero luso, se pusiese encamino desde Lisboa para enterarse de las causas de la privación delibertad, ver al arrestado y mediar en el arreglo del problema. Laresuelta mediación de doña Catalina demuestra que dudaba de laveracidad de los argumentos que le habían expuesto o que no eracapaz de captar la realidad mediante los correos en su poder, peroel viaje de su comisionado no le iba a disipar sus incertidumbres.Los cortesanos le respondieron con evasivas, el monarca le conce-dió unos minutos que no sirvieron para nada, y el presidente delConsejo de Castilla, Diego de Espinosa, le hizo ver sin ambages quesu petición de verse con el príncipe era inoportuna. Francisco deSá, presente en Madrid desde febrero, tuvo que retornar a Lisboa el5 de marzo, sin haber podido traspasar los muros cernidos sobre elprisionero. Maximiliano y doña María acogieron la novedad conestupor y dolor respectivamente, pero adoptaron sendas posturasmás bien pasivas, a despecho de que el confinamiento implicaba lacancelación, tal vez definitiva, del matrimonio de doña Ana.

Si los comunicados no habían podido contrarrestar la oleada derumores extendidos por Europa, no ocurrió igual en la península enlo que concierne al entramado público al que se dirigió en términos

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escuetos y difusos. Ni la nobleza, ni las ciudades, ni los altos señoresde la Iglesia, invocaron objeciones y nadie alzó una voz en favor delpríncipe para exigir, como mínimo, un mayor esclarecimiento. ElConsejo de Aragón alegó que nada tenía que decir —no había sidojurado por las Cortes aragonesas—, y, aunque se enviaron diputa-dos, la falta de receptividad del rey y su contrariedad abortaron latímida gestión en sus comienzos sin consecuencias prácticas.

El miedo que inspiraba la figura real había reducido a cenizascualquier resistencia y exclusivamente en los mentideros del pueblo ydel palacio se desataban parlerías de todo tipo, aun cuando se prefi-riese el más absoluto de los silencios, como dice Cabrera de Córdobaal sugerir que era más prudente sellar la boca, sopesando que la risa yel cuchillo del soberano eran confines. El anonimato de los habitantesde Madrid les ponía a salvo de represalias y por esta clandestinidadno sorprendía que le tildasen de severo, criticando la dureza de laresolución, y se adujese que la decisión sobrevenía por el imperiosoafán de reinar que dominaba al heredero o por la envidia de su ante-cesor ante atributos favorables del hijo. La reclusión había suscitadodesconcierto, pero lo irrefutable es que no tuvo repercusión en el rei-no, que su tía doña Juana e Isabel de Valois fueron los seres másconsternados por el dramático suceso, y que muy pronto la losa delsilencio fue adueñándose del mundo palatino. Marcoantonio Sauli,enviado de Génova, ratificaba a su gobierno el 26 de febrero de 1568esta impresión general con una frase tan rotunda que infunde sorpre-sa y levanta temerarias sospechas. El párrafo de la carta decía: «Nadiehabla ya del príncipe, como si estuviera entre los difuntos, entre loscuales creo que se le puede contar ya».

El misterioso mes de febrero

A la semana de la detención se organizan cambios en la custodiadel preso. La principal disposición consiste en que sea Ruy Gómezquien asuma la responsabilidad de su cuidado sustituyendo alduque de Feria. Luis Quijada y Rodrigo de Mendoza, que formabanparte del grupo elegido, son apartados de sus cometidos y se escogea Juan de Velasco y Fadrique Enríquez para que les reemplacen.Don Carlos conservaba un aprecio especial por don Luis, no envano había permanecido mucho tiempo a su lado, y poseía asimis-mo un gran miramiento hacia Rodrigo de Mendoza, aunque suamistad fuese más reciente. Felipe II tenía el convencimiento de que

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estos servidores disfrutaban de la confianza del príncipe y, dubitati-vo por esencia, prefirió no correr el más mínimo riesgo de quepudiese contar con auxilios de tipo moral o fidelidad complaciente.

A las modificaciones vinculadas con la vigilancia se une lamudanza del emplazamiento destinado para prisión. El príncipe deÉboli y su esposa ocupan los aposentos de don Carlos y el joven esconducido a un angosto torreón, cuya pieza dispone de una solaventana y una única puerta para mayor garantía de que no puedahuir ni tener visitas clandestinas. Además del conde de Lerma,Fadrique Enríquez y Juan de Velasco, se nombran otros cinco hom-bres cuidadosamente seleccionados para que, entre todos ellos, tur-nándose cada seis horas, ejerzan sus funciones de modo que siem-pre permanezcan como mínimo dos guardianes para obedecer lasinstrucciones. Las cinco personas de alcurnia nobiliaria son Juan deBorja, Rodrigo de Benavides, Gonzalo Chacón, Juan de Mendoza yFrancisco Manrique. Los ocho asistentes tienen orden de no estardelante del prisionero con armas y de ofrecer la comida trinchada opreparada para que no haga uso de cuchillos o tenedores. Tambiénson colocadas sendas rejas en la ventana y en la chimenea, aparte depracticar una apertura en una de las paredes para enlazar la estanciacon una dependencia contigua. De esta forma, a través de una celo-sía de madera, don Carlos podía asistir a los oficios divinos quepudieran celebrarse sin abandonar, ni por un instante, el habitáculofortificado.

Las drásticas precauciones apoyan la intención de un aislamien-to seguro, dado que los vigilantes son fieles y respetuosos con lapotestad regia. Cualquier indiscreción, por leve que fuese, cualquierincumplimiento de las reglas recibidas, llevaría aparejado el disgus-to del rey y la aplicación de enérgicas represalias. Un muro de pie-dra y de silencio rodea al preso y nadie en la Corte dispone deresortes para averiguar los lances cotidianos que acontecen en latorre. Las orientaciones que se pudiesen conseguir no eran ya frutode cotilleos basados en indicios, sino, simple y llanamente, hechurade versiones interesadas y que sólo podían nacer de Ruy Gómez,con el beneplácito del monarca, o de varones como Diego de Espi-nosa y Diego de Chaves, quienes, por sus altos cargos, tenían queestar al corriente de las peripecias ocurridas.

No hay apenas pormenores divulgados desde el encierro hastaque concluye enero, excepto alusiones que pregonan los cambios deemplazamiento y guardianes. Y es durante el mes febrero cuandosúbitamente empiezan a proliferar confidencias de los representan-

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tes extranjeros para desvelar que algo anómalo está sucediendo. Eldía 4 el arzobispo Rossano manifiesta que se había decidido excluiral príncipe de la sucesión a la Corona y mantenerlo encerrado elresto de su vida, para cuyo fin será imprescindible que el papa desli-gue al reino del juramento prestado, si se le quiere apartar del tronomediante proceso. Y amplía su creencia de «que el principal funda-mento será que no tiene cerebro ni sano intelecto, a las que añadi-rán otras causas que dicen probadas por sus mismos autógrafos», enalusión a los papeles requisados. La mayoría de los testimonioslogrados por el nuncio dimanan del inquisidor general que desbro-zaba su convicción aventurando «que estando el mundo tan infesta-do de herejes, si el Rey muriendo dejase el gobierno pudiera decirsedel mundo a tal y tan débil y enfermo intelecto, inmediatamente losreinos serían corrompidos de los herejes como lo están los otros, yque por prevenir y evitar esta ruina, el Rey, por dictado de su con-ciencia, era obligado a hacer lo hecho».

El 8 de febrero Fourquevaulx advierte a Catalina de Médicis quese piensa proceder contra el príncipe, por vía de justicia, para quesea declarado inhábil en la futura transmisión del trono, y el mismodía el guardasellos Tisnacq inserta una posdata, en la comunicaciónque ya estaba dispuesta para el presidente Viglius desde el 31 deenero, reconociendo que se recapacita sobre la conveniencia deencausarle. Esta apostilla acredita que el confidente había tenidoinformaciones de un eventual proceso poco antes del singular 8 defebrero o incluso en el transcurso de esa jornada. Que las murmura-ciones brotasen de distintas fuentes y fuesen simultáneas otorganverosimilitud al contenido de esta correspondencia. Las tres prime-ras semanas de reclusión estaban presididas por la tranquilidad,como si nada anormal ocurriese, pero a partir de expandirse la ideade que se prepara un juicio, probablemente secreto si se contemplala pasividad del Consejo de Castilla, se empiezan a precipitar episo-dios notables dentro del recinto carcelario.

Segismundo Cavalli anuncia a su república el 11 de febrero quehan encajado una reja delante del hogar de la chimenea para que eldetenido no pueda arrojarse al fuego. No se sabe con exactitudcuándo se dispuso esta medida protectora, pero es de pura lógicadeducir que dimanaba de algún desequilibrio del preso y no de unamera intranquilidad ante rebeldías que no se habían producido trassu apresamiento. Una intensa desesperación invadía a don Carlos,por motivaciones que la mayoría de los cronistas no señalan y quesólo Gachard recoge, alegando que su desazón brotaba porque su

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padre le había retirado sus ayudantes y emprendido la liquidaciónde su casa, disponiendo de sus caballos. No se puede eliminar estasuposición, en mi criterio carente de solidez, aunque sea irrelevanteen comparación con quebrantos más serios, como la interposiciónde una demanda que procuraba apartarle de sus derechos heredita-rios y conducirle hacia una condena de magnitud impredecible.

Fourquevaulx, mejor informado por su privanza con Isabel deValois, escribe a Catalina de Médicis el 18 de febrero de 1568, reve-lando que el príncipe se halla en una tesitura calamitosa por «haberadelgazado de un modo aterrador, tener los ojos hundidos en lasórbitas y ser incapaz de conciliar el sueño». Si la prevención apunta-da por el apoderado veneciano tiene una relativa importancia y nose pueden obtener conclusiones, las palabras del dignatario galo síposeen, por el contrario, una contundencia aterradora. No hayduda de que acontecimientos espectaculares estaban acaeciendo enel alcázar cuando el prisionero daba síntomas de una evidentedepauperación física, acompañada de trastornos que fácilmente sepueden relacionar con una grave alteración emocional.

Leonardo de Nobili, el comisionado florentino, transmite el 2 demarzo que el príncipe ha resistido sin tomar bocado el curioso mar-gen de cincuenta horas, a la vez que, en idéntico día, el venecianoCavalli previene que se encuentra en trance de gran aflicción y ame-naza con dejar de comer. Estas dos últimas pruebas, menos explíci-tas, pero vitales al resaltar que se estaban ocasionando raros conflic-tos, son a su vez confirmadas por un conducto con clarasconnotaciones históricas. Cabrera de Córdoba refiere que «el prín-cipe había permanecido sin comer durante tres días por estar desa-nimado y como dejado de la esperanza de libertad, con profundamelancolía que ya casi le tenía la mitad de la muerte».

No hay, por tanto, la menor incertidumbre de que al sosegadoenero le reemplaza un esotérico febrero. El rey, en una misiva dirigi-da al duque de Alba el 19 de febrero, hace figurar una posdata enig-mática: «De mano de S. M. Ha havido tantas ocupaciones estos díasque no he podido escriviros, espero que presto lo podré hazer, perotodavía creo que passaran ocho o diez días», inequívoco mensaje deque su trajín está inevitablemente enlazado con las inquietantes vici-situdes que estaba padeciendo su hijo, por cuanto no existe indiciocomprobado de que estuviese ocupado en tareas que requiriesen sumáxima atención.

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Una plácida primavera

Al angustioso mes invernal le suplanta un amplio periodo debonanza. El príncipe calmaba su desasosiego, sin que se puedanentender los móviles que atemperaban su espíritu, y únicamente elrey padece en las postrimerías de febrero o comienzos de marzo algu-nos desarreglos psíquicos que le mantienen intranquilo y sin capaci-dad para ausentarse de la corte. Felipe II, propenso a realizar excur-siones a El Escorial para comprobar el avance de la construcción delmonasterio o solazarse en los jardines de Aranjuez, elige quedarse ensu residencia habitual y estaba «sospechoso a las murmuraciones desus pueblos fieles y reverentes, que ruidos extraordinarios en su pala-cio le hazían mirar, si eran tumultos para sacar a Su Alteza de sucámara», según locución literal entresacada de los pasajes trazadospor Cabrera y ratificados por el representante francés cuando escribea Catalina de Médicis realzando los anómalos sobresaltos.

Que la naturaleza vencía a don Carlos, doblegando su tempera-mento en el sentido de que el hambre era más fuerte que su volun-tad no es un sólido argumento, sino una mera excusa esbozada en laignorancia de los hechos. Para que el pánico de la muerte se sobre-ponga al deseo de perecer tiene que engendrarse, en primer lugar,una drástica postura de negarse a comer y las nuevas de los embaja-dores citan una perseverancia de cincuenta horas o, como mucho,durante tres días, mientras, por otra parte, se mostraba atormenta-do y sin capacidad para conciliar el sueño. Y el insomnio es másbien el producto de una profunda crisis nerviosa, aderezada poruna extraordinaria preocupación, que una consecuencia por noprobar bocado en un corto intervalo de tiempo.

Sea como fuere, abandonando por ahora la esfera de las conjetu-ras, la vida del prisionero está aparentemente encauzada y en marzosólo se genera una perturbación digna de mención, a juzgar por lasconfidencias que se filtran a través de las paredes. Don Carlos,empujado por una superchería popular de la época, se tragaba undiamante para envenenarse. Fourquevaulx atribuye el suceso a unaextravagancia más, pero no creo en su aseveración si se piensa queel prendimiento pudo atemperar o eliminar sus acostumbradasexcentricidades. El rumor del incidente tiene escaso valor, no tuvorepercusión pública, y es admisible que fuese un bulo transmitidopara demostrar que el preso seguía vivo por encima de cualquieraspiración tendente a subrayar un disparate más.

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El 2 de marzo, pasado mes y medio desde que su hijo fue ence-rrado, el soberano implanta, sin sentido convincente que lo justifi-que, un meticuloso reglamento para pautar con detalle el confina-miento. Nunca se ha encontrado el texto integro de la ordenanza, atodas luces extemporánea y convalidada por la mediación de Pedrodel Hoyo, pero sí constan trascripciones, más o menos afortunadas.Ruy Gómez sigue siendo el máximo responsable, el número de guar-dianes se restringe a seis, retirándose Fadrique Enríquez y Juan deVelasco, se establece que la puerta de la torre permanezca entornaday no cerrada de día y de noche, un mandato que origina extrañeza yhasta recelo al no captarse su significado, se faculta para que entrenen la estancia el médico, el barbero y el montero encargado de lalimpieza y se pretende que los acompañantes permanezcan junto alpríncipe para su entretenimiento, a pesar de que tienen prohibidotratar aspectos tocantes a su situación, deben eludir conversacionesvinculadas con materias de gobierno y hablar siempre en voz alta,como si un indeleble silencio pudiese suscitar suspicacias en los indi-viduos que tuviesen pretextos para merodear por sus proximidades,instrucción concreta que Cabrera matiza expresando «lo que sehablase allí se había de entender por todos los presentes y tenerlo ensecreto, por excusar celos y competencias y otros inconvenientes quedello podrían nacer y recrecer». Las asombrosas disposiciones secomplementan con la consigna de que el confinado no salga de laestancia ni pueda enviar o recibir recados y la prohibición, salvoautorización regia, de contar lo que acontezca en el lugar y exigiendoque si los vigilantes supiesen que sobre la reclusión se comenta en elpueblo o en casas privadas se lo informarán al monarca. Esta imposi-ción descubre que la obsesión predominaba en su ánimo hasta lími-tes inconcebibles en todo lo concerniente al encierro.

La resolución regula las competencias de los monteros y alabar-deros en su constante guardia y fija el método de llevar la comidacon la exigencia de que nadie pueda acercarse y fisgar por los alre-dedores. Asimismo se ordena que la misa se oficiará en el oratorio—pienso en el habitáculo unido con la torre por medio de una celo-sía de madera—, que asistirán siempre dos de los asistentes delpríncipe y que se le podrá entregar libros de género devocionario,pero de ningún modo obras que recojan elementos ajenos al camporeligioso. Cualquier incidencia que no estuviese controlada por lasnormas incumbe a Ruy Gómez y cualquier infracción debía serdenunciada. Los afectados prometieron bajo juramento cumplir consus cometidos ante Pedro del Hoyo.

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Como ya he recalcado, no se pueden comprender, ni tan siquieradeducir, cuáles fueron los motivos que le impulsaron a reglar porescrito y hasta hacer jurar las cláusulas. Pudiera ser que sus apren-siones le hubiesen incitado a tal determinación en busca de unaseguridad que, de todas formas, una orden redactada no garantiza-ba, o que su burocrátismo fuese una vez más la base de su decisiónen aras de su tendencia a no fiarse de sus colaboradores. O también,puestos a teorizar con mayor convencimiento, puede ser una coarta-da para traslucir que el príncipe todavía estaba vivo, al pautar demanera exhaustiva su control tras las anómalas alteraciones defebrero, ya que no tienen sentido tales consignas, que causan estu-pefacción, y resulta inaudito que se generen mes y medio más tardedel aislamiento del preso.

A raíz de querer suicidarse con la ingestión de un diamante, lasparlerías dan cuenta de que se ha operado un cambio sustancial ensu disposición ante la inminente llegada de la Semana Santa. A laangustia, la desesperación y el ansia de morir, ya fuese por dejarde comer o por tragarse joyas, sucede una venturosa transforma-ción consistente en elegir una aptitud más templada y proclivehacia el arrepentimiento. Estimulado por maravillosos acicates lla-ma a Diego de Chaves, confiesa con vivas muestras de contrición,guarda los preceptos del catolicismo propios de la Pascua, ycomulga el 21 de abril. Estas secuencias tan edificantes fuerondifundidas por todos los representantes, en diferentes fechas, a susrespectivos países junto con diversas singularidades, como que elpríncipe se hubiese echado a llorar por figurarse que le estabannegando su petición de comulgar o haber sido capaz de requerirperdón a su padre.

Quizá sea escéptico, pero se advierte fácilmente que estas peripe-cias, filtradas a conveniencia de la jerarquía, son una artera maniobrapara desmentir que el heredero tuviese veleidades heréticas. Elrumor de que la retención se fundaba en su supuesta adhesión a losprincipios de la reforma se había esparcido con fuerza por Alemania,Francia, Inglaterra y los Países Bajos, teniendo igualmente repercu-sión entre la curia vaticana y los cortesanos asentados en Madrid,que le calificaban sospechoso en materia de fe. El plan tenía la con-trapartida de que se pusiesen en duda los desajustes mentales ante supiadosa devoción, expresiva de indiscutibles signos de cordura, yvolviesen a originarse escrúpulos sobre las razones de su detención.

Felipe II se percata de la contradicción en que se ha incurridodemasiado tarde, cuando ya se había expandido la noticia del esme-

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rado comportamiento, y se apresura a escribir a su hermana doñaMaría, la emperatriz, en tanto que asimismo se dirige a su embaja-dor en Roma para que ofrezca las oportunas explicaciones al papa.El monarca pretendía deslindar ambas circunstancias —la génesisdel apresamiento y la inesperada sensatez— para que nadie buscaseexcusas reclamando una próxima liberación o pusiese en entredichola gravedad de los actos cometidos. En la misiva a la emperatriz,similar a la cursada para el pontífice, precisa:

«Porque algunos han querido inferir y hacer argumento desto que en lapersona del príncipe no hay defecto en el juicio, he querido advertir aV. M. de cómo esto ha pasado, y del fin que en ello se ha tenido, que estaes materia que tiene tiempos, en algunos de los cuales hay más serenidadque en otros, y que asimismo es diferente cosa el tratar desto defectos enrespecto a lo que toca al govierno y acciones públicas, o en cuanto a losactos y cosas personales y de la vida particular: que puede muy bien estarque para lo uno sea uno enteramente defectuoso, y en lo otro se puedapasar y permitir...» *.

La argumentación no es convincente, no conozco quiénes pudie-ron inferir o destacar inquietantes titubeos sobre el caso, pero larealidad es que Felipe II tampoco disponía de medios más eficacespara elucidar una evidente paradoja propalada por su ansia deponer a salvo la catolicidad de su hijo. Sus justificaciones, anticipán-dose a conjeturas racionales, no nacen de refutaciones formales deinstituciones castellanas o foráneas, que no se produjeron, sino desu peculiar idiosincrasia o preventivos asesoramientos de hombressagaces como Diego de Chaves, Ruy Gómez de Silva o el cardenalEspinosa, que pudieron advertirle de la incoherencia perpetrada sinhaber reflexionado con la hondura necesaria.

Antes de estos eventos prosigue con diligencias afines a la liqui-dación de la casa de su primogénito y el 6 de abril expone al duquede Alba un testimonio de los más sinceros que se conocen sobre losproyectos que albergaba o ya había ejecutado. El despacho nace enrespuesta al interés de su lugarteniente por recibir datos más clarosde los auténticos motivos de la prisión, debió ser redactado por eldoctor Velasco, a juzgar por los datos existentes en Simancas, y pre-parado en cifra rubricada por Zayas **:

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 150, folio 11.** Archivo General de Simancas, Estado, legajo 150, folio 6.

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«He rezevido vuestra carta de los 19. de hebrero en respuesta de loque se os escrivio en el caso del principe mi hijo y creo yo van segun elamor que nos teneis que juzgando con tanta razon el travajo en que estome ha puesto lo avreis sentido quanto dezis y como quiera que la pena ycuidado que me ha causado es la que vos podeis considerar tengo en estotanta satisfaction de aver hecho lo que devia al servicio de Dios y vien demis Reinos y cumplido con obligacion tan precissa qual tenia a ponerremedio de presente y para lo de adelante en los grandes inconvenientesque se representavan y juntamente tengo tanta confiança en Dios lo quie-ra i traera a buen fin que esto me alivia mucho de la pena y me asegura enel cuidado. Y en lo que dezis debria declarar mas particularmente las cau-sas de lo que en aquel primer despacho se hizo, en esto para con vos noparezio necessario descender a mas particularidad de la que se os escrivioporque teniendo vos tan entendido el natular y la condition y cosas delprinçipe podiades bien con vuestra prudencia de lo que alli se os advirtiocolegir el fundamento que se ha tenido y el fin que se lleva y que estadeterminacion tan grande no dependia de culpas del Principe y era ende-reçada a castigo que quando esta fuera la causa se usara de diferente ter-mino ni assi mismo se pretendia por este medio reformar y reprimir sudesorden y condicion teniendo tanta y tan larga experiencia que ni poreste ni por otro alguno esto se podia conseguir siendo las causas tan natu-rales de que resulta bien claramente que el fin es poner entero y verdade-ro remedio en lo de adelante y prevenir al gravissimo daño que en todo seanteve notoriamente que en mis dias y mucho mas despues succederia yansi como la causa de que procede la puede malcurar el tiempo la resolu-tion que desta depende no le tiene y para vuesta inteligencia y particularsatisfaction lo que de presente y antes se os escrito bastara para los demasno se ha entendido aca convenia hazer por agora tal declarazion y que sedevia proceder con generalidad no embargante los differentes juizios quese podrian hazer y hasta entender de vos la necessidad que se os ofreze ycausa de venir a mas particularidad no se hara en esto otra mudanza soloha parezido advertiros que porque facilmente los dañados en lo de la reli-gion por dar auctoridad a su opinion y esforçar su parte quisiesen atri-buyr lo que se ha hecho con el Principe a sospecha semejante desto aveisde procurar desengañar a todos y que demas del inconviniente dicho porlo que toca al honor y estimacion del Prinzipe se deve en quanto a estohazer oficio y diligencia para quitar tal opinion y sombra que tan sinrazonny verdad se levantaria y el mismo fin aveis de llevar con los que atribuye-ran esta demostracion a trato o rebelion lo qual ny spetie alguna dello noha intervenido ni conbiene por muchos respectos que tal stimacion se ten-ga, y con esto no pareze que de presente en esta materia ay que masadvertiros delo que mas succediere y determinare se os dara aviso y vosterneis cuidado de prevenir en todo y proceder como convenga y adver-tirnos de lo que mas os parezera para que en negotio tan grave se proceday se encamine conforme al fin que se tiene».

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Las palabras son un poco más esclarecedoras que en otras frasesde sus vagas comunicaciones. Por un lado insiste en sus consabidostópicos de haber actuado al servicio de dios y al bien de sus reinos,pero resalta que espera una intercesión de la divina providenciapara apaciguar sus inquietudes y llevar las cosas a buen fin, como siestuviese esperanzado de que algo irremediable podía sobrevenirleo le había ocurrido ya al príncipe para culminar el drama. Más cate-górico es todavía el párrafo en donde exterioriza que su objetivoconsiste en poner remedio definitivo a los males que podrían venirdurante el resto de sus días o inmediatamente después de su expira-ción. El confinamiento perpetuo no era una solución por cuanto unimprevisible fallecimiento suyo podría dejar paso a don Carlos. Par-tiendo de esta perspectiva, comprensible si se atiende a los temorespatentizados por Felipe II, la encrucijada vuelve a reducirse paradesplegar una bifurcación de dos caminos: un juicio secreto, conuna implícita condena de mano airada, o bien una defunción, más omenos repentina, incitada por cualquier método, al amparo del sigi-lo y las rigurosas precauciones adoptadas. En cualquiera de amboscasos el fin decisivo estaba ya predeterminado, máxime si se ponde-ra que en muchos meses el rey no iba a dar ni la menor señal paradesheredarle mediante un proceso legal.

Al monarca no le inquietaba la suerte de su primogénito, elsacrificio de su carne y de su sangre, pero insistía tenaz, al amparode sus acérrimas convicciones católicas, que era forzoso desengañara todos sobre cualquier resquemor de heterodoxia o de sedición.Este empeño, manifestado en la carta dirigida a Fernando Álvarez,no puede tener distinto motivo que el imperioso deseo de evitar queel impacto político ocasionado se engrandeciese en el mundo pro-testante de los príncipes alemanes y en los enclaves neerlandesessubyugados por el despotismo del duque. Don Carlos estaba sen-tenciado a muerte, posiblemente desde el instante de su prendi-miento, y sólo queda por saber cuál es el veredicto de la historia,hasta el momento presente, en lo que concierne al tiempo y modoen que se pusieron fin a sus días.

La revelación de la muerte

La primavera ha transcurrido conforme al imperativo de un sepul-cral silencio sobre la existencia del prisionero, aderezado por el sellode la resignación cristiana desarrollada en la Semana Santa. Nada

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exasperante o angustioso sucede y las tribulaciones del misterioso mesde febrero no vuelven a producirse o no se tienen noticias de que ocu-rriesen alteraciones, aunque el comisionado florentino apunta la irrele-vante murmuración de que don Carlos hacía que le leyesen libros deleyes, ignorando la prohibición de que le fuesen entregados conteni-dos ajenos al fondo devocionario de la religión. Más enigmática es lafrase de un confidente del veneciano Cavalli que concretaba su con-vencimiento de que si el príncipe «no pierde el seso, será señal de quelo había perdido ya». La especificación, tal vez esgrimida con unadoble intención, nacía porque el embajador opinaba que la reclusiónle serviría de escarmiento y le haría abrazar rumbos más cuerdos. Larespuesta puede inducir a maliciar que don Carlos estaba enloqueci-do, pero también puede tener un sentido diferente. «Haber perdido elseso ya» puede además tener un sentido de finamiento ya consumado.

Sin argumentos firmes, pretextando que el príncipe considerabahumillante su situación, la mayoría de los historiadores aprueba unaúltima reacción incontrolable cuando las horas diurnas son más pro-longadas y la llegada del verano convierte en sofocante la atmósferadel torreón. La elevada temperatura del estío en Madrid hace que eldetenido combata el ardiente calor caminando descalzo y medio des-nudo sobre el suelo, que se humedecía a base de frecuentes riegos, odurmiendo destapado y con la ventana enrejada abierta para mitigar elbochorno. Asimismo se aduce que bebía constantemente agua heladapor la noche y al clarear la mañana, que devoraba grandes cantidadesde fruta y viandas desfavorables para su quebrantada condición y queintroducía trozos de hielo en la cama para refrescar el lecho. Las justi-ficaciones empleadas podrían provocar hasta hilaridad si no fuesen elprincipio de un fin llevado a término de forma dramática con la obsti-nación de negarse a comer durante el continuado espacio de oncedías. Sin paráfrasis, para evitar cualquier retazo de malevolencia, deta-llo a continuación el descargo oficial que se cursó sobre el deceso *.

«Muchos días antes de que sucediese este caso S. A. con la ocasión delcalor del verano y con la confianza de su complexión y edad hizo algunosnotables desórdenes en lo que tocaba a su sanidad, andando de continuodesnudo, casi sin ningún género de ropa y descalzo en la pieza del aposentodonde estaba muy regada, y durmiendo algunas noches al sereno sin ropaninguna, y con esto bebiendo grandes golpes de agua muy fría con nieve en

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 171.

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ayunas y de noche, y aun metiendo muchas veces en la cama la misma nie-ve, comiendo con desorden y exceso fructas y otras cosas contrarias a susalud, y aunque para excusar esto se hicieron todas las diligencias posiblespor las personas que asistían a su servicio, no se puedo en manera algunaremediar ni estorbárselo sin caer en otros mayores inconvenientes, con lacual desorden se entiende vino a resfriarse la virtud y calor natural, y estan-do en esta disposición se determinó (como ya otras veces lo había hecho) ano querer comer en manera alguna, en la cual determinación perseveró poronce días continuos sin que bastasen persuasiones ni otras muchas y diver-sas diligencias que con él se hicieron, ni pudo ser atraído ni aducido a quecomiese ni tomase cosa de substancia mas que agua fría, y con esto le vino afaltar del todo la virtud y calor natural, de manera que aunque despuéstomó algunos caldos substanciales, leche y otras cosas, el estómago estabaya tan estragado y debilitado que ninguna cosa pudo retener, y así vino aacabarse sin que remedio alguno le aprovechase. Fue su muerte con tantoconoscimiento de Dios y arrepentimiento que ha sido a todos de gran satis-facción y consuelo para el dolor y lástima que consigo trae este caso».

No sé cuáles son los inconvenientes que podían haberse acarreadosi los vigilantes, en buena lógica, se hubiesen molestado por evitar lospresuntos despropósitos, pero no es difícil inferir que tienen un subs-trato religioso. Sin entrar en prolijas introspecciones, a todas lucessuperfluas, cabe pensar que los guardianes adoptaron una pasividadfomentada por órdenes superiores y hasta no es aventurado suponerque apoyaran las peregrinas actitudes de don Carlos, concediendo yhasta estimulando los mínimos antojos que pudiese expresar, en espe-ra de que sus acciones le condujesen a un punto irreversible. Comosimple curiosidad, sin otro deseo que resaltar las contradicciones, nodeja de sorprender que se mencione su complexión cuando casitodos los discursos hablan de un individuo enfermizo y débil.

El peregrino despacho fue enviado al extranjero por conductode los distintos embajadores en términos tan estereotipados como lapropia relación, pero con algunas matizaciones que conviene resal-tar: la absurda explicación no debía mostrarse a nadie y menos faci-litar alguna copia (la excepción es el sumo pontífice en el supuestode que la requiera) y se recalca innecesariamente que el cristianísi-mo fin del príncipe ha sido como se relata. Reproduzco los despa-chos cursados a los representantes en París y en Roma y el textodirigido al papa por cuanto no tienen desperdicio *.

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 172.

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«El Rey. Don Frances de Alava del nuestro Consejo y nuestro Embaja-dor, por otra carta que va con esta se responde a la que en estos dias noshaviades escrito. Despues ha sido Dios servido de se llevar para si alSeren.mo Principe mi hijo de que me queda el dolor y sentimiento quepodeis considerar. Fallescio a los XXiiiy de este por la mañana, habiendorecibido tres dias antes todos los Santos Sacramentos de la Iglesia con tangran devocion arrepentimiento y contricion, y acabo tan catolica y Chris-tianamente, que me ha sido este un muy gran alivio y consuelo para alige-rar en parte el trabajo que su muerte me ha causado, porque (haviendosido de la manera que se os dice) confio en la misericordia de Dios nuestroSeñor que le ha llamado para que goce del perpetuamente y que a mi medara su favor y gracia para que conformandome con su voluntad le puedaacertar a servir y llevar el peso que me ha encomendado Y porque siendo-nos el Rey Christianisimo tan buen hermano y la Reyna tan buena madretengo por cierto sentiran este mi trabajo, quanto es razon. Sera bien que vosen recibiendo esta les digais y hagais saber lo que contiene, y que aunque lapena y sentimiento y de la Reyna ha sido qual pueden juzgar, a Dios graciasella y yo, y nuestras hijas quedamos con salud, y para que entendais mas defundamento. El progresso que tuvo la enfermedad del Principe, he manda-do que se os embie con esta la Relacion que vereis, que lo contiene en par-ticular a efecto que vos alla de palabra y sin mostrarla ni dar copia de ella anadie lo podais referir donde convengan.

De Madrid a XXVI de Julio de 1.568.

Para Don Juan de Çuñiga.

A Su Sant.d escribo dandole aviso de la muerte del principe mi hijo comovereis por la copia de su carta que con esta se os envia, la qual vos le dareispersonalmente y aviendola leido le podreis de palabra significar el descansoy consuelo que yo recibo en le comunicar y dar parte de mis trabajos y quan-to me le sera ansi mismo entender como yo de Su Sant.d lo espero en susbuenas y Sanctas oraciones nos encomienda a Dios añadiendo a este propo-sito lo que os pareciere y para poder dar a Su Sant.d (si os lo preguntare ovos entendieredes que conviene) Relacion de la enfermedad y causa de sumuerte se os embia una breve y verdadera Relacion conforme a la qual lepodreis de palabra y de vuestro dar razon por la forma y en la manera que osparecera y esto mismo hareis con las demas personas que entendieredes con-viene en ocassion y no haziendo dello proposito pues no ay para que.

Para Su Santidad

Dios nuestro Señor fue servido llebar para si al Serenisimo Principemi hijo cuya muerte me tiene con el dolor y pena que V. Sant.d podraconsiderar. Murio como muy Christiano y catholico principe habiendorecebido con gran devocion todos los Sacramentos y con gran contriciony conocimiento de Dios en cuya misericordia spero le llevo para gozardel perpetuamente que me es y con razon deve ser el verdadero consuelo

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y alivio en este trabajo. A V. S.d humildemente suplico que como padrecomun y tan particular mio encomiende y haga encomendar a Dios suanima y que juntamente sea servido darme a mi de su divina mano favory ayuda para que pueda sentir y llevar este casos Christianmente y con-formarme con su voluntad como lo devo en todo hazer e guie y encaminemis cosas a su servicio que la Santa intercesion de V. Beatitud acerca desu divina Mag.d no puede dexar de sernos de gran fructo a los vivos y alos muertos» *.

Las justificaciones, increíbles y hasta demostrativas de indiscuti-ble desidia, promovieron que, a renglón seguido de la notificaciónoficial, se redactasen con rapidez formales puntualizaciones para losembajadores. Las coartadas, cursadas por Gabriel de Zayas, ponenel dedo en la llaga, pero tienen tan escasa firmeza que en nadaremedian la primitiva y paupérrima impresión, aunque sí matizacon claridad, al concluir sus especificaciones, que los desórdenes ensu manutención y comportamiento no han tenido repercusión pri-mordial en su fallecimiento, atribuible exclusivamente a su inmuta-ble decisión de perecer por inanición tras su drástica iniciativa deno admitir sustento.

La disculpa complementaria, que figura recogida en el archivosimanquino a continuación de la nota inicial, dice **:

«Por la relación que se acusa en la carta de S. M. verá V. S.ª el progresode la enfermedad y muerte del Príncipe nuestro señor que haya gloria; yporque podría ser que a algunos paresciese que las desórdenes que serefiere que hizo se podían y debían remediar y hacerse otras diligenciasdemás de persuadírselo y suplicárselo, no le dando aquello que le había dedañar ni permitiéndole hacer aquellos tales excesos, en esto V. S.ª y todoslos que conoscieron la condición y naturaleza de S. A. y le trataron noharán escrúpulo, porque es cierto que si se llevara este término con él, die-ra en algunas otras cosas que fueran más peligrosas a su vida, y lo que espeor a su alma, y esto es de tal manera así, que no se podía hacer otra cosa,especialmente que según su complexión y la experiencia que él de se habíahecho y se tenía de S. A. no se debía con razón temer fuera de tanto incon-veniente a su salud, como verdaderamente no lo fuera, sino dejara decomer, lo cual fue por tanto tiempo y por tantos días que aunque lo tomaraen buena disposición no pudiera vivir, y en el comer no se le pudo hacermas fuerza, y cierto, según acabó, él está gozando de mejor vida».

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 168.** Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 171.

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Si las explicaciones autorizadas de la defunción no tienen credibi-lidad —se podía haber narrado de mil maneras distintas, alegandocualquier clase de dolencia o vicisitud—, igual ocurre con las inter-pretaciones de los representantes foráneos. En definitiva, las noticiasemergían de una única vía personificada en Ruy Gómez, con la previaaquiescencia regia. La verdad era conocida por un número restringi-do de personas y ninguna de ellas estaba dispuesta, ante la amenazade que se desencadenasen represalias, a contradecir la versión exten-dida. Felipe II había tomado las disposiciones imprescindibles, conimplacable frialdad, y podía estar seguro de que nadie iba a desvelartenebrosos secretos si los conflictos acaecidos en el alcázar fuesen deíndole distinta a la información facilitada por medios estatales.

Nobili refiere a sus dirigentes que, a mediados de julio, el prínci-pe había ingerido un pastel compuesto por cuatro perdices despuésde engullir varios platos que no describe. Las especies que condi-mentaban el alimento provocaron un intenso ardor y una sed insa-ciable, combatida con agua enfriada con hielo durante toda una tar-de, hasta beber la desorbitada cifra de unos nueve litros. Alanochecer, como consecuencia de semejantes excesos, sufrió unaindigestión con vómitos acompañados de una persistente diarrea,sin que aceptase la mediación de los médicos. El 19 de julio, su tras-torno se adivina tan calamitoso que se permitió que se divulgase su«enfermedad» y, seguidamente, se difundía que su temperamentoexperimentaba un segundo cambio radical que maravillaba a todos.Don Carlos tenía fijos los ojos en dios convencido de su próximaconsumación, se mostraba sereno y sensato como nunca, y pidió afray Diego que le confesase para preparar su ánima cara a la inmor-talidad. Las incesantes contracciones le impidieron comulgar, peromostró una gran contrición, devoción y desprecio por las cosasterrenales, según subrayaba el arzobispo de Rossano en los mensajesdirigidos a Roma. Al nuncio todavía le intranquilizaba la incerti-dumbre que el papa había denotado siempre y que, sin duda, noestaba disipada satisfactoriamente.

Tal y como había ocurrido en la Semana Santa anterior, ahora enel ocaso de su vida, las referencias de su finamiento tienen el ingre-diente esencial de pregonar su catolicidad en una constante aspira-ción por alejar cualquier sospecha sobre sus creencias. Esta insisten-cia engendra escepticismo en cualquier espíritu crítico si se reparaen la ostensible preocupación acreditada por Felipe II, aunque elimperativo de preservar la fe era una necesidad política y la salva-ción del alma una exigencia moral.

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La severidad e indiferencia regia se mantuvieron inquebranta-bles hasta en la agonía. Ni siquiera en esos instantes supremos,cuando ya la situación era irreversible, toleró que se rompiese eldespiadado cerco de la incomunicación. Ni doña Juana, ni la reina,ni cualquiera de los servidores más afines, Rodrigo de Mendoza oLuis Quijada, obtuvieron permiso para visitar al moribundo. Estaausencia de sentimientos, una crueldad tan sin sentido, engarzadaen las raíces del odio y el desdén, llama la atención y acarrea, a suvez, malévolas desconfianzas sobre el momento y modo en quemurió el príncipe. ¿Qué le hubiese costado aprobar que seres alle-gados le acompañasen en los últimos minutos? ¿No hubiese conello disipado las suspicacias que proliferaron? Con su postura nopuede extrañar que la imaginación popular diera rienda suelta a mildisparatados reproches, propalando, mediante dispersas versiones,que fue estrangulado por esclavos al cabo de un juicio inquisito-rial, que le habían decapitado o que su fallecimiento era la conse-cuencia de un envenenamiento. Cualquier interpretación, porestrambótica que fuese, tenía el apoyo promovido por aislamiento yel rigor del que se había dado pruebas al convertir su confinamientoen un sigilo de sombras impenetrables.

Imputaciones de cronistas y dignatarios asentados en la Corte—principalmente Cabrera de Córdoba y el arzobispo de Rossano—y hasta algún pasaje anónimo manifiestan que, cuando se encontra-ba ya exánime por la prolongada huelga de hambre, optó por testarde nuevo ante Martín de Gaztelu. Era el 22 de julio de 1568, tansólo cuarenta y ocho horas antes de su deceso y cuando debía llevarunos nueve días sin comer, a juzgar por los relatos vertidos tras sufatal desenlace. El deficiente estado físico en que era normal queestuviese y que jamás se haya localizado el antecedente probatoriode sus postreras voluntades me hace ser cauto al valorar la veraci-dad de esta disposición, si bien su contenido tampoco tiene unaimplicación relevante al exteriorizar apetencias elementales como elpago de sus deudas, pedir la benevolencia de su progenitor para loscriados de su servidumbre y desear que le enterrasen en la iglesiadel convento de Santo Domingo, en lugar del monasterio de SanJuan de los Reyes de Toledo, elegido en el testamento conservado.

Manteniendo la prodigalidad siempre comprobada, con unarigurosidad en desacuerdo con su exangüe disposición, que le ten-dría postrado y sin apenas lucidez mental, mandó que sus pertenen-cias, enseres y objetos suntuosos fuesen repartidos entre estableci-mientos eclesiásticos y cortesanos que le merecían deferencia como

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Luis Quijada, Hernán Suárez o su criado predilecto Rodrigo deMendoza. El conde de Lerma y Francisco Manrique, que formabanparte del grupo que le vigilaba, también recibieron obsequios. Sudadivoso temple se hizo extensible a Diego de Chaves y RuyGómez, cuando tendría la seguridad de que ambos tributaban fide-lidad al poder y estarían involucrados en su detención. Que estagenerosidad figurase en una certificación emitida por su confesorpara probanza de Diego de Olarte, guardajoyas del príncipe, sirvepara poner en duda que fuese el propio don Carlos quien tomasetan incongruente decisión.

Las fuentes indicadas y especialmente el nuncio del papa, quien,como ya he advertido, padecía de una obsesiva inquietud para quese evaporasen los recelos que asolaban al pontífice, reflejan conampulosidad el devoto transcurrir de sus últimas horas, acentuandosu resignación cristiana frente al sueño eterno y su honda desazónpor mantenerse vivo hasta que llegase la festividad de SantiagoApóstol. Adorando un crucifijo colocado encima de su cuerpo, gol-peándose el pecho en señal de contrición y encomendándose a lamisericordia de dios, perdonando a todos cuantos cooperaban en sufinal, incluyendo a su padre, imitando al emperador en los postrerossegundos, con una vela bendita en la mano y musitando la mismaoración rezada por Carlos V al perecer en el monasterio de Yuste,don Carlos entregó su vida a la una de la madrugada del 24 de juliode 1568, sin perder la conciencia ni un solo instante.

La petición de que un hábito de franciscano y una capucha dedominico le sirviesen de mortaja remata un cuento tan dulcificado ypomposo como inverosímil. Ruy Gómez o Diego de Chaves, fueraquien fuese el propagador «fascinado» por el cristianísimo epílogo,había rizado el rizo de una extinción honorable para convertirla enun espectáculo teatral de dignificación y exaltación de los méritosterminales de un hombre que, probablemente, había sufrido ya unamuerte más humillante y deshonrosa.

El entierro en Santo Domingo el Real

La mañana del sábado, a requerimiento de Luis Manrique,limosnero mayor, se presentan en palacio numerosas congregacio-nes para oficiar misas y responsos en el aposento donde yace elcadáver. Se alzan en la cámara mortuoria dos altares aderezados conopulencia mientras las campanas de los templos repican con solem-

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nidad. Desde el mediodía se van agrupando en los alrededores delalcázar cofradías con sus cruces y pendones, las órdenes religiosas,los miembros de la capilla real vestidos con sobrepellizas y lobas lar-gas y las catorce parroquias portando sus respectivas cruces. Elcuerpo, metido en un ataúd guarnecido de terciopelo negro coloca-do sobre unas andas revestidas de paño de brocado, sale de la resi-dencia real a las siete de la tarde a hombros de la nobleza, que seturna de trecho en trecho camino del convento de Santo Domingo.Una compañía de arqueros cierra el cortejo fúnebre para impedirque la muchedumbre altere la marcha en la que concurren el obispode Pamplona y dos capellanes del rey, acompañados por los repre-sentantes extranjeros, los archiduques Rodolfo y Ernesto y el carde-nal Espinosa. El fraile, enemigo declarado del difunto, pretexta unpujante dolor de cabeza para abandonar la comitiva antes de entraren el templo. Acto seguido de acomodar las andas y la caja mortuo-ria en un cadalso de tres gradas, instalado en medio de la iglesia, ycantar algunos responsos, el muerto es llevado hasta el coro de lasmonjas, en cuyo sitio está abierta una bóveda para que sirva desepultura provisional.

Martín de Gaztelu requiere la presencia de Juan de Tovar, priordel monasterio de Atocha, y de la priora del cenobio madrileñopara descubrir la cara del príncipe ante los testigos. Fourquevaulxhace constar: «Le he visto el rostro y no observé que se lo hubieracambiado la enfermedad; únicamente estaba un poco amarillo, peropienso que no le quedaban más que la piel y los huesos». La escalo-friante frase puede dar pie a contradictorias conjeturas. Sucumbirpor inanición, después de once días sin probar bocado, sume a unser humano en una extremada delgadez, pero una muerte ignoradaen el tiempo y el embalsamamiento, para conservar los restos en lasmejores condiciones posibles, puede deparar idéntico razonamien-to, aderezado además con el color amarillento que suelen exhibirlos organismos mantenidos artificialmente.

Nada más cerrar el ataúd, tras la formalidad de reconocer alfallecido, dos monteros, servidores de los vigilantes de la prisión,introducen el féretro en la bóveda dispuesta para que sea bendecidopor el obispo de Pamplona. Durante ocho jornadas seguidas se cele-bran misas de réquiem y al comenzar agosto se trabaja en la navecentral de la iglesia para los solemnes funerales que se celebran losdías 10 y 11 de dicho mes. Todo el templo esta paramentado conluctuosos paños negros y bordados que simbolizan las armas regias.Bajo un baldaquín se halla el bulto simulado del cuerpo en unión de

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una espada, el cetro y el collar del toisón de oro, y en la zona frontalsendas lanzas, a cuyo pie resplandece el escudo con las armas deCastilla, embellecido con los colores blanco, amarillo y negro utili-zados como estandarte en los torneos. Epitafios con lienzos pinta-dos de mil formas sugerentes, como águilas reales, una mano abiertaque surge de una nube, la efigie del apóstol Santiago, un tronorepleto de ángeles o dos efigies descarnadas de la parca, entre variosmás, jalonan el recinto. Las versiones de las dedicatorias son de esti-lo moderado: «Tan amigo de verdad/Fuiste señor en el suelo/Quegozas del cielo». «Solo fuiste gran Señor/De los principios morta-les/Extremo de liberales». «El triunfo que se os debía/Carlos prín-cipe sagrado/En el cielo se os ha dado». «Para un ánimo tan gran-de/que nunca tuvo segundo/Era poco todo el mundo». Otrosanónimos se hacen eco de los epitafios que adornan el templo, peroexhiben una expresividad más lacerante. Encima de la puerta, engrandes caracteres y letras de oro, se lee: «Este ha sido arrebatadoporque la malicia no muda su inteligencia, ni la adulación engañasesu ánimo». En el mausoleo preparado para los funerales sobresaleuna inscripción latina traducida del tenor siguiente: «A la eternamemoria de Carlos, Príncipe de los españoles, de las dos Sicilias, delas Galias, Bélgica y Culaspina, heredero del nuevo mundo, incom-parable en grandeza de ánimo, en liberalidad y en amor a la verdad,cuyas heroicas virtudes y elevado genio estuvieron algún tiempo dis-frazadas o encubiertas por sus émulos con el nombre de vicios».

En contra de la tradición no se pronuncian en los funerales ser-mones en honor del difunto y Felipe II, retirado en el monasterio deEl Escorial, regresa a Madrid tan pronto como se celebran las exe-quias. A la aflicción que vocean las fuentes oficiales que sintió por eldesenlace se contraponen distintas opiniones, fundadas en que ladesaparición de su primogénito le libraba de un arduo problema yle proporcionaba una cómoda tranquilidad, atribuible a la provi-dencia de dios.

La noticia fue acogida en los países extranjeros con idénticoescepticismo provocado por su apresamiento y únicamente Pío Vsintió una gran complacencia espiritual al ser informado de quehabía perecido dando elocuentes muestras de ser católico. En lasdiferentes capitales se celebraron las honras fúnebres, destacandolas insólitas conductas de Francés de Álava y Juan de Zúñiga, que,en París y Roma, se mostraron remisos a participar por motivosimpenetrables, aunque es presumible que supiesen, con más proliji-dad que los restantes comisionados, los fundamentos de la dura

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represión contra el sucesor del soberano más poderoso de la tierra.El embajador en la Santa Sede, en carta dirigida el 1 de septiembrede 1568, exterioriza que ha dado cuenta al papa de la enfermedad ymuerte del príncipe de la manera que V. M. manda —sin entrega dela paupérrima explicación—, que el pontífice reza por el rey quetiene en sus manos la conservación de la cristiandad, y que procura-rá que en las exequias no haya oración ni sermón para que el oficiosea más breve, como así sucedió, pero procurando que no se entien-da que tal determinación es idea suya, siguiendo sin duda las ins-trucciones que ha recibido. Todas estas maquinaciones y maniobrastienen un origen nebuloso, pero no hay que ser un lince para dedu-cir que Felipe II no deseaba honrar la memoria de su hijo por razo-nes que tan sólo pueden estar vinculadas con la falta de catolicidaddemostrada en sus últimos tiempos y las sospechas de herejía quepermanecían incólumes pese a la labor propagandística desplegadaen sentido contrario.

Fray Luis de León, de la orden de San Agustín, doctor en teolo-gía por la universidad de Salamanca, animoso carácter que formula-ba sus convicciones con ruda franqueza y que subsistió casi un lus-tro en las cárceles de la inquisición, el hombre «que con una solapalabra abría los horizontes de lo infinito», prosista eminente y unode los más grandes poetas de su época, compuso un poema dedica-do a don Carlos que merece la pena transcribir íntegro. Este monje,nacido en 1527 y muerto en Madrigal de las Altas Torres en 1591,era una figura típica del renacimiento, un universitario apasionado,de singular sagacidad en sus dichos, de mucho secreto, autenticidady fidelidad. Quevedo le evoca como «el blasón de las letras castella-nas» y Miguel de Cervantes le califica de «ingenio que al mundopone espanto».

Los versos, más elocuentes que las confusas epístolas y eventosque se escribieron, dicen:

«Quién viere el sumptuoso / túmulo al alto cielo levantado / de lutorodeado / de lumbres mil copioso / si se para a mirar quien es el muerto /será desde hoy bien cierto / que no podrá en el mundo bastar nada / paraestorbar la fiera muerte airada / Ni edad, ni gentileza / ni sangre real anti-gua y generosa / ni de la más gloriosa / corona la belleza / ni fuerte cora-zón, ni muestras claras / de altas virtudes raras / ni tan gran padre, ni tangran abuelo / que llenan con su fama tierra y cielo / ¿Quién ha de estarseguro / pues la fénix que sola tuvo el mundo / y otro Carlos segundo /nos lleva el hado duro? / Y vimos sin color su blanca cara / a su Españatan cara / como la tierna rosa delicada / que fue sin tiempo y sin razón cor-

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tada / Ilustre y alto mozo / a quien el cielo dio tan corta vida / que apenasfue sentida / fuiste breve gozo / y ahora luengo llanto de tu España / deFlandes y Alemaña / Italia y de aquel mundo nuevo y rico / con quiencualquier imperio es corto y chico / No temas que la muerte / vaya de tusdespojos victoriosa / antes irá medrosa / de tu espíritu fuerte / las ínclitashazañas que hicieras / los triunfos que tuvieras / y vio que a no perderle seperdía / Y así el mismo temor le dio osadía».

El velo de la sinrazón, los oscuros sigilos de pasadizos y torreo-nes de palacio, las encendidas pasiones de los seres humanos, elaliento de uno de los misterios más insondables de la historia yhasta el espectro de Carlos de Austria parecen tener todavía vidapermanente, pese a que ya ha transcurrido un espacio temporalque abarca cerca de cuatro siglos y medio. Nada de particular ten-dría, por otra parte, que los profusos desvelos, reflejados en dece-nas de pasajes, versiones anónimas, despachos, biografías, ensayosy testimonios de casi todos los archivos de Europa, estuviesencompendiados en tan sólo cuatro incisivos versos de un fraileagustino alabado por su amor a la verdad y la agudeza de su des-carnado ingenio: «Y vimos sin color su blanca cara / a su Españatan cara / como la tierna rosa delicada /... que fue sin tiempo y sinrazón cortada».

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LIBRO II

UN CRIMEN DE ESTADO

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«Pues resulta evidente que las copias no son (por el hecho de noser documentos originales), desechables, sino que obligan a un dete-nido análisis interno y a la confrontación con otra documentación,para admitirlas o desecharlas parcial o totalmente».

Manuel Fernández Álvarez, Felipe II y su tiempo, Madrid, 1998,p. 589, nota 27.

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En la mayoría de los libros relacionados con Felipe II y en losregistros institucionales apropiados se acumulan multitud de índi-ces bibliográficos entroncados con los sucesos acaecidos en su dila-tado reinado. Este arsenal de fuentes, incluidas cartas, memoriales,cédulas, despachos y testificaciones de variada índole, tiene tanenorme dimensión que es inasequible para un solo individuo, pese aque sea un coloso de la investigación. La urdimbre de semejantetela de araña sería capaz de acabar con la voluntad más firme, perola ignorancia implica la audacia y durante cierto periodo, cuando noera consciente, ni por lo más remoto, de la extensión del bosque enque me había adentrado, estuve recopilando datos de la vida deCarlos de Austria.

Ya no recuerdo cuántos inviernos tuve que dedicar a este fin,pero debo admitir que tuve la suerte de un profano. Entre lamaraña de menciones incluidas en los tomos que ya había leído yel festín que encerraban los ficheros de diversas entidades, localicéuna pista más que parecía no tener excesivo valor y que figurabaseleccionada exclusivamente en dos publicaciones. La primerareferencia, fácil de captar, estaba incluida por A. Escarpizo en elapéndice del volumen difundido por la editorial Lorenzana, alimprimir el ensayo de Louis Prospére Gachard, el paradigmáticotexto que ya he recalcado en innumerables ocasiones. En el epí-grafe III, concomitante con las «obras acerca de Don Carlos y delos personajes que convivieron con él», en el apartado b) dedicadoa «obras posteriores» y, por tanto, no contemporáneas de susvivencias, entre un buen número de anónimos, colaboraciones deautores españoles y extranjeros, aparecía un trabajo de ManuelGarcía González con el prolijo título de Observaciones impugnan-do las indicaciones... de la Academia de la Historia que juzga deescasa importancia el folleto de la prisión y muerte del Príncipe donCarlos, hijo de Felipe II, Valladolid, 1871. Mentiría si dijese queeste rótulo llamó mi atención, máxime cuando atestiguaba que yadebía haberse emitido un dictamen opinando que el ejemplar notenía mucho fundamento. Tiempo después, repasando la obraFuentes de la historia española e hispanoamericana, que BenitoSánchez Alonso había divulgado en Madrid en 1927 (segunda edi-ción revisada y ampliada), pude comprobar, en la inscripción

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número 6025, la procedencia que acaso se había utilizado paradesvelar la labor de Manuel García en el libro del recopilador bel-ga. La nota, ensamblada en la sección de la familia del rey, dice:«García González, Manuel: Observaciones impugnando las indi-caciones de... la Academia de la Historia que juzga de escasaimportancia el folleto de la prisión y muerte del Príncipe DonCarlos hijo de Don Felipe II. Valladolid, 1871, 40 p. 8.º (Ref. a unms. sobre este asunto, atribuido a Fr. Juan de Avilés)».

Como ya sabía por entonces la condición de funcionario deManuel García y su aportación a la «colección de documentos iné-ditos para la historia de España» en todo lo concerniente al príncipede Asturias —parte primordial del repertorio obtenido porGachard en Simancas—, mis expectativas sobre las característicasde la publicación sufrieron algunas oscilaciones y para disipardudas, no dejando rincón sin escudriñar, me dispuse a buscarla enla Biblioteca Nacional y, si era viable, hallar también el manuscrito,dado que debía existir un lógico encadenamiento entre ambasmonografías.

Las Observaciones impugnando las indicaciones de una comisiónde la Academia de la Historia que juzga de escasa importancia elfolleto o relación de la prisión y muerte del príncipe don Carlos, hijode Felipe II —este es su genuino título completo—, por donManuel García González, su correspondiente y archivero de pri-mer grado, jubilado del Archivo General sito en la antigua fortale-za de Simancas, consta de cuarenta páginas y fue editado por laimprenta de Juan de la Cuesta. En el ejemplar localizado apareceun sello con el nombre de Pascual de Gayangos, catedrático de len-gua árabe en la universidad central de Madrid y miembro de laAcademia de la Historia desde 1847. Deduzco que la estampillasignifica que el libro debió ser propiedad del hombre que contri-buyó a la organización del cuerpo facultativo de archiveros ybibliotecarios y fue inspector general de instrucción pública en1881, pero no sé si tuvo lazos de amistad o meras cortesías corpo-rativas con Manuel García que le permitieran disponer de la edi-ción realizada en Valladolid. No tuve la menor dificultad para con-seguir dicha publicación, pero no hallé ni la menor pista del escritoatribuido a Juan de Avilés. Tampoco reparé al principio, si bien lohice luego, en que los tres extraños puntos suspensivos insertadosen ambas reseñas habían ocultado, no sé si de manera deliberada,las palabras «una comisión de» al referirse a la intervención acadé-mica. Debo ser proclive a la suspicacia, pero creo que no tiene

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idéntico valor que fuese la propia institución quien diese su versiónen lugar de una delegación, que todavía desconozco en su compo-sición y, consiguientemente, en su categoría o formación para ela-borar un dictamen bien ponderado.

Pese al parcial fracaso de la búsqueda, pensando en la posibili-dad coherente de que el relato pudiese estar guardado en la Acade-mia de la Historia, con especial atención, dediqué muchas horas aleer las impugnaciones materializadas por Manuel García, percatán-dome con perplejidad de que incluía sobresalientes descubrimien-tos, jamás comentados por las crónicas, y que además abordaba,nada más y nada menos, que el mil veces cuestionado proceso cri-minal entablado contra el príncipe de Asturias.

El breve estudio redactado por el archivero simanquino estáfraccionado en tres piezas: una corta introducción y dos capítulos.En el arranque se circunscribe a concretar la fecha en que remitió latrascripción a la academia (16 de septiembre de 1868) y reflejar queel opúsculo fue reproducido por don Julián Martínez de Arellano,caballero del hábito de Calatrava, en la villa y Corte de Madrid el 8de julio de 1681 *. Con independencia de citar que tardó diez díasen sacar la copia y que hay una rúbrica (imputable al señor Martí-nez de Arellano), señala que el original estaba en poder de frayDomingo Agustín, de la orden de Santo Domingo, que se lo habíaprestado a don Julián.

El jubilado suplicaba a la academia que le diese su impresión eincluye a continuación la respuesta recibida, supongo que literal-mente transcrita, mientras que no olvida resaltar, aunque sea super-

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* Las numerosas pesquisas para tratar de localizar antecedentes de don Julián ensu calidad de caballero del hábito de Calatrava no han resultado fructíferas. En elArchivo Histórico Nacional no se ha encontrado datos ni su expedientillo en la secciónde órdenes militares, aunque es sobradamente conocido que los numerosos trasladosdocumentales debieron provocar múltiples extravíos o desapariciones. Tampoco haypistas en el Archivo General de Segovia de que pudiese haber sido militar —conjeturapropia— ni en el catálogo de servicios militares de Simancas. Visitado el Archivo Histó-rico de Protocolos de Madrid en busca de cualquier referencia únicamente he podidoencontrar un testamento de Juan Martínez de Arellano, en muy mal estado, fechado el6 de agosto de 1659, en el tomo 9526, folio 269, en cuyo documento se recoge que eranatural del principado de Asturias, hijo de Juan Martínez de Arellano y Catalina Fer-nández, casado con María López y reconociendo tener por descendiente legítimo aJuan Martínez de Arellano, cuya edad resulta ilegible. También menciona a su hermanoPedro como albacea testamentario, pero como es lógico no facilita elementos que abar-quen el ámbito familiar de este pariente que pudieran conducirme hacia el copista.

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ficialmente, los avatares políticos acaecidos «muy poco a propósitopara las pacíficas ocupaciones literarias de la mencionada Acade-mia». Efectivamente, al declinar el verano de 1868 el país se habíavisto convulsionado por el alzamiento de las juntas revolucionarias,respaldadas por el fervor popular, y la decisiva batalla de Alcoleaentrañó el epílogo de la soberanía de Isabel II. La reina tuvo quehuir a Francia, el trono borbón se había derrumbado y se abría pasouna fase de inestabilidad, con amenazas de grandes cambios que nocristalizaron, pero que debieron crear un pujante cúmulo de inquie-tudes. Los sujetos elegidos por la academia para dictaminar sobre eltrasunto remitido por Manuel García, en etapa tan enrevesada parala meditación, debieron verse envueltos en la vorágine, pero, noobstante, contestaron, y el 24 de febrero de 1869 el dinámico cesan-te disponía del informe.

La resolución, tal y como la difunde Manuel García en 1871,es demasiado escueta y carente de la ponderación que se debeexigir a personas cualificadas en determinado campo profesio-nal. En pocas líneas, como si hubiesen pasado de puntillas sobresus portentosos detalles o estuviesen «distraídos» por la situa-ción de violencia que se vivía, comienzan su análisis desautori-zando la monografía por el simple hecho de que nadie la hubiesedivulgado, pese a la resonancia del asunto —transcurrido casiotro siglo y medio sigue arrinconada—, y por no resultar creíbleque un religioso grave, al que Felipe II confiaría secretos deEstado, hubiese tenido la debilidad de dar cuenta al público decircunstancias que únicamente le constaban por habérsele reve-lado en el «tribunal de la penitencia». Estas dos afirmaciones sontan inaccesibles que sólo pueden ser aceptadas si se piensa que elfragor de la contienda bélica, a despecho de que se libraba acientos de kilómetros de distancia, llegaba hasta la capital deEspaña poniendo espanto y confusión en los cerebros. El autorde la relación, aun cuando argumenta de forma sorprendente laintención de su publicación, no editó realmente una sola línea,guardó su trabajo para que no fuese localizado y sobre todoconocía las vicisitudes referidas sin que nadie se las hubieseexplicado en confesión. Los desaciertos del criterio académico seafianzan más cuando alegan que sin tomar apuntes es imposibleconsignar «con tan exquisita puntualidad» los trámites principa-les de un juicio, sin percatarse de que alguien tomaba notas yque Joan Avilés, en su calidad de apoderado, podía tener accesoal sumario.

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A los miembros designados por la academia no les parecen per-tenecientes a la época el lenguaje ni las fórmulas forenses aplicadasen el apuntamiento de la causa, pero esta censura es una meradeducción sin contundencia al admitir que no estaban seguros. Siles surgieron dudas debieron consultar con especialistas y no limi-tarse a ofrecer su parecer sin convicción. Por mi parte, en esta cues-tión, estoy en condiciones similares, carente de la preparación ade-cuada para emitir un veredicto firme, aunque sustento la tesisesgrimida por Manuel García al aducir que «cuando leo la intro-ducción del opúsculo, me parece que lo hago de un párrafo de laOración y Meditación de Fray Luis de Granada», a la vez que con-ceptúa el estilo y la ortografía como propia de diferentes sujetos deaquel periodo. Me imagino que después de más de medio siglo debrega en el castillo simanquino, leyendo, revisando y cualificandocantidad de legajos, hay base, más que sobrada, para estimar queestaba habilitado para dar su opinión, incluso con mayor rigor quecualquier experto que hubiese cursado provechosos estudios. Laargumentación de que los términos forenses no son específicos de laetapa histórica es rebatida a su vez por el funcionario, recordandoel párrafo que dice: «Los Jueces dijeron a su Magestad que puestoque la causa iba a ser formada, vista y fallada en secreto, les eraimposible formarla como manda el derecho judicial, en especialporque no podían llenarse los requisitos de declaraciones, citas yemplazos, y demás cosas anexas al arte de administrar justicia, asíque por tanto la causa no iría con todas las formalidades que son defuero, uso y costumbre; pero que sin embargo ellos procuraríanhacerlo lo mejor que pudiesen». La réplica tiene suficiente solidezpara desacreditar el convencimiento de los mandatarios, pero ade-más he podido confirmar, cotejando diligencias penales delsiglo XVI, que el léxico empleado no difiere de modo significativo.

La comisión entiende también que las reproducciones enviadascon el opúsculo y extraídas del Archivo de Simancas, fundamental-mente durante el verano de 1868, no deparan novedad ni prestanapoyo a las peripecias relatadas en el folleto. En este caso, comopude averiguar más tarde, la objeción se ajusta a la realidad, ya quelos documentos son interesantes, pero no sirven para reforzar losacontecimientos narrados *.

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* Son más de treinta textos numerados, cartas en su mayor parte, que Manuel Garcíamenciona ocasionalmente como apéndice al copiar el manuscrito.

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Sumido en un mar de conjeturas, perplejo por la mención de unejemplar jamás advertido por los historiadores, encaminé mis pasoshacia el edificio del «nuevo rezado», enclavado en la calle León delviejo Madrid, pensando en que era presumible que la copia de lamonografía ya ni siquiera existiese o, como mínimo, fuese muy difi-cultosa su localización. En breves minutos, mi espíritu desconfiadotuvo una alegre decepción cuando un asistente apareció en la salade lectura portando en sus manos un envoltorio, protegido porsendos cartones y atado con un viejo balduque, que rompí involun-tariamente cuando volví a visitar la dependencia, tras la preceptivacredencial, dado que en un principio tan sólo pude echar un vista-zo al opúsculo para cerciorarme de que era el objetivo buscado yno me dejaron obtener una fotocopia del original que estaba encar-petado junto con un legajo sin afinidad temática. Con paciencia, enpocas tardes, fui transcribiendo sus párrafos más interesantes y dosmeses después, por trabas burocráticas absurdas, todavía no mehabían permitido adquirir el duplicado que había interesado for-malmente. Reconozco que aquellos obstáculos llegaron a enfure-cerme, pero pasaron al olvido cuando, finalmente, pude lograr unareproducción de la obra que estaba sin foliar, tenía partes descolo-cadas y respondía al número de orden 9-7935-2. Su contenidoabarca una introducción rubricada por Manuel García, su textorepetido con letra grande y sereno intento de guardar fidelidad alléxico utilizado, borrones y espacios vacíos, vocablos y oracionesilegibles, que el jubilado subraya con escolios, haciendo ver que laspalabras que faltan se debe a estar rota la hoja o llamadas que remi-ten al apéndice sustentado con más de treinta instrumentos enca-bezados con su fuente. La trascripción está respaldada, tras su ter-minación, con la alusión al copista anterior y una especie decertificación de Manuel García expuesta con pomposidad, al decla-rar distinguidos honores oficiales, pero sin olvidar la cuidadosainserción de una tabla que determina la numeración de los pliegos,los renglones que tiene cada una de ellos y una columna, en uno delos márgenes, para acotar el estado de cada página con una meticu-losidad admirable.

Y de la forma gráfica, que he procurado imitar con rigurosidad,respetando hasta las carencias de puntuación y las profusas erratasque no han sido destacadas (únicamente he sustituido el vocablo«así», que el copista inserta al margen cuando advierte equivoca-ciones, por el adverbio latino «sic»), al fondo temático, al sentidoesencial de los desconocidos sucesos, al criterio que merece su tex-

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to, sin entrar a enfrascarme de nuevo sobre las discrepancias sus-tentadas entre las partes, un debate lamentablemente inconcluso yque, de haber continuado, hubiese podido reportar resplandoresacerca de la veracidad o superchería de los fastos planteados. Alhilo de este pensamiento, pidiendo disculpas por la digresión, nun-ca he podido comprender los motivos que pudo tener Manuel Gar-cía para no editar la monografía, que le fue prestada sin reservas, ylimitarse a publicar sus impugnaciones dos o tres años después,desacuerdos que no llegaron a la academia o, si lo hicieron, fuerondesatendidos. La verdad es que no aparece carta alguna remitiendoel ejemplar ni hay antecedentes de la respuesta. Sólo figura laesmerada copia, con la singular introducción, y sin la menor orien-tación de cómo pudo caer en sus manos la reproducción efectuadaen 1681 por Julián Martínez de Arellano, si bien este extremo que-da aclarado en la edición vallisoletana de 1871 al narrar que el sor-prendente opúsculo obraba en poder de don Cayetano Orúe,teniente coronel retirado.

La narración, por sus pasmosas revelaciones, exige su inserciónen este libro, procediendo por mi parte como un nuevo copista,un tercer escribiente, aunque con la osadía de examinar y comen-tar todas las incidencias que se relatan. La paráfrasis me ha lleva-do un largo periodo de dedicación absoluta y la primera lectura, acuyo punto iba directamente, me infundió una profunda impre-sión por la magnitud de sus asombrosas informaciones. El análisisno produce la percepción especulativa de la invención, carece delpigmento que maquilla la entelequia y te conduce por los entresi-jos de un pedazo oculto de la historia con la clarividencia de quienconoce los caminos con aplomo. Tales sensaciones, una mezcla deelementos intuitivos y racionales, provocan en el ánimo, al menosen el mío, una favorable inclinación hacia la autenticidad de lamayoría de los episodios, aunque siempre surja la sombra de unasoterrada inseguridad fundada en el misterio de que nadie hasta elmomento, que yo conozca, haya reparado en el opúsculo. El silen-cio, cuando no es una pieza hallada por factores de auténtica for-tuna, siembra la huella de la incertidumbre, pero también fortale-ce su verosimilitud, pese a que pueda parecer contradictorio, elsigilo de los historiadores durante la centuria ya culminada. Lalosa construida por Gachard, negando la probabilidad de un pro-ceso y dando como factible el fallecimiento del heredero por unaprogresiva depauperación física motivada por su encierro —elinvestigador en el fondo viene a respaldar la versión oficial que a

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veces cuestiona—, ha sido y es demasiado pesada para que alguiense atreva a removerla *.

Y antes de cerrar este preámbulo, rememorar el vaticinio deWilliam Thomas Walsh cuando advierte que «no asombrará a nadieque conozca la Historia de España el que se encontraran algún díadocumentos en los que Felipe recabara para sí la terrible prerrogati-va de juzgar a su propio hijo», y recordar también las palabras escri-tas por Cesare Giardini cuando manifiesta que «todavía por muchasrazones vese el historiador forzado a creer, por más que poco vera-ces, en los documentos que exculpan a Felipe de haber mandadodar muerte a su hijo. La primera de esas razones es la de que no hayninguna que valga a invalidar la verdad contenida en estos docu-mentos; quiero decir que no existe documento alguno extenso quesustente una tesis diferente de ésta».

El manuscrito es suficientemente amplio para quebrar la preten-sión del autor italiano y, además, se difunden términos contunden-tes para asegurar que Felipe II es el único responsable del juicioentablado contra su descendiente como, de modo premonitorio, yaauguraba William Thomas Walsh.

* * *

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* La secular polémica sobre la muerte de Carlos de Austria ha sido tratada por todosaquellos que se han interesado en el reinado de Felipe II. La mayoría de las opinionesvertidas en cientos de libros exoneran de responsabilidad al rey bajo el peso de los pre-juicios ideológicos, la carencia de pruebas manifestadas de culpabilidad y la evidentefalta de interés por llevar a cabo una profunda y necesaria actividad analítica e investi-gadora. A principios del siglo XVII, en 1619 y 1623, destacan los confusos juicios devalor emitidos por Cabrera de Córdoba y la naturalidad contundente de Gil GonzálezDávila. En la época del romanticismo tardío, mediados del siglo XIX, sobresalen Caye-tano Manrique y Adolfo de Castro como adalides de serias acusaciones contra elmonarca. Modesto Lafuente y Luis Prospére Gachard ponen una nota de mayor equili-brio en esta misma etapa histórica. Y ya en plena centuria pasada se suceden en oleadalas tesis defensoras de la honorabilidad del soberano encabezadas por Carl Bratli yLudwig Pfandl; existen ciertos grados de objetividad poco incisiva en Martin Hume,Geoffrey Parker, John Lynch, Joseph Perez y William Thomas Walsh, y destaca espe-cialmente el fundado atrevimiento de Elías Tormo al mostrarse convencido de que Feli-pe II decidió la muerte de su hijo.

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Relacion de la vida y muerte del Prinzipe D.n Carlos de Austria hijo del Señor Rei D.n Phelipe Segundo

Sacose esta copia del original que existe en el poder de Fray Domingo Agustin del Orden de Sancto Domingo el qual me lo presto para que lo copiase el día ocho del mes de Julio del año mill y seiscientos y ochenta y uno

Todo es miseria en este mundo todas sus grandezas i vanidades todossus esplendores no passan de ser unas vanas chimeras que a la vez que ilu-sionan arruinan al ombre y le pierden manifestando al cavo que todo aque-llo en que nos fiavamos se se dessace como las deviles nubes al aspeto delsol. Que toda la grandeza del mundo es cosa de mescla lo prueva la tristesuerte cavida al sin ventura Prinzype Don Carlos cuio chronista soy oy enel dia. El nacio en la mas elevada altura el estuvo destinado por la DivinaProvidenzia a ocupar el mas opulento i rico throno del mundo conoscido iel empero el en lo mas florido de la juventud y de la edad el rico apuesto ygalan caio del alto sittio en que a Dios le plugo que nasciese y su real cave-za caio vajo el acha de un verdugo. Quien lo pensara quando tantas veceslo vide apuesto y galano correr martirizando los hijares de potro vigorosocorriendo los vosques del Escurial y del Pardo en pos de la ligera corza ydel atrevido quanto fiero Xavali. Ia Ia passaron aquellos dias i agora iazecadaver elado tendido en lovrega sepoltura olvidado hasta de los mismosque en vida le acatavan. Empero no lo esta de mi que quiero escrevir suvida mui doloroso me es a la verdad, empero conosco que puede ser demucha utilidad el conozer la vida del mal aconsejado joven que a mas dehaverse dexado llevar de sus passiones i de la voz de la infame venganza ise volvio contra el mesmo author de sus dias por la mal aconsexada y malaaccion merescio una cruda muerte iendo a ocupar una tumba en lugar deun throno. Thengale Dios en su sancta gloria descansando i rogando por laquietud i paz de su padre i destos reinos per omnia saecula saeculorum.Amen.

Las primeras líneas causan una honda decepción y no son unainvitación para proseguir con la lectura. La sospecha de fraude sur-ge con rapidez bajo una catarata de tópicos concernientes al prínci-pe —apuesto y galán—, sus actividades cinegéticas —potro vigoro-so, ligera corza y fiero jabalí— y su trágico destino.

Alguna que otra concesión a las simas de una tenebrosidadpetulante —cadáver helado, lóbrega sepultura— apuntalan la hue-ca retórica que alcanza niveles contradictorios con el cuerpo de larelación al puntualizar que la cabeza real «cayó bajo el acha de unverdugo». Esta aseveración errónea —como podrá comprobar el

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lector más adelante— provoca una lógica perplejidad y abre unmar de incertidumbres sobre la rigurosidad exigible a un relatoanónimo para que pueda ser fiable, salvo que en su rebuscada des-mesura se deje llevar por el impulso de una frase hecha. El cronis-ta, como se autodenomina, da la impresión de no tener ni la menornoción de la vida de Carlos de Austria y, para disfrazar su ignoran-cia, recurre a una serie de paupérrimas expresiones literarias. Ypor si fuera poco no hace alusión a su condición de confesor —quefigurará más adelante— ni fija la fecha de la redacción de su alam-bicado preámbulo.

Pasado el paroxismo preliminar, olvidados los pobres recursospomposos, el narrador se equilibra algo, apoya su capacidad enuna disposición didáctica, más en consonancia con aquella época,y abre paso a reflexiones que, aunque ambiguas, tienen un estilomás constructivo. De todas formas, la percepción inicial no pue-de resultar más penosa, pese a las últimas palabras en latín queparecen conferirle una condición enlazada con el mundo de lareligión.

D.n Phelipe Segundo Rei Catholico de España i de las Indias fue hijodel mui alto y esclarezido Emperador Carlos Quinto del Imperio i prime-ro de España de aquel grande heroe que con sus altos hechos puso admi-razion en el mundo entero haziendo ver en nuestra hera el nunca vistoejemplo de un Rey potente en cuios estados jamas se ponia el sol i el nomenos digno exemplo de un hombre que despues de provar todas las dul-zuras del mando y de la gloria fue a esconderse i acavar sus dias en losasperos desiertos y soledades del Monesterio de Iuste. Este grande Empe-rador antes de su adicazion quiso de mui vuena voluntad dejar a su hixoprimogenito D.n Phelipe el monarca i soverano mas rico de todo el uni-verso conocido empero salieronle fallidas todas sus ideas porque losdemas soveranos de la Europa temiendo los efetos del poderío españolpusieron todo su conato en impedir que D.

nPhelipe reuniera en sus sie-

nes las coronas de España i del Imperio i lo lograron con efeto puestemiendo Don Carlos envolver a su hixo en su avenimiento al trono enmuchas guerras civiles cedio voluntariamente el Imperio en su hermanoPherdinando con la qual zesion quedo separada eternamente Alemaña deEspaña menos algunas provincias tales como Bruxelas i otras que al fin seperdieron como mas adelante en esta narrazion veremos. La ultima aziondel grande Emperador no le salio como el pensava i desque le salio fallidaformo el plan i desinio de acabar sanctamente sus dias como lo hizo en lasoledad de Iuste en un convento de PP Hieronimos, heredando el reynoantes de su muerte el Señor Don Phelipe segundo que se gano el sobrenombre de prudente i que governo con mucha severidad no perdonando

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delicto ni falta alguna aun 1....... persona allegada a el segun demostrare-mos a ....... tuvo este Rei D.n Phelipe en su Esposa la ....... Doña Mariahija del rey de Portugal con quien ca ....... primis nuptiis en el año de milly quinientos i quarenta i tres un hijo que nascio en el año de mill y qui-nientos i quarenta i zinco en la ziudad de Valladoliz, i a quien se le pusopor nombre D.n Carlos siendo el nascimiento deste prinzipe causa de lamuerte de su madre porque murio de sovreparto. El joven infante se criosano i robusto aprendiendo con notable aplicazion a leer escrevir la len-gua latina i demas cosas que a tales señores es acostumbrado a enseñar.Era el joven Carlos de un genio muy aristo i mui indomito i mui amigo dehazer su voluntad condizion de prinzipes que conoscen su elevada positu-ra y dende pequeñuelos gustan de hacer su gusto y de dominar a sus alle-gados i sus suditos. Hallabasse en los trece años de su edad quando elSeñor Prinzipe su padre comenzo a ser Rei por la renunzia que del tronohizo el glorioso y afortunado Emperador Carlos Quinto. La primera gue-rra en que se hallo envuelto D.n Phelipe fue en la que su señor padre nodexara apagada del todo con la Franzia con la qual se habia ligado encontra de España el summo Pontifize Romano, pero esta guera (sic) fuetoda para maior gloria i prez del nuevo rei de las Españas porque vencio ala Franzia en la celebre i famosa batalla de S. Quintin a consequencia dela qual fundo el grande i manifico convento de S Lorenzo del Escurial y aconsequenzia de la qual la Franzia entro en negoziaziones para la paz pro-poniendo en matrimonio al Rei Phelipe que se hallava viudo el Rey Enrri-co de Francia ....... hija de nombre Isavel moza doncella ....... ana aposturai de suma velleza la qual ....... el nombre de Isavel de la paz porque enella ....... fue una prenda de paz para el Reyno aunque de turbazion y des-grazia para la Real Familia. Phelipe azeto el partido y la Real novia despo-sada bajo condizion en Paris fue conducida con grande y manifico cortejoa Guadalaxara donde la fue a recebir su esposo i en ella se zelebraron conmucha magestad i pompa las bodas echando la bendizion a los desposa-dos el Eminentissimo Señor Cardenal Mendoza. Finalizadas las fiestas delcasamiento passaron los Reies a Toledo donde estaban aplazadas las Cor-tes ultimas que se zelebraron en España por aquel entonzes en las qualesCortes fue reconoscido por heredero i subzeesor de la Corona i de losReynos de su padre el prinzipe D. Carlos de Austria. En este mismo añoel señor Rei D. Phelipe hizo traer delante de si a D. Joan de Austria hijonatural del emperador Carlos Quinto el qual le huvo en Alemaña en unaSeñora llamada Barbara Bomber el qual se criaba desconozido en compa-ñia de D. Luis Quixada en el lugar de Villagarzia i le dio el sovrenombrede Austria i le dió grande aparato i riquezas. Este manzebo fue el famosoD. Joan que gano la batalla de Lepanto que sujeto a los moriscos rebeldes

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1 En todos los huecos cubiertos con puntos faltan palabras por estar roto el papel.

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de la Alpuxarra i que hizo tantas i tan famosas azañas como por ai sedizen i cuentan.

Con independencia del sesgo laudatorio de los renglones dedica-dos al emperador, con atisbos de escarceos literarios, puede decirseque el autor está bien informado, pese a la vaguedad de los lancesque describe. Los soberanos de Europa veían en efecto con «malosojos» la concentración de poder y Carlos V renunció a los PaísesBajos en favor de su hijo en octubre de 1555 para cederle, alcomenzar 1556, los restantes dominios, pero dejando el imperio enmanos de su hermano don Fernando. La acción fallida, excluyendoel fracaso de que su continuador no pudiese ceñir la corona delimperio, debe insinuar la paz de Augsburgo, firmada por los católi-cos y los luteranos alemanes, para permitir que el imperio se divi-diese en dos credos y que los príncipes tuviesen el derecho de impo-ner a sus súbditos sus mismas creencias.

La alusión a las «provincias que al fin se perdieron» es un enun-ciado ambiguo en el plano temporal, teniendo en cuenta las alterna-tivas bélicas que se produjeron en el prolongado conflicto y laadvertencia «como mas adelante en esta narración veremos» unavana promesa que no se cumple. Es indiscutible que se refiere a unacontecimiento muy ulterior a la abdicación de Carlos V y se puedecalcular, sin seguridad, que esté aludiendo a las consecuencias de launión de Utrecht (febrero de 1579), cuando ciertos enclaves neer-landeses rompieron con España y sentaron las bases para que seconstituyesen las llamadas Provincias Unidas, o más probablementea la subyugación sobre las poblaciones sureñas ejercida por losEstados Generales (Gante, Amberes y Bruselas entre ellas), que, noobstante, fueron recuperadas por las armas de Alejandro Farnesio.Proyectarse hacia la definitiva pérdida de soberanía hispana condu-ciría inexorablemente al tratado de Utrecht y por tanto nada menosque al año 1713, muy posterior a la realización de la copia ultimadapor Julián Martínez de Arellano en el verano de 1681. Con las natu-rales precauciones por las vagas concreciones comentadas, asumien-do el riesgo de cometer un error, me atrevería a sugerir que estaparte de marcada historicidad debió redactarse en torno a 1584,partiendo del principio de que Bruselas fue conquistada por elduque de Parma el 10 de marzo de 1585 —el narrador parece des-conocer la rendición de la capital de Brabante— e incluso por laalusión a la fundación del monasterio del Escorial, cuyas obras seemprendieron en 1563 y concluyeron en 1584.

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La frase tópica «en cuyos estados jamás se ponía el sol», asigna-da en esta oportunidad a Carlos V cuando también se ha empleadoen referencia a la omnipotencia de su sucesor, y el calificativo de «elprudente» también merecen esclarecimiento, dado que ambas vul-garizaciones parecen de acuñación más reciente cuando, muy alcontrario, son específicas del siglo XVI. En el primer caso, como ocu-rre en otras ocasiones, el cronista demuestra una sólida erudición,dado que el convencional eslogan empezó a difundirse en vida delemperador y hasta existen apuntes que le atribuyen su creatividad yla complacencia que le causaba la retórica sobre su poderío.

El sobrenombre adjudicado, por otra parte, ya era conocido enla época si se considera la tendencia demostrada por Cabrera deCórdoba, al que le agradaba el uso de semejante apelativo, apartede calificarle como «el perfecto». José Martínez Millán y Carlos J.de Carlos Morales, en su introducción al primer volumen de loscuatro editados por la Junta de Castilla y León —Historia deFelipe II, rey de España— expresan que sus cualidades y magnifi-cencia fueron conceptualizadas por Cabrera antes de la divulgaciónde su crónica, es decir, con anterioridad a la primera edición de1619, aunque su origen tiene una procedencia todavía más lejana enel tiempo al enmarcarse en la obra El felicísimo viaje del muy alto ymuy Poderoso Príncipe don Phelipe, hijo d’el Emperador Don CarlosQuinto Máximo, desde España a sus tierra de la baxa Alemaña, escri-ta por Juan Cristóbal Calvete de Estrella y publicada en Amberes en1552. En este prolijo relato hay varias alusiones al «prudente» Salo-món, coronado por su padre David, en inevitable paralelismo condon Felipe y su progenitor. La primera cita —repito que haymuchas más— se encuadra durante la llegada del heredero a Bruse-las, cuando un grupo de súbditos de Brabante escenifica una repre-sentación alegórica de bienvenida —los nativos del país eran muyaficionados a tales escenificaciones con montajes de arcos triunfales,música, danzas e inscripciones laudatorias— y escriben textualmen-te en clara referencia al insigne visitante: «Vos soys el prudenteSalomón, que por mandado de vuestro justo Padre governareys losreynos, que os pertenecen, con grandissimo contentamiento de lospueblos». También se produjeron alusiones similares, con reminis-cencias bíblicas, en Gante, Brujas, Ypré, Amberes y otras ciudades.

Aclarados estos pormenores se puede sostener que el resto delos eventos que relata, dentro de su gran capacidad de síntesis,incluyendo afamados personajes, es en líneas generales correcto,con imprecisiones secundarias, y confirma que su verosímil perte-

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nencia al clero está aderezada con una ostensible predisposiciónhacia la historia. Curiosamente su innegable preparación en estesentido parece resentirse cuando vuelve a incidir en la naturaleza dedon Carlos, puesto que surgen discordancias entre las afirmacionesque vierte y determinadas fuentes sobre su salud, desarrollo corpo-ral y aplicación al estudio. Sin embargo, coincide con los rasgos desu indómito carácter, aunque parezca disculparlos por su privilegia-da condición, y comete algún descuido insignificante como cuandocita la edad de trece años al comenzar Felipe II su reinado. A prin-cipios de 1556, el infante no había cumplido los once y tuvo la oca-sión de volver a ver a su padre en agosto de 1559, es decir, cuandoacababa de alcanzar los catorce años.

Volvamos agora a nuestra istoria i prinzipal fin. Era tan hermosa iapuesta la joven reina de España que se llevaba la atenzion de todos y masque de nadie se la llevo a el joben prinzipe Don Carlos ....... era de su mis-ma edad y de tan sobreumana ....... enzendio una ativa llama en el corazondel Prinzipe que mal supo dissimular su cariño i le espreso ia con mill apa-sionados versos ia con dulzes trovas ia finalmente con una declarazion enforma que entrego a la reina la qual tuvo la devilidad de contestarle rogan-dole que dessistiera de su amoroso intento al que no podia corresponderpor allarse ligada con unos eternos y sanctos vinclos. Esta respuesta en laqual se trasluzia mas ternura de la que deviera no llego a su destino porquepor un azar desventurado la sorprendio el Rei ignoro el como i reprendioagriamente a su hijo i a su esposa mandandoles vajo serio apercivimientoque nunca se havlaran ni se viessen. Esta determinazion irrito el sañudocararter del Prinzipe que alla en sus adentros no podia mirar con gusto asu padre desque le proibiera ver ni ablar al objeto de su passion. Todos losque andavan zerca de las reales personas conoscieron claramente que elPrinzipe miraba de mal ojo a su padre i muchos se adelantaron a dezir quemeditava vengarse siempre suzede esto en el mundo los ombres desprezianlas azvertenzias que en sana paz se les hazen i por un sueño por una ilusionloca suzeden mil desgrazias i dessastres como luego despues veremos por-que el Prinzipe tuvo p ....... su desgrazia una prontta o ....... de meditar lavenganza contra su padre que tan costosa le fue a el mesmo puesto que nologro mas de arruinarse a si i arruinar a los que anduvieron al lado suio.

Al apartarse del terreno histórico y adentrarse en el ámbito pri-vado se retorna otra vez, al menos en apariencia, al más puro con-vencionalismo, aunque ya se aprecia que los superficiales párrafostienen un fuste algo más equilibrado. La querencia amorosa haciaIsabel de Valois se apoya en «mill apasionados versos ia con dulzestrovas». Y en una carta o billete con una «declaración en forma»

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que concitó una respuesta que puede intuirse positiva si no tuviesela obligación matrimonial. Nada refiere sobre la fecha de estos tra-siegos, finiquitados con una reprimenda a los jóvenes y una prohi-bición de hablarse y verse que resulta ridícula. Aunque pueda exis-tir un trasfondo verdadero —diversos anónimos resaltan unamisiva emocional—, la relación reúne ingredientes tan tópicos queno tiene valor inicial, si bien conviene tener presente la alusión deMartha Walker Free que atribuye a don Carlos una décima en fran-cés dirigida a doña Isabel, sacada de los archivos y bibliotecas deParís. Además hay comprobantes en Simancas [casa real, legajo52 g y f (nomenclatura antigua)], de pagos a pajes por trayectosdesde Madrid a Alcalá de Henares en el periodo comprendidoentre el 31 de octubre de 1561 y el 17 de julio de 1562, persuasivosde una constante comunicación dimanante de la reina. No es inve-rosímil que en dichos desplazamientos la servidumbre llevase reca-dos, dado que, en caso contrario, tampoco tienen mucha lógicaestos recorridos.

Asimismo, en una etapa más avanzada, mientras dura la expedi-ción hacia Bayona en la primavera de 1565, hay antecedentes deque el príncipe enviaba a un propio para cumplimentar a sumadrastra en la primera fase del largo itinerario. La referencia figu-ra en contadurías generales, 1.ª época, legajo 1070, pliego 6.º, con lasiguiente anotación: «A don Juan de Cárdenas, 17418 maravedísque Su Alteza le mandó dar, por otros tantos que de su propio dine-ro gasto en haber ido y vuelto tres veces a visitar, por mandado deSu Alteza a la reyna nuestra señora, al camino yendo desta villa deMadrid a Valladolid para Bayona, por el mes de abril de 1565».Como en el supuesto anterior, que ya he razonado, cabe inferir queestas gentilezas eran métodos para cursar mensajes cuyo contenidose ignora. La última orientación está recogida por Gachard, a pesarde que el documentalista belga no da importancia a tales actos quecoinciden con la inesperada decisión adoptada por Felipe II paraque su hijo se reuniese con él en el monasterio de Guisando, evitan-do el plan de que hiciese una peregrinación en solitario a nuestraseñora de Guadalupe en la Semana Santa. Saint-Sulpice, al advertirel repentino cambio de criterio, consigna un párrafo de inaccesibleinterpretación: «lo que todavía no está casi divulgado, y no haynecesidad de que se hable de ello, pues el motivo tampoco se puedeescribir ahora». En este contexto no se debe olvidar que el condede Egmont se hallaba en la Corte desde el 20 de febrero y que sepuso en camino hacia su tierra en abril, acompañado por Alejandro

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Farnesio. ¿Temía acaso Felipe II que su primogénito, aprovechandolas vicisitudes del viaje de su esposa hacia Francia, tuviese la ocu-rrencia de unirse al afamado noble para encaminarse hacia Braban-te? La hipótesis carece de certidumbre probada, pero nadie sabequé tipo de pensamientos embargaban ya al heredero en aquellashoras sobre su porvenir inmediato.

La aversión filial que nace de su frustración amorosa parece exa-gerada, aun cuando ciertos historiadores han admitido que teníauna clara inclinación, tal vez apasionada, hacia su madrastra y nohay que arrinconar la desazón, a veces irracional, que un sentimien-to semejante provoca en la condición humana cuando la ofuscacióny el rencor hacen mella ante la imposibilidad de consumar unardiente propósito, máxime cuando no se puede descartar que donCarlos tuviese conocimiento de que había estado prácticamentepactado su enlace con la mujer que le obsesionaba. La carencia defundamentos consistentes conduce a puras suposiciones y en la con-jetura me mantengo en tan compleja cuestión, aunque sí constandatos de que ambos compartían ratos de esparcimiento en paseos yjuegos. Como evaluación irrefutable hay que recordar que estuvojugando al clavo en los aposentos de Isabel de Valois la noche pre-via a su reclusión.

¿Pudieron brotar entre los dos jóvenes meros escarceos cariño-sos en notificaciones reservadas que cayeran en manos del rey y pro-vocaran una advertencia del puntilloso marido? No se debe dese-char esta posibilidad si se reflexiona sobre el factor de queconvivieron en su adolescencia, disfrutaban de edades similares yprobablemente de una compenetración íntima que pudo molestar aFelipe II en la severidad de su talante. La condición altiva del prín-cipe pudo sufrir, a su vez, una dura humillación ante la reprimendapaterna y ser un ingrediente más de las desavenencias que influye-ron en su animosidad.

Modesto Lafuente, a quien nadie podrá tildar de no procurarobjetividad en sus opiniones, explica al respecto: «Nada nos seríamás fácil, si la naturaleza de nuestra obra nos permitiera dedicar áello un tiempo y un espacio que nos diera lástima robar á otrosasuntos, que desbaratar con datos históricos todo el edificio sobreeste falso cimiento levantado, y aun creemos que bastará lo que lue-go iremos diciendo para deshacer la novelesca trama. Y esto, noporque tengamos por inverosímil, ni nos parezca extraño ni impro-bable que entre dos jóvenes príncipes de pocos y casi iguales años,pudieran nacer afecciones más ó menos fuertes y vivas, á despecho

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de los sagrados deberes de esposa y de hijo. Por poco conocedoresque fuéramos de la naturaleza y del corazón humano, lamentaría-mos la existencia de una pasión que las leyes humanas y divinashacían criminal, pero no nos maravillaríamos de ella; sino que,mientras los fundamentos históricos no vengan en confirmación delcrimen que se imputa ó de la flaqueza que se supone, severos comosomos para juzgarlos cuando han existido, lo somos también paracon los que ligera y arbitrariamente y sin datos ciertos mancillan deuna manera tan solemne la pureza de una reputación, tal como la dela reina Isabel de la Paz, á quien los escritores contemporáneos,franceses y españoles, nos representan como ejemplo de virtud, dehonestidad y de recato. Así como no nos admiraría si dijeran que elpríncipe Carlos, atendido su genio envidioso y atrabiliario y suincontinencia en las pasiones, se había irritado de ver á su padre enposesión de la bella princesa que le había sido á él prometida; yesto, unido á las reprensiones paternales, pudo contribuir á quemirara siempre al autor de sus días con ojeriza y encono».

Por otra parte, no encuentro justificación para que sus accionesarruinaran a las personas próximas, a no ser que la manifestaciónconcierna a la clausura de su casa, que pudo implicar despidos ycontrariedades entre sus criados, incluidos los disimulados destie-rros de Hernán Suárez y Juan Briviesca de Muñatones, aunque estaapreciación parece demasiado simplista. En la pretendida rebelióno en su intento de huida no se conoce que resultaran involucradosmiembros de su servidumbre, aunque este hecho sea sorprendentecuando es normal deducir que debía contar con alguna clase deayuda. Pensar en otra hipótesis imbricada en el mundo áulico que lerodeaba me conduce, de manera inexorable, hacia la muerte de Isa-bel de Valois —tema que no deseo abordar— y que me turbaría quefuese la causa del mensaje de ruina tan poco esclarecedor.

En el anno mill ....... tos sesenta i dos se havvia vuelto a abrir el .......nzilio de Trento i en el anno de mil i quinientos y sesenta i quatro publicoel Rei Don Phelipe sus ordenes y dezisiones contra los malos i perversospartidarios de la heregia de Luthero Nuestra catholica España i todos losdominios del rei azetaron sin dificultad todas las sanctas determinazionesdel Conzilio para la maior exaltazion de la fee de nuestros padres emperolos Paises Baxos Bruxelas y otras muchas partes que estavan enfizionadasde la heregia no las azmitieron tan vien i en muchas partes fueron causas imotivos de mui graves desavenenzias entre los que seguian i havian adop-tado distintas opiniones en puncto de religion. Quando Phelipe segundohavia andado por los Paises Baxos recorriendolos todos a su vuelta a Espa-

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ña havia dexado por governadora de aquellas tierras a su ermana Margari-ta que era hija natural tambien del Emperador Carlos Quinto i a quien supadre havia dado el titulo i possesion del ducado de Parma dexo pues aesta señora que era de mucho espiritu y consexo para el govierno i de muiazertadas disposiziones en compañia de Granvel obispo de Arras que eratambien governador como Margarita i mui severo i harto zeloso de la glo-ria y esplendor de la Religion Catholica Apostolica y Romana i era hombreque nada pasava a los hereges ....... confessos i convitos de este crimencaian en pues todos eran oblegados a ajurar sus erores (sic) en el SanctoTribunal de la Inquisizion y de de no azerlo morian o en los tormentos oen las ogueras del Sancto Oficio pues tales castigos eran nezessarios paratener a raia la general corruzion que en aquellos paises desgraziados ivaintroduziendo el demonio para mal i perdizion de las desventuradas gentesque oi las avitan. Granvel de acuerdo con la governadora publico unos edi-tos i pregones publicos mandando que nadie pena de sufrir los mas seve-ros castigos 2 ....... iera conversaziones leiera libros donde se propalavan lasnuevas y ponzoñosas dotrinas del theniente de luzifer el perverso Luthero,pues assi penssavan los governadores cortar de raiz los males que setemian, no lo lograron empero porque el pueblo inzitado por algunosSeñores inficionados de la heregia comenzo a levantar grita contra los edi-tos, i los condes de Emon y de Hornos i el Prínzipe de Orange que tam-bien formavan parte del Consejo i que eran hereges ocultos y atizavan enquanto les era dable el descontento general manifestaron con notizia ybeneplazito de la Governadora las voces del pueblo al Rei D. Phelipe quese hallava en Valladoliz echando la culpa del descontento a Granvel por-que dezian que su orgullo i severidad era por demas i tenia con ella errita-do al pueblo el qual amenazava revelarse contra la soverana authoridaddepositada en la governadora i en los nobles que el su consexo componiani concluian pidiendo al Rei que por evitar maiores males 3 ....... partasse aGranvel del Govierno pues dezian que 4 ....... el del mando todos los ani-mos inquietos volveri 5 ....... pristina tranquilidad i sosiego. Rezibio elRey 6 ....... le remitia su Ermana i se irrito sovreman 7 ....... rer dar oidos alos consejos que en la tal carta se contenian por parezerle una mengua queun Rei viniese a tratar mano a mano con suditos reveldes, no quiso pues niapartar a Granvel del mando ni desminuir en lo mas minimo la severidadde los editos pues como el dezia muchas vezes importavale poco que se le

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2 En este hueco faltan letras que no pueden leerse por estar borradas con un borrón de la mis-ma tinta. Acaso diría: «huv, o tuv y podrá leerse hubiera, o tuviera o hiziera».

3 Roto el papel. Diría: «aparta».4 Id. y acá diría acaso: «apartado».5

Id. Diría: «volverian a la».6 Id. Aca diría: «el memorial solicitado que».7 Id. Roto el papel, diría: «sobremanera y sin querer».

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revelassen sus vassallos mientras tuviera fuerzas para castigallos i mas que-ria perdellos a todos que permitillos heregias i malas aziones contra lasancta Religion Catholica unica verdadera i unica que se deve adorar i uni-ca que saldra vitoriossa de todas las artimañas de la infernal serpiente quea todas horas procura minar la eterna perdizion de las almas supo sinembargo Granvel que a consequenzia de averse negado el Rei D.n Phelipea quitalle del mando se avia formado una conjurazion en Bruxelas paramatalle cuando le allassen dessapercivido si se ostinava en mantenerse ensu puesto temio Granvel por su vida i se aparto en la aparienzia perosiguio de secreto i de oculto aconsejando a Margarita i reziviendo ordenesde D.n Phelipe a virtud de las quales los editos que tanto horror inspiravanal pueblo i a los novles hereges se promulgaron con mas fuerza i rigor estoen vez de intimidar a los mal contentos les dio mas alas para quejarse i losnobles a cuio frente estava Phelipe de Marne Señor de Sancta Aldegondadigieron al populacho que las intenziones de la corte eran perseguir injus-tamente a todos los havitantes de aquellas tierras para despojalles de susfueros, pre ....... i livertades y para quitar a lo ricos sus vienes i su .......suponian i hazian passar al Rei por avari ....... dizioso. Como el pueblo essenzillo i facilmente se enarvola creio cuanto le dixeron i como estavanmas prontos a adotar las nieblas i inmundizias de la heregia que las verda-des sanctas de nuestra inmaculada Religion alzaron grita en todas partespidiendo el livre usso de la nueva dotrina amenazando de no con mildesastres i con todo genero de malos echos. Los nobles i las personasentendidas escribieron un manifiesto pidiendo en el lo mesmo que el pue-blo pedia i inzitando a todos a revelarse iba este manifiesto o carta de rebe-lion firmada por inumerables personas de Bruxelas i otras partes en vistade lo qual se acavo el pueblo de declarar, aunque como se supo despuesmuchas o casi todas aquellas firmas se avian fingido para que viendo lagente credula que eran del partido i bando trastornador muchas gentesprinzipales se resolvieran sin repunanzia ni escrupulo alguno como lodeseavan salio i la governadora que se hallava sola con mui poca gente dearmas tuvo que resinarse a escuchar las propuestas de los amotinados quepedian lizenzia para quejarse en Bruxelas dioles ella el permisso que solizi-tavan y apenas se lo notificaron entraron en Bruxelas mas de seiscientaspersonas las quales presentaron un escrito a modo de memorial esponien-do en el sus agravios i pidiendo un pronto remedio, pidieron a la Governa-dora que enviasse este memorial a la corte a ponerle en manos del Rei i ellalo consulto con los del su Consejo aconsexose antes con el obispo Granveli este se opuso a que se llevase el memorial a Madrid o donde la corte estu-viera pero el Prinzipe de Orange que como hemos dicho protegia en secre-to a los reveldes de aquellas provinzias insto porque el memorial fuese pre-sentado diziendo a Margarita que ....... enviase algunas personas de arraigoa la corte a presentarse al Rei i dalle la esposizion o memorial i pedilleamparo i protezion para que se evitasen maiores daños de los causadoshasta entonces Margarita con acuerdo de estos senores i demas de los del

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su consexo envio al Rei Don Phelipe la esposizion que iva escrita i firmadapor una multitud de personas de las mas nobles i mas ricas de Brxelas (sic)los deputados para conducir el memorial fueron elegidos entre muchosque lo deseavan i fueron el Marques de Mon 8 i el Baron de Montini loscuales partieron de Bruxelas el dia diez i ocho del mes de Julio 9, y llegaronen posta a Madrid el dia quinze de Agosto del año mill i quinientos sesentai seis aunque estaba mui irritado D.n Phelipe de que unos vasallos quisie-ran ponelle leies recibio no ostante a los deputados de Bruxelas los qualesleieron el memorial que traian que estava notado en los terminos siguientesque pongo aqui enseguida porque io saque una copia del i es como ense-guida se espressa.

Al Rei nuestro Señor los infrascritos ziudadanos de la ziudad de Bru-xelas de Harlem Valencianas Tornos y Amberes por si i a nombre de susconziudadanos a vuestra Real Magestad humilde i rendidamente dizenque desde que en estos paises comenzo a estenderse i a propagarse la luzde la religion predicada por los sanctos i ispirados Apostoles Luthero iMiguel Baio estos pueblos todos conosciendo las ventajas de la observan-zia de la religion christiana se declararon por ella i determinaron deseguirla como en efeto la siguieron adotando (sic) su dotrinas i ceremo-nias como la dicha religion lo manda Pero por esta declarazion que hizie-ron de su libre voluntad sin ser forzados merezieron ser tratados comoenemigos y como foragidos reuniendose para condenar lo que llamavannuestros erores (sic) el Conzilio de Trento vajo el glorioso imperio delpadre de vuestra Magestad pero en este conzilio se limitaron los Padres iObispos que le componian se limitaron solamente a deshacer lo que lla-mavan errores pero solo con palabras suvio en esto vuestra Magestad alThrono i cuando todos esperamos que se nos permitiera el libre uso denuestra religion vimos que se lanzaban contra nosotros severos editosmandandonos aiurar lo que nunca podremos hechar de nuestros corazo-nes pena de ser entregados a las manos de los Tribunales Religiosos quenos castigan sin piedad i que no se duelen de nosotros ni de los padezi-mientos que sufrimos nosotros emperero (sic) tenemos mucha confianzaen vos porque tal vez habreis dado oidos a los consejeros que os obligarana obrar contra vuestros fieles suditos i creemos que quando lleguen a vosnuestras quejas las oireis benignos i aplacareis nuestros males. Pedimosseñor i esperamos que nos permitireis el libre uso de la religion reformada

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8 Véase para este nombre y su venida y de su compañero Montini los núms. 10 al 13 inclusivedel apéndice.

9 Véanse los núms. 10 al 13. Ignoro si el Marqués de Berghes o Bergas tenía también el de Mon *.

* Los cuatro anexos citados no tienen especial significación y el desconocimientoapuntado por Manuel García González es aclarado en páginas inmediatas confirmandoque se trata del mismo personaje.

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que nos quitareis los severos editos que nos auruinan (sic) i que suprimi-reis el oficio de la Inquisicion cuya pesada carga no podemos llevar conpazienzia los que nunca la conoscimos corta es nuestra petizion porquenada os va en que vivamos vajo esta o la otra ley religiosa con tal que noos faltemos a lo que os es devido i a lo qual nunca faltamos nada os deci-mos Señor de las muchas contribuciones que pagamos nada os dezimosde los malos tratos que los governadores nos hazen pasar porque todo losufrimos con paziencia esperamos ansiosos la real i soverana determina-zion de vuestra magestad que sera sin duda como la apetezemos porqueen la justicia y amor del Rei deven descansar los vasallos que le piden sufelizidad. Pero con mucha pena os avertimos que si desois nuestras razo-nes i no quereis mirar por el vien de estos pueblos siempre tan fieles noseremos nosotros ziertamente los que devamos responder de las desgra-zias i desastres que ocuriran (sic) porque el zielo save hasta donde puedellevar la colera a unos hombres que se ven tratar como fieras por sola lazircustanzia de oservar diferente religion a la que professan los que deviandisculpar errores si los hai i no procurar el esterminio y la desolazion deunos pueblos que jamas han faltado a su Rei i Señor natural 10.

Indinose altamente D.n Phelipe porque jamas havia pensado tal avilan-tez en sus vasallos i con efeto el memorial era mas bien un padron provo-cativo a guerra que la llana i lisa esposizion de agravios que se contavan alprinzipe para que pusiesse el remedio despidio el Rei al Marques de Moni al Baron de Montini sin contestarles cossa alguna porque creia rebajarsede su authoridad tratando con revoltosos i passo ordenes para que sesiguiera en Buxelas (sic) oservando con todo vigor los editos mandando almismo tiempo que se dispusiera el levantar tropas para hazerse obedeszerde grado o por fuerza en aquellos dominios apartados. Los deputados delas provinzias aunque vian qual les saliera su comission permanecieronquietos en la Corte cosa que asombro mucho a todos, pero ellos lo hizie-ron sin duda porque temian que sus conciudadanos achacasen la repulsa asu poca habilidad i les dieran algun mal despacho. Entre tanto los deBuxelas (sic) que en valde esperavan las mejoras que habian creido alcan-zar como vieron que se retardavan arrebatados del demonio i por el mal-dito zelo de su perversa religion arremetieron como fieras a los templosderrivaron los altares hizieron otras tales demasias que llegaron en vano aoidos de la Governadora que no las pudo evitar porque carecia de tropaspara hazello. Pero quando se supieron estos desmanes en Madrid azelero

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10 Véase el núm. 14 del apéndice *.

* Es una carta del conde de Egmont a Madama de Courtray de fecha 14 de agos-to de 1566, escrita en francés, que no revela nada importante relacionado con elmemorial.

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el Rei el armamento de tropas para castigar a los reveldes pues esto imucho mas merescian aunque despues de los desordenes se estuvieronquedos por los ruegos y buenas palabras del Prinzipe Orange i de losCondes de Emon y de Hornos que apaziguaron la rebelion porque elloseran hombres de mucho credito y de gran valia entre el pueblo que noresistio a sus amonestaziones i casi casi estoi por dezir que despues de.......chos quedaron arepentidos por el temor de la pena que necesaria-mente les habia de sobrevenir despues.

El cronista retorna a una extensa exposición para comentar elconcilio de Trento, la gobernación de los Países Bajos tras el regresode Felipe II a la península y la sublevación posterior en aquellas tie-rras. Sus palabras, empañadas por su aversión hacia los herejes y suinquebrantable fe en el catolicismo, se ajustan, en términos genera-les, hecha la salvedad del subjetivismo que le domina, a la realidadde las luchas políticas que se desataron, acredita estar bien instruidode los eventos más significativos y hasta de nimios detalles, aunque,como es natural, le resulta inaccesible abarcar predominantes facto-res de una época convulsa y dilatada que no voy a glosar en aras dela brevedad, aunque sí convenga exponer algunas puntualizacionessobre los comisionados enviados a Madrid y el memorial reproduci-do en el opúsculo.

En el primer caso se alude con exactitud al barón de Montigny,aunque también se menciona al marqués de Mon de forma inexpli-cable, por cuanto en ninguna crónica, antigua ni moderna, constaque Jean de Glymes, identificado como marqués de Berg o Berghes(entre distintas locuciones muy parecidas) pudiese ostentar semejan-te título y mis primeras investigaciones fueron de fracaso en fracaso,averiguando únicamente que en la provincia de Hainaut existe unimportante centro comercial llamado Mons —su capital— y que esteenclave se denomina Bergen en lengua neerlandesa, extremo quecreaba suspicacias por el parecido fonético. El desaliento me hizoolvidar la nota discordante, pero pasado bastante tiempo tuve la per-severancia de volver sobre el enigma y tropezar con un texto publi-cado en Londres en 1812, escrito por Guillermo Jones —la historiade la iglesia cristiana con referencias relacionadas con los albigensesy valdenses—, en donde se afirma con rotundidad que los supuestoscontactos secretos de don Carlos se sostuvieron con el barón deMontigny y el marqués de Mons (marquis of Mons). El inesperadodescubrimiento me produjo el consiguiente regocijo al certificar queel autor del opúsculo no cometía un yerro sino que, por el contrario,daba una muestra más de la veracidad que transmite. El manuscrito,

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por otra parte, determina que partieron juntos el 18 de julio y llega-ron en posta a su destino el 15 de agosto. Sin embargo, Gachardadvierte que el barón ya estaba en Castilla a primeros de junio, pesea que hay también referencias de que llegó el 17 del citado mes. Elmarqués de Berghes salió con retraso como consecuencia de un acci-dente sufrido antes de su partida. El calor soportado durante el reco-rrido, sus dolencias y su precario ánimo para cumplir con su misión—tenía un firme convencimiento de que la embajada fracasaría— lehicieron llegar al palacio de Valsaín, a mediados de agosto, sin haberconseguido cancelar su desplazamiento.

Felipe II salió para El Pardo el 25 de junio y se reunió con suesposa en tierras segovianas. Es viable, por tanto, que las audienciascon el neerlandés se celebraran en el alcázar de Madrid antes departir para Segovia, con trato favorable, pero aplazando su arbitrajepara cuando estuviese en Valsaín. Debió de ser en una de estasentrevistas cuando Floris de Montmorency entregó un proyecto demoderación de las leyes contra la herejía preparado por consejerosde Margarita de Parma, sancionado a su vez por el Consejo de Esta-do, recomendado por los caballeros del toisón de oro y validadopor la mayoría de los territorios provinciales. Una referencia de estamoción, expuesta en francés, es examinada por Gachard, pero noconcreta su procedencia ni datos que puedan habilitar su localiza-ción. Hay igualmente un memorial del barón, datado el 20 de juliode 1566, en donde solicita la abolición de la Inquisición, la modifi-cación de los edictos y la aprobación de un perdón general, mien-tras que recalca la necesidad de que se aporte dinero y que se le cur-se «una buena carta» al príncipe de Orange.

Tampoco se puede desechar que hubiese más memoriales queMontigny poseía al llegar a la Corte si se tiene en cuenta el pasaje deLuis Cabrera que dice: «Dio [Montigny al rey] los pareceres de lasprovincias de Artuoes y Henaut sobre la moderación de las leyes, ydespués llegaron los de Luceltburg, Namuer y Tornay, conforme alnuevo formulario los demás casi del todo contrarios, teniendo pormejor la forma antigua». Como es proverbial la «claridad» del his-toriador exime de interpretaciones. Ni aclara ni se le entiende nada,pero no debo dejar de mencionar que en el Archivo de Simancashay una nota manuscrita de que los memoriales entregados fueronexactamente cinco como señala el cronista madrileño. La monogra-fía especifica, entre otras, a la población de Tornos (probablementeTournai, dada la disparidad de los escritores cuando enumeran laspoblaciones septentrionales y que puede ser Tornay en el léxico de

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Cabrera) y no es, en consecuencia, extraño que el autor efectuase elremedo de algún memorial (tal vez traducción del francés o latín),máxime cuando el fondo temático es coincidente al pedirse que seles libere de los severos placartes y se suprima el oficio de la Inquisi-ción, las dos premisas básicas de las exigencias.

Manuel García, en las impugnaciones editadas en Valladolid,medita sobre la trascendencia de la copia por parecerle absurdo quesea invención de un novelista fabulador —convicción que yo sus-tento plenamente—, precisa que Tornos debe de ser Tornay y brin-da pistas de la identidad de Miguel Bayo (Michel Bay de Lovayna),indicando que era un distinguido doctor teólogo, artífice de unlibro vinculado con la reforma que fue censurado por la Universi-dad de Salamanca. También aporta dos textos extraídos de la mis-ma sección, en este caso del legajo número 529, haciéndose eco delas manifestaciones de los vecinos de Tornay y Amberes a sus magis-trados. Las críticas usadas son duras y están en consonancia con losúltimos párrafos de la solicitud que, según el opúsculo, fue someti-da al rey, documento concreto que también he tratado de encontraren Simancas sin éxito.

Floris de Montmorency, como ya he detallado, se entrevistó conFelipe II en Madrid y en Valsaín, antes del 26 de julio, ya que enesta fecha, tras amplios debates sostenidos por los consejeros, elsoberano anunció su próximo viaje a Bruselas, pidiendo que ofre-ciesen una nueva sugerencia sobre la moderación de los edictos, noponiendo reparos a que cesase la Inquisición apostólica —la deci-sión concernía a la potestad del papa— y autorizando una remisióngeneral. Al neerlandés no le fue permitido asistir a las sesiones, pesea su condición de caballero del toisón de oro, y reaccionó de mane-ra furibunda cuando tuvo noticia de las decisiones por estimar quela faceta primordial de la mitigación de los placartes quedaba ensuspenso. Aquella noche, según refiere Gachard, se enfrentó al reycon tanta libertad dialéctica que puso color en su rostro inalterable.

El 31 de julio, transcurridos tan sólo cinco días, Felipe II firmóuna cédula aboliendo el tribunal eclesiástico y concediendo el per-dón. Los turcos estaban cerca de Italia, el peligro otomano podíaser inminente, y los planes de marchar hacia sus enclaves insurrec-tos no pudieron apresurarse ante la amenaza de un presunto con-flicto en el Mediterráneo o en las propias costas levantinas. Hizo laconcesión forzado por las circunstancias, negando su validez ante elnotario Hoyos, y ordenando que se reclutasen trece mil soldadosalemanes mediante despacho dirigido a la gobernadora. La hipocre-

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sía mil veces acreditada era una característica acentuada de sucarácter apocado, siempre ladino y proclive al engaño cuando locreía útil o no disponía de la energía inexcusable para afrontar lascrisis con la firmeza que su condición exigía.

El 3 de septiembre llegaron las misivas de Margarita de Parmanarrando las profanaciones iconoclastas desatadas en Saint-Omer,Iprés, Amberes, Gante y diversas ciudades. Los templos católicoshabían sido asaltados, se habían profanado imágenes, destruidosornamentos sagrados, quemadas biblias y altares y hasta profanadossepulcros y aventados los restos de los cadáveres. El rey, que yapadecía algunos malestares, enfermó de fiebres —un resentimientode tipo colérico que era tendencia innata en su primogénito—, peropermaneció al corriente de las contrariedades que la duquesa lecontaba en sucesivos correos.

Efectivamente, como asevera el manuscrito, los nobles intervi-nieron para apaciguar la sedición. Guillermo de Nassau fue el artífi-ce del primer pacto local en Amberes, Horn consiguió un acuerdoanálogo con los calvinistas en Tournai y Egmont imitó a sus compa-ñeros en Gante, pero las concesiones al culto protestante apenastuvieron vigencia por cuanto fueron anuladas rápidamente.

Pronto supo el Prinzipe D.n Carlos estas nuevas i como mirava conmalos ojos a su padre aseguran que en el alma se alegro de que se levanta-sen aquellas provinzias porque es condizion humana alegrarse de los malesque suceden al proximo quando no se le quiere vien. Asegura Gil Antoncriado del Prinzipe i como en su declarazion dijo que quando llegó a oidosdel prinzipe la revelion de los lugares aquellos estava el dicho Anton aiu-dando a poner las calzas al prinzipe por ser la ora de la mañana quando selevantava de la cama ....... que con semblante mui alegre dijo alegromemucho que essas gentes se vuelvan contra mi padre porque assi le enseña-ran a no ser tan cruel ni tan fiero con essos pobres vasallos palabras maldichas en verdad pues por mas causas i mas justas que fuessen las quetuviera de enojo contra su padre siempre devio respetarle como a tal sindessear en modo alguno su menoscabo i mala ventura de todos modos elPrinzipe manifestava en todas sus razones que queria mal a su padre i queapetezia ocasion de tomar venganza por haverle impedido justamente quetuviera trato amoroso con la que era ia su madre. Resuelto a llevar a cavosus malas ideas que las tenia en efeto mando un recaudo al Baron de Mon-tini para que le viniera a ver a Palazio como en efeto vino i le pregunto muipor menor del estado de las cosas en aquellos paises a lo que montini satis-fizo diziendo que toda era gente leal y vuena pero mui irritada i que por lotanto era de temer que savida la repulsa de su magestad se echaran a come-ter los mas atrozes escesos porque hombres cegados de la colera nada ven

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ni reparan i el castigo los contiene mui po ....... i que era de temer que elmejor dia se alzaran del todo aquellas provinzias i que las perdiera el Reinuestro Señor en vez de que si atendia a sus quejas y justas lamentazionespodria siempre contar con un pueblo fiel i amante como asta entonces loabia sido el Prinzipe se dio por satisfecho i despidio a montini diciendoleque volviera dentro de algunos dias a verle porque tenia que consultar conel un negozio que estava meditando. Vino (tachadura) a Madrid en estouna carta de la Governadora Margarita notiziando al Rei los desordenesocurridos que llenaron de colera al soverano sin que la templara en nada elsaver que los escandalos se havian aplacado por la interzezion del de Oran-ge i de los Condes de Emon i de Hornos pues como dijo mui bien essosmesmos que hoy atajan el daño mañana podran dejarle correr livrementepues tanto poder tienen sobre los demas les sera fazil tanto hazer el biencomo el mal juro de castigar severamente a estos señores en cuanto loshubira a las manos i acelero cuanto pudo la formazion de las tropas quepensava enviar a Bruxelas. Andava el Rei dessasosegado con la mesmacolera que tenia i no se le oian mas palabras mas que las de que havia dedar un mui severo castigo a los traidores de sus provinzias el PrinzipeD. Carlos que de continuo le azechava como havia formado el propositode contrariarle en un todo i de oponerse a sus hechos aviso corriendo aMontini de las amenazas de su padre para que avisase a los Condes comoassi lo hizo con lo qual estuvieron de aviso i prevenidos i valioles muchoesta medida espezialmente al de Orange que grazias a ella se salvo de lamuerte que no pudiera evitar los Condes de Emon i de Hornos como ade-lante veremos o porque tuvieron menos fortuna o porque no quisieronaprovecharse al tiempo y sazon de los avisos que reszivian. El PrinzipeD.n Carlos firme siempre en sus negativos proietos llamo a Montini i pre-guntole si se adelantaria alguna cossa pasando el a Bruxelas a ponerse a lacaveza de los reveldes Montini dijo que si i en efeto mui ventajoso era por-que siendo su caveza i gefe un joven que tenia tanto rencor como ellosmesmos al Rei su padre podian prometerse mas livertad i anchura para susdesordenes i livre culto de su infame religion. Montini contesto que eramui del caso hazerlo pues podia contar con que le harian no solo gefe sinotambien rei i señor con tal que les quittasse la Inquisicion que tanta grimales dava i les permitiesse el livre cursso de la religion malamente llamadareformada. El Prinzipe se alvorozo pues como era joven le alegrava i le pla-zia mucho de que le eligieran por Rei pues assi contava con tomar cumpli-da venganza de su padre igualandole en magestad i poderio dijo a Montinique sus ideas eran con solapada intenzion a su padre que le diera el mandode los tercios de soldados que se destinavan a la guerra contra los hereges ia restavlecer la tranquilidad en aquellos dominios, y en dandole el mandocomo no dudava que se le darian porque el Rei inorava sus verdaderasmiras passaria a los paises vajos i se serviria de sus mesmos soldados queno le desovedezerian en modo alguno para atizar el fuego de la revelionechando de Bruxelas a los Governadores i a todos los que el consejo com-

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ponian anulando los editos promulgados contra todos los que seguian ladoctrina de Luthero i permitiendo que todos vivieran del modo i maneraque mejor les plaziera no inquietando a nadie por cosa alguna. Muchoagrado el plan a Montini i mucho agrado tamvien al Prinzipe que se locelevrassen Montini vio que era mui conviniente que el el Prinzipe passaraa Bruxelas porque todos teniendo a su favor a un Prinzipe que prometiaser tan esclarezido i tan de vuenas prendas se animarian aun hasta los quefueran mas covardes para sacudir entemente el iugo que les oprimia impi-diendoles ser libres i felizes segun ellos entendian salio pues mui complazi-do Montini de la entrevista.

El asunto de los diálogos conspiradores sostenidos entre donCarlos y barón de Montigny es uno de los aspectos más controverti-dos de la vida del heredero de la Corona. Cabrera de Córdoba escasi el único cauce que traza los vínculos de la aristocracia de aque-llos territorios con el príncipe haciendo constar: «Llegaban cada díacorreos de Margarita con aviso de los daños que en Flandes hacíanlos sectarios, se aumentaba el mal, y la esperança de reo medio eranlas armas. El Emperador solicitaba la ida del Rey o del príncipe donCarlos a los Estados, y él mismo lo pedía a su padre haciendo sospe-chosa su persona la intercesión por los flamencos y comunicacióncon el Marqués de Berghe y mos de Montiñy, que proseguían en laplática que el Conde Egmont dexó comenzada. Era que el príncipe,con voluntad de su padre o sin ella, pasase a los Países Baxos, don-de le obedecerían, servirían y casaría con su prima la hija mayor delEmperador; y si necesario fuese a su defensa, si iba sin beneplácitode su padre, harían armada para conservalle o reducille en su gra-cia. Entendió el trato el Rey, y prendió al Marqués de Berghe ymurió en Madrid, y a mos de Montiñy y a Bandomes, de su cámara,aprisionó en los alcáçares de Segovia y castillo de la Mota de Medi-na». Este pasaje se culmina con otra breve enunciación, señalandoque «el mal advertido don Carlos, viendo que los sucesos de Flan-dres para sus intentos no se encaminaban bien, y que a mos deMontiñi, porque le habló diversas veces en secreto le pareció que leprendió el rey».

Un buen número de investigadores, sin esgrimir reflexionesesclarecedoras, se hacen eco de las afirmaciones de Cabrera, nodudan de que pudo haber conversaciones encubiertas y hasta danpor seguro una especie de conjura. Gachard proclama su desacuer-do con estas opiniones y expone su refutación, saliendo al paso delas frases del cronista en los siguientes términos: «Cabrera dice quecuando Berghes y Montigny se convencieron de que sus esfuerzos

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resultaban infructuosos y de que sus gestiones para conseguir quelos flamencos fueran tratados con más dulzura y equidad eran inúti-les, reanudaron cerca del príncipe de Asturias las tentativas que elconde Egmont había realizado el año anterior para convencerle deque se fuera a los Países Bajos, previo compromiso de obedecerle yservirle, e incluso sublevar todo el territorio a su favor si se traslada-ba allí contra la voluntad de su padre. Según dicho historiador,Montigny mantuvo varias entrevistas secretas con don Carlos, peronosotros somos tan escépticos frente a las palabras de Cabreracomo ante las gestiones que se atribuyen al conde de Egmont unaño antes. La conducta de Berghes y Montigny durante su estanciaen España fue la de unos vasallos fieles y súbditos leales de su sobe-rano, al mismo tiempo que devotos hijos de su patria. Don Carlosdeseaba ardientemente marchar a los Países Bajos para sustraerse ala tutela de su padre, prestaba mucha atención a los eventos deaquellas provincias y escuchaba con avidez cuantos rumores llega-ban desde ellas, pero no conocemos ni un solo indicio ni hemosdescubierto ningún documento que nos autorice a pensar que losflamencos desearan su presencia entre ellos. Los personajes másdestacados conocían perfectamente su carácter y sus costumbres ysabían lo poco que podían confiar en su capacidad. Ni en los actos,tan numerosos, de la cancillería de Felipe II que hemos examinado,ni en los despachos de los embajadores, ni en las correspondenciasde Tisnacq, Hopperus y Courtewille, ni en cartas, tan confidencia-les, de Antonio de Laloo al conde de Hornes, ni en los escritos delpríncipe de Orange, se halla el menor indicio de las relaciones queCabrera supone entre los dos comisionados belgas y don Carlos».

Sentados estos principios polémicos, sembrada la semilla de laincertidumbre sobre la realidad de lo que pudo ocurrir, llama laatención la seguridad que ofrece la monografía al dar validez a lasestimaciones de Cabrera de Córdoba, aceptando entrevistas entreFloris de Montmorency y el príncipe. Es normal que Carlos de Aus-tria se enterase de los disturbios iconoclastas, dado que se encontra-ba en Valsaín en el verano de 1566, y no puede extrañar demasiadoque hiciese delante de testigos observaciones alevosas contra su pro-genitor o en favor de los insurgentes cuando llegaron al bosque deSegovia las noticias de las profanaciones cometidas.

El autor se vale de Gil Antón, a posteriori solitario deponente enla causa entablada, para rendir testimonio de las palabras de donCarlos. Tan singular individuo resulta desconocido y no ha sido via-ble localizar su pertenencia a la casa del príncipe, pese a que

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Manuel García indagase en la nómina de los lutos dados a la servi-dumbre y revisase también las nóminas de los haberes de las dosúltimas anualidades. Y no deja de ser llamativo que refiera cuadrostan superficiales como que el paje «estaba aiudando a poner las cal-zas al príncipe por ser la ora de la mañana cuando se levantaba de lacama», comentar el «semblante mui alegre» de su señor y hasta susexpresiones satisfechas por el violento significado de los mensajesrecién llegados. ¿Cómo conocía tales pormenores y frases? Sólocabe considerar la posibilidad de que hubiese constatación de estasparticularidades en el sumario o que tenía privanza con el criadoque le permitían obtener confidencias. Esta supuesta confianza pue-de ser, a su vez, la explicación de que el personaje fuese presentadomás adelante en calidad de testigo.

Las noticias de la efervescencia contra el simbolismo católico,con su efluvio de sangre y destrucción, como ya he manifestado, lle-garon al palacio segoviano de la mano del emisario Alonso del Cam-po a principios de septiembre de 1566 y puedo, por tanto, deducirque la primera plática entre el príncipe y el barón, de haberse lleva-do a cabo, tuvo que ocurrir en las jornadas inmediatas al mensaje dela catástrofe. Tampoco produce sorpresa la crispación de Felipe II,que resistió febricitante todo el mes, ni la locución de que continua-mente acechaba al autor de sus días. Esta apostilla debe nacer delincidente protagonizado por su hijo cuando, situado detrás de lapuerta, intentaba escuchar una reunión del Consejo y provocó unaltercado con Diego de Acuña porque este gentilhombre tuvo elatrevimiento de recriminarle su actitud al estar siendo fisgado porlas damas de la reina y los pajes.

El Consejo de Estado rechazó la petición de Maximiliano II paraque se concediera tolerancia religiosa en los Países Bajos. El 29 deoctubre el rey convocó a sus consejeros para establecer una solucióndefinitiva. Se decidió la intervención militar tras un largo debate, setomaron medidas preliminares, pero no se llegó a un acuerdo sobreel prócer que debía capitanear al ejército. La marchitez del duquede Alba promovió que la jefatura se plantease al duque de Parma yacto seguido al duque de Saboya, pero ninguno mostró entusiasmoante la arriesgada propuesta. Fernando Álvarez de Toledo mejoróde sus achaques de gota y el 29 de noviembre de 1566 asumió elcargo de capitán general.

La segunda charla con el enviado neerlandés, de donde surge laidea de solicitar a su padre el mando, tuvo que ocurrir, si son autén-ticos los encuentros, entre el 29 de octubre y el 29 de noviembre de

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1566, salvo que la designación del linajudo castellano se mantuvieseen secreto durante un margen de tiempo.

i atto continuo fue D.n Carlos a verse con su padre i a dezille que haviasavido la espedizion que se preparava contra los contumazes y ziegos ene-migos del trono i del altar de Dios i que esperava que tuviesse la veninidadde hazerle la grazia espezial i summo favor de permitille mandar aquellastropas para acreditar su zelo por la religion i por sus intereses contribuien-do en lo que pudiera a esterminar la inicua heregia que aquellos ermosos iricos Paises desolava. Era tan verdadero al parezer su tono al pedir estagrazia que el Señor D.n Phelipe no ostante lo mui echo que estava a cono-zer los dovleses del corazon humano i las malas mañas de los hombres queesconden quando i como quieren todas sus miras i sus pensamientos sequedo sumamente engañado i aplaudiendo el buen animo del Príncipe 11 leexorto a llevarlo a cavo prometiendole el mando de las tropas conforme selo pedia con tan buen exito corrio el Prinzipe a notiziasello a Montini estealegre sovre manera porque ia tenia alguna buena nueva que dar a los quele enviaran a la Corte en demanda de socorro escrivio al contado una cartai como temia que se la descuvriesen no quiso enviarla con ningun correo iassi la remitio con un hombre de su confianza diciendole que era mui inte-resante i delicado el asumpto que en ella se tratava. Este hombre pues bienprovisto de dinero se fue a embarcar en el puerto de la Coruña perotemiendo que le habian de registrar i encontrarle la carta que Montiniescrevia al Conde de Hornos i de Emont la arrojo antes de envarcarse i fueallada por unos pescadores que pensando que era carta perdida la hizieronpregonar en la Ziudad i a las nuevas del encuentro de una carta en cuiosovrescrito se leia el nombre de los dos Condes mui conoscidos ia en Espa-ña por tener fama de hereges y malos vassallos, el Alcalde maior recogio lacarta abriola i enterado que se huvo de su contenido la remitio a manos delRei nuestro señor el qual desque la vido se enojo altamente i se entristezioal mismo tiempo por ver los malos passos en que andava su hijo que nuncapensara tal del dessimulo empero creiendo que le havrian seduzido i dessi-mulo con el ojeto de castigar a los verdaderos culpables pues al momentocreio que Montini seria el author de todo esto i para castigalle como meres-cia mando alguaziles a su cassa que le prendieran i llegaron estos a tiempo

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11 Véase el núm. 61º del apéndice *.

* Se trata de la carta escrita por el rey al emperador Maximiliano, incluida íntegraen la biografía de Carlos de Austria —las explicaciones del rey—, pero su contenido notiene coherencia con el texto del manuscrito como podrá fácilmente advertir el lector.La llamada de Manuel García González no tiene, por tanto, mucha lógica, salvo que serefiera al deseo expresado por Felipe II de llevarle consigo en su proyectado viaje aBrabante.

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que se acavaba de acostar en la cama de la qual le sacaron incontenente imetieronle en un coche que a prevencion llevaban y le llevaron presso alcastillo o Alazar 12 de segovia donde quedo puesto a vuen recaudo.

La petición de don Carlos para que se le otorgase el mando delas fuerzas que se estaban preparando tuvo que materializarse, pues,desde que fue elegida la beligerancia y antes de que se designase aFernando Álvarez para que capitanease los tercios, es decir, en eltranscurso de noviembre de 1566. No es creíble la predisposiciónfavorable que se asevera atendiendo a la suspicacia del monarca y elhecho de que los duques de Parma y de Saboya ya estaban siendosondeados para que encabezasen las huestes reclutadas por la malasalud momentánea del duque de Alba. Más lógico es imaginar, singran esfuerzo, que le dio, siguiendo su habitual taimería, «buenaspalabras» que calmaran su excitación, sin comprometerse en excesoy con el íntimo convencimiento de que una concesión favorable eraun riesgo que no estaba dispuesto a asumir.

La notificación de Montigny a sus compatriotas podría ser unindicio de la predisposición del príncipe en favor de los sediciosos,pero hasta ahora nadie ha detectado rastros de la misiva arrojada enuna playa de La Coruña y que fue remitida a Felipe II. Mariola Suá-rez, archivera del ayuntamiento de la capital gallega, ha tenido laamabilidad de prestarme su colaboración revisando las actas muni-cipales de 1566 y 1567 sin obtener éxito, si bien no le choca queuna incidencia tan nimia no fuese reflejada en las juntas del concejo.

La relación hace suponer que entre el hallazgo de dicho despa-cho y el apresamiento del barón debió mediar un corto intervalo,pero tal particularidad es imposible. La carta tuvo que ser forzosa-mente redactada en noviembre de 1566 y el aristócrata fue arresta-do el 21 de septiembre de 1567. Tales peripecias, perfectamentecomprobadas, le restan perspectiva histórica al folleto, como casi

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12 Véase los núms. 15 y 16 del apéndice *.

* Comprenden respectivamente una copia de carta de Antonio Pérez al rey (reple-ta de anotaciones marginales de Felipe II ante la previsible muerte del marqués deBerghes) con la indicación del secretario de que es muy conveniente tomar medidaspreventivas para que el barón de Montigny no pueda huir (Archivo General de Siman-cas, Estado, legajo 535, folio 148) y un testimonio que recoge la cédula original de suprisión en el alcázar de Segovia (Archivo General de Simancas, Estado, legajo 543,folio 103).

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siempre en el plano de la coherencia cronológica, salvo queFelipe II, siguiendo su pauta de actuar con cautela, retuviese elescrito pensando que su vástago había sido seducido, como dice elautor, y estuviese seguro de que los enviados estaban bien controla-dos y sin posibilidad de abandonar Castilla. A Gachard no le cabeduda de que los dos neerlandeses estaban en el punto de mira ven-gativo del soberano desde que habían llegado a la Corte. Los insis-tentes ruegos para retornar a su tierra habían sido rechazados y has-ta Margarita de Parma pedía a su hermanastro que no permitiese elregreso de sus emisarios. Existen, además, por otro lado, pruebas enlas notas entrecruzadas entre Antonio Pérez, Ruy Gómez y elmonarca, enmarcadas sigilosamente en torno a la fecha del falleci-miento del marqués de Berghes, acaecido el 21 de mayo de 1567,que ponen al descubierto la necesidad de vigilar estrechamente albarón: «... paresce que es muy necesario que se tenga mucha quentacon Mos. de Montigni para que no se vaya de entre las manos, y quepara esto debe V. M. mandar que se ande alla con aviso sobre el,que si aca viniera se hara lo mismo y todas las prevenciones necesa-rias asi en esta Corte como fuera della en todas las partes conve-nientes para que por ninguna se pueda ir sin poderle cojer y dete-ner». Alguna advertencia del rey en estas comunicaciones, secretasmaniobras y ardides que se empleaban con frecuencia, señala escue-tamente: «el príncipe nada debe saber de todo esto», importanteapostilla que justifica algún grado de cautela relacionada con proba-bles afinidades entre su hijo y el barón.

interin se le formava la sumaria que se prinzipio a pratticar con muchavelozidad pero el en el entretanto conoziendo mui bien la suerte que a suscrimenes se le preparaba mal hallado en la estrechura de la prission hallomodo de agenciarse una daga la qual tuvo escondida y quando entro elalcaide a hazelle la acostumbrada visita de seguridad le dio con ella por lospechos i dejole muerto quitandoles las llaves i escapandose de la prissionque entonzes no estava mui guardada 13 suposse este horrendo atentado

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13 Hubo proyecto de fuga en 1568. Véase el núm. 17 *.

* Se trata de una extensa y detallada relación de las culpas de los implicados en laintentona y de las sentencias que propone el licenciado Salazar para cada uno de ellos(Archivo General de Simancas, Estado, legajo 543, folio 66) como prueba fehaciente deque efectivamente el barón de Montigny pretendió evadirse, sin conseguir su objetivoni matar a nadie.

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con lo qual se empeoro su caussa i dio orden el Rei Don Phelipe que don-de quiera que lo prendiessen al provisso lo matassen Huia Montini haziaFranzia por Castilla la vieja pero cerca de Simancas fue reconoscido i presoi inconteninti (sic) le llevaron al castillo i alli 14 en veinte i cuatro oras leahorcaron justa pena de sus malas aziones.

Se trata de una descripción que sorprende por su carencia de rea-lismo histórico y que puede ser fruto de rumores extendidos en elámbito receptivo del pueblo. Es cierto que se enjuició al barón deMontigny en Bruselas y que la sentencia, fundada en crimen de lesamajestad y rebelión, prescribía que debía ser ejecutada por la espaday su cabeza puesta en lugar público y alto, pero es erróneo que seefectuase con rapidez, ya que el castigo fue transmitido por el duquede Alba a la Corte el día 18 de marzo de 1570. También quedan tes-timonios de que el noble intentó evadirse de las mazmorras de Sego-via consciente de su trágico destino (su plan de fuga instigó un pro-ceso substanciado por el licenciado Salazar y la condena de Pedro deMedina, que fue ahorcado por traición), pero ni logró sus propósitosni mató a nadie durante su fracasada tentativa, apoyada por un gru-po de rocambolescos personajes. La orden de trasladarle a Simancas—acaso con el doble objetivo de que estuviese encarcelado en unrecinto más seguro y se llevase a término el cumplimiento del fallo—se adopta el 17 de agosto de 1570, a pesar de que no existan, en apa-riencia al menos, razones convincentes para comprender el desplaza-miento con el único fin de truncar su vida. Dos días antes de morirescribió sus postreras voluntades, que entregó al dominico Hernan-do del Castillo; fue aniquilado mediante garrote clandestinamente,alegando que había muerto de enfermedad, y entregado el cadáver alcura, vicarios y beneficiados de la iglesia del Salvador.

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14 Véase el núm. 18 del apéndice. It el núm. 19 *.

* El primer documento es una copia de la orden expedida por Gabriel de Zayas,por mandado del rey y fechada el 27 de agosto de 1570, ordenando el traslado delbarón de Montigny del alcázar de Segovia a su nueva prisión enclavada en la fortalezade Simancas. Figura recogida en el Archivo General de esta última población, Estado,legajo 543, folio 108. El segundo, mucho más extenso, es la copia del memorial queFloris de Montmorency escribió de su mano poco antes de su muerte y que entregó afray Hernando del Castillo para que se cumpliesen sus últimas voluntades. Se encuen-tra en el Archivo General de Simancas, Estado, legajo 543, folio 88. A nivel de curiosi-dad hay unos párrafos que evidencian que el barón pudo haber sido sometido a tor-mento durante los interrogatorios que siguieron a su intento de fuga.

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La impresión suscitada por los últimos avatares del barón nopuede resultar más decepcionante en cuanto a la información deque disponía el cronista y la increíble explicación que facilita.Manuel García, que ya había reparado en los agudos contrastesentre los hechos expuestos y la versión conocida, inserta una notade su puño y letra denunciando que «todo lo que se refiere relativoal asesinato del Alcaide de la fortaleza o alcázar de Segovia porMontiñi y su fuga y muerte pudo desfigurarse en un tiempo en quelas comunicaciones eran difíciles, con el proceso o causa que en1568 formó el Alcalde Salazar sobre el proyecto de su fuga, en lacual resultó cómplice Pedro de Medina y condenado a muerte quela sufrió en Segovia ahorcado». La argumentación tiene alguna con-sistencia, pero no parece consecuente con la verdad buscar vanasdisculpas a tales errores, aunque los pasajes del dramático final delneerlandés tengan una fibra marginal en lo que concierne al fondoesencial del folleto. Abundando en la forzada tesis de Manuel Gar-cía, el ajusticiamiento de Pedro de Medina, ahorcado y posiblemen-te exhibido ante los segovianos colgando de las almenas del alcázar,pudo desatar falsas cábalas, confundiendo en la distancia su cuerpocon el del barón, quien todavía permanecía encerrado, pero estashipótesis tienen débiles fundamentos y no se entiende fácilmentecómo el autor de la relación pudo incurrir en tales incongruenciasque, a la fuerza, dentro de la progresión gradual de los aconteci-mientos, quedan fuera de lugar y tiempo, aunque no debe olvidarseque la muerte de Floris de Montmorency, acaecida el 16 de octubrede 1570, se mantuvo en secreto y tuvo que tener una repercusiónlimitada y confusa.

La terminología geográfica al referirse a Castilla la Vieja, aunqueparezca más reciente, ya era usada en la época. Baste como muestraun párrafo de la carta dirigida a don Francés de Álava, embajadoren París, por mediación de Gabriel de Zayas, con fecha 19 de marzode 1568: «En algunas partes de estos Reynos, y señaladamente enCastilla La Vieja desde Burgos hasta la mar, a avido y ay este añotanta falta de pan...».

Volvamos agora al Prinzipe que no supo nada de lo ocurrido ni de laprision de Montini ni menos que menos que fuera muerto esperava conansia que llegasse el momento de ponerse a la caveza de las tropas que iapensava estar mandando para conseguir el logro de sus deseos pero el Reiopinava de otro modo con el maior dissimulo possible i sin darse porentendido ni dezir cosa alguna al Prinzipe desque todo estuvo dispuestollamo al Duque de Alba i encomendole el mando de las tropas ia que iba a

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marchar passo el Duque a despedirse del Prinzipe que estava mui enojadoporque llegara a columbrar alguna cosa de lo suzedido i diziendole elDuque que marchava i que si le mandava alguna cossa para los paissesBaxos contesto el Prinzipe que mirasse vien lo que hazia porque si se atre-via a tomar el mando de aquellas tropas que el habia de mandar juravalehazerselo pagar caro contesto el Duque con harta mesura que si el tomavaaquel encargo no era por desseo sino por obligazion que devia a su Rei quese lo mandava i que sobre todo tanto el uno como el otro devian obedeszercomo vassallos a su señor sin entrometerse a comentar sus ordenes i que envez de enojarse devia venerar i acatar las Reales ordenes de su Señor iPadre sin inquirir si estavan vien o mal dadas. Estas razones llenaron deverdadera colera al Prinzipe que arremetiendo con la espada desnuda alDuque mal lo huviera passado pero como era hombre forzudo teniendotodo el respeto devido a la exelsitud del Prinzipe le sujeto por los brazos ypidio socorro a vozes i como viesse el Prinzipe que se allegaba gente semarcho del quarto en que estavan i se fue para el suio donde luego que lacolera le dio tiempo para reflecsionar conozio vien claramente que el Reisu padre savia alguna cossa de lo que passava i por esso le dava el mandoque prometiera a el al Duque de Alba pero aunque se entristezio de verasno se atrevio a pesar de su acalorado genio a preguntar nada a su padre nipedille quenta de porque no le daba el prometido mando i se estuvo que-do en su quarto sin quererse dexar ver de nadie por mas istanzias que lehizo su padre pero guardando mucha de la reserva.

Es creíble que Carlos de Austria no supiese en los primerosmomentos que el barón de Montigny fue encarcelado, pero, tarde otemprano, tuvo que tener testimonios de la captura. La insólitaobservación de que tampoco tuvo referencias de su muerte incre-menta el desbarajuste de la percepción temporal que tenía el autor,o lo que es peor, su ignorancia de las vicisitudes ocurridas. La ejecu-ción de Floris de Montmorency ocurrió más de dos años despuésdel fallecimiento oficial del príncipe y cuando sobreviene el preten-dido enfrentamiento con el duque de Alba ni siquiera se le habíadetenido. Mal, por tanto, podía conocer don Carlos dos eventosque no habían llegado a producirse todavía.

Con respecto al asunto preferente de este apartado, el choquecontra el aguerrido noble por su partida hacia la capital bruselense,su origen dimana de Cabrera de Córdoba, que relata el enfrenta-miento otorgando al duque un afán conciliatorio tendente a sosegarel espíritu enardecido del heredero. El manuscrito, en cambio, pesea revelar que el prócer castellano actuó con moderación, pone enboca de Fernando Álvarez excusas menos lisonjeras y justifica suviaje por la obligación de obedecer las órdenes reales.

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La violencia ocurrió, de ser verídica, en Aranjuez, el 17 de abrilde 1567, cuando el consejero, tras haberse reunido con el rey, se dis-ponía a ponerse en camino hacia Cartagena para embarcarse haciaenclaves italianos y seguidamente, ya por tierra, en dirección a Bru-selas. Este acontecimiento, muy resaltado, apenas tuvo repercusióny ninguno de los embajadores se hizo eco del incidente. Fourque-vaulx indicaba a Carlos IX por esas fechas que el príncipe estabaefectivamente en el pabellón de caza arancetano, y Dietrichsteincomunicaba a Maximiliano II que don Carlos había recibido condisgusto la elección del duque, pero sus palabras se remontan a losdías 2 y 8 de enero de 1567. Esta carencia de referencias sobre laagresión cuestiona tal percance, aun cuando la particularidad deque hubiese ocurrido lejos de la Corte y quizá delante de pocos tes-tigos, probablemente silenciados, hace que no se pueda eliminar suverosimilitud. Un año más tarde, el representante imperial volvíasobre el suceso puntualizando «que el príncipe había esgrimido unpuñal contra el duque porque éste no le descubría los secretos de supadre», pero no resulta nada difícil de comprender que esta alusióntan desfasada tiene todas las características de una excusa más parajustificar el confinamiento de don Carlos.

De cualquier forma, de haberse materializado la hostilidad, sehace forzoso pensar que este impulso no fue irreflexivo, puesto queya sabía la designación del duque desde hacía tiempo. El narradoromite este postulado y concatena cronológicamente el nombramien-to y la partida para fundamentar un desafuero que, como pensabaGachard, es cuestionable y hasta probable que jamás aconteciera.

Entretanto llego el Duque de Alba a Bruxelas i al punto mando pren-der a todos los que mas parte tuvieron en la revelion i escandalos suzedi-dos i a todos los hizo castigar por la justizia seglar si eran deliquentes con-tra el Rei u por el sancto ofizio de la Inquisizion si sus crimenes haviansido en contra de nuestra sanctissima doctrina el Prinzipe de Orange noaguardo que llegase el Duque de Alba temiendo los resultados i huio aguarerse (sic) a Colonia donde casi todos eran hereges conosziendo enton-zes quanto valian las notizias que resciviera del Prinzipe Don Carlos peroel conde de Emon i el de Hornos que pensaron que nada havian de temerporque dezian que su conscienzia estava tranquila i que nunca podria elRei castigarlos porque le havian echo mui vuenos servicios i se estuvieronquedos en Bruxelas dando tiempo a que el Duque de Alba les ganara porla mano como en efeto los gano i despues que huvo castigado muchos delos revoltosos a virtud de las ordenes que traia llamo a los Condes dizien-doles que tenia que platicar con ellos como miembros que havian sido delConsejo i Govierno de aquellos paises de cosas que atañian al buen regi-

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men de aquellos estados de su Magestad catholica ellos no sospechando lacelada vinieron donde estava el conde (sic) que al punto les mando pren-der sin hazer casso de sus protestas ni reclamaziones i sin darles mas tiem-po segun le era mandado que para disponerse a morir como christianos leshizo ajustiziar publicamente en una plaza de las mas prinzipales de Bruxe-las para que la pleve y los demas señores viendo un tan ejemplar castigoescarmentassen todos los condes como hereges que eran no se querianconffesar por mas que les amonestavan los padres que los assistian pero alfin cedieron i se conffesaron muriendo como cristianos o con aparienziasde tales porque se vieron con la muerte delante de los ojos.

El duque de Alba entró en la capital de Brabante el 22 de agostode 1567 e instituyó apresuradamente el tribunal de los tumultos.Los condes de Egmont y Horn fueron detenidos el 9 de septiembrede 1567, condenados por sentencias del 4 de junio de 1568 y deca-pitados dos días después en la plaza del Sablón. Guillermo de Nas-sau abandonó Amberes, a raíz de dimitir de todos sus cargos, esca-pando hacia Alemania tras las sucesivas derrotas de los insurrectosfrente a las tropas de la gobernadora. Margarita de Parma, al perca-tarse de que Fernando Álvarez venía investido de amplias faculta-des, tanto en el ámbito militar como en la represión contra los cul-pables del alzamiento, escribió al rey, rogándole que le relevara desus responsabilidades y le otorgara licencia para salir del país, pese aque el capitán general intentó convencerla de que no obraría sincontar con su beneplácito, promesa que no debió de ser cumplida sise precisa que ni siquiera fue avisada de la creación del tribunal. Laorgullosa mujer insistió, quejándose de que no hubiese sido asumi-da su dimisión y exteriorizando que estaba siendo objeto de ingrati-tud y de una situación humillante.

El soberano aceptó la renuncia el 5 de octubre de 1568, acompa-ñada de una pensión de catorce mil ducados, y la duquesa agrade-ció ambas concesiones, tomándose la libertad de enviar a su herma-nastro un conjunto de sugerencias para que se portase de formaindulgente y usara de la clemencia. Sus palabras no tienen desperdi-cio: «... y tened en memoria que cuanto más grandes son los reyes yse acercan más a Dios, tanto más deben ser imitadores de esta gran-de divina bondad, poder y clemencia, y que todos los reyes y prínci-pes, cualesquiera que hayan sido, se han siempre contentado con elcastigo de los que han sido cabezas y conductores de los sediciosos,y en cuanto al resto de la muchedumbre los han perdonado».

De esta parte del opúsculo se saca la conclusión errónea de quelos consejeros fueron detenidos y ajusticiados inmediatamente sin

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juicio previo. La realidad, como ya he comentado, fue muy distinta.La malicia de Fernando Álvarez de Toledo al realizar los apresamien-tos —un llamamiento para deliberar acerca de las fortificaciones— yel arrepentimiento de los dos nobles, con anterioridad a sus ejecucio-nes, sí se ajustan a la veracidad histórica. Más escepticismo ofrece,sin embargo, la aseveración de que castigó a muchos revoltosos antesdel encarcelamiento de los aristócratas, ya que la apabullante activi-dad represora tomó auge más tarde si me atengo a la versión delduque del Alba en un despacho cifrado el 13 de abril de 1568: «Elsentenciar los presos aunque se pudiera hacer antes de Pascua noparece que en Semana Santa, no habiendo inconveniente en la dila-ción, era tiempo para hacerse, no embargante que yo mismo he pre-venido la parte, y por tres veces díchole que entienda que en cual-quier estado que esté el proceso, se ha de sentenciar antes de Pascua;pero todo esto no ha bastado para que hasta agora hayan presentadoningún testigo, ni un papel, ni la menor defensa de cuantas se podíanimaginar en el mundo. Pero pasada la Pascua, ya no aguardaré más,porque sé que si diez años se estuviese dando término, al cabo deellos dirían que se hacía la justicia de Peralvillo *; y por hacerlo todojunto un día, guardó para entonces declarar las sentencias contra losausentes (se refiere al príncipe de Orange, Luis de Nassau, Coulem-bourg, Brederode y todos aquellos que acusados de sedición habíanhuido del país y eran objeto de requisitorias y emplazos por edictospúblicos para ser juzgados en rebeldía). Tras los quebrantadores deiglesias, ministros consistoriales y los que han tomado las armas con-tra V. M., se va procediendo a prenderlos, como en la relación podráV. M. ver: el día de la Ceniza se prendieron cerca de quinientos, quefue el día señalado que dí para que en todas partes se tomasen».

De esta notificación se desprende, como he señalado, que el tri-bunal no tuvo en su arranque un exagerado trabajo cuantitativo,limitado a los sumarios de los cabecillas capturados en septiembre,los hombres juzgados en rebeldía que se habían evadido y causas

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* Dos son las acepciones que facilita Sebastián de Covarrubias: «Un pago junto aCiudad Real, a donde la Santa Hermandad haze justicia de los delinqüentes que perte-necen a su jurisdicción, con la pena de saetas». Proverbio: «La justicia de Peralvillo,que después de asaeteado el hombre le fulminan el proceso»; fúndase en que los delitosque se cometen en el campo, que merecen muerte, son atroces y piden breve ejecuciónconstando del delito, especialmente si le han cogido infraganti al deliqüente, con lasumaria y con la publicidad hazen justicia, y después por ventura ponen más en formael processo y estienden los actos.

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que pudieran derivarse de los apresamientos ocasionados por eldinamismo de Margarita de Parma. Que las grandes redadas sobre-vinieron a partir del 3 de marzo de 1568 —el día de la Ceniza regla-do por el periodo de la Cuaresma— es la prueba más categórica quepuede esgrimirse en dicho sentido.

Entretanto que estas cossas passavan en Flandes en España el PrinzipeD Carlos incomodado de veras con lo mal que le havian salido los negoziosdesfogava su rabia con quanto a la mano le venia una vez porque se con-tradezia en lo que hablaba por ser descomedido su gentil hombre Alonsode Cordova le assio con todas sus fuerzas y en poco estuvo que no le echa-se por una ventana abaxo otra vez tenia un farsante o juglar llamado Cisne-ros para que con sus agudezas le divirtiese y como era este hombre de ruinralea envanecido con el favor del Prinzipe de todo hazia burla i escanio itanto hizo en unas coplas que saco contra el Presidente del Consejo de suMagestad catholica Espinosa coplas que hizieron reir grandemente al Prin-zipe no embargante su mal humor que ofendido de ve ....... como la grave-dad del casso requeria el Pressidente saco una real cedula con la qual des-terro al comico u farsante Cisneros sin que el Prinzipe pudiera impedirlopor mas que hizo aunque travajo mucho al efeto. Pues luego que vio falla-das sus esperanzas le entro tal colera que un dia que hallo a Espinosa enuna antecamara de Palazio se fue para el i sin respetar sus muchas canas lehablo malamente por haver desterrado a Cisneros i como Espinosa cons-testasse con firmeza el Prinzipe le alzo la mano i porque clamava por soco-rro saco la espada e hizo finca de querersela envasar dentro del cuerpo.Grandemente se dolia el Rei D.n Phelipe de estos suzesos pero mas se doliatener que pensar en castigar los delitos de su hijo i no lo hizo muchas vezescontando con que todo eran locuras de manzevo i creiendo que el tiempo ila reflesion pudieran corregirlo.

La fuente que siempre se ha considerado, al hacerse la historiaeco de los desmanes de don Carlos, ha sido fundamentalmenteCabrera de Córdoba. Los trastornos reflejados tienen escaso realcepara facilitar un perfil completo de la psicología del príncipe, dadoque, en su mayor parte, dimanan de esporádicos arrebatos coinci-dentes con álgidos momentos de inestabilidad emocional. Además,como es proverbial, aunque enmarca estas alteraciones dentro delcapítulo en que explica la detención, no fija la fecha, se hace difícilprecisar el componente cronológico y enumera los siguientes alter-cados: «Dar orden de quemar una casa porque le cayó un poco deagua y de matar a sus moradores». La perversa excentricidad, si asípuede llamarse, se calmó con la falsa disculpa de que se había res-petado el hogar amenazado por haber entrado en aquel instante el

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santísimo sacramento del viático. Imagino que la exigua cantidadde líquido sería más bien, como era usual en la época, un bacín conmicción o excrementos. El segundo extravío especifica: «Dormíaen su cámara don Alonso de Córdoba, gentilhombre de ella, her-mano del Marqués de las Navas, y no respondió a la campanilla ylevantóse furioso el príncipe y cogiólo en los braços para echarle enel foso de palacio, y forcejeando con voces don Alonso para salvar-se acudieron a detener al Príncipe, y el Rey pasó a Don Alonso a sucámara».

Los restantes atropellos patentizan que dio un bofetón a donPedro Manuel porque le habían confeccionado unas botas demasia-do estrechas cuando él las quería amplias en contra del criteriopaterno. Que el monarca se inmiscuyese en elegir el calzado es unaextravagancia, pero no se puede relegar la bagatela dado su punti-lloso carácter, receptivo para tratar toda clase de menudencias, fue-sen o no burocráticas. Esta novedad, que asimismo se atribuye aPierre de Bourdielle, señor de Brantome, debió suceder antes deque ocurriesen los disturbios iconoclastas. La anécdota se rematacon el apunte estrafalario de que el príncipe mandó que las botasfuesen troceadas, guisadas y comidas por el menestral. Otra acción«malévola» se enmarca en que «estando en el bosque de Aceca fre-nando su eceso don García de Toledo, su ayo, le quiso poner lasmanos el Príncipe, y huyó hasta Madrid, donde el rey le hizo mer-ced, y quedo mal inclinado hacia su hijo». Por fuerza, este episodiotuvo que acaecer antes de 1564, puesto que don García pereció enenero del año mencionado.

La quinta descripción se refiere a la repulsa que tuvo contra elcardenal Espinosa. Por la influencia del encumbrado dignatario y larepercusión que el incidente tuvo que tener, voy a exponer las líneasque recogen la falta de respeto. Dice Cabrera: «Había mandado quele representase una comedia Cisneros, ecelente representante, y pororden del cardenal Espinosa impedido y desterrado, no osó venir aPalacio. Indinóse contra el cardenal, a quien sumamente aborrecíapor su imperioso gobierno y gracia que tenía con el Rey, y viniendoa Palacio le asió del roquete poniendo mano a un puñal, y le dixo:“Curilla, ¿vos os atrevéis a mi, no dexando venir a servirme Cisne-ros? por vida de mi padre que os tengo de matar”. Del Cardenal,arrodillado y humilde, fue detenido y satisfecho».

La referencia final sobre los desenfrenos difundidos detalla quesu progenitor poseía un caballo favorito llamado el Privado. DonCarlos convenció al prior don Antonio para que le dejase ver al ani-

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mal jurando que no le haría mal, pero, no obstante su compromiso,lesionó al corcel de tal manera que la pobre bestia murió en breveplazo. Aunque no pueda corroborarlo con seguridad, dada la caren-cia de fechas, entra dentro de lo previsible que estos dos últimosactos se produjesen durante la prolongada etapa de crisis que sufrióentre las postrimerías de 1566 y la primavera de 1567.

Los desmanes que ya han quedado propalados tienen un llamati-vo preámbulo de Cabrera al escribir: «Para defensa de España porel recelo del levantamiento de los moriscos del reino de Granada,establecía el Rey una milicia de cuarenta mil soldados naturales consus capitanes y oficiales, y fue advertido en el hecho de que a su hijoalgo inquieto daba exército con que quitalle la Corona, y los infan-tes (si los hubiera adelante) al Príncipe su hermano; pues ganandocon promesas los capitanes, se ganaba la gente que les era por sugobierno sujeta, y cesó en la fundación de la milicia». La parrafadaes suficientemente sabrosa como para implicarse en una serie deelucubraciones vinculadas con la inquietud del príncipe, su capaci-dad para encabezar una revuelta y la decisión de «no tentar al dia-blo», anulando la movilización del contingente de tropas y armasque podían rebelarse. El aviso dado, se quiera o no, fortalece laindividualidad de don Carlos y su presunto ascendiente en la socie-dad castellana en igual proporción en que disminuye el prestigio delsoberano. No es nada raro que fuese más querido de lo que decla-ran las crónicas coetáneas y que Felipe II, por el contrario, no sesintiese apoyado por una adhesión incondicional del pueblo y de lanobleza.

Con independencia de esta digresión, volviendo al contenido dela relación, se puede comprobar que solamente se citan dos de losescándalos que Cabrera cuenta, parecidos en el fondo, pero distin-tos en aspectos formales. Al razonar el origen del «percance» ocu-rrido con el inquisidor hay escasos contrastes, algún matiz más en elopúsculo, pero nada de fuste elocuente. Lo mismo ocurre cuandoambos plantean el altercado con don Alonso de Córdoba, a pesarde que en este caso sí difieren sustancialmente en los fundamentosque motivaron el incidente. El reputado biógrafo aduce que el albo-roto se produjo porque el criado no escuchó la campanilla que usa-ba para llamarle mientras la monografía señala que el atropello obe-decía «porque se contradezia en lo que hablaba por serdescomedido». La diferencia no tendría gran sentido —yo no se lodi en un principio— sino fuese porque hay una tercera versión dellance por parte de Leonardo de Nobili, notificando que el príncipe

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le ha dado una bofetada a Alonso de Córdoba, asegurando quehacía ya seis meses que tenía ganas de dársela «a causa de ciertaspalabras que había pronunciado». Dietrichstein puntualiza que estehecho se produjo antes del 10 de marzo de 1567 (fecha de su comu-nicación al emperador), es decir, cuando a don Carlos le habían sali-do mal los negocios y desfogaba su rabia incitado por un paroxismoque envilecía sus reacciones y acrecentaba su orgulloso tempera-mento.

Ser descomedido en lo que hablaba o haber pronunciado deter-minadas palabras son sendas expresiones concordantes en el fondoy esta similitud me pone en la encrucijada de un dilema interesante.El narrador estaba mejor enterado que Cabrera de Córdoba y relataun suceso, en apariencia desdeñable, ajustándose a la verdad de loacontecido y demostrando con ello que vivía al corriente de cuantoocurría en palacio o contaba con referencias fidedignas. Se podríaaducir, en contrario, que pudo localizar la carta de Nobili en cual-quier oportunidad, pero este alegato no tiene peso, ya que la misivase encontraba en Florencia y fue remitida a Gachard, por el profe-sor Alberi, a mediados del siglo XIX, cuando el laborioso belga reco-pilaba documentación por intermedio de colaboradores que le pres-taban una altruista ayuda. Los informes de Dietrichstein (desde el19 de noviembre de 1563 hasta el 25 de mayo de 1568) le fueronsuministrados por la dirección de los Archivos de la Corte y Estadode Viena por idéntica época y fueron publicados en Leipzig en1857. Al socaire de estos datos es notable que no haya en Viena des-pachos del barón sobre la muerte del príncipe y que haya desapare-cido toda la correspondencia ulterior a mayo de 1568. Se quiera ono, el enviado de Maximiliano, por su convivencia diaria con losarchiduques Rodolfo y Ernesto, estaba mejor orientado que losrepresentantes del resto de los países, excepción hecha del embaja-dor francés, que contaba con buenos confidentes en el entorno deIsabel de Valois.

Concretado este punto, en apariencia inapreciable, pero que paramí tiene un sólido valor probatorio de que el cronista no es un forja-dor de invenciones —igualmente he resaltado los errores cronológi-cos y seguiré criticando deficientes fragmentos de su relato—, voy arealizar una exposición, lo más sucinta que pueda, de pasajes quemaneja Gachard para justificar que el comportamiento del heredero,tan criticado, se enmarca en el denominado periodo de crisis.

Tras los tumultos y la orden de enviar gente de guerra represorade la sublevación, Felipe II convocó Cortes de Castilla para el últi-

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mo mes de 1566. Los debates se iniciaron el día 11 y el príncipetuvo un enfrentamiento con los delegados que no apoyaban la mar-cha del monarca o pedían, en su defecto, que fuese él quien perma-neciese en el país como regente. Ambas propuestas eran un impedi-mento para que pudiese alcanzar su meta de llegar a Brabante yamenazó a los procuradores, advirtiéndoles que les consideraríaenemigos y les destruiría si insistían en la pretensión. Esta actitudbelicosa tuvo que producirse en las jornadas que median entre el 22y el 31 de diciembre de 1566.

A principios de 1567 tuvo lugar una desabrida peripecia creadapor Estévez de Lobón, gentilhombre de cámara que gozaba de suconfianza. Carlos de Austria había echado algo de menos —¿ante-cedentes epistolares?— y acusó a su criado de haber incurrido encrimen de lesa majestad, hurto y traición. La ocupación de dichosujeto fue objeto de una exhaustiva inspección y finalmente despe-dido del servicio.

Sin descifrar las causas, según una referencia de Nobili, se dice asi-mismo que había atemorizado con un puñal a su mayordomo donFadrique Enríquez. No consta en la comunicación del florentino cuán-do acaeció la intimidación, pero se deduce que debió de ser en los pri-meros meses de 1567, según indicios que facilitan diversas fuentes.

Hernán Suárez, egregio cortesano muy respetado por el prínci-pe, le escribe el 18 de marzo de 1567, efectuándole una dura críticapor su indisciplina filial, se alarmaba de que no confesase ni comul-gase, le avisaba que estaba dando a sus adversarios pretextos paraimputarle locura e ineptitud, y se horrorizaba de los desafuerosque cometía con sus criados y con los animales —había dañado aveintitrés caballos— para redondear su respetuosa, pero enérgicadiatriba, con el aviso de que el Santo Oficio ya hubiese intervenidopara saber si era cristiano o no en el caso de que fuese persona demenor alcurnia.

No cabe, por tanto, asomo de vacilación de que su conducta,tan denostada por los historiadores, oscilaba con grandes desajus-tes durante las frustraciones más o menos intensas que le tocabavivir en el plano de sus deseos y aspiraciones. Y no deja de ser sig-nificativo que, cuando sobrevienen los peores desarreglos,Felipe II, en el colmo de una contradicción ininteligible, le confierela presidencia de los Consejos de Estado y Guerra, eleva a cien milducados los ingresos de su casa (con un incremento de cuarentamil), le faculta para resolver en negocios de gobierno y promete lle-varle consigo a Bruselas.

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Entretanto el Prinzipe que cada dia hallava peor vivir con su padre ideseava de marcharse de con el penssando mejorar de condizion conandar a sus anchuras ideo lo mas malo que pudiera qual era declararse enavierta reveldia contra su señor y padre marchandose de España a tierrasde hereges i enemigos al efeto i para mejor conseguirlo escrivio a los Prin-zipes de Orange y Condes de Horn y Emon para ponerse de acuerdo conellos i atto contino se dispusso dos cavallos un criado y un page que no leconoscian i una buena suma de dinero con este dinero i demas contavamarcharse tan pronto como resciviera contestazion a sus cartas que no latuvo por zierto porque como estavan tomadas todas las vias por las tropasdel Duque de Alba cogieron al correo que las llevava y viendo los papelesdirigidos a los Condes de Hornos y de Emon i al Prinzipe de Orange quetantas sospechas davan a los nuestros fueron llevadas las cartas al Duque ieste leidas que fueron que todas tres eran iguales i todas tres de un mesmotenor se las remitio al S.r D.n Phelipe que se aflijio de veras al mirallas porver lo poco que su hijo se emendava i como corria a su perdizion i ruinaespiritual i temporal. Ia perdio todo el sufrimiento que le quedava i en ver-dad que era para perderlo el ver las cartas menzionadas pues en ellas a masde dezir mucho mal de su padre i de su modo de governar pues que le lla-mava fiera mostro i otras cosas de este jaez i dezia que poco havia de podero havia de quitar a su padre el mando en aquellas sus provinzias de losPaisses vajos y havia de coronarse Rei de ellos i hacer alianzas con otrosPrinzipes i traer la guerra asta misma España para tomar completa vengan-za de todas las injurias que suponia haverle hecho. Vistos tales planes i tanfunestas determinaciones ia le parescio al Rei que era demassiado sufri-miento i determino poner coto a tantas demasias.

Se hace preciso destacar, en primer lugar, que durante mayo,junio, julio y agosto de 1567, en espera de la proyectada expediciónacompañando a su padre hacia Bruselas, no existe ni la menorobservación de que se desencadenasen altercados. Su belicosidadestaba apaciguada y hasta se mostraba entusiasmado, a juzgar por lacarta que Dietrichstein dirige al emperador. La nueva crisis —lasegunda y definitiva— empieza a labrarse a partir del instante enque se divulga que el viaje puede experimentar otro aplazamiento.Felipe II, sobre quien se tiene inseguridad de que estuviese dispues-to a desplazarse hacia sus dominios, estuvo esperando todo el vera-no a que cristalizaran dos acciones vitales: la llegada del duque aBruselas y el prendimiento de los principales sospechosos de haberdefendido la insurrección. De ambos fines se tuvo confirmaciónel 21 de agosto y el 18 de septiembre de 1567, respectivamente.Demasiado tarde para afrontar con garantías una arriesgada travesíapor mar cuando además los problemas suscitados por la revueltaestaban ya en vías de solución.

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El 13 de septiembre de 1567, Fourquevaulx revela a Catalina deMédicis que don Carlos no se recata en pregonar su odio al rey ynueve días después Felipe II informa al papa de que transitoriamen-te renuncia al desplazamiento que tenía previsto y cuya suspensiónya estaba albergada en el ánimo de su hijo. La frustración tuvo queser penosa ante el incumplimiento de la promesa que llevaba implí-cito el retraso sine die de su boda con Ana. No puede resultar, enconsecuencia, nada extraño que volviese a estar enfurecido, se sin-tiese engañado o menospreciado, se agudizasen los embrollos deuna cohabitación conflictiva y, en última instancia, estuviese prepa-rado para fugarse afrontando los riesgos que fuesen necesarios. Dis-tinta cuestión, menos accesible, es que dirigiese su huida hacia losPaíses Bajos cuando estos territorios estaban sometidos por Fernan-do Álvarez de Toledo. Cabrera de Córdoba subraya que «pidiódinero a los grandes para huir de la Corte y caminar a Alemania acasarse con su prima la infanta Doña Ana y también tentó a su tíoDon Juan para su viaje a Alemania».

Fourquevaulx y Marcantonio Sauli ratifican esta conclusión,concibiendo la posibilidad más fácil de encaminarse hacia Portugal.El príncipe, en su desesperado atrevimiento, buscaba el amparo deMaximiliano II en Viena o de su abuela Catalina de Austria, resi-dente en Lisboa, y comenzaba a tomar medidas protectoras para suseguridad acumulando armas y haciéndose construir un complicadoartilugio para tener, a su antojo, cerradas las puertas de su cámara.Este artefacto fue diseñado e instalado por Louis de Foix el 24 deoctubre de 1567.

Partiendo de estos antecedentes, constatados históricamente ymarcados por el imperativo de la lógica, no puede creerse la expli-cación del opúsculo de que su empeño tuviese como destino tierrade herejes y enemigos —la capital bruselense, aunque no haya unamanifestación especifica y no pueda eliminarse que la vaga orienta-ción haga alusión a Viena y el mundo germánico— y mucho menosque consumase el disparate de escribir a los condes de Horn yEgmont, que ya habían sido encarcelados, y a Guillermo de Nassau,que se había refugiado en Alemania, dificultando con ello cualquierposibilidad de comunicación. Estas circunstancias, conocidas sinningún género de dudas, dotan al manuscrito de fundamentos tópi-cos que tienen la finalidad de servir de justificación para la deten-ción. Nada se dice sobre los métodos empleados para agenciarseuna buena suma de dinero, pero, en este sentido, sí se sabe que dosde sus gentilhombres de cámara, Garci Álvarez Osorio y Juan Mar-

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tínez de la Cuadra, se ocuparon de la tarea mediante traslados azonas castellanas y más tarde a la poblada urbe de Sevilla. El frutoobtenido mediante solicitudes a individuos acaudalados se ha cifra-do en ciento cincuenta mil escudos, pero en realidad no disponía dedinero poco antes de su confinamiento ni la cantidad fue descubier-ta entre sus pertenencias. El paradero de semejantes recursos es unmisterio más sin solventar entre tantos enigmas que envuelven supretendida huida y su reclusión. También llama la atención que lamonografía no haga alusiones al intento de sobornar a su tío paraque le ayudase en su propósito. La escueta indicación de que le pre-parasen dos caballos, un criado y un paje que no le identificaban,induce a pensar que su maquinación era un conato sin la participa-ción de cómplices y fruto de una situación anímica soliviantada.

El contenido de los correos —insultos al monarca, anhelo decoronarse en suelo neerlandés y hasta ideas de vengarse de las inju-rias entablando guerra contra su propio país— entran de lleno enuna patología fronteriza con la vesania y, si fuesen verídicos, argu-mento insostenible por las razones apuntadas, serían motivos másque sobrados para comprender la drástica decisión real. Como esnormal no hay testimonios de dichas comunicaciones ni de quefuesen interceptadas y remitidas al rey. Sólo la ignorada relacióndescribe esta contingencia con una contradicción que convieneresaltar: el príncipe difícilmente pudo tener respuesta y, sin embar-go, durante su apresamiento le fueron confiscados bastantes pape-les y entre ellos algunos de los condes de Egmont y Horn sobre laconspiración tramada y que más adelante fueron aportados alsumario como pruebas irrefutables. Juan Antonio Llorente, comoya he señalado, menciona que Gregorio Leti publicó una carta diri-gida por Carlos de Austria al conde Egmont y que fue halladaentre los pliegos del duque de Alba, pero no determina su compo-sición ni su fecha, aunque vincula su texto a la hipotética conjura.El clérigo cree, además, que el viaje a Alemania —nunca a Braban-te— estaba respaldado por la aristocracia intrigante con la ayudade Mr. de Vendomes, criado de la cámara regia, que oficiaba comomediador. No he tenido la satisfacción de revisar las obras de Gre-gorio Leti, a pesar de las indagaciones realizadas para localizarlasen este país, y el teórico colaborador fue detenido cuando el barónde Montigny y liberado en 1571 tras haber sido encarcelado en elcastillo de La Mota. La verdad es que nadie hasta ahora ha demos-trado con argumentos convincentes cuáles fueron las motivacionesque pudo tener Felipe II para prender a su descendiente y ence-

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rrarle en un rincón del palacio, aunque en mi ánimo, paso a paso,iba tomando cuerpo la idea de que su dogmatismo católico estabasembrado de temores en relación con la falta de convicción religio-sa de la que venía haciendo gala su heredero.

i al efeto llamo para su consejo a dos padres graves dominicanos conlos quales consulto su gravissimo conflito i ellos saviendo que havia tenidocomunicacion con los hereges enemigos de nuestra sancta religion aconse-jaron al Rei que lo pussiera en Prission lejos de toda comunicacion huma-na retraiendole a las carceles del sancto oficio donde procurarian lospadres convencerle de todos sus herrores i hacerles (sic) entrar en el gre-mio de nuestra sancta Madre la Iglesia de la que tan en mal hora se haviaseparado quedando a disposicion de su Magestad el castigalle por el delitode traizion que proiectava mas que antes devian procurar convencelle ycorregille porque ia que se perdiese el cuerpo que al menos se salvara elalma. Pareziole bien este consejo al afligido Padre i determino de ponelloal punto por obra i assi para evitar que el Prinzipe saviendo lo que se trata-va huyesse o quissiera ponerse en defensa una noche cuando ia dormiaentro el Rei con gente armada en el cuarto de su hijo i le recogio todas lasarmas i asi mesmo todos los papeles que vistos muchos dellos hallaron serpapeles de los condes de Emon i de Hornos todos ellos relativos a la cons-pirazion que se tratava de llevar a cavo y que podian dar mucha luz sobreel asunto i de que no poco se holgo el Rei porque assi tenia en su manotodo el secreto de la trama hallaronse tambien algunos papeles de la ReinaIsabel papeles tiernos i apasionados en que so color de disuadir al Prinzipede su cariño se manifestava mas amor del que se deviera. Quando ia estavahecho todo el escrutinio el Prinzipe desperto i se maravillo mucho de verseentre aquella concurrenzia i mucho mas se admiro de oir que su padre leintimava la orden de quedarse presso en su quarto hasta que otra cossadispussiese de la ravia quedo mudo i luego que quedo solo i cerrado saltode la cama este en busca de su espada para cometer con ella sin duda algu-na mala azion pero como havian tenido la precauzion de quitalle las armasno lo pudo hazer i desfogo su colera dandosse de calavazadas en las pare-des i hiriendose el rostro con las unas i tal vez se matara si el Rei no tuvierala precauzion de haver dejado a la puerta como de guardia del Prinzipe alDuque de Feria y al Prinzipe de Eboli los quales entraron logrando dete-nerle y sujetarle los brazos con lo qual impidieron que llevasse a cavo susmal concevidos desinios.

La posible deliberación es comentada por Cabrera en lossiguientes términos: «Consultó el intento de su Alteza con gravisi-mos doctores, y especialmente con el maestro Gallo, y el maestrofray Melchor Cano, obispo de Canarias». Este último prelado habíafallecido en Toledo el 30 de septiembre de 1566 y el apunte es, por

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tanto, parcialmente inexacto. Es concebible que la influencia deDiego de Chaves y del cardenal Espinosa le inclinaran a confiar enmonjes de Santo Domingo de Guzmán, que estaban muy vincula-dos al Santo Oficio, pero es preciso recalcar que en 1568 no habíaen Madrid Tribunal de la Inquisición, que fue instaurado en 1633, yúnicamente consta la existencia de un comisario designado por lasede toledana con facultades para tomar testimonio de la primeradeclaración de los inculpados y proceder al traslado de los presos ala ciudad imperial.

Asimismo recoge la obra del cronista que Felipe II trató el casocon Martín de Azpilcueta (afamado como el doctor Navarro por suprocedencia geográfica), legista famoso que emitió un dictamenque, en su parte esencial, dice: «Se advertía sobre esto haría maldon Carlos en salir de España, pues daría gran ocasión de discurrirsobre el ánimo del padre y del hijo y de la causa de su discordia, ypara hacerse guerra los dos con ruina de los estados, metiendoescándalos, tomando la voz del padre unos, la del hijo otros, debili-tando sus fuerças y animando a sus enemigos para armarse y acome-ter los reinos flacos por la división».

La inquietud del doctor Navarro, sustentada en la amenaza dela herejía y la indisciplina que atribuye en otros párrafos al prínci-pe, es tanteada por los dos padres dominicos. Felipe II estaba pre-ocupado por la mentalidad religiosa de su sucesor y en la prácticaconvencido de castigarle por traición. La frase «corregille porqueia que se perdiese el cuerpo que al menos se salvara el alma», ade-rezada con la pretensión de «entrar en el gremio de nuestra sanctaMadre la Iglesia de la que tan en mal hora se havia separado», esmás un destello de su propio pensamiento que una sugerencia delos frailes consultados y una prueba inequívoca de que el prisione-ro había conducido sus actos hacia el punto más sensible de suprogenitor.

Los conflictos que repercutieron en la solución de recluirledebieron ocurrir entre mediados de septiembre de 1567 y el día delapresamiento. Felipe II, que estuvo en El Escorial desde el 20 dediciembre hasta su regreso al alcázar, tuvo mensajes de varias inci-dencias que le fueron transmitidas durante su estancia en el pobla-do escurialense: una copia de las cartas, jamás localizadas, que suprimogénito pudo dirigir a los grandes, pidiendo ayuda para «unnegocio que se ofrecía» y que pudo ser denunciada por el almirantede Castilla; la vital delación de Juan de Austria; confidencias deDiego de Córdoba, primer caballerizo del rey, advirtiéndole de las

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sospechas que una visita del príncipe habían despertado en su espo-sa cuando fue a despedirse de ella; los recados de Raimundo de Tas-sis, correo mayor, dándole cuenta de que su hijo le pedía caballos yque se había visto obligado a negárselos alegando que todos los ani-males estaban siendo utilizados en diversas misiones, y la interven-ción del prior del convento de Atocha, Juan de Tovar, avisándole dela polémica desatada en el monasterio de los jerónimos y que lehabía impedido confesar, ganar la absolución y comulgar posterior-mente. Semejante desafuero pudo impresionarle hasta llegar a cues-tionarse la ortodoxia católica de su sucesor, mientras ordenaba a lossuperiores de los conventos de Madrid y sus cercanías que prescri-biesen oraciones para que el cielo le inspirase antes de verse en lanecesidad de tomar una resolución que, sin duda, afectaba al futurode su vástago. Tales instrucciones buscando el auxilio divino, a lasque era propenso en coyunturas emocionales, fueron cursadasdemandado secreto, pero trascendieron lo suficiente para que seespeculase sobre su significado y hasta fueron objeto de misivasinformativas de algunos embajadores y del arzobispo de Rossano.Según Fourquevaulx, las plegarias pedidas se consumaron el 13 deenero, pero el clérigo Fernández de Retana, sin citar fuentes, men-ciona el 13 de febrero, aunque su forma expresiva —clara referen-cia dimanante de Gachard— y el momento concreto en que estable-ce la decisión real hacen conjeturar que padece un error de fechas.

Todos estos trances, premonitorios de una inmediata huida,algunos equívocos en su veracidad y otros más concluyentes, origi-naron sin duda su prisión. El desarrollo y desenlace de este últimoextremo ya es conocido a través del ujier de cámara, también porotros anónimos, y el alcance de la detención debe centrarse, en miopinión, en si le fueron confiscadas pertenencias que pudiera tenerocultas. Las explicaciones en este sentido corroboran que, efectiva-mente, le fueron arrebatados documentos, aunque no se especifiquesu contenido o se recurra a vagas orientaciones.

Cabrera de Córdoba escribe: «El rey con blandura le dixo noquería sino hacerle bien, se aquietase y volviese en sí. Mando alprior don Antonio llevase un cofrecillo de acero embutido de oroque tenía sobre el bufete; y preguntando don Carlos para qué lequerían, respondió el Rey se le volvería (como se hizo) en sacandolos papeles que en él y en un escritorio tenía. Dio su Alteza las lla-ves, y el Prior los abrió antes de presentarlos, y rompió los perjudi-ciales al Príncipe y a sus amigos, supliendo en lo que faltó a la enco-mienda la caridad sólo para ello poderosa».

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Fernández de Retana, aprovechando hasta la mínima oportuni-dad para ensalzar el comportamiento del soberano, deja correr lapluma: «Luego (el rey) dirigió personalmente la minuciosa requisade los papeles y documentos de su hijo, en especial una arquilla enque tenía los más secretos y comprometedores, y la llevó a su pro-pio despacho, asegurándole a su hijo que se le devolvería puntual-mente. Esta requisa no era contra su hijo, sino para defender suhonra, pues los hizo desaparecer para siempre, y, en cambio, cargóél noblemente con todas las habladurías de la posteridad, escudadaen su secreto». Enseguida reincide diciendo que «sobre el conteni-do de la documentación ocupada por el rey en la cámara de su hijo,no es fácil obtener información documental segura y cierta, desdeel momento que el monarca, con su ordinaria reserva, se propusosalvar la honra del príncipe, que era su hijo, haciendo desaparecertodo documento comprometedor». Igualmente insinúa que losinformes de los representantes extranjeros no pasan de ser merashipótesis, pero termina admitiendo que «es posible también que leocupara cartas comprometedoras de los flamencos, pero es raroque no haya aparecido ninguna del príncipe en los archivos deParís y Flandes».

Manuel Fernández Álvarez, al enfrascarse en la versión del ujierde cámara, ni siquiera repara en la requisa. Pudiera ser que el criadoque vigilaba la puerta «y lo veía y escuchaba todo» tampoco se per-catase o no le diera demasiado realce, pero no es así, puesto que elrenombrado servidor (cuyos comentarios fueron impresos en laRevista de Madrid, 3.ª serie, año 1841) puntualiza: «Luego le toma-ron todas las llaves de sus escritorios y cofres, y el Rey los hizo subirarriba». La indicación «subir arriba», que no parece tener mayorsignificado, debe ser refrendada con la matización de que los cuar-tos principescos estaban en la planta baja y el escritorio regio porencima de la segunda altura del edificio. Llorente, que también haceuso del acreditado anónimo, sí menciona la incautación, pero nohace hincapié en su alcance y trascendencia.

Cayetano Manrique, en su corto ensayo El príncipe don Carlosconforme a los documentos de Simancas, editado en 1867, haciendoalusión a un anónimo, titulado «Aviso d’un italiano plático y fami-liar de Ruy Gómez, reproduce: «El rey mando registrar en seguidalos aposentos del príncipe, que se quitasen de ellos todos los instru-mentos de hierro, y ordenó al prior D. Antonio se apoderase de unacajita de acero embutida en oro que estaba sobre una mesa; pidió alpríncipe la llave ofreciéndole volver la caja en cuanto se sacasen de

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ella los papeles que contuviese. Lo mismo se hizo con los demásescritorios y cajones, tomando todos sus papeles».

Louis Prospére Gachard no ofrece en este aspecto ningunanovedad, dado que entiende que los testimonios arrebatados eranlas supuestas cartas que tendría preparadas para que fuesen expedi-das tan pronto como tuviese lugar su fuga (notificaciones para losgrandes, los príncipes cristianos, las chancillerías y audiencias delreino, principales ciudades de Castilla, más los textos destinados alrey, al emperador y al sumo pontífice), además de un pretendidoprograma de actos que pensaba realizar tan pronto saliera de laCorte y la pregonada lista de amigos y enemigos revelados encolumnas opuestas. Todos estos antecedentes, que jamás aparecie-ron, se deben a versiones de los embajadores seguidamente del con-finamiento y, como dice Fernández de Retana, son meras especula-ciones sin excesiva solidez.

En el anónimo que se halla en la Biblioteca Nacional de Madrid(con la signatura 10817/10, «papeles referentes a la vida del prínci-pe don Carlos hijo de Felipe II»), con independencia de sus rasgosfolletinescos y fiel reflejo, en algunas partes, del libro del abad deSaint-Real, se narra que el heredero del trono había recibido «cartasde Flandes que no le permitían dilattar más el viaje». Los mensajesse atribuyen a Egmont y Horn, haciéndole partícipe de su conster-nada posición, tras el arresto decidido por el duque del Alba, y plas-mando «que luego ya no sería tiempo de socorrerlos». Puede pare-cer inverosímil que ambos pudieran desde sus celdas expedircomunicaciones con facilidad, pero tal eventualidad no puede serdespreciada analizando precedentes similares ocurridos con losencarcelamientos de Antonio Pérez y el barón de Montigny, quesiempre pudieron conectar con el exterior de sus cárceles. Que loscondes, honrados por su pueblo, contaran con ayuda para talesfines es una posibilidad, aunque se pueda titubear sobre el prove-cho que pudieran tener estas comunicaciones, de haberse llevado acabo, considerando la situación, dominada por los tercios hispáni-cos, y la escasa, por no decir nula, actividad que el príncipe podíadesplegar desde su morada, sin apoyo ni resortes para socorrerlosdesde el momento en que no había conseguido su objetivo deponerse a la cabeza de las tropas enviadas a Bruselas.

El amplio ejemplar que ahora me ocupa, al describir el apresa-miento con detalles peculiares no vertidos en otros relatos, sí obser-va que se enfureció hasta la desesperación, pretendiendo arrojarseal fuego de la chimenea, cuando el rey se adueñó de una escribanía

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llena de papeles que se hallaba escondida debajo de su cama. Másadelante aclara que Felipe II «quedó espantado del peligro a que sevio expuesto» cuando revisó los designios y las inteligencias de suvástago reflejadas en las cartas encontradas, «pero aun mucho másfue conmovido quando entre otras carttas de mano de la reyna hallóuna que le pareció la más ardiente y amorosa del mundo». Se con-creta a continuación que esta misiva le fue dirigida por su madrastracuando sufrió su peligrosa caída en Alcalá de Henares y se temíapor su supervivencia. Nada más y nada menos que en la primaverade 1562. Para evitar injerencias que impliquen rasgos subjetivos,voy a incluir el pasaje: «Esta era aquella cartta que le llevó el Mar-qués de Poza a Alcalá y que don Carlos no havía jamás querido bol-verle, como la reyna la havia escripto en aquel primer arrevata-mientto de su dolor por el accidente morttal de el Príncipe, nohavía creído que quanto podía escrivir a un hombre cuia vida erasin esperanza fuera cosa de consequencia ni pudiera produzir otroefectto que hazerle morir conttentto; así ella se havía dejado llevarde su tternura al escrivirla y allí havía expresado los sentimenttosmas singularess y secretos de su corazón con toda aquella violenziaque podía inspirar una ocasión tan funestta». El desconocido narra-dor concluye su planteamiento salvando la honestidad de la reina,ya que la misiva no afectaba a su honra ni ofendía su obligación deesposa, aunque estos argumentos no convencieron al rey que «infi-rió mui diferenttes consequencias».

Sin querer, inevitablemente, al leer fragmentos similares, me vuelvea la cabeza la insinuante frase de Gregorio Marañón cuando declaraque el drama todavía se trasluce en «novelas que quieren ser historia ypor historias verdaderas que parecen folletines». Las explicacionesque debieran tener formalismo nada refieren sobre los papeles requi-sados, salvo su probable destrucción, y únicamente los anónimos,parecidos a pintorescos seriales, dan cuenta, con mayor o menor esme-ro, de la importancia que Felipe II les concedió y hasta señalan su con-tenido en confusas dosis similares a las expresadas por el opúsculo.

Despues de echo esto luego que fue de mañana hizo llamar a los dosR.P. dominicanos que lo eran Frai Joan Perez del sanctissimo sacramento iFrai Pedro Abias 15 de la concepcion de la inmaculada Virgen santisima i

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15 Este apellido por ser de difícil lectura para mí lo he escrito como va, por parecerme lo másconveniente.

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señora Nuestra con los quales confirio larga i detenidamente i ellos leaconsejaron por lo que ia savian que por la noche le metieran en un coche ilo llevaran a las carceles del sancto ofizio donde le tendrian dispuesta pri-ssion dezente al efeto i alli tratarian de convencelle de sus errores con todoel amor i caridad posible afin de metelle segunda vez en el sancto gremiode la Iglesia catholica Apostolica y Romana unica y 16 verdadera en todo eluniverso mundo porque assi convenia i era de hazer en meritos ....... la Per-sona i mas que todo en meritos de la caridad ....... que nos aconseja enseñe-mos al que no save los fundamentos de nuestra sancta creenzia ofreziendo-se ellos a tomar sobre si tan util carga agradezioselo el Rei i aquella mismanoche previno un coche i sacando en el al Prinzipe que era de mui maltalante llevado lo condujeron a la Prission del sancto ofizio encerrandoleen una prission hecha al proposito en la qual no havia cossa alguna conqueofendersse pudiera a la mañana siguiente fueron los PP suso dichos ahablar con el i el les rescivio con mucho modo i hablo largamente de sudesgrazia diciendo que inorava la causa de ser presso i tratado con tantorigor los PP se lo dijeron i el lo nego todo diziendo que sin duda eran artesde malos querientes suios i en cuanto a la acusazion que havian hecho deel de estar contaminado en la heregia dijo que todo era mentira y en prue-ba de ello pidio a los dichos PP que le examinaran de la doctrina cristianacomo assi lo hizieron y le hallaron mui bien instruido en todo conforme alos ritos de la sancta madre Iglessia con lo qual quedaron algun tanto con-ssolados i se volvieron para el Rei a dezille que el Prinzipe estava mui ins-truido en todo lo perteneciente a la doctrina que profesamos i que por lotanto el Sancto Ofizio no tenia que hazer ni entenderse con el para nada elRei se holgo de ello i mando volverle para Palazio.

La pincelada más llamativa de esta parte se ciñe al desusadopunto de que se expresen las identidades de los frailes y su adscrip-ción a la orden de Santo Domingo de Guzmán. Si entra dentro desu lógica fanática la pesadumbre del soberano por la pretendidacontaminación herética de su hijo y la salvación de su alma —deFelipe II nace la tradición de que los presos «entren en capilla» ysean confesados antes de su ejecución—, nada tiene de extraño quesu consulta de conciencia se proyecte hacia los dominicos por suafinidad con el Santo Oficio y su experiencia en manejar materiasenlazadas con un hipotético descreimiento. Gachard arguye que eldía 18 hubo un constante cruce de billetes entre el monarca y el car-denal Espinosa. Como no hay seguridad de que el inquisidor gene-ral terciase en los planes trazados para el apresamiento, cabe inferir

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16 Aquí falta una palabra muy corta que no he pedido leer por lo extendido de la tinta.

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que la insistente coordinación estuviese cimentada en las sospechasde heterodoxia y las medidas que pensaban tomar. No se debe olvi-dar que la herejía era motivo suficiente para que el príncipe pudieseser desheredado y que tal acusación debía estar viva en el ánimoregio con tan sólo fijarse en el hecho de que durante la entrevistacon los frailes fuese él mismo quien exigiese una comprobación desu catolicidad.

Transcurridas más de cuatro centurias no resulta ya nada senci-llo comprobar la existencia de estos dos monjes que presenciaron eljuicio. A la tremenda dificultad hay que añadir, además, que elpatronímico del religioso perteneciente a la Concepción de la Inma-culada Virgen Santísima y Señora Nuestra no figura redactado conletra legible. Manuel García advierte tan desafortunada adversidad,que se agrava con la aparición de un apellido raro como «Abias».Por similitud he pensado en que pudiera ser «Abia» o el más habi-tual «Arias», pero son meras suposiciones sin visos de que puedanser esclarecidas.

El jubilado también repara en el paso del tiempo, como obstácu-lo para localizar huellas documentales, cuando se lamenta, en 1871,de que Julián Martínez de Arellano no tomase la decisión de editarla relación para desvanecer sus erratas, cotejándolas con el original,y demostrar con facilidad si el autor y los testigos habían vivido enla orden, indagar sus destinos y saber cómo había llegado el manus-crito a manos de fray Domingo Agustín, dado que verificar estosextremos «hubieran convencido al público que dicha relación eracierta y hecho desaparecer el afán de los historiadores, y particular-mente de los de este siglo en averiguar la causa de la prision, y dequé modo murió». No me cabe duda de que Manuel García tienerazón al exponer estos argumentos, pero temo que no repara en losimpedimentos insalvables que Julián Martínez hubiese tenido con lacensura. Diferente cuestión es que, lamentablemente, el inexpertocopista se ajustase a reproducir el folleto, con mayor o menor fortu-na escribanil, y no tuviese ni un atisbo de incertidumbre que lehubiese conducido a la investigación que tanto echa de menos elfuncionario. No es preciso forzar demasiado la imaginación paraconcebir que su trato con fray Domingo Agustín pudiera reportarlecerteza acerca de la veracidad de los hechos contados para que nisiquiera se plantease un dilema de tal naturaleza. El reproche deManuel García es una espada de doble filo, por cuanto, hace ya casisiglo y medio, él pudo lograr su divulgación, edición más fácil dellevar a cabo en el último tercio del siglo XIX, y no limitarse a enviar

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un trasunto a la Academia de la Historia. La publicación habríatenido una superior resonancia y provocado tal vez la clarificacióndel intrínseco valor del folleto. La difusión de sus impugnaciones en1871 no debieron tener la repercusión que esperaba —no he cons-tatado que remitiese un ejemplar a la Academia— y su avanzadaedad no le calificaba para viajar en busca de registros que pudiesengenerar datos convincentes.

La tarea ya era difícil en aquellos momentos por cuanto la guerrade la independencia, las desamortizaciones impulsadas en décadasposteriores y los embates de la revolución, denominada la Gloriosa,eran y son, con sus secuelas destructoras y disgregadoras, los enemi-gos de una peliaguda búsqueda. Casi siglo y medio desde entonces,con una guerra penosa entre 1936-1939, que tuvo igualmente con-notaciones anticlericales y destrucción del patrimonio de la Iglesia,viene a entorpecer tan ardua labor. Muchos son los años que hanpasado y los avatares acaecidos para ser optimistas, pero, apuntala-da mi conciencia con la pesadumbre del probable fracaso, me dis-puse a realizar las averiguaciones que pudiese, entablando contactocon personas cualificadas de la orden de Santo Domingo de Guz-mán mientras, por otra parte, buscaba todas las obras, editadas ono, que pudiesen ofrecerme alguna pista orientadora en tan vastomundo. Relatar esta odisea con profusión me parece un esfuerzoaburrido que está muy lejos de mi predisposición y sobre esta pre-misa, con la concisión como método, voy a resumir los rasgos másesenciales de mis pesquisas.

Hombres de reconocida talla intelectual como el padre RamónHernández o el padre Barrado, enraizados ambos en distintas tem-poradas en el convento de San Esteban de Salamanca, me ofrecie-ron su desinteresada colaboración en unión de padre Alfonso Espo-nera, secretario de la curia ubicada en Valencia, revisandoescrupulosamente sus archivos dominicanos, pero sin que sus dila-tadas gestiones ofrecieran elementos positivos, dado que únicamen-te pude obtener del primero de los frailes indicados un escueto tes-timonio «de que un Juan Pérez, dominico de esos años, era delconvento de Zaragoza y Maestro en Sagrada Teología en la décadade 1580», apunte que, más tarde, pude confirmar leyendo el volu-men de Gregorio Marañón relativo a las vicisitudes de AntonioPérez. El insigne médico, con independencia de crear en mi mentefructíferas suspicacias sobre el relieve de los papeles que tenía en supoder el perseguido secretario, cita a un fraile llamado Juan Pérezcomo eventual intermediario ante la Inquisición en favor de Cosme

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Pariente, encarcelado tras la sublevación de 1591, y esta mediación,suplicada por el recluso, garantiza de manera inequívoca que dichoreligioso todavía existía cuando acaban las peripecias contadas en elmanuscrito.

La importancia de que dicha persona viviese dentro del marcocronológico de los hechos relatados; la expresión pluralizada «noso-tros los testigos», que se plasma en la evolución del opúsculo y lehace partícipe en el juicio; la paronimia entre Joan y Juan; su condi-ción de teólogo; su invocada mediación ante el Santo Oficio zarago-zano, y una anomalía extraña que haré destacar al proseguir la glosame han servido de apoyo, quizá sin excesiva solidez, para presentirque hasta la redacción del folleto puede atribuírsele, pero dos merasorientaciones —la referencia del padre Ramón Hernández y la alu-sión de Gregorio Marañón— no eran factores suficientes, máximecuando mi penetración en las redes bibliográficas de la institución ymis gestiones en otros organismos no me reportaron rastros convin-centes.

Los arcanos de la orden estaban en contra de mis propósitos, yano poseía nociones claras de los recursos que podía utilizar, pero laperseverancia es un patrimonio insospechado y un dato más, cuan-do estaba al borde de la claudicación, me hizo averiguar que en laBiblioteca Universitaria Zaragozana se guardaba un tratado tituladoHistoria del convento de predicadores de Zaragoza, en tres tomos,cuya signatura es Ms 30/32, y en cuyo último volumen se recogíanbreves etopeyas de los priores y hombres célebres del convento des-de su fundación hasta 1683. Una primera revisión de los índices mehizo descubrir, en la lista de priores principiada en 1238, el nombrede Juan Pérez enclavado en el ciclo del priorato inaugurado ennoviembre de 1584 y concluido en otoño de 1587. Con la pacienciaacostumbrada, una vez recopilados los documentos útiles, fuidesentrañando los distintos párrafos, superando el inconvenienteprovocado por la tinta que había traspasado el papel y emborrona-do las líneas.

Los aspectos más eminentes de su identidad y gestión puedenresumirse en unos breves trazos: «este padre fue natural de Leciñe-na [no se reseña la fecha de su nacimiento, aunque sí figura sudefunción acaecida el 18 de noviembre de 1602], tomó el hábito eneste convento, a 27 de diciembre de 1562, siendo prior el P. fr.Miquel Pinedo, y profesó en el mismo convento a 28 de diciembrede 1563, siendo ya prior el P. Mtro. Fr. Thomas de Esquivel, tomóel hábito y profesó juntamente con su antecesor el Mtro. Fr. Geró-

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nimo Xavierre, estudió Artes y parte de la Teología, y viendo lospadres su aplicación, regimiento y talento lo eligieron colegial deOrihuela, a donde se partió por el mes de octubre de 1568 en com-pañía de fr. Juan de España y fr. Juan Hontanza, como se lee en elGasto, aunque no estuvo más de dos años en Orihuela pues sehallaba ya en el convento a principios del año 1571, pues ese añopredicó cuaresma en Villarroya de la ....... y por ella recibió el con-vento seiscientos sueldos».

Con independencia de estos detalles, constan otros sobre sucarrera en varios capítulos provinciales —artes y teología— y sumandato como prior que no tienen gran fuste (construcción decampanarios, confesionarios, aderezos encima de la puerta de laiglesia y la capilla de San Andrés y hasta la compra de una torre ogranja atendida por un hermano lego y tres mozos), aunque pareceser que hizo frente a los pagos obligatorios, pero sin conseguir verdesentrampado el convento durante su gestión.

Tan sólo algunos componentes más de su semblanza hanreclamado mi atención, sin contar que abandonase el conventoen octubre de 1568. Por un lado, el lance de que su confirma-ción en el priorato tuviese que ir a buscarla un fraile llamadoAgustín Arbel, localizando al provincial en Luchente, ajetreoque nada tiene de especial si no tuviese la certeza de que, pocosaños después, este monje fue uno de los hombres que, acompa-ñado por fray Pedro López, visitaron con asiduidad a AntonioPérez en la cárcel de los manifestados para conversar y examinarantecedentes que el preso guardaba para preparar su defensaante el acoso jurídico de Felipe II. El infatigable Gregorio Mara-ñón es la fuente de donde dimanan estas noticias y el ilustremédico asegura que estos dos religiosos no fueron ajenos a unode los proyectos para escabullirse, consistente en salir de la pri-sión «en hábito de fraile, trayendo allí dos frailes y quedándoseallí el uno», incidencias vinculadas con las aventuras del denos-tado secretario real y que no resultaría nada raro que hubiesensido conocidas y hasta compartidas por el antiguo prior conside-rando los vínculos que el encarcelado mantenía con miembros deSanto Domingo de Guzmán.

La data indicativa de que Juan Pérez había salido por el mes deoctubre —cierta indeterminación en la fecha— es algo desalentado-ra, pero no cabe excluir que pudiese existir un error o una anota-ción desfasada en el libro de gasto, ahora ya prácticamente inasequi-ble, y que el viaje, pasando por Madrid, se hubiese desarrollado con

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antelación. La simple convergencia con respecto al fatídico 1568 esuna excitante coincidencia o un aviso indeleble.

Por otra parte, con menos posibilidades de éxito, tampoco habíaolvidado en este intervalo al compañero consultado «en cuestionesde conciencia», aunque el dichoso confusionismo de su apellido metenía algo postrado en la persecución, Y otra vez la contumacia dioun pequeño fruto por la atracción que los papeles de Antonio Pérezvenían ejerciendo en mis reflexiones. Leyendo, con sumo interés, eltrabajo del marqués de Pidal, editado en 1862 y publicado con eltítulo Historia de las alteraciones de Aragón durante el reinado deFelipe II, en su tomo tercero, cuando el escritor redacta la culmina-ción de los juicios de las justicias reales y las condenas a muerte eje-cutadas el 19 de octubre de 1592, especialmente en lo que concier-ne al sublevado Juan de Luna, me tropecé con el sobresalto de queel confesor de este penado se llamaba Pedro Arias, que, curiosa-mente, también era maestro y prior, en este caso del monasterio deSan Agustín en Zaragoza.

Las escasas pistas sobre este fraile, enérgico en las obligacio-nes que asumía, me lanzó a la búsqueda de más antecedentesmientras meditaba sobre la casualidad de que únicamente en Ara-gón hubiese podido encontrar coincidencias con los nombres yapellidos que buscaba. ¿Un mero azar? ¿Una señal para que sepudiese averiguar la procedencia del revelador opúsculo? La ima-gen de Antonio Pérez se engrandecía aún más en mi ánimo, susvinculaciones con los dominicos en Calatayud, Zaragoza y Gotoracrecentaban mis sospechas y la trascendencia de sus papeles,puestos a buen recaudo antes de su evasión, empezaban a domi-nar mi imaginación.

No tardé en localizar algún dato más sobre Pedro Arias porcuanto la Facultad de Filosofía y Letras, de la universidad zaragoza-na, en una breve reseña de la enciclopedia Latassa, insertaba elsiguiente texto: «Arias (Fray Pedro). Religioso Agustino, hijo delConvento de San Sebastián de la Villa de Urrea, trasladado a la deÉpila. Fue Maestro en su provincia de Aragón, Catedrático deEscritura de la Universidad de Huesca por los años de 1590, y Priordel Convento de San Agustín de dicha Ciudad y del de Zaragoza en1592. Murió en el Convento de nuestra Señora del Socorro deValencia en 1616; habiendo escrito: 1.º Exposición sobre el Cánticoy Oración del Profeta Abacuc, en español, que dedicó a la SantaEmperatriz D.ª María de Austria. MS. 2.º Una copiosa colección deSermones selectos, que no se publicó».

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Tiempo después, indagando en la obra del padre Gregorio deSantiago Vela titulada Ensayo de una biblioteca ibero-americanade la orden de San Agustín» pude confirmar los extremos expues-tos con alguna que otra puntualización en lo que concierne a lafecha de su muerte, que ofrece puntos de vista dispares (1604 o1617), y serios indicios de que pudo tener problemas con laInquisición a juzgar por una carta que el Santo Oficio dirige des-de Granada a Valladolid, aportando una testificación en su con-tra y que fue unida a su proceso, pero sin encontrar elementosclarificadores de que durante su vida hubiese podido pertenecera los dominicanos.

Rematada esta fase investigadora, con más sombras que luces, yvolviendo necesariamente al contexto del manuscrito, conviene con-signar que el traslado a las cárceles de la Inquisición, curiosa nove-dad en comparación con distintos relatos anónimos, no obstante sellevase a efecto por la noche y con el máximo sigilo, pudo ser larazón para que se diese pábulo a la creencia de que el Tribunal habíaintervenido en el enjuiciamiento como consta en diferentes fuentes,aunque se deba recapitular sobre tal cuestión, un tanto confusa si separte de la premisa de que en Madrid no existía propiamente estruc-tura organizativa y que, en todo caso, es presumible que se hubieseaprovechado alguna instalación, tan sólo con fines transitorios, paraalbergar provisionalmente a los presos que debían ser trasladados alas mazmorras ubicadas en Toledo. El texto literal del opúsculo, quedice «encerrandole en una prissión hecha al propósito en la qual nohavia cossa alguna con que ofenderse pudiera», demuestra fehacien-temente esta contingencia histórica que es implícitamente reconoci-da por el autor de la relación, como una prueba más del verismo quetransmiten sus palabras, al señalar que la celda tuvo que adecuarse alos fines pretendidos de un inmediato encierro.

Al filo de esta explicación, sopesando que fue sometido a unaprueba de ortodoxia, es sugestivo divulgar que en las primerasaudiencias que se concedían a los presos, llamada moniciones, «seles hacía decir la oración del Paster noster, el Credo, los Artículosde la fé, los preceptos del decálogo y algún otro punto de doctrinacristiana, porque si manifiestan ignorancia, olvido o equivocaciones,se aumenta la presunción de falta de afecto a la religión cristiana»,según narra Llorente. Los calificadores que se pronunciaban sobrela formación herética o no del acusado, antes de que fuese instruidoel sumario o liberado sin motivo para inculparle, tenían además quereunir la condición de teólogos.

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Estos eventos se ajustan a las pautas inquisitoriales convenciona-les y resulta normal que el detenido fuese devuelto a sus aposentostras comprobar que se hallaba «mui bien instruido en todo confor-me a los ritos de la sancta madre Iglessia». Las advertencias de Her-nán Suárez se habían cumplido y Juan Antonio Llorente pareceecuánime al afirmar «que nada me ha quedado por hacer en losarchivos del Consejo de la inquisición y fuera para encontrarla [lacausa contra Carlos de Austria]; creo haberlo conseguido, y deboasegurar a mis lectores que no hubo semejante proceso de inquisi-ción ni sentencia de inquisidores».

pero como el delicto de traizion estava provado i mereszia castigo por ellotrato de hazerle caussa para averiguazion de todos los que huvieran tenidoparte en el intento de fuga del Prinzipe que en el entender del Rei debianser algunos porque el Prinzipe solo no havia podido conzebir este proiectotan perniziosso como mal aconsejado i peor meditado i haviendo algunoscriminales era preziso para notizia de la justizia ....... sufrieran la condinapena al efeto i sin levantar mano nombro juez abogado i fiscal dando losempleos de tales el de juez al letrado Vargas que poco despues formo partedel Tribunal 17 que en Bruxelas pusso el Duque de Alba para juzgar a losrebeldes i que reszivio el nombre de Tribunal de sangre con cuio nombre esconoscido el qual nombre se le pussieron los flamencos que mal halladoscon su justa severidad de barbaro y de cruel. El cargo de Abogado del Prin-zipe al que tambien era letrado Joan de Escovedo i luego fue secretario deD.n Joan de Austria quando este passo a Flandes i el cargo de Fiscal le fueencomendando (sic) a Antonio Perez secretario de su Magestad los qualesse dispussieron a cumplir sus cargos. La sala del Tribunal se establecio enuna sala de Palazio contigua a la quadra que servia de prission al Principe ipor acuerdo del Rei se determino formar la causa a las altas horas de lanoche i en las mismas rescivir las declaraciones del acusado i de todas lasdemas personas que el señalasse como complizes de su delito hecho todoesto se acordo que el tribunal se abriesse el dia siete de Febrero del año delSeñor de mill i quinientos y sesenta i ocho la vispera del qual dia llamo suMagestad i a su real camara a los PP. dichos arriva i a mi Frai Joan deAviles 18 confessor que era entonzes i que lo fui hasta el ultimo momento del

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17 Véase el núm. 20 del apéndice *.18 Aviles, o Avila. (Asi parece que dice aquí) pero he puesto «Aviles» porque después se halla

escrito claramente así dos veces.

* Se halla en el Archivo General de Simancas, Estado, legajo 538, folio 33, y es unacarta autógrafa de Juan de Vargas del año 1568 (sin especificar día y mes) que debióentregar al duque de Alba y que he reproducido parcialmente en las páginas siguientes.

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Prinzipe i nos llamo con el ojeto de que fueramos testigos de los papelesque siendo encontrados al Prinzipe iba a presentar al Tribunal como prue-bas de su delito i para que assi mismo firmasemos como testigos la deman-da de acusazion que iba a presentar contra el Dijonos que era mucho i muigrande su sentimiento por haberse de portar assi contra su hijo i que nuncalo haria si pudiera figurarse que el era solo el delinquente pero que comosavia ser impossible que el solo conzibiera tal desinio necesitava descuvrirlos complizes para darles el mas completo castigo para que no se burlarande su regia authoridad. En tanto el dicto la demanda de acusazion con laqual havia de abrirse el prozesso i seguidamente la firmamos todos rogan-donos el Rei por un solo Dios uno i trino guardasemos el mas puro secretopara que el ....... so no se trasluziera cossa alguna de lo que se iba a hazerporque despues de juzgado si aparezia delinquente i merescedor de lamuerte el procuraria hechar voz de que havia muerto de enfermedad 19 uotra cossa semejante qualquiera porque no queria dar al publico ni el delitode su hijo tan poco visto en nuestros dias ni hazer manifiesto su modo deobrar que por mas justo que fuera siempre seria en el sentir de algunoscruel i sanguinolento. Nosotros le prometimos quanto quiso porque muibien conoziamos la razon conque el estava. Entraron en esto los ante dichossujetos que se han nombrado como juezes i digeron a su Magestad quepuesto que la causa iba a ser formada i vista i fallada en secreto les eraimposible formarla como manda el derecho judizial en especial porque nopodian llenarse los requisitos de declaraziones citas i emplazos i demas co-ssas anexas al arte de administrar la justizia assi que por tanto la causa noiria con todas las formalidades que son de fuero usso i costumbre pero quesin embargo ellos prourarian hazerlo lo mejor que pudieran lo que les agra-descio mucho el Rei aplazandose para la noche siguiente i echo esto salie-ron todos i yo tambien me sali

No deja de resultar insólito que el proceso se apoye en el deseode descubrir a los cómplices porque «solo no havía podido conzebireste proiecto tan perniziosso como mal aconsejado y peor medita-do», según reza el manuscrito haciéndose eco de las palabras delrey. La estupefacción que causa esta postura aumenta considerable-mente cuando después (la víspera de la fecha destinada para que elTribunal inicie su tarea) reincide aseverando, delante de los frailes,

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19 Véanse los núms. 21, 22 y 23 *.

* Los documentos citados están copiados íntegros en la biografía del príncipe —larevelación de la muerte—, salvo el último, que es una copia del auto del depósito delcadáver de Carlos de Austria en el monasterio de monjas de Santo Domingo el Real,refrendado por Martín de Gaztelu.

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que nunca actuaría contra su hijo si tuviera la seguridad de que erael único responsable y que deseaba desenmascarar a los implicadospara darles un completo castigo.

El argumento carece de todo principio lógico, proclama unaabsoluta falta de rigor en coherencia con sus verdaderos deseos ygenera una enorme perplejidad, aunque es probable que Felipe II,señor del disimulo, inquieto por el paso que iniciaba, intentase dis-culparse con tan banal argucia para dar paso a un inclemente juiciode sombras nocturnas. Esta taimería encaja con su conflictiva psico-logía y con el empeño de que su conciencia paterna quedase a salvosi fructificaba una resolución condenatoria. Por mi parte estoy con-vencido de que la negligencia de los togados, al no preocuparse porinvolucrar a los cómplices, como se podrá apreciar, se debe a queninguna advertencia se les hizo, puesto que el olvido es inaceptablesi hubiesen sido previamente instruidos.

El burdo pretexto aducido para entablar una demanda sederrumba por su base cuando, tras dictar personalmente la acusa-ción, exige a los tres religiosos el máximo secreto, aleccionándolesde que no quiere que se conozca en el ámbito público su deseo dejuzgar al príncipe, ni tampoco las características del delito «tanpoco visto en nuestros días», ni, por supuesto, un fallo que entraña-se la ejecución de su sucesor. «Hechar voz de que havía muerto deenfermedad u otra cossa semejante cualquiera» fue un recurso muyutilizado por Felipe II para desembarazarse de hombres que no lefueron leales y, en este caso, una premonición, ya meditada, que secumplió inexorablemente.

Solamente acto seguido de prometer los tres monjes al monarca«quanto quiso» entraron en la cámara los sujetos que ya habían sidodesignados oidores y aquí, en lo que concierne a los elegidos, vuelvea surgir una sorpresa que suscita dudas sobre las afirmaciones delopúsculo en lo que se refiere al concurrente calificado como juez,dado que tanto el abogado como el fiscal son conocidos y no esrefutable su estancia en la Corte.

Los tres miembros de la junta que Cabrera de Córdoba mencio-na concuerdan en el número de nombramientos, pero no en losindividuos escogidos para enjuiciar, dado que incluye a Diego deEspinosa, Ruy Gómez de Silva y Briviesca de Muñatones. La mono-grafía señala al letrado Vargas, Juan de Escobedo y Antonio Pérez,los dos últimos muy destacados en los pliegos de la historia por susimportantes peripecias políticas y virulentos roces que socavaron suamistad. Juan fue aniquilado por unos sicarios junto a la iglesia de

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Santa María el 31 de marzo de 1578 por orden de Antonio Pérez,con la aquiescencia del rey, cuando era el hombre de confianza deJuan de Austria, a la sazón gobernador en los Países Bajos, y tuvocolocaciones en la administración al trabajar como contador de qui-taciones, ser nombrado secretario y formar parte del Consejo deHacienda desde el 9 de octubre de 1568. Antonio Pérez fue faculta-do para desempeñar interinamente el cargo ostentado por su padrenatural Gonzalo Pérez, a renglón seguido del fallecimiento de este,acaecido el 12 de abril de 1566. La ratificación oficial fue aprobada,restringiendo su función a los negocios de Italia, en diciembre de1567, pero su inteligencia, su habilidad y la experiencia adquiridajunto a su progenitor le permitieron pronto obtener la predilecciónreal. El asesinato señalado, su avaricia y embrolladas vicisitudespúblicas, que han motivado una extensa bibliografía, fueron losmóviles de que cayera en desgracia, se viese acosado por varios pro-cesamientos, le privaran de libertad, se le sentenciara a muerte y,finalmente, tuviera que huir a Francia tras haber tenido una induda-ble influencia en la incitación de los motines de Zaragoza.

No es extraño que Felipe II confiase en sendas personas adictasque colaboraban en la administración, eran todavía jóvenes y esta-ban predispuestas para secundar sus órdenes con el objetivo demedrar en sus respectivas ambiciones. Y menos aún puede sorpren-der que marginase a Diego de Espinosa, en su calidad de inquisidorgeneral, para que no quedase ni la menor presunción de la interven-ción del Santo Oficio, y también a Ruy Gómez, a la postre mayor-domo mayor, teniendo además en cuenta que sobre ambos pesabala animosidad del príncipe.

La incertidumbre y la controversia nacen sobre la designaciónde Vargas y en el error temporal que padece el autor al subrayar queeste jurisconsulto llegó a prestar sus servicios, poco después, en elconseil des troubles, cuando hay constatación histórica de que estetribunal comenzó sus actividades en septiembre de 1567 con la acti-va participación del letrado que reunía la condición de consejero deItalia y había jurado el cargo de regente por Nápoles.

No he podido localizar pistas que me aclaren cuáles fueron losfundamentos que propiciaron su nombramiento ni cuándo llegó a laciudad bruselense, pero sí puedo asegurar que Cabrera de Córdobase equivoca cuando argumenta que se embarcó en las galeras fon-deadas en Cartagena, formando parte de la expedición del duquede Alba. Una carta o memorial autógrafo del licenciado, dirigido alcitado prócer castellano, fechado en Flandes en 1568, sin concretar

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día y mes, entre diversas cuestiones vinculadas con el desempeño desus obligaciones y el otorgamiento de prebendas, expresa: «... digoque V. Exa. sabe bien como al tiempo que se me mando pasar aestos estados estava tan de camino que no ubo lugar de tratar nientender el fin de mi comisión ni menos de la merced que Su M.d

me avía de hazer».La obra editada en francés por la Académie Royales des Scien-

ces, des Lettres et des Beaux Arts de Belgique, que ha sido redacta-da por el doctor en historia A. L. E. Verheyden con el título Le con-seil des troubles: liste de condammés, me permitió averiguar que eljurista ya estaba en la capital de Brabante el 13 de septiembre de1567 al intervenir dicho día en el interrogatorio de uno de los dete-nidos, labor de índole jurídica que fue reafirmándose en menesteressimilares, con plena seguridad, hasta las postrimerías del mes dediciembre, teniendo una activa contribución en las deliberacionesdel Tribunal y en las diligencias emprendidas contra Jehan deCasenbroot, consejero del conde de Egmont; Alonso de Laloo,secretario del conde de Horn, y Anthoine de Straelen, tesorerogeneral de los Países Bajos, y también en las fases iniciales de losemplazamientos contra los propios aristócratas que cristalizaron ensendos procesos criminales incoados al terminar el año 1567.

De todos estos acontecimientos, expuestos someramente, se des-prende que Juan de Vargas estuvo presente en numerosos episodiosprácticamente desde que el Tribunal de los Tumultos fue constituido(especialmente en Bruselas y Gante) durante los meses de septiem-bre, octubre, noviembre y diciembre, pero surgen dudas de que araíz de enero prosiguiese con su incansable tarea, dado que tan sóloexisten dos menciones vinculadas con los procesamientos en los queparticipaba, datadas el 10 de enero y el 11 de febrero de 1568, perosin que figure alusión documental de que interviniese en el interro-gatorio del secretario de Anthoine de Straelen, llevado a cabo por eldoctor del Río y Claude Bellin, o en la sesión de tortura aplicada aJehan de Casenbroot. Esta aparente inactividad —tal vez ausencia—coincide asimismo con la demora que experimentan los procesosincoados contra los nobles, dado que tanto Egmont como Horn ale-gaban que no tenían el propósito de contestar a las demandas con elpretexto de que su condición de miembros del toisón de oro les exi-mía de la jurisdicción del duque de Alba y sólo debían responder, enobservancia de los estatutos, ante el rey y caballeros de la orden.

Las represalias instruidas contra los mencionados Jehan deCasenbroot, Alonso de Laloo y Anthoine de Straelen —que eran

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competencia de Vargas y sus compañeros del Río, el fiscal Bellin y elsecretario Pratz— no se reanudan hasta el 20 de marzo, cuando eltesorero estuvo a punto de ser sometido a «question de tormento»para que confesase por haber replicado de forma no pertinente, ylos juicios criminales contra los hombres encerrados en Gante seprosiguen a raíz del 6 de abril, después de haber salvado los escollosprocesales.

¿Estuvo realmente Juan de Vargas, a la vista de los datos expues-tos, ejerciendo sus funciones en los Países Bajos en los dos primerosmeses de 1568? No hay prueba contundente en contrario, pero sícabe sospechar que hubiese podido abandonar su puesto al nohaber localizado, como he dejado expuesto, referencias concretasde sus quehaceres en este periodo crucial. Manuel García, en lasimpugnaciones publicadas en 1871, con la seriedad que le caracteri-za, admite no tener argumentos para demostrar su presencia enMadrid, pero expone cavilaciones que pueden crear algunas suspi-cacias al insertar sendas cartas cruzadas entre Felipe II y el licencia-do que tienen muy escasa justificación. Esta repentina y peculiarcomunicación, las dudas ya esbozadas y la importancia de aclarar laimposibilidad de que Juan de Vargas pudiese encontrarse al mismotiempo en dos sitios tan lejanos, me ha forzado a realizar una inves-tigación más profunda que la estricta elucubración del archivero,aunque para ello no tenga otra opción que extenderme más de lodeseado en determinadas puntualizaciones.

El duque de Alba escribía al rey, el 6 de enero de 1568, una misi-va que menciona al jurisconsulto: «Algunas vezes he escripto aV. Md. el cuydado con que Juan de Vargas sirve y lo que aqui meayuda y quan mal pudiera hazer ninguna cossa de las que aquí sehazen, sino le tubiera a mi lado...». Seguidamente efectúa algunasobservaciones del descontento del letrado, señalando:

«De algunos días a esta parte le veo andar con cuydado y pre-guntandome si acavado lo que tiene entre manos ay otra cossa quehazer. Hele echado una persona que sepa la causa de su desconten-to y he savido que desea mucho bolverse en España por respectode averle escripto de alla que sus negoçios se le pierden por faltade quien ynforme de su justicia y particularmente tres pleitos quetiene el uno con las mill y quinientas. Suppco a V Md. pues vee loque aquí le sirve Juº Vargas y la falta que haria a su servyo tantomas con los pocos hombres que tengo de quien fiarme mande quesuspenda la sentencia destos tres pleitos hasta su buelta en España

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que no es negocio que a las partes para ningun perjuycio puesestan echas las provanzas y no pueden perder en esto ninguna cos-sa mas que goçar de la ocasión de su ausencia y no es justo quequien esta sirviendo a V. Md en cosas de tanta importancia como élpierda por no hallarse presente su hazienda demas que no lepodria entrar en la caveça el negocio que tracta teniendola tanrepartida en tantas partes. Los condes de Nuenart y Ostrat me hanescripto y publicado que como es possible que se permita que un hom-bre que ha sido castigado por visita y desterrado de España tengacomissión para entender en el negº de su cuñado y suyo. Tambienesto ha llegado a sus oydos por lo que estos lo han estendido y porqueacorto a leer sovre la carta en su presencia. Suppco a V. Md. me hagamzd de honrarle acrecentándole para que entienda todo el mundoque no envio V. Md. aquí persona de la qualidad que estos dizen quetambien este particular en un hombre de sus prendas de Juan deVargas no puede dexar de darle la pena y cuydado que es razon yde lo que V, Md. fuere servido mandar hazer en lo Uno y en lo otrole suppco me mande dar avisso porque yo pueda traer contento aeste hombre para que tanto mejor acierte a servir a V. Md *.

La carta reseñada fue recibida el 7 de febrero y el monarca, aunquefuese por intermedio de Gabriel de Zayas, se toma la obligación dedirigirse a Juan de Vargas, al fin y al cabo un subordinado más o menoseficiente, con una celeridad desacostumbrada (no recuerdo haber vistojamás una misiva despachada prácticamente a vuelta de correo duranteel reinado), en los prometedores términos siguientes:

«El Rey. Aunque yo estaba tan asegurado que en essos negocios yen qualquiera otra cosa de mi servicio haviades de hacer siempre lo quedeveys á vos mismo y á la confiança que yo hago de vuestra personatodavia he holgado de ver lo que el Duque me a scripto diversas vecesdel trabajo y dilijencia con que ayudays y assestys en lo que os ha enco-mendado que por ser de tal qualidad y tan importante á mi servicio lorecibo de vos en ello muy accepto y como tal os lo agradezco muchosin curar de encargaros la continuacion dello pues veemos que no esmenester sinó solamente deziros que el trabajo que pussieredes en essoy en qualquier otra cosa que os encomendare el Duque ternemos la

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 539, folio 7. Los párrafos en cursivaestán escritos en cifra.

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cuenta y memoria que es razon para hazeros favor y merced. DeMadrid á VIII, de Hebrero * de 1.568. —Yo el Rey— Gabriel deZayas» **.

Y en el colmo de una trama laberíntica, para fortalecer más la sus-ceptibilidad, se da la circunstancia de que el borrador de la misiva encuestión refleja como fecha de su redacción el 8 de marzo, data inicialque, sorprendentemente, aparece corregida tachando este mes yhaciendo figurar superpuesto el de febrero, una extraña equivocaciónque tiene el efecto de patentizar que la persona a quien se dirigía nopodía estar lógicamente en la Corte en el último día consignado. Noquiero ser malicioso, pero el 8 de febrero de 1568 es precisamentecuando comienza el proceso contra el príncipe. ¿Pura casualidad?¿Señal inequívoca, coincidente en el plano temporal, de complacen-cia por los servicios que Juan de Vargas empezaba a desempeñar enlas noches trágicas del alcázar y coartada a su vez para demostrar queno podía estar implicado en el juicio por hallarse en Bruselas?

Siendo algo maquiavélico, sin sólidos apoyos, pero dejándomellevar por la sutileza de la sospecha, hay que tener presente que elenaltecimiento epistolar contiene dos párrafos que destacan y queno me resisto a comentar brevemente. El primero, al comienzo delescrito, dice: «... y en qualquiera otra cosa de mi servicio haviadesde hacer siempre lo que deveys a vos mismo y a la confianza que yohago de vuestra persona». El rey alienta su lealtad y no hay funda-mentos para realzar «qualquiera otra cosa de mi servicio» ni remar-car «a la confianza que yo hago de vuestra persona», salvo que seanformulismos o se aluda, inconscientemente, a instrucciones fielmen-te cumplidas.

La segunda frase, al lisonjear su gestión, reconoce su gratitud yapostilla «sin curar de encargaos la continuación dello» como si esti-mulase su reemprendida ocupación cotidiana. Un espíritu precavidopuede entender fácilmente que su función fue interrumpida tempo-ralmente y le exhortaba a reanudarla. Proposiciones puntillosas deeste cariz son alimentadas por Gregorio Marañón cuando, al referir-se a esta clase de pasos, aconseja un estudio cuidadoso de cartas per-didas, de datos olvidados entre el fárrago de la literatura escribanil ode gestos fugaces que pueden conducir hasta simas tenebrosas.

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* Este mes se halla entre renglones, y sobre Marzo tachado. ** Archivo General de Simancas, Estado, legajo 537, folio 45.

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La inevitable respuesta autógrafa es del 12 de marzo de 1568,exponiendo con servilismo su agradecimiento por la deferencia dis-pensada al escribirle:

«S.C.R.M. El Secretario del Duque de Alba me dió la carta del 8del pasado que vuestra magestat fué servido de mandarme escrevirpor la qual e Entendido tiene Vuestra Magestat satisfaccion de lopoco que aquí hago en su servicio, y lo que el Duque a escrito a Vues-tra magestat en esta conformidad por lo qual beso a Vuestra magestatmuchas veces los pies, que aunque yo puedo poco y hago menos delo que soy obligado Entender que Vuestra magestat tiene cuenta conello me animara y dara fuerças a pasar adelante como deseo que eneste estoy satisfecho nadie me hara ventaja, y plega a Dios darmefuerças para que con mis obras le pueda conseguir y servir a Vuestramagestat tan gran merced como me a Echo en tener esta memoria demi (Aqui se trabaja todo lo posible con el cuydado y calor que elDuque da a estos negotios como el avra escrito a Vuestra magestat yespero que muy en breve se verna al fin de lo que se pretende paraque Dios y Vuestra magestat sean servidos) y este conseguido suplicohumildemente a Vuestra magestat porque en este particular e escritolargo al presidente mandallo ver y hacerme en ello la merced queuviere lugar, y nuestro Señor la Sacra Catholica Real persona guardecomo la Cristiandad y sus vasallos y criados emos menester. De Bru-selas y março XII 1.568. — S.C.R.M. de vuestra magestat menor cria-do — el licenciado Vargas —» *.

Ignoro la clase de merced que el letrado deseaba recibir, pero esindudable que tenía vinculación con sus problemas económicos yjudiciales en Castilla. Por otro lado, si el correo cursado con rapidezcrea suspicacias, nada especial inspira la fecha de la contestación,dado que el jurisconsulto pudo estar en Bruselas a mediados demarzo, si se tiene en cuenta que sus actividades concluyeron el 23de febrero de 1568. Desde este día transcurre un intervalo más quesuficiente para que se hubiese podido desplazar desde Madrid y res-pondiese a una notificación que ya debía estar teóricamente en lacapital de Brabante o que, simple y llanamente, le pudo ser entrega-da personalmente en la Corte. La futilidad aparente de estas sutile-zas entre el rey (aunque la correspondencia fuese redactada por

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 538, folio 141.

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Gabriel de Zayas) y un sumiso togado tiene por sí misma sobradacalidad para enredarse en las suposiciones ya esbozadas, máximecuando le constaba la eficiencia del licenciado como lo testimoniauna carta, dirigida al duque el 12 de diciembre, que dice: «y rogan-do y encargando os todavía (aunque lo pudieramos escusar) quepues que sabeis quanto importa que a lo mas largo para la primave-ra, esten echados á una parte essos negocios de los presos y los otrosque dependen dellos, les deis toda la priessa possible, y las gracias aJuan de Vargas por el trabajo y cuydado con que los trata, que mehaze con ello servicio y como tal lo terne en memoria...».

A mayor abundamiento, en el colmo de una atención exagerada,hay otra carta del monarca del 8 de febrero de 1568 * que vuelve amencionar al abogado sin que existan razones justificativas de grancalado. En esta fecha crucial —comienzo del proceso secreto— sedespacharon bastantes misivas a Fernando Álvarez de Toledo, comohe podido comprobar revisando la correspondencia enviada entreseptiembre de 1567 y abril de 1568. Dicen los renglones referidos:«Por lo que diversas vezes me haveis escripto he visto el cuydado,trabajo, y diligencia conque me sirve Juan de Vargas en essos negos,y aunque nunca espere menos de su persona. Todavía le he manda-do escribir la que alla vereis, para que entienda la satisfacion y con-tentamiento que yo tengo dello, y el lo continue con el mismo». Yvinculadas con las preocupaciones que parecen atosigarle concretados sucintas expresiones que vienen a confirmar su repentina «faltade tiempo» para desempeñar sus funciones. En unas líneas dice,refiriéndose a las cartas que le han llegado, que «apenas he tenidolugar de leerlas» y casi al final del escrito «yo no me quiero ni pue-do alargar agora», aparte de incluir un conciso texto revelador, quehace referencia al príncipe, y que no me resisto a reproducir: «En lodel Príncipe no ay que añadir a lo que va en las otras cartas sino quetodos en este Reyno juzgan lo suyo por tan acertado que aunquetengo dello el dolor y sentimiento que podeis considerar doymuchas gracias a dios de ver que se tome tan bien y a que no sepudo escusar pues es señal de quedar servido dello su divina Mag.d

que es el principal y solo fin que a ello me ha movido pospuesta lacarne y la sangre...». ¿Hace falta ser más elocuente para dar a enten-der que el elemento religioso es el factor primordial desencadenantede la prisión de don Carlos y su posterior procesamiento?

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 537, folios 42-45.

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Con fecha 19 de febrero de 1568, dándose un margen más enconsonancia con su habitual demora en responder, escribe al duquede Alba tras acusar recibo de varias cartas. El borrador de esta misi-va —son más de diez folios— lleno de tachaduras y enmiendas,garabateado por el monarca en el margen izquierdo, como era sucostumbre, cifrado en su mayor parte, abarca un repertorio dematerias vinculadas con los avatares producidos en tierras neerlan-desas. Y en uno de sus párrafos sin cifrar se recoge el siguiente tex-to que desbarata cualquier pretensión de que el licenciado hubiesellegado a respirar los fríos aires del Guadarrama por una corta tem-porada: «He visto lo que me scrivis en el particular de Juan de Var-gas, y mandado al Presidente que en lo que toca a sus pleytos semire de hazer todo lo que la justicia diere lugar. Hame respondidoque aunque el curso della ni se puede ni se debe estorvar por nadie,ni yo tampoco lo quiero, se ha hecho y hara por Juan de Vargas lopossible para entretener lo que toca a sus negocios, de manera queentienda que su ausencia no le perjudica, y assi se lo direis, y que losdemas que ruines han querido dezir del, le deve dar poca pena,pues yo estoy de su persona y servicio tan satisfecho, como lo avravisto por la carta que le escrivi con el correo passado y lo veen todosen la confianza que del hago [este trozo en cursiva está añadido almargen] que con esto se debe con razon aquietar» *.

Mi ofuscación por encontrar una explicación al aparente don dela ubicuidad del que parecía gozar el jurisconsulto iba perdiendoenteros, pese a que en mi ánimo siempre habrá un rescoldo de incer-tidumbre fundado en la sibilina capacidad demostrada por el reyperfecto para urdir cuantas patrañas fuesen precisas en cualquierasunto que le incumbiese y en el factor incuestionable de que tantodesvelo y lisonja, en realidad hueca palabrería, no solucionaba, enmodo alguno, las enojosas dificultades que atosigaban al letrado yque, inopinadamente, pasaron al olvido por cuanto ni el duque deAlba ni el propio interesado vuelven a reincidir en sus específicasdemandas, como si se hubiesen zanjado de manera satisfactoria.

De todas formas, en mi empecinamiento, recurrí a los ArchivesGénérales du Royaume, sitos en Bruselas, tratando de localizar másantecedentes de los movimientos del jurista y también, con el mismopropósito, consulté el laborioso trabajo realizado por Maurice van Dur-me, titulado «Los Archivos de Simancas y la historia de Bélgica». Mis

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 537, folios 46 al 51.

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gestiones, complejas y dilatadas —cincuenta cartas y doce mencionesen más de un centenar de legajos—, ofrecieron algunos datos anecdóti-cos, pero no sirvieron a los fines de esclarecer el contrasentido.

Confundido y hasta un poco exasperado, convencido de quedebía existir una interpretación lógica que justificase la contradic-ción, retorné sobre el manuscrito para percatarme, con enorme sor-presa después de haberlo leído en múltiples ocasiones, de que suautor jamás menciona el nombre de Juan al referirse a Vargas, hechoun tanto raro cuando sus dos compañeros sí son citados por susnombres de pila, Escobedo en dos oportunidades como Joan y enotra más, cuando se trata de la reproducción del escrito de defensa,reflejando un Juan castellanizado que llama la atención, mientras elínclito Pérez figura con su patronímico Antonio nada menos queuna docena de veces. El inesperado hallazgo, después de tantos sin-sabores, me hizo dar un respingo —nunca hasta entonces había sidocapaz de pensar en la probabilidad de otra incomprensible equivoca-ción— y fijarme con esmerado cuidado en las parcas referencias a laparticipación del letrado en el conseil des troubles. Dos indicacionesfiguran al respecto: la primera enmarcada en la parte que estoy glo-sando y que se limita a la simplista expresión de «que poco despuésformó parte del Tribunal que en Bruxelas pusso el Duque de Alba»y otra, menos trascendente todavía por estar recogida en avatareshistóricos muy posteriores al juicio, señalando «del qual Tribunal eraPressidente el Letrado Vargas que arriba citamos».

El detalle de que el autor del opúsculo no mencione ni en unasola coyuntura el nombre de la persona que ejercía como juez alcan-za todavía superior magnitud cuando existen numerosas apelacionesa sus actos y obligaciones, como es natural teniendo en considera-ción la preponderancia de su cargo, pero siempre llamándole Vargas«a secas» en más de una veintena de ocasiones. A mayor abunda-miento, en toda la correspondencia personal que he podido analizarde un hombre reputado como cruel, es cierto que siempre aparecesu apellido —jamás su nombre—, pero haciendo constar su cualifi-cación profesional en las innumerables rúbricas, y esta peculiarmanera de firmar, que debía constar en las providencias y autos emi-tidos, tampoco es recogida en el manuscrito como una prueba indi-recta de que se trataba de la misma persona: ni su nombre ni laexpresión concreta de licenciado que usaba asiduamente constanpor ninguna parte y ambas ausencias descriptivas de signos de iden-tidad me hunden en nuevas ciénagas de la dubitación. ¿No conocíarealmente Joan Avilés al individuo que actuaba de juez en el proce-

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so? ¿Comete un imperdonable error de identificación al consultarsimples anotaciones o documentos que suplen a una vívida realidad?

En cualquier caso, perplejo y hasta desanimado, me di cuenta deque el embrollo me situaba otra vez ante una fortaleza inexpugnablepor cuanto resultaba poco menos que imposible tratar de aportaralgún elemento aclaratorio. ¿Me iba a servir de algo indagar en ellinaje de los Vargas, compulsando si alguno de ellos, avanzado elsiglo XVI, había estudiado leyes en Salamanca, Valladolid o Alcalá deHenares, adquiriendo la correspondiente graduación? La existenciade personajes de la distinguida estirpe más o menos encumbrados enel ámbito de la Corte, la regiduría del ayuntamiento madrileño, elmundo jurídico de la villa y el campo de los negocios es tan ampliaque se hace prácticamente imposible identificar a cualquiera de elloscon el juez de la causa secreta y justificar una confusión, aunque síestá comprobado que Felipe II tenía predilección por la prosapia delos Vargas, a quienes motejaba «como gavilanes», concediéndolesprebendas y puestos importantes en su administración como en elcaso de Diego de Vargas, que fue secretario del Consejo de Italiadesde el 1 de febrero de 1556 hasta su muerte en 1576 y uno de loscortesanos más influyentes, pese a su fama de varón pragmático que«anteponía los negocios de su interés a los de justicia».

Una curiosa anécdota, sintomática de la dificultad para probar unhecho que tal vez nunca se pueda acreditar, recogido de las páginasde un libro de Ana Guerrero Mayllo, prueba la veracidad de esteaserto. Dice esta esforzada autora, explicando las comisiones extraor-dinarias no habituales que recaían en los miembros del concejo matri-tense, que el 19 de febrero de 1573 «acordóse que el señor Diego deVargas * trate con el licenciado Vargas, clérigo, que baya a las dehesasde esta Villa a conjurar la oruga, y el señor Nicolás Suárez baya con éla las dichas dehesas y Pedro Álvarez, guardamayor, pague lo que segastare en la comyda y cavalgadura y en ciertas cruzes que se ha dehazer». ¿Quién era este hombre, adornado por conocimientos uni-versitarios y condición eclesiástica, apellidado también Vargas, queera capaz de imprecar en el nombre de dios y hasta tal vez exterminaruna plaga de orugas que estaba arruinando los campos de la villa?

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* Era hijo del licenciado Diego de Vargas y Catalina Luján. Fue regidor del ayunta-miento de Madrid entre 1560 y 1574 y probablemente licenciado en leyes a juzgar porel hecho de que se le encargaban con cierta frecuencia asuntos de índole jurídica. Noes, por supuesto, el secretario del Consejo de Italia mencionado anteriormente, pese ala coincidencia de nombre y apellido.

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Dejando ya a un lado voluntariosas divagaciones y hasta deses-peradas chanzas, volviendo al proceso que iba a sustanciarse en lasnoches y madrugadas siguientes, con el deseo de que pudiese pasardesapercibido dentro del recinto palaciego, resulta fácil aceptar laprevención de que sería imposible instruir la causa ajustándose a lasreglas formales, máxime cuando al secreto exigido se unía la volun-tad real de que fuese resuelta con rapidez.

Y en este instante, después de haber contado acontecimientosprivativos de la vida del príncipe, es cuando la mera condición decronista que se arroga el autor al comenzar su relato se transformasúbitamente en Joan de Avilés, «confessor que era entonzes y lo fuihasta el último momento del Prínzipe» según su literal puntualiza-ción cuando el soberano recaba la asistencia de los frailes para que«fuéramos testigos de los papeles que siendo encontrados al Prínci-pe iba a presentar al Tribunal como pruebas de su delito i para queassi mismo firmasemos como testigos la demanda de acusación queiba a presentar». Por un lado, de manera muy esporádica, escribeen primera persona del singular cuando plasma su identidad y con-dición, puesto que el resto de sus matizaciones se encuadran en elplural, que usa con extraordinaria frecuencia, mientras no mencio-na la orden a la que tenía que pertenecer en su acción pastoral. Estaequívoca actitud podría ser una concesión literaria apoyada por laidentificación corporativa entre los tres hombres en su calidad detestigos, pero la dicotomía, que se repite en varias partes, sufre uncambio importante que haré destacar en su momento.

El confesor, desde mediados de 1564, fue Diego de Chaves y nohay testimonio de la existencia de distinto padre espiritual, pero síla seguridad de que don Carlos recurría, de modo intermitente, aotros religiosos para buscar el perdón de sus pecados. Aparte deesta nueva digresión, fundada en el afán preliminar de acercarme ala identificación del autor del folleto, cabe resaltar que en ningunaoportunidad es el manuscrito un libelo difamatorio contra Felipe IIpor cuanto, pese a las graves revelaciones, se muestra laudatorio.Este importante aspecto elimina taxativamente que el ejemplar fue-se elaborado para inculpar al monarca y se trate de una manipula-ción tendenciosa para fortalecer la llamada leyenda negra. A mayorabundamiento, ni siquiera su hijo es denostado y, se quiera o no, lacarencia de proclividad confiere al opúsculo un halo de autentici-dad del que no es sencillo desprenderse.

A la noche siguiente primera en que se havia de zelevrar el Juizio se aiun-taron en la sala destinada al efeto que era una asaz retirada los Juezes i noso-

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tros los testigos porque al Rei le plugo que acudiessemos como el derechomanda a ratificarnos en el reconoscimiento de nuestras firmas puestas al piede la demanda de acusazion. La sala era ancha i lobrega i estaba alumbradacon cuatro velas de zera puestas en unos candeleros i enzima de una messacuvierta de paño roxo a la qual messa estavan sentados los juezes i encima dela que se veia el libro de los sanctos evangelios sobre el qual haviamos dejurar. Presentose el Rei con nosotros i como le dolia mucho el tener queintervenir en aquel asumpto dijo que dava sus poderes legales y valederosuna i tantas quantas vezes prezisso fuera bien i cumplidamente i segun aderecho se requiriere a la persona de Frai Joan Aviles para que le representa-se i hiziesse sus veces en aquel negozio i hecho esto, como no queria presen-te ser a los atos del Tribunal se salio de alli dejandonos a todos. Seguidamen-te prinzipio el Tribunal a entender en la causa i el negozio prinzipio leiendola demanda del Rei contra su hijo que a la letra dezia assi

Reincide el cronista en la locución «nosotros los testigos» y vuel-ve a describir la sala destinada para dirimir el proceso. La primeraindicación al recinto previsto para que se reuniese el tribunal, yacomentada, alude, lisa y llanamente, a «una sala de Palazio contiguaa la quadra que servía de prissión al Príncipe», que es elegida a ren-glón seguido de ser nombrados los jueces. Como es usual no hayuna pista exacta del día en que se acuerdan estas disposiciones,pero sí se obtiene la noción de que Felipe II había emprendido lospreparativos con celeridad en contra de su consabida manía de dila-tar sus decisiones. La reiteración en fijar la ubicación de la sala, aho-ra «asaz retirada, ancha y lóbrega», mueve a la conjetura de quepudo haber un destino anterior y enseguida un cambio de ubica-ción para fortalecer las cautelas adoptadas y mantener clandestinaslas diligencias. Nada especial tienen estos detalles si se piensa quedon Carlos permaneció retenido en sus aposentos una semana y fuetrasladado a otro espacio carcelario, ubicado en una torre, a partirdel 25 de enero de 1568, ocupando Ruy Gómez y su esposa sumorada en el entresuelo. A la seguridad que ofrece un emplaza-miento fortificado, con una sola puerta y una ventana enrejada, seune un completo aislamiento del resto del alcázar y la ventaja de serconducido a la sala del juicio sin la incómoda presencia de fisgonesque pudiesen merodear por los alrededores. Antonio de León Pine-lo, en su obra Anales de Madrid, que recoge eventos ocurridos hasta1658, al escribir sobre la vigilancia que se ejercía sobre el preso haceuna interesante mención al señalar «sin más distrito para todo estoque la pieza en que estaba el Príncipe y otra grande de la Torre quehabía mas afuera», confirmando la aseveración del manuscrito en elsentido de que el habitáculo de la prisión y el sitio donde debía sus-

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tanciarse el proceso estaban juntos o muy cercanos. El retrato delrecinto, muy escueto, pero perspicuo al trazar su pobre mobiliario—una mesa cubierta con paño rojo—, ancho y lóbrego, como vesti-gio de su ubicación apartada, son pormenores escasamente expresi-vos, pero acordes con la nocturnidad sigilosa que requería el inevi-table respaldo de cirios.

La aparición del rey en la noche del 8 de febrero tiene por obje-to manifestar su deseo de no participar en la causa —no es difícilimaginar que cualquier confrontación con el recluso era provocarpesadumbres al tiempo que tal vez pretendía con su gesto, al menosaparentemente, un distanciamiento que no condicionase al jurado ytranquilizase su conciencia—, mientras que cumple con requisitosformales como la ratificación de las firmas de los testigos y la conce-sión, imagino que meramente verbal, de dispensar las facultadesnecesarias «a la persona de frai Joan Aviles» para que le representeen su ausencia. Que el confesor se refiera a sí mismo de tan peculiarmanera llama la atención, aunque la licencia pueda obedecer al afánde querer insertar fielmente las palabras del monarca.

En la villa de Madrid a ocho dias del mes de Febrero del año de nuestroseñor Jesu Christo de mill i quinientos i sesenta i ocho ante el Tribunal for-mado al efeto parezco io Frai Joan Aviles apoderado en devida forma delseñor Rei de España i de las Indias D.n Phelipe el segundo deste nombreque felizmente reina i como mas bien en derecho i como mas bien hayalugar digo, Que el dicho Rei tiene por hijo primogenito al Señor PrinzipeD.n Carlos havido en su primera esposa el qual hijo siempre se condujoconforme en un todo a la cristiana crianza que resciviera sin faltar jamas delo que a su padre debia ni en amor ni en respeto hasta el dia en que dichoseñor Rei contrajo terceras nupttias con la señora Reina Doña Isabel de laqual se prendo locamente el Prinzipe sin contenelle los lazos del parentescopara conzebir un amor impuro i reprobado por las leies humanas i divinasllegando a tal estremo su locura que declaro su passion loca a la Reina loqual savido por el Señor D.n Phelipe le reprendio agriamente mandandoleque renunziasse a esperanzas de impossible cumplimiento la qual reprehen-sion le causo tanta ravia que apartandosse de su padre no volvio a pareszernunca mas alegre ni contento como de costumbre solia de lo qual llego asospechar el Rei que andava de mala guissa i tan (sic) vez meditando algunmal hecho porque todo se le volvia hablar mal del Rei nuestro Señor segunha dicho el page Gil Anton i manifestando desseos de vengarsse i a orapoco tiempo hubo el Rei a la mano una carta escrita por el Baron de Monti-ni a los vassallos reveldes de Bruxelas donde dize lo que el Tribunal vera iultimamente supo que el Prinzipe tratava de marcharse de la corte aponersse a la caveza de los traidores contra su señor i padre el qual quisso

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impedirlo i dio traza de prenderlo como assi lo hizo entrando de noche ensu apossento y sacando del todos los papeles que tenia dejandole presso ensu quarto registrando despues los susso dichos papeles entre los quales sehallaron varios que pruevan los delictos del Prinzipe i son los que al Tribu-nal presento, por todo lo que suplico al Tribunal que haziendosse cargo detodo lo dicho esaminando estos dichos papeles i a los testigos que los vieronsacar i que abajo firman i tomando declarazion al acusado se proceda con-tra el no embargante su altura i qualidad como a derecho corresponde juz-gandole requiriendole i sentenziandole como es de uso fuero i costumbreen este reino i conforme se haze con el mas ruin vassallo pues tal es la sobe-rana voluntad del Rei nuestro señor i assi tambien es de hazer segun es jus-tizia que pido con todas las protestas i juramentos nezesarios.

El proceso criminal en Castilla se entablaba por acusación de losofendidos o por intervención de oficio de un magistrado. Antes deiniciarse la causa secreta, el narrador menciona la sala y los poderesque se le otorgan, señalando que el tribunal comenzaba su misióncon lectura de la demanda interpuesta y que «a la letra dezía assi»,rasgo que no admite deducciones de que pudiese ser extractada oimprovisada posteriormente por recuerdos de cualquiera de losasistentes.

El texto, ponderando la premisa expuesta, no es convincente ensus aspectos formales. Por un lado, no tiene solidez jurídica, si seexceptúan de manera benevolente sus primeras líneas, los cargosque se esgrimen se entremezclan con superfluos esbozos privados ypara encontrar rigor, propio de una culpación que implicaba unpresunto crimen de lesa majestad, hay forzosamente que recurrir ainterpretaciones cabales sobre los sucesos que se especifican sinmayor relieve. Más que una acriminación contundente, bien funda-da, la imputación parece deslizarse por el ámbito moral de princi-pios reprobables, salvo el empeño por huir para ponerse a la cabezade los traidores contra su señor y padre. La sensación es que lademanda exhibe ostensibles elementos de improvisación e ignoran-cia de las normas legales aplicables, fruto de una aparente ligerezaen su materialización al dictado del rey, cuyo extremo choca con elcarácter meticuloso y nada precipitado que se le atribuye.

La inculpación de que había concebido «un amor impuro ireprobado por las leies humanas y divinas» tiene, en contra de suapariencia irrelevante, un alto grado de peligrosidad por ser unaofensa que, desde la época del ordenamiento de Alcalá, debía califi-carse atentatoria contra el soberano y punible con la pena de muer-te y la confiscación de los bienes al encuadrarse en la figura de des-

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honrar al monarca. Los actos intrínsecamente malos no sólo se con-sideraban delito, sino que además eran estimados como pecado (deesta ambivalencia nace la reprobación escrita de haber infringidoleyes humanas y divinas), a la vez que concurrían agravantes comola condición social del delincuente, la categoría del ofendido y hastael lugar en donde hubiesen ocurrido los desmanes, como la Corte,el palacio real o una iglesia. El conato, no consumado por las cir-cunstancias que fuesen, no exoneraba de las sanciones ordinarias ycabe asumir que el amoroso impulso encajaba dentro del denomina-do principio de traición que comportaba el máximo castigo, aun-que, con una incoherencia cronológica sospechosa, se retrotrae lapasión al momento en que Felipe II contrae matrimonio con su ter-cera esposa —febrero de 1560— y, sin embargo, se justifica el ren-cor hacia el autor de sus días en las revelaciones del criado llamadoGil Antón, meras críticas que, inevitablemente, tuvieron que ocurriren septiembre de 1566. El sentimiento enamoradizo se sustenta, sise hace caso de la relación, en «algunos papeles de la Reina Isabelpapeles tiernos i apasionados en que so color de disuadir al Príncipede su cariño se manifestaba mas amor del que se deviera», y que, enbuena lógica, tan sólo entrañan un valor indirecto, dado que no seexhibe la «declarazion en forma» mediante la cual se dice que elpríncipe «declaró su passión loca a la Reina».

La segunda acusación, más resolutiva y firme, se enmarca de lle-no en el antedicho delinquimiento, dado que se matizaba con clari-dad que pasarse al ejército enemigo o promover el levantamiento desus provincias suponía crimen de lesa majestad. Las inculpacionesse rematan, por otro lado, con imprecisas manifestaciones enlazadascon los instrumentos probatorios, al mencionar el recado dirigidopor el barón de Montigny a los vasallos sublevados, arrojado en unaplaya de La Coruña y remitido al rey por el alcalde gallego, pero enel colmo de la vaguedad más absoluta no se refleja su contenido nisu fecha, aunque ya he confirmado que sólo pudo emitirse ennoviembre de 1566. Se argumenta también, casi como conclusión,que pretendía escaparse para ponerse al frente de los rebeldes, perono se definen el significado y alcance de los papeles incautadosdemostrativos de las connivencias con los insurrectos

Todo el cuerpo de la acusación es, por tanto, un embrolloambiguo y hasta con regustos folletinescos que se coronan con ladescarada mentira de que los testigos vieron sacar los papeleslocalizados la noche del apresamiento. Estos pliegos desconoci-dos, entregados al tribunal, son las únicas pruebas que acreditan

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los delitos y convierten el resto de la incriminación en simple retó-rica sin trabazón.

Nada se concreta sobre los mensajes dirigidos a los conspiradoresque fueron interceptados, entregados al duque de Alba y remitidosal monarca; ni de los escritos de los condes de Egmont y Horn con-cernientes a la conspiración que se quería llevar a cabo, salvo queestos últimos fuesen realmente los documentos incautados y los fun-damentos más sólidos que podían inculparle, aparte de algunos nosignificados por la monografía, pero que sí insinúan distintas fuentes.Me remito, por supuesto, a los trasuntos de las comunicacionesexpedidas a indefinidos individuos de Andalucía para agenciarsedinero por intermedio de Garci Álvarez Osorio, al carteo preparadopara que fuese despachado a los grandes de España, las cancillerías,audiencias, ciudades de Castilla y demás reinos de la monarquía y lascartas dispuestas para que fuesen entregadas a su padre o cursadas alpapa y al emperador, en unión de un «programa de actos» que pen-saba realizar tan pronto como hubiese podido fugarse, la famosa listade amigos y enemigos o el libro burlesco de los viajes reales. Por des-contado, estas epístolas y cuadernos jamás han sido descubiertos y suaparente autenticidad nace de informaciones vertidas por los emba-jadores después de que hubiese sido detenido y probablementedimanantes de chismorreos cortesanos de escasa fiabilidad.

A la advertencia de que el proceso se sustancie sin tener en con-sideración la alcurnia del procesado —«conforme se hace con elmás ruin vasallo»— se une la exigencia de que se le tome declara-ción, pero ni la menor alusión de que sea forzoso demostrar la cul-pabilidad de los cómplices que tanto preocupaban al rey.

Leido esto passaron los juezes a essaminar los papeles que iban ajuntosa la demanda los quales eran varios papeles amorosos del Prinzipe i sucontestacion de la Reina que aunque no demostavan cossa alguna de amorcorrespondido estavan no obstante escritos con demassiada passion el otroera unas cartas del Prinzipe a los condes de Hornos i de Emont en que lespartizipaba que mui pronto partiria a Bruxelas con el Exerzito de que ibaa darle el mando su padre i los otros restantes papeles eran correspondien-tes a la conjurazion tramada i al modo de llevarla a su fin i acabamiento.Vistos que fueron por los Juezes i bien enterados de ellos todos en comunporque en aquel juizio cada uno tenia por separado su obligazion i despueseran juezes los tres juntos El Presidente de Tribunal que era Vargas dio idicto la providenzia siguiente

En la causa que ante nos pende contra Dn Carlos de Austria Prinzipede España decimos los infrascriptos Que vistos la demanda de acusazion ipapeles que la acompañan fallamos que devemos mandar i mandamos que

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se presente el R.P. Frai Joan Aviles a ratificarse en la declarazion que endicha demanda se contiene y que es dada a nombre y ruego del Señor ReiD.n Phelipe de quien es el dicho P. Apoderado y para que assi mesmoreconosca su firma i presentense tambien los testigos a los reconoscimien-tos de las presentadas comparezca el acusado a la presenzia judizial a darsus declaraziones i comparezca assi mesmo el criado del Prinzipe GilAnton a prestar la suia assi lo sentimos e firmamos en la Villa de Madrid anueve dias del mes de Febrero de mill i quinientos i sesenta i ocho.

Despues pusieron sus firmas i leieron el auto i como nosotros estavamospresentes nos llegamos a la messa del Tribunal i alli reconozimos nuestras fir-mas i las dimos por vuenas i tambien miramos los papeles i dejimos quehallavamos ser los mismos que se sacaron de la camara del Prinzipe Con estopor ser ia mui adelantada la noche i porque ia el sol iba apareziendo nos reti-ramos todos quedando aplazados para la noche siguiente porque la voluntaddel rei era que se siguiera aquel assumpto con la maior brevedad posible.

Los papeles requisados son los elementos en que se apoya laacusación. Y aunque ya han sido comentados, voy a reincidir en suanálisis ante la importancia que entrañan ante al futuro fallo.Siguiendo el hilo conductor de las imputaciones, los jueces exami-nan en primer lugar los testimonios que conciernen a la pasiónimpura del príncipe. Ahora ya no se trata expresamente de la res-puesta interceptada a su madrastra en donde «se trasluzía mas ter-nura de que deviera», sino que se subraya con rotundidad «variospapeles amorosos del Prínzipe». Diversos componentes de carizintuitivo y deliberado me han inducido siempre a discurrir que elcronista sabía poco de la vida de don Carlos, excepto apuntes valio-sos como la explicación del altercado sostenido con Alonso de Cór-doba, y no precisamente porque se viese en la obligación de respe-tar el secreto de la penitencia, sino por el hecho, fácilmentededucible, de que sus palabras tienen como cimiento el sumario. Alhilo de este postulado se debe recordar que cuando alude a la cartade Isabel de Valois, al comienzo de la relación, hace también la indi-cación de que el príncipe no supo disimular su cariño «y le espresóia con mill apasionados versos ia con dulzes trovas ia finalmente conuna declarazión en forma que entregó a la reina». Estos párrafos,haciendo hincapié en el hábito de guardar copia de cualquier escri-to, justifican la existencia de billetes afectivos que le pudieron serretirados de sus aposentos.

Las reacciones de la reina al empezar la tragedia corroboran lashondas huellas de dos impactos emocionales casi consecutivos: nocesaba de llorar (correos de Fourquevaulx a Catalina de Médicis delos días 19 de enero y 8 de febrero inmediatos al prendimiento y

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algún grave acontecimiento como podía ser la presentación de lademanda) y hasta se temía que hubiese sufrido alteraciones en suembarazo, a pesar de que esta opinión es problemática, ya quecuando doña Isabel perece en octubre de 1568 los médicos tuvieronque atenderla de un aborto y el feto —una niña que falleció ense-guida— sólo tenía unos cinco meses de gestación. De cualquier for-ma, respetando el arcano de la historia, se puede entender que unaprofunda amistad justifique semejante repercusión emotiva, perotampoco se puede eliminar que un sentimiento de culpa ayudase aprovocar una crisis duradera.

La segunda aportación de evidencias revisadas se remite exclusiva-mente a unas cartas dirigidas a los condes neerlandeses, haciéndolespartícipes de que pronto partiría para Bruselas al mando de las tropasque le iba a confiar su padre. Tan lacónico razonamiento no implica laatribución de un delito de traición, salvo que en los presumibles corre-os se vertiesen términos de superior gravedad, pero sí permite fijar elperiodo en que pudieron ser redactados. La condescendencia regia alrequerimiento de su vástago para que le encomendase la misión deponerse al frente del ejército únicamente pudo ocurrir entre la sesióndel consejo celebrada el 29 de octubre, con la determinación de inter-vención bélica, y el 30 de noviembre de 1566, que es el día de la desig-nación de Fernando Álvarez de Toledo para encabezar las huestes. Laspretendidas epístolas tienen, por tanto, una antigüedad de unos cator-ce meses en consonancia con el comienzo del juicio, son abordadaspor primera vez y no pueden tener vinculación con las comunicacio-nes que el príncipe pudo dirigir a los referidos nobles y a Guillermode Nassau y que el opúsculo advierte que fueron interceptadas y remi-tidas al rey. Siempre he tenido dudas sobre la realidad de estos últimosescritos que, por sí mismos, hubiesen fundamentado las represalias yla ineptitud o la demencia como características esenciales de la idiosin-crasia de Carlos de Austria, al desear enlazar con hombres que ya esta-ban apresados o refugiados en parajes seguros. Que no fuesen incor-poradas a la demanda cuando proclamaban deseos de huir, de apartara su predecesor del gobierno e incluso de llevar la guerra hasta Casti-lla, es la muestra más incuestionable de que es una burda falacia de laque se hace eco el manuscrito para justificar su confinamiento.

Los restantes papeles demostrativos de «la conjuración tramadai al modo de llevarla a su fin i acabamiento» —tercera amenaza— nisiquiera se particularizan con algún destello relevante cuando unplan de semejantes proporciones, de haber sido elaborado, tendríaque reunir un prolijo inventario de las acciones a emprender.

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De cuanto antecede se desprende que las pruebas no son per-suasivas, que algunas tienen una sorprendente antigüedad y otrasno traslucen motivos de inculpación de una conspiración en todaregla que debiera ser el principio constitutivo de mayor alcance. Talendeblez probatoria, a juzgar por el repaso realizado por los jueceso la descripción simplista que se expone, sitúa a cualquier personaque procure ser objetiva ante una decepción difícilmente superabley un elevado cúmulo de enigmas sin respuesta.

Tanto la demanda como la búsqueda de datos para culpar entrande lleno en la fase sumaria del proceso criminal común en Castilla.La providencia dictada encaja en la parte inicial de las tres en que sedividía el juicio y es indudable que tiene más rigor jurídico que lademanda, cuyo aspecto revela la influencia de un sujeto cualificadoy experimentado en diligencias procesales. Vargas no adopta medi-das cautelares relativas al embargo y secuestro de bienes del encau-sado (la preventiva prisión ya estaba consumada) y se limita a exigirla comparecencia del procesado y del solitario deponente para laspreceptivas testificaciones. Este paso pertenece al ciclo sumarial yacomenzado (normalmente el reo era intimidado en dos oportunida-des para que prestase declaración) y el procesamiento, dentro de lasrestricciones impuestas por su rango secreto, comienza ajustándosea las normas usadas en la época y sólo la celeridad exigida hace queparcialmente la providencia se cumpla enseguida, aprovechando laestancia de tales personas.

La confirmación por los testigos de que los antecedentes enseña-dos eran los que se sacaron de la cámara del príncipe no deja enbuen lugar su honradez, dado que no estuvieron presentes durantela detención, pero cabe preguntarse si, en esta disyuntiva, podíanser capaces de oponerse a la omnipotencia real.

Y antes de cerrar este tramo de la paráfrasis sobre los testimonios,complicados y hasta confusos, un obligado comentario acerca de laapostilla del cronista aclarando que «la voluntad del rey era que sesiguiera aquel assumpto con la maior brevedad posible». El interés enimprimir rapidez a los trámites choca frontalmente con la parsimoniade Felipe II y en su contrastada calma al tomar decisiones. Las prisasen este caso, gusten o no, tienen un claro descargo. Su descendienteestaba siendo juzgado por un delito de alta traición que llevaba apare-jado probablemente una inapelable condena y una rápida ejecución.De esta forma, procediendo con apresuramiento, se contrarrestaba lapeligrosa trascendencia del paso inexorable de los días y el elementofortuito de que le pudiese suceder cualquier accidente o enfermedad

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que diese al traste con su reinado. De acontecer un avatar de estaíndole, nada desdeñable, se hubiese originado, como es natural, unintrincado nudo político, ya que su hijo era el sucesor del trono, jura-do por las Cortes castellanas en 1560, pese a que permaneciese confi-nado. Dilatar en exceso el procesamiento era tentar a la fortuna cadaminuto que transcurría sin resolver el conflicto. Una súbita desgraciahubiese creado un giro vital en la situación y nadie hubiese sido capazde afrontar una comprometida oposición al sucesor legítimo. Esterazonamiento ha sido captado por ciertos escritores —la sagaz «pri-sión preñada de muerte» aducida por Elías Tormo es persuasiva—,pero obviado a su vez por historiadores incapaces de comprender entoda su dimensión el atolladero inherente a un encierro, fuese tempo-ral o irreversible. Tener prisionero al príncipe no era una soluciónadecuada, en cualquier instante se podía producir el fatal impondera-ble de la defunción del rey y la consecuente designación comomonarca de su heredero legítimo sería el paso más fácil, pese al inau-dito trance en que se encontraba don Carlos. El remedio, en cual-quier sentido, exigía prontitud y no es un firme argumento traer acolación que la junta estaba ejerciendo indagaciones o que el licencia-do Briviesca tenía ya substanciado el proceso en julio de modo que sepudiera pronunciar sentencia, como sostiene Llorente, sin que hubie-se audiencia, confesión o defensa del reo, ni notificación de providen-cias judiciales. Seis meses, en aquel apurado momento que exigía res-puestas perentorias, me parece un plazo inaceptable y el signo másterminante de que no llegó a formalizarse jamás, como lo convalida, asu vez, que no haya aparecido ni el menor vestigio documental.

Llego la segunda noche i ia junto el Tribunal se presento ante el GilAnton i habiendole hecho jurar por una señal de cruz que diria verdad entodo lo que preguntado i jurar segunda vez sovre los sanctos evangeliosconforme nossotros haviamos jurado nosotros la noche anterior fue reque-rido en los terminos siguientes

Preguntado por el Presidente del Tribunal si el era el llamado GilAnton page del servizio del Señor Prinzipe de España D.n Carlos de Aus-tria dijo que si.

Preguntado que quanto tiempo ha que entro al servizio del Señor Prin-zipe dijo que sovre año i medio.

Preguntandole si estava continuamente al lado del Prinzipe dijo quesolo lo estava quando le empleava en alguna cosa. Preguntado si haze algu-nos messes ha oido hablar alguna cossa contra el Rei su padre al Prinzipedijo que avra como tres messes cuando se supo en España la rebelion delos Paisses Bajos oio dezir al Prinzipe que se alegrava dello i de que supadre perdiera aquellos estados i que despues de continuo le ha oido

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hablar mal del señor Rei i de su modo de govieno i que esto es quanto haoido i nada mas i esto es quanto puede dezir en descargo del juramentoque tiene prestado. Preguntado si no tiene mas que dezir Dijo que no. Estadeclarazion fue notada por Antonio Perez que a falta de escrivano lo era eli Gil Anton lo firmo ratificandose en ello ato continuo se retiro entrando elPrinzipe en la sala acompañado del Prinzipe de Eboli i del Duque de Feriavenia triste i de aspeto melancolico i no dijo ni una sola palabra al Tribu-nal. Vargas hizo que se sentara i haziendole jurar por una señal de cruz ipor los sanctos evangelios el dezir verdad en lo que fuere preguntado fueempezado a requerir en los terminos siguientes por el Presidente.

Preguntado su nombre de donde es natural i hijo de quien dijo llamar-se Carlos por sovrenombre de Austria que nascio en la Ziudad de Vallado-liz i que es hijo del señor Don Phelipe segundo Rei de España i de lasIndias i de su primera Esposa D.ª Maria.

Preguntado que quando, como i por quien fue presso dijo que fue pre-so el dia veinte i uno del mes de Enero estando acostado en su cama i iadurmiendo siendo de noche i que le prendio su padre acompañado deotros varios sugetos que ento zes no conoszio el qual su padre le intimo laorden de estarse quieto en su quarto y detenido en el. Preguntado si save osospecha la causa o motivo de su prission, dijo que lo ignora. Preguntadosi ha tenido intentos amorosos sobre la persona de la Reina D.ª Isabelesposa de su padre si le ha escrito algunos papeles i si a ellos le ha dadocontestazion dijo que no i que no sabe porque se le achaca esta falta. Pre-guntado si en algun tiempo ha rezibido alguna visita o ha tenido converssa-zion con el Baron de Montini enviado de los reveldes de los Paisses Bajosdijo que no y que ni tan solo le conoszia sino de oidas. Preguntado si no leha dado al tal Montini parte de tener ideas de passar a las tierras subleva-das dijo que no. Preguntado si ha escrito algunas cartas a los Condes deHornos i de Emont sobre el mesmo assumpto dijo que tampoco. Pregun-tado si conosce a Gil Anton dijo que si le conosze por ser su page de servi-zio. Preguntado si delante de este no ha dicho en zierta ocassion que sealegrava que se le revelassen al Rei su padre dijo que no ha dicho nunca talcosa. Preguntado si delante del mismo no ha hablado mal del modo imanera de govierno que usava el Rey su padre dijo que jamas ha habladomal de esto y menos siendo de una persona tan allegada como su padre.Preguntado si no tenia hecho un plan de cospirazion contra el throno desu padre por lo qual pensava passar a los Paises Baxos al frente de unquerpo de thropas que luego havia de levantar contra el Rei para hazersedueño de aquellos paises dijo que no. Preguntado si es zierta la declarazionde Gil Anton la qual le leen. Dijo que por lo que a el toca no la halla ver-dadera. Preguntado si reconosze por suios aquellos papeles i cartas i si sonsuias las firmas al final i termino de ellas puestas dijo que no son suios niescritos de su mano las firmas y papeles ni en modo alguno los reconosce.Preguntado si no tiene mas que dezir dijo que lo dicho es cuanto save ipuede dezir en descargo del juramento que tiene hecho y que lo dicho es

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verdad lo qual firmo i igualmente los Juezes. Hecho esto salio de la sala ifue vuelto a llevar por el suso dicho Prinzipe de Eboli a su quarto.

El opúsculo se manifiesta respetuoso con los procedimientos de leyy la testificación se realiza con el ritual juramento por la señal de lacruz y poniendo la mano derecha encima de los santos evangelios. Lacomparecencia del deponente reviste caracteres insólitos, ya que parahacer plena prueba eran necesarias las denuncias concordantes de dostestigos. En nada, por consiguiente, debía influir la palabrería del lla-mado Gil Antón. Las vicisitudes que confiesa el testigo crean enredoscronológicos, como ocurre en múltiples puntos de la monografía. Lasnoticias de la sublevación neerlandesa llegaron a Segovia al empezarseptiembre de 1566. Habían pasado, por tanto, más de dieciséis mesesdesde entonces y no tres como se desprende de la declaración, salvoque la trascripción no esté fielmente reproducida y Gil Antón preten-diese determinar que las frases contra su progenitor se produjeron enlos tres meses posteriores al conocimiento de la protervia iconoclasta,es decir, durante septiembre, octubre y noviembre de 1566.

Con independencia de que la absurda comparecencia apenas ten-ga repercusión, sí pueden efectuarse conjeturas sobre su enigmáticapresencia. Por una parte, al ser interrogado, impera cierto resquemoren Vargas que, cuando requiere su filiación, pregunta si «era el llama-do Gil Antón», fórmula de tonos vagos o dubitativos que lleva implí-cita desconfianza sobre su genuina identidad. Que llevase año ymedio prestando su asistencia —concuerda con el comienzo de laestancia de Carlos de Austria en Valsaín en el verano de 1566— pue-de inducir a sopesar que fuese un sirviente circunstancial, quizá con-tratado en la zona de Segovia o afincado en el palacio del bosque, yque sólo desempeñaba esporádicas funciones en calidad de pajecomo lo atestiguan sus palabras. Esta hipótesis, posible dadas las pre-misas expuestas, justificaría el fracaso de Manuel García para locali-zarle mediante una revisión de las quitaciones de Corte y lutos dadosa los hombres y mujeres del servicio ordinario del príncipe. Todo estosin hacer especial hincapié en la llamativa casualidad de que AntonioPérez dispusiese entre su servidumbre de subordinados que se llama-ban Gil y otros que ostentaban el apellido Antón, singularidad quepuede ser un atisbo de que el rey, con la colaboración de Ruy Gómezy su protegido, hubiesen colocado al lado del príncipe a un mucha-cho leal para tener información privilegiada de su conducta.

Acabada la deposición de Gil Antón es lógico que el encausadoentrase en la sala custodiado por el garante de su vigilancia, RuyGómez de Silva, y respaldado por Gómez Suárez de Figueroa,

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duque de Feria y capitán de la guardia real. Los dos consejeroshabían contribuido al apresamiento y estaban al tanto de cuantoacontecía en las noches frías del alcázar. Nada de particular tiene,asimismo, que el reo presentase un porte alicaído, dado que yadebía conocer la decisión de enjuiciarle. Si por su peculiar tempera-mento altivo hubiese comparecido ante los jueces, sin asumir pre-viamente su procesamiento, es natural que se desencadenase unarepulsa intempestiva y no una sumisa languidez. La preocupación,aderezada con una dosis de intuitivo temor, tendría mermada suhosquedad e innata capacidad de rebeldía.

A continuación de prestar el pertinente juramento y expresar sufiliación, sin ofrecer signos de alteración, inicia su explicación con-cediendo que fue prendido el 21 de enero. No hay excusa paracomprender el error, salvo que considerase consumado su encierroa raíz de ser examinada su catolicidad y retornado a sus aposentos,convertidos en prisión, a horas avanzadas del día 20, si se siguen alpie de la letra las contingencias referidas, pero tampoco tiene realceuna equivocación tras permanecer cerca de tres semanas completa-mente aislado.

Escudriñado este aspecto fútil de la confesión, nada tiene de raroque el prisionero no identificase a los integrantes del séquito al serallanadas sus habitaciones. Cabe presumir que los hombres que inter-vinieron hubiesen adoptado también medidas protectoras (cotas demallas, cascos...) que, en unión de las sombras nocturnas, preservasensus siluetas. Hay narraciones convincentes, aludidas por Gachard, deque, al despertar, inquirió quiénes eran los intrusos como síntoma deque no les reconoció en los preliminares de su detención.

Durante la restante indagación, centrada en sucesos más espino-sos, el procesado aduce ignorancia de las culpas que se le achacan eincluso niega determinados puntos de modo tajante para esbozarlivianos matices en las interpelaciones que encierran mayor peligrosi-dad. Sobresale que califique como simple «falta» su negado intentoamoroso, que alegue no conocer al barón, «sino de oídas», para negarinsistentemente su reciprocidad con el noble, desmentir que cuestio-nase la forma de gobernar o hablase mal de su padre cuando «era unapersona tan allegada» y rechaza que los pliegos que le enseñan seansuyos, afirmando que no han sido escritos ni firmados de su mano.Toda la testificación denota equilibrio y mesura en las respuestas,como si hubiese sido asesorado por un letrado enterado de los extre-mos más incisivos de la interpelación o si como, de repente, su altivezse hubiese visto suplantada por un impasible dominio de sí mismo.

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Hay cierta coordinación entre las culpas que se le imputan y laspreguntas, pero hay que recalcar las nulas referencias de cuándo seprodujeron los percances que sostiene la acusación. La impresióngeneralizada que se obtiene es que los actos constitutivos de losdelitos se habían materializado, en todo caso, hacía ya mucho tiem-po —la carta interceptada a Isabel de Valois podía tener una anti-güedad de varios años y el despacho del barón de Montigny, halla-do en Galicia, que ni siquiera es mencionado, tenía que estar enmanos del rey desde el invierno de 1566-1567, es decir, desde haciaun año, más o menos—. La conjura o maquinación tramada, que nose especifica en la demanda, pero que es objeto de investigación,vuelve a ser planteada, pero se vincula «un plan de cospirazióncontra el throno» con el simplista guión de que Carlos de Austria«pensava passar a los Países Baxos al frente de un querpo de thro-pas que luego havia de levantar contra el Rei», en definitiva, idénti-co argumento que se hace constar en las misivas dirigidas a los con-des, si bien con la puntualización más amenazante de que supartida para la capital de Brabante llevaba incluida una idea desubversión que estaba más arraigada en los cerebros de los oidoresque en el ánimo del príncipe con tan sólo percatarse de que entreel acuerdo de intervención armada y la designación del duque deAlba para mandar los tercios, como ya he señalado, sólo existe elcorto e insuficiente intervalo de un mes para organizar un proyectobien tramado y que inevitablemente quedaba colapsado con elnombramiento del prócer castellano.

Los Juezes quedaron mui pensativos al ver que todo lo negaba el Prin-zipe i no atreviendose en manera alguna a asolverle ni menos a poner autoen razon de que no havia sobre que determinaron de comun acuerdo deziral Rei lo que passava fueron auque era mui tarde al apossento de suMagestad que estava orando y dixeronle lo que passava de lo que se aflixioen estremo por ver que el Prinzipe su hijo añadia delictos a delictos min-tiendo manifiestamente al Tribunal puesto para juzgarle i sin respeto aljuramento prestado. Pero como el tiempo pasava i era presisso que antesde zerrarsse el Tribunal se diesse providenzia o auto dijo el Rei que en ave-riguazion de la verdad hizieran i praticaran lo que en tales cassos es de usofuero i costumbre praticar sin que los detuviera la calidad i elevazion delsugeto porque solo devian mirar en el un reo como qualquiera puesto enmanos de la justizia con este parezer del Rei volvieron a la sala i ditaron elauto o providenzia que sigue.

En la villa de Madrid a diez dias del mes de febrero del año de nuestroSeñor Jesu Christo de mill i quinientos y sesenta i ocho en la causa criminalque ante nos pende en contra de D.n Carlos de Austria por delicto de traizion

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i revelion contra su Rei i padre dezimos que devemos fallar i fallamos vista lafalta de testigos nezesarios para la averiguazion de la verdad que comparezcael Reo a la presenzia judizial i se le tome confession con cargos pongasele aquestion de tormento si no declarare y confessare a los cargos que se le hizie-ren assi lo sentimos mandamos e firmamos en el dia mes i año arriba ia espre-sados i dichos. Con esto se concluio la segunda noche del Juizio.

La madrugada del 10 de febrero sitúa al tribunal en una encruci-jada. A la probable endeblez de las pruebas se une la inoperancia deun testigo, que nada trascendente descubre en su parco testimonio,y ciertas dosis de equilibrio y comedimiento por parte del príncipedurante su interrogatorio. Las dudas de los jueces exteriorizan queFelipe II no había tenido la fuerza de voluntad suficiente para exigiruna condena expeditiva. En su espíritu, proclive siempre al recelo yla inseguridad, tal vez asaltado por vacilaciones de conciencia, debíaanidar el anhelo de que se probase su culpabilidad, pero preferíamantenerse al margen para disponer de una coartada que le permi-tiese eludir los escrúpulos que emponzoñaban su condición pater-na. Su religiosidad, impulsada hasta las fronteras de una desorbita-da devoción, vuelve a exhibirse cuando recibe la visita de lospeculiares magistrados acuciados por la zozobra, dado que enmomentos apropiados para el descanso se encuentra orando y sólose aflige cuando sabe que su primogénito no respeta el juramento eincurre en perjurio, poniendo en peligro la salvación de su alma.

El cronista, tan adicto a crear corporativismo con los dominicos,no utiliza el consabido recurso y la singularidad de que los togados«fueron» al aposento real excluye presencias ajenas. La referenciade lo que ocurrió en el interior de la cámara puede que no nazca desu propia observación y el relato de que Felipe II dijo únicamente«que en averiguazión de la verdad hizieran y praticaran lo que entales cassos es de uso fuero y costumbre praticar sin que los detuvie-ra la calidad y elevazión del sugeto» es una mera insistencia de laacusación que exige un tratamiento sin privilegios.

Por mi parte, tengo serios resquemores de que el rey se limitasea insistir en sus propósitos y no diese, con un pequeño paso adelan-te, pistas que sirviesen para disipar la tensión de los enjuiciadores yderribar sus cautelas, evitando un fallo absolutorio. El auto dictadofacilita rastros de que la conversación tuvo dimensiones más signifi-cativas que el daño moral del soberano y su insistencia sobre los tér-minos en que estaba redactada la demanda.

La diligencia en cuestión, que no es una providencia por abarcarla amenaza del tormento, destaca por primera vez que el proceso

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que se instruye es una causa criminal y que se lleva a cabo «pordelicto de traizión y revelión con su Rei y padre» —dictamen deuna culpa que ni la demanda ni la providencia inicial declaran—,mientras se acepta que para averiguación de la verdad faltan los tes-tigos imprescindibles, desvelando, por fin, que la inexplicable intro-misión de Gil Antón no tiene repercusión sobre la sentencia.

Los oidores, sumidos en una encerrona, no tienen más opciónque revelar la obligación de tipificar el delito, dado que, en princi-pio, según costaba en las Partidas, ningún castellano de prosapiapodía ser torturado si no estaba implicado en un juicio que llevaseaparejada la pena de muerte o corporal, aunque en la usanza proce-sal los encargados de administrar justicia actuasen, en muchas oca-siones, según su arbitrio. Al concluir la segunda noche los formalis-mos adquieren mayor consistencia jurídica y encaminan el sumario,pese a su condición secreta, dentro de un marco más riguroso yacorde con los preceptos de las leyes aplicables en Castilla.

a la siguiente a mas de los juezes i de los testigos havia unas personas masen la sala del tribunal i estas eran el verdugo i su criado que avisados porVargas vinieron con los instrumentos de la tortura por si se hazia menesterusar de ella aunque ellos no savian quien era la persona a quien havian deatormentar ni sabian tampoco que estavan en Palazio porque Vargas paracumplir las ordenes del Rei que recomendava el maior secreto habia hecho irel verdugo i su criado a su casa i en ella les hizo poner unas vendas en losojos i luego salieron en un coche los tres juezes i los dichos verdugo i criado iassi vinieron a palazio sin saver a donde iban. Estando ia reunido el Tribunalentro el Prinzipe como la anterior noche i fue comenzado a requerir en losterminos que abajo se van diciendo. Se le haze cargo de ser y llamarse Carlospor sovrenombre de Austria de ser hijo de D.n Phelipe segundo i de su pri-mera esposa D.ª Maria y ser nacido en la Ziudad de Valladolid contesto quees zierto. Se le haze cargo de haver tenido pensamientos amorossos sobre lapersona de la Reina D.ª Isabel de haverla escrito varios papeles i haver rezi-bido i guardado sus respuestas dize que este cargo es falso i que no ha hecholo que se le dize se le haze cargo de haver tratado en conversazion al Varonde Montini enviado de los Paisses Bajos reveldes contesta que es assi mesmofalso este cargo porque el no conoze a Montini. Se le haze cargo de haberdado parte al tal Montini de su intento de pasar a los Paises Bajos. Respon-dio que era falso. Se le haze cargo de haver escrito varias cartas a los Condesde Emon i de Hornos i al Prinzipe de Orange manifestandoles deseo de pa-ssar a unirse con ellos. Respondio que tambien es falso. Se le haze cargo deconozer a Gil Anton. Responde que en efeto le conosze. Se le haze cargode haver dicho delante del tal Gil Anton quando se supo el motin de losPaisses Bajos que se alegrava de que su padre perdiera aquellos estados. dijoque este cargo era falsissimo i que el nunca pudo dezir lo que se le acusa. Se

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le haze cargo de haber hablado muchas vezes delante del tal Gil Anton malde la manera i modo de obrar del Rei su padre i de su regimen de Govieno.Respondio que este cargo era sobradamente falso. Se le haze cargo de haberhecho un plan de cospirazion i conjurazion contra el trono para lo qual pen-sava haver passado a los paisses reveldes con un querpo de tropas i con elalborotar mas el Pais Contesto que igualmente es falso este cargo. Se le hazecargo de haver negado la declarazion de Gil Anton la qual le leieron lanoche prezedente i de nuevo le leen Contesta que es falsa i que por eso lanego i la niega de nuevo. Se le haze cargo de haver negado aquellos papelesque le presentan i confiesse ser suios como igualmente las firmas puestas enellos Contesta que no los reconosce por suios porque no lo son. Se le hazecargo ultimamente de haber quebrantado la sanctidad del juramento negan-do hechos cuia verdad es publica i notoria por las firmas de los papeles queson las que el ussa poner. Contesta que se remite a lo dicho i que este cargoes tan falso como todos. Se le haze cargo de que diga la verdad Contesta queia la tiene dicha i que no hai mas que dezir. firmo i firmaron los Juezes i porhaverse dilatado mucho determinaron zerrar el Tribunal Volvio el Prinzipe asu quarto i los Juezes ditaron el auto siguiente.

En la villa de Madrid a onze dias del mes de Febrero del año de Nues-tro Señor Jesu Christo mill i quinientos i sesenta i ocho en la causa crimi-nal que ante nos pende contra el Prinzipe D.n Carlos de Austria por delic-to de revelion contra su señor i padre fallamos que visto lo impossible dehallar la verdad por medio de los medios suaves i dulzes empleados se hazenezesario poner el reo a question de tormento pongassele si se ratificaantes en sus dos declaraziones dadas i no quiere declarar a las tres vezesque el Tribunal se lo mande Asi lo sentimos firmamos i mandamos el diames i año arriba dichos i menzionados.

Hecho esto se levantaron el verdugo i su criado estavan esperando fue-ra porque antes que entrara el Prinzipe para que no le conosziesen i fues-sen contando por ahi se les havia echo salir vendaronlos los ojos i cogien-dolos del brazo los llevaron al coche conforme habian venido i fueronhasta la cassa de Vargas en donde los soltaron citandolos para que volvie-ran al dia siguiente.

A los miembros del tribunal y testigos de la causa, ya reputadacriminal, se unen un verdugo y su criado ante la eventualidad deque el procesado vuelva a negar las imputaciones y, en consecuen-cia, fuese indispensable someterle a tormento para sonsacar la ver-dad. Esta previsión, aparentemente precipitada, no tiene nada deextraño, ya que, en la mayoría de los casos, la tortura se ejecutabatan pronto como se emitía el auto necesario.

La segunda interpelación con cargos —es conveniente recordarque el reo era sometido a confesión dos veces— no difiere sustancial-mente del primer requerimiento y no hay nada novedoso en las depo-

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siciones de don Carlos. La demanda, el examen de los testimonios ylos dos interrogatorios acumulan en conjunto tal proliferación de ante-cedentes que es muy fácil caer en confusiones durante su lectura,sobre todo cuando se desea valorar la coherencia de los argumentosque se esgrimen en las reprobaciones más graves. Este convencimientome ha llevado a la idea de que es pertinente analizar las cuatro piezaspor separado atendiendo a cada uno de los capítulos de la acusación.Dejando a un lado la baldía influencia de Gil Antón y la atribuciónamorosa, el proceso se basa en tres puntos: la vinculación con el barónde Montigny, las comunicaciones dirigidas a los conspiradores y laconjura que debía estar pergeñada entre los escritos arrebatados.

Comenzando por el problemático contubernio con Floris deMontmorency es idóneo precisar que en la incriminación se consig-na la carta que le fue interceptada al barón, aun cuando nada seconcreta sobre su contenido, y en la revisión de los elementos pro-batorios ni siquiera se menciona. En la primera intimación tampocose hace alusión a dicha misiva, como si no tuviese un excesivo real-ce, y simplemente se pretende que el príncipe reconozca haber teni-do entrevistas con el emisario del Consejo bruselense y que le hadeclarado su voluntad de pasar a tierras insurrectas. En la segundase repiten estas cuestiones sin mayores aquilatamientos y, porsupuesto, el mensaje arrojado junto al mar tiene todos los visos deno haber existido jamás.

Con respecto a los contactos epistolares sostenidos con los con-des, no se concreta nada en la acusación que, en el colmo de lavaguedad, se remite a meros pliegos que justifican los delitos sinmencionarlos expresamente. En el análisis de las evidencias sí secita el correo en cuestión que, al parecer, descubría el proyecto deque pronto partiría para Bruselas con la aquiescencia real, manifes-tación que, por sí sola, no implica una certidumbre de sedición.Nada relevante se hace constar en la verificación de estos documen-tos, aparte de que viajaría al frente de la soldadesca, y esta omisiónfortalece la noción de que actuaba cauteloso y no exponía de mane-ra explícita sus planes si es que realmente abrigaba miras atentato-rias contra su progenitor. En las primeras preguntas se le inquiere siha dirigido algunas cartas a los aludidos neerlandeses exponiendoque tenía previsto pasar a enclaves sublevados —no se aduce paranada que fuese al mando de las fuerzas militares que se pensabanmovilizar— y en el segundo sondeo se especifica con claridad «quese le hace cargo de haver escrito varias cartas a los Condes deEgmont y Horn», añadiéndose al príncipe de Orange como destina-

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tario de los correos, y resaltando que en las misivas proclamaba sudeseo de «passar a unirse con ellos».

De las matizaciones señaladas se desprende una ponderada evo-lución en la opinión de los jueces sobre la correspondencia siemprenegada por el encausado, acentuando paulatinas incriminacionesmás amenazantes que ignoro si nacen del contenido de las epístolaso se debe a que el interrogador fuese agudizando su perspicacia, pre-tendiendo obtener conclusiones más peligrosas para la integridad delreo. Del aviso de encaminarse pronto hacia la capital de Brabante,capitaneando el ejército, se pasa al propósito de marcharse a territo-rios rebelados y finalmente al conato de unirse a los hombres queFelipe II ya consideraba enemigos suyos. Los tres pasos, medidospor insinuaciones cada vez más comprometedoras, a pesar de que elacusado se mantenga impertérrito en su negativa, son indiscutiblesindicios de que el jurisconsulto deseaba «apretar las tuercas» de suacoso dialéctico y que basaba su estrategia en dar significado al pre-tendido carteo con la aristocracia asentada en Bruselas.

El postrer eslabón de la cadena de reprobaciones se ciñe a laconjura. Nada se dice en la demanda por su levedad, pero sí se real-za la conspiración al formalizarse el reconocimiento de las pruebascon la acotación de que «la conjuración tramada y el modo de lle-varla a su fin y acabamiento» estaba reflejada en los restantes pape-les incautados, es decir, sin aparente ligazón con los comentados enpárrafos precedentes. Si el programa subversivo estaba estructuradocon detalle no se comprende cómo en los dos interrogatorios ape-nas se reincide en tan importante aspecto de culpabilidad y que,además, en el colmo de un aparente contrasentido, se fundamentela trama en que pensaba pasar a los Países Bajos al frente de uncuerpo de tropas que luego habría de levantar para adueñarse deaquellos países como se reivindica en la primera fase inquisitiva. Laincapacidad de que pudiese organizar una fuerza armada por sucuenta remite de forma indubitable a las comunicaciones dirigidas alos condes —igualmente al príncipe de Orange— y convierte laconspiración en una pura entelequia. En la segunda interpelación alrespecto se insiste en su afán por pasar a tierras neerlandesas congente de guerra y se elucida que era «para alborotar más el país».

La impresión que se capta de semejante galimatías es que nadatrascendente representaban las sospechas de conversaciones clandes-tinas con el barón y de la conjura ya he transmitido mi opinión deque parece una pura invención dimanante del valor que se pretendeadjudicar a la supuesta correspondencia sostenida con los nobles

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neerlandeses, aunque en último término es muy importante tenerpresente que la escasa hondura que demuestran los datos que seaportan pudieran deberse a que las preguntas no estén bien repro-ducidas, desapareciesen como el resto de las diligencias, y el autor seviese forzado a recordar o recurrir a confusos apuntes para ofreceruna idea aproximada de los episodios acaecidos en las noches defebrero, aunque, en contrapartida, guarda una perfecta coordinaciónal enumerar las preguntas y respuestas de ambas interpelaciones.

La cuestión de la reciprocidad de Carlos de Austria e Isabel deValois, aparentemente baladí, pero que ya he destacado que teníagravedad atentatoria contra la honra del monarca, no sufre grandesmutaciones en la etapa inaugural del sumario. En la demanda figurala acriminación en primer lugar y con un planteamiento que seremarca con la definición de ser un «amor impuro reprobado porlas leies humanas i divinas» y origen de las desavenencias entrepadre e hijo. Se hace constar también que el príncipe «declaró supassión loca a la reina» y este aserto hace suponer que hubiese unoo varios documentos probatorios. La deducción que se obtiene, alincluir en la acusación un empeño de deshonrar al soberano, es queFelipe II arremetía con toda la «artillería» de que disponía paraconseguir una sentencia condenatoria asentada en cualquiera de losargumentos en que basaba sus imputaciones. En la pertinente com-probación de las demostraciones se examinan «varios papeles amo-rosos del Prínzipe» y se deduce, a su vez, que las réplicas fueronnumerosas con sólo fijarse en el rasgo sutil de que «estavan no obs-tante escritos con demassiada passión». Este plural aspecto de lasconfidencias se mantiene tanto en la primera indagación como en lasegunda, pese a la concurrencia de una clara divergencia entreambos. En la deposición inicial se le achacan intentos amorososmientras en la siguiente se le culpa de haber tenido pensamientos yde haber recibido y guardado las respuestas de doña Isabel. Nopuedo saber si la distinción obedece a una meta preconcebida dequitar hierro al asunto (de pensar una cosa a esforzarse por llevarlaa cabo hay una gran diferencia), pero es probable que así fuese porel lastre de los demás cargos y tener ya la convicción de que el mar-tirio de los cordeles provocaría un cambio esencial en su estabili-dad. Al hilo de esta sutileza se expresa que guardaba las contesta-ciones y esta afirmación me hace rememorar la misiva reflejada en elmanuscrito 10817/10 de la Biblioteca Nacional, que don Carlos «nohavía jamás querido bolverle» por los altos niveles de ternura que severtieron con la pluma.

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El segundo interrogatorio concluye, por tanto, sin apenas nove-dades. El príncipe insiste en negar que los papeles sean suyos y quelas firmas le pertenezcan. Se le añade además el delito de haber que-brantado la santidad del juramento prestado —perjurio— y cuandose le exige que diga la verdad sigue exhibiendo su entereza, ratificahaberla dicho y hasta remata su testificación con la elocuente firme-za de «que no hai más que dezir» antes de cumplir con el rigorismode estampar su rúbrica.

Las pruebas aportadas parecen no tener mucha fuerza, pero, encontrapartida, tampoco la obstinación impertérrita de don Carlosmuestra ligazón con su idiosincrasia, dado que en sus actos ante eltribunal no hay el menor rasgo intempestivo de su altivez y tampocoaduce quejas por un procesamiento que afectaba a su condición pri-vilegiada de sucesor del trono. Tal postración no es normal si se leestuviese inculpando de falsos delinquimientos y puede denotar queel equilibrio que demuestra se base en el convencimiento de que lostestimonios eran veraces, a despecho de su presumible antigüedad,y no le restase otra opción que negar las culpas como única salida,dado que, en caso contrario, si los instrumentos aportados, fuesenlas cartas dirigidas a los consejeros de Margarita de Parma o los pla-nes de la conjura, no contuviesen signos de criminalidad es fácildeducir que no se hubiese limitado a desmentir que fueran suyos yhabría podido aceptar que sí le pertenecían. Cuando acaba la terce-ra sesión, ya en ausencia del procesado, se emite un nuevo auto quetrasluce los formalismos legales previos a la aplicación de tormento.

Este vino o por mejor dezir la noche que era la quarta del juizio seaiuntaron a la ora convenida en Palazio los Juezes el verdugo i criado aquienes traxeron con las precauziones arriba dichas i nosotros los testigosel verdugo i criado se quedaron a fuera con el P. Frai Joan Aviles i enseguida vino el Principe que se sento en el sitio que le estava prevenido i elpresidente le leio sus dos declaraziones la ordinaria i la de con cargos i lepregunto si se ratificava en ellas el Prinzipe contesto que ssi volvioselo apreguntar hasta tres vezes y en todas ellas se ratifico visto lo qual i a virtudde las ordenes que para ello tenia llamo Vargas al verdugo el cual vino consu criado i le mando aparejarse para dar tormento al Prinzipe el qual al oiresto se quedo palido como un muerto perdida la color i sin atreverse ahablar una palabra sin duda de espanto porque nunca creeria que a perso-na de su calidad havian de tratarla como a un qualquiera criminal El ver-dugo en cumplimiento de la orden se llego al Prinzipe y poniendole loscordeles en las manos entre el i su criado le dieron quatro vueltas cossaterrible y que hizo dar un profundo alharido al reo que se quedo comoamortezido echaronle agua al rostro i recobro el conoszimiento i entonzes

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el verdugo como no le havian mandado parar hizo finca de quererle darotra vuelta de cordeles visto lo qual por el Principe con desmaiado (sic)voz i dolorido azento dijo que le soltasen los cordeles que el diria la verdaden todo lo que le fuere preguntado a estas palabras el Presidente del Tribu-nal mando al verdugo que le quitasse el tormento y se fuese lo qual hechoprinzipio Vargas a requerir al Prinzipe en la forma arriba dicha y todo loconfesso el Prinzipe contestado (sic) que si a todas las preguntas que se lehizieron i reconosziendo por suios los papeles en vista de lo qual i desquehuvo firmado el Prinzipe esta ultima declarazion dio Vargas por concluidoel ato dando la siguiente providenzia.

En la causa criminal que ante nos pende contra el Prinzipe D.n Carlos deAustria hijo del señor Rei D.n Phelipe segundo por delicto de conjurazioncontra el throno i estados de su señor i padre dezimos que vistas las declara-ziones de acusado i que esta convito de todo el crimen que se le acusa estacausa se halla en estado de passar a que el Fiscal nombrado la vea esamine ide su parezer. Assi lo sentimos mandamos y firmamos en la villa de Madrid adoze dias del mes de Febrero de mill i quinientos i sesenta i ocho años.

I hecho esto salieron de alli

El arranque de esta parte me sitúa ante el problema de calificarquién es el artífice del opúsculo. La frase literal de que «el verdugo icriado se quedaron a fuera con el P. frai Joan Avilés», poco antes depersonarse el reo, revela claramente que quien escribe, al menosestos párrafos del folleto, no es el pretendido confesor. Joan Avilésno deja de ser un protagonista más de la trama, pero en esta oportu-nidad es un sujeto ajeno al escritor y esta certidumbre representa unsoporte valioso para deducir que alguno de los asistentes a la salatuviese, más tarde o más temprano, veleidades testimoniales de losacontecimientos en que había participado como privilegiado obser-vador. La sospecha adquiere visos de verosimilitud, pero hay queenjuiciar este aspecto con dispares hipótesis.

En primer lugar pudo darse la circunstancia de que cualquiera delos copistas, Julián Martínez de Arellano o Manuel García (si nohubo otros con anterioridad), incurrieran en una distracción e inser-tasen en la copia realizada en 1681 o 1868 el nombre de Joan Avilésen vez de Joan Pérez. No parece fácil la equivocación, pero sí se debecalcular que la filiación del primer personaje estaba más anclada ensus pensamientos que la identidad del testigo. La coincidencia homó-nima añade un apoyo sustancial al reprochable desacierto y si estofuese así, una inexactitud al transcribir, se podría seguir manteniendola noción de que Joan Avilés sea el único responsable de la relación.

Las piezas más íntimas de todo el intrincado desarrollo del rela-to, como pueden ser los tres días de pausa hasta la celebración de la

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vista oral o las horas siguientes al dramático momento de que fuesenotificada la resolución al príncipe, inducen a pensar que cualquie-ra de los copistas se ha equivocado, por cuanto el autor insiste másque nunca en su cualidad de confesor y cuenta episodios de induda-ble intimidad. En estos tramos es cuando más énfasis emplea enrealzar su identidad, su acercamiento a don Carlos y la táctica dereferirse a sí mismo sin ambigüedades.

La segunda teoría debe bosquejarse con la perspectiva de queno haya error en la trascripción y que Joan Avilés se quedara efec-tivamente en compañía del verdugo y criado, no asistiendo a lacuarta sesión o quizá ausentándose mientras se substanciaban lostrámites de leer las declaraciones al procesado y requerirle portres veces las preceptivas ratificaciones antes de que el sayón y elvigolero penetraran en la sala para cumplir con su cometido,dado que, al producirse esta contingencia, pudo muy bien incor-porarse al desagradable espectáculo del suplicio. Es una merasensación, pero yo tengo la idea de que Joan Avilés no estuvo enla estancia —acaso le repugnaba la violencia o tuviese hastaescrúpulos de conciencia— y esta apreciación descansa en la indi-cación «i hecho esto salieron de allí» que, de haber estado pre-sente, se hubiese fulminado con la expresión más adecuada «yhecho esto salimos de allí».

Si el folleto pudiese nacer de cualquiera de los frailes que hepodido hallar —ambos aún vivían cuando se citan los últimos tran-ces de la evasión de Antonio Pérez—, hay, inevitablemente, quecuestionar ciertos extremos. ¿Por qué, siendo testigo privilegiado,se arroga falsas competencias con un nombre ficticio? ¿Trataba contal estratagema de proteger la identidad de Diego de Chaves? ¿Pre-tendía, con la invención de un relevante cargo, que el manuscritotuviese mayor verismo? Si los dos religiosos comparecieron sólo alnotificar el fallo, ¿cómo es capaz de relatar, con profusión de mati-ces, las confidencias sostenidas entre el reo y su confesor en las cru-ciales coyunturas anteriores y posteriores a la sentencia? ¿Cómo esposible, a su vez, que pudiese saber con tan exquisito rigor cuantoaconteció en los momentos postreros del heredero de la Corona?Puede tantearse una respuesta más o menos convincente: Diego deChaves, por su subordinación a la orden de predicadores y su vin-culación con ellos, incrementada por su cooperación conjunta en lasdiligencias sumariales, pudo facilitar expansiones amistosas. Losfrailes manifiestan, en un instante álgido de la tensa situación, sunatural curiosidad por ver la reacción del príncipe y nada tiene de

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extraño que obtuviesen una prolija referencia de las incidencias queno pudieron contemplar en su totalidad.

Rizando el rizo de las conjeturas que asedian por doquier, buscan-do una explicación desde todos los ángulos, no hay que rehusar tam-poco la opción de que la relación esté respaldada por el sumario reco-pilado por Antonio Pérez, por anotaciones de cualquiera de losasistentes o elementos escritos que hasta Diego de Chaves podía haberguardado después de haber concluido la tragedia. La persecución deFelipe II, obsesionado siempre por rescatar los documentos de quedisponía su secretario, se extiende previsoramente a los papeles de suya fallecido confesor, según se desprende de la cláusula 14 de su pro-pio codicilo, otorgado en San Lorenzo a 24 de agosto de 1597 anteHieronimo Gassol. Su reproducción parcial dice: «... y quiero quetodos los papeles abiertos o cerrados que se hallaren de Fray Diego deChaves difunto que fue mi Confessor como se sabe escritos del parami o mios para el, se quemen alli luego en su presencia habiendo reco-nocido primero sin leerlos si entre ellos habra algun breve u otro papelde importancia que convenga guardar, el cual se apartara en tal caso, yotros papeles de otras quelesquier personas que trataren de cosas ynegocios pasados que no sean ya menester especialmente los dedefunctos y cartas cerradas se quemaran tambien...» *.

Dejando al margen la identificación del autor, sobre cuyo extre-mo retornaré más adelante, y ciñéndome al sumario, se vuelve acomprobar una vez más que alcanza elevada rigurosidad en el acata-miento de la normativa acostumbrada. Vargas cumple con la lecturade las dos deposiciones efectuadas —ordinaria y con cargos— y lerequiere por tres veces para que se reafirme, como era preceptivo,antes de pasar al trance demoledor del tormento. El suplicio de loscordeles era uno de los procedimientos más usados en la época, conindependencia de métodos como el agua, el potro —igualmente lla-mado burro— y de la garrucha, y consistía en atar al reo tumbado enun banco y darle vueltas de cuerda sobre las extremidades, constan-do antecedentes de que se rebasaban la docena de giros. Que sóloresistiese cuatro violentas presiones en las manos (probablemente ladescripción no es certera y le fueron inflingidas en los brazos) traslu-ce que su capacidad de sufrimiento no era elevada si se repara, ade-más, que se aduce pérdida de sentido y la estimulación con aguapara que recuperase la conciencia. La intimidación de una vuelta

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* Archivo General de Simancas, Testamentos y Codicilos, legajo 5.

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más le hace desmoronarse, aceptar la autenticidad de las pruebas yestampar su firma, asumiendo los crímenes que se le imputan.

La tortura pertenecía a la segunda fase probatoria del juicio,pero en la práctica, como sucede en este caso, se aplicaba a la vezque se llevaba a efecto la información sumaria acto seguido de lasegunda testificación. La cuarta providencia emitida, que califica eldelito como conjura contra el trono y Estados de su señor y padre,dando paso a la intervención del fiscal, daba por terminada la piezasumarial y se entraba de lleno en la etapa plenaria. Se comprueba deesta forma que, pese a las dificultades burocráticas de una causasecreta, los trámites se ajustan a la actuación habitual de la justicia,salvo en que la declaración arrancada por la fuerza tenía que serratificada por el martirizado en el plazo de veinticuatro horas sincoacciones ni daños y los jueces no se preocuparon lo más mínimodel requisito, sin duda porque Vargas manejaba a la perfección lastriquiñuelas legales que se utilizaban cuando cualquier inculpadono corroboraba sus palabras. La regulación legal del maltratamientofue muy reducida y se respetaba lo dispuesto en Las Partidas, queya fomentaba su validez cuando no era viable la averiguación de laverdad por medios menos coercitivos. Los magistrados, en general,para evitar el derecho de apelación a un auto de tormento, normaacogida por las disposiciones alfonsinas, dictaban la resolucióncuando el acusado estaba en la sala y tan pronto era proclamada seejecutaba sin dilación.

Por otra parte, en las propias Partidas se ampara la posibilidad devolver a dañar al reo que no corroborase sus revelaciones, y los enjui-ciadores, en el colmo de las argucias legales, no daban por consumadala sesión, sino que acordaban su momentánea suspensión para conti-nuarla cuando lo creyeran conveniente. La confesión, aun cuando fue-se forzada, era admitida como la evidencia perfecta. El tribunal habíalogrado el objetivo propuesto y no resulta raro que, impulsado por laceleridad requerida, no le dieran al príncipe ni el menor resquicio paraoponerse al suplicio —la única instancia cimera era el monarca— niexigir que sostuviese sus autoinculpaciones que, de ser negadas,hubiesen dado lugar a la repetición del calvario de las cuerdas.

pero la noche siguiente que era la quinta no huvo Tribunal aunque se reu-nieron los Juezes para formar el ditamen del fiscal i fueron a formarle allimismo porque el Rei no queria que ni aun los mismo a quien havia encarga-do la formazion del prozesso sacassen fuera del palazio ningun papel quetuviera relazion con aquel asumpto. A la otra noche catorze de mes de Ene-ro (sic) ia que estava hecho el parezer fiscal volvieron a reunirse y despues

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de prestar atenzion leio Escovedo lo que sigue. El fiscal ha visto la causaformada contra el Prinzipe D.n Carlos de Austria hijo del señor Rei D.n

Phelipe segundo y dize que le halla plenamente convenzido tanto por laspruebas en que no cabe dudaq.eacompañan quanto por la ultima declara-zion del acusado del delito porque se le juzga con efeto las cartas del Prinzi-pe dirigidas a la Reina D.ª Isabel las contestaciones de esta las cartas escritasa los Condes rebeldes de Hornos i de Emon i la que Montini escribia en laqual se revelava una conversazion o conversaziones tenidas con el Prinzipeen las quales este havia manifestado intentos de passar a las provinzias reve-ladas para alzarse contra el señor i Rei su padre todo prueba que el prinzipetenia formado un intento criminal i de las peores consequenzias en estaatenzion i no viendo en el acusado mas que un delinquente al qual conde-nan las leies del reino pido al Tribunal porque assi prozede en terminos derigorosa justizia se le condene a la pena de muerte i que la sufra degolladoconfiscandole sus bienes a favor del Real fisco i escluiendole de la subzesiona la Corona de estos reinos Asi lo siento i firmo en la Villa de Madrid a tre-ze dias del mes de Febrero de mill i quinientos i sesenta i ocho años.

La quinta jornada —jueves 12 y madrugada del 13 de febrero—es aprovechada por los oidores para juntarse en privado, sin la com-parecencia de los testigos y presumiblemente en ausencia del repre-sentante del rey, con el designio de que el fiscal examine la causa,pronuncie su dictamen y pida el castigo que corresponda. La reu-nión conjunta puede parecer absurda cuando exclusivamente a unode ellos le competía la misión de valorar las acciones punibles, perono es inverosímil si se recuerda que la formación del tribunal era suigeneris y que «en aquel juizio cada uno tenía por separado su obli-gación i después eran juezes los tres juntos», como se dice literal-mente cuando principia el estudio de las pruebas. El compromisoindividual debía ser formal porque ante cualquier decisión, más omenos comprometedora, se unen para debatir sus criterios y llegar auna solución reforzada por la unanimidad.

Esta actitud, por mucho estupor que pueda originar, no concier-ne únicamente al asunto que me ocupa. José Luis de las Heras, ensu obra La justicia penal de los Austrias en la corona de Castilla, tra-za un comentario obtenido de una investigadora que se ha especiali-zado en el proceso penal castellano. M.ª Paz Alonso Romero, másallá de contemplar que la causa criminal imperante en la EdadModerna era una amalgama mixta con preponderancia inquisitorial,señala «que los jueces, fiscales y la propia parte ofendida concurríanen el proceso y aunaban esfuerzos hasta conseguir la condena delreo». No creo que ante esta opinión, avalada por la profesionalidad,sea necesario añadir algo más.

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Marginando el error de la fecha consignada como la noche del 14de enero (febrero), cuando se reanudan las sesiones, y la prevenciónque abrigaba Felipe II sobre cualquier filtración, remitiéndome alinforme del fiscal, se vuelve uno a encontrar con la ambigüedad másdecepcionante que se pueda imaginar y con unas acusaciones sin con-creción, que aún adquieren mayor relieve si se repara en que dichaconvicción se había creado mediante un cambio de impresiones delos tres jueces y, además, por si no fuera suficiente, se había materiali-zado por escrito como lo demuestra que fuese leído por Juan deEscobedo. El texto no hace más que reincidir en las cartas cruzadasentre el príncipe y la reina, los despachos cursados a los condes deEgmont y Horn (no se incluye a Guillermo de Nassau), sin pormeno-rizar sobre el significado de tales misivas y, finalmente, en el mensajedel barón de Montigny que, en esta ocasión, es objeto de una esmera-da atención cuando en otras fases apenas ha sido evocado al ser tansólo citado en la demanda, sin especificar su enjundia, no resultar alu-dido al inspeccionar las demostraciones que se aportan y, en definiti-va, sin ser mencionado, sirve de puntal para que el acusado reconozcasus diálogos con el neerlandés y la particularidad de haberle dadocuenta de sus aspiraciones de pasar a tierras sublevadas.

El dictamen es de una endeblez extraordinaria y sustenta elconato criminal en el punto más débil del entramado probatorio delos delitos, ya que la carta que estoy consignando nuevamente notiene valía por abarcar meras revelaciones de un tercer sujeto quedifícilmente podía probar sus manifestaciones. Y para que nada fal-te en la incongruencia no se hace alusión a la conjura tramada y elmodo de llevarla a su fin y acabamiento, según debía estar plantea-da en los pliegos incautados. La perplejidad que origina la convic-ción del fiscal sólo puede ser paliada parcialmente si se asume quela última manifestación del reo, incitada por los cordeles, es unacerteza plena y que, por la decisiva deposición que Antonio Pérezrecoge rápidamente, no era necesario explayarse en apoyo de lasrestantes evidencias acusatorias. Esta disculpa puede tener visos decredibilidad y cabe sopesar también que fuese en su estudio de loshechos y documentos más explícito y que una farragosa lectura envoz alta impidiese que cualquiera de los testigos perpetuara confidelidad su contenido.

Por otra parte, aunque ya he dejado sentado que puede ser unlapsus cronológico, la fecha en que se pide la condena es curiosa-mente el día 13 de febrero de 1568 —la misma que Fernández deRetana recoge en su crónica, mencionando las oraciones pedidas

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por el rey para que la divina providencia le inspirase en una graveresolución que debía adoptar—, y tal coincidencia, se quiera o no,dada la innata propensión de Felipe II hacia la iluminación celes-tial en difíciles coyunturas, crea un pequeño resquemor. Es indu-dable que la inminencia de una sentencia de muerte, cuya ejecu-ción dependía exclusivamente de su decisión, era un momentomás crucial que la perspectiva de la detención y esta apreciaciónrazonable abre un interrogante: ¿No serían dos las instrucciones—en el intervalo de un mes— para que se rezase en los templosinvocando la ayuda de dios? En ninguna fuente he podido lograrconstatación de este supuesto y sigo pensando que el clérigo rioja-no comete una equivocación, aunque no por ello debo silenciaresta hipótesis.

La requisa del patrimonio se llevaba normalmente a cabo, comola prisión, cuando se fijaban medidas cautelares para asegurar eldesenlace del proceso y se ejercían en la fase sumaria y no al comen-zar el juicio plenario, pero esta discrepancia procesal carece de sig-nificación dadas las características de la causa.

La letura de este parezer nos dejo a todos asombrados de veras porqueno creiamos del delito del prinzipe fuese merezedor de tanta pena Vargasel presidente enterado que estuvo dicto i firmo el auto que sigue.

En la causa criminal que ante nos pende contra el Prinzipe D.n Carlosde Austria por delito de conjurazion contra su Padre i Señor el ReiD.n Phelipe segundo decimos que estamos enterado del parezer del Fiscal imandamos se de traslado al letrado defensor del Prinzipe para que espon-ga i diga lo que por conveniente tuviere a la justizia o razon que assistan asu defendido Assi lo sentimos mandamos i firmamos en la villa de Madrida catorze dias del mes de Febrero de mill i seiszientos (sic) i sesenta i ocho.

Con esto se acabo el Tribunal aquel dia no aiuntandose hasta el diadiez i seis del dicho mes porque estos dos dias los gasto Escovedo enhazer la defensa del Prinzipe la qual devia leer al Tribunal apenas estu-viera hecha.

Que el dictamen del fiscal, en su aspecto de pedir la pena capi-tal, provocase asombro, me sume en una enorme perplejidad. Laaseveración «no creíamos del delito del prínzipe fuese merezedor detanta pena» únicamente puede ser ponderada a partir de una dobleperspectiva: que no estuviesen convencidos del peso de las pruebas,que ellos mismos habían tenido oportunidad de comprobar y ratifi-car, o que, en el colmo de la mayor torpeza imaginable, no tuviesenconciencia de que el delito de lesa majestad o traición llevaba implí-cito la condena de muerte. Por muchas vueltas que se le dé a la

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cuestión no es fácil sacar una conclusión categórica, dado que ade-más se les había advertido que «si aparezia delinquente y meresce-dor de la muerte el procuraría hechar voz de que havía muerto deenfermedad y otra cossa semejante cualquiera», vergonzoso mensajeque no podía habérseles olvidado con tanta facilidad.

El presidente, dentro del comienzo del juicio plenario, que eracuando se fijaba la litis previa al paso de la vista oral, ordena el tras-lado del sumario al abogado para que exponga sus argumentos. Lamonografía inserta correctamente el día y el mes, pero refleja el año«mill y seiszientos y sesenta y ocho», errata que no es imputable aManuel García, que se percata del descuido y así lo hace constar enla trascripción de su mano. Racionalmente se debe pensar en unadistracción de Julián Martínez de Arellano. El fraile vuelve a insistiren las prisas con tan sólo captar la apostilla de que Juan de Escobe-do debía leer su defensa «apenas estuviera hecha». El rey, recluidoen sus aposentos y rodeado por sus zozobras, tenía que estar sopor-tando, sin su habitual entereza, un duro desasosiego alimentado porla duración del sumario.

Juntose este al cabo el dia diez i seis dicho i sentados todos i nosotrostambien como testigos Escovedo saco la defensa i leio lo que sigue ahora ique nosotros escuchamos con mucha atenzion porque ibamos tomandoalgun interes por el desventurado prinzipe desque saviamos que estava sucaveza amenazada del cuchillo terrible de la vengadora justizia.

Juan de Escovedo lizenciado en leies de la Universidad de Salamanca iAbogado de los Reales Tribunales del Rei nuestro Señor en el nombre delPrincipe D.n Carlos de Austria en la causa que contra el se sigue por haverleacussado de conjurazion contrel (sic) Rei su Señor i Padre para dar cumpli-miento al traslado que se me ha dado digo que el Tribunal deve en justiziadesestimar i no admitir el parezer del Fiscal en que pide para el dicho Prin-zipe la pena de muerte porque io no hallo la mas leve causa por donde sevenga a persuadir el Fiscal ni nadie que mi defendido mereze tan sever .......nto barbaro castigo porque barbaro es dar muerte publica i afrentosa a unPrinzipe por cuias vanas (sic) corre la sangre de los Reies de España i todopor unas aparienzias nada mas porque en esta causa no aparezen como elderecho manda la parte mas essenzial que es la prueva sin la qual se vaandando como en tinieblas i es tan imposible dar con la verdad de unhech....... atravesar el golfo inmenso de los mares careziendo de la abuja demarear. Aqui no han venido testigos que declaren contra el Prinzipe no hahavido mas que una declarazion del page Gil Anton declarazion que novale tanto por ser unica quanto por ser interesada. Nadie podra de ziertoassegurarnos la verdad del dicho de ese mozo porque pudo mui bien estar

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enojado contra su señor por alguno de los motivos que de continuo a conte-zen y deponer contra el del modo que se ha dicho que mas bien me parezea mi mentira que verdad i que certeza las cartas i papeles hallados o que sehan dicho hallados 20 en el quarto del Prinzipe son otros de los fundamen-tos en que el fiscal se apoia para pedir la pena de muerte contra el Prinzipei io contesto a esto que el hallazgo de estos papeles no passan de ser apa-rienzias sin meritos i sin valor porque aunque aparezcan como suios vienpueden ser hechura de sus mismos enemigos que nunca faltan a los perso-nages de su esfera elevada los quales enemigos pueden mui bien haver con-trahecho la letra i firma hoi dia que tanto se ha adelantado en la maldad i enel engaño poniendole luego las cartas en su aposento para que siendo halla-das i vistas le perdieran juzgandole criminal este es mi sentir i en ello meafirmo desaziendo de paso otra equivocazion muy notable que hallo en eldiscurso o parezer del fiscal dize este que a mas de papeles comprueba sudelicto la ultima declarazion del acusado io rechazo este asserto no le admi-to porque es mui probable que el Prinzipe con el dolor del tormento queacavaba de sufrir dijera que era verdad todo lo que le preguntaran a fin deno volver a passar las angustias de la tortura de lo qual tenemos mui buenosi muchos ejemplos de esto en reos que han declarado delictos que no come-tieran solo por no volver a sufrir los dolores que la tortura le (sic) dieraescogiendo antes la muerte que el tormento segunda vez en esta atenzionprozede i al tribunal suplico se sirva estimar lo que dejo indicado determi-nado segun al prinzipio solicito por ser assi conforme en justizia que pidohaziendo todos los juramentos que son de hazer. El Tribunal quedo entera-do i como alli ia no havia otra cossa que hazer sino llevar el asumpto convelozidad dio el Presidente la providenzia que sigue.

En la causa criminal que ante nos pende contra D.n Carlos de AustriaPrinzipe de Asturias hijo del Señor Rei D.n Phelipe segundo por delito deconjurazion contra su padre dezimos que oidos el parezer del fiscal i ladefensa del Abogado esta esta causa en estado de vista i por lo tanto seña-lamos de hoy a tres dias para ser vista i fallada assi lo sentimos mandamosy firmamos a diez i siete dias del mes de Febrero de mill i quinientos isesenta i ocho años.

Y con esto se dio por acavado el Tribunal i todos nos retiramos

Si ya me he visto en la precisión de resaltar la escasa enjundia delos argumentos invocados por Antonio Pérez, lo mismo viene a ocu-rrir, en menor medida, con los razonamientos esgrimidos por Juande Escobedo, aunque existan, como ya he sugerido, sólidas causaspara conjeturar que ambos escritos, quizá mejor fundamentados, nocayeron en manos de los testigos ni, fuese quien fuese, en poder del

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20 Esta palabra esta muy confusa por la tinta parece decir como aquí.

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autor. Esta impresión, sustentada por las cautelas exigidas, se agudi-za aún más cuando al iniciarse este tramo del opúsculo su artíficecomenta «que nosotros escuchamos con mucha atenzión porqueibamos tomando algún interes por el desventurado prinzipe», avisoque puede seguirse al pie de la letra, pero que cabe aderezar con lapretensión de apuntar las locuciones que se pronunciaban ante ladificultad, quizá insoslayable, de apropiarse del texto integro queera objeto de una sola lectura.

La mayor amplitud de que hace gala el manuscrito, al referir laintervención de Escobedo, y el elemento irrebatible de que recojamás particularidades que el informe del fiscal, viene a confirmarque, efectivamente, los testigos habían incrementado sus precaucio-nes al escuchar las palabras que se pronunciaban. Sin ningún géne-ro de dudas, ante una posición tan exigente como era la solicitud dela pena capital, la defensa tenía la obligación moral y legal de expri-mir al máximo las reducidas bazas de que disponía para contrarres-tar la persuasión contraria, complicado cometido ante la autoincul-pación del príncipe después de la odisea de los cordeles.

Las notas llamativas, al comenzar la síntesis de los recursos utili-zados por el defensor, son que por única vez se hace constar el nom-bre de Juan en lugar de Joan, que es usado en cualquier enunciadoanterior, y que se le confiera la condición de licenciado en leyes porla Universidad de Salamanca y abogado de los tribunales cuando noconozco alusión histórica de que pudiese ostentar este título nidesempeñase cualquier profesión vinculada con la justicia. Por siacaso, dando margen a una posibilidad afirmativa, recurrí a un ami-go salmantino para que activase las indagaciones oportunas e inclusoconecté con la institución recabando su ayuda. Ambas fuentes, comoya esperaba, aseguraron que no hay antecedentes de que hubiesecursado estudios en Salamanca, y de forma previsora extendí la ges-tión a la Universidad de Alcalá de Henares, desde donde me aconse-jaron la conveniencia de consultar con el Archivo Histórico Nacionalpor carecer de historiales de «licenciamientos y doctoramientos delegistas concernientes al siglo XVI». La respuesta del citado organis-mo me señalaba «que no figura Juan de Escobedo (Escovedo) entre1545-1565 en el índice de los colegiales del Mayor de San Ildefonsoy Menores de Alcalá, según José de Rújula y de Ochotorena».

En mi obstinación por apurar hasta el límite cualquier resquicio,extendí mis pesquisas al Archivo Diocesano de Santander y alArchivo Histórico de Protocolos de Madrid, obteniendo nuevosdatos relacionados con su procedencia natalicia, sus ascendientes,

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sus propiedades, su nobleza, libre de «raza de moros, judio ni labra-dor», su matrimonio, su testamento y otros pormenores, pero sinllegar a descifrar las causas que motivaron su vinculación con elentorno favorecedor de Ruy Gómez y, por supuesto, sin lograr refe-rencias sobre la condición de jurista.

Escasas son las bazas jurídicas expuestas entre frases con nítidasconnotaciones de sofisticado dramatismo. El dudoso jurisconsultose vale de flacos efugios, como quitar entidad a los testimonios,indicando que son meras apariencias, negar su validez y achacar sucontenido a una eventual confabulación de indefinidos enemigos,capaces de imitar la letra y hasta la firma para luego colocar lospapeles comprometedores en sus aposentos, vindicación que llevahasta el límite al poner en cuarentena que hayan sido extraídos de lacámara del acusado. Hace, además, una puntualización certera, alcriticar que la deposición de Gil Antón no tiene validez por ser úni-ca, aspecto que ya he recalcado al no encontrar explicaciones justifi-cativas de la comparecencia del criado, y culmina su resumen coninútil elocuencia, haciendo constar que no admite la última declara-ción por haber sido arrancada como consecuencia del sufrimiento.Si con respecto al paje su censura es válida, en la invocación contrala tortura carece de soporte legal y sus palabras no tienen otro fusteque una fuerte oposición moral ante el brutal método que se em-pleaba para alcanzar la demostración por excelencia de la culpabili-dad, crítica ética que no estaba en consonancia con la época y querara vez, por no decir nunca, se objetaba ante la justicia que antepo-nía su utilidad a cualquier miramiento de tipo humanitario. Su vanopostulado se refuerza exponiendo el factor indubitado de que algu-nos reos fueron capaces de asumir delitos no perpetrados y esbo-zando, de forma velada, que conoce el hábito para aplicar el tor-mento por segunda vez, si bien no especifica que esta estratagemase explotaba apuntando que el suplicio quedaba en suspenso parareanudarlo cuando los magistrados lo creyesen oportuno, ni consig-na la obligatoria ratificación sin que influyese la presión del dolor.

Los altibajos expuestos en el análisis de los hechos no puedenser objeto de una evaluación objetiva, pero sí se puede aventurar,sin gran riesgo de equivocación, que Juan de Escobedo reúne, yaque sólo me sirve como puntal una sencilla trascripción, explícitosperfiles de competencia que no destacan en el dictamen fiscal, aun-que ambos planos comparativos tengan idéntica y confusa raíz enla reconstrucción que brinda la relación para dar una ecuánimeimpresión.

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La providencia dictada abre paso a la fase probatoria, con lacelebración de la vista oral, y no falta, antes de emitirse el pronun-ciamiento jurídico, la llamada reiterativa de que «no havia otra co-ssa que hazer sino llevar el assumpto con velozidad». El otorga-miento del plazo de tres días, preceptivo por ley para que la causafuese vista y fallada, evidencia que los jueces guardaban los forma-lismos legales que juzgaban esenciales, pese a la regia insistencia deacabar con las diligencias sin demora.

a la mañana siguiente con el Real permiso de S. M. entre a ver al Prinzipeque me parezio en estremo triste i abatido preguntome que si savia en queestado iba su causa i yo se lo dije i contestome que jamas creiera ser acusadode su mismo padre que en buena lei deviera disimulalle todos los deslizes ino hazerlos tan publicos ni menos dar lugar a que se formasse processo porunos motivos que todos los dias estamos viendo por ahi. Yo le conteste quela soverana voluntad de su padre no devia ser tachada i que io esperaba desu justificazion que le haria salir con bien de aquel apuro dijome que no locreiera que a el le dava mal aguero el verse juzgar de noche i tan a la ligera ique el sospechava que la intenzion del Rei su padre era despacharle presto ipor esto se le habia formado juizio secreto i con tal presteza i promtitud Yoprocure quitalle este mal pensamiento pero el estava tan aferrado que nadaconsegui con hablarle de otras cossas que le distraiesen de la pena que tenia iconcluio diziendome que estava haziendo examen de conscienzia porque elqueria confessarse bien por lo que pudiera acontezer alabele su buen propo-sito i despedime de el ofreciendolo que no le olvidaria en mis oraziones. Losdemas dias segui iendole a ver i no ostante que le hallava mui avatido des-cuvria en el zierta resinazion cristiana que me dava mucha alegria por saberque aquella era alma de Dios tan presto como avandonase su cuerpo conesto llego el dia o mejor dicho la noche de la vista de la caussa a la qual noquiso assistir el Rei aunque se lo dijeron ni el Prinzipe pues este dijo que lematassen o hiziessen del lo que quissiesen pero que no queria ver a sus ver-dugos que solo tiravan a matarle por orden i traza de su padre a quien echa-va toda la culpa de su daño i dezia que nunca podria perdonar.

El paréntesis de tres días, fijado para que se produjese la vista oraly posterior sentencia, permite al cronista abandonar su condición deapoderado para arrogarse, por primera vez con rigor, su categoríamás íntima de confesor. Las implacables órdenes que regulaban el ais-lamiento del preso se realzan más cuando hasta el fraile se ve en lanecesidad de suplicar permiso para visitarle. Los deseos del príncipepara conocer el estado de la causa son complacidos y el anuncio deque quedaban pocas jornadas para que fuese pronunciado el veredic-to debió exacerbar la tensión al tener ya la certeza, como así lo mani-fiesta, de que el deseo de su padre era «despacharle presto».

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La postura de Joan Avilés, ya imbuido del temor que atosiga alprocesado, resulta razonable. En aquella dramática situación no lecabe más recurso que contrarrestar el pesimismo que invade al prín-cipe, aduciendo que todavía era factible esperar una decisión de lasuprema voluntad, basada en la piedad, para salir del apuro.

De todas formas, con independencia de estos lances, no dejan deser peregrinas las frases que se le adjudican a don Carlos cuandocalifica sus actos de meros «deslizes» y de innocuos motivos «quetodos los días estamos viendo por ahí». Que estuviese acostumbra-do a que su padre no hubiera dado nunca importancia a sus chifla-duras o arrebatos violentos, entra dentro de una lógica impuestapor las inoperantes repulsas y una excesiva condescendencia, perono cabe en cabeza ajena que rigurosos crímenes de lesa majestad seconsideren peripecias usuales, permisibles y hasta objeto de oculta-ción. Y esta incoherencia, esta perceptible disparidad de discerni-miento, vuelve a sumirme en la incertidumbre del fuste real de lossupuestos delitos y el valor irrefutable de las pruebas, pese a quetambién cabe considerar la hipótesis de que únicamente se refiriesea sus «desvaríos amorosos» y les quitase magnitud por tratarse deacicates inevitables en el círculo de las pasiones humanas.

Que el manuscrito se ciña en sus facetas esenciales a los episodiosacaecidos dentro de la sala del tribunal, facilitando pocas perspectivasdesde otros ángulos, me ha movido a desplegar un registro paralelocomparando las contingencias relatadas con las parlerías que forzosa-mente se estarían propalando dentro del alcázar desde la detención.

Para una concreción más estricta, arrogándome la representa-ción de un instructor que tiene la obligación de acumular indiciospara que sean examinados por una instancia superior, voy a dividireste proyecto de cotejar acontecimientos en dos etapas: por un lado,el lapso menos incisivo comprendido entre el 18 de enero de 1568(el aprisionamiento) hasta el 8 de febrero de 1568 (presentación dela demanda) y, en segundo lugar, el intervalo que media desde elcomienzo de las sesiones nocturnas hasta el 20 de febrero, en cuyanoche va a reanudarse el proceso con la vista oral, la deliberación yla sentencia, aunque muchos de los extremos que voy a comentar yahan sido recogidos en la biografía del príncipe. Refrescar la memo-ria, ahora que se van teniendo cualificados pormenores narrados enel opúsculo, me parece imprescindible.

Mientras transcurre la primera fase, sin duda de menor calado,se conocen detalles relativos al confinamiento. Se sabe quienes eransus ocho vigilantes, que se relevaban por turno de dos cada seis

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horas, que nadie más podía entrar en el recinto, que la mesa eraatendida por el conde de Lerma y don Rodrigo de Mendoza, quelos alimentos que se le servían eran trinchados para que no usasecuchillos, y el arzobispo de Rossano, en su notificación del 4 defebrero, arguye que no ponían a su disposición ni siquiera tenedo-res. Durante siete días, antes de ser trasladado al torreón que le ibaa servir de reclusión definitiva, cuya mudanza sucedió el 25 de ene-ro, estuvo privado de los oficios divinos, dado que su asistencia a lacapilla llevaba implícito sacarle de sus habitaciones, atraer la aten-ción de los cortesanos ante el espectáculo y volverle a conducir a sucámara diariamente.

Las vicisitudes precursoras de algunas otras de mayor gravedadse producen, todavía en este primer espacio temporal, cuando, segúnGachard, se redactan varios testimonios de embajadores señalandoque Felipe II había emprendido la licencia de la casa de su descen-diente, disponiendo de los caballos de sus cuadras y acomodando ensu propio servicio a Martín de Gaztelu y gente que prestaba su asis-tencia al príncipe. Esta resolución tiene un sesgo más trascendental,es un aviso de que la retención podía prolongarse y hasta perpetuar-se en el tiempo, pero no es tan alarmante como para que el docu-mentalista belga asegure que «estas medidas no podían dejar a donCarlos duda alguna sobre la suerte que le esperaba». Apoyándose enuna notificación de Cavalli, datada nada más y nada menos que el 24de julio de 1568, una recopilación de cuantas «comidillas» se espar-cieron por la Corte, remitida con rapidez como consecuencia del«fallecimiento oficioso» del heredero de la Corona, Gachard indicaque «el infortunado joven se llenó de desesperación y decidió morir,pues decía que un príncipe ultrajado y deshonrado no debía conser-var la vida. Como no tenía armas ni instrumento alguno que le per-mitiera darse la muerte, resolvió dejarse morir por inanición», segúnexpresa el enviado veneciano, aunque tan drástico recurso debió serpronto rechazado si se acepta que el propio informante, en la mismacarta, añade que «acuciado por el hambre, volvió a comer».

Los argumentos esgrimidos para acreditar los motivos que pro-vocaban una incisiva alteración física y psíquica no tienen el vigorsuficiente y quiero resaltar mi desacuerdo con el convencimientodel investigador belga. En primer lugar es imprescindible reparar enque los sirvientes de su casa le fueron retirados al comenzar su aisla-miento, es muy dudoso que el prisionero supiera que se estaba dis-poniendo de los caballos de su cuadra y, en todo caso, iniciativas deesta índole no son apuros que arrastren embarazosas secuelas y

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nacen, principalmente, en enero de 1568, sin que tengan nada quever con los sucesos desencadenados en el mes siguiente. La prisión,por sí sola o aderezada con las medidas accesorias establecidas, nojustifica la determinación de negarse a comer y entregarse a la muer-te, máxime cuando en las semanas iniciales de su aislamiento nopodía calibrar cuál era el propósito de su progenitor.

Siguiendo el hilo gradual de los eventos, enmarcados todavía enel plano temporal comentado, se tiene plena convicción de que elrey prohibió al correo mayor que dejase partir postas desde Madrido de cualquiera de las localidades vecinas para evitar que se propa-gase la noticia antes de que se tomara el penoso requisito de dirigir-se a los grandes de España, ciudades, obispos, audiencias y máxi-mos responsables de las órdenes para ponerles al corriente.También anunció por separado a sus consejos la decisión y duranteel 20 de enero, desde la una de la tarde hasta las nueve de la noche,estuvo con sus asesores, larga reunión cuyo significado se ignora yque pudo estar fundamentada porque su hijo estaba siendo sondea-do en la cárcel inquisitorial y se encontraba en espera de que le lle-gase la opinión de los frailes consultados para formarse una ideamás cabal sobre la posición que fuese preciso adoptar.

Los rumores expandieron el pensamiento de que se pretendíaconvocar a las Cortes de Castilla y Ruy Gómez, con su destrezadiplomática, fue encargado para departir con los comisionados deFrancia, Venecia e Inglaterra. El enviado galo informaba a Carlos IX,haciéndose eco de las palabras del mayordomo mayor, que al prínci-pe «nunca se le acabaría de sentar el juicio» y que «la resolución dealojarlo en una sala de palacio, donde sería tratado y servido comopríncipe de buena casa» se había elegido «para que no pudierahacerle daño a nadie, ni huir fuera de España, según había proyecta-do». A Segismundo Cavalli le desmintió el infundio que corría sobreun intento de parricidio y añadió que eran razones muy graves lasque habían promovido tanto rigor y que Felipe II lo había realizadopensando en el servicio de dios y en la seguridad de los pueblosencomendados a su cuidado. La declaración verbal para que fuesetransmitida a Isabel de Inglaterra era de estilo similar, pero con lainsinuación de que la detención sería temporal y cesaría cuando sehubiese enmendado para terminar afirmando «que nunca llegué atratar a nadie más desordenado, más violento y menos sociable queel príncipe, y que ya era tiempo de reprimir tamaños excesos».

Ruy Gómez desempeñaba sus deberes como si fuese un porta-voz moderno de cualquier gobierno, las murmuraciones seguían

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difundiéndose, no obstante las versiones oficiales, y en las postrime-rías de enero los dignatarios veneciano y florentino ya apuntan atis-bos de que puede surgir la eventualidad de un proceso, pero es aprincipios de febrero cuando estos rumores se consolidan y quizáconvenga recordar. La primera orientación nace de Rossano. Elnuncio de Su Santidad transmite el día 4 «que se había decididoexcluir a don Carlos de la sucesión a la Corona y mantenerlo ence-rrado durante el resto de sus días», mientras reconoce que será obli-gatorio recurrir al papa para que desligue al reino del juramentootorgado, si se le quiere apartar del trono legalmente. Asimismomenciona que el cardenal Espinosa y otros próceres de la Corteestaban interesados en que se tratase al confinado como enemigoirreconciliable, puesto que si llegaba a ser rey pagarían ellos con suscabezas y sus familias con sus bienes y honores por la participacióntenida en el arresto.

La habladuría va tomando gradualmente firmeza y Fourque-vaulx, el 8 de febrero, aventura a Catalina de Médicis «que se pro-cederá contra el príncipe por vía de justicia para declararle inhábilen la sucesión del trono». Idénticos términos exterioriza el guarda-sellos Tisnacq al escribirle al presidente Viglius, pero dándose lasingularidad de que su carta está preparada desde el 31 de enero yla repentina adición se inserta en una posdata con la coincidenciade estar también fechada el 8 de febrero. El próvido neerlandésdebió obtener revelaciones de última hora, como pudo ocurrirle alembajador francés, dada la simultaneidad de ambas alusiones y lasospechosa sincronía con la demanda de acusación.

La actividad de los jueces y los testigos es el arranque para entrarde lleno en la segunda fase temporal, que abarca trascendentes acon-tecimientos. En principio se debe aquilatar como factible que Carlosde Austria fuese alertado con antelación del empeño para someterlea una peculiar causa —un corto lapso para no propiciar una prolon-gada tensión emocional—, dado que, en caso contrario, se hubieseencarado con el tribunal proclamando asombro e indignación al ver-se ante un inesperado panorama. El opúsculo, respaldando estaapreciación, reseña que «venia triste i de aspeto melancolico» cuan-do, acompañado por Ruy Gómez y el duque de Feria, entra por pri-mera vez en la sala para ser sometido a un ultrajante interrogatorioque, dicho sea de paso, acepta sin enfurecimiento o rebeldía.

Las noches sigilosas del alcázar se habían orquestado procuran-do guardar las mayores reservas para que no trascendiesen las dili-gencias, pero tales precauciones no tienen la efectividad deseable y

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empiezan a surgir, de modo sorprendente, murmuraciones queponen el dedo en la llaga al resaltar que algo esencial estaba suce-diendo detrás de los muros de palacio.

Segismundo Cavalli, que demuestra en ocasiones viveza en susrecados a la república de Venecia, notifica el 11 de febrero que «sehabía colocado una reja delante del hogar de la chimenea para queal prisionero no se le ocurriese la idea de poder arrojarse al fuego».No puedo asegurar cuándo se adoptó esta precaución tendente aevitar ofuscaciones que pusiesen en peligro su vida, pero sí destacarcomo probable que la medida fuese cumplida tan pronto como elpríncipe supo que iba a ser sometido a un juicio sin repercusiónpública. En la etapa ya analizada no consta ni la menor pista de que,después de su captura, hubiese dado muestras de serios desequili-brios nerviosos —los días de enero parecen haberse deslizado sinalteraciones— y la prevención mencionada, teniendo presente lafecha de la misiva del enviado veneciano, blande el primer aviso deque empezaban a surgir problemas en el torreón. Nobili, con fecha16 de febrero, ofrece una divulgación trivial, describiendo que sehabía abierto un hueco en una de las paredes, cubierto por unacelosía de madera, para que el preso pudiese asistir, a través de larejilla, a las misas que se impartían desde una habitación contigua.

La tercera indiscreción tiene, por el contrario, un fuste que con-viene recalcar con detalle, por ser el segundo vestigio que permitecontrarrestar el error que padece Gachard cuando enlaza dosmomentos que tienen orígenes diferentes, al estar estos episodiosseparados por un intervalo que se puede cifrar en dos semanas.Fourquevaulx, reputado por el estudioso belga como el cauce másfiable por su privanza con Isabel de Valois, en carta cursada el 18 defebrero de 1568 a Catalina de Médicis, expone, refiriéndose al esta-do del príncipe, que «había adelgazado de un modo aterrador, susojos estaban hundidos en las órbitas y que no podía conciliar el sue-ño», factores físicos derivados de trastornos orgánicos, pero tam-bién de carácter psíquico al reflejar con sutileza que era incapaz dedormir. Gachard busca una explicación que justifique las palabrasdel embajador, no encuentra motivos para semejante anormalidad yse ve obligado a suponer que las primeras decisiones regias —licen-ciar su casa y disponer de sus caballos— son la base de una reacciónpatética que pudo ponerle al borde de la muerte. Tan débiles pre-misas no pueden ser admitidas y forzosamente hay que partir defundamentos más traumáticos —el proceso secreto y los cordelesdel verdugo— para entender el quebrantamiento del detenido.

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En un despacho de Nobili del 2 de marzo de 1568 se mencionaque un miércoles, a medianoche, el rey ha visitado a su hijo, al saberque ha permanecido cincuenta horas sin comer, raro margen tempo-ral que llama la atención por su exactitud. Gachard se define al res-pecto con el escueto comentario de que la iniciativa le ha sumido ental consunción que los médicos habían anunciado su defunción yremite la inacción, fruto de su desesperación, a una fecha sin con-cretar de «fines de febrero». Los miércoles de este mes fueron losdías 4, 11, 18 y 25, y un emplazamiento temporal tan indefinido meobliga a plantear una serie de hipótesis con un valor aleatorio, aun-que sirvan de soporte como tercer indicio de que extrañas peripe-cias se estaban produciendo. Por un lado, no es verídico que elmonarca visitase al preso, hubo rumores al respecto, pero casi todosfueron desmentidos más adelante por idénticas vías que habían pro-palado la noticia. Ajustando mi conjetura sobre el segundo miérco-les es preciso recordar que el 9 de febrero o madrugada inmediataes cuando Carlos de Austria tiene la seguridad del procesamiento, alser sometido al primer interrogatorio, y que en esa misma alboradase resuelve que deponga por segunda vez, al día siguiente, con inti-midación de someterle «a question de tormento» y que la tortura,por motivaciones dilatorias, se lleva a efecto el 12 de febrero cuan-do estaba previsto para la jornada anterior.

Al socaire de estas puntualizaciones es conveniente advertir queera práctica común en los tribunales dejar en ayunas a los reos queiban a sufrir en sus carnes las habilidades del verdugo —los reclusosse daban cuenta de que iban a ser atormentados al negarles lamanutención cotidiana y hasta se les privaba del sueño porque dañapoco y aflige mucho—, siendo a su vez frecuente que los castigos seejecutasen una vez anochecido o con los primeros resplandoresdiurnos, aprovechando el cansancio del acusado. Si la práctica lefue aplicada al príncipe —no veo refutaciones apropiadas para locontrario, ya que hubo orden de que fuese tratado como un vulgarcriminal—, se tuvieron que establecer uno o varios ayunos forzadosy no voluntarios en el margen de dos días, al haberse determinadoun aplazamiento del tormento. Estas medidas, en el plano de suevolución temporal, se aproximan al cuidadoso término de cincuen-ta horas, máxime si se pondera que nada se dice del instante en quearrancaban las sesiones ni cuándo concluían, salvo la ambigüedadde que se cumplían muy avanzada la noche y generalmente termina-ban entre dos luces. Las cincuenta horas expresadas por Nobili,que me han creado más de un quebradero de cabeza, pueden estar

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enmarcadas sobre el miércoles indicado y no sería extraño que laconfidencia se hubiese obtenido por conducto de observacionesanodinas, como que alguien se percatase de que no se le había ser-vido comida. Si la vaguedad me fuerza a remitirme al otro miérco-les, es decir, al 18 de febrero, hay sobrados argumentos para quesus tribulaciones le empujasen a la intransigencia de no comer. Enla mañana del día 17 (martes) fue informado del momento en quese encontraba el proceso —dispuesto para ser visto y fallado—, yahe denunciado la desmoralización que le atosigaba sobre la inten-ción de que su padre pensaba «despacharle presto», y tal cúmulode adversidades y presagios son sólidas convicciones para que per-diese el apetito y no desease «tomar bocado» durante cualquiermargen de tiempo indefinido.

Por su parte, Cavalli, sin facilitar pormenores que me permitancentrar cuándo ocurrió el suceso —cuarta premisa—, repite similarcomentario que Nobili al señalar «que el príncipe está sumido enuna gran desesperación y ha permanecido dos días sin comer», peroañade que el rey respondió con la despectiva frase «de que ya come-rá cuando le apriete el hambre».

Cabrera de Córdoba, asimismo, se hace eco de una contingenciade naturaleza parecida cuando dice que estuvo sin comer tres días,haciendo constar: «Desanimado, como dexado de la esperança delibertad, estuvo tres días tan sin comer, con profunda melancolía, queya casi le tenía la mitad de la muerte». Como es proverbial en el cro-nista, no hay alusión a la fecha en que se produce esta anomalía aní-mica, pero el corto plazo temporal fijado sí tiene una extensión certe-ra que se aleja de los manipulados acontecimientos de julio en dondese habla de once días sin ingerir comida. Al tener presente esta quintaseñal, estoy seguro de que los tres días consignados se encuadran enel espacio temporal fijado por el tribunal para que la causa sea vista yfallada, las jornadas que median entre el 17 de febrero y la reanuda-ción del juicio en la noche del 20, sin duda otro intervalo traumáticoen la cada vez más agobiante pesadumbre del preso.

Fourquevaulx reincide en las incidencias aludidas por Cavalli yNobili y apunta que «el príncipe se encontró mal algunos días sinquerer comer ni tomar nada, hasta el momento en que su padre,según se dice, fue a visitarle una mañana, dos horas antes de queamaneciese». Ya he dicho que la entrevista fue desmentida por lospropios cauces que habían difundido la noticia.

El príncipe, en su encierro, se muestra despreciativo ante laposibilidad de presenciar la vista oral y se mantiene impertérrito en

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la convicción de que su progenitor, al que no perdona, es el respon-sable de cuanto está sucediendo. Felipe II prefiere seguir situándoseal margen, evitando la confrontación, y en Joan Avilés se disipa eldesconcierto creado por la petición del fiscal para dar paso a unconvencimiento terrenal de que la muerte del procesado es unafatalidad inminente.

Sentaronse pues todos en la sala del Tribunal i la vista comenzo leiendola demanda o acusazion del Rei contra su hijo los billetes amorosos delPrinzipe a la Reina las cartas escritas de puño i letra de D.n Carlos a losPrinzipe de Orange i Condes de Hornos i de Emon las tres declarazonesdel acusado el ditamen del fiscal i la defensa. Enterado el tribunal de todose levanto Antonio Perez que ia llevava estudiada su acusazion contra elPrinzipe i se espreso de esta manera segun pude io ir notando en un papelporque tenia curiosidad de tener escrito todo lo relativo al desgraziadosuzesso del sin ventura Prinzipe de las Españas.

Pocas palabras son nezesarias para dejar persuadido al Tribunal de queel Prinzipe D.n Carlos de Austria es verdaderamente culpable de los delic-tos que se le acumulan porque estan mui a la vista las pruebas que le acu-san en essos papeles acavados de leer i donde esta estampada su firma dela qual no podemos dudar por mas que la conmiserazion nos aconseje quemiremos al Prinzipe con ojos de piedad i mas que todo le acusan i dejanconvencido las palabras de su ultima declarazion en la qual el mismo haconfesado sus culpas haziendose por lo tanto mereszedor del mas severocastigo del castigo que nuestras leies han hecho para los traidores Passo amanifestar al Tribunal evidentemente todos los crimenes del acusado i losmereszimientos que le acompañan para que le aplique sin demora el massevero castigo dejando aparte el delito que cometio poniendo sus ojos condañados fines en la persona de la que ia era su madre, delito que por sisolo mereszia la pena que se impone a los adulteros aun quando el desiniono se haia consumado paso a rogar al Tribunal que mida bien i pese losatrozes delictos que el Prinzipe ha cometido tratando de rebelarse contrasu padre porque el hijo que tal haze meresce maior pena que otro quales-quiera traidor porque al fin el que se levanta contra su Rei solo tiene undelicto aunque grande pero el que se levanta en los terminos que el Prinzi-pe comete dos delictos uno contra la lei humana i el otro contra le lei divi-na ambos a dos grandes i ambos a dos merescedores del castigo que pidoio para el Prinzipe al qual no pueden ni el mas pequeño modo librar de lapena los dichos de su defensor. La Real ordenanza de Castilla en una desus leies dize que es traidor todo aquel que se levanta con gentes contra suRei ia haziendole la guerra en sus dominios ia moviendo alborotos o enotra qualquier manera de que pueda venir menoscabo a su authoridad ideclara que la pena de estos tales traidores es la pena de muerte. El Tribu-nal no puede absolver libremente al acusado sin faltar a la orden terminan-temente porque al delicto del Prinzipe ia provado le corresponde la pena

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que acabo de menzionar. El Prinzipe es traidor el Prinzipe meresce lamuerte i al Tribunal le toca pronuziar ante todo la sentenzia que pidojurando lo nezesario porque assi prozede en meritos de rigorosa justizia.Una dificultad solo se ofrezia en esta estraña causa, estraña la digo porquees mui poco usado el ver que un Prinzipe se revele contra su padre jamas inunca nosotros ni los antiguos que hizieron leies han prevenido este casso ipor esso no hizieron lei espezial que condenara estos delictos diziendo lapena que mereszia todo aquel que le cometiera. Esta falta hubiera sido ungrave conflito para el Tribunal que no savria de que manera juzgar al Prin-zipe ni que penas aplicarle por ser de tan elevada alcurnia i tan diverso delcomun de los acusados pero las facultades que con mucha saviduria i pru-denzia ha conzedido el Rei al Tribunal de que este obrasse conforme a jus-tizia poniendo al Reo en la classe de los demas hombres nos ha avierto uncamino por donde andar libremente i en virtud de las quales facultadeshemos juzgado sin reparos al Prinzipe i en virtud de las quales deve el Tri-bunal sentenciarle a la misma pena que sentenziaria a otro criminal convitode traidor el Prinzipe tiene en contra suia mas que otro alguno tiene la cir-custanzia de perjuro porque sin respeto al juramento que hizo quando sele tomo la primer declarazion nego todo lo que se le pregunto i que luegovino a confessar quando se le obligo por medio del tormento al Tribunalcomo dije antes toca pessar i medir todo quanto dicho queda i tocale masque nada castigar la traizion i que no quede impune el delicto del Prinzipeque de traidor pudiera averle llevado a parrizida i demas delictos que a laingratitud acompañan. Concluio pues pidiendo como antes la pena demuerte para el prinzipe advirtiendo al Tribunal que no haziendolo assi nicumple con las leies que lo mandan y deja impune uno de los maioresdelictos que se ven en la espezie humana al Tribunal le toca fallar oido elmi ditamen i acusazion conforme a la confianza que el Rei ha puesto en el iconforme lo pide la vindita publica ofendida pues de no hazerlo assi i dedejar impune el crimen que nos ocupa damos pie para que otros cometanmaiores eszesos porque la impunidad en uno alienta a muchos i dia llegaraen que todo se trastorne por no haber castigado estas faltas a su tiempo iquien save si librando al Prinzipe de la justa pena que meresze le alentare-mos para cometer otro dia mas maiores desaziertos. Por esto i por todo loque dicho se es concluio pidiendo la pena de muerte para el acusado salvoel parezer del Tribunal a quien en todo me remito.

Callo dicho Antonio Perez i levantandose Escovedo contesto al Fiscaldefendiendo al Prinzipe de la manera que sigue.

Nunca havria io podido creer que aun quando se pusiera al Prinzipeen la classe i estado de los demas hombres nunca havria creido que se leacusara del modo que se acava de hazer ni que se pidiera contra el lamuerte tan fiera i tan atrozmente. Io me conduelo de la suerte del Prinzi-pe a quien su zeguedad ha perdido porque no intento persuadir al Tribu-nal de que esta inocente puesto que nada puedo contestar a la acusazionque el mismo reo ha dado contra si mesmo en sus primeras i en su ultima

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declarazion. Pero ia que no pueda interesar en favor suio a los Juezes iaque no logre apartar de el el castigo que meresze por ser provado sudelicto al menos tratare de desminuir la fuerza deste castigo alegando enfavor suio quantas razones me aconsejan las leies humanas i divinas.Prinzipiare no pidiendo al Tribunal que se convenza de que el Reo esinozente, no empezare disculpandole desde el primer cargo que en con-tra suia apareze. Hale acusado el fiscal del delicto que cometio poniendolos ojos en la Reina D.ª Isabel que ia era su madre i por ventura preguntoio si el hombre puede tener a raia sus impetus y naturales movimientos,puede acaso uno estorvar que la hermosura nos alhague y guste no porzierto. El Prinzipe tuvo la desgrazia de enrredarse en unos lazos amoro-sos pero esto aunque el origen de todos los males que agora tocamos lollamo io desgrazia pero en manera alguna no lo llamo ni llamarlo puedodelicto, pero dejemos esto que ia conoze el Tribunal que es un devaneode mozo i pasemos a los suzesos que despues han pasado i de que ense-guida nos ocupamos. El origen de los delictos del Prinzipe estriva en lavenganza que quisso tomar de su padre porque le via en possesion delobjeto que el amaba este primer movimiento de venganza es mui naturalal hombre porque la passion saca de tino pero aunque la venganza sea ensi mui fea aunque nos cause mucho horror en mi defendido devemos dis-culpar este movimiento porque hasta los brutos incapazes de razon pro-curan vengarse del cazador que le arevata (sic) su esposa o sus amadoshijuelos i assi le suzedio al Prinzipe que se via arrevatar al caro obgeto desu amor sin esperanza de cobrarle La pena que le pide el fiscal es suma-mente grave i io quiero que el Tribunal no le trate con la severidad solizi-tada porque todos los crimenes de que se acusa a D.n Carlos no han esta-do mas que intentados i ninguno se ha llegado a consumar. El fiscal dizeque por aver puesto los ojos en su madre i Reina devia ser castigado conla pena de los adulteros pero a esto digo io i lo sostengo que el prinzipeen esta parte no ha hecho mas que una intenzion i un crimen meditadoesta mui lejos del que se ejecuta, lo mesmo digo con repeto a lo dichopor el Fiscal quando ha citado la lei de la ordenanza de Castilla que tratade los traidores i que dize quales sean estos i que penas i castigos meres-cen por sus delictos. El Prinzipe aunque real i verdaderamente haia idea-do levantarse contra su padre estuvo mui lejos de levantar gente ni moveralborotos ni entrar en son de guerra por los estados del Rei su padre idista mucho (sic) dista mucho el haber fomado una idea que ningunosmales trujo a llevarla a cavo poniendo una guerra sangrienta que cubries-se de llanto i de luto toda la nazion El fiscal me dira acasso que si no sehuvieran descubierto a tiempo los desinio del prinzipe sin duda se hubier....... la guerra que noravena (sic) si assi hubiesse succedido si el Prinzipelevantando gentes hubiera presentado a su padre la batalla i este le ven-ciesse i prendiera nadie se opondria a que fuesse como traidor castigadoi aunque en la formazion de su prozesso huviera alguno que le defendies-se la defensa seria corta porque no havria en ella razones capazes de

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oscurezer la traizion del Reo tan a las claras descuviertas. Otro reparotengo aun que poner el qual en mi sentir ha de hacer que el Tribunal seincline a mirar piadoso a mi defendido i es la elevazion de la persona quejuzgamos persona que algun dia ha de ocupar el trono de las Españas ipersona a quien nosotros como vasallos suios debemos mirar con summorespeto i venerazion. No es mui comun ver en juizio a tan elevados per-sonages i cuando alguno llega a verse debemos darle por todo castigo laverguenza de verse tratar como un vil pechero castigo suficiente paraaquel que tiene en sus venas una noble sangre tan noble como que des-ziende de coronas i que por lo tanto siente mas la afrenta que la mesmamuerte. Si nada de lo dicho basta para que el tribunal se incline a ser pia-dosso muevale a lo menos la mozedad i poca cordura del Prinzipe quefuera gran pena tener que segar su caveza en lo mas florido de la edad ymuevale tambien la considerazion de que el tiempo le corregira del todoi veremos en el un Prinzipe justo amante del mismo padre que perseguiazegado de viles odios i un valiente capitan terror de los mismos conquien quissiera juntarsse no digo mas considerando que se pide horriblepena para tan leve falta me se quitan las fuerzas i no tego otras que pararogar humildemente al Tribunal que tenga caridad i que assistido destavirtud tan que ....... i lee lo que ....... el fiscal ....... obrara con recta justiziai cumplira con ....... impussieron al tomar el empleo de juzgar a los infeli-zes delinquentes pues solo obrando con retitud se imita a Dios juez uni-versal de todos los hombres i padre de la verdadera justizia. No ostantetodo lo dicho el Tribunal sentenziara como fuere i viere conveniente a lajustizia que tan sabiamente aministra.

Es la noche del 20 de febrero de 1568. Comienza la vista oralcon la preceptiva revisión del sumario antes de que se produzcan lasintervenciones del fiscal y abogado. Este requisito se enmarca den-tro del rigor legal del juicio criminal en Castilla y es, por tanto, otroelemento de fiabilidad del proceso. En la lectura de las diligenciasacumuladas se echan de menos las cartas atribuidas a Isabel deValois, que no son objeto de mención, ni las alusiones a las maqui-naciones sostenidas con el barón de Montigny, que tampoco seapuntan, si bien, en contrapartida, se vuelve a incluir al príncipe deOrange entre los destinatarios de las comunicaciones dirigidas a lospresuntos conspiradores. Y nada se dice de los papeles relativos a laconjura tramada.

La primera llamada de atención brota en esta parte cuando elautor recurre a la estratagema de ir apuntando las frases del acusa-dor, acuciado por la curiosidad de tener referencias fidedignas deuna parte importante de la causa que no exigía confirmación escritay, por tanto, no figuraría en la recopilación sumarial.

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Que el sagaz Antonio Pérez llevaba bien estudiado su recrimina-ción se demuestra siguiendo el hilo de su discurso, más prolijo queel dictamen elaborado con la colaboración de sus compañeros y encuyo documento pedía la última pena. En principio, sin apreciar suretórica, menoscaba que hubiese puesto sus ojos en Isabel de Valois,pero puntualiza —criterio esencialmente jurídico— que la queren-cia, por sí misma, ya merece el castigo que se impone a los adúlte-ros, a pesar de que no haya llegado a consumar sus aspiracionesamorosas. Las leyes aplicables, abordadas como distintivo sociológi-co, disponían que quien tuviese intimidad carnal con parienta dehasta cuarto grado fuese condenado a muerte, que el marido ofen-dido quedara facultado para matar al culpable de la afrenta si esteera considerado individuo vil y que, en el caso de ser un hombre decondición, fuera obligatorio demandarle. Los adúlteros eran entre-gados al esposo humillado para que este hiciera lo que quisiera,pero con la obligación de dar idéntico trato a su mujer y al ofensor,debiendo matar a los dos o dejarles vivos, punto tan conflictivo queno resalta nada extraño que el fiscal pretenda dejar al margen laofensa.

Antonio Pérez, al reincidir en la imprudencia de la rebelión, seampara en las leyes castellanas y hasta debe haber revisado el orde-namiento de Alcalá al fijar sus palabras con aproximación a la figuradelictiva de traición. O se había instruido adecuadamente o por lomenos cabe la presunción de que fuese asesorado por expertoslegistas y teólogos, máxime cuando emite su parecer de que el pro-cesado ha cometido sendos delitos -contra la norma humana y la leydivina-, aspecto que ya he definido con anterioridad y que tiene sueje medular en que la importancia del delinquimiento estaba enlaza-do con la dimensión moral de los pecados. Tampoco puede resultarraro que, al preparar su reprobación, se plantease el conflicto de unsuceso tan insólito como juzgar a un ser que, por su condición, esta-ba al margen de la generalidad de las leyes. Antonio Pérez teníaconciencia de que la potestad de emitir normas era competencia dela autoridad suprema y también la capacidad de su abrogación, ypudo asumir, presumiblemente orientado, que la doctrina escolásti-ca reconocía la superioridad de la monarquía para dispensar delcumplimiento de cualquier coacción y captar en toda su magnitud«que el rey era Dios en la tierra y ley viva», como después corrobo-ró el renombrado jurista Castillo de Bovadilla. No había ley expresapara juzgar al príncipe, pero sí poder omnímodo y hasta de génesisdivina para que fuese procesado sin tener en consideración su ran-

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go. Su discurso se remata con una cualificada pincelada, corrienteen apariencia, pero significativa al enjuiciar la preparación de suoratoria, como es realzar el perjurio, quebrantamiento que implica-ba un agravamiento cuanta más alta fuese la condición social de lapersona que declaraba sin respeto al juramento. Y añade la inter-pretación formal de que los castigos a los delincuentes apoyan elefecto primordial de intimidar a los súbditos con el rigor de las san-ciones y que no cabe la impunidad, si bien omite la particularidaddel caso, su categoría secreta y consecuentemente el obstáculo deque tuviese repercusión pública. De cualquier modo, si procuro serobjetivo, no puedo negar destreza retórica en su argumentación,aunque no fuese imprescindible gran convicción para que se despa-chase un veredicto culposo que se funda en la confesión arrancadapor la fuerza del suplicio.

La defensa, por el contrario, denota un cambio notable en compa-ración con su primera participación, no muestra vigor jurídico y ya nosostiene sus objeciones en dudas, más o menos razonables, sobre laautenticidad de las pruebas. El abogado ha claudicado, se desenvuel-ve persuadido de que insistir en sus maniobras es inútil y únicamentese atreve a proclamar principios innatos de la condición humana paraproteger al encausado y reclinarse en notas de conmiseración paraaminorar la pena solicitada. Ya no intenta convencer a nadie de quees inocente, achaca todos los males al instinto de la pasión amorosa—un devaneo de mozo que ni siquiera aduce en su primer turnocuando rebate con contundencia al fiscal— y busca en el alegato quelas ideas y acciones previstas no han sido ejecutadas para colocar altribunal en una disposición tendente a la compasión. Un escarmientoafrentoso es peor que la muerte en sangre real y la juventud e insufi-ciente cordura eximentes para que la condena se transforme en unasanción menos cruel. El hidalgo montañés parece estar impresionadopor el veredicto exigido en virtud de la prosapia del reo y no reparaen que la clemencia es potestad regia y no de unos hombres que tansólo tienen el compromiso de juzgar los delitos.

Sus frases para buscar el enternecimiento son hueca retórica sinposibilidad de éxito, aunque es inevitable admitir que pocas refuta-ciones convincentes podía esgrimir. Tal vez, llegando al últimoextremo, pudo fundarse en la carencia de cordura —la enajenaciónera una eximente completa—, pero la insistencia en tan peliagudopunto, poco consistente además, llevaba aparejada dosis de ignomi-nia en el ámbito familiar. La locura era una tacha vergonzosa y eneste lance afectaba, nada más y nada menos, que al propio sobera-

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no, pese a que la causa fuese secreta y exhibiese nítidos exponentesde que no tendría repercusión pública.

Acavadas estas palabras fue Escovedo a sentarse al lado de los Juezes ia ser uno de ellos comenzaron a hablar sobre el fallo que havian de dar a lacausa i despues de mucho platicar como estavan tratando al Prinzipe a vir-tud de las ordenes rezibidas qual si fuera un criminal de por ahi i como elRei les havia encargado que obrassen con tanta dureza como promtituddespues de mucho pensar lo que harian despues de revolver la causa demirar bien las declaraziones i de examinar todo lo que dicho se es dieron ifirmaron la siguiente providenzia.

En la caussa criminal que ante nos pende contra el Prinzipe D.n Car-los de Austria por delicto de rebelion contra su Rei i Padre vista falla-mos que debemos condenar i condenamos que salva la aprobazion deSu Magestad sea el tal Prinzipe D.n Carlos de Austria degollado, todossus bienes sean confiscados a benefizio del Real fisco i que asi comotodos su hijos si los hubiere sean privados de la succesion a la coronadestos reinos assi lo sentimos mandamos i firmamos en la villa deMadrid a veinte i un dias del mes de Febrero de mill i quinientos sesen-ta i ocho años.

Quando dieron esta providenzia era ia cassi el amanezer del dia i poresso pussieron el dia veinte i uno porque la causa havia comenzado el diaveinte en la noche

La tercera parte del proceso criminal en Castilla, acabada la vistaoral, consistía en un examen de las actas, la deliberación del magis-trado y la sentencia. El fallo judicial tenía la formalidad de ser siem-pre muy escueto, sin que se hiciese alusión a los fundamentos mane-jados ni constase definición de ley. El sui generis tribunal se reúnepara emitir en conjunto el veredicto, recalcándose otra vez el impe-rativo impuesto de proceder con dureza y rapidez remarcada hastala saciedad.

La condena —decretada mediante auto y no providencia comodice el cronista en su ignorancia de la normativa— debe ser perpe-trada por degollación, como estaba pautado en seres de alto linaje orango de hidalguía, se confiscan sus bienes por traición, como esta-ba determinado legalmente, y hasta se resuelve, con connotacionesinfamantes y preventivas, que los hijos, si los hubiera, quedasen pri-vados de cualquier derecho a la sucesión de la Corona. La resolu-ción, salvo en el último perfil que no estaba regulado, al no existirley para delitos de la realeza, se ajusta a las características del proce-so criminal y adquiere mayor validez cuando queda supeditada a laaprobación real. El Derecho hacía notorias distinciones por la con-dición social de los reos y obligaba a consultar con el poder los

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veredictos criminales fallados contra los grandes. El príncipe podíaser tratado como un ruin vasallo, a falta de ley que juzgase sus actos,pero no por ello dejaba de ostentar, al menos cuando interesaba alos jueces para no asumir responsabilidades plenas, condicionesegregias que depositaban la decisión en manos de Felipe II.

Seguidamente fueron los juezes a consultar la sentencia con su Majes-tad el Rei nosotros tambien fuimos a ver en que .......

Quando entramos en la camara del Señor D.n Phelipe segundo estavaen orazion delante de un cruzifixo i se levanto apenas nos vido i preguntoque nos dirigia a aquellas horas Vargas le dijo que ia estava concluida lacausa del Prinzipe i que solamente faltava su Real firma i aprovazion dicholo qual le presento la causa que tomo el Rei i estuvo mirandola largo tre-cho i donde se paro mas fue en la sentenzia despues de lo qual dijo Estatodo conforme a la lei Si Señor respondio Vargas Se han apurado todos losmedios de juizio i defensa Si Señor volvio a contestar Vargas hemos juzga-do al Prinzipe como a un qualquiera i esto es lo que resulta.

Noto aqui una falta dijo el Rei ....... que en los interrogatorios no se hapreguntado al Prinzipe quales i quantos eran sus complizes i quantos losmotores de la conjuración. Al oir esto los tres Juezes se quedaron parados ininguno supo que contestar hasta que al fin Antonio Perez dijo al Rei conmucha humildad que tal vez se les habia olvidado esta formalidad con laturbazion de tener que juzgar a un tan alto personage El Rei quedo satisfe-cho de esta razon i dijo que se le requiriese en el atto para que declararaquantos i quales eran sus complizes i que se diera testimonio dello i dijoque en seguida con lo que digera o no firmaria la sentenzia puesto que esta-va dada con arreglo a lei i a derecho. Todos nos admiramos de la enterezadel Rei pues debia a nuestro modo de entender mostrarse sentido de lasuerte que a su hijo le cavia El con semblante sereno i sin dar la mas levemuestra de dolor firmo sereno i imperterrito la sentenzia de su hijo. Quedo-se el con la causa para verla mas a despazio i nosotros fuimos como testigoscon los juezes al quarto del Prinzipe a tiempo que ia iva esclareziendo el diaEstava durmiendo i le causo gran novedad nuestra ida pero algun tantovuelto de su asombro nos pregunto que queriamos Vargas le hizo hazer laseñal de la cruz i jurar por ella dezir la verdad en lo que preguntado le fuereEl assi lo hizo i en seguida le pregunto Vargas que quantos i quales eran loscomplizes de su delicto i de quien i a quien havia rezibido i mandado orde-nes avisos i demas a lo que contesto el Prinzipe que no tenia complizesalgunos ni havia dado ni recisvido ordenes avisos ni otra cosa alguna peroque aun en el casso que los tuviesse jamas lo declarara porque ia que elpadeziesse no queria que padessciesen los demas Amostole (sic) Vargas aque contestasse diziendo que en ello iba el buen nombre i el honor i viencumplir de la justizia pero todo fue en vano i nada pudieron recavar con elde lo qual se dio alli mesmo testimonio firmado por los Juezes i por noso-tros los testigos i dejandole solo fuimos a dar quenta al Rei el qual leiendo

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lo que havia dicho el Prinzipe contesto mui generosso es pero io no lo quis-siera tanto I entregando la caussa al Juez Vargas dijo que obrassen confor-me a la justizia i ellos replicaron que assi lo harian i todos nos retiramos.

No es normal que, al entrar los togados y los testigos en la cámara,Felipe II estuviese rezando. Los monteros, que vigilaban los aposen-tos por la noche, debieron avisarle y cabe juzgar su devoción, no inte-rrumpida, como un acto simplista para mostrarse turbado y roganteante dios. La inesperada presencia, cuando estaba casi amaneciendo,era un signo de que la entrevista obedecía a razones relevantes, comodarle cuenta de la sentencia, puesto que sabía que en las últimashoras se había celebrado la vista oral previa al fallo resolutorio.

La relación testimonia, a renglón seguido, su carácter formalistaal insistir en dos oportunidades sobre el cumplimiento de la ley ypercatarse de que se había omitido en las diligencias cualquier acti-vidad tendente a descubrir la identidad de los cómplices. No hayque olvidar que el rey había justificado la instrucción de la causa enla necesidad de castigar a los colaboradores, pero que este deseo sehabía invocado delante de los monjes y nunca, que se sepa, ante eltribunal. El estupor y el marasmo de los oidores revelan la ambiva-lencia del maquiavélico juego del monarca que, indolente en el fon-do, acepta la sagaz excusa del astuto Antonio Pérez, aunque requie-ra, para satisfacer su fingida escrupulosidad, que se requiera alcondenado sobre «los motores de la conjuración» en la confianzade que ninguna influencia podía tener su deposición sobre el pro-nunciamiento ya dictado.

La exigencia concuerda con su meticulosidad, aun cuando seallamativa la contradicción en el terreno de sus intenciones, dadoque posterga la firma hasta que se sustancie el nuevo interrogatorioy, sin esperar a que se cumpla el trámite, estampa su rúbrica autori-zando la ejecución y retiene el sumario para leerlo más despacio enotro claro síntoma de que mantiene su temperamento desconfiado.Que sancionase la degollación con entereza no tiene, en mi opinión,una gran significación, no obstante la admiración que levanta en lasseis personas. Sus competencias políticas y religiosas estaban porencima de cualquier principio y no era propio de su dignidaddemostrar endeblez, máxime cuando el fallo venía a colmar suvoluntad. Antonio Pérez, más tarde, cuando exiliado en Franciaescribe sus memorias, teniendo sobrados pretextos para no ser pro-lijo al elucidar la suerte del príncipe, filosofando sobre las pasionesque ciegan a los hombres, se atreve a plasmar, en alusión al sobera-no hispano, una convincente pregunta: «¿No se ve que no hay per-

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donar padre al propio hijo cuando se atraviesa el celo de grado agrado?». Pese al proverbial oscurantismo metafórico del fugitivo,no caben dudas que la interpelación se refiere a que Felipe II noestaba precisamente en favorable predisposición hacia su vástago yque algún resquemor anidaba en su espíritu para mostrarse impla-cable contra su misma sangre.

Las declaraciones del preso, a instancias de las intimidacionesque se le dirigen, no tienen consecuencias. Don Carlos niega quetuviese cómplices y con un despechado temple, fundado en el fata-lismo que le embargaba ante la certeza de que su vida estaba malo-grada, se permite la arrogancia, más en consonancia con su genuinaaltivez, de aseverar que ni siquiera haría una imputación en tal sen-tido, aunque hubiese contado con ayuda. Es probable, a juzgar porsus palabras, que estuviese informado de que si alguien prestabaasistencia al delinquir incurría en igual castigo que el causante, peroacaso ignoraba la figura jurídica de atormentar a los sancionadoscon la pena capital —tortura en cadáver— para que delatasen losnombres de sus compinches, aunque esta amenaza no le afectasepor desconocer que la sentencia estaba ya culminada.

La finalidad básica al incoar el proceso estaba ya satisfecha y elrey pone en entredicho su falsa coartada no resucitando el asunto nipreocupándose de la contingencia, ya que no hay ni la menor pistade que los servidores fuesen objeto de encuestas tendentes a desem-brollar el enredo, a pesar de que Garci Álvarez Osorio y Martínezde la Cuadra, secundando la tentativa de obtener dinero, pudiesenestar conceptuados como sospechosos. Felipe II devuelve el suma-rio para que se cumpla la condena —sus prisas seguían siendo pal-marias— y tan rápida firmeza me sugiere la incógnita de si tuvomargen de tiempo suficiente para revisar los antecedentes sumaria-les mientras que el presidente interrogaba al preso.

A la noche siguiente en que le ibamos a notificar la sentenzia fuimos lostres testigos tambien los dos por curiosidad pero io fui para quedarme conel i confortarle i ausiliarles (sic) en los postreros instantes. Fuimos pues itambien hallamos al Prinzipe en la cama i tambien dio muestras de sorpren-derse Vargas le intimo que oiserle (sic) leio a falta de escribano la sentenziala qual letura dexo elado de pavor al Prinzipe que dijo no hai remedio ia noSeñor contesto Vargas ia ha firmado el Rei la sentencia O dijo el reo esimposible que mi padre lleve las cossas hasta tal estremo io quiero verlo lla-menmele aqui que si io le hablo tal vez conseguire que se anule una penaque no merezco Movidos de sus ruegos y de sus lagrimas que vertia porquehablava llorando de pena fue Escovedo a dar al Rei el recado del Prinzipe

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pero Su Magestad contesto que no podia verlo que ia lo habia entregado enmanos de la justizia i que esta lo habia juzgado i hallado merescedor de lapena que le habian impuesto que solo le podia dezir que le perdonaba susatentados pero que verle en ninguna manera le era possible Esta triste res-puesta volvimos al Prinzipe que se quedo tan desesperado como puedequalquiera imaginar pero con lo que le dijimos quedo algun tanto mas con-solado porque el era de grande animo i corazon valeroso i nos pregunto quequando le habian de justiziar i donde a lo qual Vargas le contesto que lehabian de ajustiziar de alli a tres dias i que por respeto a su calidad le ajusti-ziarian de secreto en una pieza contigua pero el Prinzipe dijo que no queriaaguardar tanto i que si havia de morir que fuesse dentro de poco i que porlo tanto rogassen al Rei que le hiziera merzed de mandarlo ajustiziar enaquel dia o en el siguiente a lo mas dijimos que assi se haria i con efeto elRei enterado de la petizion de su hijo assi lo dispuso con lo qual se fuerontodos porque el Prinzipe dijo que no queria ver a nadie i se quedo en capi-lla solo conmigo en el maior abatimiento io procure confortarle con chris-tianas espresiones diziendole lo apurado en que se hallaba i quanto le con-venia pensar en su eterna salvazion i como el era de christiano fondo alpunto se convenzio i hizo una confession de sus culpas i pecados conmucha terneza i edificazion con lo qual quedo sumamente traquilo de laesperanza que tenia de alcanzar la salvazion i bien la mereszia por ziertoDijome que dijesse a su padre que le perdonava la injusta muerte que lehavian mandado dar i que solo sentia morir sin su bendizion i que tambienle rogaba que no prodeziese (sic) en nada contra la Reina porque ella nohavia tenido en su loco intento objeto de todas las desgrazias mas parte quecontestar a sus cartas procurando apartalle de su mal conzebida passion iole dije que ansi lo aria i como no teniamos mas de que hablar le pregunteque le havia movido a idear la conjurazion ante dicha a lo qual me contestoque bien sabe Dios que solo llevaba la mira de hazer el bien de aquellasgentes a quienes via oprimidas sin lei ni razon alguna dijome que tenia elmui estudiado el fin que habia de tener aquella rebelion si su padre nomudava de sentimientos pues aunque usasse de mucha severidad al cavo i alfin vendria a perder España ....... ssimos Dominios i el solo habia que .......todo lo que pedian como medio azertado de ....... a raia i a la devozion deun Soberano que por la lei (tachadura) pudiera llamarse estrangero consobradissima ra ....... Io no quisse dar ninguna respuesta a esto porque nodebia hablar de cossas tocantes o perteneszientes a los hereges i me callepor esso no hablandole mas de otra cosa que de la eterna salvazion en laqual me dijo que confiaba por morir martir i inozente

Los testigos dominicos muestran curiosidad y acuden al aparta-do recinto en compañía de los jueces y de Joan Avilés para estarpresentes en el trance de comunicar la sentencia. La injerencia, enun acto que no les concierne, puede tener su justificación por unaconcebible conmiseración hacia el reo, pero si la expectación estaba

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asentada en argumentos de cariz humanitario también cabe suponerque cualquiera de los dos desease tener constatación de las peripe-cias que iban a producirse con el recóndito deseo de poner su plu-ma al servicio de una relación que reflejase la verdad de un sucesode tan grave naturaleza.

La nocturnidad debió convertirse en costumbre y la notificaciónse realiza en horas ya avanzadas para que el cortejo no despierteasechanzas ni parlerías en el entramado del alcázar. La lectura delfallo por el presidente, a falta de escribano, me hace conjeturar queAntonio Pérez no estuvo en tan delicado compromiso. La reaccióndel príncipe, por mucha voluntad que pusiese, cae dentro del impe-rativo de la lógica, pone al desnudo la consternación que le hacedoblegarse ante la inminencia de la muerte y no resulta raro queechase mano al recurso de ver a su padre para tratar de evitar elcumplimiento de la condena. La embajada de Escobedo no lografrutos positivos. Felipe II se mantiene impertérrito en su condiciónde rey que imparte justicia, mientras que, en su condición paterna,se limita a perdonar los atentados y se niega a tener cualquierencuentro privado en una férrea postura defensiva tendente a evitarun conflictivo encuentro.

El rechazo de sus pretensiones debió sumir a Carlos de Austriaen la desazón y no es fácil digerir que meras expresiones de consue-lo pudieran aliviar su desventura. La manifestación de que era unhombre de corazón valeroso ocasiona extrañeza, dado que son esca-sas las fuentes que enaltecen su idiosincrasia y, en contrapartida, susdetractores son numerosos. Su exigencia para descubrir el instantede su ejecución y su solicitud para que se acortase el plazo concedi-do pueden ser, efectivamente, un signo de coraje, pero también laconsecuencia de un completo abatimiento. Felipe II accede a supetición, impulsado por el ansia de liquidar su embarazosa tesitura,y su descendiente encara las últimas horas deseando estar en sole-dad y admitiendo exclusivamente a su confesor hasta el momentode su degollación. Las confidencias entre ambos, sin pensar en elsecreto de la penitencia, se enmarcan en el arcano de la historia y nohay elementos para extraer conclusiones que consientan cualquierpuntualización. Sólo la osadía, con el reconocimiento de estar sujetaa un gran margen de error, me faculta para ofrecer estimaciones delas particularidades tratadas en el torreón.

Los gestos fugaces, en este caso frases sin aparente trascenden-cia, van a ser el denominador común de mis explicaciones y puedoempezar haciendo resaltar que la simple consideración «era de

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christiano fondo» tolera una primera elucubración sobre su cuestio-nada catolicidad por cuanto no resulta nada complicado deducirque sus actuaciones no eran externamente muy edificantes en el pla-no religioso. La carta de Hernán Suárez repleta de recriminaciones,el escándalo protagonizado en el monasterio de San Jerónimo y laintervención de los dos monjes para juzgar su conducta en las cárce-les inquisitoriales no son bagatelas, aunque estoy persuadido de quela mayoría de sus excentricidades irreverentes nacían por su deseode oponerse a los rígidos patrones que marcaban los hábitos de suprogenitor. La escueta afirmación de su confesor parece avalar estatesis, reforzada por el hecho de que «al punto se convenzio» encuanto fue exhortado para que pensase en su eterna salvación. Des-cargar su conciencia tranquiliza su ánimo y Joan Avilés se atreve asostener que merecía su redención personal, sin osar aclarar si suafirmación brota de la benevolencia divina o porque su comporta-miento le exoneraba de cualquier penalidad de ultratumba.

Huyendo de la metafísica, tan propicia para la especulación, laconversación se ciñe por fin al contorno terrenal para facilitar unaseñal más del cambio operado. Sin más soporte que el efecto quepodía haberle causado la atrición, le pide al fraile que transmita alautor de sus días «que le perdonava la injusta muerte que le havíanmandado dar», enunciado de sesgo plural algo confuso que involu-cra a los miembros del tribunal que le han juzgado, «i que solo sen-tía morir sin su bendizión». A este respecto conviene tener presenteque Juan Antonio Llorente, en su obra sobre la Inquisición españo-la, divulga episodios de contenido similar al expresar que: «el prín-cipe dio comisión al mismo confesor para pedir en su nombre per-dón al rey, quien le mandó responder que se lo concedía con todocorazón y le daba su bendición paternal [gracia que don Carloslamenta en el opúsculo no haber obtenido] esperando que tambiénse la daría Dios mediante su arrepentimiento».

Pocas líneas más adelante especifica que los días 22 y 23 estuvoen agonía, oyendo con tranquilidad las exhortaciones de Diego deChaves y el doctor Suárez de Toledo, su capellán mayor. Con pocasdiscrepancias de matiz, aunque no sea igual perdonar que pedirperdón, las coincidencias son notables, salvo en el factor cronológi-co que, no obstante, se ajusta exactamente hasta en los dígitos delos días en que tienen lugar los acontecimientos, pese a que el secre-tario enmarca las incidencias en el periodo estival de las testificacio-nes oficiales. Y rizando acaso el rizo de los despropósitos, aceptan-do que Llorente pudiera tener en sus manos «apuntamientos de

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cosas raras del tiempo» que imputan a Felipe II el crimen de habereliminado a su hijo, cabe hacerse alguna pregunta capciosa: ¿si Car-los de Austria murió el 24 de julio de 1568, en plena madrugada,por qué Llorente no incluye esta jornada en sus comentarios y res-tringe su agonía expresamente a los días 22 y 23? Las notas queconsigna, refiriéndose a billetes anónimos cuya procedencia se igno-ra, pudieran carecer de referencia temporal concreta y confundir,de forma involuntaria, el mes de febrero por el marco de julio.

Cabrera de Córdoba, lacónico al datar los eventos y enrevesadoen su jerigonza, relata que suplicó a Su Majestad que le perdonase ybendijese, pero nada determina sobre una respuesta verbal, ya quese limita a decir que Felipe II, antes del deceso, le echó su bendi-ción entre los hombros del prior don Antonio y Ruy Gómez, ver-sión que permite inferir que procuró ocultarse ante su sucesor.

El grado de intimidad que entrelaza la piedad y la desesperación—estar «en capilla» inducía frecuentemente a sinceras expansio-nes— se remata con dos aspectos que tienen importancia. Por unlado, le pide a su confidente que implore indulgencia con doña Isa-bel, alegando que su madrastra no tiene responsabilidad por haberdado únicamente contestación a sus escritos pretendiendo hacerledesistir de su pasión. Esta insólita petición, para evitar represalias,descubre que tenía una honda preocupación acerca del caráctervengativo de su padre —el reinado está repleto de rencores repro-bables y represalias sangrientas— y sus palabras vienen a demostrarque su inclinación amorosa podía ser verídica. Tras recibir la pro-mesa de que su deseo sería cumplido, se explaya en destacar cuáleseran sus fines al querer involucrarse en la situación neerlandesa ydefine conceptos en los que se trasparenta la persuasión que pudotener el barón de Montigny. Que siempre le hubiese atraído el asun-to, ante la eventualidad de que tarde o temprano tuviese que asumirdeberes de gobierno en aquellas tierras, es comprensible, pero suspercepciones no están apoyadas en los criterios de la monarquíacatólica. En sus opiniones, con independencia de ambicionar elbien de sus quiméricos súbditos, vierte términos discrepantes comoopresión «sin lei ni razón alguna», seguridad de que se perderíanaquellos dominios si se persistía en la belicosidad y la alusión deque el rey estuviese reputado como extranjero, reprobación de pro-cedencia septentrional que siempre había respetado la condición deCarlos V —nacido en Gante—, pero que criticaba la raíz castellanade Felipe II y su obvio desconocimiento de las peculiaridades deunos enclaves lejanos y distantes de su concepción política y religio-

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sa. La sombra de Floris de Montmorency debía tener una intensainfluencia desde las mazmorras segovianas.

Passo largo rato orando conmigo i alli hazia la ora de comer comio bre-ve i pidio que dijeran a su padre que viniera a verle pero no trageron res-puesta a su gusto porque su Magestad se mostro duro de todas veras i noquisso dar la audienzia que le pedia de alli a un poco vino Antonio Perez yEscovedo detras dellos Vargas despidieronse del Prinzipe i le suplicaronque no guardasse contra ellos ni les tuviesse ningun rencor. Pero el noquisso contestallos i quando le pidieron la mano para besarsela dijo que nose la dava porque ellos eran quien le 21 habian matado. Ahi de vos otros,dijo que me habeis tratado tan vilmente i como si io fuera vuestro maiorenemigo tambien os llegara vuestro dia ellos quissieron a aplacalle dizien-do que fueron mandados i que las leies del reino a cuio thenor se remitianmandaban i ordenaban que hizieran lo que dicho se es pero el Prinzipe noel Prinzipe D.n Carlos se volvio del otro lado por no verlos i entonceshizieron ademan de irse al salir me dijo Vargas que a las dos horas de lamañana del dia siguiente veinte i tres seria degollado el Prinzipe en salaque estava inmediata a la que el prinzipe ocupaba i que me lo dezia paraque fuera previniendole porque el rei enterado de que queria morir prom-to para evitarle penas lo havia dispuesto assi. Con esto salieron i io me vol-vi al Prinzipe i le pregunte si tenia resinacion el me dijo que si que porquese lo preguntaba i io le dije enton....... de la fortaleza christiana ....... alamanezer han decretado que os....... favor me han hecho contesto porquenada....... como el estar tres dias batallando con la muerte me dijo que el sihubiera llegado a mandar hubiera compuesto esto i otras muchas cossas dela justizia que andavan desarregladas passo toda la tarde i noche leiendo ellibro de los Salmos i rezando muchas devotas oraziones i a esso de la unade la noche se reconcilio conmigo i me dispuse a dezille la ultima missa

Todas las horas del 22 de febrero debieron transcurrir entre alti-bajos de postración y angustia anidando en Carlos de Austria. Lasegunda súplica para que su padre viniera a verle vuelve a ser dene-gada, trasluciendo que Bernardo de Fresneda, obispo de Cuenca,conocía a la perfección la firmeza regia. El franciscano, confesor delsoberano en aquella época, había mencionado al embajador vene-ciano «que estaba muy seguro de que el rey lo haría, pues habíareflexionado mucho antes de decidirse y cuando adoptaba algunaresolución tenía por costumbre llevarla hasta el final». Tan categóri-ca respuesta nacía de los interrogantes expuestos por Cavalli al pre-

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21 Lo, y parece está enmendado con tinta de la misma clase pero algo mas fuerte la l. y la e.

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lado por negarse a creer que se pudiese llevar hasta el último extre-mo el castigo. Dudo si la acepción «último extremo» se refería aque el príncipe pudiese seguir encerrado el resto de sus días o si elrepresentante de la república de Venecia llevaba sus titubeos másallá del aislamiento perpetuo y temía por la supervivencia del prisio-nero como parece más lógico interpretar. Felipe II volvía a mostrar-se inclemente y su obstinación persuadió a su hijo de que el caminode la conmiseración llevaba al fracaso y que toda clase de solicitu-des de piedad no iban a reportar frutos que le salvasen del verdugo.

Este convencimiento, apoyado en las frases «que ia lo había entre-gado en manos de las justizia» y había sido «hallado merescedor de lapena que le habían impuesto» como puntal irrebatible, motivaronque, enfrentado a los jueces, les acusase de vileza y del veredicto des-pachado en su contra, aun cuando en su fuero interno no desconocie-se que el perdón o la muerte dependía de la voluntad real y que losargumentos paternos eran una exculpación convencional.

Vargas, al retirarse, avisa a Joan Avilés de que ha sido aceptada lapetición para que la degollación no se demore y le anuncia, siguien-do el juego de sombras y cautelas nocturnas, que Carlos de Austriaserá ejecutado, en una sala contigua, a las dos de la madrugada del23 de febrero de 1568. El fatalismo más profundo debía imperar yaen el aliento del príncipe, ostentando al mismo tiempo cierta firme-za, cuando, al enterarse de la resolución, abraza una actitud distantede la desesperación. Su lacónica declaración de que «si hubiera lle-gado a mandar hubiera compuesto esto i otras muchas cossas de lajustizia que andavan desarregladas», subrayando el plazo que podíamediar entre la sentencia y su ejecución, no tiene mayor valor quesu propia implicación en dicha coyuntura, pero sí parece más extra-ño que critique de manera global el funcionamiento de la justiciacomo explícito reproche a la actuación gobernante para abrir unenigma, jamás ponderado por la historia, de que en su contradicto-rio talante hubiese anhelos por llegar a usurpar la Corona. Sus pala-bras se parecen a las que años después escribirá Diego de Chaves aFelipe II criticándole con dureza sus carencias en la obligación deadministrar justicia correctamente y amenazándole con la negaciónde los sacramentos.

Su entrega toda la tarde y parte de la noche a lecturas piadosas,las oraciones y su penitencia (reconciliar tiene aquí la connotaciónde recibir una nueva y sencilla confesión tras haber realizado pocoantes otra más formal) evidencian un cuadro de contrición muy ale-jado del tinglado montado por los cauces públicos para exaltar su

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catolicismo y hasta tiene cierto respaldo, dado que obraban en supoder, durante su retención, algunos volúmenes de rango religiosocomo el Salterium Secundum Sacrosanctae Romanae, encuadernadoen tablas cubiertas de cuero bayo con manecillas de latón; elManuale Romanum, más pequeño, empastado en papelón y cubier-to de cuero negro con dos escudos de armas reales con sus cintasnegras y registro de seda morada; un manual Secundum RitumSacrae Romanae, y unos quiries en papel. Si hubiese tenido veleida-des heréticas, como se ha presumido, no debieron tener establesfundamentos, salvo en el susceptible ánimo de su padre, y cabeentender que en sus postreros momentos eligiese una disposiciónacorde con su educación y el imperativo de salvar su alma.

Havian puesto de antemano un althar (sic) con un crucifixo con variasluzes i trageron todos los ornamentos de la Real capilla de Su Magestadcon los quales me revesti dije la missa i di la comunion al Prinzipe que larezibio con mucha edificazion era la una i media cuan concluimos i al pocotiempo entraron Vargas Escovedo y Antonio Perez a ver si estaba ia prontoel Prinzipe este al verlos me pidio el cruzifixo que io tenia en la mano dise-le i el se tapo la boca con la cruz sin duda para no hablar algo en contrasuia porque se conozia claramente que les guardaba rancor i mala voluntadio entonzes comenze a esortarle poniendole delante lo que passo todo unDios en el Monte Calvario por los pecados de los hombres i no obstanteesso murio rogando por los que le matavan i dijele que con mas razon elmisero gusano que era ia solo y pronto a bajar a la sepultura i apareszerdelante de Dios devia perdonar a todos los que juzgado i condenado lehavian el entendio porque lo dezia i me dijo que a todos los perdonabalevantamonos en esto i sosteniendole io en mis brazos fuimos passo a passoa la sala donde habian de justiziarle en la qual sala ia estava esperando elverdugo de marras que le habia dado el tormento. Habia en la sala unasilla de brazos i en torno della muchas serraduras de madera para empaparsin duda la sangre A su vista ni aun se estremezio el Prinzipe como io pen-sava antes se fue mui sereno a asentarse en la silla entonzes se le llego elverdugo i le pidio perdon el cual le fue otorgado de mui buena gana i ledio el prinzipe la mano para que la besasse hecho lo cual con unas cintasanchas de colonia le ato los brazos i los pies a los atravessaños de la silla icon un paño de tafetan negro le bendo los ojos Entonzes pronto ia el Prin-zipe para morir me dijo que rogasse a Dios por su alma i io confortadole ledije que se dispussiesse a lo qual me respodio que ia lo estava oiendolo sepusso el verdugo con el cuchillo de tras del i empeze a dezirle el credo res-pondiendome el con voz entera hasta el unico hijo a cuia palabra le echo elverdugo el cuchillo a la garganta i al punto empezaron a correr sangrientosrios que se empaparon i detuvieron en las asserraduras de madera que ten-didas estavan junto a la silla poco se movio el Prinzipe porque el cuchillo

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estava mui bien afilado quitole el verdugo el pañizuelo de la cara i ia estavacon los ojos zerrados de color livido i el semblante natural dessatole i entretodos le pussimos hechado en una baieta negra con la qual quedo tapadoen un rincon de la sala Entonzes se echo de repente Antonio Perez sovre elverdugo i preguntole que se habian hecho dos cintillos de diamantes que elPrinzipe tenia en los dedos de la mano siniestra de cuia pregunta quedoasombrado el hombre sin saver que contestar. Entonzes dijo Perez que sinduda se los habia quitado para quedarse con ellos de lo qual dijo el verdu-go que tal no habia hecho i que le registrasen puesto que no habia salidode la habitazion que si el los hubiera robado el los tuviera consigo Regis-traronle pues i en una de las faltriqueras de la ropilla le hallo Perez los zin-tillos de lo qual quedo asombrado el hombre i dijo que el no comprendiaaquello i que le parezia cosa de bruxe ....... dijo que mereszia castigo poreste robo i que se fuera a dar quenta al Rei Fue Escovedo con la razon ivolvio con dos soldados arcabuzeros i la orden que se confessase el verdu-go porque habia de morir luego por haber cometido el grave delicto derobar al Real cadaver del Prinzipe el hombre juro i perjuro que el no habiarobado pero como la orden venia terminante hubo de conffesarse conmigoi me dijo que moria inozente porque el no habia cometido el hecho de quele acusaban cossa que me admiro mui mucho porque tambien me admiravamucho aquel repentino suzeso de todos modos acabo su confession i con-cluida que fue le sacaron los soldados i Antonio Perez al campo i unmomento despues emedio (sic) del silenzio de la noche oimos dos tiros dearcabuz a los quales acabo sin duda la vida de aquel deventurado que aunen el dia de hoi no sabre dezir si me lo preguntan si era inozente o culpado.

El cronista se dispone a celebrar misa y hace resaltar que habíancolocado de antemano un altar con crucifijo y luces (hachones ocirios) y que, además, se habían tomado la molestia de traer los orna-mentos de la capilla de su majestad. Tal empeño resulta relevante sise repara en que algunas informaciones hablan de que, al comienzodel encierro, se había derribado un trozo de muro e instalado unacelosía de madera para que pudiese asistir a la misa que se impartíaen una cámara contigua. Sin querer ser suspicaz, me cuesta silenciarla voz de la razón que me acarrea una serie de recelosas incógnitas.¿La instalación de la capilla no es una pura invención para conven-cer a los más incrédulos de que el príncipe se comportaba diaria-mente como un buen creyente? ¿No será que la verdad reside en quese negaba a cualquier demostración de cariz devoto? ¿No cabe infe-rir, como una posibilidad más, que el monarca no estaba dispuesto aque su hijo, por los motivos que fuesen, pudiese disponer en su con-finamiento de los oficios divinos usuales? El autor, fuese cual fuesesu identidad, al señalar los preparativos puntualiza que se habían

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materializado de «antemano», ambigua especificación que parecedenotar premura en contradicción con el montaje de una capilla que,de haberse acondicionado, llevaba ya instalada bastantes días. Amayor abundamiento, ni tan siquiera menciona la cámara aneja y dela sencillez de sus palabras cabe deducir que el culto fue impartidoen la prisión con independencia de la prestancia, más o menossolemne, que se quisiese prestar al acto.

Los jueces entran en la torre para que se ejecute la sentencia y, enpocas líneas, el folleto da cuenta de los últimos pasos de Carlos deAustria con una fluidez tan espontánea que tiene la propiedadintrínseca de ahuyentar cualquier atisbo de ficción. El autor siguesiendo desaliñado en su estilo literario —lacra común en los historia-dores avezados de la época—, propenso a expresar condolidas locu-ciones como le ocurre al emprender su obra, pero capaz de polarizarel ambiente, en este momento crítico, con pinceladas alejadas de latenebrosidad. La cruz delante de los labios para enmudecer el ren-cor, la exhortación con alusión al dolor, la misericordia y la muertede Cristo, el abatimiento disculpando a sus enjuiciadores y el lentocaminar hacia la sala dispuesta para la ejecución son escuetos porme-nores que no encajan con una mente apegada a la novelería. Los ele-mentos básicos de la descripción se consolidan con profusión dedetalles, complejos de imaginar o inventar, como la silla de brazos, elserrín esparcido para evitar la acumulación de sangre en el suelo, lascintas anchas de colonia para sujetar al condenado en los travesañosde la silla, el paño de tafetán negro —pañizuelo— para taparle losojos y la bayeta negra (tela de lana que se depositaba encima de lostúmulos) destinada para ocultar el cuerpo en un rincón de la sala.Estos ingredientes, en apariencia fútiles, dotan a la relación de unverismo acentuado y en estas lides, de jugar o no con la ficción, si mecreo capaz de emitir un tajante rechazo de que la imaginación inter-viniese en este drama. El improvisado historiador no inventa, confie-sa una cruda realidad y consuma los trazos cruciales con la humildesolicitud de perdón por el verdugo, que el príncipe le otorga facul-tándole para que pueda besar su mano, apunte que reviste consisten-cia al ser un acto frecuente en los ajusticiamientos de la época. Queel sayón se colocase a sus espaldas no tiene la connotación de unapostura más cómoda para concluir con su misión, sino que era unprincipio regulado por la ley y la costumbre cuando se aplicaba lapena capital a cualquier caballero de alto linaje. También era tradi-cional que, en crisis extremas, se rezase el credo al unísono entre unmoribundo y el eclesiástico que estaba presente para confortarle y

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tales ingredientes, aderezados con algún rasgo desmedido a los queel cronista demuestra un apego natural, sirven para reforzar la certe-za de una degollación a todas luces auténtica.

La súbita reacción de Antonio Pérez, haciendo responsable alverdugo del escamoteo de dos cintillos de diamantes que el príncipellevaba en los dedos de la mano izquierda (un cintillo es una sortijade oro o plata y guarnecida de piedras preciosas), sí parece, por elcontrario, como algo más chocante. La impresión que se obtiene esque el secretario escenifica una maniobra preparada para culpar alsayón y conseguir con su asesinato que no queden testigos de turbiacatadura fuera de la residencia palaciega. Y si la deducción es con-vincente no deja por ello de provocar perplejidad. ¿Qué imperativoimpulsaba esta tramoya cuando el fiscal disponía de medios paramatar a un sujeto aquella noche en el más absoluto de los secretos?¿No bastaba el crimen por el crimen y se precisaba de un motivo,aunque fuese falso, para pretextar que se impartía justicia? ¿Quéclase de hipócrita moral convivía entre aquellos cortesanos paraencubrir sus notorios delitos con vanas y ridículas justificaciones?¿Cómo es concebible que hasta el rey fuese consultado si era unardid premeditado con alevosía y paliado con la inexcusable peni-tencia antes de ser aniquilado? Que el autor se muestre admirado eignore si el desventurado era o no culpable, sin reparar en que laacción estaba destinada a la aniquilación de observadores indiscre-tos, sólo sirve para acrecentar las desconcertantes dudas expuestas.Los verdugos (ejecutores de la justicia se les llamaba con un serioeufemismo) eran, en general, chusma maleante y, aunque puedaparecer inaudito, tampoco se puede desechar que no fuese capaz derobar las joyas con destreza. A los «executores» se les entregabanlas ropas y los objetos que portaban los condenados a muerte.

De cualquier forma, resulta incomprensible que el creador deuna invención añadiese una peripecia que no tiene significado en elcontexto del relato y durante algún tiempo estuve pensando cómo yen dónde podría hallar alguna pista vinculada con la filiación y nom-bramiento de los verdugos en Madrid, aunque no se me ocultabanlas dificultades del empeño, tal vez más enconadas que otras indaga-ciones que ya había realizado y seguía llevando a cabo esporádica-mente. Si el asesinato del verdugo era verídico, no me cabía duda deque su puesto tenía que ser, forzosamente, cubierto por otro «execu-tor», en un plazo más o menos inmediato para que sus desagradablestareas no sufriesen interrupciones, y un descubrimiento semejantesería la prueba irrebatible de que algo le había sucedido al anterior

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sayón. Con poca confianza abordé el asunto, logrando, en primerlugar, referencias de que el cargo era seleccionado por los regidoresde la villa. Las asignaciones de empleos se efectuaban con regulari-dad por el ayuntamiento en el mes de septiembre (presentación decandidatos y comprobación de requisitos), aunque no se adoptabanfechas fijas para la designación de médicos, padres de mozos, verdu-gos y otros puestos de índole similar. Los acuerdos eran ratificados ycada uno anotado en su libro correspondiente, aunque la mayoríahabían desaparecido. Con tan exiguo bagaje me dirigí al Archivo dela Villa, en donde todavía se conservaban las actas de las reunionescelebradas por el Concejo —igual que en La Coruña—, manuscritoscon las elecciones de oficios, datos en contaduría de los salarios delos empleados y algunos otros legajos.

En la primera visita pusieron a mi disposición el archivo de secre-taría, en cuyo tomo 85 se recogían algunas referencias relacionadascon los «executores de la justicia» con el incitador epígrafe «sobrenombramientos de pregonero y verdugo desde el año 1537 a 1821».Teniendo en cuenta el amplio espacio temporal que se cubría, meanimé extraordinariamente, pero mi expectación duró muy poco.Los documentos eran escasos e insustanciales a los fines pretendidos.Había un pliego de 1537 para que Juan de Quixoma (no resulta legi-ble el apellido) fuese nombrado pregonero y verdugo, «dándole loque era costumbre» y dos nominaciones: «Antonio Sastre, executorde la justicia, fue nombrado el 14 de diciembre de 1768», ejerciendoel cargo provisionalmente antes de la muerte de su padre. Solicitó el30 de octubre de 1803 que se le jubilase por avanzada edad y carecerde la capacidad física necesaria. El 10 de noviembre de 1803 se eligecomo verdugo —con notable rapidez, dado que no era un puestofácilmente reemplazable— a Juan Josef Díaz Asensio, con sueldo de500 ducados anuales. Y no había ni un dato más.

Pese a tales sinsabores, en otra tozuda revisión, inspeccioné el librode acuerdos que abarcaba desde el 22 de septiembre de 1567 hasta el25 de octubre de 1570, pero se me cayó el alma a los pies cuandomaniobrando mediante microfilm advertí que me resultaba ilegible,excepto algunas anotaciones marginales y breves textos. Mucho tiem-po después —en algún rincón de mi cerebro quedaban grabados loselementos que podían ser significativos para probar la veracidadnarrada por el manuscrito— supe que el Ayuntamiento madrileñohabía puesto en circulación cinco tomos recogiendo los libros deacuerdos, pero sufrí otra decepción por cuanto tan sólo acaparaban lasetapas comprendidas entre 1464 a 1515, prolongadas posteriormente

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por la profesora Carmen Losa Contreras hasta 1521 (tal vez todavíainéditos) al efectuar un ensayo documental sobre «El Concejo deMadrid en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna». Másfrustración con un periodo de relativa pasividad, nuevas rebuscas yotros hallazgos soliviantaron mi voluntad. Entre los proyectos delConsejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), financiadopor la Comunidad Autónoma de Madrid y dirigido por el historiadorAlfredo Alvar Ezquerra, encabezando un grupo de trabajo, se planea-ban transcribir 6.600 folios de las actas municipales y editar nadamenos que quince volúmenes. Ocupado en otros menesteres del opús-culo me di un respiro y volví a la carga, tal vez en el momento propi-cio, para entablar contacto con el cronista, siempre predispuesto paraayudar en cuanto fuese útil, fijarle con precisión mi consulta —averi-guar si durante el año 1568 se había nombrado por el ayuntamientoalgún verdugo— y tener la satisfacción de ser atendido con una efi-ciencia asombrosa en los términos que voy a reproducir literalmente:

«NOTA EXPLICATIVA:A continuación se transcriben los acuerdos del Ayuntamiento de

Madrid que tratan sobre el oficio de verdugo desde 1566 hasta1575, año en que deja de ser desempeñado por Domingo García ypasa a Andrés de Gracia. Se ha revisado igualmente los años quetranscurren entre 1576 y 1590 y no se ha encontrado ninguna refe-rencia al oficio de verdugo.

27 de marzo de 1568.En este ayuntamiento se recibió por verdugo de esta Villa a

Domingo García con el salario que se suele dar a los verdugos deesta Villa y se manda que dé fianzas del dicho oficio y dé pregoneroa que asimismo se recibe.

31 de diciembre de 1568.En este ayuntamiento se recibió por pregonero y verdugo de esta

Villa a Domingo García, con el salario ordinario de verdugo, queson 1.500 maravedís por año. Y se revoca el poder que a otro sehubiere dado, y que corra el salario desde mañana en adelante.

16 de septiembre de 1569.En este ayuntamiento se acordó que se libre a Domingo García,

verdugo, el tercio que se le debe de su salario.10 de noviembre de 1572.Acordóse que se den a Domingo García, verdugo de esta Villa,

que está preso en la cárcel real de esta Corte, 2.000 maravedís paraayuda a pagar por lo que está preso, esto dado fianzas primero para

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que en el dicho su oficio servirá a esta Villa hasta que por salarioque se le da, pague los dicho 2.000 maravedís, y lo pague al mayor-domo de propios por libranza del señor Corregidor y regidores.

28 de enero de 1575.Acordóse que a Andrés de Gracia, verdugo, se le libre su salario

del (roto) Luis Calderón».

¿Hacen falta explicaciones? Podrán esgrimirse decenas de aven-turadas conclusiones, pero la realidad, la auténtica verdad, es queDomingo García, el nuevo verdugo, nombramiento realizado con laimprescindible rapidez en un plazo ligeramente superior al mes,vino a sustituir al sayón que, sin duda de ningún género, habíamuerto por los disparos de sendos arcabuces tras haber ejercido porúltima vez su oficio en el torreón del alcázar.

Ia no teniamos nada que hazer en Palazio fuimonos todos i io desdeaquel dia me pusse a escrevir esta historia o relazion de la vida i muerte delPrincipe con el proposito de dalla a la luz publica luego que fue acabadamude de parezer por lo que supe i abajo pongo i fue lo siguiente fue el ca-sso que supe que el Rei habia pedido a los juezes la causa i todos los papelesque referian alguna cossa de la causa i habialos quemado con lo qual conozique el Rei queria que todo esto fuera casso oculto i por eso me retuve depublicar i dar a la estampa todo lo que dicho es i afirmeme mas en mi ideacon lo que abajo pongo i suzedio muchos años despues de muerto el Prínci-pe, pero sin embargo guarde este escrito en mi escritorio por no desazerleaunque con el firme proposito de entregarssele al Rei si por azar sabia quelo habia io escrito para que dispussiera del a su voluntad porque nunca tuveintenzion de hazer publicos los secretos que los Reies quieren guardar puesfuera grande temeridad contrariar los deseos de los Reies que al cabo i al finson imagines de Dios sobre la tierra i como a tales debemos venerarlos iacatarlos en sus personas y en sus resoluziones.

Con la muerte del verdugo debía concluir el relato sin que fuesenecesario añadir una palabra más, pero el cronista vuelve a tomar lapluma, sin que explique cuándo lo hace, para sumir a cualquierinvestigador en una selva de nuevas e inauditas turbaciones. Estereducido párrafo es una sarta de confusas perlas que encierran otrofuerte valor probatorio de que el opúsculo no es fruto de la imagi-nación, aunque temo que no sea factible anudar los lazos de lacoherencia por gran clarividencia que se le ponga al asunto; pero sila ilación no es aplicable, sí se puede, cuanto menos, deambular porlos caminos de la deducción sobre las incógnitas que surgen alsocaire de la incongruente prolongación del texto.

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El desesperante escritor testimonia —primera perla— que «des-de aquel día me pusse a escrivir esta historia» —23 de febrero de1568—, aseveración que no tiene consistencia siguiendo el discurrirlineal de los episodios que cuenta, dado que desde su inicio ya seña-la incidencias sobrevenidas muchos años más tarde como evidenciade su enredo, no define, por supuesto, la duración de la tarea, y lasegunda perla que suelta, tan campante, es que tenía el propósito deque fuese impresa para «dalla a la luz pública», cuando hay razones,más que sobradas, para que la intención no se le hubiese podidopasar por la cabeza considerando que su crónica reunía suficientesfactores comprometedores para que la censura hubiese prohibidocualquier licencia, negando el privilegio de impresión, si bien sobreeste particular conviene precisar que la rigidez castellana —autori-zación preceptiva de la Cámara de Castilla— no era secundada enAragón, donde cualquier publicación estaba supeditada al refrendodel obispo con mayor permisividad. La prueba más contundente deeste aserto se trasluce en las Cortes celebradas en Tarazona en 1592cuando se prohibió terminantemente, «por el abuso que hasta aquíha havido de imprimir cada uno por su voluntad», que quienes lohicieren sin permiso del monarca o de sus representantes perdieran«la impresión, los libros, moldes y papeles».

El marcado cariz secreto del juicio era ya un signo de que el reyno deseaba que se supiesen los acontecimientos de febrero, pero,por si esto fuera inexpresivo para la obtusa conciencia del cronista,cabe recordar sus observaciones cuando se dictó la demanda.Reproduzco el pasaje para no retroceder en su búsqueda: «En tantoel dicto la demanda de acusación con la qual havía de abrirse el pro-zesso y seguidamente la firmamos todos rogandonos el Rei por unsolo Dios uno y trino guardasemos el más puro secreto para queel ....... no se trasluziera cossa alguna de lo que se iba a hazer porquedespués de juzgado si aparezia delinquente y merescedor de lamuerte el procuraría hechar voz de que havía muerto de enferme-dad u otra cossa semejante qualquiera porque no quería dar alpublico ni el delito de su hijo tan poco visto en nuestros días nihazer manifiesto su modo de obrar que por mas justo que fuerasiempre sería en el sentir de algunos cruel y sanguinolento». ¿Hacefalta ser más expansivo para que no se le pasase por la imaginación,ni siquiera por un instante, el desatino de imprimir el folleto inclu-yendo las advertencias de Felipe II? ¿Y si las palabras no bastaban,interpretación absurda, no recuerda los desvelos regios para que nopudiese salir de palacio ni la menor referencia del sumario cuando

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obliga a los togados a juntarse en las dependencias del alcázar con elobjetivo de que se prepare el dictamen del fiscal? El párrafo diceasí: «pero la siguiente que era la quinta no huvo Tribunal aunque sereunieron los juezes para formar el dictamen del fiscal y fueron aformarle allí mismo porque el Rei no queria que ni aun los mismosa quien havía encargado la formazión del prozesso sacassen fueradel palacio ningún papel que tuviera relazión con aquel assumpto».

El enunciado que vierte a continuación de sus increíbles proyec-tos —«luego que fue acabada mude de parezer»— constata que elaniquilamiento del verdugo era el final de la crónica, rematada enun periodo que es complicado enmarcar en el terreno cronológico,pero nada satisfecho con su exacerbada tendencia al olvido de even-tos destacados, apoya su cambio de opinión —tercera perla— en eldescubrimiento de que se había pedido la causa para que fuese arra-sada por el fuego. La decisión llegó a su conocimiento indirecta-mente si me atengo a la insinuante orientación de que «supo» elrequerimiento cuando, en buena lógica, por su implicación y ladoble representación que ostentaba, al actuar como testigo y apode-rado —cuarta perla en la tramoya escribanil montada—, tambiéndebió ser intimidado para que entregase, si estaban en sus manos,los antecedentes sumariales. Esta impresión me ha permitido espe-cular aún más, si es viable, sobre el fondo de la cuestión promovidapor la reanudación del manuscrito y sus delirantes términos paraverme en la obligación de abrir una serie de cavilaciones. ¿Cuántotardó Felipe II en reclamar a sus subordinados la entrega del suma-rio? ¿Se limitó la exigencia a los tres jueces, dejando al margen delultimátum a los testigos y su persona de confianza? ¿Cuánto tiempoempleó el autor en alcanzar el punto narrativo en que se mencionanlos disparos de los arcabuces aniquilando al verdugo? ¿Cómo sepuede concebir que no haga comentario alguno del impacto quehubo de tener el deceso oficial del príncipe —quinta perla silencia-da de manera sorprendente— cuando el fallecimiento se difundió el24 de julio de 1568 y fue seguido por ceremonias públicas y exe-quias que duraron hasta mediados de agosto? ¿No tuvo idea de quela defunción fue atribuida a una enfermedad originada por un con-junto de extravagantes atropellos provocados por el propio donCarlos?

Sólo cabe una respuesta a estos interrogantes: el rey exigió,como era previsible para su tranquilidad, que el sumario le fueraentregado tan pronto como el reo fue «ajusticiado» o incluso antes,ya que no caben argumentos de peso para demorar la medida pre-

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cautoria, y el inesperado historiador no fue avisado por la seguridadque se tenía depositada en él o por haberse retirado con apresura-miento a su mundo pastoral, no acercarse a la villa y corte durantelargo plazo por móviles desconocidos, ignorar el mandato y elabo-rar su enrevesada monografía en una etapa temporal indefinida.Hay que concretar, además, que la requisa del sumario únicamentepodía estar en el ánimo de restringido número de sujetos y que elcronista pudo estar sin relacionarse con los hombres capaces deponerle al corriente de las instrucciones reales o darse el caso deque ninguno de ellos pudiese imaginar, ni por lo más remoto, quetuviese veleidades de historiador aficionado.

El escritor, por otra parte, demuestra que no tuvo prisas encomenzar su relato. Para ello sólo es necesario percatarse, como hereflejado, que ya en sus primeras páginas, cuando aborda diversasefemérides, cita a Juan de Austria y hace constar que «este manzebofue el famoso D. Joan que ganó la batalla de Lepanto que sujeto alos moriscos rebeldes de la Alpujarra i que hizo tantas i tan famosasazañas que por ai se dizen y cuentan». El combate marítimo contralos turcos tuvo lugar el 7 de octubre de 1571 —casi cuatro años mástarde de la tragedia— y las gestas consumadas, a despecho de serindeterminadas, pueden estar refiriéndose a la toma de Túnez(1574) o proezas acaecidas mientras fue gobernador de los PaísesBajos entre 1576 y 1578. A mayor abundamiento manifiesta queFelipe II, en memoria de la batalla de San Quintín, «fundo el gran-de i manifico convento de S Lorenzo del Escurial» y esta asevera-ción, pese a que el vocablo fundar no implique connotaciones deque la edificación estuviese terminada, puede emplazar el principiode la narración, nada más y nada menos, que hacia 1584, si se repa-ra que ya adjudica al monasterio magnificencia propia de una obracolosal. Estos deslices delatan la falsedad esgrimida por el autorcuando al salir de palacio, tras la ejecución, concreta que «i io desdeaquel día me pusse a escrevir esta historia o relación de la vida imuerte del Principe».

Al cabo de tanta dedicación investigadora, con sus frustracionesy hasta notables descubrimientos, se quiera o no, es inevitable pala-dear el regusto amargo de la impotencia en la clarificación de algu-nos extremos, aunque en el fondo, muy en el fondo, quede el saboragridulce de hallarse a un paso de la verdad y tener el convenci-miento de que el opúsculo no es fruto de la inventiva de un literatoque, por si fuera poco, ya no desea el relumbrón de la notoriedad.Semejante convicción, de todos modos, no me genera satisfacción y

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durante ciertos periodos he discurrido sobre cuál es la teoría queguarda mayor cohesión en el plano de la autoría del manuscrito.

El primer postulado, que no es desdeñable por su simplicidad,puede basarse en que realmente existiese Joan Avilés, ignorado porla historia pese a que inspirase en Felipe II una gran confianza.Este fraile pudo estar vinculado con los jerónimos, cuyos miembrosconvivieron ocasionalmente con el monarca desde el comienzo dela construcción del monasterio del Escorial y de forma muy con-creta durante su estancia devota en la capilla o iglesia pequeñaescurialense que cita fray José de Sigüenza y que fue bendecida porel obispo de Cuenca el 6 de enero de 1568. Tampoco se puede eli-minar que pudiese estar adscrito al convento que poseían enMadrid o que incluso hubiese acompañado al soberano en suregreso a la Corte partiendo del supuesto, nada improbable, deque Felipe II ya hubiese concebido el propósito de encarcelar yenjuiciar a su vástago. A este respecto hay que tener presente quedon Carlos pretendió dar el paso previo para ganar el jubileodecretado por el pontífice precisamente con un religioso quededuzco que estaba vinculado con esta orden y que el ujier decámara, responsable del anecdotario del escándalo ocurrido en elmonasterio, dice: «Y acabóse esto a las dos de la noche, y salierontodos los frailes muy tristes y más su confesor». La deducción lógi-ca es que el monje más apesadumbrado no era Diego de Chaves,que no debía estar en aquel convento desvinculado de la acciónpastoral de los dominicos, ni era normal que hiciese acto de pre-sencia si para utilizar el secreto de la penitencia a don Carlos lebastaba con llamarle para que le diese la asistencia espiritual consi-guiente. Además es conveniente saber que la designación del cargoera más formal que práctica y que el príncipe podía, a su antojo,observar los sacramentos sin que fuese indispensable su mediación.Que en invierno y con condiciones climáticas adversas abandonasesus aposentos, con el fin obligatorio de descargar su conciencia,hace patente que alguna predilección tenía hacia los jerónimos,aunque su preferencia no supone que el confesor de aquella noche—hubo diferentes intentos— fuese quien le atendió en sus postre-ras horas. Y, asimismo, es inteligible que su salida tuviese comometa rehusar la implicación de fray Diego ante la categoría de losamenazadores pensamientos que anidaban en su alma, odio y unimpulsivo deseo de aniquilar a su padre, ideas tan alarmantes queno deseaba exteriorizar, ni siquiera al amparo del sigilo de la peni-tencia, a un hombre claramente adicto al rey.

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La segunda hipótesis, aquella que en un principio tenía superio-res visos de certeza, encara a Diego de Chaves, encubierto con elnombre de Joan Avilés. El dominico inspiraba confianza a Felipe II,le constaba la peculiar naturaleza de su hijo, deambulaba con facili-dad por el entramado cortesano para averiguar incidencias que seplantean en el opúsculo, y en todas las crónicas se le identifica comoel confesor que estuvo al lado del príncipe, atendiéndole espiritual-mente en su agonía, aunque no se puede olvidar que la atribuciónde tan piadosa misión tiene como única vía los resortes divulga-tivos de los que hacia gala Ruy Gómez. Hay, por otro lado, confir-mación de que fray Diego asistió a las exequias, por cuanto así loatestigua Juan López de Hoyos cuando difunde las honras fúnebresen un folleto editado en caja de Pierres Cosin, aunque esta presencia,de cuya veracidad no se puede titubear, no implique signo relevantealguno, salvo el hecho de que conocía de primera mano la paraferna-lia montada por la muerte oficial del heredero de la Corona.

Diego de Chaves, sin que se sepan las motivaciones, tomó la reso-lución de alejarse de la Corte sin que tenga datos de su partida (hayalguna alusión de que asistió espiritualmente a Isabel de Valois en suagonía durante los primeros días de octubre de 1568), encaminarsehacia el convento de Mombeltrán, en un extraño retiro espiritual,pasar luego a ejercer, por elección, el puesto de rector del colegio deSanto Tomás de Ávila, residir en Roma enfrascado con graves com-plejidades enlazadas con la causa abierta a Bartolomé de Carranzapor el Santo Oficio y retornar dos lustros más tarde de los trágicosproblemas que habían costado la vida a don Carlos para convertirseen confesor del rey a partir de septiembre de 1578. Su privilegiadaposición se veía reforzada para seguir teniendo oportunidades desaber cuanto ocurría en palacio, pero, a despecho de estos compo-nentes favorables para entender que su pluma estaba en la mejor dis-posición para contar tanto los episodios ya narrados como los nue-vos, que inserta tras la inexplicable y atemorizada digresión —sumuerte se produjo en mayo de 1592—, siempre he prestado resisten-cia a considerarle el autor por no encontrar razones convincentes.

La preocupación demostrada por Felipe II para que la docu-mentación cruzada entre ambos fuese destruida, en unión de pape-les de difuntos, hace entrever, sin embargo, que el monarca teníaaprensión hacia el manejo que el fraile pudo perpetrar con impor-tantes secretos de Estado y de cariz privado en los que había inter-venido en inquietantes periodos. Hay que contemplar también quedurante la lucha entre el soberano y Antonio Pérez por la posesión

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de ciertos legajos que podían resultar comprometedores, tuvo frayDiego una resolutiva participación, llevando a cabo numerosasmediaciones para adueñarse de instrumentos escritos. Y no se pue-de descartar, aunque esta suposición tan sólo afecte tangencialmen-te al monje, que después de su defunción algún compañero se adue-ñase de sus pertenencias en el convento de Santo Domingo, dondese alojaba en una celda, que entre sus bártulos hallase pliegos escon-didos y que, basándose en estos antecedentes, escribiese el manus-crito evitando comprometer el nombre del teólogo.

La tercera posibilidad, que para mí tiene todavía pujanza, compli-ca a uno de los dos testigos, siempre que su curiosidad por la suertedel condenado hubiese sido respaldada por revelaciones que suplie-sen su ausencia en los últimos momentos —las horas en capilla y laejecución—, de cuyos aspectos pudieron estar al corriente, con todaclase de pormenores, si el confesor, fuese quien fuese, les hubierainformado de su desarrollo. El alto grado de corporativismo hace queeste supuesto pudiese ocurrir y no se puede desestimar que cualquie-ra de los testificantes tuviese la tentación de tomar la pluma, arrogar-se falsas condiciones para conseguir mayor verismo y, en definitiva,adornando su monografía con noticias históricas, ofrecer la realidadacontecida en el alcázar. Que no se puedan extraer datos de los reli-giosos que en 1568 vivían en el convento de Atocha y desempeñabansus movimientos pastorales en la Corte y sus aledaños, no significaque no existieran con los nombres expresados y que alguno de ellostuviera la veleidad de plasmar los acontecimientos en los que, en par-te destacada, habían tenido complicidad como expertos asesores enmateria de fe y como testigos. Algo más difícil es, en este terreno,alentar la tesis de que cualquiera de los monjes localizados tras fatigo-sas gestiones, Juan Pérez y Pedro Arias, por su coincidencia homóni-ma casi plena y su condición de teólogos, pudiera ser el artífice delopúsculo. No hay comprobación de que alguno se hallase en Madrida principios de 1568, en la práctica es inasequible que tuviesen a sualcance el memorial neerlandés reproducido o la misiva de Escobedotodavía no mencionada —hechos ocurridos con un extraordinariosalto temporal en 1566 y 1577-1578, respectivamente—, salvo queazarosos documentos hubiesen caído en su poder, y sólo la conver-gencia de sus nombres, sus cualificados niveles de teólogos, su condi-ción aragonesa y el factor de que sobrevivieran a los eventos referi-dos, abre un margen teorizante sobre pilares debilitados.

El desliz que se comete al divulgar, en la cuarta sesión, «que elverdugo y el criado se quedaron a fuera con el P. frai Joan Avilés»

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—lance axiomático, si no es un error de los copistas, de que el autorpodía ser cualquiera de los testigos— es una noción que no se pue-de rechazar y crea la sospecha de que al menos Juan Pérez hubiesepodido ser, no obstante los inconvenientes explicados, el verdaderoartífice del relato, estimando la posibilidad de que la anotación quefigura en el libro de gasto, expresiva de que había partido haciaOrihuela en el mes de octubre, bien pudiera estar sujeta a una ine-xactitud o desfase temporal. La sincronía de que su desplazamientose llevase a cabo en 1568 —¿cuándo exactamente?— acentúa ciertasusceptibilidad y no se puede descartar taxativamente que fueseuno de los expertos consultados y que, tras haber sido testigo en eljuicio, partiese para tierras alicantinas, se llevase las notas útiles y lasamistosas confidencias de Diego de Chaves en su bagaje privado ytuviese, posteriormente, en fecha indefinida, el atrevimiento deponer por escrito las vicisitudes contempladas, con todo lujo dedetalles sobre las diligencias procesales —parte vital de la rela-ción— y en el plano de la simulación con respecto a las últimashoras del príncipe que le pudieron ser, casi con seguridad, contadaspor el confesor en ese ámbito reservado creado por la pertenencia ala misma orden y la conjunta función desplegada. El ejemplar que-daría guardado en su escritorio del convento de San Pablo y en1585 se desencadenaría la inquietud del narrador, obligándole aprotegerse tras el amparo de unas líneas justificativas. La elocuenteloa, demasiado espontánea para no percatarse de que un temorrepentino le había catapultado a una redacción incongruente yextemporánea, se completa, dentro de un análisis riguroso, «con elfirme propósito de entregárssele al rey si por azar sabía que lo habíaio escrito» y este apunte tiene connotaciones especiales. La palabraazar —sexta perla sin engarzar— no tiene aquí el significado atri-buible a la pura casualidad, dado que el alejamiento físico, el pasode los años y hasta la presumible desmemoria de su persona hacenabsurdo que esta contingencia fuese fruto del albur. El cronista seamilana, avizora la eventualidad de que su trabajo pueda ser descu-bierto y este resquemor pudo ocurrir, con fundamento, en los pri-meros meses invernales de 1585, cuando Felipe II se moviliza desdeCastilla hasta Aragón para que su hija Catalina Micaela contraigamatrimonio con el duque de Saboya, ceremonia celebrada el 11 demarzo, cuando los cielos barruntaban aguaceros que se transforma-rían en lluvias torrenciales y una desmesurada crecida del río Ebro.

El rey y su séquito estuvieron suficiente tiempo en Zaragoza eincluso asistieron a misa en el convento de San Pablo el domingo 17

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de marzo *, cuando Juan Pérez ya era prior de dicho cenobio, esnormal que se vieran y que el encuentro, ya previsto de antemano,aderezado con la posible aparición de Diego de Chaves, crease ensu ánimo una súbita alarma por los pliegos en su poder. Esta opi-nión tiene los soportes del uso generalizado de Joan en vez de Juan—también empleado con menos profusión en Castilla—, no origi-nar perplejidad que pudiesen ser publicados en Aragón, donde,como ya he aclarado, la censura era más permisiva; darse la circuns-tancia, ya especificada, de que Juan Pérez sobrevivió a los sucesosreflejados por cuanto murió en 1602, y producirse la convergenciade que los últimos renglones del manuscrito se circunscriben a peri-pecias acontecidas en suelo aragonés. La suposición esbozada deque fray Diego pudiese haber viajado con la comitiva he podidoconfirmarla como verídica en varias fuentes y con una serie departicularidades.

El confesor, nada más llegar a la capital aragonesa, mantuvo dosentrevistas con Diego Martínez, mayordomo de Antonio Pérez, enrelación con la búsqueda de los papeles que poseía el oprimidosecretario, a la sazón encerrado tras su segunda detención en la for-taleza de Turégano y, además, doña Juana de Coello escribió a frayDiego el 5 de agosto de 1585, ofreciéndole los pliegos con autoriza-ción de su marido. El fraile respondió el 5 de octubre aceptando laproposición e inmediatamente salió otra vez para Zaragoza el fielcriado con dos baúles, cubiertos de lienzo encerado, con sus sellosy dobles llaves, y que, según testimonio del encargado de la entre-ga, los puso en manos del confesor en el monasterio de La Trini-dad, donde se albergaba, diciéndole que eran los papeles que sepedían. Todos estos avatares ponen de relieve que Diego de Chavespermaneció muchos meses en Zaragoza, enzarzado en la tarea derescatar pruebas comprometedoras, y no resulta nada raro, en con-secuencia, sacar la conclusión de que Juan Pérez estuviese avisadodel alcance de tales gestiones y naturalmente asustado de lo que sele podía venir encima si se descubriese el manuscrito que había

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* Según reza la descripción del priorato de Juan Pérez, «el día 17 de Marzo de1585 que fue domingo 2.º de Cuaresma, asistió a la Misa mayor en este convento, contoda la Casa Real, y Grandes de Castilla; cantó la misa el P. Provincial Mtro fr. JuanMartínez». Igualmente se especifica que ayudaron en los oficios divinos dos capellanesy que el sermón fue impartido por el P. Mtro. Franciso Maldonado, el cual era de laprovincia de Andalucía, se refiere que se quitó la reja del altar mayor y se menciona conparquedad que Felipe II no dio limosnas al convento.

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tenido la osadía de escribir, máxime cuando el monarca estaba enla cercana localidad de Monzón celebrando Cortes con los procu-radores de Aragón, Valencia y Cataluña desde junio hasta el 2 dediciembre de 1585.

La cuarta tesis nace de la enredosa vida de Antonio Pérez. Elsecretario, fugado en 1590, siempre tuvo en su poder valiosos docu-mentos de Estado y fue, en calidad de fiscal, cooperador en el pro-ceso. Nadie mejor que él podía atesorar pruebas —hay que recor-dar que actuó además como escribano, teniendo a su cargo lacustodia testimonial del pleito— nadie como él, tan íntimamenteligado con Ruy Gómez, para conocer las andanzas del príncipe, alque pudo tratar; nadie mejor que él para fisgar en el correo —elmemorial reproducido y hasta la comprometedora carta de su com-pañero cántabro, cuyo asesinato obedeció a sus arteras maniobrascon el monarca—, y nadie como él tuvo tan fuerte ascendientesobre la orden Santo Domingo antes y después de su evasión. Alcruzar la frontera, a uña de caballo y con escasa ventaja sobre susperseguidores, Antonio Pérez pudo tranquilizarse en el conventodominicano de Calatayud —refugio en sagrado que ya había inten-tado en otra frustrada ocasión y que esta vez logró ante su inminen-te captura por parte de los oficiales reales—, y permanecer protegi-do hasta conseguir que el justicia mayor le confiriese lamanifestación para que pudiese llegar a Zaragoza y se acogiese a laprotección de los fueros.

En la cárcel tuvo estrecha amistad con monjes radicados en lacapital —Agustín Arbel, entre ellos, que fue el fraile que tuvo que iren 1584 a Luchente para recoger el nombramiento de Juan Pérez—,hay evidencias de que muchos religiosos, por su apego fuerista, qui-sieron ayudarle para que se escabullese, participaron en las altera-ciones que se produjeron y hasta se dio la circunstancia de que frayJuan Sagastizabal, prior dominico de Gotor desde 1583 hasta muyavanzada la década siguiente, conversó largamente con AntonioPérez con el objetivo de solicitar audiencia al rey para enseñarle elrepertorio documental que el prisionero podía esgrimir en su defen-sa ante los esfuerzos regios de instar demanda tras demanda paralograr su condena en Aragón. Este fraile pudo ver los instrumentosque tenía a su alcance y tal intimidad debió llevar implícito, a suvez, las inevitables expansiones fruto de la camaradería hasta que elfugitivo no tuvo más solución que enzarzarse en una huida que lepermitió cobijarse en Pau, al amparo de la hermana del soberanofrancés Enrique IV.

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Nada tendría, por tanto, de inusitado que cualquier dominicohubiese tenido a su alcance privilegiados testimonios y escuchadosabrosas anécdotas que sirvieran para escribir el opúsculo queahora reposa en los anaqueles de la academia de la historia, con laconcreción final de que Antonio Pérez todavía «hoi día vive, aun-que sin poder tornar a su patria porque en ella esta puesta a preziosu caveza i ia cuidara el de mirar por su propia conservacion»,aunque no se me oculta que esta argumentación se complica sipretendo sostener que el «susto» del autor se produjo en 1585,por cuanto es difícil que hubiesen llegado a sus manos los impor-tantes pliegos que acumulaba Antonio Pérez, pese a la seguridadde que los documentos más importantes salieron de Castilla entre1580 y 1583, cuando su ostracismo político y sus retenciones lepermitieron gozar de tiempo para moverse a sus anchas y poner asalvo los instrumentos escritos que posteriormente tuvo que usaren su defensa tras su fuga de la casa de Benito Cisneros el 19 deabril de 1590.

A todo esto el Duque de Alba passo con su egerzito a los PaisesBajos i tomo el mando o gobierno dellos i en virtud de las ordenes quellevaba establezio un tribunal para juzgar a los Reveldes de qual Tribu-nal era Pressidente el Letrado Vargas que arriba citamos el qual Tribu-nal castigo severamente a todos los hereges que caieran en sus manos ieste Tribunal juzgo i sentenzio a muerte a los Condes de Emon i deHornos como ia indicado quedo de resultas destos severos castigos Pus-sieron los Flamencos al Tribunal el nombre de Tribunal de la sangre estedeclaro traidores a todos los que hubieran desobedezido al Rei en lasultimas alteraziones i como eran muchos los que temian el castigo de susdelictos huieron de Bruxelas i ziudades circunvecinas mas de veinte milpersonas i las que no pudieron huir caieron en manos de los Tribunalespublicos i secretos que los castigaron con el maior rigor de resultas delos quales castigos los que huieron i que vian al hermano u al padremuerto en el suplizio que mereszian por sus culpas se acogieron a lospaises revelados contra la fee de Christo i donde habia muchos hereges icon ellos el Prinzipe de Orange i alli pussieron el grito en el zielo i elPrinzipe de Orange invoco el auxilio de los Duques Palatinos del Rin ide Uitemberga los quales le dieron armas soldados i dinero con lo qual icon el socorro de su hermano Luis de Nasau i assistido de muchos prin-zipes hereges i de todos los Refugiados que habian salido de Bruselasjunto un considerable numero de soldados i campo cerca de Gruningesa cuio punto mando el Duque de Alba un querpo a las ordenes delDuque Aremberga el que ataco a Orange pero fue derrotado su egerzitomuriendo ochocientos de los españoles i el mismo duque Arembergaque se havia metido en medio del combate buscando al de Orange fuemuerto a estocadas i golpes de lanza o pica pero el Duque de Alba par-

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tiendo en seguida contra el enemigo se vengo de este reves desaziendocompletamente las tropas de los enemigos

Y mientras en la Corte ocurren descollantes alternativas enmarca-das entre marzo y julio de 1568, el narrador se enfrasca únicamente enla descripción de algunos avatares bélicos acaecidos en los Países Bajosy en las represalias ejercidas por el tribunal de los tumultos. Cabrerade Córdoba, al contar el «dinamismo justiciero», admite que fueronejecutadas a fuego, horca y cuchillo, nada menos que mil setecientaspersonas y Bernardino de Mendoza, combatiente en las enconadascontiendas, cree que las masacres pudieron ser perjudiciales por laresonancia que tuvieron tanto dentro de las diecisiete provincias comoen naciones antagónicas. El fanatismo católico y el desquite delmonarca —Fernando Álvarez de Toledo no dejaba de ser un instru-mento mediador— tuvieron una repercusión desoladora en Francia,Inglaterra, en las posesiones italianas y en los principados del imperio.

Guillermo de Nassau consiguió efectivamente la colaboracióndel duque Augusto de Sajonia, el duque de Wittemberg, el duquede Hamburgo y el conde Palatino (entre varios más) y pudo congre-gar cerca de veinte mil partidarios. Además consiguió ayuda de loshugonotes franceses tras la firma del segundo pacto —la paz deLongjumeau— que puso fin momentáneo a la guerra religiosadesencadenada en el reino galo. Luis de Nassau, hermano del prín-cipe de Orange, al frente de las tropas reclutadas, quiso conquistarGruninges (Groninga) y se produjo una dura batalla contra el ejér-cito comandado por el conde (no duque) de Aremberg, a quien aca-baron derrotando y causándole la muerte. La represalia se produjoen el combate ocurrido en Geminghen el 21 de julio de 1568, encuyo sitio las fuerzas hispánicas inflingieron una severa derrota a susenemigos e instigaron una horrible carnicería.

La glosa de esta parte insustancial no da más de sí, el autor per-manece con la pluma ociosa en argumentos de mayor calado —qui-zá sus recuerdos habían enflaquecido con el paso del tiempo o que-ría seguir preservando la dignidad de su rey—, pero, de cualquiermanera, la memoria de Carlos de Austria yace en una bóveda sinque se sepa nada de cuanto pudo acontecer desde su degollación. Ysi el controvertido artífice peca por mantener silencio no puedoincurrir, por mi parte, en idéntica reserva cuando todavía existenelementos que es preciso revelar y enjuiciar. ¿Qué razones influíanen Felipe II para que soportase, en las postrimerías de febrero ocomienzos de marzo, alteraciones en su ánimo? ¿Qué motivos le

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obligaron a quedarse estable en su morada los primeros meses delencierro de su descendiente y no salir casi nunca cuando era tanpropenso a realizar excursiones en cuanto terminaba el inviernomadrileño? ¿Si ya se fijaron instrucciones verbales para la vigilancia,cómo se puede concebir que el 2 de marzo se preparase una estrictaordenanza para que se estrechase al máximo el aislamiento, obligan-do a los carceleros para que hablasen en voz alta y tuviesen la puer-ta siempre entreabierta? ¿Por qué extiende su obsesión al exterior,avisando que le pongan en antecedentes de cualquier murmuraciónque se produzca en casas particulares o en las callejas de Madrid?

La respuesta no puede tener otro sentido: padecía de un temorobsesivo consistente en que nadie pudiese infiltrarse en la torre parasufrir, como es lógico, el sorprendente choque de encontrar uncadáver, presuntamente embalsamado, en vez de un hombre priva-do de libertad, pero vivo. Las insólitas órdenes no pueden tenermás significado que patentizar la existencia de vida interior si, porcasualidad o en cumplimiento de sus obligaciones, cualquier serhumano se aproximaba al recinto. El silencio, un contumaz sigilomarcado por el imperativo del respeto a la presencia de un muerto,sólo podía desatar interpretaciones de tinte fúnebre parecidas a lasque puntualiza Marcoantonio Sauli cuando, el 26 de febrero de1568, advierte a su gobierno de modo contundente que «nadiehabla ya del príncipe, como si estuviera entre los difuntos, entre loscuales creo que se le puede contar ya», comentario que puede serobjeto de polémica hasta la extenuación en la ignorancia de los peri-pecias detalladas por la monografía, pero que en su expresión literalno admite debates cuando ya consta una prueba persuasiva de queel preso fue degollado tan sólo tres días antes. Cualquier historia-dor, por muy proclive que hubiese sido en defensa de las arbitrarie-dades del rey, hubiese calibrado de forma más reflexiva las palabrasdel representante genovés sobre la premisa de que hubiese tenidoentre sus manos el silenciado opúsculo.

La pesada losa del aislamiento se cierne en torno al prisionerosegún la escasa capacidad comunicativa de los embajadores. Nobilicomunica que «el príncipe de España... está tan olvidado por todosque parece ciertamente que no haya estado nunca en el mundo», elarzobispo Rossano dice que «aquí en la Corte poco más se habla delpríncipe» y Tisnacq le hace saber a Viglius que «de nuestro prínci-pe, no hay más que un gran silencio», parquedad quebrada por elgrotesco episodio de que había deseado envenenarse mediante laingestión de un diamante, cuya explicación se debe al desfasado

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compendio de Cavalli del 24 de julio de 1568 y las frases de Four-quevaulx, dirigidas a Carlos IX, calificando la incidencia como unaextravagancia más de su temperamento. El dignatario francés ase-gura, además, que la joya estuvo diecisiete días dentro del cuerpo,influido por el cotilleo que le enjaretaron de manera malévola antesu insistencia por averiguar cuanto ocurría dentro de la prisión.

Al plácido marzo le reemplaza un pletórico abril cuando llega laSemana Santa y comienzan a expandirse noticias realzando el exqui-sito comportamiento de don Carlos, plagado de pías devocionesque avalan una catolicidad fuera de toda sospecha. Me voy a ponerfastidioso para revisar las andanadas soltadas por los portavoces: elbarón de Dietrichstein notifica que había descargado su concienciaante dios en pascua y que había recibido, con extraordinario recogi-miento, el santísimo sacramento. Rossano especifica que la atriciónse produjo el miércoles santo y la comunión le fue impartida eldomingo siguiente, al cabo de una nueva reconciliación. Cavallideclara que, aparte de pedir perdón a su padre, había confesado ycomulgado. Fourquevaulx da cuenta de su edificante religiosidaden un prolijo comunicado. Tan fervorosa debió ser su predisposi-ción que hasta mereció los elogios de Diego de Chaves, pero la pro-liferación informativa, con el objetivo de poner a salvo cualquierasomo de indefinición sobre su ortodoxia católica, sirve para quecualquier espíritu cauteloso se percate de que el alud propagandísti-co obedece a la inquietud que Felipe II demostraba ante los rumo-res esparcidos en el sentido de que su hijo se fijaba en las creenciasheterodoxas. La carta dirigida al duque de Alba, insertada anterior-mente y datada antes de la Semana Santa —el 6 de abril de 1568—,invoca su obsesión cuando dice que «solo me resta añadir que si losherejes, para difundir sus errores y fortalecer su secta, quisieranatribuir la prisión del príncipe a cosa de fe, debéis poner muchoempeño en desengañar a todos de semejante opinión, que no solollevaría mengua al honor y respecto del príncipe, sino que iría con-tra la verdad y la justicia». Creo que no es necesario reincidir enesta asidua preocupación —hay abundantes testimonios de su hon-da desazón paterna— y debo por tanto centrarme en la evoluciónde los acontecimientos omitidos en el manuscrito siguiendo unminucioso orden cronológico.

Pasado el paroxismo piadoso, nada especial ocurre en mayo yjunio, el silencio vuelve a tornarse fúnebre, y solamente en julio,cuando el calor de la meseta hace estragos en el recinto, vuelven aengendrarse problemas con una repentina reacción del preso ten-

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dente a su propio exterminio. En esta crucial coyuntura se vuelve arecaer en ofuscadas observaciones de su catolicidad, destacando,entre una polifacética gama, la imitación de los postreros instantesde Carlos V, que es una superchería retórica alarmante cuando, entodo caso, el «agonizante» debía encontrarse forzosamente al límitede sus fuerzas o en plena inconsciencia tras haber permanecidoonce días sin comer, o el éxtasis de «que el moribundo mostraba taldesdén por las cosas de este mundo y tan gran deseo de los bienescelestes que no parecía sino que Dios le hubiese guardado para susúltimos momentos el cúmulo de sus gracias», maravillosos cuentosde Rossano que no tienen mayor interés que tranquilizar, aún más sicabe, la conciencia del papa.

Los despachos sobre su fallecimiento no son convincentes nipueden ser un reflejo fiel de la verdad, como afirma Gachard, sen-satez que comparto con el investigador belga. A la huelga de ham-bre, motivo del fatal desenlace, se contraponen los comentarios decomisionados como Cavalli, quien, en su repetida recapitulaciónde julio, concibe una versión contraria, transmitiendo que Carlos deAustria, siguiendo su querencia natural, había optado por comer enexceso, singular elucidación ratificada por Nobili cuando apuntaque «a mediados de julio se le sirvió a Don Carlos un pastel de cua-tro perdices que engulló por completo pese a haber ingerido pocoantes varios platos de comida». Los excesos alimenticios menciona-dos por los apoderados de Venecia y Florencia provocaron una vio-lenta indigestión, vómitos y flujos de vientre que no pudieron seraliviados por negarse a aceptar tratamiento médico. Contradiccio-nes tan notorias crean una enorme perplejidad si se considera quesólo se conocían las habladurías a las que se deseaba dar pábulo yúnicamente pueden fundamentarse en una extraordinaria desorga-nización entre los chismosos oficiosos y Gabriel de Zayas, que diocurso a los increíbles textos que relatan el deceso.

Poco más puedo añadir que sea importante, aunque ciertosmatices siempre se quedan en el tintero de las notas perdidas o laflaca memoria, excepto la pregunta que todo el mundo se hará antesde que concluyan la monografía y la glosa. ¿Por qué se ocultó cincomeses el cadáver en el alcázar? Fácil pregunta y difícil respuesta quetambién me he planteado en innumerables ocasiones, a pesar deque ha ido paulatinamente perdiendo valía a medida que iba involu-crándome en sucesos más trascendentes. Una réplica esclarecedorano está en mi mano y cualquier sugerencia tendente a justificar ladecisión puede ser objeto de discusión, pero a interpelaciones com-

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plicadas contestaciones sencillas: tras la ejecución, que dejaba sol-ventado el espinoso atolladero de que el rey hubiese podido sufriruna súbita muerte estando todavía el príncipe vivo, no era prudenteproclamar a los cuatro vientos una extinción precipitada que habríadesatado un torrente de críticas reputando al monarca como parri-cida. Las especulaciones sobre la detención, abrumadoras en elterreno de una supuesta heterodoxia de don Carlos, consternaron laentereza fanática de Felipe II, por la afrenta personal que significa-ban, dando lugar a un plan gradual tendente a resaltar la catolicidadde su hijo para contrarrestar, en la medida de lo posible, las sospe-chas suscitadas.

Cuando don Francés de Álava ni siquiera había abierto los infor-mes que le habían cursado, Catalina de Médicis ya estaba al corrien-te de que el príncipe no había querido confesar ni comulgar enNavidad y que proyectaba escaparse. La noción de que no se com-portaba como un buen católico y hasta maledicencias que le acusa-ban de complacencia con las tesis de la reforma ya se habían alber-gado en la mente de la madre de Isabel de Valois, que se complacíaen argüir que algunos sirvientes, un flamenco y dos alemanes, leproporcionaban libros que no podían hacerle bien. Las noticias deesta índole se propagaron por tierras galas como un reguero de pól-vora, propiciadas por los hugonotes, y tuvieron tal efectividad quehasta Pío V obtuvo pistas de que escondía libros heréticos en sucámara antes de que don Juan de Zúñiga le entregase los enrevesa-dos datos oficiales facilitados sobre la prisión. Pío V no quedó satis-fecho, se mostraba sensible ante cualquier rumor procedente deFrancia y, en contra de su innato mutismo, charlaba con frecuenciade la situación del príncipe. La inseguridad y turbación del pontífi-ce se evidenciaron cuando quiso enviar un emisario que se entrevis-tase con Felipe II en nombre suyo y hasta reunir en consistorio a loscardenales para deliberar sobre un asunto que le mantenía profun-damente consternado.

La intervención del cardenal Granvela —el antiguo consejero deMargarita de Parma— en colaboración con el embajador disuadió alpontífice, pero algún resquemor anidaba en el ánimo del papa paraque Zúñiga se viese obligado a escribir al rey el 28 de abril de 1568.La carta estaba redactada en cifra y destaco sus párrafos esenciales *:«Hanme dicho que desearia (Su Santidad) que V. M. le diese mas

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 321.

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particular quenta que la que hasta aqui se le ha dado de la causa quetuvo para la reclusion del Principe nuestro Señor. Yo siempre procu-re que el y todos entiendan que no ha havido otras sino los efectosde su naturaleza y condicion. Pero como han sido tantos los discur-sos que sobre este negocio se ha hecho en todo el mundo y de cadaparte escriben de su manera y interpretan a su modo el haver V. M.d

mandado recoger todos los papeles que en las arcas y scriptorios deSu Alteza se hallaron, querria el Papa saber por carta de V. M. la ver-dad, porque le scrive el nuncio que ay reside que hasta agora no haentendido causa particular ninguna, que me paresce que lo hace mascuerdamente que los que quieren adevinar discurriendo, podria serque hubiese algunos Cardenales que le pusiesen en que le toca saberesto, por meterse con el en algun genero de negocios, porque a laverdad el les da poca parte dellos, y no creo que lo yerra mucho por-que ninguno va enderezado sino al suyo».

El rey, sin que conozca las causas de su decisión por cuanto lacarta transcrita parcialmente tuvo entrada en la corte el 26 de mayo,a juzgar por la anotación existente en Simancas, se dirigió a su santi-dad el 9 de mayo de 1568 mediante un escrito que envió cuatro díasmás tarde. Esta comunicación, desaparecida de los archivos siman-quinos, quizá porque el monarca la retuviese o fuese sustraída delnegociado de Roma por Antonio Pérez, cuya minuta había redacta-do como paso previo a la carta autógrafa, fue durante años objetode empeño por los historiadores al presumir que su contenido acla-raría las incógnitas del confinamiento. Su localización —traduccióndel original perdido— se debe a los desvelos de Gachard, quien,gracias a diversas amistades y componentes fortuitos, pudo hallar sureproducción latina en los anales eclesiásticos de Laderchi.

La misiva «reveladora de secretos» es, pese a todo, un fiasco pro-pio de la catadura recelosa de Felipe II. En los párrafos más sustan-ciosos indica: «He considerado, una vez más, la pesada carga queDios me ha impuesto a causa de los muchos reinos y Estados cuyogobierno y administración sirvió confiarme para que mantuviera enellos intacta la religión católica y la obediencia a la Santa Sede ehiciese reinar la paz y la justicia a fin de que al cabo de los pocosaños que he de pasar en este mundo los pueda dejar en situación fir-me y segura, que garantice su conservación duradera. Esto dependesobre todo de la persona llamada a sucederme y plugo a Dios, pormis pecados, que el príncipe tuviera tantos y tan grandes defectos,los unos a causa de su inteligencia y los otros de su inclinación, quecarece por completo de las aptitudes necesarias para gobernar un

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Estado. En el caso de que le hubiera correspondido la sucesión deltrono después de mis días habrían sobrevenido los mayores inconve-nientes y los peligros más manifiestos, con el consiguiente daño uni-versal. En tales circunstancias, después de una larga y cuidadosaexperiencia y en vista de que la inutilidad de todos los remediosintentados me llevaron al convencimiento de que no se podía esperarde él ninguna enmienda, ni el transcurso del tiempo pudiese evitarlos males que con razón se temían, juzgué necesario recluirlo paraexaminar con cuidado y madurez los medios de alcanzar los finesque me he propuesto sin incurrir en las censuras de nadie».

Felipe II suplicaba al papa que no hiciese uso de las confiden-cias, ratificaba que su primogénito no había sido culpable de rebe-lión contra él ni tenía reproche que formularle en materia de fe yañadía que se había ocupado de su alma y puesto particular cuidadoen que no se descuidase nada en este punto en cuanto las circuns-tancias y disposiciones de su hijo permitían, aparte de notificarleque tendría a su lado un confesor —¿quién?— para darle con pia-dosa solicitud los auxilios espirituales y buenos consejos.

No voy a parafrasear la misiva, que dejo al libre parecer de cadacual —la imposibilidad de que don Carlos suceda a su antecesor enel trono es una prueba de su desaparición física—, pero si deboagregar que el correo dirigido al pontífice iba acompañado de reco-mendaciones para Juan de Zúñiga, abordadas en los siguientes tér-minos: «Si haviendo leído la carta, Su Santidad quisiese entrar en laplática desta materia, y saber de vos las particularidades que en eldiscurso de la vida del príncipe han passado, y de que se infiere estami determinación, vos podréis en esta parte, por la decencia yhonor del príncipe, escusarnos de condescender a actos muy parti-culares, asegurándole de lo que vos tenéis entendido del juicio quedél se ha hecho en el progreso de su vida, en conformidad de lo queagora sale» *.

La habilidad diplomática del cardenal Granvela, los oficios delnuevo embajador, deseoso de abrirse paso en la estimación real, yhasta la confianza patentizada por Felipe II al franquear a Su Santi-dad «secretos» que no fue capaz de confesar a nadie, tuvieron pene-trante valimiento en el pontífice, tranquilizando su espíritu o doble-gando sus aprensiones ante la certeza de que sus dudas no iban aser jamás esclarecidas. La susceptibilidad de Pío V tenía que haber

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 164.

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dañado seriamente al monarca —nada podía molestarle más que susactos pudiesen ser cuestionados por el vicario de dios— y, por fin,al llegar el ansiado mensaje cursado por Zúñiga el 25 de junio de1568, pudo respirar tranquilo al estar superada la repercusión queel prendimiento había engendrado en la curia vaticana. El recienteembajador en Roma le narra que, tras haber sido necesario traducirsu carta al italiano, el sumo pontífice, después de leerla, «dolióse engran manera del trabajo de V. M., pero alabó mucho su determina-ción, porque entiende que la conservación de la Cristiandad está enque Dios dé a V. M. muchos años de vida, y después tal sucesor quesepa seguir sus pisadas; y esto suplica a Dios muy de veras y conmuchas lágrimas. No paso en esta plática más adelante, porque suSantidad es corto en los discursos, quando no se le procura metermuy adelante en ellos, y en esto antes yo holgué de atajar laplática» *. El mensaje no es muy explícito sobre la emoción quepudo causar en Pío V la «substanciosa revelación», pese a sus lágri-mas, pero sirvió para tranquilizar a Felipe II que ya no precisaba demás justificaciones ni, por supuesto, de dar explicaciones sobre lospapeles que había requisado.

Reconozco que siempre he tenido la intuición de que la llegada ala Corte de la tranquilizadora misiva pudo ser el desencadenanteprimordial para que el rey, una vez sosegados sus ánimos, tomase ladecisión de propalar la noticia —el 19 de julio de 1568— de que sudescendiente se encontraba en grave estado, rompiendo de esta for-ma el silencio mantenido y abriendo un nuevo capítulo de reconfor-tantes proclamas acerca de su catolicidad, pero mi sospecha no hepodido ratificarla adecuadamente al percatarme, durante una demis visitas a la fortaleza de Simancas, que la carta en cuestión figurarecibida el 9 de agosto de 1568, factor cronológico que echaba portierra mi suposición si no fuese por la curiosa circunstancia de quetodos los correos procedentes de Roma desde primeros de juniohasta finales de julio (prácticamente un intervalo muy amplio de dosmeses) recogen la misma fecha de recepción, es decir, el comentado9 de agosto, como si se hubiese producido un reagrupamiento dedocumentos controlados con una única data que dejaba la incógnitasin desenmarañar. El presentimiento, por tanto, sigue en pie.

El duque de Alba recibió el aviso el 9 de febrero, mientras queuna oleada de enredos se esparcía por las diecisiete provincias. Las

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 906, folio 165.

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murmuraciones resaltaban que el príncipe había pretendido asesi-nar a su padre para usurpar la Corona y hacían hincapié en que sucaída en desgracia obedecía a que denotaba adhesión a los princi-pios protestantes. Fernando Álvarez de Toledo quedó sumido en elconfusionismo ante la detención por cuanto pidió que le diesen másdetalles, mediante un comunicado del 19 de febrero que, como tan-tos testimonios esenciales, no ha podido ser localizado en Simancas.La fecha de la carta del duque se obtiene cuando se examina laréplica, datada el 6 de abril de 1568, texto que ya he referido y quees uno de los más contundentes de que la resolución era inapelableal matizar que «por consiguiente, resulta de un modo bien claro quemi objeto consiste en poner remedio definitivo a los males quepodrían venir durante el resto de mi vida y, sobre todo, después demi muerte» para terminar añadiendo: «Y ansi, como la causa de queprocede la puede mal curar el tiempo, la resolución de que estadepende no la tiene», pasaje que puede resultar confuso en su tras-fondo, pero que no me ofrece duda. El soberano viene a confirmarque el paso del tiempo no ofrece seguridad de que las conviccionesdel príncipe puedan cambiar ni tal eventualidad ser obstáculo parauna determinación ya consumada y que, en conexión con los párra-fos anteriores, implicaba que Carlos de Austria ya había abandona-do el mundo de los vivos.

La correspondencia dirigida a Maximiliano II y doña María,encauzadas en su vertiente oficial por Chantonay y Venegas, llegó ala capital imperial el 17 de febrero de 1568 con la advertencia paralos embajadores de «porque podria ser que demas de lo que yo leescribo, quisieren entender de vosotros si teneis otra particularidadtocante a este negocio, ha parescido advertiros que si os lo pregun-taren, les digais que ni en el hecho ni en las causas que para el hanocurrido, no hay mas de lo que yo les escribo, ni teneis entendidootra cosa mas de lo que veran por mis cartas» *. Las inesperadasnoticias produjeron el natural impacto, en este caso de sesgo emo-cional y notoria frustración, por los lazos familiares y la repercusiónnegativa que suponía ante el debatido matrimonio con Ana de Aus-tria, y en los numerosos principados se desencadenaron habladuríasde todo tipo, con especial incidencia en el terreno de las creenciasreligiosas, al atribuirse que el apresamiento se había realizado pormostrarse partidario del luteranismo, argumento nada inaudito ya

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* Archivo General de Simancas, Estado, legajo 150, folio 2.

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que la libertad de conciencia en estos territorios se había inclinadoen favor de las tesis de Lutero. Esta impresión fue transmitida rápi-damente el 29 de febrero de 1568 (probablemente tuvo entrada enla Corte en las postrimerías de marzo), si bien ya se estaba alcorriente de que en el imperio predominaba una resuelta tendenciaagresiva contra el arbitrario gobierno enclavado en Bruselas.

Las comunicaciones sostenidas con su hermana y el emperadorestán impregnada de veladas insinuaciones y palabras cautelosascomo lo demuestra que Maximiliano II, al igual que el papa, habíapedido «que quisiera mas claridad, para no dejar rienda tan suelta alos discursos» al recibir la primera notificación. Sólo una frase a sucuñado en la misiva del 19 de mayo de 1568, cuyo borrador estárepleto de tachaduras y enmiendas en prueba de una elaboradameditación —«lo que se ha hecho no es temporal, ni para que enello en adelante haya de haver mudanza alguna»—, es suficiente-mente expresiva para que se acepte que el juicio ya se había celebra-do y la sentencia ejecutada, aunque, cuando se dirige a su hermanaen idéntica jornada, se muestra más moderado, prefiere no repetirlos términos usados con su esposo y, conociendo la beatería deMaría, declara con escrupuloso tacto «que pondría el mayor cuida-do en todo lo concerniente al servicio y tratamiento del príncipe, asícomo a la salud de su cuerpo y de su alma». Maximiliano II se mos-tró medianamente satisfecho de su contenido, se negaba a zanjar elenlace de su hija Ana, pese a que se le había advertido que el com-promiso estaba roto, y hasta anunciaba el envío de un emisario parasolucionar todas las cortapisas, pero esta posición llegaba desfasadaal partir su mensaje desde Viena el 27 de julio de 1568. A Felipe II,que ya estaba enterado con antelación de los propósitos de su cuña-do, no le intranquilizaban en exceso las reticencias de una persona ala que no apreciaba por su proclividad hacia el dogma protestante,mientras que el talante de su hermana, piadoso hasta límites exage-rados, debía haber quedado colmado espiritualmente.

La pasividad de la nobleza e instituciones castellanas, a despe-cho de los cotilleos extendidos por el pueblo llano, no influyeronpara que Felipe II adoptase una prudente espera por cuanto ningu-na voz se alzó contra el apresamiento. No existían factores paratener prisas, se habían tomado las medidas necesarias para que lasconsecuencias de la degollación estuviesen salvaguardadas —bajojuramento y acusación de crimen de lesa majestad si el silencio eraviolado— y otros puntos más importantes perturbaban su ánimo sise descorría el velo de la verdad con premura: el escepticismo de

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Pío V, la desagradable emoción que la reclusión había engendradoen su hermana María y el impacto socio-político que podía generar-se en los Países Bajos. El sobrecogimiento ocasionado en Roma yViena fue notable, tenía un tinte relevante por los dignatarios impli-cados, y tal impresión se corrobora cuando Felipe II se vio forzadoa escribir nuevamente a las dos partes en mayo de 1568 para reinci-dir sobre los móviles que le habían obligado al confinamiento de suhijo. Dar tiempo al tiempo era imprescindible para cercenar o porlos menos atemperar las parlerías esparcidas por doquier y, en espe-cial, para calmar los nervios que prevalecían en Roma, en Viena ytambién en Portugal, donde vivía la abuela del príncipe.

En pleno estío, Felipe II ya sabía que su constante afán propa-gandístico había calado hondo y que sus inquietudes habían ter-minado. Estaba a salvo la honorabilidad de su vástago por la edifi-cante semana santa bien divulgada, se habían apagado losrescoldos de las suspicacias y ya no quedaban factores inestablesque complicasen la noticia de una defunción sobrevenida porenfermedad que iría, inevitablemente, acompañada de fervientesmuestras de religiosidad por si quedaba alguna duda sobre lacatolicidad del encarcelado.

El calor del verano, difícil de soportar en la meseta, debía estar,por otro lado, engendrando estragos en un cadáver que llevaba yacinco meses encerrado en un torreón —un emplazamiento en dondeel sol aprieta hasta límites inconcebibles— y, pese a estar posiblemen-te embalsamado y hasta protegido por el sospechoso hielo que se acu-mulaba en el recinto, cabe inferir que la alta temperatura estaría pro-vocando problemas que voy a omitir para no resultar truculento.

Sin llegar a compartir totalmente sus convicciones, voy a con-cluir esta pieza de la glosa con las presunciones que esgrime ManuelGarcía sobre trama tan penosa. Sin encomendarse a dios ni al dia-blo, se atreve a observar sin cortapisas: «Opino que degollado elPríncipe embalsamaría su cuerpo el doctor Vega, su médico decámara. Fundo mi opinión en que Felipe II, que tan mal atendía a laduquesa de Parma en las peticiones que le hacía sobre sus asuntos eintereses particulares, cuando estaba de gobernadora en Flandes,como consta de su correspondencia, se mostrase tan generoso conel referido doctor, concediéndole una ayuda de costa y una mercedde por vida muy considerables como lo acredita la partida siguiente:data de ciento doce mil y quinientos mrs. (maravedíes) al doctorVega por cédula fecha el 10 de septiembre de 1568, médico decámara de S. A. de ayuda de costa, además de ciento cincuenta mil

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de merced de por vida. (Cargo y data de Alonso Velázquez de laCanal. Contadurías Generales, Primera Época, Legajo 1.054)».

Pocos párrafos más adelante, tras citar parcialmente los desórde-nes cometidos por el prisionero según la versión pública de su dece-so, añade: «¿Habría alguno entonces que creyera y ahora que crea,que el motivo porque se le consentían hacer los dichos excesos erapor evitar algunas “otras cosas que fueran más peligrosas a su vida,y lo que es peor a su alma”, como dice el secretario Zayas en la cartacon que les envió dicha relación? (Estado. Legajo 906, folio 168 a171). ¿Habrá alguno que no se persuada que el agua con que seregaba el cuarto, y la nieve que metía en su cama, no podía tenerotro objeto que conservar el cuerpo embalsamado lo más frescoposible hasta el día que se le enterrase?».

Sus palabras son mis palabras, aunque tenga titubeos de que laprebenda al médico, pese a ser substanciosa, pudiese partir expresa-mente del embalsamamiento. La generosidad en privilegios simila-res era frecuente, pese a los altibajos de las finanzas, y el otorga-miento, a pesar de que la fecha puede favorecer la susceptibilidad,no es un argumento contundente, sino un resquemor bien formula-do y, en cierto modo, ratificado por Fourquevaulx, si se considera elcomentario que vertía el 26 de julio de 1568 tras el rapidísimo entie-rro. El representante galo concretaba que, al abrirse el féretro paraque pudiese ser identificado, había podido ver el cuerpo y escribía:«Le he visto el rostro y no observé que se lo hubiera cambiado laenfermedad; únicamente estaba un poco amarillo, pero pienso queno le quedaban más que la piel y los huesos».

En este mesmo año murio la Reina D.ª Isabel i la guerra de Flandes sefue entreteniendo con varios suscesos que en las historias que dello tratan sequentan hasta el año de mill i quinientos y setenta i tres en que el Duque deAlba se retiro del mando i gobierno de las Provinzias de la Flandes i le susti-tuyo el Duque de Medina celi que no quiso mandar i se encargo por ultimodel mando a D.n Luis de Requesen el qual dio algunos combates con varioresultado i deseoso de poner termino a aquella desastrada guerra dio un per-don para que todos pudieran volver libremente a sus casas los que andabandesterrados a condizion de que se havian de renunziar a vivir como heregespor lo qual fueron mui pocos o ningunos los que volvieron i por esto siguiola guerra con varia fortuna hasta que murio Requesen en el ano de mill i qui-nientos i setenta i cinco. Con su muerte quedaron libres las provinzias i el deOrange formo el proposito de reunir todas las provinzias en una i sacudir eliugo de la España. En el entretanto nombro Phelipe de España para Gover-nador a su hermano D.n Joan de Austria. El Rei al sacar de la oscuridad aeste Prinzipe habia formado el desinio de hazerle de la Iglesia a cuio fin tra-

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taba de que el papa le diesse el capelo de Cardenal pero el Prinzipe demos-tro mas afizion a las armas i el Rei dejo que siguiera su inclinazion como enefeto la siguio haziendose zelebre en la guerra contra los moros revelados delas Alpuxarras de Granada i luego ganando la famosa batalla de Lepantohonrra i prez de las armas cristianas fue pues este aunque era Joven manze-bo encargado de governar a Flandes i desque partio alli i vio que estavanmui malas las cosas conoscio que lo mejor que hazerse podia afin de ganartiempo era tratar con los Prinzipes i señores rebelados i assi lo hizo, tratandoassi mismo de casarse con la Reina de Escozia de todo lo qual daba parte asu secretario D.n Joan de Escovedo que entonzes estava en Madrid este noaprobo nada de lo que trataba de hacer i procuro disuadille diziendole quemirase con quien se las habia i si el Rei lo viniera a saber puede ser que lopasara mal i tras desto para disuadille de que no hiziera trato ni contrato conlos Rebeldes i para que en nada faltasse a las ordenes que de su hermanotenia reszibidas le conto mui a menudo en su carta todo lo que habia suzedi-do con el Prinzipe D.n Carlos i le dezia que se mirasse mui bien en los malesque acarrearsele podrian i con esto i algunas otras cosas que io las vi escritascerro su carta i enviola con un correo tenia dada orden el Rei D.n Phelipeque todas quantas cartas escrivieran i enviaran a personas allegadas suias selas entregaran a el antes assi lo hizieron desta i assi que la huvo visto se enfu-rezio de ver que le vendian sus secretos i determino castigar esta falta al efetoi segun despues supe llamo a Antonio Perez i mandole que con secreto des-pachasse a Escovedo i Perez cumplio tan bien su orden que una nochequando Escovedo se iba a su casa i que tenia de costumbre de pararse arezar una salve a la Virgen de la Almudena en su camarin le assaltaron no sesabe quantos hombres i lo cossieron a puñaladas. D.n Joan de Austria tam-bien tambien murio en Flandes poco tiempo despues del disgusto que teniade ver que no se le enviaban socorros de España para seguir la guerra contralos rebeldes algunos mal intenzionados dentre los reveldes que esperavan unmui poderoso ausilio en el Principe D.n Joan dijeron i echaron voz por ahide quel Prinzipe habia muerto de veneno que le habia hecho ministrar el Reiacusazion que io ni nadie creera si atendemos al chistiano corazon de nues-tro catholico monarca de todos modos el Rei llego a saber no se por dondeque Antonio Perez tenia trato con los rebeldes cuia osadia iba cresziendopor dias i le mando prender acusandole de la muerte de Joan de Escovedo imandandole ocupar todos los papeles que en su casa habia pero la muger deAntonio Perez a quien este habia ....... condio todos los papeles i nada halla-ron Perez pudo escaparse de la carzel i passo a Aragon i en la Ciudad deZaragoza dijo que le habian hecho desafuero la corte i pidio que le juzgasseel Justizia maior assi iba a hazerse pero sabiendo el Rei lo que passaba enviotropas a Aragon en busca de Perez ia lo llevaban presso pero la plebe seamotino y se lo arranco a las tropas i el se salvo huiendo a Franzia donde hoidia vive aunque sin poder tonar (sic) a su patria porque en ella esta puesta aprezio su caveza i ia cuidara el de mirar por su propia conservacion.

Fin.

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Las páginas que rematan el opúsculo abarcan un largo periodoque se extiende desde octubre de 1568 hasta comienzos de 1592.No es factible asegurar que estas líneas pudiesen ser escritas conintermitencia y más bien parecen elaboradas de un solo golpe litera-rio para cerrar, sin nuevas aportaciones vitales y cierto grado desuperficialidad, el contenido del manuscrito.

Isabel de Valois murió, superados los dos meses del fallecimientooficial del príncipe, en un día que amaneció luminoso y se cubrió deoscuridad en un instante. El monarca, sin descendencia masculina,contrajo su cuarto matrimonio por poderes en Praga. Ana de Austria,su sobrina y eterna prometida de su hijo, se convirtió en su últimaesposa en el alcázar de Segovia, en cuya capilla se celebró la misa develaciones el 14 de noviembre de 1570. No pienso entrar en un pelia-gudo debate sobre la muerte de la joven francesa, ni hacerme eco delas acusaciones vertidas por Guillermo de Nassau de que la reina —difunta a los veintidós años— fue también exterminada por el rencorde Felipe II. La interpretación del intrépido insurrecto está respalda-da por obras anónimas que ni siquiera voy a contemplar y la opiniónmás generalizada hace recaer en los médicos tropelías derivadas de supobre preparación profesional. El deterioro tuvo sus primeros signosen junio de 1568, cuando presentaba síntomas de gestación —dos fal-tas en sus menstruaciones— y padecía continuas jaquecas, vómitos,postración, inapetencia, insomnio y un vientre hinchado. La soberanaempeoraba en julio, viéndose obligada a guardar cama casi diaria-mente mientras se veía asediada por mareos y repentinos desmayos,crisis que fueron agudizándose hasta que en septiembre, a juzgar porlos síndromes de hematuria en la orina y dolores de ijada, sufrió uncólico renal y una evolución infecciosa irreversible. El domingo 3 deoctubre, tras haber sido confesada por Diego de Chaves dos díasantes, sin comulgar por las constantes náuseas que sufría, no resistióel aborto de un feto hembra de unos cinco meses y apenas dos horasdespués moría tras haber sido visitada por su marido.

El duque de Alba dejó su preponderante puesto y partió paraCastilla el 18 de diciembre de 1573, casi con plena seguridad acom-pañado por su fiel servidor Juan de Vargas *. El duque de Medina-celi, destinado para sustituirle, renunció a tan espinoso caudillaje

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* El licenciado Juan de Vargas, a juzgar por una memoria que dejó establecida pararepartir sus bienes, falleció antes del mes de octubre de 1580, según consta en el Archi-vo Histórico de Protocolos de Madrid, Protocolo 759, folio 723.

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sin tomar posesión y fue Luis de Requesens y Zúñiga el prócer de lapróxima gobernación mediante juramento prestado el 29 denoviembre de 1573. Su política tuvo un sesgo ambivalente de guerray diplomacia apoyada en el levantamiento de las impopulares reglasadoptadas por su predecesor, dado que, efectivamente, concedióuna amnistía y abolió los impuestos sobre las ventas. Su deceso seprodujo el 5 de marzo de 1576, a las tres de la madrugada, y no en1575 como señala la relación.

Guillermo de Nassau, siempre beligerante, promovió un pactode mutua alianza entre las provincias del norte y del sur (acuerdodenominado pacificación de Gante) para expulsar a los castellanosy, en general, los datos añadidos son noticias escuetas, pero correc-tas, aunque el cronista tiene mala memoria, acaso celo patriótico, yno precisa que el tratado firmado tuvo su cimiento en los alborotosproducidos como consecuencia de que los soldados habían saquea-do Amberes porque no percibían sus pagas debido a la penuria demedios económicos de las arcas reales. Los famosos tercios de lamonarquía, respaldados a su vez por mercenarios de origen valón,alemán o italiano, destruyeron la populosa urbe, mataron a cientosde seres humanos y cometieron toda clase de atrocidades con unaabsoluta irreverencia hacia los templos que fueron desvalijados yprofanados en sus bienes y personas.

Con independencia de los pasajes sobre la guerra contra losmoriscos en Granada y la batalla de Lepanto, que cimentaron sufama, la existencia de Juan de Austria y su implicación en el gobier-no de Bruselas ofrece una trama complicada de sintetizar en brevespárrafos. El héroe que había destrozado a la flota turca se convirtióen un estandarte de la cristiandad, respaldado por Pío V, y en unadulado galán deseado por las mujeres por su indeleble fama deépico guerrero. Los círculos del poder y las ambiciones de su secre-tario Juan de Soto le empujaron a tomar derroteros más provecho-sos que el tálamo y la lisonja. Respaldado por el papa Gregorio III,a continuación del fallecimiento de Pío V, sin haber recibido órde-nes desde Castilla, organizó una potente armada naval para someterdiversas comarcas de Túnez, incluida la capital, construir una ciu-dadela sin acatar las instrucciones para desmantelar las fortificacio-nes, y dejar como sostén de su triunfo una guarnición de ocho milmercenarios y un hombre de paja —Muley Mahamet— colocado enel mando. Gregorio XIII sustentaba la tesis de conservar la conquis-ta antes de entregársela a un moro, Juan de Austria participaba deidéntico convencimiento y sus acciones despertaron la susceptibili-

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dad de Felipe II sobre sus aspiraciones, máxime cuando el pontíficele proponía que estudiase la posibilidad de investirle con el título derey de Túnez, fundar un reino cristiano en África, casarle con MaríaEstuardo y sopesar la conveniencia de una invasión de Inglaterra.Las recomendaciones no obtuvieron el beneplácito de Felipe II, queya había tomado el recurso de apartar a Juan de Soto en la creenciade que su ascendencia alentaba las ambiciones de su hermanastro.

Juan de Austria recibió el aviso de sustituir a Luis de Requesensa principios de mayo de 1576, encontrándose a la sazón en plenaholganza por Lombardía y alejado de su preciado Nápoles, en cuyapoblación su prestigio había declinado por la repercusión de susaventuras amorosas, la pérdida de Túnez y un comportamiento ten-dente al disfrute de los placeres sin intervenciones bélicas que debi-litaron su fama de baluarte cristiano. Los mandatos reales no fueronrespetados por el joven, que tuvo la osadía de embarcarse para lapenínsula, recalar en Palamós y adentrarse en Castilla para reunirsecon el monarca en el palacio de El Escorial (en construcción) en elverano de 1576. El cinismo de Felipe II y su proclividad hacia lasimulación calmaron las ansias de su pariente. El espurio descen-diente del emperador se puso en marcha hacia su destino y tras unrocambolesco viaje por Francia, disfrazado de criado de OctavioGonzaga, pudo alcanzar Luxemburgo el 3 de noviembre de 1576, aldía siguiente del saqueo de Amberes, de cuyo evento nace la denun-cia de que al llegar a su destino «vio que estavan mui malas lascosas».

Todas las provincias, menos Luxemburgo y Limburgo, exigían lasalida de los tercios, la abolición de los edictos represivos promulga-dos años antes y la convocatoria de los Estados. La influencia de Gui-llermo de Nassau era demasiado notoria, a pesar de su condición deproscrito, y don Juan tuvo que enfrentarse a duras negociaciones queestuvieron a punto de quebrarse, aun cuando Felipe II había calmadosu belicosidad y estaba dispuesto a otorgar concesiones inconcebiblesal comenzar la represión. El 13 de febrero de 1577, aun reputandoque las condiciones impuestas eran muy exigentes, el nuevo goberna-dor firmó el edicto perpetuo que confirmaba la pacificación de Gantey establecía que sus tropas saldrían en el plazo de cuarenta días —evacuación que fue acordada que se realizase por tierra y no pormar— y las pagas de los mercenarios satisfechas en parte por losEstados Generales. A cambio se sometían a Juan de Austria, se garan-tiza el culto católico en todo el territorio y se prometía romper lazoscon aliados extranjeros que habían protegido siempre sus reivindica-

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ciones y las contiendas sostenidas contra el poder hispano. La salidade los soldados dificultaba una agresión contra Inglaterra que liberasea María Estuardo y derrocase a Isabel, paso inevitable para que elhéroe de Lepanto pudiese ver cristalizadas sus aspiraciones de unirseconyugalmente con la reina de Escocia.

Don Juan, que en las tensas negociaciones veía desmoronarse suanhelo inglés, procuró de Felipe II, a través del carteo entre sus res-pectivos secretarios, que le permitiese renunciar a su misión con lafinalidad de incorporarse al alcázar. La imprudente carta de Esco-bedo a su amigo, datada el 7 de febrero de 1577, ponderaba la pru-dencia demostrada por su alteza —título que continuamente se lehabía negado— y la conveniencia de que el rey fuese desahogandoen nuevos dignatarios su capacidad dirigente por el paso inexorabledel tiempo. Antonio Pérez, ambicioso e inteligente, favorito indis-cutible en aquellos momentos, aguzó sus sentidos al máximo cuan-do recibió la insinuante notificación, en tanto que don Juan, pese atodo, ejercía sus responsabilidades entrando en la ciudad bruselensepara jurar las leyes y privilegios de los diecisiete Estados, ayudarmediante empréstitos para que sus guarniciones pudiesen abando-nar el territorio —el 21 de abril de 1577 salieron las primeras fuer-zas— y hasta contribuir en los festejos por la paz.

El príncipe de Orange, por el contrario, persistía en su animosi-dad y en Holanda y Zelanda se infringieron los acuerdos del edictoperpetuo, negándose a transigir con el culto católico mientras, a suvez, los Estados pretendían que los dos regimientos alemanes que leservían de guardia al gobernador dejasen también el país. Estascoacciones persuadieron a don Juan de que la paz mostraba sínto-mas de no ser respetada, envió a su secretario a la Corte para queinformase de la situación y tuvo el atrevimiento, más en consonan-cia con sus belicosas condiciones genuinas, de alejarse de la capitalde Brabante, conquistar la fortaleza de Namur y reanudar la luchaen contra de la voluntad pacífica que, paradojas del destino enmanos del dinero, imperaba en el ánimo del rey.

Todo el corto fragmento sobre la estancia del montañés enMadrid y su obligación de cartearse con Juan de Austria, paradisuadirle de que no se emplease con hostilidad y acatase las órde-nes, aderezado con el capítulo de una misiva interceptada en cuyocontenido, además de distintos extremos, se narraba lo sucedidocon don Carlos, parecen tener como único objetivo la justificacióndel asesinato, cometido al amparo de la noche en una solitaria calle-ja cercana al templo de Santa María.

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Antonio Pérez y Juan de Escobedo se habían desenvuelto alamparo de la protección de Ruy Gómez y en ambos anidaban unbuen cúmulo de fervores y una desmedida codicia respaldada poruna camaradería que les beneficiaba mutuamente. Antonio Pérez,más hábil y lúcido, con mejor formación pese a su denostado origen—se afirma que en realidad era hijo del príncipe de Éboli y que ensu ascendencia se ocultaban antecedentes hebraicos—, se habíaconvertido en la mano derecha del rey, y el hidalgo oriundo de Can-tabria consiguió, por la intermediación de su amigo, el destino desecretario de Juan de Austria en la primavera de 1575. La desmesu-rada avaricia que demostraba Antonio Pérez —su fastuoso ritmo devida le forzaba a obtener cuantiosos ingresos— le lanzó a la perpe-tración de oscuros negocios en los dominios italianos y neerlande-ses, valiéndole veladas acusaciones de vender secretos de Estado,cobrar dinero por la asignación de funciones, tolerar regalos encompensación de turbios servicios y sostener, asimismo, una unióníntima con la princesa de Éboli, viuda de Ruy Gómez. Las palabrasde Gregorio Marañón al advertir que «firmas de cheques, y no car-tas de amor, eran las que movían este negocio escandaloso» desdi-cen los amoríos y que la pasión fuese descubierta por el cántabro,provocando su ira y la amenaza de revelar el ilícito contubernio. Laamistad entre ambos hombres sufrió un enorme deterioro en auxiliode sus respectivos intereses —aparente fidelidad al poder real, poruna parte, e intento de medrar a costa del brillante porvenir quepodía esperarle a Juan de Austria, por otra, en un disparatado juegode astucias difícil de relatar en unas breves líneas— y tal encono fueel desencadenante de un crimen incitado por el secretario real y res-paldado por Felipe II.

El monarca no estaba aquietado con la acometividad del ayu-dante de su pariente en las exigencias que presentaba, detestaba suacrimonia y escuchaba con satisfacción las instigaciones para apar-tarle del nefasto valimiento que ejercía sobre su hermanastro. Elverdinegro, como le apodaban, en alusión a su carácter bilioso yatrabiliario, estaba condenado a muerte por confusos tapujos deEstado mezclados con violentas pasiones. Cuanto dejo consignadoestá apoyado por Cabrera de Córdoba que manifiesta, refiriéndosea su osadía: «No desistía punto de importunar al rey por el despa-cho de don Juan y breve provisión de dinero, de manera que le eramolesto, porque le enviaba papeles libremente escritos y comunica-ba sus negocios con Antonio Pérez, de quien fiaba; y el rey decía eraterrible y se abstuviese de la diligencia extraordinaria, y como inte-

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resada, que ponía en las cosas de Don Juan; y Antonio Pérez malig-naba esta solicitud y las peticiones, y assi le mando el rey dixese aEscobedo se moderase en el escribir, porque si lo que le escribió ledixera a boca, no sabía si pudiera contenerse para no descomponer-se con él. Más prosiguió en el tratar las demandas de don Juan conmás ahínco, priesa, cuidado y enfado de su majestad, porque le eranodiosas las materias, y las consultaba con el Marqués de los Vélez,de su consejo de Estado y mayordomo mayor de la reina, ministrocomunicado con amor y continuación y muy importante entoncesde los mayores secretos, y trató al Escobedo como persona en todaspartes mal quisto».

La puntualización del autor de que había visto escritas las adver-tencias y recomendaciones del hidalgo montañés entran dentro delámbito de una difícil posibilidad en el momento de producirse loshechos y parece más lógico interpretar que tuviera conocimiento delas circunstancias expuestas cuando los endemoniados papeles deAntonio Pérez estuvieron danzando de un lado para otro en suintento de salvaguardarlos del acoso regio. El historiador no tiene elmenor reparo en adjudicar al soberano la orden de matar a Escobe-do, si bien pocos trazos más adelante, sobre la imputación de queFelipe II había mandado envenenar a don Juan, niegue la acusaciónatendiendo «al christiano corazón de nuestro católico monarca» eincurriendo en una palmaria contradicción de tipo moral que oca-siona perplejidad, pero que pudiera tener fundamento si se reparaen la opinión vertida por fray Diego en una carta dirigida a AntonioPérez. El confesor, capaz de mantener separadas sus creencias reli-giosas de las repugnantes maniobras de rango político, se expresa:«le advierto, según lo que yo entiendo de las leyes, que el príncipeseglar que tiene poder sobre la vida de sus súbditos y vasallos, comose la puede quitar por justa causa y por juicio formado [¿un vagorecuerdo a la causa criminal y posterior ejecución de don Carlos?],lo puede hacer sin él, teniendo testigos, pues la orden en lo demás ytela de los juicios es nada para sus leyes: en la cuales él mismo pue-de dispensar; y cuando él tenga alguna culpa en proceder sin orden,no la tiene el vasallo que por su mandato matase a otro, que tam-bién fuese vasallo suyo; porque se ha de pensar que lo manda conjusta causa, como el derecho presume que la hay en todas las accio-nes del príncipe supremo».

Se confirma, pues, que Juan de Escobedo no era nada sensato alponer en ajetreo la pluma, y este aserto aparece ratificado en el proce-so de enquesta entablado ulteriormente contra Antonio Pérez. En

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este juicio, uno más de los que se montaron al fugitivo, se dice «queantes de matar a Escobedo hubo orden de hacer quemar los papelesdel dicho Escobedo por los cuales constaba de las dichas relaciones,crímenes y delitos de fama pública». Asimismo es verídico que se fis-gaba en los correos ajenos y todas estas maniobras, propias de unmelodrama indecente, hacen que sea imposible desechar las observa-ciones de la monografía al elucidar, al menos parcialmente, los móvi-les del crimen. Como decía Gregorio Marañón, penetrante escudriña-dor del espíritu de la época, «las intrigas políticas de hoy son cosa deniños comparadas con las de estos hombres, a los que, dígase lo quese quiera, faltaban frenos que funcionan hoy automáticamente en laconciencia de cualquier ser humano, salvo los notorios criminales».

Juan de Austria, tras la toma de Namur y una fracasada tentati-va de adueñarse de Amberes, reanudadas las hostilidades, pideque retornen los tercios, movimiento que se cumpliría a principiosde 1578 con la llegada de Alejandro Farnesio, cuyo genio militarse demostraría en las duras contiendas que sostuvo hasta su falle-cimiento en 1592. El vástago de Margarita de Parma, partícipe enla batalla de Lepanto, alcanza una fulgente victoria en la batalla deGembloux y en pocas semanas resonantes éxitos en el sur delterritorio, destrozando a los soldados de los Estados Generales.Don Juan, cuya salud no era nada convincente, recibe en las postri-merías de febrero instrucciones para pactar un arreglo cuando lapugna bélica era favorable, conoce a continuación la eliminación desu ayudante, intuye las artimañas instigadas en Madrid —muertepor disgusto— y con la moral baja, acosado por una depresión simi-lar a las que padeció Carlos V, empieza a tener ataques de fiebre enel verano de 1578, que se agravan al culminar septiembre coninsistentes vómitos, temperatura aún más elevada y fuertes dolo-res. Convencido de que su dolencia no tiene remedio confiere suscompetencias de gobernador y jefe del ejército a su sobrino Ale-jandro y muere, a la una de la tarde del 1 de octubre de 1578.

A las voces de una defunción por envenenamiento, de cuya per-petración no hay testimonios, se unen dispares factores desencade-nantes como el tabardillo —tifus exantemático— un padecimientovenéreo e incluso, aunque sea una tacha en su aureola épica, por eltajo de una lanceta aplicado en una almorrana con la consiguientehemorragia que pudo dar al traste con su existencia. Dionisio DazaChacón, uno de los médicos que atendió a don Carlos tras su caídaen Alcalá de Henares, se inclina por esta hipótesis en una publica-ción relativa a la cirugía, editada en Valladolid en 1580, aun cuando

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historiadores más actuales insisten en el uso paulatino del veneno.Sus restos mortales fueron partidos en varios trozos para su trasladoa Castilla, enterrados en el monasterio escurialense y sus papeles,como era proverbial, destruidos sin paliativos.

Las vicisitudes de Antonio Pérez, último individuo aludido enel opúsculo, han sido objeto de amplios trabajos y, para no con-vertir en interminable esta postrera parte de la glosa, voy a limitarmis expansiones literarias, a pesar de que la parquedad de lospárrafos finales nada aclaran sobre la batalla abierta entreFelipe II y su ayudante durante doce años. El famoso secretariofue prendido por primera vez, al mismo tiempo que la princesade Éboli, el 28 de julio de 1579, y encerrado sin asperezas en lacasa del alcalde de Corte en tanto que doña Ana de Mendoza eraconducida al castillo de Pinto y confinada después para toda lavida en sus propiedades de Pastrana hasta que pereció el 12 defebrero de 1592.

Tan sólo dos semanas después de haber sido detenido, Diego deChaves le visitó y pretendió calmar su excitación con una frase eufe-mística que tiene una especial hondura. El fraile, socarrón, paratranquilizar al prisionero, le dijo simplemente: «vuestra enfermedadno será mortal», cuando no mediaba rastro de mala salud en el anti-guo favorito del rey. Cualquiera que hubiese escuchado su asevera-ción no le habría encontrado sentido en la ignorancia de los sucesosacaecidos hacia más de once años, pero sin duda encierra una diáfa-na metáfora. Enfermedad equivale a encarcelamiento —como elpropio don Carlos— y la seguridad de que el trance no degeneraríaen condena de muerte una alusión más al sangriento fin del príncipede Asturias que ambos debían recordar con toda clase de detalles.El mensaje es inequívoco y no puede dársele distinto significadopor mucho que se busque en los pliegues ocultos del alma de unhombre que llevaría su conducta por caminos que merecen repulsapor su maleable catolicidad siempre supeditada al poder terrenal.

El encierro de Antonio Pérez no tuvo la rigidez de una severareclusión, puesto que en las postrimerías de 1580 ya residía en sucasa, ubicada en la plaza del Cordón, con vigilancia, pero gozando decierta libertad que fue aumentando con el paso de los primeros añoshasta desempeñar, por intermedio de sus oficiales, cometidos deriva-dos de sus funciones burocráticas, pese a que tan sólo un mes des-pués de su detención fuese designado Juan de Idiáquez para despa-char la Secretaría de Estado. Sin otorgar pábulo al asunto, Felipe IImandó instruir una indagación reservada de su comportamiento por

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intermedio de Rodrigo Vázquez de Arce, que cristalizó en un procesode visita formalmente instruido —una especie de inspección fiscaliza-dora tendente a descubrir cohechos en la administración— y dirigidopor el licenciado Tomás Salazar. Los supuestos delitos estaban fijadosel 12 de junio de 1584, imputándole riqueza en inmuebles, caballos,criados, joyas y rentas cuantiosas desproporcionadas con sus emolu-mentos y dándole el plazo de doce días para que ejercitase su defensa.La acusación centraba su boyante situación económica en ventas decargos realizados por su privilegiada posición, negocios ilícitos con laprincesa de Éboli, haber faltado a la fe jurada al tomar posesión de suempleo, divulgado secretos de Estado y de haber manipulado a suantojo cartas y avisos. Hay constatación de que ante semejante adver-sidad llamó a Diego de Chaves, que mantuvieron una entrevista en elmonasterio de Atocha —sitio propicio para reuniones nada conven-cionales que se celebraban con frecuencia— y que el secretario lemostró pruebas escritas de su inocencia por primera vez, dando conello pie para que «el fraile quedase ganoso de cogerle los papeles»,según refiere Gregorio Marañón.

La sentencia, fallada el 23 de abril de 1585, le sancionaba condos años de prisión, diez años de destierro, a treinta leguas de dis-tancia, la lógica suspensión temporal de su oficio en dicha etapa deextrañamiento o el término que se dispusiese, restituir a la familiaMendoza las joyas u objetos derivados de su afinidad con la prince-sa vigilada en Pastrana —o su equivalencia en dinero incrementadacon una elevada indemnización— y con pagar al fisco la cifra demás de un millón y medio de maravedíes.

Felipe II se desplaza a tierras aragonesas para celebrar las consabi-das sesiones de Cortes mientras su antiguo secretario, en colaboracióncon su mujer, organiza un rocambolesco episodio de huida refugián-dose en la iglesia de San Justo y Pastor, de cuyo recinto, no obstante laprotección que implicaba, fue sacado con violencia por los alcaldes,escribanos y oficiales para ser conducido, al principiar febrero de1585, en un coche de mulas, con las manos esposadas y grilletes en lospies, a la fortaleza de Turégano, sin que todavía le hubiese sido comu-nicado el fallo del proceso de visita. Durante esta detención parece serque le fueron incautados algunos papeles que tenía en su despacho,siguiendo probablemente órdenes de fray Diego, pero los documentosimportantes, nada menos que unos treinta cofres según algún testimo-nio válido, ya debían encontrarse muy lejos de Castilla.

Las peripecias de Antonio Pérez —una desigual lucha entabladacon el propósito básico de adueñarse de los antecedentes compro-

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metedores que poseía— iban a continuar sin tregua y tras otroconato fallido de evasión se produjo un endurecimiento en las con-diciones de su reclusión y, lo que es más terrible, el apresamiento desu cónyuge y de todos sus hijos. A tales hechos, con intervalosborrascosos o dulcificados en virtud de la ocultación o localizaciónde los valiosos papeles —los entregados por doña Juana medianteDiego Martínez en Zaragoza no tuvieron la trascendencia esperada,según pudo comprobar Diego de Chaves tras muchos días de escru-tinio—, siguió en la primavera de 1588 una demanda a instancias dePedro de Escobedo, primogénito del hombre asesinado diez añosatrás, contra el instigador del crimen que estaba, de nuevo preventi-vamente, encerrado en la cárcel de Torrejón de Velasco después dehaber disfrutado casi de plena libertad durante más de catorcemeses. La ambición del demandante, la traición de uno de los impli-cados en el suceso, la envidia de los cortesanos y la sombra delmonarca volvieron a sembrar el caos sobre la perseguida figura,encerrada esta vez en la casa de Cisneros.

La persecución legal estuvo a punto de concluir cuando el acu-sador, sumido en la penuria económica, aceptó una transacciónconsistente en recibir veinte mil ducados a cambio de que cesase ellitigio, se liberase al encausado y se le devolviesen sus bienes, perola contumacia de Felipe II, empeñado en esclarecer el trasfondodel asesinato —una escabrosa trama de conciencia, ya que estaba alcorriente de los móviles— hizo que el juicio continuase para llegara su apogeo el 23 de febrero de 1590 cuando Antonio Pérez fuesometido al humillante tormento —ocho vueltas de cordel— e hizouna prolija declaración probatoria de los contubernios y repelentesmaniobras que le comprometían y ponían a salvo la honorabilidaddel rey. El temor del cadalso y su temperamento le permitieron, enconvivencia con sus partidarios y «despistes» de sus remuneradosguardianes, proyectar otra liberación, esta vez consolidada con eléxito el 19 de abril de 1590, miércoles santo por más señas, para,tras una penosa cabalgada, bien preparada para que no pudiese serinterceptado, rebasar la frontera de Aragón, acompañado por suscriados Gil González y Gil de Mesa —obsérvese la coincidencia delos nombres con el testigo presentado en la causa—, guarecerse ensagrado y acogerse al llamado derecho de manifestación que inhi-bía la potestad real y le dejaba, permaneciendo en la cárcel zarago-zana, en espera del dictamen jurídico supremo del justicia de Ara-gón. La sentencia en Castilla fue promulgada el 1 de julio de 1590.Su texto decía que visto «el proceso y causa de Antonio Pérez,

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Secretario que fue del Despacho Universal de Su Majestad, dije-ron: que por la culpa que de todo ello resulta contra el dicho Anto-nio Pérez, lo debían condenar y condenaban en pena de muertenatural de horca y a que primero sea arrastrado por las callespúblicas en la forma acostumbrada. Y después de muerto le seacortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero y sea puesta enlugar público».

La escapada hacia Aragón, un plan maestro diseñado con sutile-za, no iba a terminar con los quebrantos y disgustos. Desde la pri-mavera de 1590 vuelve a producirse la persecución real cursandopautas a micer Pérez Nueros, fiscal en el reino fronterizo, para queentable acciones judiciales contra el fugitivo. La probabilidad deuna absolución hizo que se retirase el primer litigio el 18 de agostode 1590 con el peregrino argumento de que para responder a ladefensa sería preciso «tratar de negocios más graves, de lo que sesufre en procesos públicos, de secretos que no convienen andencon ellos, y de personas cuya reputación y decoro se debe estimaren más que la condenación del dicho Antonio Pérez», aunque sereserva el derecho de pedirle cuenta y razón de los delitos. Paraevitar que pudiese ser liberado y decidiese cruzar los Pirineos, elrey amparó la causa incoada por terceras personas que le acusabandel envenenamiento de dos sujetos y entabló un proceso de encues-ta, similar al de visita castellano, aparte de impulsar algún atentadoque pusiese fin a su vida. Los sucesivos fracasos le instigaron, paraeludir la jurisdicción de Aragón, a instar la intromisión inquisitorialpor blasfemias heréticas, homosexualidad, sospechas de herejía ycuantos demasías podía respaldar el celo eclesiástico, iniciativasecundada por el inquisidor Molina de Medrano, el conde deChinchón y por Diego de Chaves. La intervención del confesorcomo calificador pone en entredicho su objetividad y evidencia suobligación de servir al poder por encima de cualquier delicadamateria.

El problema de la rivalidad entre las instituciones jurídicas ara-gonesas y el tribunal religioso —resuelto en favor de este último—iba a provocar serios tumultos y el 24 de mayo de 1591, cuandoAntonio Pérez fue trasladado a la cárcel, se produjo una violentaresistencia popular, secundada por la nobleza fuerista, que produjola defunción de Iñigo de Mendoza, marqués de Almenara, enviadopor la monarquía castellana para cumplir con una misión, el asaltoal castillo de la Alfajería, donde estaban radicadas las mazmorrasinquisitoriales y el reingreso del encarcelado a su presidio primiti-

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vo. La respuesta de Felipe no se hizo esperar, designó una juntaconsultiva, inició la movilización de tropas con el pretexto de enca-minarlas hacia Francia y persistió, pese al primer fiasco, en sudeseo de que el Santo Oficio se apoderase del preso para que fuesejuzgado por una sarta de pecaminosos desaguisados sin justifica-ción. El 24 de septiembre de 1591, habiéndose tomado precaucio-nes para que no se repitiesen los alborotos de mayo, con las callesocupadas por huestes armadas para evitar la resistencia fuerista ypopular, los alguaciles intentaron consumar con éxito las órdenesrecibidas. La reiterada protesta de los partidarios de AntonioPérez, que ya estaban dispuestos para interponerse, a despecho dela presencia de patrullas, produjo otra reyerta saldada con quincemuertos, muchos heridos graves, los conatos de quemar las casasdel gobernador y del virrey y, en definitiva, la puesta en libertad delpreso, que se escondió en la casa de don Martín de Lanuza, uno desus más fervorosos simpatizantes y acérrimo protector de los privile-gios de su tierra.

El 15 de octubre de 1591, Felipe II escribía a los jurados deZaragoza anunciándoles que su ejército estaba presto a las órdenesde Alonso de Vargas, viejo caudillo de los famosos tercios. El nuevojusticia de Aragón, el jovencísimo Juan de Lanuza por fallecimientoreciente de su padre, tras analizar que la entrada de fuerzas estima-das como extranjeras constituía contrafuero prohibido por las leyes,se aprestó a reagrupar sus recursos para oponerse a los invasores. El8 de noviembre de 1591, en el llamado campo del toro, pasó revistaa sus tropas, unos mil quinientos hombres mal equipados, en sumayoría menestrales y labradores sin la preparación adecuada ycapitaneados a su vez por hidalgos sin la destreza bélica necesaria,para enfrentarse al contingente de don Alonso compuesto por docemil infantes y dos mil aguerridos jinetes. Sin entrar en batalla, conlos aragoneses en desbandada ante la superioridad del adversario ysin auxilios que les fueron negados por Cataluña y Valencia, pene-traron las fuerzas reales en la población. El 20 de diciembre, a lasdiez de la mañana, sumida la ciudad en un silencio sepulcral, Juande Lanuza fue degollado sin juicio previo, dando paso a numerosasejecuciones y el rigor en refutables delitos contra la fe.

Poco antes de que don Alonso penetrara en la urbe, AntonioPérez y sus incondicionales emprendieron la fuga hacia la fronterafrancesa, cuya divisoria cruzaron por caminos helados y en laoscuridad de la noche, para encaminarse hacia Pau y guarecerse,como ya he señalado, al abrigo de la protección brindada por la

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hermana del rey francés Enrique IV. El 17 de enero de 1592 sepromulgó un perdón general, con abundantes excepciones, y lue-go fue difundido un edicto poniendo precio a la cabeza de Anto-nio Pérez, por cuya captura o muerte se ofrecían 6.000 ducados,última referencia del opúsculo con la afirmación de que el fugitivotodavía vive con el cuidado de mirar por su propia conservaciónen territorio galo.

La desigual batalla había concluido, pese a los frustrados aten-tados que se llevarían a cabo contra el refugiado en el país vecino,pero la guerra de los papeles, el argumento desencadenante de lapersecución, quedaba sumida en la penumbra de la historia. Elvalor de los documentos en cuestión, mil veces ponderado porGregorio Marañón, me obliga a terminar la glosa, haciéndome ecode las palabras del doctor:

«Ya libre de la amenaza directa del monarca, Antonio Pérez, enAragón, como después en el extranjero, pudo cambiar la táctica desumisión y de afectada fidelidad al rey por un juego más libre,manejando habilísimamente las ventajas de estar en un país hostil aCastilla, dando así aquella impresión de fuerza ante el rey máspoderoso del mundo que ha llenado de admiración a los historia-dores, incluso a los antiperecistas. Pero ni entonces ni después,hasta que murió, abandonó un cierto respeto a la figura deFelipe II; nunca hizo uso, según todas las probabilidades, de lospapeles más graves, que fueron aquellos que recogió en París, des-pués de su fallecimiento, Don Rodrigo Calderón, de manos de Gilde Mesa. Tal vez privadamente diera cuenta de ellos a quien le con-viniese o a quien se lo pagase; así como de otros secretos no consig-nados documentalmente, cual es de la ejecución de Montigny enlos sótanos de la fortaleza de Simancas, que oficialmente habíamuerto de enfermedad; revelación que permitía suponer la mismamuerte violenta y disimulada en otros personajes incómodos a lapolítica del rey.

Yo estoy seguro de que el no disimulado pánico del monarcaespañol a que su antiguo secretario escapase a donde pudierahablar, se fundaba, no en las revelaciones de la muerte de Escobe-do, que era punto de monta secundario para cualquier soberano dela Europa de entonces. Lo importante eran otros asuntos de estado,y sobre todo, el secreto de otras muertes que no se debían saber.Una vez preguntaron a la Éboli que quien había hecho matar aEscobedo y respondió —no se olvide que los medio locos dicen

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muchas veces la verdad—: “quien ha hecho matar a otros, que es elrey”. Todo lo que sabía Antonio Pérez lo sabía ella también; y poreso fue emparedada, para que a nadie se lo pudiese contar. En pri-vado, sabemos de cierto que Antonio Pérez acusaba al rey de lamuerte del príncipe don Carlos y de otros personajes, entre ellosMontigny. En París publicó una carta dirigida a “un caballero ami-go” preñada, a medias palabras, de la amenaza de decir las cosasque sabía; y después de hablar del origen de la prisión del príncipedon Carlos pregunta insidiosamente: “si saben de otras muertes ylas causas y no causas de ellas, como dicen los teólogos; y el modonunca oído en el hacer la prueba de ellas y a quienes se cometió(encomendó); y de que traje y hábitos vestidos y entre qué vigas sepusieron”. Esta carta, cuya última frase escalofría, debió de aterrar ala Corte de Madrid. Los nombres que no se atrevió a consignar enella, se los dijo en Pau al Doctor Arbizu y seguramente, más tarde,en París y Londres, a cuantos le convino que lo oyeran. En efecto,en una carta de este Arbizu a don Pedro de Navarra leemos queAntonio Pérez le había dicho todo lo que él podría hacer en elextranjero contra el rey de España: “Créame —exclamaba— que lasangre inocente de la reina doña Isabel y del príncipe don Carlos,del Marqués de Poza, y monsieur de Montigny y el Justicia Mayor yotros muchos, piden justicia ante Dios».

No creo que sea aventurado, conociendo la monografía olvida-da, inferir que Antonio Pérez, con su proverbial esoterismo, haceuna relevante alusión a los acontecimientos acaecidos en el alcázar.Sus palabras se refieren, sin ningún género de dudas, a las pruebasque fortalecieron la condena de Carlos de Austria; a los miembrosque formaron el tribunal, silenciando su condición de fiscal; a lostrajes talares o togas de que iban revestidos los jueces; a los hábitosde los testigos, y, finalmente, a la retirada sala en donde tuvieronlugar las nocturnas sesiones. Los pliegos que Gregorio Marañóncree que merecieron el efecto purificador del fuego que los destru-yó y que amargaron los postreros años de Felipe II, arrojando unasombra que nadie podrá desvanecer sobre su memoria, fueronrecogidos por Rodrigo Calderón de manos del servicial Gil deMesa, siempre adicto a su amo ya fallecido. El cortesano retornó aMadrid en 1612 con los comprometedores documentos, perosucumbió a la tentación de no entregarlos como era su obligación.La memoria elevada por la junta de magistrados en el juicio instru-mentado más tarde contra Rodrigo Calderón —que le condujo al

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cadalso— declara «que entre los papeles que se hallaron en sucasa, fue un cuaderno de los originales de Antonio Pérez y en élmuchas cartas de letra del Rey Nuestro Señor, que esté en el cielo,que por ser materia que era indecente su publicidad al ejemplo desu gran prudencia y real grandeza». También denuncia que losescritos eran muy perjudiciales y que revestían caracteres «tanpúblicos y comunes que con facilidad han podido ser vistos y leí-dos y las materias graves, reveladas».

El 3 de noviembre de 1611, asistido espiritualmente por eldominico Andrés de Garin, Antonio Pérez recibió los últimossacramentos y expiró cuando la tarde declinaba y el frío se adue-ñaba de las calles de París.

* * *

Copio este libro Don Julián Martínez de Arellano Caballero del habitode Calatrava en la Villa i Corte de Madrid el dia ocho del mes de Julio delaño de mill i seiscientos i ochenta i uno tardo diez dias no mas en sacar lacopia = Don Julián Martínez de Arellano = Hay una rúbrica.

Yo D.n Manuel Garcia Gonzalez, caballero de la Real y distinguidaorden de Carlos Tercero, de la de Leopoldo de Bélgica y de la EstrellaPolar de Suecia, correspondiente de las Reales Academias Española y de laHistoria, archivero de primer grado jubilado con honores de Jefe superiorde Administracion civil he hecho la presente copia con la exactitud, queme ha sido posible hasta en su ortografia, de la que saco del original dichoseñor Arellano, a quien se lo dio para ello el Dominicano Fray Domingode S.n Agustin, que lo poseia, la cual tiene treinta hojas útiles en cuarto,algo maltratadas en sus estremidades, algo rotas algunas, y todas cubiertascon forro de pergamino de un libro viejo, papel mediano, muchos renglo-nes en cada página, como demuestra el estado adjunto, letra algo abultada,Tinta parda y fuerte, que ha pasado bastante el papel; todo lo cual hacebastante embarazosa su lectura. Simancas a seis de Setiembre de mil ocho-cientos sesenta y ocho.

Manuel García González(figura su rúbrica)

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NúmeroRenglones

de las hojasde las páginas Observaciones

Primera Segunda

1 9 00 Entre la 1.ª y 2.ª hojas se notan fragmen-tos de letra de una que parece cortadacon tigeras2 29 30

3 32 30 Falta algo de papel en el angulo superior4 30 30 Rotura ovalada pequeña en la mitad de

los renglones 3, 4 y 5 de arriba, maltrata-da la parte inferior.

5 30 30 Falta algo de papel en el angulo inferiorde los cuatro renglones últimos.

6 30 337 34 33 Tiene algo roto el papel en el último ren-

glón.8 32 319 32 31 Maltratada la parte inferior.

10 32 3311 32 33 Falta algo de papel del angulo superior,

maltratada la parte inferior.12 34 32 Maltratada la parte inferior.13 33 32 Idem y le falta algo de papel.14 31 3015 32 33 Maltratada la parte inferior.16 32 3317 33 3118 31 3319 31 3420 35 36 Algo roto el papel en los 31 y 32 renglo-

nes de la 2.ª página.21 33 3422 33 36 Maltratada la parte inferior.23 34 3424 32 31 Maltratada la parte inferior.25 32 35 Roto el papel en la parte superior.26 36 3527 35 36 Falta papel en la parte superior, maltrata-

da la inferior.28 32 3429 36 3430 34 17 Maltratada la parte inferior.

Estado de los renglones de cada página

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APÉNDICE

EL HOMBRE DE SIMANCAS

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«Como ya hemos apuntado, García González tuvo que enfren-tarse con las numerosas dificultades que planteó la apertura delArchivo a la investigación histórica, paso que se dio con no pocosrecelos. En compensación de las molestias, esta medida le propor-cionó también satisfacciones, como relacionarse con notables erudi-tos e historiadores de toda Europa, ser nombrado Académicocorrespondiente de la Historia y condecorado por varios gobiernos,entre ellos el español, que le nombró caballero de la Real y Distin-guida Orden de Carlos III».

Ángel de la Plaza Bores, Guía del investigador, Archivo Generalde Simancas, Ministerio de Cultura, 1992, pp. 74-75.

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En plena canícula agostiza, con el empleo conferido de oficial 4.ºpor orden del 28 de junio de 1815, con destino al Archivo Generalde Simancas, Manuel García debió encaminar sus pasos por los ale-daños de la puerta del arco del arrabal, contemplar la fuente del reyy enfrentarse seguidamente con la vetusta imagen del baluarte cons-truido por el almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez, hacia yamás de trescientos años. A sus espaldas, encima de una escarpadacolina, se abrazaban las calles y casas de un pequeño pueblo, la igle-sia del Salvador, las vegas cercanas, el discurrir plácido del ríoPisuerga y los páramos de la meseta batidos por un sol de fuego.

A sus veinticinco años, con el bagaje intelectual adquirido enSalamanca y el recuerdo de una cruenta guerra en su memoria, esnatural que no pudiese imaginar que dentro de aquel castillo, con-vertido en el más importante depósito documental, iban a transcu-rrir los restantes periodos de su vida laboral y sus ratos de ocio enlas proximidades de sus fosos y sus almenas. El sueldo inicial decuatro mil cuatrocientos reales no era elevado, pero su deseo deprosperar era aliciente más que sobrado para comenzar la empresade enfrentarse a miles de legajos con el afán de clasificar semejantearsenal bajo la supervisión de don Tomás González que, en aquellaépoca, ejercía como comisario por disposición regia.

Pocos años antes se había extinguido la rama directa de los Aya-la, que habían dirigido la institución durante más de dos siglos ymedio. A su muerte, don Manuel de la Cruz y Ayala, que había vivi-do los estragos que la lucha contra los franceses produjo en el archi-vo de la Corona de Castilla, dejaba patente en su testamento que losdaños ocasionados en puertas y ventanas, balcones y rejas, por lastropas invasoras acantonadas en la fortaleza, se veían rematados porlas extracciones de valiosos legajos desaparecidos camino de Fran-cia. El expolio y la dispersión de papeles tuvieron fuertes conse-cuencias si se piensa en las frases del encargado de arreglar el caosdesatado. Tomás González, que trabajaría con ahínco más de cincoaños, concluye un informe de la situación en 1817 que es bastanteexpresivo: «... este vasto depósito de papeles que de resultas de lasinjurias del tiempo, de las calamidades de la guerra y de otras causasque no pueden ser desconocidas a V. A. quedó en una absoluta con-fusión y trastorno, sueltos y arrojados al suelo la mayor parte de sus

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papeles y no pocos de ellos abandonados en los fosos, cuadras ysótanos del edificio».

Los estudios que Manuel García había emprendido en Salaman-ca, un curso de retórica en el seminario durante 1804 y 1805, másvarios de lógica y metafísica, filosofía moral y física experimental enla universidad (desde octubre de 1805 a 1808), le servían de respal-do intelectual para afrontar su ocupación, tras haber tenido queinterrumpir su aprendizaje por haberse enrolado en las fuerzasarmadas, desde agosto de 1808, en calidad de sargento 2.º de la1.ª compañía de auxiliares de artillería, en Ciudad Rodrigo, paracombatir en la guerra contra los franceses. El 10 de julio de 1810,los soldados que defendían la plaza se vieron en la precisión de ren-dirse al ejército de Napoleón y el entonces simple alumno, con vein-te años de edad, fue conducido a Francia, en donde permanecióprisionero hasta la terminación de la contienda. Los dos años finalesde su cautiverio le sirvieron para adiestrarse como intérprete ymejorar sus nociones del idioma vecino.

Nacido en la villa salmantina de Monforte, el 3 de junio de 1790,su carrera tuvo un meteórico desarrollo, dado que en el año de suingreso obtuvo dos ascensos consecutivos: a oficial 3.º por realorden de 31 de octubre y a oficial 2.º por otra del 1 de diciembre,logrando unos emolumentos de seis mil reales anuales con un buenincremento sobre sus primeras percepciones. Durante los años de1822, 1823 y en agosto de 1824 fue escogido en tres oportunidadespara ocupar la secretaría por las respectivas ausencias de los titula-res. Las sustituciones y su efectividad le valieron, inmediatamentede incorporarse don Manuel González, una promoción a oficial 1.ºdecretada el 27 de febrero de 1826 con un aumento salarial que fija-ba su remuneración en 7.500 reales. La cesantía del nuevo responsa-ble (hermano del comisario que acudía al pueblo simanquino de vezen cuando), producida a comienzos de 1836, forzó el acostumbradorelevo provisional, que otra vez recayó en su persona, hasta la llega-da de don Hilarión de Ayala y Ayala.

Habían pasado casi tres décadas desde su ingreso cuando eldeceso de don Hilarión, acaecido en Torrelavega, dio paso almomento culminante para que Manuel García accediese al puestode secretario mediante cédula del 22 de agosto de 1844, con unaasignación anual de catorce mil reales. Tenía entonces cincuenta ycuatro años de edad, se premiaba de esta forma su operatividad yera sin duda quien mejor dominaba los entresijos del archivo. Durosinviernos castellanos —en las salas estaba prohibido encender fuego

368 Apéndice

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y hasta la tinta se helaba por la gélida temperatura— habían ido for-taleciendo su carácter y creado, en el cerrado límite de la población,una sólida reputación.

El 20 de abril de 1844, una orden de la dirección de instrucciónpública creaba un cambio esencial en el recinto, al permitirse desdeese día la investigación a cuantos sujetos alcanzasen el pertinentepermiso ministerial. La autorización, que jamás se había otorgadocon anterioridad, provocó, como es normal, embrollos en la eficaciade los empleados, ya que la catalogación de los fondos, más lasremesas que iban llegando, quedaban relegadas por la obligación deatender a los visitantes, facilitarles los legajos que deseaban exami-nar, dejar comprobantes de los folios manipulados y hasta transcri-bir los textos que les fuesen requeridos. Este quehacer, unido a labarahúnda que desencadenaban las obras de conservación y amplia-ción, hicieron que la tranquilidad del castillo sufriese una bruscamutación y que las tribulaciones recayeran en el nuevo jefe.

Entre las hojas que componen el expediente de Manuel Garcíaconsta un pliego con su nombramiento y las particularidades delacto que llevaba comprendido el juramento del interesado:

«En el Archivo jeneral de Simancas, a treinta de agosto de mil ocho-cientos cuarenta y cuatro estando reunida la oficina compuesta deD.n Manuel García, oficial 1.º, D.n Jerónimo Subiza 2.º y D.n Ruperto Apa-ricio 3.º y presente M.r Gachard archivero general de Bélgica autorizadopor Real orden para reconocer los papeles de este Archivo, D.n ManuelGarcía el oficial primero entregó al 3.º para que leyese en voz alta e inteli-gible el real nombramiento los documentos siguientes:

Real nombramiento de S.rio del Archivo al oficial 1.ºComunicación de él p.r el Geje Superior Político.Certificación de haber jurado dho Destino.Leídos estos documentos fue reconocido por todos los presentes por

tal Secretario del Archivo jeneral».

Nada original tiene este formalismo, que estaba regulado por lospreceptos vigentes, si no fuese porque en calidad de testigo estaba elcélebre Louis Prospére Gachard, quien, a la sazón, realizaba elesfuerzo de recopilar historiales de personas de la realeza gracias aun pase especial que le fue concedido por el gobierno español. Ellaborioso investigador estuvo algunos años enzarzado entre las milesde carpetas acumuladas en Simancas. Las referencias extraídas, ade-más de diversos testimonios conseguidos en diferentes ámbitoseuropeos, dieron lugar a la publicación de Don Carlos y Felipe II,

Apéndice 369

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que, como ya he dicho con insistencia, sigue siendo el estudio máseficiente sobre la vida, la prisión y la muerte del heredero.

Manuel García, siguiendo los cauces de la burocracia reinanteen los estamentos del Estado, confirmó la verificación de su nom-bramiento en escrito dirigido al excelentísimo señor secretario deEstado y del despacho de la gobernación de la península, con fecha31 de agosto de 1844.

A nivel más bien anecdótico, aunque probatorio de la enérgicavoluntad desplegada siempre, es conveniente resaltar que en más demedio siglo de servicio consta entre sus antecedentes una sola peti-ción de licencia por dos meses para «pasar al pueblo de mi naturale-za a restablecer mi salud». La solicitud fue aceptada por el Ministe-rio el 25 de octubre de 1836 y disfrutada desde el 28 de noviembre.No hay datos sobre la enfermedad, pero no es complicado deducirque tales dolencias no eran veraces (cualquier diligencia privada seencubría con pretextos de indisposiciones) y que Manuel Garcíautilizó la concesión para resolver asuntos que exigían su presenciaen su localidad natal cuando ya tenía cuarenta y seis años. Más sig-nificativo es, dentro de su esfera profesional, que un mes despuésde conquistar la secretaría, fuese, a su vez, distinguido como electoacadémico correspondiente. En el pobre dossier que guarda el orga-nismo se especifica tal designación:

«Academia de la Historia:Atendiendo la academia de la Historia a los conocimientos de V, en los

ramos que forman el instituto de este cuerpo literario; en la junta que lamisma celebró en el día de ayer, se sirvió nombrar a V. individuo suyo de laclase de correspondiente.

De acuerdo de la academia tengo el honor de participarle a V. para suinteligencia y satisfacción, esperando se sirva encargar a persona de su con-fianza se acerque a esta Secretaria a recoger el diploma de tal académico,mediante (?) a que no puede remitirse por el correo sin exponerlo a queestropee (tachaduras y enmiendas)

Madrid 28 de septiembre de 1844».

A renglón seguido figura la respuesta de Manuel García que,dada su parquedad, reproduzco:

«Archivo Gral. del Reino en Simancas.Por el correo del jueves 17 del corriente he recibido el oficio de Vs. del

28 de pp.º septiembre comunicándome que la academia de la Historia, enla junta celebrada el día anterior se había servido nombrarme individuosuyo de la clase de correspondiente.

370 Apéndice

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Confundido con tan distinguido honor como acaba de dispensarme,sin merecerlo, apenas me atrevo a dirigirme a Vs. y rogarle tenga a bien sermi intérprete cerca de tan ilustre corporación, dándole mis sinceras graciaspor tan honorífica distinción como acaba de concederme y manifestándolemi profundo reconocimiento, que procuraré acreditar con obras en cuantoalcancen mis fuerzas de Pigmeo.

Dios guarde a Vs MAy Simancas, 19 de Octubre de 1844Sr. D. Pedro Saban, Srtº habilitado de la Academia de la Historia».

A la cortesía, basada en su nombramiento como secretario delarchivo, siguieron más concesiones: el 20 de junio de 1546 se le eli-ge correspondiente del comité histórico de Francia por decreto delMinisterio de Instrucción Pública y el 6 de septiembre de 1849vocal de la comisión para el arreglo de pesas y medidas en la pro-vincia de Valladolid. Supongo que estas prerrogativas tenían másempaque formal que pesado lastre, al igual que ocurría con la deci-sión de haberle elegido para colaborar con la Academia de la His-toria. En su hoja de servicios, como demostración de este últimoaserto, hay una circular del 8 de marzo de 1851 aprovechada paraenviarle los nuevos estatutos y reglamentos. El texto es demasiadoanodino para efectuar una transcripción íntegra, pero no dejan dellamar la atención puntualizaciones que ponen al descubierto quelos académicos, por alejamiento o cotidianas tareas, no dedicabanexcesivo celo al alto honor que se les dispensaba. Recomienda lanotificación en uno de sus apartados: «Cualesquiera investigacio-nes, documentos, monumentos, datos y noticias que puedan con-tribuir a este fin, ya sean muy importantes o lo fueran menos,merecen atención y se deben comunicar a la Academia, la cual lasrecibirá, por pequeñas que parezcan, como medios que pueden lle-gar a ser poderosos para el gran fin de ilustrar la historia; porqueno siempre es fácil prever el fruto que podrá sacarse de una noti-cia, observación o documento, aunque a primera vista se crea acasode poca importancia».

No me cabe duda, al socaire de la remisión del relato queManuel García realizó en 1868, que predicar y dar trigo son cuestio-nes de rango desigual, y no tiene relieve deducir que el funcionariono valoró las instrucciones que le hubiesen forzado a cooperar dia-riamente para la Academia teniendo en cuenta el caudal de docu-mentos que pasaba cada jornada por sus manos. La posterior insis-tencia del 7 de febrero de 1853 era coercitiva para los pasivosindividuos esparcidos por la península, al recordar el artículo V de

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los estatutos y el artículo 9 del reglamento. Este último, perentorio yexigente, advierte: «los correspondientes españoles deberán remitircada dos años alguna memoria, disertación, documentos, objetos deantigüedad, apuntes o noticias sobre cualquiera ramo del instituto.La omisión de este deber, no siendo por impedimento, se considera-rá como renuncia del título». Y añade en el párrafo siguiente: «LaAcademia espera la contestación y conformidad de V. S., en el con-cepto de que el silencio de los Sres. Correspondientes, de quienesno se haya recibido dentro del plazo de seis meses, probará a laAcademia que renuncian al honor, que esta creyó dispensarles alnombrarlos, y procederá a borrarlos del catálogo de individuos delCuerpo, dejando de insertarse sus nombres en la lista que se publicatodos los años en la Guía del forastero».

Al segundo requerimiento de la Academia responde ManuelGarcía, según texto repleto de tachaduras y enmiendas, admitiendoque tiene en su poder el informe y que no ha contestado al anteriorpor no haberlo recibido, cosa que le ocurre con frecuencia, a la vezque se enzarza en excusas criticando el desbarajuste que experimen-ta el correo. La realidad es que la circular de 1851 está guardada enel expediente de Manuel García y que, por tanto, el secretario mien-te para disculpar su nula aportación en el cumplimiento de las obli-gaciones adquiridas.

Las distinciones le insuflaban satisfacciones y el indicio de quepodía tener cierta tendencia hacia el acatamiento de sus compromi-sos se demuestra por el hecho —sospechoso por el componentecronológico coincidente con la reprimenda institucional— de que el21 de febrero de 1853 había cursado al director de la Academia unaexposición en donde destaca que tuvo en tiempos veleidades litera-rias. La misiva dice:

«Exmo señor: Los papeles de las comunidades de Castilla custodiadosen este Archivo general de mi cargo me han llamado siempre la atenciónpor ser un episodio de nuestra historia no bien conocido de los historiado-res antiguos y modernos.

Por este motivo conceví la idea de escribir la historia de esta granhoguera, haciendo narradores a los que la encendieron y a los que la apa-garon; para lo cual pedí al Gobierno de Su Majestad autorización, que mela concedió al instante para hacer su reconocimiento y copias en las horasde ocio y fuera de las de oficina, según yo la había solicitado.

Escudado en dicha Real licencia emprendí este largo y penoso trabajopor las tardes; más habiéndole concluido después de mucho tiempo yobservado que para hacer un trabajo concienzudo era preciso consultar las

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Bibliotecas de la Corte y del Escorial y los archivos de aquellas poblacionesque habían figurado mas en aquella ocasión, a causa de muchas lagunasinteresantes que debían llenarse y no pudiendo yo hacer esto ni por miedad ni por mi destino he suspendido este proyecto; y cumpliendo con loque provienen los reglamentos a los individuos correspondientes de la Realacademia de la Historia de que V. E. es su digno director deseo remitir aesa ilustre corporación la colección de copias que he sacado, que tendrá elvolumen como de cuatro resmas de papel.

A fin de que llegue a su destino sin extravío ruego a V.E. tenga la bon-dad de decirme a quién y cómo he de remitirla; pues con su aviso la remiti-ré en un cajón porte pagado. En ella podrán los literatos consultar sin tra-bajo muchos documentos curiosos e inéditos, cuando les costaría muchoaun siendo buenos paleógrafos, el leer los originales, por la malísima letraque tienen. Prueba de este aserto son las muchas enmiendas que hay en lascopias a pesar de estar hechas por prácticos y haber desechado varias paravolverlas a hacer de nuevo por lo mal que salieron las primeras.

Dios guarde a V. E. muchos años. Simancas 21 de febrero de 1853».

La respuesta no se hizo esperar y se le dieron indicaciones paraque enviase la colección al brigadier don José Aparici y García, deValladolid, con el objetivo de que este la hiciese llegar a la Acade-mia. Su aportación ha servido para que determinados historiadoreshayan podido elaborar sus obras sobre las comunidades de Castillay su alzamiento contra Carlos V.

Actuando ya como cabeza del archivo, Manuel García desempe-ñará su labor con eficiencia. Su puesto le iba a deparar, aparte desinsabores, la oportunidad de conocer a personalidades del calibrede Modesto Lafuente, Louis Prospére Gachard, Pascual de Gayan-gos, Cayetano Manrique y enlazar con otros que como FrancoisMignet reclamaba su ayuda desde Francia para llevar a cabo un bio-grafía sobre Antonio Pérez, o el marqués de Pidal, que en el prólo-go de su Historia de la alteraciones de Aragón en el reinado deFelipe II, editada en 1862, observa que «escribí a Simancas al ilus-trado archivero D. Manuel García González, que con una compla-cencia que debo agradecerle aquí públicamente, me facilitó ya noti-cia, ya copia de todos los documentos que allí existen, entre otroslos curiosos pasquines, versos y libelos que circulaban en Zaragoza,durante las alteraciones de que fue teatro». El número de investiga-dores foráneos que llegaron fue decreciendo paulatinamente y lasaltas magistraturas concibieron la idea de crear un cuerpo de archi-veros, quedando Simancas clasificado entre los generales del país,dando pie para que el secretario pudiese ir haciendo trabajos decatalogación en los capítulos de mercedes y privilegios, quitaciones

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de corte, consejo real, etc., separadamente de la nota descriptiva delos fondos que fue publicada en la Revista de Archivos, Bibliotecas yMuseos.

Su dedicación le valió más ascensos y galardones honoríficos,dado que en enero de 1846 fue designado archivero, en noviembredel mismo año conquistó la categoría de jefe de negociado y dentrodel cuerpo facultativo de archiveros-bibliotecarios su ascenso alsegundo grado mediante decreto del 24 de febrero de 1860 y al dearchivero de primer grado desde diciembre de 1863 con relevantesincrementos salariales que llegaron a cifrarse en treinta mil reales devellón. A las distinciones que ya he aludido hay que unir su nom-bramiento como caballero de la orden de Carlos III, que le fue con-ferido en 1849, idéntica elección en la orden de Leopoldo de Bélgi-ca por título de 1855 y de la Estrella Polar de Suecia por credencialconcedida en 1862. Estas dos últimas concesiones fueron secunda-das con las licencias para hacer uso de las insignias y, además, fuetitular correspondiente de la Real Academia Española por acuerdodel 5 de octubre de 1865.

El paso de los días es inexorable, la vida fluye infatigable a orillasdel río Pisuerga, en la colina en donde se halla enclavada la pobla-ción y dentro de la fortaleza utilizada a veces como prisión en susetapas primitivas. Allí, en el castillo o en la plaza, habían fenecidolíderes como Pedro Maldonado o el obispo Acuña, afamados comu-neros sublevados contra Carlos V, e igualmente el barón de Mon-tigny, que enseguida de haber sido ejecutado a garrote fue deposita-do en la iglesia del Salvador, habiendo «dejado correr la voz de quehabía muerto de enfermedad», siguiendo indicaciones de Felipe II.

Manuel García, que ya debía estar viudo desde hacía algún tiem-po, es jubilado cuando está a punto de alcanzar los setenta y sieteaños de edad. En su hoja de servicios, con independencia de suestado civil, constan escritos acreditativos de la cesantía mediantedecreto del 22 de enero de 1867 y la intervención de FranciscoDíaz, elegido para suplirle de forma interina, poniendo la circuns-tancia en antecedentes del director de instrucción pública con fecha1 de febrero y ratificándola dos días más tarde ante el Ministerio deFomento. Nada especial evidencia dicho expediente, salvo la conse-cuente loa, proverbial en casos similares, de que su misión «habíasido desempeñado sin interrupción y con gran celo e inteligencia»,según figura en la nota manuscrita por el transitorio encargado.Pero ya se sabe por experiencia que las grandes palabras ocultancolosales miserias y que no hay rincón en el mundo en donde no

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aniden las ambiciones. En octubre de 1570, casi cuatro años des-pués de su baja, Manuel García ofrece rasgos rencorosos, al verseobligado a declarar ante el rector de la Universidad de Valladolid enun embrollado litigio entablado entre Francisco Díaz, el asalariadoque había ocupado su puesto con carácter interino, y Manuel Mur-guía, nuevo director desde el 27 de noviembre de 1868. El jubiladose expresa con respecto al comportamiento y aptitudes del funcio-nario que le sustituyó, reproduciendo un resumen que ya había cur-sado dos años antes al ministro de Fomento:

«Desde que se me jubiló en enero de 1867 está desempeñando la inte-rinidad don Francisco Díaz Sánchez, como más antiguo, que carece de losconocimientos necesarios para Jefe de dicho archivo, por ignorar el latín,francés e italiano, en cuyos idiomas, hay muchos documentos en él, de loscuales manda el Gobierno dar certificaciones, y dicho Díaz las firma sinsaber lo que hace.

Este oficial de 2.º grado debe su ingreso en la carrera de archiveros asu tío el Exministro Sr. Seijas. En 1850 vacó en el expresado archivo, sien-do yo secretario (así se llamaba entonces al Jefe) la plaza de oficial segun-do. Este y los otros destinos de su clase eran de escala desde su creación;pero su tío en lugar de dar los ascensos de escala, según reglamento, a losantiguos oficiales, y nombrarle para la vacante de oficial sexto, no lo tuvopor conveniente, sin duda por la pequeñez del sueldo, y ascendió a segun-do al tercero, y para la vacante de éste a dicho su sobrino, cometiendo lainjusticia de anteponerle a los otros tres antiguo, resaltando mucho estainjusta arbitrariedad, porque el agraciado tenía veinte años, nada habíaestudiado y no sabía escribir más que andaluz cerrado. Como joven igno-rante y persuadido que con el apoyo de su tío podía hacer lo que quisiera,era muy insubordinado, dándome muchos disgustos su insubordinación.Una fue tan grande y escandalosa que compadeciéndome de la suerte dedos hermanas que tenía en su compañía y con pocos recursos fuera delsueldo, no formé expediente para pedir su cesantía, y me contenté consolicitar su traslación a otro Archivo, como en efecto lo trasladó el Gobier-no al Central de Alcalá de Henares, en donde estuvo poco tiempo, que nodesperdició su tío, pues le hizo ascender a oficial de tercer grado, con elcual le volvió a enviar aquí».

Manuel García, sin basarse en el escrito mencionado, añade asus críticas:

«Debo decir también, en su obsequio, que cuando volvió a este Archi-vo no era el mismo Díaz Sánchez en cuanto a subordinación; pues lo eratanto y con ademanes tan atentos y propios de la buena sociedad que yoadmiraba tan gran mudanza, y aun me chocaba.

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Esto me indujo a observarle atentamente, y después de mucho tiempocomprendí que conocía más el mundo, y le convenía hacerme estos atentoscumplidos para dedicarse a promoverme la guerra en secreto, con los ele-mentos que había.

La rapidez de su carrera, sin otros méritos que el influjo de tu tío y losamigos de éste, ha desarrollado en él una ambición desmedida de serArchivero de Simancas, y creyendo que con los empeños de los amigos desu difunto tío podría conseguir su nombramiento de Archivero, si me jubi-laban, se unió a otros dos que me la estaban haciendo del mismo modo, yes la camarilla que indiqué arriba y contribuyó a mi jubilación. Apoyo estaopinión mía en que luego que se me jubiló puso su despacho, no en elcuarto que yo tenía en la oficina, sino en otro muy separado de ella, comosi ya fuera Archivero en propiedad; lo cual nunca he visto hacer en cuantasinterinidades ha habido durante los cincuenta y tres años que he servidoen el Archivo, pues el oficial que la desempeñaba continuaba en su mesadespachando como Jefe interino».

Las luchas miserables son patrimonio común de la humanidad ynada singular revela, de forma harto subjetiva, el anciano. Su edad,ya muy avanzada, su veteranía y el cansancio de tantos lustros deservicio debieran haberle impulsado a disfrutar de sus últimos res-plandores de vida en la tranquilidad del pueblo en donde residíadesde joven, pero el alma es insaciable y el destino caprichoso.Manuel García siempre había tenido el anhelo de averiguar todaclase de pormenores de la muerte del príncipe, pero su atracciónpor el asunto, no obstante los elementos analíticos que estaban a sudisposición, no había quedado satisfecha, nada había podido descu-brir y el misterio prevalecía.

Y un día, acaso caminando por las orillas del río, paseando juntoa la fuente del rey, en las intrincadas callejas simanquinas o dentrode la vetusta fortificación, Manuel García trabó amistad con unhombre llamado Cayetano Orúe, teniente coronel retirado. Tal vezlos primeros encuentros se sucedieron con frecuencia y el tema deCarlos de Austria, objeto de empecinada polémica en la prensa dela época, surgió entre las añoranzas y los recuerdos para que el mili-tar le diese cuenta de que poseía una relación concerniente al perso-naje. Manuel García, como no podía ser menos, perplejo y hastaescéptico, le pidió que se la dejase leer y en poco tiempo tuvo el vie-jo folleto en sus manos, según relata con parquedad en la ediciónrealizada en la ciudad del Pisuerga.

Mentiría si dijese que tan fortuita coincidencia, adobada con laaparición inesperada de un manuscrito sorprendente, no despertó

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en mi ánimo sutiles desconfianzas de que el lance fuese una inven-ción y hasta una chanza sarcástica. La casualidad, más bien una bur-la del destino, no entra dentro de mis cálculos reflexivos, el encuen-tro entre ambos y su afortunada consecuencia parecía un vulgartruco de ficción literaria, y para desvanecer mi susceptibilidad notuve otro remedio que dirigirme hacia el alcázar de Segovia paravisitar el Archivo General Militar y cerciorarme si realmente habíavivido Cayetano Orúe en su condición de oficial del ejército. Lamañana que escogí se complicó con una fuerte ventisca e inespera-dos copos de nieve batiendo la sierra limítrofe entre las dos provin-cias. Ni siquiera pude darme un paseo por los jardines de La Gran-ja, enfilé hacia Segovia y me adentré en el fortificado recinto paracotejar el dato que mantenía mi suspicacia a flor de piel. Fui atendi-do con amabilidad, facilité una mera identificación y en escasosminutos, dentro ya de un claustrofóbico cubículo, un asistente pusodelante de mis ojos un cartapacio: era el expediente de CayetanoOrúe, según pude confirmar con un rápido vistazo. La documenta-ción contenía cientos de folios, calculé con desaliento que teníacometido para muchas horas si quería captar orientaciones relevan-tes, y me armé de paciencia mientras recordaba la crudeza invernalque me esperaba fuera del castillo que había servido de cárcel a Flo-ris de Montmorency.

Cayetano Orúe y Yanguas era natural de Jerez de la Frontera,provincia de Cádiz, en donde había nacido el 4 de septiembre de1809. Sus padres se llamaban Pedro y María y su hoja de serviciosen grados y empleos, en el transcurso de su carrera, empezaba el 21de abril de 1834 con la designación de miembro de la guardianacional y sin cargo alguno, ya que su primer ascenso a cabo 1.º selleva a efecto el 22 de julio del año siguiente. En posesión de variascruces y condecoraciones entre 1841 y 1857, se hacen constar doslicencias para restablecer su salud y una tercera para despacharcuestiones particulares en Panticosa, además de sus gradualesascensos, que le llevaron al puesto de teniente coronel y en las esca-las de comandante de infantería entre 1854 y 1864. La semblanza enel campo de las acciones combatientes comienza en 1836, siendodestinado al contingente del norte con guarnición en Pamplona ypuedo asegurar que luchó en la primera guerra carlista en distintospuntos de la geografía nacional, destacando su participación en lafamosa batalla y toma de Vergara, que le reportó el rango decomandante de infantería, y haber sido elegido en ocasiones para laprotección de la familia real. Sus movimientos armados son abun-

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dantes, como señal de un temperamento belicista, pero mi ansiedadpor localizar antecedentes que probasen su estancia en Simancas mehizo descuidado en el análisis de los detalles y di un completo giro ala revisión de los legajos para reanudar mi indagación en sentidoinverso al que estaban colocados los papeles. La intuición tuvorecompensa y en la sección 1, legajo C-2412, encontré un autógrafode Cayetano Orúe dirigido al excelentísimo señor capitán generalde Castilla la Nueva que dice:

«Excmo. Sr.D. Cayetano Orúe y Yanguas, Teniente Coronel de Infantería retirado

en esta Corte a V. E. respetuosamente expone: que llamándole en la actua-lidad sus intereses al pueblo de Arroyo distante una legua de Valladolid aV. E. suplica se digne concederle licencia para dicho pueblo por el tiempode un año. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 1º de octubre de1867.

Cayetano Orúe y Yanguas».

La instancia fue revisada con prontitud (el 7 de octubre de 1867)y el permiso concedido, con el requisito de presentarse a las autorida-des de donde «pernopte» según previene la real orden de 20 de abril.Ni qué decir tiene que enseguida pude comprobar que el pueblo deArroyo se halla muy cerca de Simancas, como ya había intuido, porestar situado a una legua de la capital vallisoletana. La gestión sehabía ultimado con éxito, ya que tanto la fecha del consentimientocomo el lugar de destino del teniente coronel desterraban cualquiermalévola suposición de fraude. Manuel García y Cayetano Orúehabían coincidido en el plano temporal y espacial, aquel encuentrocasual y sus conversaciones obedecían a una realidad y no había, portanto, motivo para dudar que el militar prestase el relato. La únicapena radica en que Manuel García no explique cómo su pródigo ami-go había llegado a conseguir aquel extraordinario opúsculo y lo queno deja de causar perplejidad es que don Cayetano, avecindado enArroyo por doce meses, llevase consigo el manuscrito y no lo dejase,como es más lógico, en su domicilio habitual, salvo que lo tuviese ental estima que prefiriese mantenerlo siempre al alcance de sus manos.De cualquier forma, la verdad es que Manuel García se había pasadomás de medio siglo, con la curiosidad avivada por la enigmática pri-sión y muerte, con un depósito documental increíble al alcance de susmanos para desentrañar el enredo y, paradojas o burla del destino, elazar le ponía en la pista de un descubrimiento que ya tenía casi deste-rrado del fondo de su conciencia.

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Su lectura y la obtención de copias, cuyo destino ignoro si sedescarta el ejemplar remitido a la Academia de la Historia, suscita-ron en Manuel García una inusitada capacidad investigadora, comolo justifica que el denostado Francisco Díaz, el subordinado respon-sable de su jubilación, se dedicase en el verano de 1868 a transcribirlas planas que su antiguo superior le interesaba olvidando viejasrencillas.

La decadencia del antiguo archivero debió verse precipitada poruna persistente dolencia durante el primer semestre de 1869 —apar-te del impacto psicológico que pudiera tener el deslucido dictamenrecibido—, pero la contumacia suele ser un fruto benéfico y el sín-toma de que ciertos hombres no se doblegan ante la adversidad.Seguro de la veracidad de los sucesos esenciales reflejados en larelación, Manuel García volvió a enredarse dentro de la fortalezapara buscar testimonios que apoyasen una consistente réplica, perodiversos conflictos —una mano negra dispuesta a no consentir queel secreto mejor guardado de la historia pudiese ser desvelado— lecrearon desesperantes obstáculos.

Francisco Díaz —Paco, el andaluz— había quizá promovido elretiro de Manuel García y aceptado la dirección de la institucióncon cariz interino, probablemente en espera de que pudiese serconsolidado en la plaza, pero la ambición no siempre es complacidaen la medida de los deseos. La caída de la monarquía borbónica deIsabel II provocó los inevitables vaivenes en la estructura del país yel ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla, el 27 de noviembrede 1868, designó a Manuel Murguía, esposo de Rosalía de Castro,jefe de tercer grado del cuerpo de archiveros, bibliotecarios y anti-cuarios y gestor para dirigir el archivo, en pago por su colaboraciónpolítica como primer secretario de la junta revolucionaria formadaen Santiago de Compostela, aunque su nombramiento se disfrazasepor sus méritos literarios.

Manuel Murguía tomó posesión de su puesto el 5 de diciembrede 1868 y no es nada extraño que su elección derrumbase el ánimodel voluntarioso sureño que llevaba casi ya dos años actuando deforma interina. El desengaño genera rencor y es elemental intuirque la armonía entre ellos no fuera edificante si se considera que eltalante del superior de procedencia gallega tampoco era un modelode moderación. El empleo adjudicado en un aislado castillo y ladureza del clima influyeron negativamente incluso en su mujer, queapenas residió en la población castellana, y estos ingredientes, sazo-nados con diferentes opiniones ideológicas, crearon el caldo de cul-

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tivo vital para que se produjesen emotivos choques entre los indivi-duos vinculados, de una u otra manera, con las tareas que se realiza-ban en la fortaleza.

La primera decisión de Manuel Murguía fue prohibir que algu-nos empleados estuvieran dedicados a trasuntar la correspondenciadel conde de Gondomar en beneficio de Pascual Gayangos, miem-bro de la Academia de la Historia y catedrático de lengua árabe enla universidad central. La iniciativa desató las quejas del peticiona-rio, la mediación de la dirección general de Instrucción Pública y laconsistente postura del renovador jefe, dispuesto a que nadie dispu-siese de ventajas por su posición social e intelectual. Tras dimes ydiretes, el fallo se produjo el 21 de febrero de 1870, permitiendoque los funcionarios siguiesen reproduciendo los encargos de donPascual siempre que se efectuasen en horas extraordinarias ymediante retribución particular. Manuel Murguía había logrado unavictoria administrativa, pero los incidentes en su labor no se limita-ron a poner freno a las prebendas de los privilegiados.

Un oscuro conflicto ocurrido en la noche del 6 de octubre de1869 —la aparición frente a la fortaleza de un grupo armado quese desvaneció ante la inminente llegada de tropas desplegadas porel gobierno— excitó una escabrosa disputa entre las fuerzas vivassimanquinas y el insigne gallego, al darse la peculiaridad de queuno de los amanuenses del archivo era el alcalde del pueblo. Merefiero a Mariano García Maillo, sobrino de Manuel García, que,respaldando la frustración de Francisco Díaz, ofrecía un litigiosocomportamiento en las oficinas de la fortaleza, haciendo valer supreponderancia dentro del concejo. Esta ambivalencia, el rencorsoterrado del andaluz, la intromisión hegemónica de Manuel Gar-cía, cuando buscaba referencias que sirviesen para contrarrestar eldespreciativo dictamen, y el genio explosivo de Manuel Murguíaacarrearon una serie de embrollos que no voy a analizar con profu-sión por ser ajenos al móvil de estas líneas, y darse el engorro deque no resulta fácil destapar los entresijos del choque. El nuevoresponsable puso al alcalde en la disyuntiva de elegir entre su cargoconcejil y el empleo en el archivo, los choques con su cotidianoenemigo Francisco Díaz llegaron al nivel de agresiones mutuas, laapertura de un expediente, un castigo de ocho días de suspensiónde sueldo y la consecuente nota desfavorable para el andaluz, sincontar que Manuel García vio prohibida su entrada en las depen-dencias estatales desde el 29 de octubre de 1869 como consecuen-cia del espectáculo que había promovido delante de los asalariados

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y en vista de la inutilidad de los esfuerzos a los que se venía dedi-cando, según alegatos vertidos por el cónyuge de Rosalía de Castro.La edad de Manuel García —próxima ya a los ochenta años— nodebía haber menguado en exceso sus fuerzas ni su capacidad inte-lectual puesto que, sin darse un respiro, responde tajantemente alilustre gallego:

«Falta V. I. a la verdad en decirme en su comunicación de ayer que el14 del corriente provoqué en la oficina de su presencia, cuestiones ajenasde aquel lugar con un Ayudante: pues lo que pasó fue decirle que tuvieramás comedimiento para hablar y no se comprometería nunca, y esto fue envista de una conversación que tenía con otro Ayudante. El Archivo para laspersonas competentemente autorizadas, es una Biblioteca Pública y alArchivero solo le incumbe la obligación de hacer cumplir las disposicionesdadas sobre el manejo de sus papeles, y nunca meterse a calificar si son úti-les o inútiles sus trabajos. Yo desprecio altamente el juicio de inutilidad,que con una licencia extremada, se atreve hacer de los míos, porque deellos ahora soy yo solo el Juez. No debe extrañar V. I. que yo haga traer yllevar a los porteros muchos legajos porque, conociendo los papeles delArchivo mejor que V. I., tengo necesidad de consultar diversos negociados,y de ahí la razón de traer y llevar tantos legajos como da por sentado, ytampoco es exacto. Tampoco creo que está en sus facultades anular unaorden del Ministerio de Fomento, y la prohibición que V. I. me hace de iral archivo es un acto extraordinariamente despótico y muy propio del libe-ralismo de quien en plena oficina, a presencia mía y a la de sus subalternos,prorrumpió con voces desentonadas diciendo que se caga en el CapitánGeneral, en el Gobernador, en el Alcalde, en el Gobierno y en el Ministe-rio de la Guerra y Fomento. Reclamaré al Ministerio contra su monstruosodespotismo, acompañando mi exposición de un testimonio de la eminentecomunicación de V. I. y otro de esta mía».

No satisfecho con la réplica, Manuel García, «valiéndose de queel alcalde es su sobrino, que el secretario del juzgado de paz tam-bién lo es asimismo», según manifiesta Manuel Murguía, toma elcamino del juzgado e interpone sendos juicios de conciliación a losque el marido de la poetisa ni siquiera acude, con la pertinente con-dena en costas, y se dirige también al ministro de Fomento, dandosu versión de los adversidades y solicitando que se le admita lalicencia que le fue otorgada después de haber sido jubilado. Ladirección de Instrucción Pública, en despacho del 3 de diciembrede 1869, asume la posición adoptada por Manuel Murguía y ratificala prohibición de consultar los fondos manejados en tantas décadasde profesionalidad.

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Manuel García, testarudo y voluntarioso, mezcla de soberbia yorgullo, herido en una de sus fibras más sensibles, se muestra dis-conforme con la resolución, recurre a todas las vías —al rector dela Universidad de Valladolid e indirectamente al Ministerio deFomento y Junta de Bibliotecas, Archivos y Museos— hasta querecibe una respuesta comedida para «que le sea restituida la auto-rización que se le había retirado siempre que en debida y respe-tuosa forma vuelva a solicitarla y con sujeción a las prescripcionesreglamentarias», según se le transmite oficialmente el 8 de noviem-bre de 1870.

La guerra de las miserias humanas estaba tan desatada que, pesea que Manuel Murguía había sido cesado y trasladado a Galicia,Manuel García resuelve no pedir el preceptivo permiso ni tornarpor el castillo para evitarse disgustos por cuanto, al parecer, Fran-cisco Díaz había informado al ministro «con poca o ninguna exacti-tud de algunos hechos que no le favorecían». Más adelante, cuandoya ha publicado las impugnaciones al criterio de los comisionados,Manuel García procura volver a investigar y su petición le es conce-dida el 2 de julio de 1874, pero sin que ya tuviera influencia en susinterrumpidas indagaciones sobre Carlos de Austria. Su edad era yamuy avanzada, sus posibilidades de encontrar documentos queviniesen a corroborar los episodios de la monografía prácticamentenulas y es presumible que su determinación estuviese fomentadapor el deseo de rememorar distintas etapas de su juventud y madu-rez. Simancas no era una población que pudiese brindar distraccio-nes y es normal que el cansancio de un octogenario vencido por lamarea del tiempo buscase refugio en un lugar tan íntimo como supropia alma.

La hoja de servicios simanquina no recoge ni el menor fragmen-to de sus años postreros y solamente en el ramplón dossier que tienela Academia de la Historia figura una esquela que consuma la buro-cratizada existencia de un hombre.

«El Illmo SeñorDon Manuel García GonzálezCaballero de la Real y distinguida orden de Carlos 3.º, de la de Leopol-

do de Bélgica, de la Estrella Polar de Suecia, individuo correspondiente dela Real Academia de la Historia y del Instituto histórico de Francia, yArchivero jubilado de primer grado, con honores de Jefe de Administra-ción

HA FALLECIDO EL 2 DE FEBRERO, A LOS 87 AÑOS DE EDADSus sobrinos, parientes, testamentarios y amigos:

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Suplica a V. se digne encomendar su alma a Dios y asistir al funeral quese ha de celebrar el domingo 3 a las diez de la mañana, en la iglesia del Sal-vador de Simancas.

El duelo se despide en la iglesia.Valladolid, imprenta de Garrido».

Hay una acotación al pie de la esquela que dice:

«Academia de 15 de Febrero de 1878Enterada con sentimiento»

Aquella mañana, al salir del emblemático edificio que fue pro-piedad de los monjes jerónimos, las calles ensombrecían bajo uncielo de ceniza.

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