discurso del metodo

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Descartes, Discurso del Método ADVERTENCIA Si este discurso parece demasiado largo para ser leído de una vez, se le podrá dividir en seis parles. En la primera, se encontrarán diversas consideraciones referentes a las cien- cias. En la segunda, las principales reglas del método que el autor ha encontrado. Ensla tercera, algunas reglas de la, moral que ha sacado de este método. En la cuarta, las razones por las cuales prueba la existencia de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su metafísica. En la quinta, el orden de las cuestiones de física que ha investigado, y particularmente la explicación del movi- miento del corazón y de algunas otras dificultades que pertenecen a la medicina, así como también la diferencia que hay entre nuestra alma y la de los animales. Y en la última, las cosas que cree que se requieren para llegar en la investigación de la Naturaleza más allá de donde él ha llegado, y qué razones le han movido a escribir. PRIMERA PARTE CONSIDERACIONES QUE ATAÑEN A LAS CIENCIAS El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que aun aquellos que son más difíciles de contentar en todo lo demás, no acostumbran a desear más del que tienen. En lo cuál no es verosímil que todos se engañen, sino que" más bien atestigua ello que el poder de bien juzgar y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que se llama el buen sentido o la razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y asimismo, que la diversidad de nues- tras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías y no consideramos las mismas cosas. Pues no basta con tener la mente bien dispuesta, sino que lo principal es aplicarla bien. Las más grandes almas son capaces de los mayores vicios tanto como de las mayores virtudes, y los que no caminan, sino muy lentamente pueden avanzar mucho más, si siguen, siempre el camino recto, que los que corren apartándose de él. Por lo que a mí atañe, nunca he presumido que mis facultades fuesen más perfectas en nada que las del vulgo, y hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan ágil, o la imaginación tan nítida y precisa, o la memoria tan extensa o tan rápida como otros, Y no conozco otras cualida- des, aparte de éstas, que sirvan para la perfección 43

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Page 1: Discurso Del Metodo

Descartes, Discurso del Método

ADVERTENCIA

Si este discurso parece demasiado largo para ser leído deuna vez, se le podrá dividir en seis parles. En la primera, seencontrarán diversas consideraciones referentes a las cien-cias. En la segunda, las principales reglas del método queel autor ha encontrado. Ensla tercera, algunas reglas de la,moral que ha sacado de este método. En la cuarta, lasrazones por las cuales prueba la existencia de Dios y delalma humana, que son los fundamentos de su metafísica.En la quinta, el orden de las cuestiones de física que hainvestigado, y particularmente la explicación del movi-miento del corazón y de algunas otras dificultades quepertenecen a la medicina, así como también la diferenciaque hay entre nuestra alma y la de los animales. Y en laúltima, las cosas que cree que se requieren para llegar en lainvestigación de la Naturaleza más allá de donde él hallegado, y qué razones le han movido a escribir.

PRIMERA PARTE

CONSIDERACIONES QUE ATAÑEN A LAS CIENCIAS

El buen sentido es la cosa mejor repartida delmundo, pues cada uno piensa estar tan bienprovisto de él que aun aquellos que son másdifíciles de contentar en todo lo demás, noacostumbran a desear más del que tienen. En locuál no es verosímil que todos se engañen, sinoque" más bien atestigua ello que el poder de bienjuzgar y de distinguir lo verdadero de lo falso, quees propiamente lo que se llama el buen sentido o la razón, es naturalmente igual en todos loshombres; y asimismo, que la diversidad de nues-tras opiniones no proviene de que unos sean másrazonables que otros, sino solamente de queconducimos nuestros pensamientos por diversasvías y no consideramos las mismas cosas. Pues nobasta con tener la mente bien dispuesta, sino quelo principal es aplicarla bien. Las más grandesalmas son capaces de los mayores vicios tantocomo de las mayores virtudes, y los que nocaminan, sino muy lentamente pueden avanzarmucho más, si siguen, siempre el camino recto,que los que corren apartándose de él.

Por lo que a mí atañe, nunca he presumido quemis facultades fuesen más perfectas en nada quelas del vulgo, y hasta he deseado muchas vecestener el pensamiento tan ágil, o la imaginación tannítida y precisa, o la memoria tan extensa o tanrápida como otros, Y no conozco otras cualida-des, aparte de éstas, que sirvan para la perfección

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de la mente, pues en lo tocante a la razón o discernimiento, siendo ella la única cosa que noshace hombres y nos distingue de las bestias,quiero creer que está toda entera en cada uno denosotros, siguiendo en esto la opinión común delos filósofos, que dicen no haber más o menossino entre los accidentes, y no entre las formas o naturalezas de los individuos de una mismaespecie.

Empero, no tendré reparo en decir que creo habertenido mucha suerte por haberme encontradodesde mi juventud metido en ciertos caminos queme condujeron a consideraciones y a máximascon las que he formado un método que ha deservirme, según espero, para aumentar por gradosmi conocimiento y elevarlo hasta el más altopunto que la mediocridad de mi inteligencia y lacorta duración de mi vida puedan permitirlealcanzar. Porque he recogido ya con él tales frutosque, aunque en los juicios que formo sobre mímismo trato siempre de inclinarme del lado de ladesconfianza más bien que del de la presunción, y aunque considerando con mirada de filósofo lasdiversas acciones y empresas de los hombres nohaya casi ninguna que no me parezca vana e inútil, con todo, no dejo de sentirme extremada-mente satisfecho por el progreso que pienso haberrealizado ya en la búsqueda de la verdad, ni deconcebir tales esperanzas para el porvenir que, sientre las ocupaciones de los hombres propiamentehombres hay alguna que sea sólidamente buena e importante me atrevo a creer que es la que yo heelegido.

Sin embargo, puede ocurrir que yo me engañe y que no sea más que un poco de cobre y dé vidriolo que tomo por oro y diamantes. Sé cuan cercaestamos a equivocarnos en lo que nos afecta, y cuán sospechosos deben sernos también los juiciosde nuestros amigos cuando nos son favorables.

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Pero yo me contentaré con hacer ver en estediscurso cuáles son los caminos que he seguido y con representar en él mi vida como en un cuadro,a fin de que cada cual pueda juzgar de ella y deque, conociendo por el rumor común las opinio-nes que haya suscitado, sea éste un nuevo mediode'instruirme que añadiré a aquellos de que mesirvo habitualmente.

Así, pues, mi propósito no es enseñar aquí elmétodo que cada cual debe seguir para conducirbien su corazón, sino solamente mostrar de quémanera he tratado yo de conducir el mío. Los quese meten a dar preceptos deben estimarse máshábiles que aquellos a quienes los dan, y sicometen la más pequeña falta se hacen por ellacensurables. Pero, no proponiendo este escritomás que como una historia, o, si lo preferís, comouna fábula, en la que, entre algunos ejemplos quese pueden imitar, se encontraran tal vez otros quehaya razón para no. seguir, espero que será útilpara algunos sin ser nocivo para nadie, y quetodos me agradecerán mi franqueza.

Fui alimentado en las letras desde mi infancia, y,como me aseguraban que por medio de ellas sepodía adquirir un conocimiento claro y seguro detodo lo que es útil para la vida, tenía un deseoextremado de aprenderlas. Pero, tan pronto comohube acabado el ciclo de estudios a cuyo término se acostumbra a ser recibido en el rango de losdoctos, cambié enteramente de opinión, pues meencontraba embarazado por tantas dudas y erro-res que me parecía no haber obtenido otroprovecho, al tratar de instruirme, que el de haberdescubierto más y más mi ignorancia. Y, sinembargo, me encontraba en una de las máscélebres escuelas de Europa*, donde yo creía que

*El colegio de la Fleche.

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debía haber hombres sabios, si es que en algúnlugar de la tierra los había. Había aprendido allítodo lo que los demás aprendían, y aun, nohabiéndome contentado con las ciencias que senos enseñaban, había recorrido todos los librosque pudieran caer en mis manos referentes a lasque se consideran más raras y curiosas. Con esto,conocía los juicios que los demás formaban demí, y no veía que se me estimase inferior a miscondiscípulos, aunque hubiese ya entre ellosalgunos destinados a ocupar los puestos de nues-tros maestros. Por último, nuestro siglo meparecía tan floreciente y tan fértil en buenosingenios como pudiera serlo cualquiera de losprecedentes. Todo esto me daba la libertad dejuzgar por mí a todos los demás, y me llevaba a pensar que no había en el mundo ningunadoctrina que correspondiese a las esperanzas quese me había hecho concebir.

No dejaba, empero, de estimar los ejercicios quese practican en las escuelas. Sabía que las lenguasque en ellas se aprenden son necesarias para elentendimiento de los libros antiguos; que laingeniosidad de las fábulas estimula el espíritu;que las acciones memorables de las historias loelevan, y, leídas con discreción, ayudan a formarel juicio; que la lectura de todos los buenos libroses como una conversación con los hombres másselectos de los pasados siglos que fueron susautores, y hasta una conversación estudiada en laque no nos descubren más que sus mejorespensamientos; que la elocuencia tiene fuerzas y bellezas incomparables; que la poesía tiene delica-dezas y dulzuras encantadoras; que las matemáti-cas tienen invenciones muy sutiles, y que puedenservir en alto grado tanto para complacer a loscuriosos como para facilitar todas las artes y dis-minuir el trabajo humano; que los escritosacerca de las costumbres contienen muy útilesenseñanzas y exhortaciones a la virtud; que la

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teología enseña a ganar el cielo; que la filosofíaproporciona el medio de hablar de todas las cosascon verosimilitud y de hacerse admirar por losmenos sabios; que la jurisprudencia, la medicina y las otras ciencias apqrtan honores y riquezas a quienes las cultivan; y, en fin, que es buenohaberlas examinado todas, aun las más supersti-ciosas y falsas, a fin de conocer su justo valor y nodejarse engañar por ellas.

Pero creía yo haber dedicado ya bastante tiempoa las lenguas, y aun a la lectura de los librosantiguos y a sus historias y fábulas. Porque con-versar con los hombres de otras épocas es casi lomismo que viajar. Es conveniente conocer algo delas costumbres de diversos pueblos, para juzgar delas nuestras con criterio más sano y para nopensar que todo lo que se opone a nuestros usossea ridículo y contra razón, como suelen hacer losque no han visto nada. Mas, cuando se empleademasiado tiempo en viajar, acaba uno por serextranjero en su propio país; y cuando se extre-ma la curiosidad por las cosas que se practicabanen los tiempos pasados, se queda uno en granignorancia de las que se practican en el suyo.Además, las fábulas hacen imaginar como posi-bles, acontecimientos que no lo son, y hasta lashistorias más fieles, si no Cambian ni aumentan elvalor de las cosas para hacerlas más dignas de serleídas, por lo menos omiten en ellas casi siemprelas circunstancias más bajas y menos ilustres, de.donde resulta que el resto queda desfigurado, y que los que regulan sus costumbres por los ejem-plos que sacan de ellas están expuestos a caer enlas extravagancias de los paladines de nuestrasnovelas y a concebir designios que sobrepasen susfuerzas.

Estimaba mucho la elocuencia y estaba prendadode la poesía, pero pensaba que una y otra erandones del espíritu más bien que frutos del estu-

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dio. Los que poseen un razonamiento más robus-to y digieren mejor sus pensamientos con el fin dehacerlos claros e inteligibles, serán siempre los quemejor convenzan de lo que se propongan, aunqueno hablen más que bajo-bretón ni hayan aprendi-do nunca retórica; y los que hallan las másagradables invenciones y las saben expresar conmás galanura y dulcedumbre no dejarán de ser losmejores poetas, aunque el arte poética les seadesconocida.

Me complacían, sobre todo, las matemáticas, a causa de la certeza y evidencia de sus razones,pero no advertía todavía su verdadero uso, y,pensando que no servían más que para las artesmecánicas, me admiraba de que, siendo tan firmesy sólidos sus fundamentos, no se hubiese edifica-do sobre ellos nada más elevado. Como, por elcontrario, comparaba los escritos de los antiguospaganos sobre las costumbres a palacios muysoberbios y magníficos edificados sobre arena y barro: elevan muy alto las virtudes y las hadenaparecen como más estimables que todas las cosasdel mundo, pero no enseñan a conocerlas suficien-temente, y con frecuencia lo que designan con tanbello nombre no es más que insensibilidad, orgu-llo, desesperación o parricidio.

Reverenciaba nuestra teología y aspiraba taritocomo el que más a ganar el cielo; pero, habiendoaprendido como cosa muy segura que el caminohacia él no está menos abierto a los más ignoran-tes que a ios más doctos y que las verdadesreveladas que a él conducen están por encima denuestra inteligencia, no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de mis razonamientos» y pensaba que, para intentar examinarlas, y hacerlocon éxito, era menester disponer de alguna ex-traordinaria asistencia del cielo y ser más quehombre.

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Nada diré de la filosofía, sino que, viendo que hasido cultivada por los más excelentes espíritus quehan existido desde hace varios siglos, y que, sinembargo, no hay todavía en ella cosa alguna de laque no se dispute, y, por consiguiente, que no seadudosa, no tenía bastante presunción para esperartener más suerte que los demás en este terreno; y considerando cuántas opiniones diversas, sosteni-das por gentes doctas, puede haber acerca de unamisma materia, sin que pueda existir nunca másde una que sea verdadera, reputaba casi como fal-

. so todo lo que no pasase de ser verosímil.

Por lo que respecta a las otras ciencias, por cuantotoman sus principios de la filosofía, juzgaba queno se podía haber edificado nada sólido sobrecimientos tan poco firmes; y ni el honor ni laganancia que prometen eran suficientes para con-vidarme a aprenderlas, pues, gracias a Dios, no meencontraba en condiciories que me obligasen a hacer de la ciencia un oficio para ayuda de mifortuna; y aunque no hiciese ostentación de des-preciar la gloria, a lo cínico, me importaba enrealidad muy poco la que no esperaba poderadquirir más que con falsos títulos. Y, en fin, porlo que se refiere a las malas doctrinas, pensabaconoper ya bastante lo que valían para no correrel riesgo de ser engañado, ni por las promesas deun alquimista,; ni por las predicciones de unastrólogo, ni por las imposturas de un mago, nipor los artificios o la vanagloria de ninguno de loshacen profesión de saber más de lo que saben.

Por todo lo cual, tan pronto como la edad mepermitió salir de la sujeción de mis preceptores,abandoné completamente el estudio de las letras,y, prometiéndome no buscar otra ciencia que laque pudiese encontrar en mí mismo o en el granlibro del nrnncio, dedique el resto de mi juventuda viajar a ver cortes y ejércitos, a frecuentargentes de diversos talantes y condiciones, a

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recoger diversas experiencias, a ponerme a pruebaa mi mismo en las ocasiones que la fortuna medeparaba, y a reflexionar siempre sobre las cosasque me salían al paso de manera que pudiese sacarde ellas algún provecho. Pues me parecía quepodría encontrar mucha más verdad en los razo-namientos que cada uno hace acerca de losasuntos que le importan, y cuyo suceso puedecastigarle después si ha juzgado mal, que en losque lleva a cabo un hombre de letras en sugabinete sobre especulaciones que no producenningún efecto ni tienen para él otra consecuenciaque la de excitar, tal vez, su vanidad en tantomayor medida cuanto más se alejen del sentidocomún, ya que habrá tenido que emplear tantomás ingenio y artificio en tratar de hacerlasverosímiles; y lo que yo deseaba siempre extrema- • darnente era aprender a distinguir lo verdadero delo falso, para ver claro en mis acciones y caminarcon seguridad en la vida.

Es verdad que, mientras no hacía otra cosa queconsiderar ¡as costumbres de los demás hombres,apenas encontraba en ellas nada seguro, advirtien-do que eran tan diversas como antes me habíanparecido las opiniones de los filósofos; de modoque el mayor provecho que sacaba de ellasconsistía en que, viendo muchas cosas que, aunpareciéndonos ridiculas y extravagantes, no deja-ban de ser comúnmente recibidas y aceptadas porotros grandes pueblos, aprendí a no creer dema-siado firmemente en nada de lo que hubiese sidopersuadido sólo por el ejemplo y la costumbre; y así me liberé poco a poco de muchos errores quepueden ofuscar nuestra luz natural y hacernosmenos capaces de escuchar la voz de la razón.Pero, después de haber empleado algunos años enestudiar de esta manera en el libro del mundo y entratar de adquirir alguna experiencia, un día tomé

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la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu enelegir el camino que debía seguir, lo que conseguí,según creo, mucho mejor que si no me hubiesealejado nunca de mi país ni de mis libros.

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«e

SEGUNDA PARTE

PRINCIPALES REGLAS DEL MÉTODO

Estaba yo entonces* en Alemania, a donde mehabía llamado la ocasión de las guerras que aúnno han terminado, y volviendo al ejército de lacoronación del emperador, el comienzo del invier-no me detuvo en un cuartel, donde, no encontran-do conversación alguna que me divirtiese, y noteniendo, por otra parte, felizmente, cuidados nipasiones que me turbasen, permanecía todo el díaencerrado solo junto a una estufa, disponiendo deun completo vagar para entregarme a mis pensa-mientos. Y uno de los primeros, entre ellos, fue elponerme a considerar que frecuentemente no haytanta perfección en las obras compuestas de variaspiezas y hechas por la mano de diversos maestroscomo en las que han sido trabajadas por uno solo.Así,; se ve que los edificios planeados y termina-dos por un mismo arquitecto son casi siempre másbellos y mejor ordenados que los que hanintentado recomponer varios, aprovechando paraello viejos muros que habían sido construidospara otros fines. Del mismo modo, esas grandesciudades que, no habiendo sido en un principiomás que aldeas, se convirtieron al correr de lostiempos en grandes urbes, están de ordinario tanmal distribuidas, si se comparan con esas plazasregulares que un ingeniero trazó a su talante enuna planicie, que, aunque considerando cada uno

*Invierno de 1619 a 1620.

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de sus edificios por separado, se encuentra enellos tanto o mas arte que en estos otros, sinembargo, al ver cómo se hallan dispuestos, aquíuno grande, allá uno pequeño, y cuán ;sinuosas y desiguales resultan las calles, se diría que ha sidoel azar, más que la voluntad de hombres dotadosde razón, quien de esa manera los ha ordenado. Y,si se considera que, no obstante, en todo tiempohubo funcionarios encargados de custodiar lasedificaciones de los particulares para hacerlasservir al ornato público, se caerá en la cuenta decuán dificultoso resulta el realizar cosas bienacabadas cuando se trabaja sobre obras ajenas. Deacuerdo con esto, imaginaba yo que los pueblosque estuvieron primero semisalvajes y que sólopoco a poco fueron civilizándose, haciendo susleyes a medida que la incomodidad producida porlos crímenes y las querellas les obligaba a ello, nopodrían estar tan bien reglamentados como aque-llos otros que desde el comienzo de su agrupaciónobservaron las constituciones de algún prudentelegislador. Así como es muy cierto que el estadode la verdadera religión, cuyos preceptos solamen-te Dios ha establecido, debe estar incomparable-mente mejor reglamentado que cualquier otro. Y,para hablar de las cosas humanas, creo que siEsparta fue en otros tiempos muy floreciente, nose debió a la bondad de cada una de sus leyesen particular, puesto que algunas de ellas erahmuy extrañas, y hasta contrarias a las buenascostumbres, sino a que, habiendo sido inventadaspor uno solo, tendían todas al mismo fin. Y de lamisma manera, pensaba que las ciencias de loslibros, al menos aquellas cuyas razones no sonmás que probables y que carecen de demostra-ciones, habiendo sido compuestas y acrecentadaspoco a poco con opiniones de varias personasdiferentes, no se aproximan tanto a la verdadcomo los simples razonamientos que un hombresolo puede hacer naturalmente acerca de las cosasque se le ofrezcan. Y así, pensaba también que,

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habiendo sido todos niños antes de ser hombres, y habiendo tenido que gobernarnos por nuestrosapetitos y por nuestros preceptores, que a menu-do eran contrarios los unos a los otros, y que niunos ni otros nos aconsejaban quizá siempre lomejor, es casi imposible que nuestros juicios seantan puros y tan sólidos como lo habrían sido sihubiésemos poseído el uso completo de la razóndesde el punto de nuestro nacimiento y nohubiésemos sido guiados nunca más que por ella.

Verdad es que no vemos derribar todas las casasde una ciudad con el único fin de reconstruirlasde otra manera para hacer más bellas las calles;pero sí es frecuente que algunos derriben las suyaspara reedificarlas, viéndose, a veces, incluso,obligados a ello, cuando están en peligro de caersepor sí mismas y cuando sus cimientos no son muyfirmes. A ejemplo de lo cual, me persuadí de queno sería en verdad sensato que un particular sepropusiera reformar un Estado cambiándolo todoen él, desde los fundamentos, y derrocándolo paravolverlo a edificar; ni tan siquiera que intentasereformar el cuerpo de las ciencias o el ordenestablecido en las esduelas pata enseñarlo; pero,en lo que atañe a las opiniones que hasta entonceshabía yo admitido en mi creencia, pensé que nopodía hacer cosa mejor qlie intentar por una vezsuprimirlas todas, a fin de colocar después en sulugar, bien otras mejores, o bien las mismas, unavez ajustadas al nivel de la razón. Y creí firme-mente qué, por este medio, lograría conducir mivida mucho mejor que si no edificaba más quesobre viejos cimientos y no me apoyaba más queen los principios que me había dejado inculcar enmi juventud, sin haber examinado nunca si eranverdaderos. Porque, aunque advirtiese en estodiversas dificultades, no eran, empero, irremedia-bles, ni se podían comparar con las que seencuentran en la reforma de cualesquiera de lascosas que afectan al público. Estos grandes

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cuerpos de las cosas públicas son muy difíciles delevantar, una vez abatidos, y aun de sostenercuando se han removido, y sus caídas son siempremuy rudas. En cuanto a sus imperfecciones, si lastienen (y la simple diversidad que hay entre ellosbasta para asegurar que algunos las tienen), el usolas ha mitigado mucho, sin duda, y hasta haevitado o corregido insensiblemente bastantes,que no podrían haberlo sido tan felizmente por lasimple prudencia; y, en fin, son ellas casi siempremás soportables que lo sería su cambio. Ocurrecomo con los grandes caminos que serpenteanentre montañas, los cuales se hacen poco a pocotan lisos y cómodos, a fuerza de ser frecuentados,que es mucho mejor seguirlos que intentar ir porlo derecho, trepando por encima de las rocas y descendiendo hasta el fondo de los precipicios.

Por eso, no puedo aprobar en modo alguno esoscaracteres entrometidos e inquietos que, no sien-do llamados ni por su nacimiento ni por su fortu-na al manejo de los asuntos públicos, no dejan deidear en todo momento nuevas reformas; y si yocreyera que en este escrito hubiese la menor cosapor la que me pudiera hacer sospechoso desemejante locura, no toleraría, sino muy a mipesar, el que fuese publicado. Mi propósito no seextendió nunca más allá del intento de reformarmis propios pensamientos y de edificar en unterreno que es enteramente mío. Pues, si habién-dome agradado bastante mi obra, os muestro aquíel modelo de ella, no es que yo quiera con estoaconsejar a nadie que la imite. Aquellos a quienesDios haya repartido más pródigamente sus graciastendrán, quizá, designios más elevados; pero mu-cho me temo que éste mío resulte ya demasiadoaudaz para algunos. Ni siquiera la resolución dedeshacerse de todas las opiniones que antes serecibieren es un ejemplo que todos deban seguir.Y el mundo está compuesto casi exclusivamentede dos clases de ingenios, a los que no conviene en

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modo alguno, a saber: de los que, creyéndose máshábiles de lo que son, no pueden evitar elprecipitar sus juicios, ni tienen bastante pacienciapara conducir ordenadamente todos sus pensa-mientos (por lo que, si alguna vez se tomasen lalibertad de dudar de los principios que recibierony de apartarse del camino común, nunca podránmantenerse en el sendero que es menester paraavanzar más rectamente y permanecerán extravia-dos toda la vida), y de los que, poseyendobastante razón o modestia para comprender queson menos capaces de distinguir lo verdadero delo falso que otros, por los cuales pueden serinstruidos, deben conformarse con seguir lasopiniones de estos otros, más bien que buscarlasmejores por sí mismos.

Por lo que a mí toca, hubiera sido sin duda delnúmero de estos últimos, si no hubiese tenidonunca más que un solo maestro o no hubieseconocido las diferencias que en todo tiempoexistieron entre las opiniones de los más doctos.Pero, habiendo aprendido en el colegio que no sepodría imaginar nada tan extraño y poco creíble,que no haya sido dicho por algún filósofo;habiendo reconocido más tarde, viajando, que notodos los que tienen sentimientos muy contrariosa los nuestros son por eso bárbaros ni salvajes,sino que muchos usan tanto o más que nosotrosde la razón; y habiendo considerado que unmismo hombre, con sus mismas facultades, criadodesde su infancia entre franceses o alemanes llegaa ser muy diferente de lo que sería si hubiesevivido entre chinos y caníbales; que, hasta en lasmodas de nuestros vestidos, lo mismo que nosgustó hace diez años, y que nos gustará quizá denuevo antes de otros, diez, nos parece hoyextravagante y ridículo; que, según esto, lo quenos convence es mucho más la costumbre y elejemplo que ningún conocimiento cierto, y que,sin embargo, la pluralidad de votos no es una

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prueba que valga nada para las verdades un pocodifíciles de descubrir, puesto que es mucho másverosímil que un hombre solo las haya encontra-do que no todo un pueblo; en vista de todo ello,no podía yo elegir a nadie cuyas opiniones mepareciesen preferibles a las de los demás, encon-trándome, por consiguiente, como obligado a conducirme por mí mismo.

Pero, como hombre que anda solo y en lastinieblas, me resolví a caminar tan lentamente y a usar de tanto circunspección en todas las cosas,que aunque sólo avanzase muy poco, por lomenos me preservase de caer. Ni siquiera quisecomenzar a rechazar completamente ninguna delas opiniones que se hubiesen podido deslizarantaño en mis creencias por otras vías que las dela razón, sin antes haber dedicado bastantetiempo a formar el proyecto de la obra que iba a emprender y a buscar el verdadero método parallegar al conocimiento de todas las cosas de quemi mente fuese capaz.

Siendo más joven, había estudiado yo un poco,entre las partes de la filosofía, la lógica, y entrelas matemáticas, el análisis de los geómetras y elálgebra, tres artes o ciencias que, al parecer,debían contribuir en algo a mi propósito. Pero, alexaminarlas, advertí que, por lo que respecta a lalógica, sus silogismos y la mayor parte dé susrestantes instrucciones sirven más bien para expli-car a otro las cosas que se saben, o, incluso, comoel arte de Lulio*, para hablar sin juicio de las quese ignoran, que para aprenderlas; y, aunque ellacontiene, en efecto, muchos preceptos verdaderos.

* Raimundo Lulio (1235-1315), filósofo mallorquín. Preten-dió, en su famosa Ars magna, hacer una "combinatoria" universal,aunque sus principios son oscuros y todavía no bien desentraña-dos, constituyendo el precedente medieval de la moderna idea dela nathesis universalis, que tanto preocupó a Leibniz.

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y buenos, hay, no obstante, mezclados con ellostantos otros nocivos o superfluos, que es casi tandifícil separarlos de aquéllos como sacar unaDiana o una Minerva de un bloque de mármol queno esté todavía abocetado. En cuanto al análisisde los antiguos y al álgebra de los modernos,además de que sólo abarcan materias muy abs-tractas y que no parecen de ningún uso, laprimera se restringe siempre tanto a la considera-ción de las figuras, i que no puede ejercitar elentendimiento sin fatigar mucho la imaginación; y en la última está uno siempre tan sujeto a ciertasreglas y a ciertas cifras, que se ha hecho de ella unarte confuso y oscuro que embaraza la mente, enlugar de una ciencia que la cultive. Lo cual fuecausa de que yo pensase que era menester buscaralgún otro método que, comprendiendo las venta-jas de estos tres, estuviera exento de sus defectos.Y, así como la muchedumbre de las leyes propor-ciona con frecuencia excusas para los vicios, desuerte que un Estado está mucho mejor reguladocuando, teniendo sólo unas pocas, son observadasmuy estrechamente; de la misma manera, en lugarde ese gran número de preceptos de que la lógicaestá compuesta, creí yo que tendría bastante conlos cuatro siguientes, con tal de que tomase lafirme y constante resolución de no dejar de ob-servarlos ni una sola vez.

Era el primero, no aceptar nunca cosa alguna!como verdadera que no la conociese evidentemen-te como tal, es decir, evitar cuidadosamente la:precipitación y la prevención y no admitir en mis juicios nada más que lo que se presentase a miespíritu tan clara y distintamente, que no tuvieseocasión alguna de ponerlo en duda.

El segundo, dividir cada una de las dificultadesque examinase en tantas partes como fueraposible y como se requiriese para su mejorresolución.

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El tercero, conducir ordenadamente mis pensa-mientos, comenzando por los objetos más simplesy fáciles de conocer para ascender poco a poco,como por grados, hasta el conocimiento de losmás complejos, suponiendo, incluso, un ordenentre los que no se preceden naturalmente.

Y el último, hacer en todas partes enumeracionestan completas y revistas tan generales que estuvie-se seguro de no omitir nada.

Esas largas cadenas de razones tan simples y fáciles de que los geómetras acostumbran a servirse para llegar a sus más difíciles demostracio-nes, me habían dado ocasión de imaginarme quetodas las cosas que pueden caer bajo el conoci-miento de los hombres se siguen unas a otras de lamisma manera, y que sólo con abstenerse derecibir como verdadera ninguna que no lo sea, y con guardar siempre el orden que es menesterpara deducirlas unas de otras, no puede haberninguna tan alejada que finalmente no se alcance,ni tan oculta que no se descubra. No me costómucho trabajo buscar por cuáles era necesariocomenzar, pues sabía ya que era por las mássimples y fáciles de conocer; y, considerando que,entre todos los que hasta ahora buscaron laverdad en las ciencias, sólo los matemáticospudieron encontrar algunas demostraciones, esdecir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudéque hubiese de empezar por las mismas que ellosexaminaron, aunque no esperase de aquello ningu-na otra utilidad que la de acostumbrar mi mente a alimentarse de verdades y a no contentarse confalsas razones. No me impuse, sin embargo., paraeste menester, la tarea de aprender todas lasciencias particulares que se llaman comúnmentematemáticas; antes bien, conociendo que, a pesarde las diferencias de sus objetos, todas estasciencias coinciden en no considerar otra cosa quelas diversas relaciones o proporciones que en ellos

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se encuentran, pensé que sería mejor examinarsolamente estas proporciones en general, y nosuponerlas más que en aquellos asuntos quesirvieran para hacerme más fácil su conocimiento,aunque sin restringirlas tampoco a ellos en absolu-to, a fin de poderlas aplicar después con másfacilidad a todos los demás a que conviniesen.Habiendo advertido luego que, para conocerlas,unas veces necesitaría considerar cada una enparticular, y otras veces solamente retener y comprender varias conjuntamente, pensé que,para mejor considerarlas en particular, debíasuponerlas en figura! de líneas, puesto que no encontraba nada más simple ni que pudieserepresentar más distintamente a mi imaginación y a mis sentidos; que, en cambio, para retener o comprender a varias juntas, era necesario que lasexplicase por medió de algunas cifras, lo másabreviadas que fuese posible; y que, de estamanera, conseguiría tomar lo mejor del análisisgeométrico y del álgebra, y corregiría los defectosde cada una de estas disciplinas por la otra.

Y, en efecto, me atrevo a decir que la exactaobservación de estos pocos preceptos que habíaelegido me dio tal facilidad para desentrañar todaslas cuestiones a que estas dos ciencias se extien-den, que en dos o tres meses que empleé paraexaminarlas, habiendo comenzado por las mássimples y generales, y constituyendo cada verdadque encontraba una regla que me servía despuésipara encontrar otras, no solo resolví varias quehabía juzgado antes como muy difíciles, sino que,al final, me pareció también que podía determi-nar, aun en las mismas que ignoraba, por qué me-dios y hasta dónde era posible resolverlas. En locual no os pareceré, quiza, muy jactancioso si con-sideráis que, no habiendo más que una verdad paracada cosa, cualquiera que la encuentre sabe de ellatodo lo que se puede saber, y que, por ejemplo,un niño instruido en la aritmética, al hacer una

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adición según sus reglas, puede estar seguro dehaber encontrado, con respecto a la suma queexaminaba, todo lo que la mente humana es capazde encontrar; pues, en definitiva, el método queenseña a seguir el verdadero orden y a enumerar exactamente todas las circunstancias de lo que sebusca, contiene todo lo que da su certidumbre a las reglas de la aritmética.

Pero lo que más me contentaba de este métodoera que con él estaba seguro de usar de mi razónen todo, si no perfectamente, al menos lo mejorque estuviese en mi poder; además de que, alpracticarlo, sentía que mi mente se acostumbrabapoco a poco a concebir más clara y distintamentesus objetos; y, no habiéndolo limitado a ningunamateria particular, me prometía aplicarlo a lasdificultades de las demás ciencias tan útilmentecomo lo había hecho a la del álgebra. No quiereesto decir que me aventurase a intentar, desdeluego, el examen de todas las que se presentasen,pues esto hubiera sido contrario al orden que elmétodo mismo prescribe. Pero, habiendo advertidoque los principios de todas las ciencias debían sertomados de la filosofía, en la que no encontrabatodavía ninguno seguro, pensé que, ante todo, eramenester que tratase de establecerlos en ella; y,siendo ésta !a cosa más importante del mundo y aquella en que eran más de temer la precipitacióny la prevención, creí que no debía intentarllevarla a cabo hasta que no hubiese alcanzadouna edad mucho más madura que la de veintitrésaños, que entonces tenía, y hasta que no hubiese empleado mucho tiempo en prepararme para ello,tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas.opiniones que había recibido anteriormente, co-mo haciendo acopio de experiencias diversas, quesuministrasen después la materia para mis razona-mientos, y siempre sin dejar de ejercitarme en elmétodo que me había prescrito, con objeto deafirmarme en él cada vez más.

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TERCERA PARTE

ALGUNAS REGLAS DE MORAL SACADAS DEL MÉTODO

En fin, así como antes de comenzar a reedificar lacasa donde se habita, no basta con derribarla y con proveerse de materiales y de arquitectos, o bien con ejercitarse uno mismo en la arquitectura,ni, además de esto, con haber trazado cuidadosa-mente su diseño, sino que es menester tambiénhaberse procurado alguna otra donde se puedaestar cómodamente alojado durante el tiempo quedure el trabajo; así también, para no permanecerirresoluto en mis acciones mientras la razón meobligaba a serlo en mis juicios, y para no dejar devivir en adelante lo más acertadamente quepudiese, me formé una moral provisional, que noconsistía más que en tres o cuatro máximas, de lasque quiero daros cuenta. .

La primera, era obedecer a las leyes y costumbresde mi país, conservando la religión en la que Diosme hizo la gracia de ser instruido desde miinfancia, y gobernándome en cualquier otra cosade acuerdo con las opiniones más moderadas y alejadas del exceso que fuesen comúnmente prac-ticadas por los hombres más prudentes entreaquellos .con quienes tuviese que vivir; pues,comenzando ya a no tener en cuenta para nada lasmías, puesto que quería volver a someterlas todasa examen, estaba seguro de no poder hacer nadamejor que seguir las de los más sensatos. Y,aunque quizás entre los persas o los chinos hayatantos hombres sensatos como entre nosotros, me

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Sin embargo, estos nueve años transcurrieron sinque yo hubiese tomado partido acerca de lasdificultades que suelen ser disputadas entre losdoctos, ni comenzado a buscar los fundamentosde ninguna filosofía más cierta que la vulgar. Y elejemplo de varios excelentes ingenios, que, ha-biendo tenido el mismo propósito, no habíanconseguido, a mi parecer, realizarlo, me lo hacíaimaginar tan lleno de dificultades que quizá nome hubiese atrevido a abordarlo tan pronto, de no haber visto que algunos hacían circular el rumorde que ya lo había logrado. No podría decir enqué fundaban esta opinión, y si en algo hecontribuido a ella con mis palabras, debe de habersido confesando lo que ignoraba con más ingenui-dad de lo que suelen hacerlo los que hanestudiado algo, y tal vez también haciendo ver lasrazones que tenia para dudar de muchas cosas quelos demás estiman ciertas, más bien que vanaglo-riándome de doctrina alguna. Pero, siendo lobastante honrado para no querer que se metomase por lo que no era, pensé que debía tratarpor todos los medios de hacerme digno de lareputación que se me daba, y hace justamentenueve años que este deseo me decidió a alejarmede todos los lugares donde pudiese tener conoci-mientos y a retirarme aquí*, a un país donde lalarga duración de la guerra ha hecho que seestablezca un orden tal, que los ejércitos que en élson mantenidos no parecen servir sino para hacerque se gocen con mayor seguridad los frutos de lapaz, y donde, entre la muchedumbre de un granpueblo muy activo y más cuidadoso de suspropios asuntos que curioso de los ajenos, sincarecer de las comodidades que son propias de lasciudades más populosas, he podido vivir tansolitario y retirado como en los más apartadosdesiertos.

*Holanda.

CUARTA PARTE

PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS Y DEL ALMA HUMANA O FUNDAMENTOS DE LA METAFÍSICA

No sé si debo hablaros de las primeras medita-ciones que hice, pues son tan metafísicas y pococomunes, que no serán quizá del gusto de todo elmundo; y, no obstante, para que se pueda juzgarsi los fundamentos que adopté son bastantefirmes, me encuentro en alguna manera obligado a hablar de ellas.

Yo había advertido desde mucho tiempo antes,como he dicho más arriba, que, en lo que atañe a las costumbres, es necesario a veces seguir opinio-nes que se saben muy inciertas como si fuesenindubitables; pero, desde el momento en que mepropuse entregarme ya exclusivamente a la inves-tigación de la verdad, pensé que debía hacer todolo contrarío y rechazar como absolutamente falsotodo aquello en lo que pudiera imaginar la máspequeña duda, para ver si después de estoquedaba algo entre mis creencias que fueseenteramente indubitable. Así, fundándome enqué los sentidos nos engañan algunas veces, quisesuponer que no había cosa alguna que fuese tal y como ellos nos la hacen imaginar; y, en vista deque hay hombres qué se engañan al razonar y cometen paralogismos, aun en las más simplesmaterias de geometría, y juzgando que yo estabatan sujeto a equivocarme como cualquier otro,rechace como falsas todas las razones que antes

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había aceptado mediante demostración; y,, final-mente, considerando que los mismos pensamien-tos que tenemos estando despiertos pueden tam-bién ocurrírsenos cuando dormimos, sin que eneste caso ninguno de ellos sea verdadero, meresolví a fingir que nada de lo que hasta entonceshabía entrado en mi mente era más verdadero quelas ilusiones de mis sueños. Pero inmediatamentedespués "caí en la cuenta de que, mientras de éstamanera intentaba pensar que todo era falso, eraabsolutamente necesario que yo, que lo pensaba,fuese algo; y advirtiendo que esta verdad: pienso, luego existo, era tan firme y segura que las más-extravagantes suposiciones de los escépticos eranincapaces de conmoverla, pensé que podía acep-tarla sin escrúpulo como el primer principio de lafilosofía que andaba buscando.

Luego, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía imaginar que no tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar alguno en queestuviese, pero que no por eso podía imaginar queno existía, sino que, por el contrario, del hechomismo de tener ocupado el pensamiento en dudarde la verdad de las demás cosas se seguía muyevidente y ciertamente que yo existía; mientrasque, si hubiese cesado de pensar, aunque el restode lo que había imaginado hubiese sido verdade-ro, no hubiera tenido ninguna razón para creer enmi existencia, conocí por esto que yo era unasustancia cuya completa esencia o naturalezaconsiste sólo en pensar, y que para existir no tiene,necesidad de ningún lugar ni depende de ninguna,cosa material; de modo que este .yo, es decir, elalma, por la que soy lo que soy; es enteramentedistinta del cuerpo, y hasta más fácil de conocerque él, y aunque él no existiese, ella no dejaría deser todo lo que es.

Después de esto me puse a considerar lo que serequiere, en general, para que una proposición sea

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verdadera y cierta; pues, en vista de que acababade encontrar una que sabía que lo era, pensé quedebía saber también en qué consistía esta certi-dumbre. Y habiendo observado que en la propo-sición pienso, luego existo, lo único que measegura de que digo la verdad es que veo muyclaramente que para pensar es necesario ser,juzgué que podía tomar como regla general quelas cosas que concebimos muy clara y distinta-mente son todas verdaderas, y que solamente hayalguna dificultad en advertir bien cuáles son lasque en realidad concebimos distintamente.

A continuación, reflexionando en este hecho deque yo dudaba, y en que, por consiguiente, mi serno era enteramente perfecto, puesto que veía cla-ramente que había más perfección en conocerque en dudar, quise indagar de dónde habíaaprendido yo a pensar en algo más perfecto queyo mismo, y conocí con evidencia que tenía queser de alguna naturaleza que, en efecto, fuese másperfecta. En lo referente a los pensamientos queyo tenía de muchas otras cosas exteriores a mí,como el cielo, la tierra, la luz, el calor y otras mil,no me costaba tanto trabajo saber de dóndeprocedían, porque, no encontrando en ellas nadaque me pareciese nacerlas superiores a mí, podíacreer que si eran verdaderas, dependían de minaturaleza, en cuanto que ella poseía algunaperfección, y si no lo eran, que las tenía de lanada, es decir, que estaban en mí por ser yodefectuoso. Pero no podía ocurrir lo mismo conla idea de un ser más perfecto que el mío, pues eltenerla de la nada era cosa manifiestamenteimposible. Y, como no hay menos repugnancia enque lo más perfecto sea consecuencia y dependen-cia de lo menos perfecto que en algo proceda denada, no podía venirme tampoco de mí mismo.De socio que no quedaba sino que hubiese sidopuesta, en mí per una naturaleza verdaderamentemás perfecta que yo, e incluso que reuniese en sí

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todas las perfecciones de que yo pudiera tener al-guna idea; es decir, para explicarme en una solapalabra, que fuese Dios. A lo cual agregué que,puesto que conocía algunas perfecciones que yono tenía, no era yo el único ser existente (usaréaquí, con vuestra venia, libremente los vocablosde la escuela), sino que era absolutamente necesa-rio que hubiese algún otro más perfecto, del quedependiese yo y del que hubiera recibido todo loque tenía; pues si yo hubiese sido solo e indepen-diente de todo otro ser, de modo que hubieratenido por mí mismo lo poco en que participabadel Ser perfecto, por la misma razón hubierapodido tener por mí mismo todo lo demás queconocía faltarme, y así, ser yo mismo infinito,eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente y,en fin, poseer todas las perfecciones que podíaadvertir en Dios. Porque, según los razonamientosque acabo de hacer, para conocer la naturaleza deDios, en cuanto la mía era capaz de ello, no teníamás que considerar, con respecto a todas las cosascuya idea encontraba en mí, si el poseerlas era o no perfección; y estaba seguro de que ninguna delas que implicaban imperfección pertenecía a Dios; y, en cambio, estaban en él todas las demás;así, veía que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no podían estar en él, puestoque yo mismo me hubiese considerado mejorviéndome libre de ellas. Por otra parte, tenía yoideas de muchas cosas sensibles y corporales;pues, aunque supusiese que estaba soñando y quetodo lo que veía o imaginaba era falso, no podíanegar, sin embargo, que las ideas estuviesen verda-deramente en mi pensamiento. Ahora bien, comohabía conocido ya en mí mismo muy claramenteque la naturaleza inteligente es distinta de 1acorporal, considerando que toda composiciónindica dependencia, y que la dependencia esmanifiestamente un defecto, juzgué por ello queno podía ser en Dios una perfección el estarcompuesto de estas dos naturalezas, y que, por

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consiguiente, no lo estaba; pero que si en elmundo había cuerpos o inteligencias u otras na-turalezas que no fuesen enteramente perfectas, suser debía depender del poder de aquél, de tal mo-do que no pudiesen subsistir sin él ni un solo mo-mento.

Por un instante quise buscar otras verdades, y,habiéndome propuesto el objeto de los geómetras,que yo concebía como un cuerpo continuo, o como un espacio infinitamente extendido enlongitud, latitud y profundidad o altura, divisibleen distintas partes que podían adoptar diversasfiguras y magnitudes y ser movidas y trasladadasde todos modos (pues todo esto suponen losgeómetras como objeto suyo), recorrí algunas desus más simples demostraciones, y, al percatarmede que esa gran certeza que todo el mundo lesatribuye sólo se funda en que se las concibe conevidencia, según la regla que enuncié hace poco,advertí también que no había en ellas nada queme asegurase de la existencia de su objeto; puesveía claramente que, suponiendo un triángulo, eranecesario que sus tres ángulos fuesen iguales a dosrectos, pero no por eso veía nada que measegurase de la existencia en el mundo de ningúntriángulo; en cambio, volviendo a examinar la ideaque tenía de un Ser perfecto, encontraba que laexistencia estaba comprendida en ella, de lamisma manera que está comprendido en la de untriángulo el que sus tres ángulos sean iguales a dosrectos, o en la de una esfera el que todas suspartes disten igualmente de su centro, y aun meparecería más evidente lo primero; por consi-guiente, que Dios, ese Ser tan perfecto, es o existe, lo encontraba por lo menos tan ciertocomo pudiera serlo cualquier demostración de lageometría.

Empero, el que haya muchos que considerendifícil conocerlo, y hasta conocer lo que es su

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alma, se debe a que nunca elevan su espíritu porencima de la» cosas sensibles, y a que están de talmanera acostumbrados a no pensar nada sinoimaginándolo (lo cual es un modo de pensarparticular, sólo apropiado para las cosas materia-les), que todo lo que no es imaginable les pareceque no es inteligible. Lo cual es bastante mani-fiesto por el hecho de que hasta los filósofostienen como máxima en las escuelas que no haynada en el entendimiento que antes no haya,estado en los sentidos, donde, sin embargo, es.cierto que las ideas de Dios y del alma noestuvieron jamás; y me parece que los que quierenusar de su imaginación para comprenderlas obranlo mismo que si para oír los sonidos u oler losolores se quisieran servir de los ojos; con ladiferencia, además, de que el sentido de la vistano nos asegura menos de la verdad de estosobjetos que los del olfato y el oído, mientras queni nuestra imaginación ni nuestros sentidos po-drían asegurarnos jamás de cosa alguna sin laintervención de nuestro entendimiento.

En fin, si todavía hay hombres que no esténbastante persuadidos de la existencia de Dios y del alma por las razones que he expuesto, quieroque sepan que todas las demás cosas de que secreen quizá más seguros, como de tener uncuerpo, y de que hay astros y una tierra y cosassemejantes, son menos ciertas; pues, aunque deestas cosas se tenga una seguridad moral, tal queparezca no poderse dudar de ellas a menos de ser.extravagante, tampoco se puede negar, no obs-tante, cuando de certeza metafísica se trata, a menos de ser irrazonable, que sea suficientemotivo para no estar completamente seguro deellas el haber advertido que, mientras se duerme,puede uno imaginarse de la misma manera quetiene otro cuerpo y que ve otros astros y otratierra, sin que haya nada de ello. Pues, ¿de dóndese sabe que los pensamientos que sobrevienen en

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el sueño son más falsos que los demás, siendo asíque con frecuencia no son menos vivos y expre-sos? Y por mucho que estudien la cuestión losespíritus más selectos, no creo que puedan darninguna razón suficiente para evitar esta duda, sino presuponen la existencia de Dios. Porque, enprimer lugar, lo mismo que hace poco tome comouna regla, a saber: que las cosas que concebimosmuy clara y distintamente son todas verdaderas;eso mismo no es seguro más que a causa de queDios, es o existe, de que es un Ser perfecto y deque todo lo que hay en nosotros procede de El;de donde se sigue que, siendo nuestras ideas o nociones cosas reales y que vienen de Dios, entanto en cuanto son claras y distintas no puedenser sino verdaderas. De modo que, si a menudotenemos bastantes que contienen falsedad, sólopueden ser aquellas que tienen algo confuso y oscuro, a causa de que en ello participan de lanada, es decir, que sólo se nos presentan de esamanera confusa porque nosotros no somos per-fectos. Y es evidente que no hay menos repug-nancia en que la falsedad o la imperfecciónprocedan de Dios, en tanto que tal, que en que laverdad o la perfección procedan de la nada. Perosi no supiésemos que todo lo real y verdadero quehay en nosotros vienen de un Ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestrasideas, no tendríamos ninguna razón que nosasegurase que poseían la perfección de ser verda-deras.

Ahora bien, una vez que el conocimiento de Diosy del alma nos ha garantizado la certeza deaquella regla, es muy fácil conocer que lasfantasías que imaginamos estando dormidos nodeben hacemos dudar en modo alguno de laverdad de los pensamientos que tenemos estandodespiertos. Pues si ocurriese que, aun estandodurmiendo, se tuviera alguna idea muy distinta,por ejemplo, que un geómetra inventase alguna

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nueva demostración, el sueño no le impediría serverdadera; y en cuanto al error más ordinario denuestros sueños, que consiste en que nos repre-sentan diversos objetos de la misma manera que lohacen nuestros sentidos exteriores, no importaque nos dé motivo para desconfiar de tales ideas,puesto que también ellas nos engañan con bas-tante frecuencia sin que durmamos, como cuandolos que padecen ictericia lo ven todo de coloramarillo, o cuando los astros u otros cuerpos muylejanos nos parecen mucho más pequeños de loque son. Porque, en fin de cuentas, ya estemosdespiertos o ya durmamos, nunca debemos de-jarnos persuadir más que por la evidencia denuestra razón. Y nótese que digo de nuestrarazón, y no de nuestra imaginación ni de nuestrossentidos. Así, aunque vemos el sol muy clara-mente, no por eso debemos juzgar que sea deltamaño que lo vemos, y podemos imaginarnosmuy distintamente una cabeza de león injertadaen el cuerpo de una cabra, sin que por ello seancesario concluir que haya en el mundo unaquimera. Porque la razón no nos dicta que lo quevemos o imaginamos de ese modo sea verdadero,sino solamente que todas nuestras ideas o nocio-nes deben tener algún fundamento de verdad, yaque, de lo contrario, no sería posible que Dios,que es perfectísimo y absolutamente veraz, lashubiese puesto en nosotros; y, como nuestrosrazonamientos no son nunca tan evidentes ni tancompletos durante el sueño como durante lavigilia, aunque a veces nuestras imaginaciones seanen aquél tanto o más vivas y expresas, nos dictatambién que, no pudiendo ser verdaderos todosnuestros pensamientos, por no ser nosotros ente-ramente perfectos, lo que tienen de verdad debeinfaliblemente encontrarse en los que tenemosestando despiertos, más bien que en los denuestros sueños.

QUINTA PARTE

ORDEN DE CUESTIONES EN FÍSICA

Mucho me agradaría continuar mostrando aquí lacadena completa de las demás verdades que deestas primeras deduje, pero como para eso necesi-taría hablar ahora de varias cuestiones que estánen discusión entre los doctos, con los que nodeseo malquistarme, creo que será mejor que meabstenga de ello y que diga solamente en términosgenerales cuáles fueron aquéllas, a fin de dejarjuzgar a los más sabios si sería útil dar al públicouna información más detallada de su contenido.

Permanecí firme en la resolución que habíatomado de no suponer ningún otro principio queaquel de que acabo de servirme para demostrar laexistencia de Dios y del alma, y no aceptar cosaalguna como verdadera que no me pareciese másclara y cierta que lo habían sido antes lasdemostraciones de los geómetras; y, sin embargo,me atrevo a decir que no sólo encontré el mediode satisfacerme en poco tiempo con respecto a lasprincipales dificultades de que se acostumbra a tratar en la filosofía, sino que también advertíciertas leyes que Dios ha establecido de talmanera en la Naturaleza, y de las cuales imprimióen nuestras almas tales nociones, que después dehaber reflexionado sobre, ellas suficientemente nopodríanlos dudar de que se cumplan con exac-titud en todo lo que hay o acontece en el mundo.Después, considerando la consecuencia de estasleyes, me parece haber descubierto varias verdades

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