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BOLSILLO 22 P. Manuel Díaz Álvarez ACADEMIA INTERNACIONAL DE HAGIOGRAFIA Dignidad y servicio SERIE

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BOLSILLO 22

P. Manuel Díaz Álvarez

ACADEMIA INTERNACIONAL DE HAGIOGRAFIA

Dignidad y servicio

SERIE

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© Ysabel Lagrange Dignidad y servicio

Autor: Padre Manuel Díaz ÁlvarezMiembro de Número de la Academia Internacional de HagiografíaOcupa el Sillón Beato Marcel Callo

Diseño y diagramación: f. Adrián Rodrigues Henriques

Galería de fotos: Archivo de la Congregación de Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón de Jesús

Depósito Legal: DC2019001701 ISBN: 978-980-7698-04-7

Impresión: Altolitho, C. A.

Primera edición, 2019

Publicaciones de la Academia Internacional de HagiografíaCaracas, Venezuela

Con las debidas licencias eclesiásticas para esta publicación

Cardenal Monseñor Baltazar Porras Cardozo Arzobispo de Mérida

Miembro de Número de la Academia Internacional de Hagiografía

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PrólogoPrólogoPrólogoPrólogo

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Un poco más de un siglo y medio ha pasado, desde que Dios trae al mundo a una mujer, que por su fe y testimonio de vida, sorprende a quienes en su tiempo no lograban captar el plan de salvación que Dios tiene para cada una

de sus hijos e hijas, especialmente los más pobres y necesitados de amor, comprensión y de una mano amiga que les ayude a levantarse y empezar a caminar con su camilla acuestas como el paralítico sanado por Jesús en Cafarnaúm (cf. Mc 9,1-7)

Esta mujer se llama Ysabel Lagrange Escobar, quien asistida por la gracia de Dios, supo captar la realidad social de vul-nerabilidad en que se encontraba la mujer de a pie, especial-mente las niñas y adolescentes de aquella sociedad en la que le correspondió vivir. Y como respuesta a esta situación da ori-gen a una obra que sin lugar a dudas ha aportado a la Iglesia en Venezuela, país que la vio nacer y otros como Colombia, España y Ecuador su granito de arena en el proceso evangeli-zador de la Iglesia Católica. Esta obra es la Congregación de Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón de Jesús, la cual fundó, alimentó con su fe y testimonio, la orientó durante algo mas de cuarenta años y la consolidó.

Hoy a su memoria el Padre Manuel Díaz Álvarez escribe esta pequeña biografía en la que sabe conjugar el lenguaje de una cultura rural, criolla con una realidad anecdótica y espiritual, propia de quien ha vivido y conoce el carisma franciscano, además de poseer el suyo propio.

El Padre Manuel Díaz Álvarez sacerdote de origen español y venezolano de corazón, residenciado en nuestra tierra des-de 1970 hasta hace aproximadamente tres años que vuelve

Prólogo

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a su tierra natal, vivió cuarenta y seis años en este terruño, quien durante su estadía aporto sus mejores conocimientos y servicio a la Iglesia Venezolana, fue párroco en las iglesias de Macaracuay, el Hatillo, y Santa Paula, aportó sus cono-cimientos en la construcción de casas parroquiales, y como Comunicador Social egresado de la Universidad Santa María, en Caracas, participó en diferentes programas de radio y tele-visión, también durante veinte años celebró la misa dominical en el canal de televisión del Estado. Escritor de sesenta y tres libros, entre estos, algunas biografías como la del Dr. José Gre-gorio Hernández, el Padre Pío, el Cura de Ars, San Francisco y San Antonio. Es miembro de la Academia Internacional de Hagiografía, en los últimos años ha escrito: Laicos Compro-metidos, se llamaba Oscar y olía a Romero, Gaudí, Arte y Na-turaleza y Dios. Actualmente se desempeña como párroco en una importante parroquia de la Diócesis de Astorga y cuatro Iglesias menores.

Aunado a lo ya expresado sobre este Sacerdote, puedo afir-mar que conoce muy de cerca la Congregación y por esta razón logra plasmar en este texto la vida y obra de su funda-dora, Madre Ysabel Lagrange Escobar, que según lo expresa el Padre Adrián Setien: “es el secreto mejor guardado en la historia de la Iglesia Venezolana”. En realidad es un grupo de hombres y mujeres nacidos en esta tierra venezolana que como portadores del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo sigue vigente su testimonio y obras.

En las páginas de este compendio se destaca de manera muy especial la vida de esta gran mujer Madre Ysabel Lagrange, que dio respuesta a los clamores de una clase social que no encajaba en el común de la sociedad caraqueña, en una Ve-nezuela que aun transitaba las consecuencias de las guerras,

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las ambiciones de poder de los gobiernos de turno, el abuso y explotación a la mujer en condición de desamparo, en este caso, niñas y adolescentes que deambulaban en la capital.

A Ysabel no le resultó fácil dar cause a sus ansiedades de en-trega y servicio para dignificar a quienes las carencias y di-ficultades acechaban y la misma sociedad estimaba en muy poco o nada. Solo con la confianza puesta en Dios, María Santísima y su Sagrado Corazón de Jesús que no se deja ven-cer en generosidad y misericordia, y el apoyo incondicional del Padre Calixto González, logra realizar su gran deseo, de-cía ella: “llevármelas a un sitio, cuidarlas, preservarlas del pe-cado, arrancarlas de las garras del mal”. Hoy diríamos evan-gelizarlas y formarlas para que vivan dignamente.

La tarea no se queda en las niñas y adolescentes de Caracas, Madre Ysabel se traslada al interior del país para atender casos similares y abre las puertas de la Congregación a otros servi-cios, en los que ella misma participó, como es la salud, la pas-toral rural y en sus propias palabras: “ir donde nos necesiten”.

Mediante la lectura de este libro descubrirás la vida una mujer humilde y sencilla, valiente visionaria, profundamente espiritual, dotada de una gran fortaleza, y enamorada de su Sagrado Corazón de Jesús, que vivió las Bienaventuranzas, y trasciende en el tiempo. Con su testimonio y empuje llevó adelante una obra que en su carisma palpita la opción por los más necesitados y vulnerables, vigente en toda realidad histó-rica y la sociedad en la que hoy vivimos.

Hna. Ana Adelina Uribe SánchezFranciscana del Sagrado Corazón de Jesús

Prólogo

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Introducción

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Venezuela ha sido siempre un país para el des-concierto. Situada a la entrada de América Latina, aferrada a un clima tropical, que es en-vidia y parabién para todos, ha pasado muchas veces de la miseria a la sobreabundancia, de la

paz bucólica a una insidiosa violencia.

Cuando vino al mundo Ysabel Lagrange su patria no pasaba de los cinco millones de habitantes, esparcidos por un territo-rio extenso, cuajado de selvas y dunas, de montañas y costas, de llanos y turbulencias. Una buena parte de ellos se limitaba, sin mayor esfuerzo, a recoger lo que una naturaleza agreste y a la vez casera ponía en sus manos.

Siempre hubo, en este país de contrastes y eternas primaveras, cultura e ignorancia, lujos y miserias. Una parte de su pobla-ción se amarró desde los inicios de la colonización al privile-gio, al refinamiento, al sentido de casta y a la plena convicción de que Venezuela era suya. Aferrada serenamente a unos va-lores de clase, a una fe de ritos y también de convicciones, de arraigo en medio de un contexto que todo lo facilitaba, no le resultaban conflictivos quienes llegaban a procrear mezclas, a mejorar razas, a unir lenguas y a poner en marcha el molino de la historia.

Y se cobijaron al fin bajo la sombra de un joven, aparente-mente enclenque, que se rebeló contra no pocas opresiones, y que donó sus talentos para que Venezuela y algunos otros países del hemisferio terminasen siendo libres, aunados, prós-peros y saludables. Y luego, una vez que la efigie de Bolívar se erigió para no irse, muchos de los que se asieron al poder, dieron rienda suelta a sus pasiones exacerbadas de mando y

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caudillismo. Pero, había yuca y aguacates para todos, y selvas y llanos para esparcirse sin necesidad de soportar los discursos de los caciques de turno.

Y, frecuentemente, se han tolerado lujos adquiridos bajo la tutela de una riqueza pluriforme, y casi nunca sudada, sabo-reados a pleno pulmón por unos pocos. Y el resto se conten-taba con las migajas, atándose a una intemperie vergonzosa. Ser hijos de una madre pródiga, regalona, facilitadora como ha sido Venezuela, no ha beneficiado a nadie. Con demasia-da frecuencia ha consentido a inútiles y simples usufructua-dores, a empresarios de papeles y chequeras sin otras diligen-cias que el enchufe. Y a ramplones que, saboreando un clima siempre benévolo, han terminado en cualquier chinchorro graduándose de modorros. La naturaleza de ubres llenas ha dado hijos muelles.

Pero, esa Venezuela, mimada por la Providencia y la geo-grafía, nos ha sorprendido con el surgimiento de persona-lidades singulares. Hombres y mujeres que, pudiendo re-costarse en la grupa de lo fácil y llevadero, han oteado los más variopintos horizontes. Se ha despertado en muchos de ellos el afán de enmendar una historia demasiado monóto-na y acomodaticia, poniendo sobre la mesa planes e ideas absolutamente transformantes. Y en otros, una oportuna vergüenza que les ha llevado a fustigar exactamente a los recostados sobre la molicie del dejar pasar el tiempo con tal de que haya para hoy.

Entre estos últimos queremos señalar a Ysabel Lagrange. Una mujer nacida en el seno de una familia numerosa, mez-cla de culturas y razas, como ha sido tan común en Vene-

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zuela. De padre francés, aventurero y oteador, y de madre criolla, acostumbrada a preparar la mesa del comedor, la sala de intercambio, el seguimiento de los pasos de los hijos. Había nacido al lado de la bruma del Caribe, entre olas y pescadores de barquichuelas que simplemente flotaban. Fre-cuentadora del templo y educada por alguna de sus abuelas en especial, y por unos padres que, sin haberse graduado en universidad alguna, la deseaban primero señorita y al fin bien casada.

Ysabel y su familia se alegrarían del progresivo retorno de al-gunas congregaciones religiosas que habían sido expulsadas del país. Los vaivenes políticos y las rabietas caprichosas de algunos dirigentes decían lo que era bueno y malo para el país. Los Lagrange aplaudían también a otras muchas, casi recién fundadas, que adivinaban un futuro prometedor para la Iglesia de Venezuela a finales del siglo XIX y principios del siguiente.

Aquel francés inquieto y aquella criolla asentada hicieron suyas las necesidades de los Hermanos de las Escuelas Cris-tianas. No en vano su fundador había nacido en Francia, el llamado “señor de La Salle”. Uno de los primeros lasallis-tas que desembarcaron en La Guaira diría algunas décadas después sobre aquella familia deleitosa, que los alojó en su casa y los despertaba cada día con una multisápida arepa y el siempre aromoso café de los Andes: “Los primeros Her-manos que arribaron a Caracas, que apenas chapurreaban cuatro palabras en castellano, y para quienes el trópico era un horno, encontraron en los miembros de la familia La-grange a sus mejores anfitriones y hospederos. Les enseñaron el idioma, con sus modalidades lograron que el arte culinario

Introducción

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criollo terminase siendo para ellos una delicia, y que se les fuesen abriendo las puertas de muchas familias que estaban esperando para sus hijos una educación esmerada”.

Venezuela, con una fe siempre a flor de piel, con una hon-da religiosidad popular que se ha mamado en los labios y los gestos de las abuelas, ha ido afianzando su sentido de Iglesia, gracias a una acertada evangelización propues-ta con prudencia y perseverancia. De un clero que hasta no hace muchos años llegaba pertrechado de fuera, se ha dado paso a otro cabalmente criollo. Y de aquellos frailes y monjas que venían de Europa, se ha dado el salto a casas de formación, colegios, ancianatos, internados, orfanatos y vicarías parroquiales atendidos por inquietos y bien asenta-dos jóvenes nativos, que han sabido traducir el Evangelio a la cultura circundante.

Tres de las fundadoras de nuevas maneras de vivir consa-gradas al servicio de la Iglesia y de sus necesidades pastora-les y humanas más perentorias, han sido ya beatificadas. Y la Hermana Lagrange ha comenzado el camino. Más recia que las otras, aparentemente menos pía, pero esencialmente evangélica, supo conjugar su originalidad con las propuestas pastorales de una iglesia nativa siempre en camino y al tanto de interrogantes y desafíos que no cesan.

El cardenal Quintero diría muy escuetamente sobre Ysabel: “En medio de una sociedad esencialmente dominada por los hombres, la Hermana Ysabel supo conjugar una exquisita feminidad con un carácter de hierro, cuando se trataba de defender lo que consideraba justo. No se amilanó ante los muchos tropiezos que se le pusieron en el camino. No se dejó

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anonadar por ñoñerías. Al contrario, desde una firmeza que no sabía guardar silencio cuando era preciso poner las cartas sobre la mesa, doblegó soberbias e hizo resplandecer a los postrados”. Ysabel es el preclaro paradigma de lo que la mu-jer puede aportar a la Iglesia cuando se le abren las puertas y se le permite tomar decisiones y asumir responsabilidades sin gazmoñerías.

Introducción

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ÍndiceÍndice

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PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

I. UN MESTIZAJE ENRIQUECEDORUn hogar cálido, exigente y con el norte bien dibujadoUna sensibilidad conscienteLe conmueve tanta miseria

II. AL SERVICIO DE LOS MÁS DÉBILESUna Congregación criollaNuevos aires en el país y en la IglesiaUna vida nada fácilUn franciscanismo sin concesiones

III. SI EL CORAZÓN DE JESÚS LO QUIERENuevas ocupaciones y posibilidadesIr donde sean necesariasSufriendo con el que padece y atendiendio al de lejosIncursionando en el monte

IV. DISPUESTAS SIMPLEMENTE A SERVIRMons. Mejía las llamaQuería monjas alegresQue las niñas sean como hijas nuestras

V. PREPARÁNDOSE PARA LA PARTIDAOración para la vidaUna pobreza que enriquece por dentroDeseaba servir a la IglesiaLa hora del viaje sin retornoUn legado sujeto a la minoridad, lo fraterno y lo pobre

CRONOLOGÍA DE LA VIDA Y OBRA

ORACIONES

MADRES GENERALES - DIRECTORIO

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I. Un mestizajeenriquecedor

Honorable caballero señor Don Juan Bautista Lagrange, oriundo de Ortes, Los Pirineos, Francia, progenitor de la Reverendísima Madre Ysabel.

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Francia había vivido una Revolución que, preten-diendo exaltar la igual dignidad de todos los fran-ceses, terminó ahogándolos en un río de sangre. Las ideas, que siempre suelen ser preciosas sobre el papel, naufragaron ante las ambiciones de quie-

nes, proclamándose libertadores de otros, andaban de esclavos ellos mismos. El resentimiento y la ambición se han venido a convertir en esa malaria insanable que corroe al fin los mejo-res propósitos y endurece el corazón de muchedumbres.

Pretendiendo cercenar los males que minaban las bases de una sociedad monarquizada, absolutista y cuajada de desigualda-des, quienes iniciaron aquella Revolución, que supuestamente garantizaría la justicia y la igualdad universales, acabaron casi todos bajo el filo de la guillotina. Hasta el mismo que puso a funcionar el invento para aniquilar “enemigos” fue llevado al suplicio, rodando su cabeza ante el aplauso de quienes querían salvar su pellejo cercenando el cuello de sus competidores.

Ese es un renglón de la historia que nadie ha podido enclaus-trar definitivamente. De vez en cuando asoman al balcón o se sientan en las plazas personajes muy singulares, proclamando algún peculiar estilo de nuevas revoluciones. Pero, como decía el genial Cantinflas en una de sus más acertadas producciones, no es lo mismo decir “¡Que viva la revolución!” que “¡Qué revolución tan viva!”. Generalmente esta última acepción es

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la preferida y realmente asumida por aquellos que no tenien-do nada o casi nada, careciendo de una familia sin dislocar y envidiando genéticamente a quienes tienen algo aun a costa de su constante sudor, desean encaramarse para hacer pagar a todos por los males que ellos padecen. Es una revancha, un acomodo en el poder. Y una vez agarrado no están dispuestos a dejarlo pasar a otras manos.

Juan Bautista Lagrange, francés sin mucha alcurnia, pero con ideas revueltas en la cabeza, entendió que aquella Francia que le vio nacer y llegar a la primera juventud, seguía hilvanando la historia entre una visión napoleónica del poder y el absolu-tismo, y lo que anhelaban casi todos, que no era otra cosa que paz y trabajo. Leyendo la historia de los pueblos del Nuevo Mundo llegó a la conclusión de que Venezuela, perdida a la entrada de un hemisferio recientemente definido, con cuatro gatos esparcidos por un territorio mucho más extenso que Francia, podría ofrecerle un futuro de esplendor.

Llega a La Guaira en un viejo barco que, durante meses, lo zarandeó de mil modos y le dio tiempo y espacio para pensar qué iba a hacer con su vida, y dónde y cómo se amarrarían sus propósitos de crecimiento y progreso. En su morral anida-ban dos o tres ideas bien arraigadas. No deseaba echar para adelante en una sociedad de jefes vanidosos y de gentes sin futuro, de guerras inútiles, y de ciudades en las que dormían en el suelo las mayorías y en colchones de pluma unos pocos.

Pero justamente en aquellos momentos en Venezuela pasa-ban tres cuartos de lo mismo. El Libertador Simón Bolívar había bajado a la tumba viendo cómo algunos secuaces ter-minarían aprovechándose de sus gestas para medrar y crecer

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desde un poder que atornillaba a caudillismos primitivos. Adrián Setién, uno de los más acertados biógrafos de Ysabel Lagrange nos lo hace saber: “El comienzo del siglo XIX fue pródigo en hombres que lo exponían todo para lograr la In-dependencia de Venezuela. A estos les sucedería otra legión de hombres empeñados en sacrificar al país para saciar su insaciable deseo de poder. De esta forma, desde 1830 se tiñe la Historia Patria de guerras, disensiones y muertes. El país se va agostando con su gente, cada vez más empobrecida, y desangrada. Sólo las grandilocuentes proclamas y discursos intentarán en vano ocultar la realidad. Ante este mundo de tensiones y enfretamientos fratricidas la Iglesia no se mantu-vo al margen. Por pronunciarse abiertamente contra seme-jante debacle, algunos obispos fueron exiliados, casi todos los seminarios clausurados, una buena parte de los conventos confiscados y de los religiosos que los habitaban expulsados”.

De este modo, a un país en quiebra, desvergonzadamente ma-nipulado como si de un conuco particular fuera el negocio, en manos de unos caciques ignorantes y altaneros, se le añade una Iglesia sin recursos económicos y humanos. La religiosi-dad popular no se apagó, arraigada como estaba en los hoga-res de arriba y los postrados, pero su falta de riego la llevó a un sincretismo a veces aberrante y casi siempre sin malicia.

No hay muchos habitantes en Venezuela cuando la pisa Lagrange. Casi todos provincianos. Caracas es un pueblo grande con algunas familias de cierto linaje, varios caudillos abufonados y una masa que sobrevive de las sobras de los “poderosos”. Y de la recolección de los frutos ofrecidos por una naturaleza fértil en sí misma. El resto era campo, largas extensiones de tierra húmeda a veces, seca otras, selvática en

I. Un mestizaje enriquecedor

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gran parte, algo montañosa en los extremos y medio desérti-ca en algunas de sus latitudes.

A esta Venezuela sin hacer, maltrecha y abusada por algunos de sus malos hijos, llegó Juan Bautista Lagrange, nacido en un pueblo de los Bajos Pirineos llamado Orthez. Toda su familia había reaccionado a tiempo contra los frutos devastadores de aquella “revolución” que quería diseñarlo todo a su antojo. Sin pudor alguno se insistió en resituar los principios, someter a la Iglesia a sus propósitos, y convertir la educación en una escuela de constantes debates ideológicos, que perpetuaban los privilegios de los ricos y dejaban a la deriva a casi todos los demás.

Juan Bautista fue testigo, desde niño, de cómo sus padres y vecinos, lejos de doblegar la cabeza ante tamaños desafueros, se aferraban a los pilares de una familia enraizada, de una educación liberadora y de una fe sólida y precisa. Los mucha-chos no acudían a la escuela con desgana, sino con el deseo de rebatir acertadamente lo que se les quería imponer. Y no iban al templo para cumplir con ritos multiseculares, sino para entresacar de la doctrina cristiana las armas necesarias para exigir justicia, respeto y equidad.

El progenitor de aquella familia pirenaica y muy francesa tuvo varios hijos. Pero no los dejó en ningún momento a su suerte. Llevaba en la sangre el comercio. Viajaba a uno y otro lado en busca de bienes y servicios. Y lo mismo vendía y compraba ovejas que productos del mar, telas y ollas. Y esa sana picardía de tratante de casi todo supo inculcársela a sus hijos. Y, sobre todo, a Juan Bautista. No era el mayor, pero sí el más decidido. Le hacía la segunda a su padre con tino y libertad.

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Pero llegó un momento en que Orthez le sabía a reducido. Aquel muchacho nada desgarbado, que sabía unir la elegan-cia y la simplicidad, el denuedo en el trabajo y la cortesía en sus relaciones públicas, soñaba con nuevos horizontes. Y aprovechó para subirse a un barco transoceánico sin muchas comodidades, pero con tiempo para terminar en cualquier puerto. No eran muchos los franceses que habían señalado a Venezuela como su destino. Pero, para Juan Bautista era un reto. Había sabido algo de sus caudalosos ríos, de su cli-ma siempre benigno, de sus costas interminables, con arena fina y pesca abundante, de sus montañas cafetaleras y ganado afincado. Casi todo estaba por descubrir y explotar inteligen-te y pragmáticamente.

Lagrange desembarca en La Guaira. Su primera impresión no fue precisamente de ensueño. Los muelles eran tan elemen-tales como los de cualquier tribu indígena asentada a orillas de un río. Las viviendas eran en su mayoría chozas de pescadores artesanales. Sólo algunas de ellas lucían atractivas. Aquellas que ocupaban los pocos mercaderes que eran en realidad casi los únicos dueños y usuarios de aquel puerto al que arribaban algunos barcos, llenos de sorpresas, bienes y mercancías. Y de pasajeros que llegaban a saciar sus fantasías.

Y Juan Bautista no demuestra mayor empeño en subir de in-mediato a Caracas, que para entonces era un trayecto arduo y hasta peligroso. Se consideraba esencialmente comerciante. Y allí sabría desenvolverse a sus anchas, comprando algunos productos que venían de fuera y eran codiciados por las clases pudientes del mundo criollo. Y ofreciendo otros que no deja-rían de ser apreciados en el exterior.

I. Un mestizaje enriquecedor

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Muy pronto aquella soledad de espabilado comerciante termi-naría cayendo en manos de una agraciada moza guaireña. Ya tenía las cuentas en orden. Y podía darse el lujo de fundar una familia y hacerse responsable de ella. Conocía de simple trato a la familia de Rita Escobar. Y de sus muchas hijas lo cautivó aquella grácil y, aparentemente, delicada muchacha.

Pero, tras la cortina, Juan Bautista, que ya no era tan mucha-cho y que tenía mundo andado, descubrió en ella reciedum-bre, solidez humana y una cultura difícil de asimilar en su épo-ca, y menos entre las mujeres. Rita era trasparente por fuera y por dentro. De rasgos ligeramente criollos, mezcla sin duda de España y de aquel país recientemente emancipado, conjugaba la afectuosidad del Caribe y el rigor de la que muchos seguían llamando, sin complejos, Madre Patria.

Un hogar cálido, exigente y con el norte bien dibujado

A Rita y a Juan Bautista los unía la misma ansia de sacarle provecho a la vida con tesón, rigor y esfuerzo. No entendía ninguno de los dos cómo, viviendo en medio de una tierra con una eterna primavera por delante, con un puerto que abría las llaves del hemisferio en primer lugar, y con un mar abarrotado de productos, algunos de sus vecinos dormían en el chinchorro sin otro afán que el día a día. Ellos deseaban progresar, destacarse en su deseo de transformar a Venezuela en un país desarrollado, y convertirse en una familia en la que nadie fuese pedigüeño o vividor. Lagrange ya llevaba mucho trecho adelantado.

Y les unía una fe sólida, un cristianismo arraigado, el sentido de familiaridad con una Iglesia que en sus países de origen había

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sufrido persecuciones, burlas y des-pojamientos. Hizo mella en ambos el ejemplo de tantos pastores y fieles que habían preferido perderlo casi todo, hasta la misma vida, antes que renegar de sus convicciones y someterse a las ansias de los caciques de turno.

A los nueve meses de haber unido sus vidas con el sacramento del ma-trimonio llega el primero de sus hijos. Y luego una larga lista de hombres y mujeres que habían sido queridos des-de antes de venir a este mundo. Era, a su modo, una paternidad responsable la de Juan Bautista y Rita. El denue-do comercial de Lagrange y la dedicación de Rita a la casa y a la educación de los mucha-chos, hizo que a ninguno le sobrase nada, sin carecer de lo necesario.

Aquellos esposos supieron unir un saludable mestizaje de sangre y de cultura. No se limi-taron a dejar que el ambiente cerrase todos los horizontes a sus vástagos. Ellos tenían que ser franceses y venezo-lanos, abiertos a un mundo que iba más allá de La Guaira,

Doña Rita Escobar de Lagrange.

I. Un mestizaje enriquecedor

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y a una cultura que sintetizaba el saber humano de la manera más simple e integral.

A diferencia de sus vecinos, que dejaban la crianza de los hijos en manos de las madres (con demasiada frecuencia preñadas a placer y abandonadas luego a su suerte), en el caso de los Lagrange-Escobar, los dos esposos se sentirían graciosamen-te obligados a responsabilizarse del encauzamiento de los muchachos. Llegaron a ser muchos, pero había tiempo para todos. Aunque pudieron contar con profesores particulares, ante la ausencia de escuelas establecidas, y rodeados de una población que no se interesaba por aprender a leer y escribir, en casa Juan Bautista y Rita asignaban tareas a cada uno, les exigían responsabilidades y usaban el pizarrón a diario para copiar preguntas y buscar las respuestas.

La educación impartida en aquel hogar era humana y divina, de datos y de ideas, de historia y de fe. Porque aquellos esposos deseaban pertrechar a sus hijos para que fuesen útiles en la vida y no dejasen de lado jamás sus convicciones religiosas.

Según recordaría más tarde Ysabel, en su hogar se asistía to-dos los domingos a misa, se rezaba a diario el rosario y se ojeaba vivencialmente el catecismo. Y fue aquella rigurosa y cercana formación la que abriría en todos el deseo de realizar-se en la vida sin ser gravosos para nadie y sí capaces de asumir tareas y responsabilidades beneficiosas para la sociedad.

Cuando Ysabel viene a este mundo en Caracas es recibida con euforia, no sólo por sus padres, sino también por tres chiqui-llas llenas de vida y dispuestas a compartirlo todo con los que viniesen. Era el 21 de diciembre de 1885. Más tarde comple-

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tarían las sillas de aquella mesa del comedor de la amplia casa Benjamín, Juan, Enrique, María, Vicenta, Francisco y Ana Teresa. Once bocas que alimentar, pero también once pro-mesas para una mejor Venezuela. Porque todos ellos llegarían a enriquecer al país con sus osadías comerciales, su ahonda-miento cultural y su capacidad de servicio a los necesitados.

Dos de las hermanas de Ysabel la acompañarían en el momen-to de fundar la Congregación Religiosa. Una de ellas, María, no pasaría de los cinco años de consagrada, muriendo prema-turamente y en medio de sus labores. Vicenta, en cambio, so-breviviría a Ana Teresa y sería la segunda superiora general de aquella comunidad franciscana y criolla, sembrada en el seno de una venezolanidad que deseaba ser buena y culta.

“A poco de nacer -nos dice Setién- la niña fue bautizada en la iglesia de San Pablo y le impusieron el nombre de Ysabel. Pos-teriormente fue confirmada por el arzobispo Silvestre Guevara y Lira. Podríamos decir que ese conjunto de pequeños detalles predecían lo que iban a ser Ysabel y su entorno. Fue bautizada en una iglesia que sería enajenada por quien se hacía llamar Ilustre Americano. Y le tocó vivir su infancia y adolescencia en tiempos políticamente convulsionados, que jugarían capricho-samente con la Iglesia y las Instituciones Civiles. De esto habló ella profusamente al fin de sus días. Justamente Guevara y Lira tendría que enfrentarse con aquellos déspotas áulicos”.

Como ya hemos dicho, la educación sustancial de los Lagran-ge-Escobar correría a cargo de sus propios padres. Pero en aquella Caracas depauperada y libertina, los más pudientes y sensatos encontraban profesores particulares que trataban de una forma pesonalizada a sus alumnos y les abrían la mente

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no sólo al conocimiento de la historia y de las ciencias apli-cadas, sino también al trato con los demás, a una vida social ordenada y enriquecedora.

Las hermanas Eduardo eran dos mujeres solteras -que no solteronas- que habían tenido tiempo, medios y gusto para convertirse en excelentes profesoras de casi todo. A sus desve-los fueron confiados los hijos de Juan Bautista y Rita. Ambas, viendo el talento de todos ellos, convencieron a los esposos para que se esmerasen en propiciarles una educación superior. Atendiendo a su observación los llevan a la escuela de arte y música, que tan excelentemente habían montado los profe-sores Dragon y Rachel. Los dos traspiraban lo mejor de una Europa de salones cultos y de encuentros refinados.

En toda Caracas había tan solo un Colegio Nacional de Ni-ñas. Muy pocas mujeres se sentarían en sus aulas. La mayoría de las nacidas en la capital entrarían a formar parte, desde su mismo nacimiento, de aquella masa de mujeres abandonadas a su suerte, preñadas por cualquiera con la promesa nunca cumplida de desposarse con ellas y hacerse cargo de la prole. Varias sobrevivían prostituyéndose y otras siendo amantes es-condidas y avergonzadas de los más libertinos.

Este mundo de postración femenina afectó desde un principio a Ysabel. Ella se sentía una privilegiada en medio de aquellas pobres desgraciadas, siempre hambrientas, cubiertas de ha-rapos y a merced de los machos más bochornosos. Sabemos que con frecuencia se quedaba en ayunas pasándole la arepa a quienes se cruzaban en su camino y entregándoles bien plan-chados algunos de sus vestidos.

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En una sucinta biografía de Ysabel, dada a conocer por sus religiosas, especialmente por algunas que habían convivido muchos años a su lado, se dice que “la niña va creciendo y desde muy temprana edad todos se percatan de cómo se vis-lumbra su peculiar manera de ser. Posee un corazón compasi-vo y una inteligencia despejada y abierta a todo. Sabe unir la audacia, que no se arredra ante los inconvenientes, con el tra-to cordial, amable y decidido. Ysabel asume desde muy niña responsabilidades asignadas por sus padres. Y su capacidad para organizarlo y ubicarlo todo en su sitio, hace que al morir su progenitor, Rita, la madre, la asocie a la responsabilidad de sacar adelante las empresas que Juan Bautista dejó en pleno rendimiento unas, y bien perfiladas otras. Es muy joven, pero todos sus hermanos y los más allegados entienden que se pue-de confiar en ella. La consultan y la respetan”.

Una sensibilidad consciente

Los que escribimos sobre la vida de aquellos que considera-mos un modelo a seguir, dentro del contexto evangélico, co-rremos el peligro de transformar a quienes exaltamos en poco menos que en inhumanos. Los adornamos, casi desde antes de nacer, de tantos piadosismos, fervores, arrobamientos y mila-grerías que los que andan a pie llegan a sentirlos ajenos y poco menos que adversos a su proceder.

Los que llamamos santos dejan de serlo cuando se les priva de sus limitaciones y se pasan por alto los trompicones y metedu-ras de pata comunes a todos los que avanzamos en busca de la madurez. Los plastificamos de un modo tan protector que los terminamos presentando como anodinos, insulsos y sin mayor interés para los que nos vemos obligados a cruzar los ríos y

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escalar las montañas a pulso. Nos parecen inasequibles en me-dio de las debilidades propias de quienes, siendo hijos de Dios y hermanos de nuestros semejantes, también somos pasiona-les, comodones, inestables y buscadores de placer y mimos.

Ysabel no fue una “beata” desde su venida a este mundo. Creció en el seno de una familia privilegiada, sin carencias y sin traumas. Pudo haberse quedado en damisela vestida de vanidades y anhelante de un pretendiente que la refugiase en alguna mansión con sirvientes sumisos a sus implacables órde-nes. Y perdiendo el tiempo con otras protuberantes damas de sociedad, que no tenían más cosa que hacer que despellejarse cuando estaban lejos las unas de las otras, y sobarse con sonri-sas y aplausos falsos al verse.

No fue tampoco una católica de misa por costumbre y como pretexto para salir a la calle y codearse con otras de su misma clase. Ni rezaba el rosario porque así lo ordenaban los padres para ganar indulgencias. Ysabel observaba, se metía dentro de sí misma, hurgaba en el fondo de aquella fe que había calado su ánimo y, sobre todo, desde un Evangelio leído en clave de calle. Es decir, iluminando aquellas miserias que observaba a su alrededor, aquella indiferencia de algunos, la vanidad y la prepo-tencia de otros, y los maltratos perpetrados por los caciques de la tribu a las grandes mayorías de un pueblo sumiso a causa de su ignorancia y su desprotección legal. Se sentía miembro de una Iglesia que se devanaba los sesos para oponerse a quienes se ha-bían convertido en hacendados de los bienes del común. Y que la humillaban, difamaban y reducían para someter al silencio.

Era una joven piadosa, sin duda. Recibía los sacramentos con respeto y una viva conciencia de lo que suponía ese encuen-

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tro cercano, personal, familiar con Dios y con la comunidad de hermanos que Jesús había fundado. Vivía la misa, aunque apenas la entendía, celebrada de espaldas y en un latín que casi todos los sacerdotes mascullaban ritualmente. Y dialoga-ba con el Maestro que había decidido quedarse, misteriosa y realmente presente, en la Eucaristía. La suya era piedad y mística, fraternidad universal y contacto llano con todas las criaturas. Lo había digerido todo con exactitud entre los ter-ciarios franciscanos.

Pero esa contemplación de lo divino no la alejaba de la perver-sa realidad que la acosaba. Se preguntó muchas veces cómo, siendo todos hijos del mismo Padre, teniendo el mismo origen e igual dignidad, muchos se habían convertido en simples pa-lafreneros de quienes engominadamente iban de un lado para otro, a costa del sudor de todos y de una autoridad que era burla y tiranía, soberbia y manipulación.

Ella lo tenía todo, cuando a otros les faltaba precisamente todo. No sabiendo por entonces cómo enfrentarse a una so-ciedad en sí misma injusta, cruel, gerenciada por vanidosos de lisonjas, une su congoja a los acorralamientos de los que fue objeto el mismo Jesús. También Él tuvo que salirle al paso a un conglomerado social, político y religioso ajustado a los placeres de los que, llamándose jefes, simplemente oprimían y desangraban a quienes decían servir. Aquellos lobos con piel de oveja se parecían a los políticos de su contemporánea Venezuela que, entre gallos y media noche, asaltaban el po-der y se ponían de acuerdo para repartir entre ellos el botín. Despreciaban a quienes juzgaban indios e ignorantes que solo servían para servir.

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En ese instante sensible de su vida social, humana y cristiana, se pone en contacto con un anciano capuchino, Olegario de Barcelona. Había llegado al país en 1843, en un barco que, después de meses en altamar, trajo a varias docenas de religio-sos de su misma Orden. Venían para afincarse entre los más alejados, aquellos indígenas que andaban de selva en selva, al margen del resto del país, sin saber que eran venezolanos y sin recordar que muchos de sus antepasados también habían sido cristianos.

A casi todos les fue imposible llevar a feliz término su salu-dable propósito. El clero, en aquella Venezuela de jerifaltes medio masones y engreídos, era muy escaso y poco ilustrado, salvo algunos obispos resplandecientes. Y a los gobiernos de turno no les resultaba difícil mediatizar sus actividades. Pero, aquellos varones barbudos llegaban bien pertrechados, y sin otra vanidad que la de conseguir reevangelizar a un pueblo naturalmente bondadoso, aunque apocado e insatisfecho.

Se les dijo que emprendiesen el vuelo hacia otros lares. Y casi todos se vieron obligados a salir pitando. Eran constantemen-te vigilados, azuzados, arrinconados. Pero, algunos decidieron jugarse la vida. Burlando los controles y las amenazas, se acer-caron a las buenas familias de aquella sociedad tan diversa. No dudaron en convertirse en voz y abogados de los depau-perados que en las grandes ciudades comían migajas y vestían andrajos, y en los campos medio desiertos del resto del país sembraban lo justo para no morir de hambre.

Olegario, el capuchino adusto que se dejó fotografiar en los úl-timos años de su vida, anduvo por Anzoátegui reconstruyendo viejos templos y abriendo nuevas capillas. Era, a la vez, arqui-

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tecto y amasador de adobes y ladrillos, acarreador de piedras y delineante. Los campesinos lo consideraban su patriarca y su mentor. Pero en 1868 aparece en Caracas, siendo nombrado de inmediato teniente cura de la iglesia de San Pablo. Y se acercaba casi todos los días a la de San Francisco a predicar y confesar. Este templo, que había sido cuna de la francisca-nidad e inicio del talante universitario, se convertiría con el ejemplo del religioso y sus dotes de animador, en un hervidero de espiritualidad puramente evangélica.

Ysabel conoce al padre Olegario. Le llama la atención su hábito raído, siempre a punto de deshilacharse, pero digno. Y empieza a leer las florecillas del alegre y libre Poverello de Asís. De aquel que cantaba y hacía pizpiretas en Navidad, exultante por la presencia de Dios entre los hombres, y que se azotaba sin piedad durante la Cuaresma, cuando el mismo Hijo de Dios se curtía para enfrentar sin desmayo el conflicto que le aguardaba.

El P. Cayetano de Carrocera, otro adusto capuchino de prin-cipios del pasado siglo, apegado a la lectura de pergaminos y reseñas de la larga trayectoria de su Orden en Venezuela, diría sobre el P. Olegario e Ysabel: “Aquella joven encontró en el fraile sin contemplaciones a ese otro padre que prolongaba las enseñanzas de quien la había engendrado. El P. Olega-rio, acostumbrado a las carencias, simple en sus formas, rudo en sus ademanes, pero cercano con sus buenas obras, aceptó aconsejar a Ysabel. Desde el principio vio en ella un espíritu decidido, una personalidad sin vuelta de hoja, en medio de la feminidad aniñada y casera que engolosinaba a las otras muchachas de su edad”.

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Olegario terminó en La Pastora. Había allí una pobre capilla que, sin dilaciones, el capuchino derrumbó para dar paso al solemne y empinado templo actual, del que terminó siendo párroco. Y allí lo visitaba Ysabel, teniendo que atravesar unas laberínticas callejuelas de casas semicoloniales y de ranchos, de empedrados y de barro. Y de gente llana y buena.

Y es en ese instante de su primera y oportunamente enfebre-cida juventud cuando da rienda suelta a un fervor que su ma-dre detestaba, y que para ella significaba fidelidad, imitación de Cristo y expiación por los pecados de quienes fraguaban desde el poder la ignominia de todos. Ayuna tres veces por semana, se acuesta un día sí y otro también sobre un catre, despojándose de las sedosas dormilonas y ataviando su cuerpo con esparto y telas rústicas.

A los veinte años hace voto de castidad. Para muchos de los patiquines de la época Ysabel era un plato apetecible. Buena moza, refinada, moviéndose a sus anchas entre las teclas del piano, escribiendo máximas que denotaban una madurez más allá de sus años, fue cortejada con miradas, piropos e invi-taciones. No desdeñaba aquella atracción. Era mujer y algo había en ella de coquetería, como es natural. Mas, al sentarse en los bancos del templo, al recorrer las calles llenas de me-nesterosos y niñas abandonadas a su suerte, apenas conciliaba el sueño por las noches.

Su madre, sus hermanos y las chismosas de siempre se extra-ñan de ver cómo pasan los años y aquella ya adulta mujer, que no dejaba su porte de distinción, unido a la llaneza y cierta radicalidad, no pensaba en el matrimonio. A los trein-ta años, ya convertida en comidilla de todos los que la tilda-

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ban de solterona, decide hacerse Terciaria Franciscana en el templo de San Francisco.

Le conmueve tanta miseria

Le hace saber al P. Olegario que la descomponen aquellas ni-ñas huérfanas, muchas veces de padres bien vivos y desafectos, abandonadas a su suerte, entre la mendicidad y los servicios viles y atropellantes. Y más cuando a casi todas las ve some-tidas con el tiempo a la prostitución, o a ser objeto de rapiña para mozalbetes sin instrucción alguna o viejos verdes de una ciudad recoleta y viciosa. Ser pobre en una sociedad de cuatro o cinco epulones que lo controlaban y decidían todo, era la mayor de las desgracias.

Llegó a decirle textualmente al fraile capuchino: “Padre, es muy grande la ansiedad que siento al ver a esas niñas aban-donadas a su suerte. Quisiera recogerlas a todas”. Hablando con ellas entendió que no pasaban de la ingenuidad y que, con algunos apoyos y estímulos, podrían dignificarse, ser úti-les y libres.

El anciano capuchino no estaba ya para muchos trotes. Ata-reado con sus fieles pastoreños, cada día más devotos de su patrona, y casi todos aferrados a una rutina poco productiva, pensaba que Ysabel quería abarcarlo todo y sin tregua. Para él era buena como estaba: con su vida austera, con su sensi-bilidad franciscana, su misa diaria y sus devociones. Conque empeñarse en fundar una congregación, en medio de una so-ciedad tan peculiar, con pocos curas y casi todos venidos de

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fuera, con varias instituciones religiosas femeninas también llegadas de lejos, le olía a riesgo innecesrio y a poco menos que a desatino.

Sin embargo, no le para los pies a Ysabel. Entiende que, a lo largo de la historia, habían surgido las más variopintas órde-nes y congregaciones de vida consagrada, desde la iniciativa de hombres y mujeres que no parecían encajar en los pará-metros de una Iglesia cabalmente definida, exacta, ya hecha. Olegario, a pesar de llevar muchos años sin vivir en comuni-dad, siendo capuchino, y de rigurosa observancia, había sido formado para hacer lo que siempre se había hecho en el seno su Orden. ¿Para qué andar con inventos nuevos cuando ya había tantos y tan bien arraigados? De manera muy sutil qui-so convencer a Ysabel para que ingresase en el noviciado de alguna de las congregaciones ya existentes.

Pero, en medio de estas dudas, deseos y anhelos de la joven Lagrange, que no quería ser simplemente devota y limosnera de los pobres, sube al escenario un cura criollo, recién salido del horno. Y que gozaba también de la confianza y del consejo del P. Olegario. Se trata de Calixto González, nacido en la Ca-racas de techos rojos, calles estrechas y candentes discusiones políticas y religiosas. Vino al mundo el mismo año que Ysabel, exactamente el 14 de octubre de 1855. Y desde seminarista era terciario franciscano.

Era oportunamente peleón. Con una inteligencia intuitiva y emocional que con frecuencia es más útil que la que dan los tí-tulos y los legajos convencionales, acusó a Guzmán Blanco, el sátrapa de turno, de sacar casi a la fuerza de su convento a las monjas concepcionistas. El cacique de una tribu que lamen-

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tablemente se dejaba subyugar, quería su palacio de sesiones, casi con el único fin de pavonearse y darse el postín de soltar algunas arengas desfondadas. Su mujer, obligada a tolerar las extravagancias y lenidades de aquel macho criollo, lamentó el despojo del que fueron objeto las religiosas y, entre gallos y medianoche, lo convenció para que en reparación levantase un templo sólido. Que no es otro que la Iglesia de Santa Tere-sa, donde fue a parar el Nazareno de San Pablo.

Este sacerdote, hijo de Juan Crisóstomo González y de Con-cepción Rodil, empeñó su vida en defender lo justo, denunciar atropellos y echar mano de la verdad para airear las marra-mucias de los explotadores y los politiqueros de turno. El pa-dre Olegario, que conocía perfectamente a sus progenitores, y en cuya casa se daba el gusto de romper su dieta simple con frecuencia, diría: “Calixto tuvo en sus padres un verdade-ro modelo de rectitud, de ciencia cristiana, de preocupación ciudadana. Al verlo tan cortante le aconsejaron amablemente que se contuviera. Pero en el fondo simpatizaban con su incli-nación a poner los asuntos en el lugar que les correspondía”.

Calixto e Ysabel forman un dúo incontestable. Muchas veces también la autoridad eclesiástica insistiría en pedirles que moderasen sus afanes pastorales. Aquellas muchachas de la calle, pensaba equivocada y lejanamente dicha autoridad, eran un problema para todos. Pero no sonaba a prudente dejar que dos jóvenes, un cura y una chica de sociedad, se metiesen a destapar las circunstancias que las habían lleva-do a aquel estado. Entre otras razones, porque sería tanto como poner al descubierto las conchupancias de algunos di-rigentes políticos, que las miraban como si no fuesen tan per-sonas como ellos. Y empecinarse en combatir unas “razones

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Padre Calixto González

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sociales” que no dejaban en buen lugar al país, a sus lideres y pudientes y hasta a la misma Iglesia.

Calixto decidió apoyar incondicionalmente a Ysabel cuan-do entendió que el amor al prójimo tenía que aterrizar en lo concreto y no quedar colgando de lo deseable. Y lo visible para ella eran aquellas jóvenes desarticuladas, abusadas, sin derechos, sometidas. Pero, ¿adónde llevarlas?, ¿qué hacer con ellas? Ambos, Ysabel y Calixto, pensaban que se trataba de sacarlas de aquel infame contexto y formarlas para que fuesen conscientes de sus derechos y deberes. A la vez que ilustrarlas y capacitarlas en oficios y labores que les permitiesen ganar dignamente el pan de cada día.

El P. Calixto González decide, pues, apoyar los ideales cris-tianos y altruistas de Ysabel. Apegado al mismo carisma de Francisco, le parece que, en conciencia, no puede arrimar a un lado aquel fuego que Lagrange había encendido en su áni-mo. Aquellas hijas de la calle tenían que ser “rescatadas”de la marginación infame a la que las obligaba aquella sociedad, que las miraba como a la peste.

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II. Al servicio delos más débiles

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No hizo caso de las prevenciones del viejo Ole-gario, el sacerdote y religioso severo consigo mismo, y siempre listo para escuchar las cuitas de los demás. Ysabel quería asumir su francis-canidad sin fisuras ni recortes. Era lo que se

le había enseñado, primero en el templo de San Pablo y más tarde en La Pastora.

Francisco, el de Asís, terminó dejando a un lado las meliflui-dades de su infancia, mimado por un padre soberbio que, no siendo noble, quería imponerse a los que lo eran con la venta de sus telas preciosas. No anhelaba otra cosa que ver a su des-cendiente pavonearse colgando algún título en la espalda. Y el joven no se contuvo. Naturalmente bondadoso, gracias a su madre Pica, dio rienda suelta a sus devaneos y caprichos. Y se embarcó en un combate sin otro afán que coleccionar botines y condecoraciones.

Y en la mazmorra, a solas consigo mismo, mirando al techo, ya sin caballos enjaezados y sin los aplausos de quienes se aprovechaban de su bondad y sus dispendios, entendió que había perdido demasiado tiempo en frivolidades sin sacarle jugo a nada. Cuando le sueltan las cadenas se encara con Pedro Bernardone, aquel padrote medieval, que vestía de lino y púrpura, y se burlaba de las carencias de aquellos que, poseyendo escudos, no tenían nada en la caja fuerte. Él, su

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hijo, estaba cansado de mentir y de aparentar una vida sin norte y frustrante. Había decidido abandonarlo todo para hacerse con todo.

Y aquel muchacho relamido, exquisito, que antes sentía una natural repugnancia hacia los leprosos, obligados a vivir como sabandijas lejos de las ciudades, a pesar de compadecerse ho-nestamente de ellos, se transformó de repente en su curandero y en su confidente. Ya no podía mirar a otro lado ante el es-pectáculo de aquellos seres humanos descartados por todos, hasta por sus propios parientes. Y entonces confesaría que lo que antes le resultaba repugnante, ahora, al lado de los putre-factos cuerpos de enfermos tan infelices, todo le parecía pla-centero. No dejaba de ver en sus llagas las mismas de Cristo, cumpliendo así al pie de la letra el Evangelio que asegura que todo lo que se haga, diga y proyecte sobre los demás, se le hace al mismo Cristo.

Ysabel no tuvo en Juan Bautista Lagrange un Pedro Bernar-done, como Francisco. El ciudadano francés, que terminó más acriollado que algunos nativos que saquearon a sus propios paisanos, era un excelente cristiano. Y Rita, su madre, era una matrona sin fisuras, que amaba a sus hijos y se esforzaba en orientarlos a partir de un efectivo y sano “temor de Dios”.

No obstante, a la madre, ya viuda, le preocupaba su hija Ysa-bel. Ya no era una muchacha. Cayó en la tentación de hacer caso a las más chismosas, que le hacían saber, descarada o sibilinamente, que aquella solterona sería la vergüenza de la familia. La clase media, y la que se refugiaba en el postín, era en buena parte pacata e hipócrita, de apariencias y vagueda-des. Pero, a diferencia de aquellas que se quedaban sin velo

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para ir ante el altar por falta de bienes, de gracia, de galanura, Ysabel lo tenía todo. No era mal parecida, y la acompañaba la cultura propia de los hijos de la alta sociedad de su tiempo. No pocos conquistadores le habían echado el anzuelo. Ella sonreía, pero parecía estar en otro salón de baile.

Ella no tendría un patiquín de novio y luego un esposo co-rrelón y dominante. No nacería ningún hijo de sus entrañas. Y para las contertulias del momento aquella era una frustra-ción, un fracaso, una limitación imperdonable. La mujer era, en principio, para dejarse subyugar por un determinado pre-tendiente y luego ponerse a sus órdenes, quitarle las botas al llegar a casa, lavarle, plancharle y aguantar sus bromas, tantas veces pesadas y hasta ofensivas. Y criar a los hijos. Los machos eran los engendradores, los caballeros barbudos o cejijuntos que no estaban ni para limpiarle los mocos a los niños, ni para sentarse a dialogar con los jóvenes, aunque fuesen los suyos.

Ysabel vio a las monjas sacadas a la fuerza de su convento, convertido en capitolio de charlatanes, unidas, confraterniza-das, alegres, haciendo postres para otros y hasta tejiendo trajes de novia. Nunca encontraban en el Maestro, al que habían decidido entregar su vida, ni un reproche ni un rechazo. Cris-to era para ellas el manantial que las convertía en fecundas y fértiles, en una Iglesia que necesitaba del recogimiento y la plegaria, del testimonio y los gestos concretos para remover conciencias y encauzar culturas.

Pero Ysabel no deseaba encerrarse entre muros. Oraría inten-samente, pero en contacto con el barullo de las calles, con las carencias de sus semejantes, con aquellas mujeres aturdidas, arrinconadas, sin otro futuro que regalar a la fuerza su cuerpo

II. Al servicio de los más débiles

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a los más salvajes. ¿Qué hacer? ¿Cómo ser útil sin aferrarse a unas leyes justas, pero de algún modo excluyentes? Tenía que definir aquellos ideales que no la dejaban tranquila. Lo que no podía eludir era la invitación, que era ya mandato de concien-cia, a socorrer, ilustrar y dignificar a las chicas.

Una Congregación criolla

Ysabel, con treinta y cinco años sobre las espaldas, ya es una mujer madura. Ya ha cotejado los caminos a seguir. No se anda con falsos sueños ni procede a la ligera. Ha pedido con-sejo al P. Olegario y ha confidenciado con Calixto sobre los riesgos y los aciertos, la necesidad y las dificultades de afrontar aquel vergonzoso problema social de las chicas de la calle. No estaba dispuesta a que siguiesen siendo objeto de rapiña por parte de los chulos y los proxenetas de turno.

En 1890 ya tiene cinco niñas sin otro futuro por delante que el que ella pudiese brindarles. Y no se siente sola. La abun-dante gracia de Dios a la que se aferra se ha traducido en siete amigas incondicionales más que listas para dejarlo todo. La acompañarían en aquella aventura desafiante, no siempre comprendida por timoratos y cobardes.

Críspulo Uzcátegui era para entonces arzobispo de la capital. Un hombre con ingenio y buena voluntad, que no dudó en comprender que aquella proposición evangélica de Ysabel era oportuna. Años más tarde perdería visiblemente su conscien-cia, pero no cejaría en su empeño por ver cristalizado aquel carisma tan original. Un nuevo don en la Iglesia de Venezuela que, desafiando la indiferencia de casi todos, se pondría al servicio de un conglomerado social que resultaba ajeno a las

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preocupaciones de los bien situados, y de la misma Iglesia. No en vano Dios hace que nazcan flores de repente en jardines que ya se consideraban desiertos.

La Congregación se llamará Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón de Jesús. Un fruto más de la variada acepción de la franciscanidad, siempre al lado de los simples y los carentes de fe y de pan, de serenidad y de alma. Olegario y Calixto, compinches de aquella aventura, reciben los votos simples de Ysabel y sus compañeras. La suerte estaba echada. Y hasta el día de hoy no ha sido nunca inútil.

Uno de los miembros más destacados de aquella nueva gesta evangélica y franciscana diría muchos años más tarde: “La Madre Ysabel al frente de la obra emprendida, busca ante todo la voluntad de Dios, y segura de que no es incorrecto el camino a seguir, se empeña en tenderle la mano a tantas jó-venes y niñas que ven en ella una salida a su orillamiento. No cesa de recordarle a quienes han hecho también suyo aquel desafío que han llegado a la Congregación para servir, y no para refugiarse o huir de cualquier incoveniente. Ninguna ha sido madre biológica, pero todas deben sentirse como herma-nas mayores y madres de quienes la vida ha zarandeado a su antojo. Ellas también forman parte de aquella “fraternidad” que, recubierta por la simplicidad franciscana, iguala a todas, sirviéndose las unas a las otras con honestidad y afecto”.

No pasaremos por alto un detalle que contribuyó a dar for-ma a las inquietudes de Ysabel. A los treinta y un años ve cómo se mina su salud. En aquella elemental Venezuela, en la que eran médicos los sacamuelas y curanderos, quienes padecían determinados males se acercaban a las hierbas y a

II. Al servicio de los más débiles

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los remedios caseros. Los que entendían algo y sospechaban demás comprendieron que Ysabel necesitaba trasladarse al litoral. Allí, el salitre marino, el sol que no cesa, la vida sin truculencias, contribuirían a devolverle vigor a sus pulmones y agilidad a sus huesos.

Y justo en esa estancia en La Guaira tiene la oportunidad de establecer una honesta amistad con Emilia Chapellín y San-tiago Machado. Dos personajes hechos de la misma estopa inoxidable. Y ambos preocupados por la mala suerte de aque-llos pescadores artesanos que vivían de lo que pescaban, que no era mucho, careciendo de instrumentos apropiados para incursionar en alta mar.

Santiago daría cuerpo a una Junta de Caridad a domicilio. Voluntarios bien instruidos, sin otro afán que el de aliviar tra-gedias ajenas, con sentido cristiano, tocaban las puertas de los pudientes, recabando cualquier cosa para los que no tenían casi nada. Y luego se acercaban a los ranchos de los postra-dos y a los tarantines de quienes dormían y vivían bajo las palmeras de la playa, para dejar un poco de harina, un queso endurecido, unas caraotas aún servibles.

La misma Ysabel diría que aquella tarea era ardua. Muchas puertas les daban en las narices a quienes las hacían sonar en busca de algunas sobras, que no por serlo dejarían de saciar el hambre canina de los desamparados. Y, sobre todo, desperta-ban revulsiones en el interior de los amigos del bien obrar las heridas que lucían fuera y dentro aquellos a los que trataban de llenar el estómago y levantar el ánimo. Consecuencia del abondono de quienes se proclamaban salvadores de la Patria y servidores del pueblo.

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Con el tiempo, aquellos dos incondicionales puntales de la Iglesia, y decididos abogados de los hijos más miserables de la misma, terminarían poniéndose de acuerdo para fundar una de las primeras congregaciones religiosas femeninas de Vene-zuela. Por el lugar donde se fraguó el proyecto terminaron llamándolo Hermanitas de los Pobres de Maiquetía.

El P. Setién nos dice que Ysabel participa activamente en los preparativos de aquella nueva fundación. En la casa de su tío Rafael Escobar, donde estaba alojada, se confeccionó la lencería, se diseñaron las batas y hasta los escapularios. Dada la amistad que desde entonces unió a las dos mujeres, todos pensaron que Ysabel terminaría siendo parte de aquel nue-vo carisma de servicio en la Iglesia de Venezuela. Pero ella, siempre clara en sus cosas, sabía que ese no era su camino. Años después, comentando todo esto, diría: “Ayudando a la Madre Emilia, me abría paso para ir preparando mi Fun-dación, por eso mamá no se percató de mis intenciones, y cuando terminó cayendo en la cuenta de mis ideales ya casi todo estaba listo”.

Las brutales y absurdas decisiones de algunos dirigentes polí-ticos, siempre asidos a un caciquismo primitivo, envenenados por algunos erosionadores de la Iglesia, habían logrado que en Venezuela no hubiese prácticamente ninguna Congregación de Religiosas. Juan Pablo Rojas, uno de los primeros presiden-tes medio democráticos del país, se percató de la necesidad que tenía el pueblo, y muy especialmente la clase media, de educadores con experiencia y sentido de disciplina. Por eso no cesó en su empeño hasta conseguir que un grupo de avezadas monjas de San José de Tarbes aceptasen la invitación.

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Llegaron el 13 de junio de 1889, haciéndose cargo del Hos-pital Vargas. “Que entonces, nos diría Rómulo Gallegos unos años más tarde, se convirtió en un centro de salud, dejando de ser un moridero como antes. Las monjas entraron en aquella edificación respetable y sobresaliente en el contexto de otras edificaciones modestas, con la firme voluntad de poner a la sanidad venezolana a la altura de la europea. Y, si no hubiese sido por los prejuicios de los más ladinos y envidiosos, lo hu-biesen conseguido”.

Ysabel nos confiesa que una de esas monjas hizo mella en su ánimo: “Traté muy de cerca a la Madre San Simón, le tomé confianza, me gustó mucho su espíritu, y no sé qué le vi, que le dije: Recíbame entre sus hijas. ¡Quiero ser religiosa! La Madre San Simón no me contestó. Me miró a los ojos, y parece ser que algo vio en mí, que terminó diciéndome: ´No, señorita Lagrange… Dios tiene otros designios para usted´”.

Dejándome llevar por la picardía que con frecuencia me tien-ta, puedo pensar que aquella remilgada y bien documentada dama y monja francesa, vio en la chica venezolana un deje demasiado criollo. Tal vez le parecía que la ternura y la sensi-bilidad, la forma tan querendona de hablar de sus pobres, no cuajaba con el rigor con que aquella congregación europea pensaba dirigirse a las jóvenes acomodadas para hacerlas cul-tas y buenas cristianas. ¡Gracias a Dios!, porque de ese modo no terminó siendo una más del montón. Ganó la Iglesia nativa al proponerle Ysabel un carisma acorde con su idiosincrasia.

Providencialmente también sucedió un milagro casero que aceleró el ánimo de Ysabel. Calixto, el cura joven, que com-partía las mismas inquietudes sociales y evangélicas que ella,

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era hijo único. Al morir su padre, y de común acuerdo con su “beata” madre, decidió disponer de una considerable suma de bienes para obras de caridad.

Ysabel tenía cómo comenzar. Ya podía dar un sencillo albergue a las jóvenes solitarias y burladas de la Caracas pueblerina y siempre en camino para ser urbana. “Le daré mi apoyo y la ayudaré en todo”, le dice el sacerdote. Y la carismática Lagran-ge salta de gozo. “Ese detalle, dice, me corrió el velo”. Y Calixto remata: “Tendrás tus muchachas y te darás de lleno a ellas”.

“Comenzaba la andadura de un carisma en la Iglesia que era tan franciscano como evangélico, tan criollo como universal -es-cribió en la década de los cincuenta del pasado siglo el P. Eduar-do de Gema-. El empeño de los misioneros de todos los tiempos, que habían acudido a Venezuela para evangelizarla, empezaba a cristalizar. Porque la principal obsesión de un misionero debe ser la de la implantar la Iglesia en el lugar donde anuncia el Evangelio. Y Venezuela había contado con ciudades levíticas como Carora, de donde salieron tantos sacerdotes, algunos de ellos sobresalientes, como soldados o gerentes públicos. Pero las religiosas siempre llegaban de otros continentes. Emilia, Cande-laria, María de San José, Carmen Rendiles e Ysabel rompieron aquel tabú. Y pusieron de manifiesto que cuando la Iglesia se encarna en las culturas y se deja tocar por las peculiares formas de entender el amor al prójimo, el respeto a la naturaleza y el amor a Dios, se renueva, se ennoblece, cobra nuevas fuerzas”.

Nuevos aires en el país y en la Iglesia

Ysabel comienza su aventura cuando las cosas empiezan a modificarse en Venezuela. Guzmán Blanco ha muerto. Un

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cerebro maquinador que unía la malicia a la ambición, el engaño de tertuliano desenfadado con las ínfulas de un in-saciable de poder, doblegación y obediencia. Providencial-mente, en 1890 asume la presidenia de la República Rojas Paúl. Es un hombre bueno que desea sacar a Venezuela de una subcultura adormecedora y ponerla al corriente del resto del mundo. Hay en el país talentos sin cultivar. Y le toca a él contar con ellos.

Gracias a esta nueva forma de proponer el progreso en el país, un tal José Gregorio Hernández pudo estudiar en las mejores escuelas de medicina de Francia, regresando a su tierra con instrumentos y proyectos que darían un vuelco a la Universi-dad. Haría que fuesen profesionales serios los que se prepara-ban para ejercer una curandería que no pasaba de los hierbas y las pastillas universales y, por eso mismo, salvadoras de todo y sanadoras de nada.

Pero, las leyes anticlericales siguen en pie. Y detrás de ellas algunos de los infames calumniadores de curas y obispos y depredadores de los bienes de la Iglesia. Serían necesarios mu-chos años para “enterrar” aquella nefasta visión de la socie-dad y a aquellos chupadores de sangre ajena, que habían vivi-do como marajás a costa de un pueblo engañado y sometido.

Ya hemos dicho que justamente en 1890 hicieron su profesión las primeras religiosas, en un oratorio simple que se habilitó en una vivienda sin arte alguno, ante el P. Calixto, alentador de la idea desde el principio, y el P. Olegario, que había dudado de aquella proposición por un largo tiempo, y en ese momento saltaba de gozo.

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Calixto tomó nota de aquel momento que, como casi todo lo que va a ser importante, se iniciaba sin otra pretensión que la de ser útil, sin pedir a cambio otro bien que hacer el bien. “En la ciudad de Caracas, a los cuatro días del mes de octubre del año mil ochocientos noventa, fiesta de Nuestro Padre San Francisco de Asís, y con la debida licencia del Ilustrísimo Sr. Dr. Críspulo Uzcátegui, Dignísimo Arzobispo de Caracas y de Venezuela, se reunieron en la casa situada entre las esquinas de Miseria a Pinto, y marcada con el número 4, las siguientes personas: Pbro. Dr. Calixto González, Rector de la Iglesia de San Francisco y Comisario de la Venerable Orden Tercera en dicho templo; el Rvdo. Padre Fr. Olegario de Barcelona (Capuchino), y las señoritas Ysabel Lagrange Escobar, Adela Álvarez Chapellín, Vicenta Ponce Suárez, Teresa Aguerrevere Michelena, Isabel Lange L., y Francisca Basalo, todas perte-necientes a la Orden Tercera, y otras amigas. El objeto de la reunión fue el de fundar entonces mismo una Congregación Religiosa en la que sus miembros, además de procurar su pro-pia santificación personal, tuvieran como fin secundario, las obras de caridad, para la Gloria de Dios y la salvación del pró-jimo. Luego pasaron al salón destinado para oratorio, donde arrodilladas las seis señoritas ya nombradas fueron bendeci-das por el Padre Olegario, quien les dirigió una sencilla pláti-ca, animándolas a seguir adelante en sus propósitos. En este mismo momento, quedó fundada la Congregación de votos simples con el título de Hermanas Franciscanas de la Tercera Orden de Nuestro Padre San Francisco de Asís y del Sagrado Corazón de Jesús, de Caracas”.

Todo se llevó a cabo con la máxima discreción. Los anticleri-cales podrían reaccionar. Las nuevas religiosas vestirían muy austeramente, tratando de disimular su nuevo estado canóni-

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co. Los católicos más conscientes se enteraron gracias a una nota simple, medio disimulada, que se dio a conocer en algún medio. “Se procedía de esta manera -puntualizaría muchos años más tarde en el diario La Religión uno de sus más brillantes directores, Juan Francisco Hernández- porque a los residuos de una masonería grotesca, erosionadora de todas las causas que no podía cribar ella, les molestaba que una Iglesia que ya creían en franca decadencia, tuviese el coraje de hacerse nativa y consciente. Ysabel Lagrange se atrevía a salir a la calle, a denunciar los atropellos, entrando en el mundo de una mar-ginalidad vergonzosa. Una lamentable situación que afectaba, sin preámbulo alguno, a menores, mujeres y desechados. Los gobernantes de turno, refugiados en sus poltronas, pasaban de largo ante aquella realidad doliente. Y parecían molestarse cuando otros les ponían delante las consecuencias de su indife-rencia ante los graves asuntos de la colectividad”.

El P. Gema, a quien ya hemos aludido en estas páginas, pun-tualizaría: “La Iglesia de Venezuela quería sobreponerse de sus humillaciones, de los despojos a los que la habían some-tido los mandones más innobles y avaros. Y a ese despertar contribuyó, de una manera palpable, el carisma franciscano. La Orden Tercera nunca dejó de concentrar a hombres y mujeres de toda condición social que, pertrechándose inte-riormente con la lectura llana de un evangelio perenne, y uni-dos a las inquietudes del catolicismo del país, cultivaron una religiosidad popular y transformadora. Mientras los depreda-dores en el poder se enfangaban desde sus ambiciones, estos creyentes, callados, atentos a la escucha y en la calle, insistían en mantener la luz de la fe entre las multitudes. Eran como una llama que, poco a poco, y en las manos de laicos como Ysabel, terminaría afeando a quienes mancillaban a todos, y

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abogando por una convivencia justa, equilibrada y ética de la sociedad venezolana”.

Se sabe que entre el Dr. José Gregorio Hernández e Ysabel hubo un contacto fraterno. Ambos llegaron a encontrarse en las reuniones que los terciarios fraciscanos tenían con frecuen-cia en el templo de San Francisco primero, y más tarde en la iglesia de Las Mercedes, regentada por los capuchinos que ha-bían desembarcado en La Guaira en 1891, cuando las nuevas religiosas empezaban su andadura.

José Gregorio era la cultura y la fe igualmente arraigadas, la ciencia y el sentimiento puro, que contrastaba y ponía a cavilar a un pueblo doblegado y pasivo. Y que no raramen-te lograba silenciar a los que, sin otra instrucción que la de una brutalidad irracional, se creían poderosos y con derecho a toda clase de pernadas. Y la llegada progresiva de varias congregaciones religiosas, de varones y mujeres, subiría a los púlpitos a evangelizadores diestros, capaces de responder, sin insultos, pero con absoluta veracidad y dureza, a las bravatas de los últimos caudillos del siglo que agonizaba.

“Luego vino un tal Gómez, de La Mulera -nos cuenta Gema-. Trajo con él el cinto y la pistola, el proverbio del campo y la malicia de la urbe. Aunque en algunas de sus decisiones contribuyó a mantener estancado el desarrollo del pueblo y el crecimiento económico, puede decirse que asumió a la Iglesia como una aliada necesaria. El ejemplo y la influencia que ejer-cieron sobre él algunos prohombres del clero, el mismo José Gregorio Hernández, y aquellas monjitas silenciosas, siempre limpiando conciencias y dignificando personas, logró que el catolicismo se hiciese visible”.

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Una vida nada fácil

Aquellas muchachas que emitieron sus votos de pobreza, casti-dad y obediencia ante Olegario de Barcelona y el joven sacer-dote Calixto González, procedieron con un irrefrenable deseo de hacer el bien. Y, apegadas al instinto evangélico, francisca-no y materno de Ysabel, querían convertir a las muchachas de la calle en su propia familia. Pero lo que saborearon desde su ilusión como un dulce caramelo, se fue transformando para algunas de ellas en un calvario difícil de ascender. Provenían de familias bien avenidas, de hogares donde se hacían pun-tualmente las tres comidas, y en las que el ajuar era completo.

Adrián Setien nos dice: “Así se inicia la vida cotidiana, con su monotonía y su rutina. El tiempo lo reparten las hermanas entre la oración y las labores de cada día. Es una comunidad pobre que vive con escaseces y del trabajo de sus manos, que debería cubrir también las necesidades de las jóvenes saca-das de la explotación. Unas hermanas se dedican a formar a las niñas y jóvenes, otras atienden las labores del hogar, y las demás atienden a enfermos a domicilio, pernoctando fuera de casa cuando la necesidad así lo pidiese. Lavan, planchan y cosen ornamentos de algunas iglesias. Cuando no hay más remedio salen humildemente a la calle, a pedir limosna”.

En realidad, no tienen casi donde vivir. Deambulan de es-quina en esquina con sus muchachas. Los primeros meses sobreviven en el sector de Santa Rosalía, pasando más tarde a un rincón de La Candelaria. Algunas familias acomodadas colaboraban abiertamente con ellas. Al fin encontraron una vivienda más digna y suficientemente amplia en las esquinas de Cuartel Viejo a Balconcito. La misma Ysabel, al recorrerla,

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salta de alegría. “No sabía cómo dar gracias a Dios al enten-der que allí se afianzaría su fundación y encontrarían refugio decenas de aquellas muchachas que deambulaban vergonzo-samente por el contorno -nos dice el P. Calixto. Al verlas tan decididas, algunas jóvenes de familias sólidas pensaron en la posibilidad de agregárseles. También a ellas les parecía una maravillosa manera de ser felices dedicándose a la felicidad de quienes tenían casi todas las puertas cerradas”.

El 19 de abril de 1892 se celebró la primera misa en aquella “mansión”, que no pasaba de las paredes de adobe y paja, pero que para Isabel era eso, una mansión. Y el 4 de octubre, siempre a la sombra de Francisco de Asís, el sacerdote protec-tor de la nueva aventura de aquellas franciscanas sin mayor notoriedad todavía en la Iglesia, pero que se habían converti-do en hacendosas hormigas llevando libros y pan, trabajo dig-no y respeto a tantas venezolanas miserabilizadas y burladas, se hace presente para sellar un gesto de madurez. Por delega-ción del Obispo, es testigo de cómo Ysabel, Vicenta y Adela renuevan por un año sus votos. Eran las tres sobrevivientes, ya arraigadas, que darían cobertura al carisma y terminarían convenciendo a otras de la bondad de aquel “negocio” en el que se habían embarcado.

Ya para entonces habían diseñado su hábito. Era relativa-mente complejo, como lo eran las vestimentas femeninas de la época. Aunque variaría, haciéndose más liviano y práctico con el tiempo, nunca dejaría de ser marrón, como correspon-día a todos los que intentaban seguir el ejemplo del Poverello. La renovación anual de los votos se hizo hasta 1897 cuando emitirían la profesión perpetua.

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Ese mismo día, 4 de octubre, fiesta de san Francisco de Asís, Ysabel se postró ante el Santísimo primero, y le faltó poco para bailar un joropo, cuando tocaron a la puerta de la Con-gregación algunas muchachas bien conocidas en aquella Ca-racas semicolonial. Margarita Lengster, Mercedes Chapellìn (hermana de otra ilustre fundadora, la Madre Emilia), Adria-na Medina, Lucía Rivas de Orta, María Lagrange (hermana de Ysabel), y Carmen Escobar (prima), manifestando sin tapu-jos su deseo de adherirse a aquel carisma que era aún capullo, pero que pronto haría brotar flores y aromas.

Tuve la suerte de conocer muchas décadas después de ese día solemne para la Congregación, a una descendiente de los Lengster. Recordaba a su tía abuela, Margarita, con especial mimo y devoción. “Mis bisabuelos se resistían a dejarla entrar en una comunidad que apenas acababa de nacer, y que no sabían cómo podía terminar. Margarita estaba acostumbrada a una vida de bienestar, sin demasiados lujos, pero placente-ra. No le faltaba nada y hasta contaba con doncellas que la obedecían sin rechistar. Al seguir el ideal de la Madre Ysabel quedaría a la intemperie, pensaban sus padres. Más tarde ad-mirarían la alegría que irradiaba su hija, no teniendo nada propio, pero siendo infinitamente feliz entre sus nuevas her-manas y aquellas chiquillas que la miraban como a la madre de la que carecían”.

Ysabel decía “sentir el alma en paz, llena de Dios, trabajando sin cesar por la gloria de Dios, haciendo el bien a todos por Dios”. Y ese convencimiento se lo transmitió a sus compañe-ras. Tenían que dejar atrás el mundo en el que habían vivido la mayoría de ellas, con todo cubierto, sin otra tarea que la de complacerse a sí mismas y disfrutar de la vida en el hogar

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paterno, soñando con tener uno propio y parecido más ade-lante. La intemperie económica a la que deberían someterse, llegado el caso, no debía hacer mella en ninguna. Cuando se hace el bien, no se puede sentir uno mal. “No teman -les ha-bía dicho Olegario de Barcelona al instituir formalmente la Congregación-. Dios no abandona la obra de sus manos. Y lo mismo que le sucedió a Francisco de Asís, que se fue entre los leprosos con las manos vacías y el corazón lleno de afecto hacia ellos, también a ustedes les apretarán las circunstancias. Pero la Providencia y las buenas obras serán las garantes de su éxito”.

Una de sus primeras obras en favor de aquellas niñas siem-pre a su suerte, fue el Asilo de Niñas Pobres. El P. Calixto que, como ya sabemos, se ocupaba de la rectoría de la Iglesia de San Francisco, quiso destinar la mayor parte de la herencia que su próspero padre le dejó al morir, a esa obra concreta y necesaria. Y puso al frente de la misma a Ysabel y a sus primeras seguidoras.

Y esta sería la primera oferta de las Hermanas a una sociedad que precisaba de iniciativas concretas para subsanar muchos de los conflictos que la asolaban. El Asilo de Niñas Pobres moti-vó a muchos caraqueños a solidarizarse y a aplaudir aquella obra. Y salió su buen ejemplo a las calles de la capital. Nos dice Setién que “a los seis años de vida de éste, un sacerdote de Valencia, que era capellán de la iglesia de San Francisco -patrimonio durante muchas décadas de los franciscanos, a los que les fue incautado, exactamente como el más famoso de Caracas- se presentó ante el P. Calixto, solicitando una comu-nidad de Hermanas Franciscanas para abrir un asilo, parecido al de Caracas, en aquella pujante ciudad. Afirmaba tener una casa de propiedad, apta para la fundación, que al estar ocupa-

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da en esos momentos, sería suplida por otra que él alquilaría provisionalmente. Se comprometía a pasar una pensión para mantener en pie la obra”.

Ysabel ve cómo su empresa se expande. Sin que hubiese lucro alguno de por medio. Sólo amor al prójimo y una confianza ciega en su Sagrado Corazón. Dejaría escrito: “Cuando te sientas intranquila, dile: ´Corazón de Jesús, tú eres mi forta-leza y mi sostén. Aparta de mí todo lo que no debo pensar y úneme a tu santa voluntad´”. Y esa seguridad y fuerza que le vienen de dentro y entresaca del corazón “siempre manso y humilde” del Maestro, le llevan a dar brincos de júbilo. Valen-cia será también su casa. Y la de sus hermanas.

Pero, de aquella confianza en el Sagrado Corazón tendría que echar mano para no volverse atrás. Cuando se dispone a tomar el tren en la estación de Palo Grande, el jefe civil de Altagracia hace valer sus insignias y su cargo para echarle mano a la monja fundadora. La abuela deambulante de una de aquellas niñas que irían con las monjas a fundar el nuevo asilo, las acusa poco menos que de secuestro. Para ello inventa un mal que aqueja a la chiquilla y que suponía se convertiría en más grave con el clima de Carabobo que, por cierto, igno-raba cómo era. Se trataba de convertir en “delicada” a una nieta que dejaba en la calle a diario, y de sonsacar algo de aquellas monjas que parecían tener “bienes”, aunque en rea-lidad fuesen pobres de solemnidad. Menos mal que alguna de las autoridades más sensatas se percató del truco de la anciana y solucionó el asunto.

Cuando las otras hermanas llegan a Valencia se encuentran a la intemperie. El sacerdote que con tanto entusiasmo y firme-

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za le había pedido a Ysabel y Calixto que le enviasen apoyo para fundar un asilo ejemplar, cambiaba de talante de la no-che a la mañana. Les dio con la puerta en las narices, desen-tendiéndose del problema y negando su compromiso.

Esta penosísima conducta del sacerdote, al que ya los asisten-tes al templo franciscano que regentaba catalogaban de absur-do, voluble, caprichoso y maniático, fue la piedra angular que dio paso a una salida firme y sostenida. La señora Carmen Cordero las recibe en su casa, manteniéndose bajo su tutela hasta que se abre solemnemente el Asilo de San Antonio.

A la comunidad de hermanas se unen dos excelentes damas de aquella sociedad. Nos referimos a Julia Teresa Nicolay, que adoptaría el nombre de Antonia, y Ana Teresa Fernández, co-nocida como Clara durante muchas décadas de fidelidad a la Congregación. Esta última tendría la satisfacción de entrar en la Gran Sabana, acompañando a los capuchinos que habían decidido instalar su campamento entre los indios pemones.

El asilo es inagurado a toque de trompetas y campanas. Se tenía la impresión de que aquellas monjas nuevas, llegadas de Caracas, hablando con el deje de una venezolanidad suave y querendona, llevarían a cabo una excelente labor. Nuevamen-te es el P.Calixto quien celebra la misa y guarda el Santísimo en el mínimo y simplicísimo oratorio que las monjas habían recostado sobre una tosca pared.

Entre tanto, el capellán del templo de san Francisco, siem-pre arisco, siempre prometedor y siempre echándose atrás, montó en cólera. Dentro de su psique retorcida y su ceguera interior, no podía tolerar que, sin su ayuda, aquellas mujeres

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caraqueñas, cuyos pasos se habían empeñado en seguir dos cultas y excelentes señoritas de la sociedad valenciana, afian-zasen sus planes. En medio de sus inconsistencias, y deseando un minuto de gloria para sentirse vivo y elementalmente “im-portante”, se dio a una absurda, vergonzosa y atávica tarea de persecución.

Valiéndose de una labia que le salía a borbotones por mo-mentos, y que se convertía en una retahíla de sandeces e in-congruencias al poco tiempo, logró envenenar a siete u ocho beatas que frecuentaban el templo en el que celebraba la Eu-caristía. Y hasta echó mano de una cierta malandrería para proferir indecencias contra las franciscanas. La puerta de su asilo se convirtió en asiento de borrachos y desalmados que lanzaban basura hacia el interior y se empeñaban en hacer saber a todo el que pasaba por delante que allí vivían unas locas aprovechadas.

No se entiende cómo la autoridad eclesiástica daba rienda suelta a un clérigo descerebrado y fuera casi siempre de sus cabales. Llegó incluso a pedir que cuando una peste llenaba los cementerios de cuerpos famélicos, se llevasen las ropas de los muertos al asilo, amedrentando con ellas a las monjas y sus pupilas, creyendo que podían contraer aquella terrible plaga.

El descrédito al que las sometió aquel cura sin sentido co-mún, aferrado a sus caprichos y subliminales ambiciones, y el caso que le hicieron las más chismosas de sus feligresas, lograron que buena parte de los valencianos considerasen arriesgado prestar ayuda a quienes eran presentadas como

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usurpadoras y advenedizas, y no como religiosas que sólo de-seaban hacer el bien.

La precariedad hizo imposible mantener en pie el asilo y las escuelas dominicales, encaminadas a preparar en artes y ofi-cios a una mano de obra indolente a veces y nada diestra casi siempre. Decidieron recoger sus bártulos y regresar a Caracas. El aparente fracaso y el rechazo de algunos inconsistentes cris-tianos, lejos de desarmarlas, las convirtió en más decididas. Ya sabían que las buenas obras suelen ser mal vistas por quienes están acostumbrados a torcerlo todo a su antojo para satisfac-ción de sus instintos primarios y caprichosos.

Con las maletas en la mano, oyendo los lamentos de sus mu-chachas, nuevamente sin saber adónde irían a parar, se diri-gen a la estación. Y es entonces cuando un sabio y virtuoso sacerdote les sale al paso. Era el P. Victor J. Arocha, entonces Vicario General de la diócesis. A diferencia del alocado y pri-mario clérigo de San Francisco, Arocha era un levita sensato, analizador, que no deseaba otra cosa que el bien de la Iglesia y la atención a los más necesitados y alejados.

Acompañado del Sr. Luis Cordero, les pide a las religiosas que vuelvan sobre sus pasos. El Presidente del Estado no podía permitir que aquellas monjas que ayudaban a solucionar mu-chos de los problemas sociales de la ciudad, se marchasen en medio de la burla, el atropello y la envidia de un cura medio loco y unas beatas alcahuetas. Hicieron saber a las Hermanas que disponían de una pensión, en la que podrían dar rienda suelta a sus inquietudes evangélicas.

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Un franciscanismo sin concesiones

Una vez situadas en aquella pensión, que no era gran cosa, pero que las monjas acogieron como si se tratase de un castillo medieval, capaz de hacer felices a sus muchachas, una buena señora, Petronila Mújica de Pérez, se dio a la tarea de confor-mar una Junta de Damas. Valiéndose de sus contactos busca-ría apoyo y ayuda económica para la obra de las religiosas.

No se habían acabado las insidias ni las carencias y perse-cuciones. Setién nos cuenta: “La obra de la Madre Isabel nacía impregnada del más genuino espíritu franciscano, que pone el acento, no en los abundantes recursos y las grandes estructuras, sino en la entrega personal. Los Asilos de aque-llas Franciscanas eran inmensamente ricos en calor humano, pero exageradamente pobres en recursos económicos. Lo del calor humano les venía de su carisma franciscano, y lo de pobres en recursos materiales del país en que les tocó surgir en la Iglesia, empobrecido hasta lo increíble. En realidad, las promesas siempre fueron muchas y los hechos palpables muy escasos. Como verdaderas madres de aquellas jóvenes y niñas se afanaron en buscarles el pan de cada día. No eran biológicamente sus madres, pero habían nacido de su corazón, y no deseaban otra cosa que verlas dignificadas e insertadas correctamente en una sociedad que las rechazaba solo por ser pobres”.

Estos inconvenientes, nacidos en un país menguado, entre gente pacata y descarada, se agravaron con la llegada de la llamada Revolución Emancipadora. En 1899 Cipriano Cas-tro, por un lado, y Juan Vicente Gómez, por otro, ambos

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generalotes al estilo de aquellos mejicanos de las películas del Oeste, desean convertir a Venezuela en su fundo particular. Y alcanzan la meta. Por más de treinta y cinco años serían los amos y señores de valles y montañas, de indios, criollos y emigrantes.

“Eran tiempos de nuevas penurias, de caprichos de mando, de bastones toscos, pero siempre alzados -diría un simple poeta de pueblo, Alcides Altuve-. Venezuela no terminaba de ser realmente libre. También en ella se cumplió la sentencia que el indio peruano escribió en las paredes de la catedral. Al dejar los españoles el poder, y salvo durante la gerencia y el lide-razgo de Bolívar, el despotismo simplemente cambió, como decimos en criollo, de cachucha. Muchos de los que habían denigrado a los gobernantes coronados por la Corte, acaba-ron arrebatando las riendas de un poder absolutista, puebleri-no, salvaje y sin límites”.

La familia Iturriza les había cedido una casa de su propiedad a las hermanas para que desde ella llevasen a cabo su tarea de evangelización y auxilio humano. Empero, a los patriarcas de aquella familia les sucedieron algunos hijos que, viendo sus arcas menguadas por la guerra y las controversias políticas, se tornaron implacables contra las monjas. Pobres de solemni-dad, dependientes de su trabajo y de lo que voluntariamente quisieran ofrecerles algunos generosos, sufrieron también las consecuencias de los desmanes de Castro y Gómez. Hasta el punto de no poder pagar el módico arrendamiento acordado con aquella familia.

La deuda se fue amontonando. Y aquella gente de abolengo que “comulgaba a diario” y parecía no ambicionar otra cosa

II. Al servicio de los más débiles

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que el progreso de su país, desata su cólera contra Ysabel y sus monjas. Las amenazan si no pagan o dejan libre la casa. Se atreven a desafiarlas vergonzosamente, con palabras crue-les e insensibles. Ysabel no bajó al terreno donde querían llevarla, provocándola soezmente. Trató de desarmarlos con su cordura.

De todas formas , aquel asilo no se cerró. Al caciquismo y la hipocresía de parte de la familia Iturriza, hizo frente la nobleza y la hondura cristiana de otra de raigambre en la ciudad. Nos referimos a los Silva, que pusieron a disposición de las Franciscanas una vivienda de su propiedad, limitada, pero suficiente para darles cobijo mientras se encontraba otra salida.

Y la Providencia, que casi siempre nos desvela y conforma, se valió de Cipriano Castro que, como buen andino, llevaba la sangre de la religión y el culto cristiano en sus venas. De paso por Valencia, pudo observar la excelente obra de las hijas de Ysabel. Y, a su modo, a tocateja, pidió al Banco que pagase lo que se adeudaba por los alquileres.

No sería propio aquel asilo por muchos años. Pero, Ysabel y sus decididas seguidoras han renunciado a toda propiedad, sujetas a una pobreza que para Francisco de Asís debía ser radical. De lo que se trataba era de ofrecer cobijo a quien lo necesitaba. Y desde esta persuasión debe decirse que nunca aquellas niñas y jóvenes quedaron en la calle. Las monjas eran capaces de dormir en el patio y comer hierbas amargas antes que ver en ese estado a quienes tenían por hijas predilectas de Dios y emblema de su donación a los demás.

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Un misionero capuchino preguntó a la Hermana Clara, de-dicada entonces a lograr que los pemones siguiesen fieles a su cultura, sin dejar de sentirse buenos cristianos y totalmente venezolanos, cómo habían sido los primeros años de la funda-ción. Y ella, agradecida a Dios por haber sido arte y parte de aquel maravilloso aporte de Ysabel a la Iglesia, diría: “Pasamos de todo. Queridas por unos y burladas por otros. Con comida hoy y hambre mañana. Pero nunca nos cruzamos de brazos. Toda obra buena, nacida para servir y no para mandar, pide despojamientos, libertad interior, capacidad de sacrificio. Y nosotras llevábamos muy adentro el ejemplo de Francisco y la conducta que nos pedía, la ´humildad y mansedumbre´ del Corazón de Jesús. Así se acrisoló nuestra vocación. Y así nos pidieron entrar en la casa mujeres que sabían de antemano que no venían a recrearse, sino a olvidarse de sí mismas, ha-ciendo suyos los quebrantos y dolores de los demás”.

Regresemos a un detalle que ennoblece a las religiosas de Ysa-bel, y que pone de manifiesto la forma (a veces estudiadamen-te sibilina según las entendederas humanas) con la que Dios quiere devolver la cordura y la sensatez a sus hijos más dísco-los. Resulta que aquel capellán de marras que, desde la iglesia de San Francisco, frustró el primer anhelo de las monjas en Valencia, haciéndoles promesas gelatinosas al principio y de-jándolas en la estacada después, cayó gravemente enfermo.

Se percató de que en aquellos momentos aciagos no podía reco-ger lo que no había sembrado. Los fieles a los que había desen-focado con sus inquinas y maquinaciones, renunciaron a verlo postrado en su lecho. Y fueron entonces aquellas franciscanas del asilo, tan vilipendiadas por sus dardos, las que llegaron hasta él sin reclamarle nada. Sólo para ponerse a su disposición. Has-

II. Al servicio de los más débiles

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ta la misma fundadora hizo un fastidioso viaje en carromato para expresar al quisquilloso enfermo que agua pasada no mue-ve molino. Es decir, que el perdón era un mandato evangélico y una de las preciosas y efectivas consignas del franciscanismo.

Debe decirse que, a partir de entonces, aquel capellán pudo recuperar de alguna forma sus mermadas fuerzas, gracias al socorro, compañía y desvelos de las monjas a quienes en el pasado había enfilado feamente. Uno de los médicos que le atendió fue testigo de su confesión: “No sé si Dios me perdo-nará por haberme metido con estas mujeres santas. En todo caso, me faltará tiempo en esta tierra para colaborar con todo lo bueno que hacen. Y lo tendré en abundancia en el cielo para rogar al Padre que acreciente su obra y multipli-que sus miembros”.

Ysabel quiso recompensar su gesto humilde y su buena dis-posición, pidiendo a sus religiosas que en adelante nunca de-jaran de encomendar a Dios a quien, habiéndoles causado tanto dolor, se dispuso al fin a apuntalar su obra. Recordaba la buena fundadora que ya Francisco había dicho que “es per-donando como se es perdonado, y es dando como se recibe”, y en abundancia.

Ysabel se empeñó en convencer a sus hermanas de que la ra-zón que daba sentido a su existencia en la Iglesia era hacer el bien y salvar almas. Ambas cosas estrechamente unidas. Al recoger de la calle a las muchachas sin hogar, o de familias abiertamente desestructuradas, quería dignificarlas, adies-trarlas para una vida respetable y útil. Pero, también hacer-las conscientes de que Dios jamás las había abandonado a su suerte, y era el Padre que jamás las dejaría a un lado.

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Y a los benefactores de la obra, y hasta a aquellos que la mira-ban de reojo y sospechaban de sus intenciones, quiso decirles que también ellos eran hijos de Dios. Aunque con demasiada frecuencia se enfrascasen en dar rienda suelta a sus veleidades y a pasar delante de los necesitados mirando hacia la otra ace-ra. Se trataba de dar alma a quienes tenían mucho pan, y pan a quienes tenían un alma pura.

II. Al servicio de los más débiles

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III. Si el Corazón

lo quierede Jesús

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Ysabel profesaba una cálida devoción al Sagrado Corazón de Jesús. No deseaba que sus monjas fuesen simplemente letradas. Había demasia-dos religiosos en la Iglesia que se ufanaban de ser teólogos, fundadores de cátedras y autores

de manuales que casi leían ellos solos. Pero que les daban pres-tigio entre quienes estaban acostumbrados al oropel y no al trabajo de segunda. Que suele ser el más beneficioso.

Ella prefería a sus monjas siempre simples, aunque fuesen doctas. Pero no simplonas. En la Orden Tercera había cala-do la esencia de la simplicidad franciscana. Aquella que era capaz de ofrecer a los hermanos como torpes y de a pie para que, sentándose al lado de los doctos, los confundiesen con su sabiburía interior. Y platicando con los que sólo sabían arar la tierra o hacer adobes, no los humillasen con sus ininteligibles discursos, sino que llegasen a hacerles saber que también ellos eran sabios admirando la creación de Dios sin complicaciones.

“Muchas de las nuevas religiosas que ingresaban en la Con-gregación apenas sabían leer y escribir -nos cuenta el P. Carro-cera-. Al lado de las otras más letradas aprendían a ser cautas y a vivir naturalmente el carisma franciscano”. Y a conocer sus limitaciones y a saber estar sin estridencias, entiendo yo. Y esas “limitaciones” tenían sus ventajas. Comprendían me-jor a las muchachas de sus asilos y colegios. No se mostraban

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regañonas, ni legalistas, ni rigurosas como otras educadoras consagradas que, con su impenetrable actitud, desilusionaban a veces y dejaban para siempre un mal sabor de boca.

El cardenal Hamer, al prologar las Constituciones de estas buenas Terciarias Franciscanas, en 1987, les diría: “Fieles a los fundamentos de la vida franciscana y al espíritu de caridad y a los ejemplos de sus fundadores, las religiosas vivan gene-rosamente su compromiso con los más necesitados, teniendo los mismos sentimientos de Cristo y empeñándose en dar tes-timonio de fraternidad, minoridad y vida de oración, para un mejor servicio a la Iglesia”.

Frente al rigor de otras muchas congregaciones religiosas, las Franciscanas de Ysabel rezuman naturalidad, huelen a pueblo y representan esa criollez que abre todas las puertas y toca espontáneamente los corazones.

Cuando uno recorre sus claustros, visita sus colegios y sus ca-sas en general, ni ve lujos ni encuentra barreras. Se topa con una casa de familia, grande a veces, pero siempre acogedora.

Por eso en las mismas Constituciones, en el número dos del primer capítulo, se les recuerda a las religiosas que “la Con-gregación nació por iniciativa de la Madre Ysabel Lagrange y el P. Calixto González, el día 4 de octubre de 1890, como respuesta a una necesidad humana vigente: la existencia de niños y jóvenes carentes de medios para lograr una educación cristiana. De allí que el fin especial de nuestra Congregación sea la educación cristiana de la niñez y la juventud. También podemos realizar actividades que estén dentro de nuestras po-sibilidades y se nos manifiesten como necesidad de la Iglesia”.

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Pronto se le abrirían muchas puertas a un carisma tan con-creto y necesario en aquella Venezuela con un pueblo pobre y sometido, y con una Iglesia sin muchos refuerzos. En los años posteriores a la fundación regresarían al país algunas órde-nes que habían tenido que salir corriendo ante la presión y la amenaza de mandatarios displicentes y sin discernimiento. Pero de aquellas muchachas de la calle pocos tomarían con-ciencia, salvo las nuevas Congregaciones Religiosas nativas.

Nuevas ocupaciones y posibilidades

En un tríptico preciosamente diagramado, las religiosas fun-dadas por Ysabel nos dicen que están entre nosotros para “evangelizar, educar, estar al lado del más necesitado y abrir al que toque la puerta”. Y, en concreto, nos hacen saber que atienden casas gratuitas para niñas y jóvenes, casas hogares para ancianos, colegios al alcance de todos, zonas misioneras y centros de pastoral y promoción humana.

Ya hemos señalado cómo se asentaron en Caracas y las peri-pecias, desgradables al comienzo y oportunas cuando cristali-zaron, a las que debieron someterse para decirle a la sociedad de Valencia que las necesitaban. Por las mismas razones que en Caracas. También allí las mujeres pobres eran marginadas y los cristianos que se calificaban a sí mismos de rigurosos, pasaban de largo ante aquella “mala suerte” de los de abajo. Para los mejor situados y sus dirigentes oportunistas el proble-ma era ominoso, y no estaban dispuestos a enfrentarlo.

Además, murmuraban entre las paredes los de siempre. Y decían: ¿Qué necesidad hay de inventos, cuando ya existen tantas Congregaciones de Vida Consagrada para las mujeres

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? Lo cierto es que, en el momento en que Ysabel abre las puer-tas a una nueva, afianzada en la cultura local y abierta a las necesidades de la comunidad cristiana de todas partes, en el país quedaban cuatro o cinco conventos, casi todos de clau-sura. Progresivamente, una vez caídos los dirigentes políticos afectos a un anticlericalismo de papel y copia, regresaron al país algunas que habían marcado pauta en el pasado, y otras nuevas, que no dejarían de contribuir al desarrollo integral de todos. Siempre desde una educación esmerada y precisa, y desde una atención a los más desasistidos de la sociedad.

Las Franciscanas de Ysabel, partiendo del sentido de “hogar universal” con el que Francisco quería unir a la familia huma-na, insisten en que su labor debe llevarse a cabo en un clima de cordialidad, respeto a la persona humana y espontaneidad. No es una táctica estudiada, sino dar rienda suelta a la tipo-logía del común obrar de una población mestiza para la que el vecino es tan propio como el hijo que se ha engendrado, y el trato para con los que se cruzan en el camino no conoce barreras ni cauces.

Las relaciones de Ysabel con la Tercera Orden de la iglesia de San Francisco nunca rompieron el cordón umbilical. Esa es la razón por la que aquel movimiento eclesial de laicos organizados, que en realidad era el más cuajado y casi único del país, había atraído a hombres como Núñez Ponte, José Gregorio Hernán-dez, varios de los profesores de la vecina universidad y mujeres de alto copete, convertidas en serviciales y comprometidas.

En 1897 esta Venerable Orden quiso recordar al Papa León XIII. Veintisiete años antes había profesado en la misma Or-den, impulsado por su madre, tan italiana como franciscana.

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Desde entonces aquel Pontífice, que desconcertó a todos con su visión cruda de la realidad social de su época, proponiendo remedios concretos y desafiantes, entendió que los seglares ad-heridos ordenadamente al carisma franciscano, eran los más indicados para hacer conscientes a los más engreídos de la postración de los de abajo.

Desde el templo de San Francisco aquellos hombres y mujeres que entonaban el Cántico al Hermano Sol con la misma natura-lidad que daban los buenos días y regalaban una sonrisa a los que encontraban en el camino, se quiso homenajear a León XIII. Y no pensaron reducirlo todo a lisonjas fáciles, a perga-minos bien caligrafiados con frases inocuas o a celebraciones litúrgicas con aroma de incienso.

Se preguntaron qué podían hacer por aquellas niñas y adoles-centes que para los “exquisitos” eran vergüenza y para ellos, reclamo evangélico. Aquellas que tenían la calle por casa y el maltrato o el abuso como dieta diaria. Fue así como sur-gió la idea de poner a funcionar un colegio católico. Estaban convencidos de que Ysabel y sus compañeras podrían hacerse gozosamente cargo de su funcionamiento. Entraba de lleno en su carisma sustancial.

Aquella nueva escuela abriría sus puertas a quien las tocase, que en su mayoría serían padres pobres de solemnidad. Pero muchos otros, con algunos haberes, se sentirían también mo-tivados a inscribir a sus hijas en el que sería uno de los pocos centros vigilados y orientados por monjas. Además de tener la oportunidad de evangelizar a alumnos y padres, la Congrega-ción contaría al fin con alguna fuente de ingresos fijos con los que saciar el hambre de sus miembros y de sus otras obras.

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La fundación se llevó a cabo con toda la formalidad exigida por la ley y la ocasión. Leemos: “En la ciudad de Caracas, a los veintisiete días del mes de mayo de mil ochocientos noven-ta y siete, se reunieron en la Casa de las Hermanas Francis-canas de la Caridad (sic) de San Francisco, el Directorio de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, varios sacerdotes, los representantes de corporaciones católicas, otras personas, los alumnos del Asilo de Huérfanos y del Colegio Sagrado Corazón de Jesús, y se declaró inaugurado el “Kindergarten Católico”, bajo el patrocinio de San Antonio de Padua y bajo los auspicios del Ilustrísimo y Reverendísimo Sr. Dr. Críspulo Uzcátegui, Arzobispo de Caracas y de Venezuela; obra que la Venerable Orden Tercera de San Francisco de Caracas pre-sentó a su Santidad León XIII en el vigésimo quinto aniversa-rio de su ingreso a la Venerable Orden Tercera”.

Comenzó su andadura con una docena de alumnos. Pero el prestigio que le añadieron sus primeras directoras y los resultados que todos palpaban en la recia formación de los niños, atrajo a centenares de ellos con el tiempo, siendo ne-cesario ampliarlo.

Ysabel entendió, desde el primer momento, que una forma-ción etérea, simplemente cultural, no serviría de mucha ayuda a aquellos niños y adolescentes para establecerse en la vida. La mayoría no tendría acceso a la Universidad. Esa es la ra-zón que explica que a la instrucción legal establecida, se aña-diesen asignaturas, artes y oficios que terminarían ofreciendo a la ciudad capital una mano de obra diestra y calificada. Y los egresados no volverían a las calles para sobrevivir con pi-cardías, sino para contribuir al desarrollo del país, formando familias consolidades y ofreciendo productos valiosos.

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Ir donde sean necesarias

A las casas de Valencia y Caracas se fueron agregando otras presencias, algunas temporales, otras más resistentes. El P. Ca-lixto, a quien oportunamente podemos llamar cofundador de la Congregación, tenía a su cargo a su anciana y delicada ma-dre. La pobre mujer, que nunca apeó sus agallas apostólicas, veía cómo mermaban sus fuerzas. El clima del centro de Ca-racas, que no dejaba de ser ideal para casi todos, no le venía bien a sus congelados pulmones.

Su hijo escuchó los consejos del médico de cabecera. Su ma-dre necesitaba tranquilidad, aire fresco y seco. Y pensó que en Antímano, que por aquellos años era tierra de siembra, de mangos y de gentes todavía alejadas de un urbanismo com-plicado, reunía todos aquellos requisitos. Así como muchos consideraban que El Valle era el rincón ideal para dejar a un lado las penas, Antímano era el más adecuado para limpiar los pulmones.

Ysabel entiende que Doña Concha era un poco la abuela de todas sus religiosas. Y no le estaba permitido dejarla sola en aquellos momentos de trasiego. Esa fue la razón por la que de-cidió que la acompañasen dos hermanas en aquel “hospital” de fértil naturaleza, aguas cristalinas y gente simple y siempre cercana. Y de ese modo, aquellas monjas, recién llegadas a la Iglesia, tuvieron la oportunidad de verse entre campesinos.

Antímano era una parroquia dispersa. Al núcleo más poblado le fueron llegando vecinos que, en muy diversos y contrastan-tes caseríos, criaban pollos de corral, cultivaban lechugas y frutales que a lomo de burro, la mayor parte de las veces, ha-

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cían llegar a Caracas. Esteban María Reverón era el párroco, avezado, a veces de malas pulgas, pero siempre obsesionado por no dejar a su suerte a ninguna de las comunidades que le habían encomendado.

Se entendió bien con las monjas. Como no podía ser menos. Ellas le sacaban las castañas del fuego. Le orrganizaron una catequesis atenta y cercana. Y subían a cualquier cerro para llegar a los núcleos más lejanos y rezar el rosario, predicar el evangelio y enseñar el catecismo al estilo franciscano. Y sin costo alguno. En medio de aquella pobreza generalizada la Casa Madre mandaba algunas migajas, las posibles. Y las reli-giosas las estiraban para ellas y para los más necesitados.

Llevaron para aquel idílico rincón a varias formandas. Y todo parecía ir de rosas, a pesar de las escaseces. La misma Ysa-bel aprovechaba cualquier instante para acercarse, saludar a las hermanas, convivir con ellas y poner manos a la obra. También a ella aquel contacto con la ruralidad le sirvió para comprender que el futuro de la Congregación debería contar como campo de batalla a los campesinos.

En 1914 los agobios e inconvenientes fueron de tal magnitud, que se consideró inaplazable la clausura de aquella comuni-dad, regresando el noviciado y las demás hermanas a la Casa Madre. Lamenta el biógrafo Setién esta alternativa. Para él, la Vida Religiosa en el país, en su mayoría, creció y sirvió en las grandes ciudades, evitando la incursión en el mundo ru-ral, que era el predominante en Venezuela. Un mundo que hubiese proporcionado excelentes católicos y quizá buenas y simples monjas.

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Doña Concepción no podía quedar sola en aquel alejado aledaño de la capital. Ysabel decidió prepararle en la Casa Madre una habitación, con todas las comodidades posibles y mucho mimo. Y allí murió la madre de un buen cura, como era el P. Calixto. En manos de Dios y en los brazos de aquellas jóvenes monjas, que no dejaban de llamarla “mamita”. Al más esplendoroso estilo franciscano y criollo.

El P. Esculpi, para entonces párroco de El Recreo, otro de los arrabales de la Caracas colonial, entendió, no sin cierta picar-día pastoral, que aquellas monjas serviciales, que no pedían en realidad nada, le vendrían bien en su territorio. Había oído hablar de los beneficios prestados a su compañero en Antí-mano. Y reclamó su presencia en aquel mundo, que apenas pasaba de la ruralidad.

La Hermana Adela inició la marcha, seguida de otras dos hermanas. Listas para la tarea, aplaudidas por el espabilado Esculpi, pero a su suerte. No había paga, ni otra ayuda que las que voluntariamente consiguiesen de los vecinos del lugar. Los habitantes eran algo más pudientes y despiertos que los de An-tímano. Pero, aun contando con su buena voluntad, lo poco que podían ofrecer a las monjas era para no pasar hambre.

Viviendo en una útil casa de la calle principal, al fin tomaron la decisión de abrir un kinder y un internado. Para ello fue necesa-rio adquirir un inmueble más amplio.. Y con el tiempo la Con-gregación pudo comprarlo, estirando lo poco con que contaban las otras obras de la comunidad. Y esa vivienda daría paso, con el devenir de los años, al Colegio Nuestra Señora de Guadalupe, cuya beneficiosa trayectoria en la enseñanza formal y en la educa-ción moral de su alumnado se ha extendido hasta nuestros días.

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Ysabel, siempre en vilo y nunca lejos de sus hermanas, visitaba este centro con cierta regularidad. Y Setién nos da a conocer una breve nota, redactaba por la directora del colegio. Hace referencia a la fundadora y al desvelo y afecto con que miraba aquella obra y a sus primeras alumnas. “Las niñas salían a su encuentro radiantes de alegría y gritando: ¡Viva la Madre Ysabel! Ella las abrazaba y acariciaba con ternura y se sentaba en uno de los sillones del corredor para que ellas la rodearan y le contaran cosas. A semejanza del Divino Maestro se rodeaba de niñas, pues en eso sentía ella un gran placer. Les hablaba de sus estudios, las interrogaba sobre el comportamiento que observaban, las aconsejaba con palabras llenas de afecto y caridad, reservando siempre sus frases más suaves, pero más enérgicas para aquellas de temperamento ardoroso y carácter rebelde y orgulloso”.

En este mismo colegio se le daría la oportunidad a muchas empleadas domésticas de aprender artes y oficios, que las ca-pacitarían para ser mano de obra más apreciada y mejor re-munerada. Las Terciarias Franciscanas aprovechaban aquella oportunidad para curtirlas moralmente, y para despertar en ellas un necesario orgullo femenino, muy indicado para no sentirse inferiores ni a los hombres ni a quienes iban a solicitar sus servicios.

Llegarían más tarde aquellas monjas a abrir una Escuela Normal para sus miembros y los de otras Congregaciones. En aquella Escuela se harían con los títulos necesarios para ser profesoras y dirigir conveniente y legalmente sus escuelas y centros educativos en general. Todavía en nuestros días el Colegio Nuestra Señora de Guadalupe sigue siendo el nido donde aprenden muchas jóvenes caraqueñas a adiestrarse integral-

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mente para ser mujeres conscientes y bien pertrechadas para pasar a la universidad. Y siempre para ser cabales y conscien-tes miembros de la Iglesia.

Sufriendo con el que padece y atendiendo al de lejos

El número de miembros de la Congregación va creciendo cada día. La mayor parte de las que tocan a la puerta son mu-chachas sencillas y mujeres acostumbradas a servir y a ganarse el pan de cada día con sus esfuerzos. La Madre Ysabel posee un sexto sentido para entrar en el interior de cada una de las postulantes y novicias. Las escucha, se hace una de ellas, deja que se solacen sin cortapisas y allana el camino para que no se cohiban. De ese modo, va sacando conclusiones, definiendo caracteres, aceptando debilidades y carencias. Era su magis-tral, cercana y directa manera de discernir.

Casi todas ellas estaban acostumbradas a una elemental sim-pleza de vida. Provenían de una Venezuela casi rural en su totalidad. Y de familias consolidadas y obligadas sanamente a mantenerse unidas para salir adelante. No pocas conocían y endiosaban a sus madres, no sabiendio qué rumbos habían decidido seguir los padres, sólo presentes para engendrar y cobardes para esquivar el bulto de sus responsabilidades.

La Madre San José, en una lejanísima entrevista confiden-cial que dio a conocer el diario La Religión, retrataba en po-cas palabras una realidad simple y a la vez compleja. “Entre nosotras hay Hermanas que provienen de familias con cierto linaje, bien educadas y hasta mimadas en sus hogares y en su ambiente social. Y hay otras que apenas han aprendido a leer y escribir. Nacidas en el seno de familias carentes de casi

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todo, no por eso dejaron de crecer en algunos valores que son necesarios para una vida en común. Siendo, por lo general, miembros de familias numerosas, y a veces hijos e hijas de diferentes padres, aprendieron de su sacrificada madre a ser-virse y protegerse unos a otros, permaneciendo estrechamente unidos. Sólo de ese modo saldrían adelante, y ninguno queda-ría abandonado. Las acomodadas entendieron lo que signifi-caba compartirlo todo con las otras hermanas sin relevancia social. Y estas encajaban perfectamente en la Congregación, aceptando a las demás con la misma naturalidad con que se sentían miembros de su familia de sangre”.

Ysabel sabía que sus monjas tenían que abrir la puerta a quien tocase el tiembre. Y que sus tareas no podían atarse a un carisma tan definido que llegase a excluir estratégicamente algunos com-promisos. Y menos cuando ese rechazo provenía de parámetros y cálculos simplemente humanos y monetarios. Para ella la dis-ponibilidad debería producirse sin condiciones. Habían venido al mundo para servir a la Iglesia. Como siglos antes lo había entendido Francisco, que lo mismo hablaba con los animales que con los ángeles, con la gente buena e incauta que con los poderosos y hasta con los sátrapas, con los sanos y con los repu-diados leprosos. Para él todos eran criaturas de Dios, hijos suyos, obra de sus manos, y nadie podía serle ajeno. Ni a él ni a quienes deseasen ser humildes servidores del Maestro y de su Iglesia.

Petare es hoy es un conglomerado inhumano de ranchos, mi-serias, violencias, ignorancias y vicios. Se dice que es uno, si no el que más, de los barrios marginales más poblados y extensos de América Latina. Pero en 1910 era una población alejada de la Caracas de linaje y cuna. Formado por un eje típicamente colonial, contaba con un templo definido y enfervorizado. Y

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unas calles y asentamientos familiares de cierta alcurnia. Y a su alrededor campos de cultivo, de caza y hasta de pesca.

Doña Ana Francisca Pérez de León fue una excelsa dama que, nacida a mediados del siglo XVIII, llegó a El Hatillo acom-pañando a su padre primero y a su esposo más tarde. Dueños de todos los asentamientos y parajes que hoy conforman el casco colonial y sus alrededores, dedicados al cultivo del café y los cítricos, la familia Pérez de León señaló un antes y un después para los que, sin orden y sin conciencia de vecindad, sobrevivían por aquellos parajes. Ranchos y modestísimas vi-viendas rurales lucían esparcidos entre frondosas vegetaciones y campos allanados para el cultivo.

Ana Francisca, ya viuda y sin hijos, insiste en poner en contac-to a los canarios e indígenas que conformaban la mayoría de la población. Cerca y lejos de la capital, a la que se atrevían a bajar en recuas regularmente para ofrecer sus productos al mejor postor, y regresar luego con algunos artículos que sólo en Caracas podían encontrar. Aquellos cristianos, abandona-dos a su suerte, contaban con la asistencia religiosa de los sa-cerdotes que atendían Baruta, más apetecida y visitada por las autoridades de la nación.

Y aquella mujer rica, pero sin brote alguno de superioridad, culta y, sin embargo, siempre codo a codo con sus obreros y sus vecinos empobrecidos, compartía su mesa con el hambriento y ofrecía trabajo y adiestramiento a los más voluntariosos. De-cidió, al fin, ceder parte de sus mejores y más oportunamente situadas tierras a los labradores dispersos para que, sin dejar de cultivar sus conucos, confomasen un conglomerado huma-no capaz de ofrecerles muchas ventajas.

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Y así, a tenor de las leyes de Indias, nació El Hatillo colonial, que aún conserva al pie de la letra las líneas prescritas para un conglomerado humano que cuando se une progresa. En un lugar privilegiado de sus fincas dispuso que se levantase un templo necesario y suficiente, capaz de unir la intimidad con la acogida de las multitudes, el fervor religioso con el compro-miso solidario.

Desde entonces, allá por 1784, El Hatillo ha sido un pueblo reconocido, legalizado, envidia de los obligados a vivir entre adoquines y cementos, ruidos y congojas. Aquella culta mu-jer, cristiana cabal, a cambio de todas sus donaciones en favor de quienes hasta entonces eran más montunos que vecinos, impuso como “penitencia” al nuevo núcleo humano que la lámpara el Santísimo jamás se apagase.

Las tierras de Ana Francisca bajaban desde El Hatillo hasta el centro de Petare. Y Ana Francisca, desconsolada e impotente al ver cómo se diezmaba la población por falta de una ele-mental atención médica, quiso que en un paraje salubre del valle, al lado de un río Guaire cristalino, se fundase un centro de salud para todos, pero especialmente para los más desam-parados. Con el tiempo aquel centro médico, aquel hospital, sería conocido por sus apellidos.

Durante casi un siglo salió adelante con el legado que ella tuvo a bien dejarle, y el entusiasmo y la colaboración de la ciuda-danía. Pero en 1910 había llegado casi al ocaso. Huyó del de-sastre el último de sus médicos y los pacientes se quedaron sin remedios. Todo el conjunto parecía una gloria pasada venida a menos. Dos o tres personas insistían en mantenerlo de pie. Ya no había ni camas ni enfermos. Tan sólo una fregona y un

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buen hombre trataban de mantener en pie la construcción, librándola de asedios y alimañas. Los más pobres volvieron a su mala suerte, viéndose obligados a enfrentar sus males con brebajes y sortilegios.

Pero, tres o cuatro persona conscientes espabilaron la indife-rencia de las autoridades, acostumbradas a cobrar y no a ser-vir, a vivir del cuento y a utilizar a un pueblo a ellos en mala hora enomendado. No estaban dispuestas a mover un dedo, ni a invertir un céntimo en aquella empresa, que no era de lucro, sino de alivio gratuito para toda la comunidad.

Mas consideraron que aquellas monjas de las que tanto les ve-nían hablando tenían más guáramo que todos ellos juntos. No les faltaban las ganas de servir, sin pedir otra cosa a cambio que el bien de todos. Eran una preciosa y escasa mano de obra que podía despejar de las telarañas y la desidia a ese sacrosanto lugar de la ciencia, que había sido el Hospital Pérez de León.

El párroco de aquel rincón apacible, el padre Reverón, tomó al fin las riendas del carruaje oxidado. Con el debido permiso del desocupado capellán de la institución, Sergio Martín, y el visto bueno del arzobispo de Caracas, subió a la grupa de su corcel y se dispuso a asaltar a la Madre Ysabel. La fundadora, que ya lucía muchas canas, que había llegado a una obesidad casi mórbida, que no natural, al ver al buen cura se imaginó que no llegaba a dar, sino a pedir.

El hospital contaba con ocho camas, y una pareja que cuidaba a los pocos enfermos que acudían, más a consolarse, saliendo de sus chozas, que a curarse donde no había médicos. Ysabel se solazaba en sus casas-asilo y en los colegios que acertada-

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mente dirigían sus monjas. La primera idea que le vino a la mente ante aquella solicitud de Reverón, fue la de pedirle que buscase otras religiosas. Las suyas no se habían entrenado para entrar en los hospitales, muchos de ellos morideros y no fuentes de salud.

Sin embargo, al consultar con algunas de sus más allegadas colaboradoras, se sorprendió al ver cómo levantaban la mano, ofreciéndose varias de ellas como voluntarias. Allí estaba la Madre San José, la que sería su sucesora, y Vicenta, Emig-dia, Guadalupe y Clara. Todas listas para ponerse el delantal blanco y limpiar llagas, cicatrizar heridas y levantar el ánimo de los que habrían de llegar en busca de consuelo, cuando ya andaban más muertos que vivos.

Cuando llegan al campo de batalla, casi las hunde el desalien-to. ¿Cómo y por dónde comenzar? ¿De qué servirían los 200 bolívares de pensión para salir al paso a todos y a todo? Pero no volvieron sobre su grupa. Pidieron al capellán, tan descon-solado como ellas, y tan sin bienes y comodidades como aque-lla mole venida a menos, que celebrase misa solemne. Aquel cura simple, sin mucha ciencia humana, alguna teológica, pero a la orden de todos, bendijo los rincones habitables y los huecos que era necesario desempolvar.

La concurrencia, motivada por la curiosidad de ver a unas monjas criollas, todas uniformadas a lo simple, pero sin dejar la sonrisa de lado, se convirtió poco menos que en muche-dumbre. Como siempre, no faltaron las autoridades locales y algunas otras llegadas de la capital. Todas ellas para sacar provecho de una odisea que estaba comenzando y que se pen-saba llegaría a buen término. Desde luego, sin mover un dedo.

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Ysabel arengó franciscanamente a sus hermanas. Todas agarra-ron el primer trapo que encontraron, litros de agua del cerca-no Guaire y, remangándose pudorosamente el hábito, sacaron pulgas y piojos, sapos y culebras de todas las esquinas. Los más viejos empezaron a recordar los buenos tiempos de aquella sede de salud y reposo.

Con cuatro corotos para la cocina, algunas sábanas percudi-das, pero limpias, y un rincón de privacidad para las monjas, se inició una labor que era nueva para las Terciarias Francis-canas, y que terminó siendo niña mimada para los desvelos de Ysabel. La Madre San José, que no perdía un movimiento de su hermana, llegó a decir de ella: “Parece imposibe a los que la conocimos, que aquel cuerpo tan pesado tuviera tal actividad y fuese incansable en el trabajo cuando se trataba de procurar alivio al prójimo necesitado. Era el ardiente deseo de servir a Jesucristo representado en el pobre, en el menesteroso, en el enfermo, el que le daba aquella fuerza y habilidades”.

Los dineros de la pensión no cubrían ni el agua consumida. Las monjas, ya acostumbradas a no sentir pena pidiendo li-mosna, se lanzaron decididas a la calle, a los campos. A pedir algunas monedas y enseres . Y a todo lo que pudiera ofrecér-seles de comida, ropa y hasta utensilios en desuso, que ellas transformarían y los convertirían en útiles. Ysabel estaría allí más de un mes. No dejó a las suyas hasta verlas contentas, ubi-cadas, protegidas por los vecinos y queridas por los enfermos.

Uno de sus más cercanos biógrafos, aludiendo a este nuevo compromiso humano y evangélico, nos dirá: “Esta es otra de las características de la Madre Ysabel como Fundadora. Cada nueva fundación era un reto a la imaginación. Se trataba de

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adaptar la vida de las religiosas a nuevas formas de apostola-do, con frecuencia rodeadas de circunstancias nada propicias. En cada nueva fundación ella echaba mano de cualquier co-rrecto atajo para darle forma a lo que todos veían en el suelo. Y se empeñaba en convencer a sus monjas de que su carisma franciscano, siempre optimista e intuitivo, terminaría ayudan-do a buscar las soluciones necesarias cuando otros termina-rían huyendo”.

No permanecieron por mucho tiempo en aquella labor. Pero lograron que la obra abandonada recobrase su fama y las autoridades se percatasen de la necesidad que el pue-blo tenía de verla en pleno funcionamiento. Según confesa-ría el mismo P. Reverón: “Sacaron tesoros luchando con las uñas. Adecentaron el lugar, le devolvieron una especie de sano jolgorio, que iba de médicos a pacientes y visitantes. Nunca exigieron nada para ellas, sino las comodidades más elementales para sus enfermos. Sin palabras predicaban la fe cristiana, demostrando a todos que el amor desinteresado al prójimo era el camino más corto para desvelar en rostro amable de Dios”.

Y aquella experiencia convenció a la Congregación de que el mundo de los hospitales, de los enfermos y de los atribu-lados no debería tampoco serles ajeno. Al fin y al cabo no tenían otra tarea más importante, porque evangélicamente no era posible, que la de hacer el bien terrenal, desvelan-do así el rostro del Bien Supremo. No es inoportuno traer a colación el alboroto y el gozo que supuso para todas las hermanas ver al primer enfermo que se ponía en sus manos.

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No sabían qué hacer con él. Los familiares, pobres cam-pesinos de la zona de Mariches, lo dejaron en sus manos, convencidos de que ni ellos mismos podrían levantar el áni-mo de aquel pobre hombre, desnutrido y con una malaria cabalgante sobre su cuerpo. Lo dejaron allí sin decir cómo se llamaba, y hasta que el pobre hombre no pudo hablar y revelar su identidad, dieron en llamarle Panchito, recordan-do al inspirador de su orígen, Francisco, el pobre de Asís, siempre listo para zarpar hacia cualquier empresa en la que la Iglesia tuviese cabida.

Incursionando en el monte

Hay regiones en nuestra Venezuela de hoy que en tiempos de Ysabel bien podrían ser catalogadas de monte y culebra. Las distancias, las comunicaciones aún primitivas que las relacio-naban con el centro del poder y el haber, la falta de escuelas bien atendidas y dotadas, ofrecían una imagen lamentable. Salvo algunas haciendas relativamente organizadas y produc-tivas, que otras circunstacias políticas muy posteriores abso-lutamente bárbaras y atropellantes han arrasado, la mayor parte de los habitantes de aquellos remotos lugares vivían en el ostracismo.

Tan solo algunos pequeños podían aprender a leer y a garaba-tear, dedicándose el resto a deambular entre selvas enmaraña-das, campos sin término y ríos sin cauce. Dejados a la deriva, en brazos de la indolencia de las autoridades y el acomodo de los nativos, lucían salvajes, pudiendo ser la despensa de aque-lla patria que no pasaba de la adolescencia.

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José de J. Gabaldón era en 1912 el Presidente del Estado Apure. Descendiente de una familia de raigambre, con raí-ces en el bucólico Boconó, era muy consciente del grado de subdesarrollo que le había tocado enfrentar al hacerse cargo de la encomienda. El gomecismo y sus antecedentes y ante-cesores se servían de generalotes que, sin otras armas que las de una cultura que no llegaba al aprobado, se portaban como padrotes de familia que, de alguna manera, querían ver a su país lejos de la indolencia. Y de vez en cuando, soli-citaban la colaboración de hombres más espabilados y cons-cientes, como Gabaldón.

No nos resistimos, como lo han hecho casi todos los que se han dado a la tarea de glosar esta hazaña de la Madre Ysa-bel, a citar textualmente a una anciana religiosa, testigo del viaje, del arraigo y de los sinsabores padecidos en San Fer-nando de Apure.

“En el año 1912, el Presidente José de J. Gabaldón, llamó a nuestra Madre para que se hiciese cargo del hospital del Estado Apure. Íbamos la Madre Ysabel, las hermanas Te-resa, San Joaquín, Concepción y Catalina. Las cuatro iban en una carreta tirada por caballos. Yo era muy flaquita y nuestra Fundadora muy gruesa, de modo que pude acomo-darme al lado de ella, en otra carreta. Salimos de Caracas a Cagua, creo que en un tren de carbón. Y fue en Cagua donde nos subimos a las carretas. Estas eran de Don Félix Rodríguez. Nos acompañaban varios peones. En realidad formábamos parte de una recua larga, ya que el citado sr. Félix se ocupaba regularmente de llevar víveres a aquel alejado mundo. En nuestras dos carretas metimos lo que

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nos fue posible, entendiendo que debíamos cubrir los apu-ros del largo camino, y disponer de algo para enfrentar lo que nos aguardaba. Para descansar la Madre contaba con una camilla y una curiosa banqueta. Las demás supimos acomodarnos en hamacas. La primera noche la pasamos en una posada que se encuentra de camino, muy escasa de todo, hasta de limpieza. Creo que estaba en Valle de la Pas-cua o en San Juan de los Morros. Fueron quince días de sol implacable, lluvia frecuente y polvo. Las pocas casas que encontramos en el trayecto eran simples ranchos, tan po-bres como desaliñados. Parecía que aquellas gentes habían convertido en hábito la suciedad y el abandono. Pasamos caños crecidos que ninguno contaba con puentes. Uno de ellos estaba al borde. Tuvimos que arriesgarnos a ir mon-tando, poco a poco, y en diversos viajes, los bártulos que llevábamos, en una canoa frágil y medio desconchada. Pu-dimos medio conciliar el sueño aquella noche en una casa de campo, cercada con alambre. La maña de los hombres que nos acompañaban les facilitó el derribo de algún tra-mo, pudiendo pasar todos con relativa comodidad. Colga-mos nuestras hamacas en el corredor de aquella mansión, que así podríamos llamar a aquel rancho grande en com-paración con los tugurios que habíamos conocido. Aquella noche nos asustó a todas. Llovió torrencialmente, las reses bramaban sin cesar y el viento cruzado era constante y fuer-te, de modo que nos movíamos a oscuras. Las velas se nos apagaban a cada instante. Como mujeres que éramos, al fin y al cabo, y en previsión de eventualidades, llevábamos algo de comida sólida, capaz de mantenerse en buen estado, pese al tiempo y las inclemencias. Todos hicimos buen uso de ella. Al amanecer vimos a un hombre que cruzó el caño a nado, con una destreza muy propia de quien había nacido y

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crecido en aquellos parajes agrestes. La gratitud y la bondad eran muy propias de aquella persona que, sin conocernos, pero adivinando nuestra situación, se dio el trabajo de aga-sajarnos con un aromoso café. Y Dios supo recompensarle. A los pocos días llegaría enfermo al hospital que las herma-nas debíamos atender. Para ponernos sobreaviso, y también con el fin de tomarnos bromas, los hombres nos contaban fantasías. Nos decían que a veces aquellos novillos bravos atacaban las carretas. Todo quedó en la anécdota. Lo que sí sucedió (es) que un zorro con mal de rabia mordió a uno de los que estaban allí, teniendo los demás, y nosotras mismas que inventar algo para librarlo de las consecuencias. Llega-mos al fin al puerto. Un grupo de buenas señoras salieron a recibirnos y a agasajarnos con pastelitos y café. Un sacerdo-te lugareño, que atendía pueblos fácilmente anegados con la crecida de los ríos, entonó el Te Deum en la iglesia. No pudi-mos participar en la misa, ni confesarnos. Pero al fin se hizo presente el P. Bruno que había sido Agustino y celebraba la misa con gran fervor. Una señora que el pueblo llamaba “la santa” se encargaba de tenerlo todo limpio como una pa-tena. Cuando nosotros llegamos había hostias consagradas en la Semana Santa anterior. Y el sacerdote me entregó el hierro con que se podían hacer las formas. Tomándome el pelo , me decía que si no limpiaba bien aquel instrumento elemental, me daría hostias de coquito. Cuando había misa recorría yo las calles y tocaba a las puertas de las vivien-das, invitando a los fieles a participar en ella. Trataba de enseñarles a comportarse delante del Santísimo. El Padre Bruno era muy exigente. Las vacas dormían en la calle, en las aceras. Dos noches al menos tuve que pasarlas fuera de casa, en cualquier lugar donde encontraba un árbol donde guarecerme. Y a mí aquellas vacas y caballos sueltos me

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aterrorizaban, aunque fuesen como corderos. El mismo día que llegamos fuimos hasta el hospital. Las condiciones en que se encontraba daban pena propia y ajena. Tuvimos que salir a buscar cualquier pedazo de tela para cubrir a los enfermos, que yacían en cualquier lugar y desnudos. La Madre estaba segura de que todos hubiésemos regresado a nuestro lugar de origen si no nos hubiese acompañado ella. A pesar de sus achaques, de su corpachón y sus años, era la que más ágil se mostraba. Parecía que la gracia suplía lo que le faltaba. Los sanitarios eran unos tobos que iban y venían. El olor era nauseabundo. No había cocina. Sobre ascuas de fuego se cocinaba todo. La misma Madre indicó a aquellos campesinos cómo se podía levantar una de ladrillo. Ni corta ni perezosa la Madre me envió a mí y a la Hermana Teresa a pedir auxilio. Llegamos a Ciudad Bolívar, en circunstan-cias parecidas a las que habíamos sufrido de Caracas a San Fernando. Logramos despertar la compasión y la genero-sidad de aquellas gentes que nos proveyeron de enseres y ropas para el hospital.

Viendo las penurias que nos esperaban y que había que co-menzar prácticamente de cero la Madre estuvo entre nosotros un año. Cuando entendió que la obra estaba en camino a la consolidación y que sus hijas podíamos desempeñarnos con dignidad, me pidió que la acompañase de regreso a la Casa Madre. Lamentablemente le vino el paludismo. En la carreta sufrió horrores pero, lejos de quejarse, nos consolaba a todos. Atendiendo a los detalles me pidió que cuidase bien a unos lo-ros muy graciosos, que a las hermanas de la capital les harían desternillarse de risa”.

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La cronista espontánea de aquellos avatares sigue contándo-nos las peripecias que sufrieron de vuelta. Unas graciosas, otras lacerantes y todas sometidas a la intemperie. Esa era la Venezuela del interior, aún inhóspita y sin pulir. Lo poco que hemos reproducido del relato nos lleva al Oeste americano, lleno de desiertos y caudales, de culebras y bandoleros. De todo lo propio de las lejanías traducido al trópico.

Aquella Fundación, tan dolorosa, en la que las monjas hi-cieron de todo sin pedir nada a cambio, con tal de huma-nizar la suerte de los enfermos y dignificar las estancias del centro, duró muy poco tiempo. El Dr. Gabaldón, médico y Presidente del Estado, como hemos hecho notar, era un buen cristiano y un hombre de talla muy humana y hon-da sensibilidad social. Le dolía en el alma la postración de aquellos venezolanos de tercera, cuya suerte no preocupaba a quienes mandaban en el país. Y apreciaba las delicadezas, la atención esmerada y a tiempo completo de las monjitas venidas de Caracas.

Pero, al cesar en su cargo, llegaron al poder unos patanes, envenenados por una masonería primitiva, cuya única bata-lla parecía consistir en atacar a la Iglesia y presumir de un racionalismo mucho más cercano a la simple visceralidad que a la sensatez. Se dieron a la tarea de calumniarlas, fus-tigarlas y hacerles la vida imposible. El pueblo estaba con-vencido de que proclamaban fábulas capciosas para alejarlo de ellas. No se tragaron el cuento y lloraron su partida. Pero cerraron el pico ante la cobarde fuerza de quienes llevaban el revólver al cinto, y tenían poder para quitar haciendas y mandar al paredón.

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Estas circunstancias, aunadas a la orfandad espiritual a la que se vieron sometidas las religiosas (pocas veces se celebra-ba misa en aquellos parajes), convencieron a Ysabel de que su misión debía considerarse fallida, no por desánimo de las monjas, sino por la inquina de unos ignorantes con mando.

Pero aquellos tres años de consuelo al enfermo, de trasiego entre pasillos angostos, viendo morir a tantos de mengua y sin medicinas que hoy son del común, enseñando a hacer la señal de la Cruz a niños y ancianos, las curtieron y las encarnaron en el campo. En adelante, la Madre Ysabel podría contar con aquellas hermanas que habían hecho en San Fernando su se-gundo y más duro noviciado para cualquier ímprobo destino.

III. Si el Corazón de Jesús lo quiere

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IV. Dispuestassimplementea servir

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Aquellas ingenuas monjitas parecían venirle al pelo a los pocos obispos que por entonces pas-toreaban la Iglesia de Venezuela, a muchos pá-rrocos que deseaban hacer buenas obras, pero sin invertir demasiados dividendos (de los que

en verdad carecían), y a tantos jefes civiles, alcaldes y goberna-dores, que anhelaban ser aplaudidos sin mérito propio. Eran una mina de oro. No era necesario hacer excavación alguna para contar con ellas a la hora de llevar a cabo tareas que nadie asumía.

Ya hemos visto cómo fueron solicitadas para algunos de los extremos del país, haciéndoseles promesas que jamás se cum-plieron. Pasaron las de Caín viajando en carromatos destarta-lados, comiendo cualquier mango o aguacate del camino con tal de llegar al lugar donde pensaban que podían ser útiles. Y luego las dejaban a su suerte, viéndose forzadas a pedir limos-na, hacerlo todo con sus manos y poner el fruto de su continuo ayuno en la boca de aquellos a los que todo el mundo orillaba.

Algunas buenas damas de sociedad, desde una catolicidad que con frecuencia pasaba de honda a simplemente aparente, de rezandería a respeto por el más necesitado, tenían a hon-ra fundar hospitales, abrir casas de acogida para huérfanos y ancianos. Sin dejar en manos de otros la gerencia de aquellas instituciones (que era lo que les daba postín), buscaban obre-

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ros sin muchas exigencias y, a ser posible, dedicados a jornada plena a tareas necesarias, evangélicas, pero ingratas y no bien definidas. Porque las Hermanas no acababan de entender cuál era su función en algunos de los encargos que se les encomen-daban. Para aquellas “buenas señoras” eran monjas, sí, pero criollitas, algo apocadas, algunas de genética y haberes simples, de las que se podía echar mano sin mayor complicación.

Doña Juana Pérez de Parra Rincón era, en Mérida, una dama de prestigio y abolengo. Teniendo en casa suficiente servicio para limitarse a dar órdenes, y no dejando a un lado sus tra-diciones católicas, quiso levantar un asilo. Para ello motivó a otras damas de aquella “corte” colonial que vieron en tal proposición la posibilidad de salir de su reclusión pacata, to-mar un café juntas y hacer el bien. Tres religiosas clarisas que andaban sin norte fijo, después de verse obligadas a dejar su antiguo monasterio, ayudarían a las nuevas profesas Francis-canas en la tarea.

La Madre Ysabel, que no sabía de fronteras a la hora de po-nerse a ser útil, acepta la invitación. Nuevamente se dispone a dejar Caracas acompañada de las religiosas Santo Domin-go, Clara y Juana Francisca. La distancia era entonces poco menos que inabarcable. Y la fundadora, pasada de kilos sin haberlo buscado, y no siendo ya una jovencita saltarina, se somete de nuevo a los vaivenes de los carruajes, a los mareos de un viejo barco y al humo de un casi jurásico tren.

Llegan jadeando, sudadas, hambrientas e insomnes a la ciu-dad de Maracaibo. La solidaridad y el recibimiento de puertas abiertas ha sido siempre común en la Iglesia. Las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, que ya contaban con una larga

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tradición de éxitos y aprecio en el Zulia, las acogieron con alborozo. Siendo casi todas ellas españolas, miraron con cierta desconfianza a las criollas. Desde una cultura recia y a veces sobrepasada de rigores innecesarios y bruscos, llegaron a creer que el experimento no duraría mucho. ¡Se las veía tan anóni-mas, tan sin ir más allá!

Pero al sentarse con ellas en la mesa de su bien equipado co-medor, y al rezar juntas, y al soltárseles la lengua a las venezo-lanas, entendieron que eran el nuevo signo de los tiempos. A una Iglesia siempre sufragada desde fuera, que recibía curas, frailes y monjas ya hechos y hechas, parecía pisarle los pies otra nativa, afincada en la realidad, capaz de despertar en la sociedad convulsa de aquella Venezuela un nuevo fervor y ma-neras nuevas de servir y formar.

El calvario más sangriento de aquella odisea comienza más allá de Motatán, en Trujillo. Primero fueron los humos y los traqueteos de un ferrocarril lento como las tortugas y en el que no había más que travesaños para sentarse por momentos. Y luego la subida al páramo en mulas viejas. Ysabel pesaba más de cien kilos. Sudaba la gota gorda y ponía a valer el vigor de los animales. Fueron siete días de Gólgota.

Vale la pena recordar que al llegar a Valera las gentes andaban con flores en la mano y las campanas repicaban sin cesar. Era el día del Corpus. Y aquellas monjas nuevas, casi todas de Ca-racas y alrededores, se sorprendieron al ver el fervor de aquellos cultivadores de café y plátanos, de trigo y piñas. “La Madre Ysabel -diría más tarde Clara- dio por bien llevados los sudores y sinsabores de aquel brutal trayecto. Aquellas gentes del inte-rior del país también querían tener religiosas a su lado. Algunas

IV. Dispuestas simplemente a servir

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muchachitas nos miraban con curiosidad y simpatía. Nuestra presencia por los Andes podría ser fuente de nuevas vocaciones. La Madre inició el resto del peregrinaje con serenidad”.

Se alojaron aquella noche en la casa de un sacerdote eximio, duro, acostumbrado a las batallas de tierra, montañas y esca-seces. Nos referimos a Miguel Antonio Mejías, que más tar-de ocuparía puestos de relevancia en el episcopado del país. Las atenciones que les prestó a las Franciscanas le sonaron a Ysabel como “detalles del Sagrado Corazón de Jesús”. De un Corazón al que la Fundadora se aferraba, viendo en él la ternura y la capacidad de darse, la invitación a prodigar afecto y la puerta siempre abierta para escuchar cuitas. Sus monjas necesitaban aferrarse a su sensibilidad femenina para no ha-cerle ascos a la brega que les esperaba. Que no se fraguaría en colegios de buen olor o templos de alabastro, sino entre quie-nes olían mal por fuera y sabían agradecer con simplicidad lo que se les daba.

Timotes, Mucuchíes, Tabay y San Rafael fueron para las monjas hospedería y agasajo. Llegaban agotadas a la puerta de estos pueblos tradicionales, austeros, de gente laboriosa, fa-milias más que numerosas de principios insoslayables, y casi siempre aferrados a una fe de tradiciones y exigencias. Y en todos ellos la población salía a la calle para ver aquellos há-bitos pardos, aquellas tocas recatadas y la cercana sonrisa de unas monjas que les parecían más suyas que las que habían visto alguna vez en Mérida.

Fueron diecisiete días de penurias, sudores y fríos, suelos a ni-vel del mar y montañas de casi cinco mil metros de altitud. Ysabel, dejando a un lado sus incomodidades, entonaba en

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voz alta el rosario y no dejaba un día sin mandarle loas al Sa-grado Corazón. “Parecía tener prisa por llegar a Mérida, diría el cura Mejías cuando ya la Congregación estaba afianzada. No quería que otros le arrebatasen aquella oportunidad de ponerse al servicio de los más sufridos andinos”.

Y de nuevo los sinsabores. Se abre el asilo y las hijas de Ysa-bel son casi arrinconadas en una edificación de otras monjas. Viven estrechas y con estrechez. Las damas de la alta sociedad merideña hicieron algarabía en toda la ciudad abriendo las puertas de una Casa de la Misericordia, encomendada a la Sagrada Familia. Parecía que ellas ya habían cumplido. Ya los escasos medios de comunicación, siempre entre dimes y diretes, habían glorificado su buena acción. El obispo Silva las bendijo con solemnidad.

Pero, a los pocos días de aquella mediática inauguración, en casa de las Franciscanas no hay nada que comer. Y las obli-gaciones no aguardaban. Nuevamente se vieron impelidas a recorrer las calles en busca de pan y unos centavos, de trapos viejos y ollas requemadas. De todo sabrían hacer buen uso. La Hermana Santo Domingo hizo saber a una dama conocida que, “en medio de nuestras limitaciones soñamos con que esta obra se afiance. Hay tantos pobres viejos y niños en la calle, solos y hambrientos, que nos levanta el ánimo el simple hecho de pensar que podemos ser para ellos la madre de la que care-cen y los hijos que los han abandonado”. Ysabel pasa seis me-ses en Mérida. No estaba muy acostumbrada a los “hielitos” del páramo, pero le permitían moverse sin sudar de un lado para otro, siempre pendiente hasta del más mínimo detalle y, sobre todo, de sus religiosas. Las quería ver adaptadas a su nueva presencia entre los pobres.

IV. Dispuestas simplemente a servir

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Regresa a Caracas dispuesta a ofrecer al Sagrado Corazón los sinsabores del viaje. El mismo de ida, pero solo acompa-ñada de dos jovencitas que habían decidido formar parte de su Congregación. Eran dos vocaciones muy significativas. Los Andes serían siempre una buena cantera de militares, curas y monjas. Las rudas tareas del campo, el clima riguroso, la familia patriarcal, la fe acendrada despertaban en muchos el deseo de ser útiles y servir.

Llegan nuevas religiosas a la ciudad. Ya se había estableci-do una escuela dominical para empleadas domésticas. Y en ella, según investigó el P. Rojo Paredes más tarde, se invita-ba a aquellas mujeres a ser dóciles dignamente para con sus empleadoras, pero sin dejar de defender sus derechos y exigir siempre el debido respeto.

La ciudad quiere un Colegio de Monjas y ante la insistencia el obispo pide a las religiosas del Convento que cedan espacios para abrir algunas aulas. No dura mucho su funcionamiento, por miles de contratiempos. Pero en 1924 se reabre de nuevo inscribiéndolo en el Ministerio de Educación Nacional como plantel de Instrucción Primaria Elemental y Superior.

Ya las Franciscanas tenían su asilo y un colegio que les permitía sanear sus escasas arcas. Pero en 1926 el obispo decide poner en manos de los Redentoristas la Iglesia de la Tercera Orden, obligando a las Hermanas a escoger una brevísima estancia para elevar sus plegarias. Algunos años más tarde logran in-augurar una cómoda capilla, sin que apenas se entere nadie, como sucede con los detalles que tienen enjundia y no se ven, y que son rescoldo y vida para una acción misionera sin tropie-zos. Y entre esos tropiezos, experimentos y fervores de primera

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hora, tiene lugar un nuevo contratiempo. Llegó un instante en el que había que decidirserse o por el asilo o por el colegio. Y la Madre Ysabel opta por los que más necesitan de sus monjas. Se queda con el asilo, entregando el colegio a otras manos. “De esta forma -diría décadas más tarde el eximio y diminuto arzo-bispo Chacón en un homenaje a las religiosas- las Franciscanas decidieron apegarse a su condición de hijas de Francisco. El clamor de los pobres y abandonados pudo más que las palmas de las familias conocidas de la ciudad”.

Ysabel quiso convencer a sus Hermanas de algo que podría multiplicar el bien y la solidaridad. Escuchando en su interior a Francisco, que afirmaba que era siendo generoso como se recibía generosidad, propone sembrar en el corazón de todos, incluidos los alojados en su asilo, la convicción de que nadie carece de algo que ofrecer. Todos deberían disponerse a pedir y a dar en aquella oportuna “comercialización” de la solida-ridad. Y a sus monjas les hace saber su propósito: “Me ofrez-co también como víctima por mis pecados. Firme, Señor, en mi corazón, que se te ha dado por entero, convencida de que debo irme desprendiendo de lo terreno”.

Era fundadora de aquel nuevo carisma en la Iglesia. Era el don franciscano que había enriquecido por siglos a la Iglesia, pero ahora con sello venezolano, con una ternura añadida, con una simplicidad mucho más escueta. El cardenal Quintero, sobrio y mayestático, a la vez que campesino en el fondo, llegaría a decir de las Congregaciones criollas de religiosas que veía nacer en la Iglesia local, que “además de afianzarse en la tradición de los consagrados de la Iglesia Universal, se acercan a la realidad tro-pical sirviéndose de los hábitos, costumbres y modos de pensar y hacer propios de las mejores de nuestras gentes”.

IV. Dispuestas simplemente a servir

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La presencia de las Franciscanas en Mérida pasaría por mo-mentos tensos y de gozo, pero acabó afianzando la vocación de muchas religiosas en medio de una religiosidad innata. Y de allí saldrían abundantes vocaciones para la Congregación. La Madre Ysabel no quiso soltar las campanas ante los éxitos de sus Hermanas. No le gustaban las parafernalias, pero no dejaba de dar gracias al Sagrado Corazón al ver su obra echar raíces y ser tenida en cuenta por los fieles en general y por la jerarquía en particular.

Monseñor Mejía las llama

El encuentro no pasó de largo. Cuando la Madre Ysabel y sus acompañantes llegan a Valera, pueblo trujillano que quería ser ciudad pujante, en su largo y pesadísimo trayecto hacia Mérida, son recibidas por el P. Mejía en su casa parroquial. Y surge una compatibilidad pastoral entre la Fundadora y aquel cura criollo de bríos, cercanías y desplantes, siempre riguroso al exigir el cumplimiento de la letra y tolerante con las perso-nas de carne y hueso.

Y es el mismo P. Mejía el que entiende, años más tarde, que en Ciudad Bolívar también se necesitaba un asilo. La presencia de ancianos, enfermos y niños en la calle, viviendo de lo que apareciese, de cualquier mano dadivosa, era un espectáculo que interpelaba a las autoridades eclesiásticas y a la ciudada-nía en general. A los generalotes que mandaban en casi todo no les quitaba el sueño. Pero existía ya una especie de refugio para ancianas inválidas que necesitaban más atenciones.

El obispo invita a la Madre Ysabel a hacerse cargo de aquel “depósito” de mujeres que apenas comían y estaban llenas de

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costras porque nadie las movía. Y la Fundadora, con setenta y un años, y achaques por todos los rincones, pero con el ánimo del primer día, se solivianta. Es una nueva oportunidad de lle-gar a la miseria humana para rescatarla y de abrirle fronteras a sus profesas.

Intuitivamente, aquella monja con un corpachón que se es-forzaba en poner en marcha cuando el motivo era alentador para sus hermanas y útil para los desfavorecidos, barruntó que la fundación de Ciudad Bolívar le abriría un variado campo de acción. Era una parte de Venezuela casi sin límites. Muchos de ellos en barbecho, otros con tesoros bajo la tierra y algunos cuajados de caprichos naturales. Y con indígenas en un paraje inigualable.

Mons. Diego Alonso Nistal, Vicario Apostólico del Caroní, vio en las Franciscanas a sus mejores aliadas en aquella exten-sa y desconocida tarea eclesial que se le había encomendado a los capuchinos. Y la sucesora de Ysabel entendió que era ella la que lo había dispuesto todo “desde arriba”. Los indígenas eran los pobres entre los pobres. Alejados de las cuencas del poder, aferrados a una cultura ancestral, que pasaba de padres a hijos sin rechistar, empezaban a saborear la ingente obra de unos rudos capuchinos de Castilla. Y anhelaban, sin saberlo, la cercanía de mujeres que, habiendo nacido en otras partes de Venezuela, no dejarían de ser sus compatriotas gentiles, amables y cuerdas, de fe a flor de piel y entrenadas para no hacerle ascos a nada que fuese provechoso.

Aquellos misioneros barbudos, criados en pueblos de poca monta, apegados al arado, la yunta de bueyes y el pastoreo, supieron aclimatarse sin dilaciones en aquella Gran Sabana

IV. Dispuestas simplemente a servir

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verde, acuosa, con conglomerados de piedra que parecían catedrales. Y aquellas moles les servirían para levantar una hermosa catedral en Santa Elena de Uairén, y colegios que parecían seminarios a rebosar, y turbinas, y poblados que, de-jando el barro y la paja, se convertían en piedra viva. Rocas extraídas de las cercanías, talladas a mano y ordenadamente colocadas por quienes, desde niños, habían observado el oficio de canteros en sus cunas y escuelas rurales.

En 1936 Mons. Nistal, que no dudaba en enfangarse reco-rriendo los dispersos caseríos de sus nuevos fieles, llamó a las Franciscanas del Sagrado Corazón para que hiciesen de ma-dres y maestras, de expertas culinarias y precisas catequistas en aquel inmenso territorio de misión. En San Francisco de Luepa primero, puerta de entrada al territorio, y en Santa Elena casi al mismo tiempo, las religiosas se vuelven catequis-tas, maestras, itininerantes misioneras.

Hasta el día de hoy andan por aquellos parajes, enalteciendo el hábito y la simplicidad franciscana. Y la vieja casa de Ciu-dad Bolívar amplió su cobertura. Allí llegan a echarse un lige-ro sueño y a ponerse al día las Hermanas de la Gran Sabana y con ellas niños y ancianos que requieren hospital, médicos y medicinas. Es una hospedería singular en la que todo se com-parte y con todo se goza.

Quería monjas alegres

Ysabel poseía el don de gentes. No siempre había sido decidi-da. No alzó la voz desde el principio porque le tocó nacer en un momento de la historia venezolana en la que la timidez era una virtud para las mujeres. Casi siempre representadas por el

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padre, por el esposo, por el abuelo o un allegado, en caso de no tener al lado un marido consciente y responsable.

Pero la pertenencia a la Tercera Orden Franciscana Seglar le permitió emitir opiniones, dirigir encuentros, aceptar respon-sabilidades en la Iglesia. Casi siempre en penumbra, pero no por eso menos eficaces. Y, una vez asumidas las riendas de la Congregación, supo hilar maravillosamente la cercanía con la firmeza, una aceptable reciedumbre con el trato fraterno. Sus religiosas escuchaban sus consejos como los buenos hijos los de sus padres, sabiendo que no desean otra cosa que lo mejor para ellos.

No era complaciente hasta el punto de consentirlo todo y, por lo tanto, abrirle la puerta al relajo y la ineficiencia. Aquellas muchachas que solicitaban un hueco entre las suyas, llegaban con frecuencia con un elemental bagaje cultural, desde una familia monoparental o una poco trasparente y definida. La mayoría eran buenas por naturaleza, pero necesitaban de la criba, de la pulitura, de los hábitos arraigados, de la acepción de los deberes con rigor y convicción.

Ysabel daba lecciones prácticas, que surtían un efecto inmedia-to. Cuando alguna llegaba tarde a la comida, a la oración, al recreo, la tomaba aparte y le hacía ver el “desorden” y el mal ejemplo que provocaba en todas su negligencia y descuido. Si le imponía alguna “penitencia” lo hacía con el calor de la madre y la firmeza de la maestra. Siempre impulsando a la perfección.

Nos ha dicho su biógrafo Setién que “en el cuidado de sus hijas se preocupaba, cual tierna y bondadosa madre, tanto en lo relacionado con el espíritu como con el cuerpo. En la asis-

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tencia a las hermanas enfermas, su caridad no tenía límites. Enfermó de congestión pulmonar una de las hermanas y el médico ordenó que fuera separada de la Comunidad. E Ysa-bel, tratando de suavizar aquel rigor, le dijo: ´El médico dice que usted está muy débil y que necesita reposo y alimentación especial. No se mortifique si se le lleva algo distinto a las de-más. Le traeré la comida a su habitación para que no gaste sus mermadas fuerzas´”.

Ella misma le preparaba algunos alimentos. Y los acarame-laba para que los comiese sin escrúpulos. Exactamente como cualquier madre tierna que se acerca a sus hijos sin inter-mediarios cuando más la necesitan. La vida franciscana que habían decidido abrazar todas proponía el sentido de frater-nidad como base de todo éxito, como almohada para suplir otras carencias, como estímulo para la superación personal y para el trabajo en equipo. El Pobre de Asís había dicho que si una madre cuida con esmero a los hijos que han salido de su vientre, los hermanos y hermanas espirituales deberían ser aún más solícitos los unos para los otros.

Ysabel deseaba que su Congregación alcanzase el Decretum lau-dis (el reconocimiento oficial) de la Santa Sede. De ese modo, sus hermanas se sentirían especialmente aferradas a una Igle-sia que las consideraría mayores de edad y listas para asumir algunos servicios pastorales con absoluta libertad. Como todas las diligencias que han de fraguarse en los centros de ordeno-mando-examino-pongo reparos-y-necesito detalles, la Curia Romana dilató la respuesta. Sólo en 1924 se abre el proceso. En 1927 se puso como condición para seguir adelante la adap-tación de la legislación de la Congregación al nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1917.

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Justamente el nuevo Código exige que el cargo de Superiora General no sea vitalicio. E Ysabel pone de inmediato la re-nuncia. Hacía tiempo que deseaba dejar a un lado aquella responsabilidad para convertirse en una especie de abuela que, sin mandar, arrastra con la ternura, los oportunos con-sejos y el buen ejemplo. El 30 de agosto de 1929 se reúne el Capítulo General. El arzobispo de Caracas, Felipe Rin-cón González, lo preside, siendo elegida la Madre San José, hermana carnal de la Madre Ysabel. Aquellas monjitas algo timoratas, sabiendo que no es aún larga su andadura, consi-deraron que aquella mujer sería la más indicada para asir la Congregación a raíces estables.

Ysabel calma a las más veteranas, acostumbradas a su pro-ceder y mando. “Dejémonos de nostalgias. De ahora en ade-lante la nueva Superiora será nuestra verdadera Madre. A obedecerla sin rechistar. Ella seguirá el camino que nos hemos señalado, santificándonos en familia y saliendo a la calle a ali-viar los males de quienes carecen de todo y de todos”.

Francisco de Asís cantaba a veces como un juglar por los cam-pos. E invitaba a los hermanos a dar gracias a Dios por la vida, por la tierra, por los frutos de la tierra, por el sol y las estrellas, y hasta por quienes se les declaraban gratuitamente enemigos. Ysabel no quería ver a sus hermanas rígidas, arre-batadas, siempre viendo el ángulo malo de los otros o de los acontecimientos. Dios es alegre, solía decir, y no vamos noso-tros a aguarle la fiesta. Quería hacer resplandecer el himno a la alegría que Francisco de Asís canturreaba como un cuerdo loco por los campos cercanos a su convento. Y es que quien tiene la cítara de Dios en su corazón no puede detenerse en simples lamentaciones.

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Muy frecuentemente se acercaba a la maestra de novicias para recordarle que tenía que invitar a las postulantes a estar siempre alegres y no debía “permitir que anduviesen caria-contecidas, acostándose con un dejo de tristeza… Eso sería abrir la puerta al demonio”. En una casa normal de familia hay momentos de tensión y de encuentro, de búsqueda y co-rrección, pero siempre debe respirarse la sensación de estar protegido, de contar con los otros, de no estar solo. Y todo eso despertará en cada miembro la seguridad de ser valorado, de ser tenido en cuenta, de saber que sus penas son las de todos y sus gozos los de los demás.

Que las niñas sean como hijas vuestras

Las pobres niñas y muchachas preadolescentes que llegaban a las casas de la Congregación llevaban en el interior dema-siadas desazones, traumas, resquemores y abusos. No eran las “niñas bien”, acostumbradas demasiado frecuentemente a guardar las formas, aunque en su mente bailasen pícaremente otros propósitos. Las de “la calle” provenían de familias dis-funcionales, sin raíces, ocasionales. Por lo general no conocían a su padre. Y si llegaban a saber algo de quienes las habían engendrado, no dejaban de sentir vergüenza de su compor-tamiento. Un mundo de andrajosos, borrachines y picaflores a lo bestia. Fruto de una sociedad de privilegiados y descarta-dos, de “formales” e instintivos.

Ni ellas ni los que las habían traído a este mundo eran culpa-bles del todo de su postración. Ninguno había podido acceder a una educación básica. Y todos provenían de generaciones de hombres y mujeres sin otro futuro que servir a los “dichosos”, rebuscarse el alimento cotidiano matando tigres o sustrayendo

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por la puerta trasera lo que otros habían acaparado, a veces descaradamente.

No era fácil lidiar con aquellas pobres muchachas, apoquina-das algunas, desafiantes otras y todas al acecho. La vida les había enseñado a huir del atropello, del asalto de los depreda-dores de la dignidad y de los cuerpos de otros. Y las monjas de Ysabel no siempre estaban a la altura. Muchas de ellas lle-gaban a la Congregación desprovistas de casi todo. También ellas habían venido al mundo en pequeñas urbes o caseríos donde no se las tomaba en cuenta, y crecían al margen de la escuela y del respeto. Sus progenitores sobrevivían a su modo, sin destreza y sin ilusiones.

Una de las tareas de Lagrange consistió en dar vida a cen-tros de capacitación para sus monjas y para otras y otros que, queriendo enseñar, no sabían cómo. La Escuela Normal que se abrió en Sabana Grande logró superar, de un modo rudi-mentario, pero exacto, la ausencia de destrezas y tácticas, de métodos y procederes.

Con frecuencia las niñas de sus “casas hogares y asilos” se mostraban díscolas y rebeldes con causa. La calle les había enseñado a prevenir humillaciones y asaltos. Y algunas Fran-ciscanas se confundían, arrojaban la toalla y hasta pensaron dejar la Congregación. Ysabel, siempre compañera y herma-na, madre y guía, usaba la paciencia y la firmeza, la orden oportuna y la corrección sin medias tintas, para hacer enten-der a las suyas que aquella tarea, por ser ingrata, era la más apropiada para su carisma.

IV. Dispuestas simplemente a servir

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Otras monjas, deleitosamente surtidas en métodos y saberes, se encargaban de las muchachas que no daban guerra, que entendían desde el primer momento. Aunque, como hemos dicho, en su mente fuese más cruel la malicia que en la de las pobres abandonadas a su suerte. Las suyas, las hermanas de Ysabel, tendrían que asumir aquel mundo de torpezas y primitivismos, de escaseces y picardías, para despertar en los oprimidos de la acera de enfrente el deseo de ser personas, de hacerse valer sin temores, de pensar en un futuro libre de des-plantes y pasividad. Y alejado de la convicción de que a ellos les había tocado en suerte la exclusión perenne.

Nos recuerdan los biógrafos una anécdota diciente. Una mon-ja pacata, aunque de recto corazón, se devanaba los sesos ante el comportamiento de una de las chicas. Era rebelde, insumi-sa, desconfiada y toda una líder sobresaltando a las demás. Propuso a la Madre salir de ella, mandarla a la calle de nuevo. Soliviantaba a las otras y pensaba que un mal ejemplo así no podía tolerarse.

Ysabel cruzó los brazos y mantuvo la parsimonia en los ges-tos y la mirada escuchando a la iracunda religiosa. Y termi-nó haciéndola llorar. “Hermana -le dijo-, ¿significa eso que usted no es capaz de soportar las faltas de esa muchacha? Y el Corazón de Jesús la aguanta a usted. Pues, mire, hermana, esa niña no está obligada a esa perfección que usted le exige. No ha tenido culpa de haber nacido sin hogar, sin nadie que le haya indicado el camino, sin conocer a Dios… La niña no está obligada, pero usted sí… esta criatura ha venido aquí obligada por las circunstancias… nos toca ser madres para ella… Tenemos que enseñarla a conocer a Dios, a distinguir el bien del mal, a saber que tiene un futuro por delante. Ame

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a Dios, hermana, y ámela a ella, que es tan hija de Dios como usted y yo”.

Ysabel quería recuperar a las muchachas que llegaban a pedirle auxilio. No las condenaba a un eterno y vergonzoso gueto. Esa era la tarea singular de su Fundación. Y conside-raba que era poco menos que un pecado mortal señalar con el dedo a las más difíciles. Debían convivir todas ellas como una gran familia. Del mismo modo que en un hogar hay hi-jos dóciles y rebeldes, en las casas de la Congregación todas debían sentarse a la misma mesa, recibir el mismo trato. Pero, prestando una discreta atención precisamente a las que más la necesitaban.

Un toque al corazón, solía decir, vale más que mil palabras: “Estas niñas vienen a nosotras con el corazón herido. Jamás han sido besadas, acariciadas con respeto y escuchadas con interés. La mayor parte de sus resquemores y sospechas pue-den disiparse con un gesto de afecto, de apoyo y de estímulo”. Puede decirse que, con el tiempo, las niñas, muchas de ellas, se sentían tan en su casa como las mismas monjas, a las que consideraban madres y hermanas mayores.

Esta pedagogía natural, instantánea, nacida de la inteligencia emocional de Ysabel, contrastaba con los métodos de otras agrupaciones católicas que no dejaban de creer que la “le-tra con sangre entra”, y que los “pecados” de chicos y chicas naturalmente inquietos debían ser objeto de bochorno y re-criminación. Mucho mal le han hecho a la Iglesia los rigores de monjas y curas que, partiendo a veces de su inasumida so-ledad, han descargado su intemperancia con los alumnos de sus centros. Con razón muchos egresaron de ellos con santo

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y seña anticlerical y casi anticatólico. La Iglesia parece haber entendido, al fin, que la revolución de la ternura y de la com-prensión es la puerta que resquebraja durezas y prejuicios. Tendremos que ir dejando algo aparcadas nuestras “segurida-des simplemente teológicas” para abrir cauce a la impronta de la mayoría de los fieles.

Ysabel quería ser como las madres de su época, como las bue-nas y responsables madres de su tiempo. Que era muy distinto al nuestro. Ella se empeñaba en conjugar el cariño con la dis-ciplina. Norma que los mejores entendedores de la conducta humana siguen aplaudiendo. Si tenía que corregir a una de sus monjas, o a cualquier chiquilla por sus desmanes, descui-dos o veleidades, lo hacía con seriedad y crudeza. Pensaba que, sin atenuar la gravedad del asunto, entenderían que hay maldad y bondad en nuestros procederes. Y que la única for-ma de aceptar el error es viéndolo sin atenuantes.

Pero, cuando las reprendidas bajaban la cabeza, aceptando su “delito”, Lagrange les atusaba el pelo, se tornaba tierna, y las animaba a no repetir el suceso y a confiar en su propia capacidad de progresar. Los frutos se veían con demasiada fre-cuencia. Muchas de aquellas atormentadas chicas, de las que todo el mundo había desconfiado, al saber que Ysabel deseaba sentirse orgullosa de ellas, tomaban en serio sus reprimendas, simplemente porque habían comprendido, como cualquier hijo, que eran por su bien.

Una de las hermanas nos ha dicho que Ysabel, recorriendo los dormitorios, las clases, los rincones de solaz de aquellas criatu-ras, con frecuencia sentaba a las más pequeñas en sus piernas, sobando tiernamente sus espaldas, dándoles consejos y un sono-

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ro beso en las mejillas. “Las niñas estaban convencidas de que ella era su madre, una buena madre”. Y en el comedor, cuando entraba Ysabel y, sin escrúpulos ni ascos, probaba los alimentos de una y otra con la cuchara ya usada por ellas, y manifestaba su agrado con el sabor de los mismos, todas comían lo poco que se les podía ofrecer con gusto y gratitud. Con palabras llanas, como todas las suyas, sin rimbombancias, decía: “Trabajen, pues, con ardor, pero con mucha suavidad para atraerlas, sin que les parezca pesado el cumplimiento de tan dulces y sagra-dos deberes”. Y así, poco a poco, se las va ganando para Dios.

Una lección viva para nuestros días. Los más expertos y sen-sibles auscultadores del proceder de los humanos, insisten en que no es con mensajes etéreos, definidos, cuadriculados, o desde normas taxativas y aprobadas por quienes se creen “ex-pertos medidores” desde la cátedra, como se transforman las actitudes y se endereza la conducta. Teresa de Calcuta y Pablo VI hablaron ya de la civilización del amor primero, y más tarde de la pedagogía de la ternura.

En medio de un universo fracturado, contrastante, dividido, dis-torsionador y de extremismos que van por aceras absolutamen-te opuestas, los más jóvenes necesitan del abrazo, de la atención personalizada, de la palabra oportuna que les haga sentirse queridos, y que les estimule a salir de la masa para ser ellos mis-mos, abriéndose a ideales que los ennoblezcan y los ubiquen.

Ysabel, sin mayores estudios formales, desde un corazón abier-to a las necesidades de todos, suave y enérgico, logró que en sus colegios, en sus residencias, en todas las obras abiertas a los más desechados, la ternura sofocase desmanes y lograse más conversiones que el rigor y las reglas de otros consagrados.

IV. Dispuestas simplemente a servir

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V. Preparándosepara la partida

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El mundo, más sujeto a lo pragmático, a los planes preconcebidos, a depositar toda su confianza en los números, en la chequera, en los acuerdos de conveniencia y en la ciencia solo exacta, jamás entenderá la ciega confianza de Ysabel en la Pro-

videncia. Y le resultará hasta cursi la fijación de esta espontá-nea y simple mujer en un Corazón de Jesús que mira y sangra, que despierta a la compasión y a la sorpresa.

A los estrategas políticos, a los comunicadores de fábulas mor-bosas o simplemente entretenedoras, a quienes sueñan con figurar en la lista de los diez más ricos del mundo, no para ser felices o hacer el bien, sino para dárselas de importantes, la promesa de Lagrange les parecerá un infantilismo. “Yo ofrez-co con todo mi corazón abandonarme en tus brazos, no sé qué, no puedo sufrir por ti, lo que me envías, bienvenido seas, me basta tu gracia”, dejaría escrito entre sus máximas.

Pero quienes leemos el Evangelio con ojos desprejuiciados y no decimonónicos, como algunos resentidos, entendemos que han sido constantes a lo largo de la historia las sorpresas que nos han dado quienes, confiando en Dios, más que en los radi-cales y utilitarios planes del hombre, han derrumbado muros sin usar la pólvora, rendido soberbias sin humillar, acomoda-do los hechos sin despotismos.

partida

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La fuerza de los débiles se ata antes al corazón que a la racio-nalidad. De ese modo lloran sin vergüenza las penas ajenas, no dudan en secar las lágrimas del vecino que clama, o de atender, sin paliativos ni largas, a los que pasan agobios, o no encuentran el camino. Solemos narrar con lujo las hazañas de hombres de guerra, de artistas refinados y no siempre armónicos, de jueces y ministros, y de presidentes y alcaldes que no dieron un paso al frente sin escoltas, armas o divisas. Y dejamos en penumbra las llagas curadas por quienes, desde el anonimato, fraguaron reconciliaciones entre pueblos y gentes. Nunca pagaron para que las cámaras o los micrófonos estuviesen presentes para dar fe de ello. Les bastaba con hacer el bien, sin darle cuenta a la izquierda de las bondades de la derecha. Y viceversa.

La Iglesia ha contado, a lo largo de sus más de veinte siglos, con ejércitos de hombres y mujeres que, sin hacer ruido, sin solicitar cheques o títulos, han contribuido a unir familias, a poner de acuerdo a los pueblos, a sanar corazones heridos y a educar integralmente a los ciudadanos. A los gustosos del éxito contante le han sonado a sentimentalismos. Los nuevos inquisidores, herederos de un masonerismo que debería ha-berse sobreseído por decencia, o propulsores de una manera de concebirlo todo a su medida, tantas veces prendada del resentimiento y la envidia, se acuerdan de la Iglesia cuando alguno de sus miembros ha errado o no ha sido consecuente. Aireando el mal perpetrado por la minoría, no se va a lograr meter en el pozo del olvido lo que para la historia y la vida luce ejemplar y patente.

Los cristianos que han contribuido a mejorar su entorno, a despertar el sentido de servicio gozoso y gratuito allí donde más se necesita, no pierden el tiempo en delinear estrategias.

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A ellos les basta saber que alguien les requiere para ponerse en camino. Ysabel dejó escrito: “El Señor nace en suma pobreza y con tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor, de frío, de injurias y afrentas para morir en la cruz. Y todo eso por mí. Y yo, ¿qué he de hacer por mi Jesús?”.

Ysabel era fiel al Maestro que lavó los pies a sus discípulos, que insistía en desear para otro lo mismo que para uno mismo, y que nos invitaba a tratar a los demás como queremos ser trata-dos cada uno. Se trata de hacerse eco de un amor sujeto solo a las reglas del darse y de ser útiles a quienes necesitan de apoyo, ayuda o corrección. Y esta natural generosidad no permanece en el escenario si no proviene de una fe arraigada y práctica. Muy diferente a la que motiva a quienes se limitan a prescin-dir de melindrosidades que les sobran para sacar tajada.

El voto de pobreza, franciscano por antonomasia, persiguió a Ysabel de por vida. Y lo convirtió también en voto de confian-za, desprendimiento y carencias. Frente a otras congregacio-nes de religiosos y religiosas, llenas de educadores de rompe y rasga, de predicadores de postín, de ingenieros pastorales y teológicos, las Terciarias Fraciscanas venían al mundo en un país depauperado, y se encarnaron precisamente en las entra-ñas de la marginalidad. Con sus hábitos parduzcos, casi siem-pre deslucidos por el paso del tiempo y la falta de respuestos, no siempre resultaban del agrado de los poderosos.

“No importa -solía decir Ysabel-, tenemos la confianza en el Sagrado Corazón y la bendición de nuestro seráfico padre Francisco. No permitirán que nos sobre nada, pero jamás dejarán de auxiliarnos”. Y ese auxilio venía con frecuencia después del escarnio.

V. Preparándose para la partida

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La crónica nos dice que una mañana Lagrange miró las alacenas y las encontró vacías. No tenía ni un centavo para adquirir los ali-mentos del día para ella, sus monjas y sus muchachas. Se acercó al bodeguero de la esquina, pidiéndole prestada la mercancía. Y el rudo moreno que despachaba casi siempre con malas pulgas, la insultó, tildándola poco menos que de aprovechada y vaga.

Al regresar a casa, Ysabel no sabía cómo pedirles ayuno for-zado a todas. Y sucedió lo que tantas veces, con cierta incre-dulidad de nuestra parte, se nos ha contado de otros hombres y mujeres de honda fe. De repente, una dama anónima puso en manos de la monja un billete de veinte bolívares, sin pedir recibo ni señalar una finalidad concreta.

Años más tarde, aquel embrutecido bodeguero lloraría a los pies de la buena vecina, pidiéndole que le abriese las puer-tas del Asilo a dos niñas que le habían dejado abandonadas justamente a las puertas de su tienda. Y entendió que no siempre los que llevan la más abultada chequera son los me-jores pagadores.

Es decir, Ysabel, como cualquier exacto seguidor de Cristo, alimentado por las páginas y las vivencias del Evangelio, no sacó adelante un proyecto de vida desde el cálculo, las ga-nancias o las pérdidas. Una fe sólida, trasparente, cercana y realista fue la que fraguó en su ánimo y en el de sus segui-doras el deseo de servir. Y muy especialmente a quienes no podían devolverles el favor, sino sólo la honesta sensación de haber hecho el bien. Y, en medio de un mundo en el que cualquier imberbe o disminuido solicita “cuánto hay para eso” antes de llevar a cabo su labor, los verdaderos seguido-res de Cristo, como Ysabel, dejan para nunca el cobro por su

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bien hacer. Lo importante para ellos es ver felices a quienes la vida tantas veces ha vapuleado.

Oración para la vida

El arrobamiento con el que tantas veces convertimos en necios a los verdaderos santos, tiene mucho de robo y mentira. Los que se han refugiado en él de modo habitual no raramente rehúyen las tareas y compromisos de la cotidianidad. No es necesario entor-narse y apartarse de todo y de todos para lograr un encuentro con el Maestro. Me atrevo a cometer un irrespetuoso disparate si digo que al Creador debe resultarle antipático e innecesario ese escenario tan quisquilloso. Nunca ha exigido que para hablarle tengan sus criaturas que revestirse de tanta insonoridad y miste-rio. A Él le gusta dejar las puertas siempre abiertas.

Ysabel no hubiese podido sostener los muchos vaivenes y sin-sabores a los que fue sometida su Congregación, y ella misma, si el furor por cristalizarla, sabiendo lo oportuna que era, no se hubiese atado a una intimidad natural con Dios, a una fe ciega en el Sagrado Corazón y a una vida sin devaneos ocultos. Las ganancias económicas hacen que los más ambiciosos peleen hasta con su propia sombra, con tal de amasar fortuna. Por un minuto de gloria niegan algunos a sus propios progenitores. Por un puñado de poder ciertos políticos hacen promesas que nunca han de cumplir. Pero aquellos que han decidido, como Ysabel, dedicar su vida a quienes nada pueden devolver por sus afanes, necesitan una habitual conversación con el Dador de todo bien para no sucumbir.

Lagrange arrastraba a sus monjas con el ejemplo y la palabra oportuna. A veces suave y con frecuencia firme. Como la de

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cualquier madre o hermana mayor conscientes de sus obliga-ciones. Pero, siguiendo las pisadas del Maestro, no proponía a las suyas algo que no hubiese experimentado ella. Porque las palabras embelesan a veces, pero se quedan huecas sin frutos. Ysabel iba delante.

Nos lo dice una religiosa que, desvelada, conocía las suaves pisa-das de la Fundadora, antes de amanecer, camino de la capilla: “La Madre Ysabel -nos dice- se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada, cuando todavía estaba al frente de la Congre-gación. Gozaba de cierta salud y abría sigilosamente las puertas del oratorio, de modo que a las cinco, cuando sonaba la campana para despertar a la comunidad, ya nuestra Madre llevaba rato en oración. Muchas veces la sorprendí con los brazos en cruz”.

Ysabel había aprendido a confidenciar con Dios entre los lai-cos franciscanos, y con frecuencia de los labios de un hombre de pocas y rudas palabras, pero sinceras, como era Olegario de Barcelona. Francisco, rodeado de monasterios llenos de hombres y mujeres que invertían la mitad de la jornada reci-tando salmos, entonando himnos, leyendo historias sagradas, se quedaba en simples exclamaciones que venían de adentro y en cualquier parte. Desde ese simplicísimo estilo de medita-ción, Ysabel simplemente estaba allí, en la capilla, en silencio, mirando y creyendo que era mirada.

Algunas compañeras y hermanas observaron, eso sí, un con-tacto físico con la imagen del Sagrado Corazón. Una de ellas oyó las cuitas: “Corazón mío, mira a la Hermana… Tú sabes y conoces sus imperfecciones, deficiencias, faltas , yo sé que ella te desagrada”. Pero, a renglón seguido, ponía a sus pies una sincera súplica: “Mira a mis Hermanas, Jesús, y cuídalas,

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bendícelas a todas, yo quiero que ninguna de nosotras te ofen-damos, que te amemos mucho”.

Y, como cualquier madre que conoce a sus hijas más que ellas mismas, se atrevía a pedir socorro y comprensión para cada una. Todas eran diferentes. Y ninguna perfecta. Aceptándolas como se mostraban, rogaba a Dios para que, poco a poco, madurasen, fuesen conscientes de sus deberes y no llevasen nada a cabo por simple vanidad humana. Todas tenían que disponerse cada mañana a servir durante todo el día.

En el documento por el que es aprobada la Regla de Vida del carisma franciscano en general, se dice: “Donde quiera que estén, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, los herma-nos y las hermanas crean verdadera y humildemente, y con-serven en el corazón, y amen, honren, adoren, sirvan, alaben, bendigan y glorifiquen al altísimo y sumo Dios eterno, Padre, e Hijo y Espíritu Santo. Y adórenlo con puro corazón ‘porque es preciso orar siempre y sin desfallecer´, pues el Padre busca tales adoradores”.

Frente a la espiritualidad monacal rigurosa, exacta, incambia-ble, Francisco nos ofrece una nueva, “arriesgada” y preciosa manera de orar. Se trata, ante todo, de hablar con Dios como lo hace el padre con su hijo, y el hijo con su padre. Sin temores, sin antesalas, yendo al grano y no extendiendo epítetos sin fin. El rigor de un Creador regio se transforma para el Poverello en una tierna charla, en un momento de jolgorio saludable. Sin perder el respeto a Dios, lo califica de cercano, como lo es en verdad.Ysabel basó su servicio y su vocación en estas premisas de la franciscanidad. Se convirtió en un Madre que llama la aten-ción, que invita a la superación, que hace ver las negligencias,

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pero siempre con el deseo, no de hundir el ánimo de las suyas, sino de invitar al avance, al ideal, a lo mejor. Y aprendió a unir exactamente la ternura con la llamada de atención, la familiaridad con el mutuo respeto.

“Para ella era indispensable aunar los deberes de cada día con el apego al Padre, ha dicho uno de sus biógrafos. Esa presen-cia constante de Dios en su mente y en su corazón, era la que podía sosegarla cuando los hechos la invitaban a la iracun-dia, y la que la mantenía con los brazos atados al arado para sembrar los frutos que aquellas que se ponían bajo su sombra debían hacer germinar. Una obra que exige darlo todo, sin pedir nada a cambio, no puede durar mucho si no descansa en el Dios que fue capaz de permitir que su Hijo diese la vida en la Cruz para darnos vigor a todos”.

Una pobreza que enriquece por dentro

La pobreza ha sido siempre santo y seña del carisma fran-ciscano. El hijo de Pedro Bernardone, el comerciante sin de-masiados escrúpulos, había saboreado las exquisiteces de una buena mesa y una capa aterciopelada, de una chequera con-tante y sonante, con la que exaltaba su “dominio” sobre los otros muchachos de su misma edad, pero sin haberes. Sabía Francisco lo que suponía ser un privilegiado en medio de las limitaciones de casi todo.

Y esa experiencia de vanidad y presunción, de tanto usarlas sin mérito alguno, le convencieron de que, por dentro, poco relumbraban aquellos oropeles. Los meses que debió pasar en la mazmorra, después de haber perdido la guerra y quedarse sin sus consecuentes botines, le siervieron para mirar al techo

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de la cárcel y hurgar en su interior, y saber que allí dentro no había prácticamente nada. Pensó que si toda la vida se le iba a diluir en aquella fatuidad de presumir de rico por fuera y de inestable por dentro, no merecía la pena seguir adelante.

Siente un alentador alivio cuando deposita sus preciosas pren-das a los pies del ofendido padre, siendo testigos de este acto original y firme el obispo y buena parte de la población. Ya puede ser él mismo, y no lo que su progenitor y los envidiosos de Asís le exigían. Renuncia al “tesoro” que se apolilla y corroe, buscando desde ese mismo instante la gloria que no cesa, la convicción de que en la mente y en el corazón del ser humano anidan la felicidad o la desdicha, el equilibrio o el desmadre.

Francisco renuncia voluntaria y alegremente a lo que había saboreado hasta la saciedad. E Ysabel, hija igualmente de un avezado comerciante, que había sacado adelante a sus muchos hijos sin triquiñuelas ni fábulas, no había carecido de lo que por aquellos tiempos era apatecido por las mayorías: poder sentarse a la mesa y degustar algo apetecible, vestir y calzar según lo acordado por las sociedades remilgadas y contar con profesores a su disposición.

Ella también anhelaba prescindir del más elemental boato vi-sible, para afianzarse en la riqueza de adentro. Había dicho: “No se convencen las hermanas (de) que si no tratamos de co-rregir nuestros defectos y trabajar para santificarnos… nos en-contraremos con las manos vacías cuando nos llame el Señor a su presencia”. He ahí el secreto: Ysabel, que trataba de pisar donde lo había hecho Francisco, aunque en tiempos y espacios diferentes, descubrió que no basta con tener los graneros llenos de trigo, cuando por dentro solo hay vacío y hasta desolación.

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Las Terciarias Franciscanas, como las demás ramificaciones del franciscanismo, si de verdad deseaban ser fieles al origen, a la esencia, debían inmiscuirse en medio de una sociedad de miserables por fuera y de más miserables aún por dentro. Con su simplicidad, con su palabra directa, con su vida alegre y sin otros placeres que los de sentirse familia y servir a quienes ca-recían de ella, tendrían que ofuscar a quienes, considerándose satisfechos y hasta buenos creyentes, reducían su existencia al remilgo y el lucimiento. Aquellos que dejaban para mañana su pulitura interior, y pasaban de largo sin mirar a los lázaros que pedían unas migajas a sus puertas.

Podríamos decir que en los primeros años de aquella nueva Congregación la pobreza era obligada, aunque natural y evan-gélicamente asumida. Aquellas monjas habían nacido para en-riquecer pastoralmente a la Iglesia en un país de escasos recur-sos, y casi todos repartidos entre una docena de privilegiados. Se veían obligadas a pedir limosna para comer ellas y sus pu-pilas. No podían privarse de nada porque casi nada era lo que llegaba a sus manos. Pero cuando vinieron tiempos mejores no cayeron en la tentación de creerse autosuficientes. Siempre Ysa-bel les hizo entender que lo que debía brillar en sus casas eran el orden y la limpieza. De lo demás, solo lo necesario. De ese modo, no necesitarían de sirvientas. Ni siquiera con la disculpa de tener ellas más tiempo para permanecer en la capilla o dictar clases y vigilar a las alumnas con parsimonia. Aquellas monjas debían ser criadas de sí mismas, sirviéndose unas a otras, y todas a sus muchachas con mimo y constancia.

Con frecuencia les soltaba el cuento: “¡Hermanas!, muy amantes de la Santa Pobreza, pero nunca sucias ni rotas. Eso sería indigno de las esposas del Señor. Es verdad que somos

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pobres, pero el Corazón de Jesús nos da de todo. Pórtense bien con Él y ya verán cómo no se deja vencer su generosidad”.

Ysabel era escasa para sí misma. Comía lo imprescindible, ves-tía el hábito más simple de la comunidad, descansaba menos de lo que realmente necesitaba y jamás la vanidad humana la condujo a ceder en ese modo simple de vida. Lo importante no era lo que ella necesitaba, sino lo que podía proporcionar a quienes andaban más escasos que ella. Ella había elegido la simplicidad y la pobreza como forma de vida inspirada en el Evangelio y en Francisco. Sus muchachas tendrían que en-frentarse a un mundo sin corazón. Era necesario invitarlas a adiestrarse para alcanzar una vida digna.

La Regla de la Tercera Orden Regular de San Francisco glo-sa el voto de pobreza y lo justifica sin paliativos: “Esmérense todos los hermanos y las hermanas en seguir la humildad y la pobreza de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico sobre todas las cosas, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, elegir en el mundo la pobreza, y se anonadó a sí mis-mo… Deben gozarse cuando realizan su vida entre personas de baja condición y despreciada, entre los pobres y los débiles, y los enfermos y los leprosos, y los mendigos de los caminos”.

Aquellas compañeras y hermanas de Ysabel lo habían dejado todo para ganar lo necesario. Al ingresar en la Congregación dejaban atrás herencias, privilegios y hasta una familia de san-gre (de la que afectivamente nunca se apartaban), para formar una nueva especie de familia. No ligada por la sangre, sino por el afán de unir inquietudes y ser útiles a los demás. De ese modo, recibían el ciento por uno, como dice el Evangelio. En adelante, no tendrían chequera propia ni afanes bancarios o

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empresariales. Pero se tendrían unas a otras. Y, confiando en su perseverancia, atadas a su moderación y desprendimiento, vivirían pobre y dignamente.

Y, siendo ellas también necesitadas, entenderían exactamente las carencias de otros. Su pobreza se entrelazaba con la solida-ridad. No era una táctica estudiada de mortificación, capaz de dar lástima y dejar perplejos. Tenían que ser como la de Jesús, quien siendo la Riqueza Suprema, quiso sentarse a la mesa de quienes no tenían nada y vestir las sandalias de cualquier pescador. Debían ser caridad asumida como afecto, cercanía y preocupación absolutamente desinteresada por los que no se sentían queridos ni tomados en cuenta.

Una religiosa nos ha dicho que “la caridad de la Madre era inagotable, no hacía excepciones. Para ella era igual que fuera anciano, niño, pobre, harapiento o vergonzante. Tenía un co-razón tan grande que lo quería abarcar todo. De su lado nadie salía al menos sin consuelo. Una vez llegó una mujer con una pena moral. Sus lágrimas se terminaron mezclando con las de la Hermana Ysabel. Al despedirse, la señora dijo a la portera: “Esta mujer tiene que ser una santa. Vine casi muerta y me voy convertida en otra persona. ¡Qué grande es Dios!”.

Pobreza para Ysabel no es sólo carecer de bienes materiales. La mayor pobreza, aquella que convertiría en casi inútil e inservi-ble a la persona, sería la de no disponer de un instante para los demás. En otras palabras, la que lleva a encerrarse en los pro-blemas o ambiciones personales, en el mundillo que cada uno quiere hacer a su imagen y semejanza, convirtiéndolo en isla. Ysabel entendió perfectamente que era necesario dar a quien nada tenía. Y, sobre todo, “darse”. Es decir, tener tiempo para

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aliviar a los otros, para oír sus cuitas, para conocer de cerca sus carencias y sus desaguisados. En su corazón anidaba vivamente el relato de Jesús cuando afea a los de su raza que, creyéndose perfectos al seguir literalmente la ley, pasan de largo ante aquel hombre apaleado y agonizante en la cuneta. Ninguno de ellos se paró a limpiar sus llagas, a ver qué es lo que podría hacer para salvarle la vida. Sólo un samaritano. Un pobre que, sin conocer aquellas leyes rigurosas y encubridoras de falsedades y picardías, sintió latir su corazón al ver al desvalido.

Ysabel era pobre y quería a sus religiosas pobres. Pero la po-breza no era una simple apariencia de abnegación etérea. Era convertir la vida en un servicio. Era estar siempre listas para cubrir la desnudez de otros, aliviar el hambre de tantos, llenar por dentro a quienes abundaban simplemente por fuera.

Deseaba servir a la Iglesia

Determinados acontecimientos y sucesos tienen lugar en el momento exacto. Así nos lo recuerda Setién en su biografía de Ysabel: “Los tiempos en que Ysabel vivió su infancia y su ju-ventud fueron difíciles para la Iglesia venezolana. Anticlerica-les trasnochados y fantasiosos librepensadores se empeñaron en obstaculizar la vida y las actividades de la Iglesia. Se llegó a proponer al Congreso una ley que hiciese surgir una Iglesia Nacional, separada de Roma. La sensatez de la mayoría de los venezolanos fue instrumento de Dios para evitar semejante aberración. Todos estos acontecimientos despertaron el in-terés de Ysabel por la salud de la Iglesia. Prescindiendo de cualquier capillismo, ella aboga por una comunidad justa y sin fronteras. Y una forma de hacerlo fue la de darle impulso a la vida religiosa como impronta para evangelizar”.

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Viendo algunas claudicaciones dentro de la misma Iglesia, y el odio y la envidia de los aspirantes al poder, sin otro mérito que el resentimiento, Ysabel aporta su colaboración. “Yo me ofrezco voluntaria como víctima de expiación por mis peca-dos… los de mi comunidad, por los de mi familia y principal-mente por los sacerdotes y religiosos extraviados”.

La Iglesia de su tiempo era en Venezuela pobre y sin muchos auxilios. Poco a poco irían llegando al país algunas órdenes y congregaciones que, por diversas circunstancias, habían teni-do que salir pitando de él. Y otras nuevas que veían en esta tierra de gracia un excelente campo para evangelizar y hacer el bien. Ysabel abre los brazos de todas sus hermanas para dar la bienvenida a ese ejército de misioneros que terminarían levantando la cultura y acendrando la fe del pueblo.

Para con todos dio muestras de fraternidad. Sus casas fueron el cobijo temporal de religiosos que venían de Francia a abrir escuelas de calidad, de monjes que deseaban sembrar la vida contemplativa en el trópico, de frailes y monjas que no tendrían inconveniente en filtrarse en cualquier rincón del país, con tal de volver a despertar la fe de un pueblo naturalmente religioso.

Lagrange no se creía ninguna privilegiada en la Iglesia de Ve-nezuela. Era una de las tantas servidoras de la comunidad de bautizados. Entendió desde el primer momento que los va-riados carismas existentes deberían ponerse de acuerdo para complementarse y ser más eficientes.

Mons. Enrique María Dubuc, que siempre anduvo entre la genialidad y el disparate, entre la enemistad con las autori-dades civiles y la tolerancia con algunos sucesos confusos, no

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dejó nunca de ser un sacerdote convencido. No era fácil sor-tear el ajetreo y las divagaciones que abundaban en el país en general y que tocaban la periferia de la Iglesia. Ya anciano, enfermo, descontento consigo mismo, encontró en Ysabel y sus monjas a verdaderas madres que toleraban sus desplantes y recibían de rodillas su bendición.

Y, sin embargo, esta abierta disposición al diálogo, al intercam-bio, al apoyo entre todos los agentes de pastoral y servicio de la Iglesia, tan prodigados por Ysabel, no fueron entendidos por muchos. En el seno de la Iglesia hay también desequilibrados, intrigantes y envidiosos. La Hermana Ysabel tuvo a bien de-mostrar, con cifras en la mano, las muchas deudas que tenia que ir dejando atrás con el ahorro de toda la comunidad y las limosnas con las que algunas familias tenían a bien socorrerlas.

Pero un sacerdote engatusador, hecho al pleito, la intriga y las atenciones de sus superiores, a quienes llenaba la cabeza con sus cuentos y difamaciones, acusó a las Franciscanas de ser ri-cas y desbaratar las abundantes dádivas que recibían. El arzo-bispo de Caracas no se tomó la molestia de investigar a fondo tan aberrante intriga. Y dio la orden de que aquellas monjas criollas dejasen de andar pidiendo por las calles de la ciudad.

A veces, los superiores dejan de echar mano de la prudencia y la objetividad, dejándose “sobornar” por los más chismosos, aquellos que anhelan superar sus limitados servicios con be-neficios, parabienes y favores. Inmundicia moral la del cura sin escrúpulos, e imprudencia e insensatez la del arzobispo. Se dice que algunos años más tarde, muerto el sacerdote des-acreditador, aquel pastor logró conocer de cerca las irregula-ridades del clérigo y, sin la valentía y claridad necesarias, se

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disculpó a regañadientes ante las monjas. La verdad es que la gravedad del dislate perpetrado por su impulsividad y por hacer caso de chismes infundados, requería un poco más de humildad al pedir perdón.

Hasta cierto punto fue más honesto el cura de marras. Sabiendo que la Hermana Ysabel andaba muriendo, postrada en un jergón de paja, aunque siempre atendida con mimo y celo por sus her-manas, tuvo a bien hacerle una visita. Sin decirlo abiertamente, le pedía perdón por su mal proceder. E Ysabel dio el asunto por terminado, haciendo caer sobre el visitante una simple sentencia: “Todos cometemos errores. Pero es más hermoso el momento en que los reconocemos. Pone a valer la misericordia de Dios”.

Nuevamente las avaricias despiertan la indignidad de los que deberían ser más cercanos. Ya enfermo y entrado en años, el P. Calixto tiene que dejar su servicio en el templo de San Francisco. Y lo mismo que su madre, se refugia en una de las casas de las Franciscanas. Allí murió con serenidad en 1923. Había dejado en testamento todos sus bienes a la Congregación. Se trataba de algunos inmuebles en más o menos buen estado, y otros casi en ruinas. Fue preciso vender o enajenar algunos para darle habita-bilidad a otros. Casi fue una carga la que depositó sobre Ysabel.

Pero, como suele suceder a menudo, algunos lejanos parientes del sacerdote, que apenas se habían preocupado de hacerle al-guna que otra visita y que jamás le dispensaron afecto y com-pañía, quiseron desenterrar el legado, impugnándolo. Cuando el Tribunal llegó a la Casa Madre se encontró con una Ysabel sonriente, serena, que nada temía porque nada debía. Y aque-llos jueces dieron la razón a las monjas, mandando a la calle a quienes en aquella ocasión se habían convertido en zamuros.

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Estos sufrimientos y contratiempos, que tuvieron muchas otras versiones igualmente desagradables, lejos de amilanar a Ysa-bel, la obligaron a seguir sirviendo calladamente, a entender que casi siempre los buenos proyectos son tildados de alguna irregularidad por los que se han acostumbrado a vivir tum-bando lo que otros han levantado con honestidad y sudores.

Eso pareció sucederle a dos religiosas de su Congregación. To-das habían sido educadas para respetarse, valorarse, servirse y servir. Pero dos de ellas, acomplejadas por múltiples razones, sin haberse dejado permear por aquella espiritualidad fran-ciscana de Ysabel, terminaron acusándola de infamias más propias de arrabaleras que de consagradas. Tuvieron el atrevi-miento de escribir una carta infame al arzobispo y al Nuncio, en la que tildaban a la Fundadora de soberbia, benefactora para unos y escasa para otros. Y otros “detalles” que, para un revisador objetivo, serían más una delatación de la pequeñez de las acusadoras que de los delitos atribuidos a Ysabel.

Y, sin embargo, nuevamente el arzobispo se tragó los chismes sin procesarlos. Y el Nuncio demostró carecer de toda diplo-macia y juicio. Llamada por tales autoridades, cuando Ysabel entró al despacho, apenas se le dejó abrir la boca. Fue tilda-da de insensata, presumida y torpe, asegurándole que aquella “obra suya” no estaba a la altura de lo que la Iglesia requería, y que sería abolida y suplantada por otras congregaciones ve-nidas de Europa, con el código de Derecho Canónico en las manos y el rigor de la ley por encima del espíritu.

La Iglesia siempre ha contado con servidores cabales y ab-negados. Y la sensatez de las mayorías ha hecho olvidar, de alguna manera, las torpezas de unos pocos. Aprovechamos

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esta triste ocasión para recordar que si mandar fuese servir, los candidatos no serían muchos. Y si hacemos referencia a la autoridad en la Iglesia, no siempre los que la ostentan “hablan con autoridad”, como lo hacía el Maestro, que jamás exigía a los demás lo que no hubiese puesto Él en práctica. Porque evangélicamente se manda cuando se escucha, se analiza y se procede con suavidad y firmeza.

Ysabel salió del despacho de aquellos dos jerarcas sin recri-minarles nada, en silencio. Hizo bien. De nada le hubiese servido contradecir, aunque fuese con pruebas irrefutables, a quienes en aquel momento deseaban sentirse más jefes que pastores y padres.

Sabiendo quiénes eran las dos hermanas “escribidoras” de aquellos disparates inmorales, jamás soltó prenda. Y las dos terminaron sus días en la Congregación. Si la conducta de Ysabel hubiese sido la misma del Nuncio, las hubiese man-dado a paseo destempladamente. Esa es la diferencia entre el engreído y el que sabe que sólo debe servir, escuchar, atender y buscar el bien de todos.

La hora del viaje sin retorno

La salud física no siempre acompañaba a la fortaleza espiritual en Ysabel. Su voluntad jamás se quebró ante el cumplimiento del deber y frente a las muchas trabas e inconvenientes que le sobrevenían, y sólo por haber iniciado una experiencia nueva en una Iglesia acostumbrada a abastecerse de las rentas. Las congregaciones ya establecidas se preguntaban, al margen de una visión de catolicidad, qué necesidad había de inventos

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cuando ya todo se había delineado en la vida consagrada. Y los superiores de turno, que demasiadas veces pasaron de largo ante las desacertadas decisiones de algunos grupos, montaron la antena para seguir a diario los pasos de Ysabel y sus hermanas.

Pero ella digería aquel potaje de insidias e incongruencias, de ob-servaciones apresuradas y de prejuicios, con un natural silencio. Convencida, ciertamente, de que lo bueno siempre termina de-jando entrever su excelente olor y sabor. Tenía a bien darle tiem-po a los inquisidores y los nostágicos para contactar, espiar y aga-char la cabeza al percatarse de sus desargumentadas sospechas.

En 1929 puso en otras manos la dirección de sus Fraciscanas, sin dejar de ser madre y abuela para sus religiosas y sus mu-chachas. Para con todas ahondaba en el mimo y la fidelidad. Puede decirse que su robustez corporal era mórbida. La co-mida frugal de cada día no justificaba aquel sobrepeso que la llevó a una arteriosclerosis y artrosis, y que la obligó a sentarse muchas veces en la silla de ruedas. Pero jamás una queja.

Los médicos le recomendaron cambiar de clima, como era de rutina en aquel principio de siglo, cuando Venezuela tenía dos o tres médicos eminentes, entre los que descollaba José Grego-rio Hernández, y una amalgama de curanderos de buen ojo. Se la veía con frecuencia en Las Trincheras, metiendio sus pies en las aguas termales y aprovechando (todos la recono-cían como “la monja”) para enseñar el catecismo a los niños, rezar el rosario con otros medio lisiados como ella y visitar los hogares más ajenos para llevar el consuelo de la fe.

Era evangélicamente astuta Ysabel. Al saber que por aquellos lados el gobierno iba a llevar a cabo un Censo Nacional, le

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pidió a una de sus hermanas que se sentase en una de las me-sas recabadoras de datos. “Así conoceremos bien el campo -le dijo- y podremos dar una buena Misión… Serán muchos los matrimonios que vamos a preparar”.

Definitivamente, terminó desesperando a los médicos que, re-comendándole un reposo absoluto, la veían metida en todo. La desnudez de los más pequeños y el desamparo de los an-cianos terminaron cubiertos de ropas bien cosidas. En las no-ches, Ysabel, sin poder conciliar el sueño por causa de dolores lacerantes, cosía, tejía, bordaba.

Tomaba por obediencia las pastillas que le recomendaban. E incluso aceptó someterse a una cauterización que le hacía ver las estrellas. Su única queja: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”. Los médicos sonreían con cierta picardía al oírse-la repetir mil veces al día. Aquella solución verbal, que nacía de su arraigada confianza en quien “todo lo puede”, parecía surtir efecto. Y los galenos guardaban silencio, entendiendo que ellos podían curar algunas debilidades corporales, pero poco entendían de aquel alivio que venía de dentro.

Aquella alma de Dios reprime sabiamente sus quebrantos corpo-rales. Ya había dicho que el Sagrado Corazón se había desangra-do por ella y ella no podía menos que apurar también su calvario, uniéndolo a Cristo Paciente. Pero algo le atizaba por dentro que no la dejaba sosegar. Había muerto el P. Calixto, hombre de Dios, franciscano hasta la médula y conocedor de todo el devenir de aquellas monjas venezolanas. Y no encontraba un director espiri-tual. Por breve tiempo un sacerdote francés asumió sus cuitas y se dio a la tarea de alentarla en su empeño. Pero regresó a su patria, sin que de momento pudiese suplirle otro.

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Sabía que su fin no estaba lejos. Y quiso ser precavida. El 3 de noviembre de 1932 solicitó los últimos sacramentos. Sus hermanas le llevaron al sacerdote a primeras horas de la tarde. Y se extrañaron de aquella urgencia de Ysabel. No parecían verla aún cerca de la muerte. Pero ella, sin que se lo hiciesen saber con palabras, se lo explicó: “No hay que esperar la úl-tima hora. Quiero recibir los últimos sacramentos en mis ca-bales facultades. Manda a buscar el armonio, que lo coloquen ahí -señalaba la puerta de entrada-, y que vengan todas las hermanas con cirios”.

Un sabio y sensato jesuita terminó siendo el consejero de la Fundadora. Se trataba del P. Iriarte. En medio de los cantos que ella misma había señalado, recibió los sacramentos. El re-ligioso le hizo saber que al día siguiente le administraría el Viá-tico. Y, efectivamente, ese día siguiente, que era primer viernes, un sereno capuchino, Hilario de Escalante, suplió al jesuita.

Francisco quiso morir postrado en tierra, reconociendo que todos hemos sido creados del barro, aunque algunos insistan en lucir metales preciosos. Y pidió a sus hermanos que, lejos de derramar lágrimas o lamentar aquella manera de concluir la jornada, a tan temprana edad, entonasen cantos de gozo. Estaba listo y contento, sabiendo que el encuentro con el Pa-dre ya había sido anunciado.

E Ysabel, buena discípula del Poverello, repitió la escena muchos siglos después. Finalizados los cantos, en un instante de silencio, Lagrange mira a todos con calma: “Perdono de todo corazón -dice- a aquel que de alguna manera me haya ofendido o haya querido hacerme mal. Y pido perdón a todo el que yo hubie-re ofendido y a las hermanas, en todo aquello que las hubiese

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mortificado”. Renovó sus votos al recibir la comunión e hizo un esfuerzo para cantar con energía el “Cantemos al amor de los amores”. Luego, se arrobó en una acción de gracias prolongada.

Aún pasaría una última Navidad con sus hermanas. Su empe-ño, el cuidado de las suyas, el deseo de ver crecer y ahondar aquella “organización” a la que le había abierto las puertas, prolongaron por algún tiempo su vida. La Misa de Nochebue-na de 1932 fue especial para ella. Tomó al Niño Jesús en sus manos, besó sus pies e hizo ademán de bendecir con la imagen a todos los allí presentes.

Nos cuenta Setién que “en enero comenzó el viacrucis defini-tivo que concluiría después de Semana Santa. Los dolores se hicieron continuos y los sufrimientos no le daban tregua. Acer-cándose la Semana Mayor todo se complicó. No había parte de su cuerpo que no gimiese… El Viernes Santo fueron muy agudos los dolores y sentía sus piernas abrasadas por un fuego que no acababa de extinguirse. El médico de cabecera, pensan-do aliviarla, le puso una inyección intravenosa. El contenido se derramó fuera de la vena e hizo ver las estrellas a Ysabel. Y su respuesta fue lanzar al aire, con un fervor quebrantado, jacula-torias, pidiendo por sus hermanas, por el Papa, por la Iglesia”.

De nuevo echó en falta un confesor. Seis congregaciones reli-giosas se lo negaron. Todavía en muchas de ellas lucía abierta-mente el resabio, la sospecha de que aquella monja tan devota escondiese algún secreto, o hubiese asumido las cosas con de-masiada simpleza. Pero, a veces, semejantes callejones sin salida dejan un resquicio para que entre el personaje indicado. Y fue así como se presentó en la Casa Madre el agustino Ángel Sáenz, que ya era el predicador que más sonaba en aquella Caracas

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con una clase media emergente, con colegios privados que eran granero para nuevas generaciones cultas y creyentes.

Sáenz hizo perder a muchos las sospechas acerca de la madu-rez de aquella Congregación. “Saben a Francisco por todas partes, escribiría algunos años después en La Religión. Son hu-mildes, como el pueblo en el que vivimos. Y no aspiran a otra cosa que a ocupar los puestos que en la Iglesia pocos anhelan, y que son, de hecho, los más urgentes”.

En los últimos instantes de su vida tuvo el consuelo de ver a su lado a dos eminentes jesuitas, el P. Iriarte, del que ya hemos hablado, y el P. Gastaminza, excelente orador y ca-tedrático. Iriarte confesaría: “Por un conjunto de especiales circunstancias, tuve el gusto de conocer y tratar durante unos meses a la Madre Ysabel, y asistirla en sus últimos momentos. Los domingos solía hacer una corta visita a la enferma… Su enfermedad era una cruz dolorosa. Ella siempre tan activa y hacendosa, se veía condenada a la inmovilidad absoluta, en una silla de ruedas. El mal de su pierna, que no pudo alejar la ciencia, le molestaba sin cesar. Nunca salió de su boca una queja, pese al incesante dolor”.

Murió al anochecer del 29 de abril de 1933. Era el sábado de la primera semana de Pascua. El rosario seguía aferrado a sus manos. Y las monjas más cercanas parecen haberla oído can-tar un aleluya clásico, poco antes de quedar serena y estática.

Lloraron las religiosas la partida de quien para todas había sido madre y maestra, ejemplo y regla viva. Dios permitió a Ysabel acabar sus días rodeada de sus muchachas, aquellas niñas recogidas en la Casa Madre que, sin duda, pensaron por

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un momento que volverían a ser huérfanas. Apuntala certe-ramente el P. Iriarte que las palabras del Señor nunca fueron tan oportunamnte traidas a escena: “Muy bien, sierva buena y fiel, ya que has sido fiel en lo poco, yo te haré cargo de lo mucho. Ven a tomar parte en el gozo de tu Señor”.

Los oficios religiosos fueron celebrados en la Capilla de la Casa Madre. Algunos religiosos y sacerdotes tuvieron a bien acercarse a despedir a quien muchas veces habían fustigado. Su obra era tan patente que cerró sus bocas al chisme para hacerse eco de sus frutos. El P. Indalecio de Santibáñez me diría, varias décadas después a los pies de La Chiquinquirá, en la residencia de su Orden en La Florida: “Fue una mujer de temple. De lo contrario, no hubiese soportado las enemistades gratuitas que le salieron al paso, al no comprender que una muchacha criolla se convirtiese en fundadora de una congre-gación religiosa. Debo confesarte que entre nosotros mismos, los capuchinos, no siempre se vio con buenos ojos aquella experiencia. Y yo, que ya soy viejo, debo admitir que la Pro-videncia nos sorprende a todos donde menos lo esperemos”.

Fue sepultada en el Cementerio del Sur. Su panteón lucía anónimo, rodeado de los templetes y castillos que custodiaban los restos de la gente pudiente o famosa. “Pero allí fueron a parar los huesos de una venezolana de temple, escribiría en 1968 Juan Francisco Hernández. Una mujer que fue fustigada hasta la saciedad por quienes tenían el deber de alegrarse por su osadía y de ofrecerle un apoyo indeclinable. Está visto que las obras grandes suelen tener un principio doloroso. Eso las hace madurar y llegar a convertirse, como las Franciscanas de Ysabel, en un aporte eclesial imprescindible”.

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Debemos recordar que aquella Tercera Orden Franciscana Seglar del templo de San Francisco dio a la Iglesia laicos ape-gados al Evangelio y conscientes de los denuedos que debía seguir la Iglesia para ponerse a tono. Muchas veces Ysabel se había sentado al lado del Dr. José Gragorio Hernández y de José Manuel Núñez Ponte, para oir las disertaciones del P. Calixto y de algunos capuchinos venerables que habían re-gresado a Venezuela en 1891. Desde su casa de La Merced bajaban a San Francisco con su larga barba y su tosco hábito para darle vida a nuevas florecillas.

En 1940, Núñez Ponte, eximio y sabio venezolano, con una paciencia tan grande para enseñar como para hablar del Evangelio al corte franciscano, escribió unas páginas sobre Ysabel. Y nos dice: “Contó con la colaboración de abnega-das compañeras, almas verdaderamente franciscanas… que quisieron compartir con ella el celo y las fatigas. Entre ellas la Hna. Adela, ingeniosa y siempre alegre, y con la apacible y la-boriosa conducta de la Hermana Vicente. La Hna. Mercedes era la austeridad personificada, sin perder la serenidad. Agra-deció el candor de la Hna. María, la ascética de la Hna. San José, y los servicios bien planificados de Margarita e Inés…Todas ellas siguen sosteniendo la obra de la Madre Ysabel”.

Un legado sujeto a la minoridad, lo fraterno y lo pobre

Las Constitucciones de esta original aportación a la Iglesia de Venezuela y a la catolicidad, nos hacen saber que su carisma “centrado en las exigencias del Evangelio, a la luz francisca-na, se fundamenta en tres elementos: fraternidad, minoridad y oración”(Const. No. 7). Y se concreta diciendo que “la educa-ción cristiana de la niñez y juventud” es la misión más urgente

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para los tiempos en que vino al mundo esta nueva agrupación de consagradas. Nunca, desde luego, cerrada a las necesidades más perentorias de la Iglesia. Sobre todo, en los recodos que más necesitan de auxilio y a los que menos atención suele prestarse.

Las más sagaces seguidoras de Ysabel han dejado bien claro que “las niñas forman parte de la vida de las hermanas. No se funda la Congregación “para”, sino que se funda “con” ellas. Alrededor de ellas giró la vida de las primeras hermanas. Las niñas fueron su escuela. No sólo para la labor educativa, sino para la propia vida religiosa que habían emprendido. Quien aprende con niños descubre el valor de lo cotidiano, lo simple, la fuerza del llanto y de la risa, la necesidad de trabajar para vivir y para que vivan ellos”.

Aquellas primeras seguidoras de Francisco, desde el ángulo pergeñado por Lagrange, tenían que aprender a ser madres primero para ser educadoras después. Porque la mayoría de sus “alumnas” vendrían de la calle, de la ausencia de afectos y a veces de origen. La castidad de aquellas mujeres era más llevadera cuando se proyectaba maternalmente sobre las cria-turas sedientas de consejo, firmeza y querendonerías.

A esta primera y más puntual finalidad de las Terciarias Fran-ciscanas se uniría poco después la cercanía a los enfermos. En medio de una Venezuela doliente, llena de abandonados a su suerte, sin medicinas y sin enfemeras con una elemental mís-tica, muchos enfermos, afiliados a conglomerados familiares carentes de todo, agonizaban en las calles o en los tugurios. Y aquellas jóvenes religiosas llegaban al rancho, debajo de cual-quier puente, a las orillas de Catuche o alrededor del Guaire para secar lágrimas, para limpiar llagas. A veces hacían de cui-

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dadoras a domicilio, sin obtener a cambio otra recompensa que la alegría de ver algo de alivio en los postrados. Y a muchos de ellos los traslaban a sus propìas residencias. Todos sabían que aquellas monjas, como diría un pastoreño venido a menos y llagado de cuerpo entero, “iban de un lugar a otro para con-solar y para suplir al Estado y a las mismas familias, que daban por perdidos a los menestorosos y a los desguarnecidos”.

Ysabel, desde aquellos piropos que constantemente dirigía al Sagrado Corazón, convenció a sus religiosas de que las urgen-cias que aquel mundo despiadado, sobre todo con los que no tenían derechos y los que sentían pisoteada su dignidad, sólo se curarían con la misericordia. “El Sagrado Corazón, que se dio sin medida, debe enseñarnos que nosotras no podemos irle a la zaga. Nadie que nos necesite puede irse destemplado de nues-tro lado. Padecer con el que sufre es la mejor manera de imi-tar a quien, siendo Todopoderoso, se puso al lado de los más simples y desposeídos para enriquecerlos con su misericordia”.

Las Hijas de Ysabel querían ser “franciscanas” sin tibieza. A ella la había cautivado aquel alocado joven de Asís, que, ape-gado a un Evangelio sin glosas, se dispuso a “enseñar” a los sa-bios de su tiempo que el conocimiento era una grosería cuando comenzaba en la ambición y terminaba en la simple vanidad o garrulería. Jesús no hizo alarde de metáforas inasequibles o preciosistas. Enseñó a decir sí y no, y cuando fuese necesario adoptar una decisión.

Ysabel quiso que su Congregación fuese una “comunidad de menores, fraternas y orantes”. Nadie debería sentirse superior a las demás. Para ella, mandar era servir. Y ser “abadesa o priora” no conllevaba privilegios, lisonjas o libertad para opa-

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car y hasta humillar a las súbditas. Al contrario, cuanto más alto fuese el cargo, mayor debería ser la conciencia de las res-ponsabilidades adquiridas.

En su presentación estas religiosas confiesan, muy convenci-das, que “no podemos alcanzar la fraternidad que debe carac-terizarnos, sin asumir el lugar del menor. El menor no tiene prestigio, no tiene status social, porque no tiene consistencia económica. Es siervo, sumiso y pobre, y así lo vive alegremen-te en su interior y en fraternidad, en obediencia recíproca y en dimensión de solidaridad fraterna con los pobres. Solidaridad que no cuenta con más recursos que el propio trabajo”.

La Iglesia ha contado, a lo largo de su historia, con religiosos y religiosas de prestigio. Muchas de las grandes universida-des fueron asentadas por miembros doctos de órdenes y con-gregaciones, siempre discutiendo moralidades y definiciones, dándole vueltas a los más diversos asuntos, muchas veces para entretenerse. Y entre ellos había un abierto afán de protago-nismo. Deseaban imponer su versión de los acontecimientos cotidianos y de las ideas teológicas con argumentos innecesa-rios y hasta traídos por los pelos.

Francisco quiso apartarse de esa “ociosidad pastoral” entre libros y galerías, cartapacios y discursos interminables. Él que-ría salir a la calle. Toparse con el rico y el mísero, con el sabio y el ignorante, comunicándose con todos con palabras simples, sonrientes, fraternas. Y desconcertó a los “pedagogos” sabelo-todo que fueron incapaces de negar los resultados. Las gentes acudían a oír y ver al Poverello que hablaba como ellos, que no se escandalizaba de sus simplezas, ni regañaba condenando. Francisco era uno más, en todo semejante al vulgo menos en lo torpe, lo malicioso y lo soberbio. Y por eso, ofreció feha-

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cientemente el rostro de una Iglesia rica en su pobreza, vecina de todos sin dejar de ser ella misma.

Las Terciarias Franciscanas sabían mucho de penurias y limi-taciones. Provenían en su mayoría de los estratos menos favo-recidos de aquella Venezuela de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. E Ysabel quiso que no renegasen de sus carencias originales. Tenían que seguir siendo pobres, despe-gadas, luchadoras, pero también afables, familiares y sensatas.

Y aquella pobreza colectiva era gozosa. Porque, al saberse her-manas, se sentían protegidas, acompañadas y definidas. Fran-cisco amó a sus frailes como padre y como hermano, como amigo y como soldado del mismo ejército. Y las religiosas de Ysabel no podían franquear las puertas de sus comunidades si no estaban dispuestas a ser hermanas. Más preocupadas las unas de las otras que las mismas hermanas de sangre, tantas veces alejadas y por caminos diversos. Ellas tenían que recibir y dar con la misma generosidad y fruición.

La fraternidad en la vida religiosa es esencial. Se evita, de ese modo, la simple conglomeración de caprichos y personalismos, de vanidades superpuestas y de individualismos empobrecedo-res. Saber que la profesión exige ver a los demás miembros de la comunidad como hermanos, con los mismos ideales por de-lante, con la misma “obligación” de apoyarse y trabajar y orar en equipo, es garantía de gozo y seguridad, de tranquilidad y despreocupación por asuntos que a los demás les obesionan.

La Regla de la Tercera Orden Regular, en su número nueve, nos hace saber que la convivencia fraterna multiplicará los frutos. Del mismo modo que en un matrimonio bien avenido hombre y mujer se complementan y elevan, en la vida religio-

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sa hasta los detalles más mínimos contribuyen a dar madurez y estabilidad a quienes, siendo diferentes, sin lazos de sangre se aferran a una fraternidad consciente y cotidiana.

Pensamos que los monjes y las religiosas de clausura, dedica-dos a la oración litúrgica y eclesial durante el día, prolongan en su interioridad el contacto constante con el Creador. Pero, Francisco quiso ver a ese Padre y Creador, y a su Hijo, doliente y glorioso, en las flores del campo, en el abrazo al hermano, en los afanes de la portería y en el confesonario, recogiendo limosnas y dando parabienes. La oración, para los seguidores del de Asís, debería verse en momentos comunitarios, pero habitualmente en todo tiempo y lugar.

Sin vanaglorias y sin cámaras, estas monjas criollas, que en-tienden que no es necesario alzar la voz para invitar a obrar el bien, para curar llagas y orientar a quienes carecen de padres y maestros, nos han dicho que su carisma, su esencia, puede explicarse en pocas palabras:

• El Evangelio del pobre de Nazaret es nuestra norma de vida.

• Glorificamos a Dios, sumo bien, en todo lugar y a toda hora, en oración humilde, afectiva y existencial.

• Confiamos cada día en la misericordia y el amor sin límites de Dios.

• Anunciamos a un Jesús sencillo, constante y solidario.• Aceptamos a Dios como Padre y asumimos a los seres

humanos y al mundo como hermanos.• Fomentamos la vida invitando a todos a sentirse

hermanos.• Invitamos a otros a exaltar la hermandad como la mejor

manera de procurar un mundo justo, solidario y en paz.

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La mayor parte de los aciertos en la evangelización, en la educa-ción cristiana y en el ejercicio del servicio pastoral, vienen a ser efectivos y enriquecer a la Iglesia desde el gesto simple, la mira-da comprensiva, el saludo sin aspavientos, la palabra directa, la corrección graciosa y sólida y el ejemplo cabal y sin añadiduras. Las Terciarias Franciscanas, y otras muchas agrupaciones de hombres y mujeres consagrados, nos han venido a decir que por demasiado tiempo los religiosos se han amarrado a la norma, a la ley, a la voluntad de los superiores, a lo siempre hecho y esta-blecido. No raramente esta fatuidad e inercia han conducido a la irrelevancia social y humana, a no producir frutos, a convencer a tantos de que ya no se le pueden pedir higos a un árbol marchito.

Con su simplicidad, no necesariamente alejada de la univer-sidad ni de la ciencia, pero sí instalada en la realidad cotidia-na, en la forma de vida habitual de quienes nos rodean, estos nuevos ejércitos han hecho más simpática a la Iglesia, y han echado por tierra algunos prejuicios a los que otros dieron lu-gar con sus intransigencias y rigorismos.

Nuestro mundo ha ido contando cada día con más y más “instru-mentos mecánicos” preciosos e instantáneos que pueden poner en contacto al ser humano con las antípodas en segundos. Abri-mos esos huecos tecnológicos y podemos hurgar en la vida de todo el mundo, siempre sin roce alguno. Muchos padres y abue-los se ven obligados a contactar a sus seres queridos a través de videollamadas, besando la pantalla con la ilusión de acariciarlos.

El roce, la palmada, el beso efusivo, la palabra cálida, la con-vivencia sin paredes, se han reducido al saludo en caracteres simplificados, a un gesto ininterpretable a distancia, al anoni-mato diario en las grandes ciudades. Según estadísticas rigu-

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rosas, la causa de la mayor parte de las muertes, sobre todo entre adolescentes y jóvenes, es el suicidio. Con frecuencia nos enteramos de que este deportista exitoso, aquel cantante con cientos de premios, aquel ricachón con salud de roble, han ter-minado sus días aferrados a una botella, un alucinógeno o una pastilla letal. No carecían de salud, les sobraba el dinero y les atosigaba la fama. ¿Qué les faltaba? Posiblemente la seguridad de afectos sinceros, la necesidad de llenar aquel vacío interior, verse rodeados de alguien que se sintiese orgulloso de ellos.

Nos sobran familias disfuncionales, padres permisivos por indolencia e ignorancia y hogares sin acuerdo alguno para comer juntos y ver la televisión arrimados. Y se nos va impo-niendo una sociedad en la que todo es bueno con tal de que a ti te lo parezca. Y que nada está prohibido si se quiere ser fiel a una libertad de expresión que se acomoda según el interés de quienes insisten en brindarnos un mundo a su imagen y semejanza, tantas veces dislocado, resentido y sin pilares.

Nuestros niños y jóvenes, nuestros abuelos y nuestros adultos (altaneros para aparentar y tan solos como cualquier otro), necesitan sentirse valorados, tenidos en cuenta, estimulados, aplaudidos y graciosamente corregidos. Ni el dinero, ni la co-mida opípara, ni el juego de cartas o dominó les dicen nada si no se les tiene directamente en cuenta.

Las Terciarias Franciscanas tienen un mundo abierto a su carisma. Hoy sigue existiendo un mundo lleno de miserias y apartados, de pobres de solemnidad y de enfermos y solita-rios. Y a esa pobreza desgarradora hay que unir la del inte-rior. Aquella que padecen los satisfechos, pero vacíos, los que presumen de no carecer de nada y, sin embargo, sin palabras,

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con la simple mirada, nos están diciendo que no son felices. Les falta mucha alma.

Su carisma las invita a abrir su puerta a cualquiera que la toque. Y a salir al encuentro de quienes duermen bajo los puentes, de las explotadas en cualquier esquina, de los que sienten que no son necesarios para nadie. Es una tarea primordial para la Igle-sia, que de paso le daría algún crédito en momentos en que es groseramente escarnecida por arribistas y resabiados.

Ysabel dejó su vida anodina, sujeta a un ritmo sin sobresaltos, en un hogar con tres comidas y buenas prendas, cuando entendió que si quería ser fiel al Evangelio y al estilo gozoso y simple de Francisco, tenía que patear las calles y no hacerle ascos a quienes iba a encontrar deambulando sin rumbo por ellas. Unió el contac-to directo y sin antesalas con Dios al abrazo al hermano reducido.

En la Venezuela de todos los tiempos, y más en los de nues-tros días, las religiosas de Ysabel no darán abasto a la hora de suavizar el rigor que les ha tocado vivir a niños, adolescentes, jóvenes y ancianos. Nadando en la carencia de casi todo, nece-sitan ser apreciados como seres humanos. Sólo de esa manera podrán salir a flote y sentir que nunca han dejado de ser hijos predilectos de Dios y objeto prioritario para la Iglesia.

La elevación de Ysabel a los altares es un preciso gesto que exalta la dignidad de tantas mujeres venezolanas que, como madres, esposas y trasmisoras de valores, han suplido con de-masiada frecuencia la ausencia de hombres conscientes y de sistemas de servicio público que nunca llegan al lugar en el que se les requiere. Mujer con mezcla de razas y culturas, acri-sola en su vida y obra la venezolanidad criolla, tan renovada y tan expresiva, grácil y eficiente.

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de Madre Ysabel Lagrange Escobar

Cronología dela vida y obra

Al centro aparece la Reverendísima Madre Isabel Fundadora y Primera Superiora General de la Congregación de Hermanas Franciscanas; a su lado la Rev. Hermana San José, quien murió a los cinco años de religión y Rev. Madre San José, Segunda Superiora General.

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1855 - 21 de diciembre: Ysabel nace en Caracas, siendo sus padres Juan Bautista Lagrange y Rita del Carmen Escobar Flores.

1856 - 10 de febrero: es bautizada y confirmada en la Iglesia San Pablo de Caracas por el Pbro. Ramón Comín, dándole por nombre Juana Ysabel Tomás de Jesús, siendo sus padrinos el Sr. Agustín Permarchán y la Sra. Jua-na Ysabel Smir, según datos obtenidos de la certificación de bautismo.

1863 - Se presume que fue el año de su Primera Comu-nión, ya que no hubo preparación previa, sino que de mane-ra fortuita, asistiendo a la Eucaristía con sus padres, el sacer-dote les dijo que ella estaba preparada para hacerla.

1872 - Conoce y participa en las actividades que de-sarrollaba la Tercera Orden Franciscana, bajo la di-rección espiritual del Padre Olegario de Barcelona y el Padre Carlos de Arámbide, ambos capuchinos, junto con el Padre Calixto González, con quien entra en contacto y le acompaña como confesor y cofundador.

1886 - 25 de diciembre: fallece su padre; este suceso la lleva a ingresar a la Tercera Orden de San Francisco.

1889 - Año de grandes acontecimientos para Madre Ysabel. Entra en contacto con la Venerable Madre Emilia de San José y el Pbro. Santiago F. Machado en la población de Maiquetía, y se aboca a apoyar la fundación de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres de Maiquetía.

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• 13 de junio: llegan a Caracas las Hermanas de San José de Tarbes, desde Francia, y pide ingresar a la Congrega-ción, pero la Madre San Simón le contestó: “No, señorita Lagrange, Dios tiene otros designios para Usted”.

• Ocurre la muerte del papá del Padre Calixto González, y con la anuencia de su mamá, decide dedicar los bienes here-dados a una obra de caridad que serán el apoyo económico para la fundación de la Congregación de Madre Ysabel.

• Monseñor Críspulo Uzcátegui y el Padre Olegario de Barcelona le ayudan a dar forma, costumbres y estatutos a la proyectada Congregación.

1890 - 4 de octubre: a las 5:00 p.m. se funda, con el apoyo del Presbítero Doctor Calixto González, Rector del Templo de San Francisco, y la asistencia del Padre Fray Olegario de Barcelona (Capuchino), Comisario de la Venerable Orden Tercera, la Congregación Hermanas Franciscanas de la Tercera Orden de Nuestro Padre San Francisco de Asís del Sagrado Corazón de Jesús de Caracas, en una casa ubicada de Pinto a Miseria, N°. 94, en el centro de Cara-cas, propiedad del Padre Calixto González. Acompañada de las señoritas: Adela Álvarez Chapellín, Vicenta Ponce Suárez, Teresa Aguerrevere Michelena, Isabel Lange, Francisca Ba-salo, todas miembros de la Tercera Orden, constituyendo la obra social Asilo San Francisco de Asís, con ocho muchachas: Juana María Rodríguez, Isabel García, Narcisa Soto, Petra Soto, Teodora Arocha, María Ferrer y María Hidalgo.

1892 - Se trasladan a otra casa ubicada entre las esquinas de Cuartel Viejo a Balconcito. El día 19 de abril se celebra la misa e instalación del Santísimo Sacramento. Y el 4 de oc-tubre de este mismo año, segundo aniversario del inicio de

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la Congregación, el Padre Calixto González recibe los votos temporales de Madre Ysabel, Vicenta Ponce y Adela Álva-rez; se les impone el hábito.

1895 - Emprenden en la localidad de Antímano el apostola-do en el medio rural, el mundo de los campesinos. Las hermanas colaboran con el párroco en la catequesis de los niños en la tarde y noche, también salen a los campos vecinos a dar la catequesis. En este medio se inicia la sistematización de la formación inicial de las hermanas de la Congrega-ción, abriendo en dicho lugar el primer noviciado; la formación era más experiencial que sistemática. Con la práctica de la ca-tequesis se preparaba a los niños para la primera comunión y a los adultos para el matrimonio. Era en pequeño, lo que después del Concilio Vaticano se denominaría “misiones”.

1896 - El 1 de septiembre se ponen en camino a la ciudad de Valencia la Madre Ysabel, el Padre Calixto, tres hermanas y seis niñas del Asilo de Caracas. Ocurre un hecho singular: es detenida Madre Ysabel por orden del Jefe Civil de la Parroquia Altagracia, pues la abuela de una niña ha-bía puesto una denuncia en su contra por secuestro; la Madre Ysabel recurrió a la Gobernación, donde se aclaró la situación y continuó su camino a Valencia. El 4 de septiembre tuvo lu-gar la inauguración de la casa e instalación del Asilo San Antonio y comenzó a funcionar en la misma obra una escuela dominical para personas de servicio con objeto de ele-var su capacidad y formación general.

1897 - 27 de mayo: se inaugura el Kindergarten Católi-co San Antonio de Padua, el primero en Venezuela: presen-tes las hermanas, el Directorio Venerable de la Tercera Orden,

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varios sacerdotes, representantes de corporaciones católicas, alumnos del Asilo de Huérfanos y del Colegio Sagrado Co-razón de Jesús. Posteriormente es llamado Colegio San Antonio.

El 4 de octubre del mismo año hacen la profesión per-petua. En este momento se agregan a la Congregación las señoritas: Margarita Lengster, Mercedes Chapellín (hermana de la Madre Emilia de San José), Lucia Rivas de Orta, María Lagrange (hermana de la Madre Ysabel) y Carmen Escobar (prima de la madre fundadora).

1904 - 17 de septiembre: fallece el sacerdote que tanto adversó e hizo sufrir a las hermanas en Valencia con sus promesas in-cumplidas y oposición frontal; sin embargo, Madre Ysabel orde-nó que se celebraran los sufragios por su alma; a tal sacerdote, además, había atendido personalmente cuando estuvo enfermo.

1909 - Por petición del Padre Reinaldo Esculpi se solicita a la Madre Ysabel una comunidad religiosa, que se ubicó en la calle principal de El Recreo, donde se inicia la obra de un internado y un kindergarten, que más tarde se con-formarían como Colegio Nuestra Señora de Guadalupe, ejemplo de adaptación al entorno sobre el que se ejercía la función pastoral.

1910 - 24 de abril: la Madre Ysabel, solidaria con el dolor huma-no, toma con sus hermanas posesión del Hospital Pérez de León, ubicado en la zona de Petare, Caracas. Así incursiona en otro campo de la caridad: asistir a los enfermos.

1912 - Tras un largo y arduo recorrido, sorteando toda clase de obstáculos, dando respuesta a la petición del Presidente del

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Estado Apure, Dr. José Gabaldón, asume la dirección del Hospital de San Fernando de Apure, teniendo que dejar-lo en 1915 tras las hostilidades de algunos miembros de la Jun-ta del hospital, que cayó en manos de masones y anticlericales.

1914 - Muere la Sra. Concepción Rodil de González, y no pudiendo sostener económicamente la comunidad de Antí-mano, se cierra la casa y el noviciado es trasladado a la ciudad de Caracas, funcionando en la Casa Madre.

1915 - 24 de mayo: sale Madre Ysabel, con tres hermanas, de Caracas a La Guaira en ferrocarril; allí embarcan hasta Ma-racaibo, donde se hospedan en la comunidad de las Herma-nas de Santa Ana, para luego cruzar el Lago de Maracaibo en chalupas, hasta llegar a La Ceiba; continúan hacia Motatán en ferrocarril y siguen en bestia (burro y caballo) hasta Valera, donde inician su paso por los pueblos de los páramos y montes andinos de Venezuela, llegando a Mérida, ciudad de su destino, el día 11 de junio, donde el día 24, fiesta del nacimiento de San Juan Bautista, se bendice la casa que daría origen a una nueva fundación, la Casa de Misericordia: además de asilo para niñas, se abre como escuela dominical para empleadas domésticas.

1916 - En la misma Casa de Misericordia se abre y organiza el Colegio Sagrada Familia, con la idea de que ayudara eco-nómicamente al sostenimiento del asilo de niñas.

1918 - 12 de agosto: es recogida una niña en Mérida de ape-nas 14 meses de nacida, a quien las hermanas cuidan por or-den de la Madre Ysabel.

1919 - Por una epidemia de viruela caen enfermas varias her-manas y asiladas, y contando con poco espacio físico para dar

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continuidad a la obra, se cierra el Colegio Sagrada Familia; se re-abre en 1924. El 19 de abril de este año es llevada a la Casa de Misericordia una bebita huérfana de apenas 22 días de nacida.

1924 - Madre Ysabel da los primeros pasos y lucha apa-sionadamente por lograr el Decretum laudis de la curia romana para hacer la Congregación de Derecho Romano.

1927 - Se hacen todos los trámites y se ajusta la legisla-ción de la Congregación al nuevo Código de Derecho Canónico, condición previa para seguir los trámites que per-mitan otorgar a la Congregación el estatuto deseado.

• Monseñor Mejía, Obispo de Guayana, solicita a la Ma-dre Ysabel la fundación de un asilo para ancianos, que recibiría el nombre de San Vicente de Paúl; esta sería la última fundación en vida de la Madre; en ella, además de aliviar y atender a los ancianos, se proyecta una acción pastoral de misiones, catequesis, escuela do-minical y asociaciones piadosas. Más tarde tendría otra misión muy especial: servir de puente y de apoyo para que en 1936 se diera la fundación de las comunidades de misiones entre indígenas del sur del Estado Bolívar (San-ta Elena de Huairén y Santa Teresita de Kavanayén).

1929 - Madre Ysabel renuncia al cargo de Superiora General siguiendo la normativa del Derecho Canónico, y el 30 de agosto se reúne el Capítulo General, que elige por unanimidad para ese mismo cargo a la Madre San José, hermana carnal de la Madre Ysabel; este acontecimiento produce conmoción entre las hermanas; mas, dando ejemplo de humildad y de obediencia, la Madre Ysabel

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dice a las hermanas: “Vamos, hermanas, a rendirle obediencia a nuestra Madre General ahora mismo”.

1930 - 17 de febrero: se otorga a la Madre Ysabel, y en ella a la Congregación, el Diploma de Afiliación al Instituto de las Escuelas Cristianas, emitido por el Hno. Apollina-rie Paul como reconocimiento a los servicios prestados a los hermanos y el apoyo al instituto.

1932 - 3 de noviembre: Madre Ysabel recibe a las 2 de la tarde los últimos sacramentos. 1933 - 29 de abril: tras una larga y penosa enfermedad (ar-teriosclerosis, artrosis y obesidad), a las 8:40 de la noche, sába-do de la primera semana de Pascua, da descanso a su cuerpo y muere en olor de santidad. Fue enterrada en el panteón de las Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón de Jesús, en el lugar denominado El Cementerio, Caracas.

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ORACIÓN A LA SANTÍSIMA TRINIDADPara pedir la gracia de su intercesión

Padre Eterno, sé la luz de mi alma,Hijo de Dios, sé la fortaleza de mi espíritu,Espíritu Divino, sé la llama de amorque inflame mi corazón,para que ame a mi Dios y a mi prójimocomo a mí misma y me deje llevarpor tus santas inspiraciones. Amén.

(Se hace la petición, y se reza un Credo y el Gloria)

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ORACIÓN PARA PEDIR POR SU PRONTA BEATIFICACIÓN

Señor Jesús, Tú que elegiste a la Madre Ysabel Lagrange para hacer presente u Reino, con la misión de fundar la Congregación de Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón de Jesús, inspirada en el carisma de San Francisco de Asís.

Concédenos tenerla como modelo y guía, a fin de imitarla en su entrega a los más necesitados, y por su intercesión, danos la gracia que te pedimos.Por Jesucristo nuestro Señor. Amén

ORACIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS

Gracias, ¡oh amor mío¡, por los inmensos beneficiosque nos concedes día a día.Yo te ofrezco ayudada de la Divina graciaque tú me has dado,serte fiel hasta la muerte.Solo te pido la gracia de amarte muchopara poder conseguirlo.Amén

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MADRES GENERALES

1. Madre Ysabel Lagrange Escobar: 1890 a 19292. Madre San José: 1929 a 19413. Madre Jesús: 1941 a 19534. Madre Benigna María: 1953 a 19715. Madre Inés de la Cruz: 1971 a 19836. Hna. María Jesús: 1983 a 19937. Hna. Ana Adelina Uribe: 1993 a 20078. Hna. Judy Mora Castillo: 2007 a 2019

DIRECTORIO DE LAS OBRAS

1. Casa Madre: Av. Baralt, No 1707, entre Balconci-to y Cuartel Viejo, Caracas, Distrito Federal. Teléfo-nos: Obra: +58 212 860.57.83, Comunidad: +58 212 864.67.75, email: [email protected]

2. Colegio Privado “San Antonio”: Av. Baralt, No 1707, entre Balconcito y Cuartel Viejo, Caracas. Dis-trito Federal. Teléfonos: Obra: +58 212 862.39.33 y 860.45.15, email: [email protected]

3. Casa Hogar “San Francisco”: Pineda a Toro No 48, Caracas, Distrito Federal. Teléfono: Obra y Comunidad: +58 212 862.50.53, email: [email protected]

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4. Colegio “Ntra. Sra. de Guadalupe”: Av. Casanova. Calle Unión y El Recreo. Av. Casanova. Caracas, Distri-to Federal. Obra: +58 212 761.42 06, Comunidad: +58 212 761.53.72, email: [email protected]

5. Escuela Comedor “Cristo Rey”: Zona Central E. Sector Cristo Rey. 23 de Enero. Caracas. Distrito Fede-ral. Teléfonos: Obra: +58 212 858.43.91 y comunidad: +58 212 862.83.52, email: [email protected]

6. Instituto “Madre Isabel”: Av. Pan de Azúcar. Urb. Tara, Corralito, Estado Miranda. Teléfonos: Obra: +58 212 383.78.81, Comunidad: +58 212 383.52.73 y +58 212 583.61.19, email: [email protected]

7. Escuela “San Antonio”: Av. Briceño Méndez, Nº 100-81, Valencia, Estado Carabobo. Teléfonos: Obra: +58 241 857.82.41 y 241 858.14.74. Comunidad: +58 241 857.82.41 y 241 858.14.74, email: [email protected]

8. Casa Hogar “San Fernando de Apure”: Av. Tá-chira, frente al río San Fernando. Estado Apure. Teléfo-nos: Obra: +58 247 341.25.56 y Comunidad: +58 247 342.74.59, email: [email protected]

9. Casa Hogar “Monseñor Carrillo”: Av. Bolívar Nº 2 - 95 Estado Trujillo. Teléfono: Obra: +58 272 236.42.91 y Co-munidad: +58 272 236.42.91, email: [email protected]

10. Colegio Franciscano “María Auxiliadora”: Av. Eleuterio Chacón Nº 15-104. Cordero, San Cristóbal, Estado Táchira. Teléfonos: Obra: +58 276 396.09.02 y

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Comunidad: +58 276 396.22.81, email: [email protected]

11. Colegio “Sagrada Familia”: Av. 3 Nº17-64 Al lado de la Iglesia La Tercera, Estado Mérida. Teléfonos: Obra: +58 274 252.55.03 y +58 274 252.31.93 FAX, Comunidad: + 58 274 808.35.27, +58 274 251.27.71 y +58 0274 657.67.97, email: [email protected]

12. Colegio “San Francisco de Asís”: Av. 11, entre calles 71 y 72, Tierra Negra. Maracaibo. Estado Zulia. Telé-fonos: Obra: +58 261 798.20.66, Comunidad: +58 261 797.03.53 FAX, email: [email protected]

13. Casa Hogar “Clara de Casanova”: entre Mariara y San Joaquin, Hacienda Santa Clara, Estado Carabo-bo. Teléfonos: +58 245 451.56.25 y +58 416-736.62.59, email: [email protected]

14. Asilo “San Vicente de Paúl”: Av. San Vicente de

Paúl, Sector Negro Primero, Cuidad Bolívar. Estado Bolívar. Teléfonos: Obra: +58 285 654.06.86 y Comu-nidad: +58 285 654.06.86, email: [email protected] y [email protected]

15. Misión “Santa Teresita de Kavanayén”: Muni-cipio Gran Sabana, Estado Bolívar. Teléfonos: P. Capu-chinos +58 286 960.37.63. Comunidad Hermanas: +58 286 963.45.83 +58 289 540.22.81.

16. Centro de Acción Social “San José”: Calle Justo Briceño Nº 15, Parroquia Matriz Ejido, Estado Mérida.

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Teléfonos: Obra: +58 274 221.15.32, Comunidad: +58 274 221.15.32.

17. Comunidad “La Porciuncula”: Tanaguarenas, Es-tado Vargas. Teléfono: +58 212 893.15.91.

18. Colegio “Padre Ramón Arcila”: Calle 72 Sur Nº 43-B-17. Sabaneta. Antioquia, Colombia. Teléfonos: Obra: +57 4 288.03.30, +57 4 288.00.09, +57 4 288.00.09 FAX, Comunidad: Residencia “La Ermita” Calle 72 Sur, Barrio Betania No 43B-17, Sabaneta, +57 4 288.63.27, +57 4 288.03.30, email: [email protected]

19. Casa de Formación “Ysabel Lagrange”: Urbani-zación Campo Verde, Calle 10 No 1-15, Villa del Rosa-rio, Cúcuta, Norte de Santander, Colombia. Teléfonos: +57 7 570.94.63 y +58 276 515.85.42.

20. Casa Hogar “Mamá Leopoldina”: San Pablo de Atenas, Ecuador. Teléfono: +59 33 221.70.97.

21. Centro Votivo Santuario “Santa Narcisa”: Nobol, Ecuador. Teléfono: +59 34 270.84.11.

22. Comunidad “La Inmaculada”: Manzanal del Barco. Calle Ribote, Casa Nº 13 Provincia de Zamora, España. Teléfonos: +34 980 59.62.29 y +34 980 59.62.29 FAX

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2019

en los talleres de ALTOLITHO, C. A.

Caracas - [email protected]

ISBN: 978-980-7698-04-7