diles que no me maten - juan rulfo

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JUAN RULFO JUAN RULFO Nace en Sayula, Jalisco en 1918 y muere en la Ciudad de México en 1986. Sufre en carne propia los efectos de la guerra cristera, al perder violentamente a su padre durante su niñez. Muere también su madre y es internado en un orfelinato de Guadalajara. Estudia contabilidad. Se establece en la Ciudad de México y trabaja en puestos burocráticos de bajo nivel de responsabilidad. Tiene dos obras cumbres: El llano en llamas (1953), colección de quince cuentos, algunos de ellos publicados previamente en revistas literarias jaliscienses y Pedro Páramo (1955) novela magistral, que entrelaza elementos reales y fantásticos en el duro marco de un medio rural, casi intemporal, hostil y violento. En la obra de Rulfo la fatalidad marca, sin posibilidad de evasión, a los pueblos, a las personas y a sus relaciones. Su brillante manejo de los recursos del lenguaje, su gran dominio de las estructuras literarias y su enorme sensibilidad social y poética convergen a que Rulfo sea unánimemente considerado el mejor exponente de la narrativa mexicana contemporánea. ¡DILES QUE NO ME MATEN! -¡Díles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así díles. Díles que lo hagan por caridad. -No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti. -Haz que te oiga. Date tus mañas y díle que para sustos ya ha estado bueno. Díle que lo haga por caridad de Dios. -No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá. -Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues. -No. No tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño. -Anda, Justino. Díles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso díles. Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo: -No. Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato. -Díle al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe de tener un alma. Díle que lo haga por la bendita salvación de su alma. Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir: -Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará

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JUAN RULFO

JUAN RULFO

JUAN RULFO

Nace en Sayula, Jalisco en 1918 y muere en la Ciudad de Mxico en 1986. Sufre en carne propia los efectos de la guerra cristera, al perder violentamente a su padre durante su niez. Muere tambin su madre y es internado en un orfelinato de Guadalajara. Estudia contabilidad. Se establece en la Ciudad de Mxico y trabaja en puestos burocrticos de bajo nivel de responsabilidad. Tiene dos obras cumbres: El llano en llamas (1953), coleccin de quince cuentos, algunos de ellos publicados previamente en revistas literarias jaliscienses y Pedro Pramo (1955) novela magistral, que entrelaza elementos reales y fantsticos en el duro marco de un medio rural, casi intemporal, hostil y violento. En la obra de Rulfo la fatalidad marca, sin posibilidad de evasin, a los pueblos, a las personas y a sus relaciones. Su brillante manejo de los recursos del lenguaje, su gran dominio de las estructuras literarias y su enorme sensibilidad social y potica convergen a que Rulfo sea unnimemente considerado el mejor exponente de la narrativa mexicana contempornea.

DILES QUE NO ME MATEN!-Dles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. As dles. Dles que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay all un sargento que no quiere or hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus maas y dle que para sustos ya ha estado bueno. Dle que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver all.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qu consigues.

-No. No tengo ganas de ir. Segn eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho con ellos, acabarn por saber quin soy y les dar por afusilarme a m tambin. Es mejor dejar las cosas de este tamao.

-Anda, Justino. Dles que tengan tantita lstima de m. Noms eso dles.

Justino apret los dientes y movi la cabeza diciendo:

-No.

Y sigui sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

-Dle al sargento que te deje ver al coronel. Y cuntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. Qu ganancia sacar con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo l debe de tener un alma. Dle que lo haga por la bendita salvacin de su alma.

Justino se levant de la pila de piedras en que estaba sentado y camin hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a m tambin, quin cuidar de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargar de ellos. Ocpate de ir all y ver qu cosas haces por m. Eso es lo que urge.

Lo haban trado de madrugada. Y ahora era ya entrada la maana y l segua todava all, amarrado a un horcn, esperando. No se poda estar quieto. Haba hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueo se le haba ido. Tambin se le haba ido el hambre. No tena ganas de nada. Slo de vivir. Ahora que saba bien a bien que lo iban a matar, le haban entrado unas ganas tan grandes de vivir como slo las puede sentir un recin resucitado.

Quin le iba a decir que volvera aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como crea que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada ms por noms, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. El se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueo de la Puerta de Piedra, por ms seas su compadre. Al que l, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueo de la Puerta de Piedra y que, siendo tambin su compadre, le neg el pasto para sus animales.

Primero se aguant por puro compromiso. Pero despus, cuando la sequa, en que vio cmo se le moran uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe segua negndole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las parameras para que se hartaran de comer. Y eso no le haba gustado a don Lupe, que mand tapar otra vez la cerca, para que l, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. As, de da se tapaba el agujero y de noche se volva a abrir, mientras el ganado estaba all, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes noms se viva oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y l y don Lupe alegaban y volvan a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo.

Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal ms que metas al potrero y te lo mato.

Y l le contest:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahi se lo haiga si me los mata.

"Y me mat un novillo.

"Esto pas hace treinta y cinco aos, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la crcel. Todava despus se pagaron con lo que quedaba noms por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguan. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tena y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creci y se cas con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. As que la cosa ya va para viejo, y segn eso debera estar olvidada. Pero, segn eso, no lo est.

"Yo entonces calcul que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todava de a gatas. Y la viuda pronto muri tambin dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. As que, por parte de ellos, no haba que tener miedo.

"Pero los dems se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robndome. Cada que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

-"Por ah andan nos fuereos, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverndome entre los madroos y pasndome los das comiendo slo verdolagas. A veces tena que salir a la medianoche, como si me fueran correteando los perros. Eso dur toda la vida. No fue un ao ni dos. Fue toda la vida".

Y ahora haban ido por l, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tena la gente; creyendo que al menos sus ltimos das los pasara tranquilo. "Al menos esto -pens- conseguir con estar viejo. Me dejarn en paz".

Se haba dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir as, de repente, a estas alturas de su vida, despus de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo haba acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos das en que tuvo que andar escondindose de todos.

Por si acaso, no haba dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel da en que amaneci con la nueva de que su mujer se le haba ido, ni siquiera le pas por la cabeza la intencin de salir a busarla. Dej que se fuera sin indagar pra nada ni con quin ni para dnde, con tal de no bajar al pueblo. Dej que se fuera como se le haba ido todo lo dems, sin meter las manos. Ya lo nico que le quedaba para cuidar era la vida, y sta la conservara a como diera lugar. No poda dejar que lo mataran. No poda. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo haban trado de all, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. El anduvo solo, nicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no poda correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenz a sentir esa comezn en el estmago, que le llegaba de pronto siempre que vea de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tena que tragarse sin querer. Y esa cosa que le haca los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazn le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no poda acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tena que haber alguna esperanza. En algn lugar podra an quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quiz buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era l.

Camin entre aquellos hombres en silencio, con los brazos cados. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traa ms, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se haban apeuscado con los aos, venan viendo la tierra, aqu, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. All en la tierra estaba toda su vida. Sesenta aos de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzndola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el ltimo, sabiendo casi que sera el ltimo.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a l. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho dao a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Ms adelantito se los dir", pensaba. Y slo los vea. Poda hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quera hacerlo. No lo eran. No saba quines eran. Los vea a su lado ladendose y agachndose de vez en cuando para ver por dnde segua el camino.

Los haba visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteida en que todo parece chamuscado. Haban atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y l haba bajado a eso: a decirles que all estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los haba visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y despus volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograra de ningn modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecan y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardara en estar seca del todo.

As que ni vala la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora segua junto a ellos, aguantndose las ganas de decirles que lo soltaran. No les vea la cara; slo vea los bultos que se repegaban o se separaban de l. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo haban odo. Dijo:

-Yo nunca le he hecho dao a nadie -eso dijo. Pero nada cambi. Ninguno de los bultos pareci darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pens que no tena nada ms que decir, que tendra que buscar la esperanza en algn otro lado. Dej caer otra vez los brazos y entr en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aqu est el hombre.

Se haban detenido delante del boquete de la puerta. El, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero slo sali la voz:

-Cul hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mand a traer.

-Pregntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvi a decir la voz de all adentro.

-Ey, t! Que si has habitado en Alima? -repiti la pregunta el sargento que estaba frente a l.

-S. Dle al coronel que de all mismo soy. Y que all he vivido hasta hace poco.

-Pregntale que si conoci a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-A don Lupe? S. Dle que s lo conoc. Ya muri.

Entonces la voz de all adentro cambi de tono:

-Ya s que muri -dijo. Y sigui hablando como si platicara con alguien all, al otro lado de la pared de carrizos.

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crec y lo busqu me dijeron que estaba muerto. Es alto difcil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar est muerta. Con nosotros, eso pas.

"Luego supe que lo haban matado a machetazos, clavndole despus una pica de buey en el estmago. Me contaron que dur ms de dos das perdido y que, cuando lo encontraron, tirado en un arroyo, todava estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello est an vivo, alimentando su alma podrida con la ilusin de la vida eterna. No podra perdonar a se, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo s que est, me da nimos para acabar con l. No puedo perdonarle que siga viviendo. No deba haber nacido nunca."

Desde ac, desde afuera, se oy bien claro cuanto dijo. Despus orden:

-Llvenselo y amrrenlo un rato, para que padezca, y luego fuslenlo!

-Mrame, coronel! -pidi l-. Ya no valgo nada. No tardar en morirme solito, derrengado de viejo. No me mates...!

-Llvenselo! -volvi a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta aos escondido como un apestado, siempre con el plpito de que en cualquier rato me mataran. No merezco morir as, coronel. Djame que, al menos, el Seor me perdone. No me mates! Dles que no me maten!

Estaba all, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de all adentro dijo:

-Amrrenlo y dnle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se haba apaciguado. Estaba all arrinconado al pie del horcn. Haba venido su hijo Justino y su hijo Justino se haba ido y haba vuelto y ahora otra vez vena.

Lo ech encima del burro. Lo apretal bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le meti su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresin. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todava con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extraarn -iba dicindole-. Te mirarn a la cara y creern que no eres t. Se les afigurar que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

El llano en llamas

PEDRO PARAMO ( Fragmentos )Vine a Comala porque me dijeron que ac viva mi padre, un tal Pedro Pramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le promet que vendra a verlo en cuanto ella muriera. Le apret sus manos en seal de que lo hara: pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomend-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dar gusto conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que as lo hara, y de tanto decirselo se lo segu diciendo aun despus que a mis manos les cost trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todava antes me habia dicho:

-No vaya a pedirle nada. Exgele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cbraselo caro.

-As lo har, madre.

Pero no pens cumplir mi promesa. Hasta ahora pronto que comenc a llenarme de sueos, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel seor llamado Pedro Pramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala. Era ese tiempo de la cancula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.

El camino suba y bajaba; "sube o baja segn se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene baja".-Cmo dice usted que se llama el pueblo que se ve all abajo?

-Comala, seor.

-Est seguro de que ya es Comala?

-Seguro, seor.

-Y por qu se ve esto tan triste?

-Son los tiempos, seor.

Yo imaginaba ver aquello a travs de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivi ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jams volvi. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella mir estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: "Hay all, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminndola durante la noche." Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.

-Y a qu va usted a Comala, si se puede saber? -o que me preguntaban.

-Voy a ver a mi padre -contest.

-Ah! -dijo l.

Y volvimos al silencio.

Caminbamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueo, en la cancula de agosto.

-Bonita fiesta le va a armar -volv a or la voz del que iba all a mi lado-. Se pondr contento de ver a alguien despus de tantos aos que nadie viene por aqu.

Luego aadio:

-Sea usted quien sea, se alegrar de verlo.

En la reverberacin del sol, la llanura pareca una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se trasluca un horizonte gris. Y ms all, una lnea de montaas. Y todava ms all, la ms remota lejana.

-Y qu trazas tiene su padre, si se puede saber?

-No lo conozco -le dije-. Slo s que se llama Pedro Pramo.

-Ah!, vaya.

-S, as me dijeron que se llamaba.

O otra vez el "ah!" del arriero.

Me haba topado con l en "Los Encuentros", donde se cruzaban varios caminos. Me estuve all esperando, hasta que al fin apareci este hombre.

-Adnde va usted? -le pregunt.

-Voy para abajo, seor.

-Conoce un lugar llamado Comala?

-Para all mismo voy

Y lo segu. Fui tras l tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareci darse cuenta de que lo segua y disminuy la prisa de su carrera. Despus los dos bamos tan pegados que casi nos tocbamos los hombros.

-Yo tambin soy hijo de Pedro Pramo -me dijo.

Una bandada de cuervos pas cruzando el cielo vaco, haciendo "cuar, cuar, cuar".

Despus de trastumbar los cerros, bajamos cada vez ms. Habamos dejado el aire caliente all arriba y nos bamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo pareca estar como en espera de algo.

-Hace calor aqu -dije.

-S, y esto no es nada -me contest el otro-. Clmese. Ya lo sentir ms fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello est sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que all se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.

-Conoce usted a Pedro Pramo? -le pregunt. Me atrev a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.

-Quin es? -volv a preguntar.

-Un rencor vivo -me contest l.

-Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho ms adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.

Sent el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentndome el corazn, como si ella tambin sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el nico que conoc de ella. Me lo haba encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guard. Era el nico. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Deca que los retratos eran cosa de brujera. Y as pareca ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en direccin del corazn tena uno muy grande donde bien poda caber el dedo del corazn.

Es el mismo que traigo aqu, pensando que podra dar buen resultado para que mi padre me reconociera.

-Mire usted -me dice el arriero, detenindose-: Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella est la Media Luna. Ahora volti para all. Ve la ceja de aquel cerro? Vala. Y ahora volti para este otro rumbo. Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que est? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de l todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque ramos hijos de Pedro Pramo. Y lo ms chistoso es que l nos llev a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, no?

-No me acuerdo.

-Vyase mucho al carajo!

-Qu dice usted?

-Que ya estamos llegando, seor.

-S, ya lo veo. Qu pas por aqu?

-Un correcaminos, seor. As les nombran a esos pjaros.

-No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie.

-No es que lo parezca. As es. Aqu no vive nadie.

-Y Pedro Pramo?

-Pedro Pramo muri hace muchos aos.

(...)

-Ya est pedida y muy de acuerdo. El padre cura quiere sesenta pesos por pasar por alto lo de las amonestaciones. Le dije que se le daran a su debido tiempo. El dice que le hace falta componer el altar y que la mesa de su comedor est toda desconchinflada. Le promet que le mandaramos una mesa nueva. Dice que usted nunca va a misa. Le promet que ira. Y desde que muri su abuela ya no le han dado los diezmos. Le dije que no se preocupara. Est conforme.

-No le pediste algo adelantado a la Dolores?

-No, patrn. No me atrev. Esa es la verdad. Estaba tan contenta que no quise estropearle su entusiasmo.

-Eres un nio.

"Vaya! Yo un nio. Con 55 aos encima. El apenas comenzando a vivir y yo a pocos pasos de la muerte".

-No quise quebrarle su contento.

-A pesar de todo, eres un nio.

-Est bien, patrn.

-La semana venidera irs con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido tierras de la Media Luna.

-El hizo bien sus mediciones. A m me consta.

-Pues dile que se equivoc. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es preciso.

-Y las leyes?

-Cules leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. Tienes trabajando en la Media Luna a algn atravesado?

-S, hay uno que otro.

-Pues mndalos en comisin con el Aldrete. Le levantas un acta acusndolo de "usufruto" o de lo que a ti se te ocurra. Y recurdale que Lucas Pramo ya muri. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos.

-El cielo era todava azul. Haba pocas nubes. El aire soplaba all arriba, aunque aqu abajo se converta en calor.

(...)

-No me oyes? -pregunt en voz baja.

Y su voz me respondi:

-Dnde ests?

-Estoy aqu, en tu pueblo. Junto a tu gente. No me ves?

-No, hijo, no te veo.

Su voz pareca abarcarlo todo. Se perda ms all de la tierra.

-No te veo.

(...)

El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritindose en un charco de lodo. Yo me senta nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me falt el aire que se necesita para respirar. Entonces me levant. La mujer dorma. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.

Sal a la calle para buscar el aire; pero el calor que me persegua no se despegaba de m.

Y es que no haba aire; slo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la cancula de agosto.

No haba aire. Tuve que sorber el mismo aire que sala de mi boca, detenindolo con las manos antes de que se fuera. Lo senta ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtr entre mis dedos para siempre.

Digo para siempre.

Tengo memoria de haber visto algo as como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazn. Fue lo ltimo que vi.

(...)

El Tilcuate sigui viniendo:

-Ahora somos carrancistas.

-Est bien.

-Andamos con mi general Obregn.

-Est bien.

-All se ha hecho la paz. Andamos sueltos.

-Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho.

-Se ha levantado en armas el padre Rentera. Nos vamos con l, o contra l?

-Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno.

-Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.

-Entonces vete a descansar.

-Con el vuelo que llevo?

-Haz lo que quieras, entonces.

-Me ir a reforzar al padrecito. Me gusta como gritan. Adems lleva uno ganada la salvacin.

-Haz lo que quieras.

Pedro Pramo

JUAN RULFO