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Diciembre 2006 Número 432 A 20 años de la fil, ferias de libro en México Jorge Luis Espinosa, Mayra Inzunza, Gonzalo Vélez Crítica: Juan José Reyes sobre Alejandro Rossi Ricardo Cayuela Gally sobre Carlos Castillo Peraza Miguel Ángel Moncada sobre José Luis Rivas Retrato y retratos de Mauricio Magdaleno ¿Qué hace un cronista? Un diálogo de Adolfo Castañón sobre Carlos Monsiváis La poética y la poesía de Hugo Gola: Iván García Poemas: José Eugenio Sánchez, Josué Ramírez y Leopoldo Lezama Contreras Dos premios del fce: cuento y crónica La fiesta de los libros

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Diciembre 2006 Número 432

■ A 20 años de la fil, ferias de libro en México Jorge Luis Espinosa, Mayra Inzunza,

Gonzalo Vélez

■ Crítica: Juan José Reyes sobre Alejandro Rossi Ricardo Cayuela Gally

sobre Carlos Castillo Peraza Miguel Ángel Moncada sobre José Luis Rivas

■ Retrato y retratos de Mauricio Magdaleno

■ ¿Qué hace un cronista? Un diálogo de Adolfo Castañón sobre Carlos Monsiváis

■ La poética y la poesía de Hugo Gola: Iván García

■ Poemas: José Eugenio Sánchez, Josué Ramírez y Leopoldo Lezama Contreras

■ Dos premios del fce: cuento y crónica

La fi esta de los libros

número 432, diciembre 2006 la Gaceta 1

Sumario

Presentación 2banner fl ag 3

José Eugenio Sánchez

fil 20 años 4Jorge Luis Espinosa

Las vanidades de la feria: ferias del libro en la ciudad de México 6

Mayra InzunzaLa fi esta del libro o la peregrinación a la fil 7

Gonzalo Vélez

La pantera 9Sergio Pitol

[…] 10Ana Maialén Romeu

[…] 11Michelle Vyoleta Romero

[…] 12Liliana Rojas Flores

Pequeño diálogo edifi cante en torno a la fi gura del cronista 13

Adolfo CastañónLos estropeados 14

Gustavo Ogarrio

Entre dos alcatraces 16Plagios, homenajes y profanaciones 16

Las tardes vacías y el olvido, los pájaros 18Iván García

Dos poemas 22Leopoldo Lezama Contreras

Edén, de Alejandro Rossi 23Por Juan José Reyes

El porvenir posible, de Carlos Castillo Peraza 25Por Ricardo Cayuela Gally

Ante un cálido norte, de José Luis Rivas 27Por Miguel Ángel Moncada

Mauricio Magdaleno 29Marcela del Río Reyes

Imágenes de portada e interiores: Néstor Quiñones

José Eugenio Sánchez es poeta, su libro más reciente es La felicidad es un arma caliente, publicado por Visor en 2001. Jorge Luis Espinosa es periodista, ha reporteado para el Unomásuno, Milenio Diario, El Independiente y El Universal. Actualmente es jefe de difusión de fce. Mayra Inzunza es narradora, periodista cultural y editora. Gonzalo Vélez es crítico de arte, traductor y poeta. Ana Maialén Romeu ob-tuvo el primer lugar del concurso Sergio Pitol. Michelle Vyoleta Romero obtuvo el segundo lugar del concurso Sergio Pitol. Liliana Rojas Flores obtuvo el tercer lugar del concurso Sergio Pitol. El jurado de dicho concurso estuvo compuesto por Juan Villoro y José Ruysánchez Serra. Adol-fo Castañón es políglota además de ejercer todo género de escritura. Es autor de diversos títulos, entre los cuales pode-mos mencionar Recuerdos de Coyoacán, escrito en algún lugar de Francia a los treinta años de 1968. Su labor como editor, crítico y promotor cultural, sumada a sus tareas académicas, le han signifi cado reconocimientos tanto en el ámbito nacio-nal como en el extranjero. Gustavo Ogarrio es narrador y ensayista. Ha colaborado en diferentes publicaciones, entre las cuales se encuentran: Crítica, La Jornada Semanal y Tierra Adentro. Josué Ramírez es poeta y editor, su libro más re-ciente es A ver / Cuaderno antes de la guerra. Iván García es escritor y académico. Leopoldo Lezama Contreras es poe-ta y editor. Juan José Reyes es ensayista, crítico y editor. Ricardo Cayuela Gally es escritor y editor. Miguel Ángel Moncada es poeta y editor. Marcela del Río Reyes es es-critora y académica.

2 la Gaceta número 431, noviembre 2006

PresentaciónEl fomento a la lectura va de la mano de las dinámicas de oferta que puedan generar las diversas y distintas editoriales, tanto nacionales como extranjeras, para incentivar, promover y difundir sus propios fondos, así como interactuar y acrecentar su capaci-dad de competencia. Por un lado, la promoción del libro benefi cia a la sociedad en su conjunto —aun cuando no toda la sociedad sea asidua a la lectura—, y por el otro lado la tarea editorial congrega a todos los actores del mundo del libro —que repre-senta una minoría social— y, en los días que dura una feria del libro, ese mundo entra en contacto y se lleva a cabo la fi esta de los libros. Así, el mundo del lector es el de la realidad del libro: editores, autores, críticos, promotores culturales, libreros, vende-dores, etcétera, forman parte de ese mundo del que él es la base. A los 20 años de la Feria Internacional del Libro (fil) en Guadalajara el concepto “feria del libro” es motivo de refl exión, celebración y crítica.

Resultado de dos concursos organizados por esta casa editorial, publicamos tres cuentos y una crónica. Los primeros se presentan como fi nales alternativos al cuento “La pantera” de Sergio Pitol, publicado por primera vez en 1960, y ahora incluido en el volumen Los mejores cuentos, de Editorial Anagrama. Los resultados son brillantes y permiten ver cómo el cuento de Pitol es sugerente y sugestivo, provocando desenla-ces imaginativos. Nada más allegado a la era lúdica por la que transitamos que este ejercicio posmoderno, en el que la intervención multiplica las posibilidades del sen-tido original de una obra. Publicamos, también, “Los estropeados” de Gustavo Oga-rrio, primer lugar del concurso de crónica Salvador Novo 2006. Se trata de una crónica cuya mirada penetra en la realidad íntima de un grupo de personajes vaga-bundos que, bien vistos, dejan una huella imborrable en el transeúnte urbano, sobre todo si tanto éste como aquéllos participan de los mismos espacios cotidianos.

Entre la poesía y la narrativa, el ensayo y la reseña crítica reconfi rman la impor-tancia de la refl exión que fomenta la lectura, y del comentario que anima una conver-sación a partir de la difusión de la lectura. La lectura, insistimos, como acto liberador, como tradición, está en el centro de esta y otras discusiones. Porque el libro como objeto hecho de palabras en fusión de las ideas, es un bien común, algo que juega en la historia de la humanidad un papel insustituible. La trascendencia del libro está en el hecho de ser leído, y este espacio se dedica en cada entrega a fomentar dicha ac-ción. Por esta razón, en esta entrega se siguen de manera contigua, como las puertas de un largo pasillo, tres formas del fomento a la lectura: la creación literaria, la re-fl exión sobre esa creación y la crítica que es tan creativa como el objeto que critica. Así, la narrativa y la poesía, se convierten en ese espacio propicio y propiciatorio de la refl exión creadora: el ensayo y la reseña, el diálogo y la semblanza.

Adolfo Castañón rinde homenaje a Carlos Monsiváis, y describe cuáles han sido el eje y los perímetros de una obra que nos enseña a mirar el presente, desde una escla-recida conciencia del pasado; con motivo de los 20 años de la fil, tres periodistas culturales y escritores, Jorge Luis Espinosa, Mayra Inzunza y Gonzalo Vélez abordan el tema de las ferias del libro, poniendo en distintas perspectivas su sentido; la poesía y la poética de Hugo Gola es motivo de un largo ensayo que reclama para la poesía conciencia del tiempo en el que lejos de confrontarse, la tradición y lo actual se fu-sionan; en la reseña, tres libros motivan lecturas críticas. Los autores leídos son par-te de esta casa: Alejandro Rossi, Carlos Castillo Peraza y José Luis Rivas. Sus lectores críticos, Juan José Reyes, Ricardo Cayuela Gally y Miguel Ángel Moncada, ahondan en los signifi cados de la obra leída y describen con certeza sus valores.

Directora del FCEConsuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorJosué Ramírez

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Tomás Granados Salinas, Álvaro Enrigue, José Vergara, Mayra Inzunza, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Arturo Pe-layo, Citlali Marroquín, Geney Bel-trán Félix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla Ló-pez G., Alejandro Valles Santo To-más, Héctor Chávez, Delia Peña, Juan Camilo Sierra (Colombia), Mar-celo Díaz (España), Leandro de Sa-gastizábal (Argentina), Miriam Mora-les (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Venezuela), Ignacio de Echevarria (Estados Unidos), César Ángel Aguilar Asiain (Guatemala), Rosario Torres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónCristóbal Henestrosa

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Josué Ramírez. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Lici-tud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

número 432, diciembre 2006 la Gaceta 3

banner fl agJosé Eugenio Sánchez

en 1800 y tantos se estaba enfriando en la ventana un gran pastel llamado américade todas partes llegaron por su rebanada: las empresas de carbón usaron los huesos de 2 500 000 de búfalos para poner el horno en su puntoy una nube marrón se asó en el bosque

américa era un sol brillante refl ejado en el mississippiun casino en medio del desierto un barril fl otando en las cervicales de la cascadaun monte nevado con una luz ocre en el vértigo del precipicio como vaso de bourbonen sus acantilados relinchaban los mustang tras la embestida de los mavericks y en el eco se distinguía la geometría del falcon y otras especies que emigraron dejando brotar del barro miles de hermosas torres petroleras

en 1800 y tantos el mundo era una sala de tortura guerra opio y la venta de honk konghabía un rey perdiendo la cabeza un fagot y un clavecín terminando una sonatabaudelaire y le vavasseur buscando lecho en las baldosas y la gente chillando como ratitas recién nacidas amamantándose de tisis sífi lis y tuberculosis

américa era un arrastrar de cadenas en el rythm and blues barco de vapor casco de minero tabaco rubio enviando señalesuna manta infectada de viruela cubriendo del viento a la planicieuna bota pisando la luna y otra los cuellos de los negros en los campos de algodóny lo que sucedió por azar: collar de mardi graspastizal de asfalto bejucos mercuriales frutos de rascacielo:hoy permanecen tintineando con fallas eléctricas y fi ebre delirante de horror químico G

4 la Gaceta número 432, diciembre 2006

fil 20 añosJorge Luis Espinosa

Los veinte años de la FIL Guadalajara invitan a ver en retrospectiva, a resignifi car lo que la hace atractiva o la feria del libro más exitosa en México, si no es que en toda América Latina. Y lo que la hace funcionar: los lectores-compradores que la recorren, las diversas editoriales, las actividades culturales que ahí se realizan, las polémicas que se gestan y las fi nanzas de esa realidad libresca.

Si de algo se puede preciar la Feria Internacional del Libro de Guadalajara es de la cantidad de gente que atrae. En los dos últimos años el número de asistentes ha superado los 400 mil visitantes que circulan por los amplios pasillos de la Expo, ese recinto que anualmente convoca a más de mil 500 casas edito-riales de 39 países y que luego de 20 años se ha convertido en el mayor festejo del libro en español.

Ni España, el gigante editorial de habla hispana, ha logrado crear una feria del alcance de la fil de Guadalajara, que a su oferta de títulos suma una vasta cantidad de actividades litera-rias: presentaciones de libros, conferencias, mesas redondas, premios, coloquios, encuentros de profesionales y agentes lite-rarios. El promedio de actividades es de 50 por día.

En realidad se trata de un verdadero festejo y gozo por el libro que convoca a lectores, editores, bibliotecarios, distribui-dores, libreros, traductores, ilustradores y alguna que otra es-trella del fi rmamento literario mundial, cuya fuerza de grave-dad atrae siempre al mayor número de lectores y curiosos que hasta con una servilleta de papel en la mano tratan de arrancar-le un autógrafo.

Por una semana, Guadalajara se convierte en una fi esta, en un torrente de gente que cubre cada uno de los 26 mil metros cuadrados de la Expo. Miles de niños de las escuelas en visita matutina, otros miles de jóvenes, adultos y ancianos por la tarde, dispuestos a la llamada de toda presentación de libro o conferencia.

Cada editorial lleva lo mejor de su producción anual y de su catálogo, las novedades a lanzar, algunos de sus mejores auto-res o sus bestsellers. Guadalajara es el foro deseado, la posibili-

dad de cerrar con buenas ventas el año que ahí languidece.Pero a esta feria no sólo llega el estudiante o el solitario lec-

tor con 200 pesos en el bolsillo para algunas gangas literarias.También se espera, y con mayor ansiedad, “los días de los

profesionales”: un par de días de entre semana, en los que por la mañana, el recinto ferial es cerrado al público para allanarle el camino a los profesionales; que recorran con calma los pasi-llos de la Expo y escojan los títulos adecuados para su univer-sidad, biblioteca, instituto o centro escolar.

Los profesionales llegan de todos los estados de la Repúbli-ca y también de otros países, con los bolsillos llenos de algunos miles de dólares para transformarlos en libros. Y hasta las edi-toriales más pequeñas —con un catálogo mínimo que a pocos antoja, porque son de temas especializados— tienen su agosto, porque un bibliotecario puede llevarse cientos de ejemplares en un solo día.

De la cantidad que se llega a vender no hay cifras precisas, porque las editoriales no proporcionan a los organizadores de la feria los datos de sus operaciones, pero Nubia Macías, direc-tora de la fil, calculaba hace tres años que el monto del total de transacciones en la feria oscila entre los 20 y 30 millones de dólares.

Como ejemplo de lo que ocurre en esta feria, Macías infor-mó que en 2003 la Universidad de Guadalajara destinó un poco más de 2 millones de dólares para la adquisición de li-bros.

Los bibliotecarios norteamericanos, en tanto, llegan con pre-supuestos de entre los 20 y 50 mil dólares para comprar libros.

Según los cálculos de Macías, las editoriales pagan el costo

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del stand y otros gastos de operación en Guadalajara con la sola venta al menudeo, y hasta incorporan en su presupuesto el número de ejemplares robados, porque hay quienes deambulan por los pasillos con el entusiasta proyecto de llevarse unos li-bros a casa sin erogar ningún peso.

Cada editorial, particularmente las grandes editoriales, tie-nen su cuota de robo anual. Algunas editoriales llegaron a co-locar policías en la entrada del stand en lugar de hermosas edecanes, pero aún así los libros desaparecieron sin que hubie-ra pago de por medio.

Para la española Antonia Kerrigan, una de las agentes lite-rarias que regularmente llega a la fil, las ferias de libro, más que para fi rmar contratos, sirven para el contacto humano y, en el caso de Guadalajara, tomarse también unos tequilas. “Los contratos los envías por correo. La feria es la cara humana detrás de los contratos”.

Peter Weidhaas, quien durante años dirigió la Feria del Libro de Frankfurt, ha contado que un escritor que regular-mente asistía a la feria alemana le confesó que cuando llegaba a Frankfurt se sentía en un mercado de esclavos que funciona-ba bajo la exclusión de los esclavos.

“Esto es exagerado, pero tiene algo de verdad. Los proyec-tos provienen de los autores, escritores, intelectuales científi -cos. Todas nuestras empresas no funcionarían si no es con nuevas ideas. En cuanto mayor sea el acontecimiento mediáti-co en el que se transforma un evento, mayor importancia ad-quiere no perder de vista este asunto. Los autores deben volver al centro de la escena. Esto puede ser clave para una feria que quiera conseguir su éxito”, aclaraba Weidhaas.

En Guadalajara, los autores tienen su espacio y gran foro. La feria abre con la entrega de lo que hasta el 2005 fue el Premio Juan Rulfo, que este año se le concedió a Carlos Monsiváis y cierra con la entrega del Fernando Benítez y un homenaje a un destacado periodista o escritor que haya dedicado sus esfuerzos al periodismo cultural, como el crítico Emmanuel Carballo, quien será celebrado en esta vigésima edición de la fil.

Dos décadas de permanente crecimiento y alguno que otro confl icto, como en 2002 cuando Cuba fue el país invitado. Durante la presentación de la revista Letras Libres que había dedicado ese número a la situación política de la isla, un grupo —que incluyó a gente de la delegación cubana— se propuso sabotear la presentación, pero sólo desató el incendio y los dichos de una “feria secuestrada”.

Más recientemente, la polémica con la familia de Juan Rul-fo en torno al uso del nombre del autor de Pedro Páramo para el máximo galardón que se otorga en la feria y, que por lo me-nos este año, llevará el nombre de Premio fil de Literatura 2006.

Pero si algún pecado mayor se les puede atribuir a los orga-nizadores de la fil, es no haber reconocido a Octavio Paz, como lo recordaba hace cuatro años Enrique Krauze. “Mi per-cepción es que la feria fue descortés, indiferente y descuidada con el único Premio Nobel de Literatura que tiene México. Yo recuerdo las quejas serias de Octavio Paz respecto al desdén que la fil tuvo con él. Quizás lo invitaron y no dudo que lo hayan hecho, pero como lo dije hace unos años: fue una lástima que Paz hubiese fallecido sin que la fil le hubiera hecho el homenaje que merecía”. G

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Las vanidades de la feria: ferias del libro en la ciudad de MéxicoMayra Inzunza

El papel activo del lector es, además de elector y consumidor, el de quien refl exiona sobre los mecanismos de difusión y promoción de la lectura. Si en México el promedio de lectura al año es un libro por persona, resulta urgente inventar y proponer nuevas formas de oferta frente a una demanda desganada. Las ferias del libro están obligadas a contribuir en la cultura del hábito de la lectura, más allá de su sentido comercial.

Acaba de pasar la Feria del Libro de Frankfurt (principios de octubre). Ya viene la Feria del Libro de Guadalajara (fi nales de noviembre y principios de diciembre), quizás la de mayor im-portancia en nuestro país.

En el D. F. se llevó a cabo la Feria del Libro del Zócalo. En el mismo sitio, mientras esto escribo tiene lugar la Feria del Libro de Ocasión, y las casas editoriales se preparan para la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil (Cenart).

Puestos a hablar de ferias del libro en la ciudad de México, la más conocida es la del Palacio de Minería, donde podemos encontrar los sellos más comerciales, y otros no tanto. Por ejemplo, en 2006 se llevó a cabo en dicha Feria la Conferencia Know How del Programa Universitario de Estudios de Géne-ro, que contempló una serie de actividades, las cuales tuvieron el fi n de explorar la sociedad de la información desde una pers-pectiva de género. Otra historia es la de la feria del Libro de Antropología e Historia del inah, que goza de fama por la ca-lidad de materiales que ofrece a los especialistas. En este senti-do, en la capital hay otras ferias del libro especializadas, entre las cuales la más sorprendente es, a mi modo de ver, la que este año inauguró la Secretaría de Marina y la Armada de México en el Centro de Estudios Superiores de esta última.

Existe una Feria del Libro Filológico del Instituto de Inves-tigaciones Filológicas, y este 2006 se llevará a cabo la primera

del libro fi losófi co, también en la unam. Hay igualmente una Feria del Libro Jurídico (Palacio de Justicia Federal de San Lázaro). La del ipn es única en el ramo del libro científi co y técnico.

Por su parte, el Festival de la Palabra se anuncia nada menos que como la Gran Feria del Libro. Y cómo no serlo, cuando además de las editoriales su organización involucra instancias como la Caniem, Conaculta, la sep, Conaliteg y el Gobierno de la Ciudad de México. Más aún, en el Festival de la Palabra se busca de manera explícita la participación de numerosos escritores, acercar a los creadores con el público mediante lec-turas interminables y nombres ídem.

En general, las ferias de libros tienen como fi n dar a cono-cer novedades editoriales o reunir libros que difícilmente encontraríamos juntos en otra parte. En ellas confl uyen edi-tores y profesionales de la literatura como escritores, críticos y académicos, y muchas ocasiones ofrecen programas de lec-tura y talleres, al tiempo que promueven el conocimiento de las bibliotecas. Los sellos editoriales no siempre brindan des-cuentos importantes, pero a veces nos dan la oportunidad de conocer al autor de moda o llevarnos ejemplares autografi a-dos por nuestro escritor preferido. Hasta ahí, parecería una labor loable.

El problema surge cuando contemplamos la gran cantidad de ferias de libro que se llevan a cabo ya no digamos en el mundo o en el país, sino tan sólo en la ciudad de México. Re-sulta contradictorio tener tantas ofertas editoriales y que nos caracterice un nivel tan bajo de lectura como el hecho de leer, en promedio, menos de un libro por mexicano al año (según la Revista del Consumidor). Más extraño aún es que, en dichas fe-rias, podemos encontrar obras de numerosísimos escritores que continúan publicando, o haciendo el intento, y de plano sorprende la gran cantidad de antologías y muestras de autores jóvenes o emergentes ya no digamos de cuento, sino de un género difícil como sería la poesía.

Sin negar las buenas intenciones de una feria del libro resi-dentes en fomentar la lectura, tampoco las bondades comercia-les que trae tanto para las editoriales como para la promoción de los autores mismos, ante tal cantidad de ferias del libro ca-bría cuestionar el estado de salud de la literatura hecha aquí y ahora, así como el de sus ediciones. ¿Realmente se nos hacen propuestas interesantes, o los sellos editoriales, las estrategias publicitarias de unos más que otros, acaban por determinar el gusto del lector? G

número 432, diciembre 2006 la Gaceta 7

La fi esta del libroo la peregrinación a la filGonzalo Vélez

Una feria del libro es una fi esta de conocimiento e información, un lugar de confl uencia en el que los encuentros entre lectores y editores tienen por resultado el festín de los libros. En este breve ensayo, vamos de la etimología del término a su sentido práctico: feria es fi esta. La fi esta de los libros es la de los lectores, y muy especialmente la que se organiza anualmente y conocemos como la FIL de Guadalajara.

Hace más de medio siglo, la antropóloga Laurette Sejourné reportó un trabajo de campo realizado en algún lugar de las sierras de Oaxaca, en una temporada en que ella dirigía un grupo de estudiantes estadounideneses. El grupo se encontra-ba de visita en la feria de cierto pueblo, que a pesar de pequeño era el mayor de la zona: con la regularidad propia de las festi-vidades religiosas o del calendario de la vida rural, en esa fecha bajaba gente de todas las rancherías y villorrios de los alrede-dores, llevando consigo los productos que cosechaban o factu-raban en sus respectivos lugares, y se congregaba en la plaza central del pueblo, para intercambiarlos o venderlos y adquirir otros productos. Relata Sejourné que en la ocasión entrevista-ron a un hombre que vendía cestas, ollas, o algo similar acerca de los pormenores del evento, y al despedirse, como muestra de buena voluntad, le ofrecieron al hombre comprarle todas sus mercancías. Para su sorpresa, éste se rehusó. Cuando le pre-guntaron por qué, el hombre les respondió con absoluta serie-dad: “Es que si les doy todo a ustedes, ya no me queda nada para vender…”.

Los antropólogos interpretaron con humor la respuesta del campesino indígena como evidencia del alejamiento de esta gente con respecto a la cultura occidental, una muestra de un choque de culturas que desde su raíz obstaculiza la incorpora-ción de las sociedades indígenas al desarrollo modernizador. Y quizás así sea, si se interpreta el fenómeno del mercado en una feria de pueblo como una actividad estrictamente mercantil. Sin embargo, no tomaron en cuenta que acudir a la feria, y participar en ella, tenía acaso más funciones que las del simple intercambio económico. Al salir, tal vez de madrugada, de su casa en las montañas, y recorrer a pie los varios kilómetros hasta la feria en el poblado principal, el objetivo del hombre no era simplemente deshacerse de sus mercancías y regresar al anochecer con los productos que necesitara su familia. Más bien, el intercambio económico era como el pretexto para otro tipo de intercambio más profundo: el de la convivencia social, el del in-tercambio de experiencias en un medio de valores compartidos donde se constata la pertenencia a un grupo.

En la actualidad, los magnos eventos casi siempre anuales que convocan a editores, autores, libreros y a toda la gente relacionada con el medio, y que conocemos como ferias del li-bro, conservan en su esencia el espíritu comunitario de aquella feria de pueblo que no supo encajar en la hermenéutica de los antropólogos. Ya sea la Buchmesse de Frankfurt, Liver de Bar-celona, o la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, estos

acontecimientos son los ejes en torno a los cuales giran las actividades anuales del gremio editorial en todo el mundo. Y, ciertamente, aparte de la actividad económica que generan, tanto por ventas directas al público como por los negocios que ahí se establecen, las ferias del libro ofrecen una multiplicidad de facetas de lo que es la vida alrededor de los libros: autores que buscan aparecer bajo las luminarias, edecanes que invitan a visitar los puestos de su editorial, un catálogo de cientos de miles de volúmenes a disposición, conferencias, talleres, foros, salones, presentaciones, lanzamientos, cámaras de televisión, periodistas, atractivas promociones, multitudes especializadas. En suma: una verdadera fi esta.

La feria, en sus orígenes, era precisamente eso: una fi esta. En el mundo romano, la palabra sólo existía en plural, feriae, y se refería a las festividades que se realizaban para un dios en particular en una fecha determinada. Con la cristianización del imperio, eventualmente se llevó a cabo un intento por cambiar los nombres de los días, dedicados a dioses paganos (lunes a la Luna, martes a Marte, miércoles a Mercurio, etcétera, en la mayoría de los idiomas europeos), por otros ligados al nuevo culto. Esto no prosperó, salvo en idioma portugués, en el que el lunes se llama segunda-feria (la primera es el domingo), el martes tercera-feria, el miércoles cuarta, el jueves quinta y el viernes sexta-feria, en donde se entiende feria como fi esta

8 la Gaceta número 432, diciembre 2006

(religiosa), o más precisamente como día festivo. En español, en cambio, con el tiempo fi esta se fi jó como rito social para cele-brar una determinada ocasión, mientras que feria pasó a signi-fi car “un evento social, económico y cultural —establecido, temporáneo o ambulante, periódico o anual— que se lleva a cabo en una sede y que llega a abarcar generalmente un tema o propósito común”.

En el habla coloquial encontramos reminiscencias de ese signifi cado cuando hablamos de días feriados, o sea días de fi es-ta en los que no se trabaja. Por el contrario, para el gremio editorial, que es lo que nos ocupa, los días de actividad más febril son sin duda los días feriados, es decir: los días en que transcurre la feria del libro. Y en México, a pesar de que exis-ten otras ferias importantes, como la de Monterrey o la del Palacio de Minería en la ciudad de México, la feria es, de ma-nera paradigmática, la Feria Internacional del Libro de Guada-lajara.

Durante su desarrollo, la fil aglutina y conjuga al nutrido espectro que abarca todas las entidades que existen entre el autor y el lector, principalmente en México, pero también de manera relevante en Latinoamérica y en todo el mundo de ha-bla hispana. Distribuidores y cazadores de talentos, agentes literarios y periodistas culturales, revistas y textos académicos, editoras independientes y grupos editoriales multinacionales,

escritores conocidos, reconocidos y desconocidos, centenares de stands de igual número de casas de libros, todo ocurriendo de manera simultánea entre los miles de visitantes diarios que circulan por las calles y avenidas que se forman dentro del centro de convenciones donde se realiza el evento, y que con-vierten a la fil en una verdadera ciudad.

La loable costumbre de tener cada año como invitado espe-cial a un distinto país o región, como es el caso de Andalucía en este 2006, proporciona a cada emisión de la fil un carácter particular. Aderezado con la entrega de premios y reconoci-mientos, esta fi esta del libro genera además críticas y polémicas, plantea refl exiones en torno a problemas y retos compartidos y confronta y vincula de una manera constructiva a los distintos grupos que existen en el medio. Y para el público en general, y en particular para aquellos que gustan de adquirir libros de manera compulsiva, no existe otra instancia que ofrezca tal cantidad y variedad de opciones y oportunidades, en un espa-cio cuyas dimensiones son tales que exceden este espacio. Como quienes se bañan en el Ganges o viajan a La Meca, acu-dir a Guadalajara a la Feria Internacional del Libro es una suerte de peregrinación que todo mexicano, en el país de lec-tores que anhelamos en nuestros sueños más utópicos, debería realizar por lo menos una vez en la vida. G

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La panteraSergio Pitol

para Elena Poniatowska

Ninguna de las magias que atravesaron mi niñez puede equipararse con su apa-rición. Nada de lo hasta entonces concebido logró confundir tan soberbiamen-te refi namiento y fi ereza. En las noches siguientes imploré, divertido, al fi nal impaciente, casi con lágrimas, su presencia. Mi madre repetía que de tanto jugar a los bandidos acabaría por soñarlos. En efecto, el término de unas vacaciones, la persecución y la infamia, el coraje y la sangre frecuentaron mis noches. En esa época ir al cine se reducía a disfrutar una sola película con ligeras variantes de función en función: el tema invariable lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite vimos llover obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edifi cios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego; épicos juramentos de amor, penumbra de refugios antiaéreos en un Lon-dres de obeliscos rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Vero-nica Lake resistiendo impasible la metralla nipona mientras un grupo de solda-dos heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífi co) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos despedazados y cráneos de enfermeras me lanzaran sobresaltado a bus-car amparo en la habitación de mis hermanos mayores.

Con plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artifi ciosos que a nadie divertían. Remplacé el consuetudinario antagonismo entre policías y ladrones o el nuevo, y consagrado por el uso y la moda, entre aliados y alemanes por el de otros fi eros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras sorpresi-vamente atacaban una aldea, cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y furia al ser atrapadas por cazadores implacables, combates encarnizados entre panteras y caníbales. Pero ni ellos, ni la frecuencia con que leía libros de aventuras en la selva hicieron posible que la visión se repitiera.

Su imagen persistió durante una temporada que no debió ser muy larga. Con indiferencia fui comprobando que la fi gura se volvía cada vez más endeble, que mansamente se difuminaban sus rasgos. El fl ujo atropellado de olvidos y recuer-dos que es el tiempo anula la voluntad de fi jar para siempre una sensación en la memoria. A veces me apremiaba la urgencia de escuchar el mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir la noche de su aparición. Aquel bello, enorme animal cuya negrura brillante desafi aba la noche trazó un elegante ro-deo en torno a la alcoba, caminó, hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspiraba, las volvió a cerrar agraviado. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido. Durante días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba el haber podido imaginar que aquella hermosa bestia tuviese intenciones de devorarme. Su mirada era ama-ble, suplicante, su hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre para la caricia y el juego.

Nuevas horas se ocuparon de sustituir a aquéllas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había sido mi constante pasión. No sólo llegaron a parecer-me tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar con precisión la causa que los originaba. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme en el cultivo de la letra y en el apasionante manejo de colores y líneas. G

Tomado de Los mejores cuentos. Agradecemos la amable autorización de editorial Anagrama..

10 la Gaceta número 432, diciembre 2006

[…]Ana Maialén Romeu

Por un tiempo llegué a pensar que ya lo había olvidado, que lo había superado. Ya no me picaban la mente pensamientos y preguntas acerca del misterioso y bello animal. Cerraba los ojos complacido, y me disponía a dormir sin temor a soñar con esa bestia y con el mensaje que nunca me pudo entregar. O eso creía yo.

Porque esa noche abrí los ojos, y la pantera estaba ahí, con un aspecto can-sado, inseguro. Se acercó. Con la luz de la luna que entraba por la ventana, miré con atención su rostro… y no había nada.

Estaba por cerrar los ojos de nuevo cuando oí el ruido… un aullido de ago-nía. Me levanté sobresaltado, y me precipité hacia la ventana. Sólo se veían un par de gatos. Me disponía a regresar a mi cama cuando un relámpago iluminó el cielo, creando una imagen espectral. Las sombras de las casas vecinas se unie-ron en esos momentos para formar la gigantesca cabeza de una pantera.

Eran demasiadas coincidencias. Sabía que tenía que ir a buscar a la pantera. Estaba cerca, la sentía, y me estaba esperando. No podía perder tiempo. Me puse apresuradamente mi impermeable y abrí con cuidado la ventana, ya que si usaba la puerta corría el riesgo de que me vieran mis padres. Me deslicé por el quicio intentando no resbalar, pero el techo al que daba estaba tan mojado que no pude evitar la caída. Por suerte, la tormenta disimuló el ruido. Me levanté como pude y corrí… no sé cómo sabía hacia dónde ir, pero lo sabía. Al llegar a una esquina me detuve. Sabía que estaba ahí. Me acerqué con cautela. Un tran-seúnte cualquiera no habría notado nada extraño en los arbustos, pero yo la sentía. Hice a un lado algunas ramas… y ahí estaba, herida, como si la hubiese atacado algún animal salvaje. Alargué lentamente el brazo para tocarla (¿estaba aún con vida?), y abrió los ojos. Era la mirada de un animal a punto de morir. Parpadeó. Me hinqué junto a ella. Con esfuerzo, apoyó su cabeza en mi muslo. Quería hacerla pensar que todo estaría bien, pero yo mismo sabía que no era así. La acaricié, sin decirle nada. Comenzó a llover.

Había amanecido. Comencé a caminar hacia mi casa. Al llegar, ni siquiera toqué la puerta cuando mi madre la abrió sorpresivamente. Quise saludarla, pero su reacción me dejó perplejo. Se puso blanca y empezó a gritar cosas que yo no entendía… ¿por qué? Me acerqué para intentar tranquilizarla, pero gritó hasta que apareció mi padre, con un arma en las manos. Comenzó a amenazar-me, alejándome de la casa. Triste y cabizbajo, reculé, mojado por la lluvia que había comenzado a caer. Me detuve ante un charco de agua. Miré pensativo el refl ejo del cielo, pero retrocedí casi al instante al verla. Me volví a acercar… los ojos de una pantera majestuosa me devolvían la mirada desde el charco. Sólo ella. Era lo único que veía, pues yo no estaba junto a ella. Una mirada de com-prensión apareció en el rostro de la bestia… mi rostro. G

número 432, diciembre 2006 la Gaceta 11

[…]Michelle Vyoleta Romero

Algunas veces mi pincel se sublevaba; luchaba furioso por marcar siluetas ne-gras, que se contoneaban sigilosas detrás de los esbozos de una espesa fl ora. Ella ganaba terreno: desbordaba sus tonos verdes hasta donde el marco del papel le permitía extenderse. Si miraba por largos periodos ese intrincado ramaje, co-menzaban a llegarme sonidos que de todas partes buscaban hipnotizarme en la confusión de todos los seres que los producían… Subían, reptaban, se agitaban bajo las hojas… pero unos segundos después: se habían ido. No quedaba nada delante de mí, que no fuera un diseño arruinado y una clase entera que repro-baba mi falta de atención al pintar.

Afuera, el mundo competía conmigo. Vivíamos una rivalidad basada en nues-tra capacidad de crecer, cambiar, ser otros en un solo instante. Al fi nal ganaba siempre él y alejaba de mí aquellos placeres iniciales del cine y el dibujo, hacién-dolos más complicados, ajenos… Los vi marcharse mientras la lluvia alargaba sus dedos para calmar mis fi ebres de tantos y tantos años, y me declaraba, por fi n, una tregua.

Con mi bigote vino mi primer trabajo, evento que la ciudad celebró volvién-dose una urbe inmensa, casi infi nita; latía la vida. Mi vida. Hacía tiempo el hombre había creído llegar a la luna, sin saber que era en realidad ella quien había decidido dar un vistazo de cerca a aquellos diminutos vecinos, que podían ser tan maravillosos como brutales… Un día una mujer quiso hacer el mismo experimento conmigo y terminamos por casarnos, y por vivir en una casa pare-cida a aquella que albergó mi niñez, escogida con toda deliberación, para que nuestro hijo viviera la suya.

Lo impulsé a dibujar siempre, con crayones y sobre los vidrios, con pintura sobre los sillones si era necesario; pero fue justo en el instante en que creí que su infancia era sana y diferente de la mía, que encontramos el mundo cruzado por más fuego, en el espectáculo grotesco de lo que el hombre hace contra otros hombres… Una tarde lo vimos. Una nueva ráfaga de metralla perseguía a una mujer no hecha para huir. Me quedé helado; comprendí que no había una pe-lícula detrás de ello. No había un heroico plan para salvarla, y si existía una historia de amor en medio de la guerra, ésta se perdería si la mujer no corría lo sufi cientemente rápido; pero ninguna transmisión, nunca, pasaría el fi nal de tan nefasta carrera.

Esa tarde, mi hijo dibujó por primera vez… una pantera. A esa siguieron muchas pero no me atrevía a preguntar de dónde las sacaba. Lo recordé todo. Lo temí todo.

Comencé a llevarlo a dormir a nuestro cuarto, con miedo de que una noche aquel animal de obsidiana irrumpiera en su pequeña habitación. Tomé muchas precauciones, pero era invitar a lo inevitable a que sucediera más rápido. Una noche estando los tres en la cama, y yo con la guardia baja por el cansancio, la puerta volvió a abrirse de golpe, como hacía tantos años, y la misma pantera de refl ejo azulado se situó de tres estrepitosos saltos justo de frente a nosotros. Nos hizo salir de inmediato del sueño, pero la descabellada situación nos mantuvo a todos en silencio. Antes de que yo pudiera siquiera concebir hablarle, mi peque-ño se adelantó y le dijo: “¿Qué no sabes que la guerra no es un juego? ¿Qué haces aquí?”, provocando sobresalto de su madre, emoción mía… y de la pan-tera, insólitamente, una oración: “No, no es un juego. Por fi n un hombre en-tiende”. Acto seguido, abandonó la recámara… Respiré tranquilo, y cuando volví a acostarme lo supe: porque mi hijo creía en la paz, estaba seguro que aquella mujer que huía, había logrado salvarse. G

12 la Gaceta número 432, diciembre 2006

[…]Liliana Rojas Flores

Desapareció hasta el menor recuerdo aciago de mi infancia y de alguna forma comenzó la amable locura. La guerra es inevitable, pensaba callado. Entonces entendí que había sido demasiado joven para conocer los horrores y crímenes de los bandidos mesiánicos, eso era todo. Aún lo soy, cualquiera lo es. Pero ahora el canto de las sirenas que deambulan por la ciudad no exalta más ni he-chiza. Así que a mí me satisfi zo por un tiempo que en el cine las películas estu-vieran clasifi cadas y que hubiera helados en la sala.

Quizá fueron las dudas alucinógenas, los hubieras buscando alivio en medio de las vacaciones universitarias o tal vez sólo me quedé dormido por la mono-tonía del noticiero cuando una mirada oculta me pertrechó el recuerdo de lo único que yo ya no intentaba comprender. Mente traidora, pensé. ¿Una nueva obsesión se avecinaba? No, la misma de antes. No se cambia en tan sólo unos años. Era la pantera.

Vino hacia mí y se sentó a mis pies. Yo respiré lento. No me atreví a ver su cara, no quise ver mis prejuicios otra vez en sus ojos, por eso me soñé un poco ciego. Pasaron unos instantes, usualmente el tiempo se para en estos casos, pero no frente a la pantera. Me olió y yo no me moví en las horas siguientes. Ella tomó una siesta. Cuando se despertó se levantó y fue por una manzana. La tomó entre sus fauces. Se acostó cerca, se la comió, luego escupió las semillas y pre-guntó:

—¿Tienes miedo?¿Cómo negarlo? Pero no dije nada y ella tampoco. Tengo la impresión de

que desde su primera visita la pantera se sentía estreñida de una especie de mi-sericordia hacia el abigarrado mundo y quería desbocar condenas a los traidores de siempre.

He soñado a la pantera todas las noches desde entonces. Pantera patrulla, verdugo, héroe, vorágine, tirana y espía. Pienso ponerle un nombre a esta pan-tera especial, no camina en círculo como las de los zoológicos. Me estoy vol-viendo un poco panterista. Todo es pantera.

En las noches apago la tele cuando empieza el noticiero y me duermo. La pantera a veces dice que, aunque fuera posible, yo no podría vivir otra vida. Ni siquiera como cazador de panteras, que soy un hombre taimado. Yo rara vez me armo de valor y la miro pero la verdad no entiendo qué esperé ver durante tanto tiempo. Podría escribir con letras fl uorescentes un letrero que dijera Mis sueños años después: los mismos, y entonces adjudicar todo a la casualidad. Pero eso no se hace con la fauna humana, en cada segundo el oxígeno corroe el tiempo. Uno no puede desvalorizar tanto la vida. Por otro lado, me niego a creer que caminamos en círculo y pasamos mil veces por el mismo lugar. Eso ya no es posible. No se puede pensar en que las fábricas de juguetes seguirán pariendo muertes en miniatura. Aunque me temo que a los bandidos no los hemos pre-terido.

Por el momento, los furores de la guerra son pasados y el hombre progresa. Yo me felicito porque cada noche sueño una pantera y estoy pensando en apren-der otras lenguas para ver si arriba de la torre de Babel se puede ver mejor el mundo.

Me gusta la paz que se respira en mi hogar. Mis hermanos se han cambiado de casa. Siempre odiaron los juegos que protagonizan las panteras. O tal vez soy yo quien se ha mudado. La realidad de noticieros, libros, paredes blancas, me-dicina, doctores y paseos en el jardín no está nada mal. Mis sueños están libres de bandidos. Estoy a salvo. Y ayer la pantera dijo que esta noche va a traer a sus cachorros. Seguro que la insolente quiere mostrarme todos mis pecados. G

número 432, diciembre 2006 la Gaceta 13

Pequeño diálogo edifi cante en torno a la fi gura del cronista1

Adolfo Castañón

Leído en el Zócalo de la ciudad de México, durante la presentación de Carlos Monsiváis:

Nada mexicano me es ajeno…, este breve texto responde con presente a lo que se nutre de presente: la realidad diaria, captada en las palabras del cronista. Así, Adolfo Castañón describe cuál ha sido la fi delidad de Monsiváis a la ciudad de México.

—¿Qué es un cronista?—Un cronista es un testigo de lo que sucede en la ciudad.—¿Qué hace un cronista?—Da fe. Deja constancia. Registra a la luz pública los acon-

tecimientos diarios.—¿A qué horas trabaja un cronista?—El cronista no tiene horario. Para él, el día y la noche no

existen. Sólo cuenta la luz pública; cuenta el día en crónicas. Cuenta el crepúsculo y el anochecer, el cenit del instante. Un cronista se alimenta de instantes.

—¿Y cuántas crónicas tiene un día?—Un día puede tener mil y un crónicas, o bien una crónica

puede ser la milésima parte de una noche.—¿Cuál es el tiempo del cronista?—Aparentemente su tiempo es el presente inmediato, el

instante, pero su tiempo profundo es de la relación que el cro-nista va estableciendo entre lo que sucede afuera, lo que sucede dentro de su mente y lo que sucede página adentro, entre la pluma y la hoja de la libreta.

—¿A quién le es fi el el cronista?—El cronista le es fi el a la ciudad, a la memoria de la ciudad,

pero esa fi delidad no podría existir sin una lealtad previa al ofi cio de la observación en movimiento y su cristalización en el lenguaje.

—¿Qué quiere el cronista?—El cronista quiere que la ciudad lo quiera, que el tiempo

al que él le da fe lo reconozca como su conciencia y su sueño, quiere que la ciudad, transformada en letras, imágenes y can-ciones se reconcilie consigo misma a través del espejo en la prosa que se va elaborando.

—¿Quién es entonces el cronista?—El cronista es el poeta ciego que se sabe de memoria las

canciones perdidas de la ciudad. El cronista es el testigo y el arqueólogo del sueño y el amor perdido de la ciudad. El cro-nista es el médico que cura a la ciudad de sus continuas denos-taciones haciéndole ver su propia lepra y su propia plenitud.

—¿Qué futuro le espera al cronista?—El cronista no tiene futuro, sólo tiene presente, pero su

presente abarca el pasado de la ciudad y encierra su porvenir. El futuro del cronista lo dibujará el rostro anónimo de la ciu-dad. El futuro del cronista no está en disolverse en la multitud sino en lograr que la multitud se disuelva y se reconozca en él. El futuro del cronista está en la permanencia de la crónica, en la supervivencia del testimonio y de su derecho. El futuro del

cronista está en la perduración de la ciudad cuyas sombras son precisamente sus páginas, sus crónicas.

—¿De qué vive un cronista?—El cronista se alimenta del hecho público, se nutre de

multitudes y de grupos de historias ancentrales, bebe el espíri-tu del pueblo y se embriaga hasta el reconocimiento y el éxtasis en la fi esta de las masas. El cronista se alimenta de los vestigios palpables que deja el animal de la República.

—¿Cuál es el mayor placer del cronista?—Después de escribir y de estar ahí, el mayor placer del

cronista está en salvar el tiempo, en desafi ar la caducidad, en ponerle límite a lo efímero. El cronista quiere salvar la memo-ria del río que fue, es y será, quiere hacer un museo de lo efí-mero, de los arquetipos, de los iconos que fundan la ciudad, el estanquillo, para a partir de ahí invitar a la sociedad que lo ali-menta a verse a sí misma a través de su museo.

—¿Cuál es la herencia, el legado del cronista?—El legado del cronista es la hoja del libro o del periódico

en la cual han quedado impresas las rosas de Juan Diego y la Cruz de Constantino. El legado del cronista es la buena nueva, el evangelio del presente que se ha hecho perdurable y cuyo reino no tendrá fi n. G

1 Leído en la presentación de Carlos Monsiváis. Nada mexicano me es ajeno. Seis papeles sobre Carlos Monsiváis. México, D. F., Universidad Autónoma de la Ciudad de México, Col. Al margen, 1ª edición, 2005, 73 pp., el 8 de octubre de 2006, en la VI Feria del Libro del Zócalo de la ciudad de México, con la participación de Armando González Torres y Eduardo Mosches, organizado por el Depto. de Publicacio-nes de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

14 la Gaceta número 432, diciembre 2006

Los estropeadosGustavo Ogarrio

Los conozco desde pequeño. Los vi cruzar el parque de Santa Catarina, el de la Conchita, el Jardín Hidalgo, los callejones y las avenidas, a la hora fantas-ma de las once de la noche y hacerse de un lugar en la blancura de las bancas o en la piedra indomable de los asientos coloniales, para extenderse a sus an-chas en la nada, para arrumbarse en los cartones y en los periódicos, en el des-perdicio cotidiano de la gran ciudad, en la mugre fl exible que los envuelve y en el olor endemoniado que los separa del mundo.

Los vi sentados en las escaleras de la Parroquia de San Juan Bautista, despo-jados del circuito ciego de la fe, en su condición de dañados a perpetuidad y como un gesto feroz de un más acá silencioso y destructivo. Los vi gritar sus horrores por las calles desiertas y transitar con su grito hacia los terrores ordi-narios de los demás, de los niños y jóvenes que preguntaban por las razones de su anomalía; de los seres normalizados que los preferían internados en la tran-quilidad alucinada de los manicomios o albergues; de las abuelas que aconseja-ban alejarse de ellos, los estropeados.

Los vi transitar y habitar los basureros de los mercados. Eran los amos del desecho, los lavadores de las tripas de pollo que las pollerías habían tasado como inservibles y que ellos se encargaban de rescatar y hacer comestibles con algu-nos baños de agua, con un breve ritual de limpieza que su lucidez particular les había dejado en la memoria, para después masticarlos al pie de los desperdicios con una calma también extraviada, con una serenidad insobornable en la que cinco o seis estropeados se sentaban en fi la a comer su papilla de tripas de pollo, como si en ese momento fundaran el kindergarden del último de los mundos posibles.

La primera noticia que tuve de ellos, quiero decir, la primera vez que su cercanía se hizo real y cierta para mí, fue una lejana tarde al cruzar la avenida Miguel Ángel de Quevedo. Un amigo y yo vimos cómo un hombre la atravesa-ba de manera suicida. En el momento en el que casi lo atropellaban, yo exclamé: “debe estar loco”. Y sí, estaba en el camino que lo llevaría a la nada personal y maciza. Lo vimos detenerse en la banqueta y dirigirnos una mirada y un gesto desperdiciados.

Sin embargo, la revelación vino cuando mi amigo comentó: “es tu pariente, lo he visto salir de casa de tu tía”. Y así era. En ese momento me enteré de que tenía un primo que toreaba coches y camiones y que se entregaba en holocaus-to al tránsito de la ciudad más espeluznante del planeta. Se había arrojado al reino incandescente del alcohol y de ciertas drogas duras de manera radical, con la devoción de los que descubren por fi n que la vida es un lugar sin remedio, un tránsito multicolor hacia el espanto.

Con los años, la nómina de los estropeados se fue ampliando. Ya no eran solamente los indigentes que dormían en parques o que transformaban los des-perdicios alimenticios en sus ocasionales nutrientes. Tampoco encarnaban ya al vagabundo amable e inofensivo, fi gura estelar en muchos de los melodramas cinematográfi cos de la época de oro del cine mexicano, ni al personaje al que se le había asignado una función precisa en la armonía fi cticia de las zonas margi-nales en los años sesenta en la ciudad de México, en la que cada barrio o colonia contaba con sus vagabundos o sus “loquitos”.

Abuelos urbanos de los indigentes contemporáneos que rondan la normali-zación forzada de la ciudad de México, los locos y vagabundos de los años se-tenta y ochenta se dispersaron y multiplicaron al calor de las modernizaciones autoritarias de la ciudad, recalaron en lugares inesperados y poco a poco pobla-ron con su presencia lastimada la imaginación apocalíptica del nuevo siglo. Se confundieron con los rostros y cuerpos de la nueva edad de la indigencia y la

número 432, diciembre 2006 la Gaceta 15

miseria, subieron a los vagones del metro para formar parte del ejército de estropeados que cantaba o se acostaba sobre los vidrios de botellas destrozadas o simplemente pedía unas monedas al tiempo de invocar silenciosamente su daño, sus muñones, su silueta extraviada en la anomalía. Poblaron las esquinas, los semáforos, las grandes avenidas, los viaductos y los periféricos, hechizados por la inmovilidad vehicular, por las interminables fi las de automóviles. Los estropeados le mostraron a la ciudad, una vez más, los colmillos de una indiferencia radical hacia esa vida que se derrama de sus mi-tos y aspiraciones cosmopolitas, de las ilusiones de un progre-so vapuleado también por las últimas crisis.

Espina dorsal del sinsentido urbano, los estropeados ex-tienden su reino de sombras gracias a las miradas que distri-buyen y jerarquizan los lugares de los marginados, de los expulsados del gran mito de la normalidad civilizatoria. Son los que desertaron del proyecto masifi cado de la superación personal, de la felicidad inquebrantable y abnegada del ho-gar, de la casita de interés social, del coche a crédito, de la escuela particular de los niños, de los deberes agotadores de padre, madre, hijo, esposo, empleado, patrón, de la norma-lidad urbana, de la vida como Dios manda. Más bien, se inscribieron en el programa sin retorno de la nada y el aban-dono escenifi cado en la gran ciudad y representaron, de múltiples formas, el nivel cero de la aspiración social y eco-nómica. Niños, niñas y jóvenes de la calle, vagabundos, lo-cos y locas, limpiavidrios, indigentes, drogadictos, fl aneras, mendigos, ancianas vencidas por la demencia senil, alcohó-licos terminales, seres humanos que fl otan en las aguas ne-gras de la imaginación de la ciudad de México en su inter-minable viaje hacia un lejanísimo primer mundo.

Yo conocí a tres, a medio camino entre el daño físico estigmatizado y una frágil normalidad. Uno de ellos, el Ro-binson, navegaba en las aguas tranquilas del vagabundo amable que se transformaba en un ropavejero de ocasión. Lucía una larga barba y unas ropas holgadas, raídas por el uso rudo de su condición de extraviado. Gritaba por las ca-lles del primer cuadro de Coyoacán, las que van de Miguel Ángel de Quevedo a Río Churubusco, de Universidad a División del Norte. Pedía —casa por casa— ropa vieja, muebles inservibles, chácharas, curiosidades abandonadas, objetos horribles que habían sido expulsados del gusto fami-liar, carreolas, pantufl as, trastes, desperdicios de familia. Asustaba a los desprevenidos y simulaba una fi ereza de loco a la defensiva. Cuando estaba de buen humor y portaba al-gún traje que había recogido en su itinerario matutino, si-mulaba que litigaba en los tribunales y durante horas esce-nifi caba un soliloquio jurídico que obligaba a sospechar que en su lejana vida normalizada había sido abogado. De lejos parecía que el Robinson no sufría ningún daño físico, nin-guna anormalidad mental. Más bien, lo recuerdo entregado a su lozanía callejera, a su particular forma de mover la boca y rascarse la barba. Hablaba fl uidamente y fumaba. Alguna vez se habrá detenido a platicar con mi padre. Le habrá contado un pasado inventado. Varias veces lo escuché decir opiniones desconectadas, a veces en medio de la risa es-truendosa, a veces en la desgana cotidiana. Recuerdo espe-cialmente unas cuantas palabras suyas, perdidas ahora en el

infi nito de algún pasado. Espectrales palabras que ahora se me aparecen como fi ltradas por un gesto opaco que se ex-tiende en el tiempo. No sé si yo mismo las he inventado para justifi car su presencia o si con los años se han gastado tanto que ahora tengo que imaginarlas así para poder recu-perarlas: “Los que me miran se incomodan con mi presen-cia, mi fi gura los daña. No se dan cuenta de que cuando les doy lástima o les arranco alguna indulgencia, un desprecio y hasta un saludo, veo en sus ojos lo peor de los seres huma-nos. En mis ojos cabe toda su miseria”.

El Robinson murió atropellado a mediados de los años ochenta, no se sabe en qué calle o avenida. Nadie reclamó su cuerpo.

El Alazán y el Caje tiraban basuras en el Mercado de Coyoacán. A veces lavaban los pisos de las carnicerías, muy de mañana, antes de que abrieran los negocios. Hacían mandados y de vez en cuando vagaban por el basurero o por el andén donde se descargaba la fruta y las reses chorreantes de sangre fresca. Se especulaba que entre ellos había una rivalidad de estropeados y que ambos vivían en cuartos cer-canos, sin luz y sin servicios, en Santo Domingo. El Alazán era moreno, de baja estatura y sólo tenía la mitad del pala-dar, lo que le impedía hablar fl uidamente y con claridad. El Caje era alto y le faltaba un pedazo de lengua, también ha-blaba con difi cultad y tenía los talones de ambos pies daña-dos, casi deshechos. Caminaba con pasos muy cortos y len-tos, a veces tardaba hasta una hora en llegar a la parada del trolebús. En las tardes se tiraba a un lado del basurero y cantaba, entonaba canciones que no se sabía si eran boleros, cumbias, arrullos infantiles, si se las inventaba o si lloraba el dolor en los talones.

En los pasillos del mercado se cruzaban ocasionalmente y no faltaba quien los azuzara, la voz que los invitaba a rom-perse la madre nada más porque sí, porque los cargadores o los mismos carniceros o cualquier aburrido que presenciaba su estropeado cruce les inventaba un intercambio de maldi-ciones y los empujaba el uno contra el otro. El Caje y el Alazán protagonizaron sendas peleas, espectáculos en los que sus gritos y lamentos de estropeados, heridos por el fl ashazo de la estigmatización y las burlas, colmaban el mor-bo de los espectadores que disfrutaban de la sangre en la nariz, de la boca tasajeada, de la oreja casi arrancada con los dientes. Con sus gritos bizarros, con su particular habla dañada y su incomunicación perpetua con el mundo, que para mí todavía ocurren y seguirán ocurriendo por mucho tiempo, el Alazán y el Caje me llevan siempre a las palabras del Robinson. Estoy seguro de que por su mirada también desfi ló lo peor de los seres humanos. Ambos murieron a principios de los años noventa. G

16 la Gaceta número 432, diciembre 2006

Entre dos alcatracesPlagios, homenajes y profanaciones

Para Alicia

Oliverio Girondo

Qué me importa entonces la bellezasi lo palpable al fondo queda al limola carne desembrada en la neofosa.A costa extraña riman los reencuentros,llevan los invisibles lazos lodo y seday esa dulce marea de una imagenen un botón impresa, mar en calma.Ara la realidad virtual, decir sobra.Ora la herrumbre es eco oscurecido.Entelequia de mito raso y péndulolos unos con los otros se quejabansus límites de niebla y sin deseo.El cauce de la líbido posesael no y el qué el lar de los dados pulsode su cuento furioso con té y quiero.Mas nada, al desamor curan cenizas.

César Vallejo

Ahora que de caminar vuelvoaun feliz o tranquilo, tomaríaen silencio sentido el rincón aquel,leyendo su vaivén la noche equívoca,venido in cero pálido, su cóncavaen la parte de arriba al lado izquierdola latitud que adentro ya incoloraporque estas miserias al amor sólo a oscurastoman al fi nal los tendidos, no su raízterrible de café sin mantequilla.Hablar a nada sabe y la sospechaa nadie sino al niño la noche al miedo enfrenta.No es por el barranco que a volar se llega.Nimia la libertad no es libre el alma.

número 432, diciembre 2006 la Gaceta 17

Jorge Luis Borges

Casi fue intolerable tu fulgorproduciendo, acá, vértigoen mi naturaleza giratoriaporque la tuya es una disminución estáticay en lugar de estaciones —esas estancias donde no hay refl ejo sin escrutarcomo la arena por el agua transterrada—, pronto se convirtió en una piedra seca a la orilla de un camino polvososin esa consistencia excéntrica de las telarañas relucientes.Creíste ser el espacio cerrado del espejodonde mis deseos más ínfi mos con su locuacidad atrozasumen de la veta del humo momentáneola forma de un camino nocturnal...Fueron las conjeturas de un discurso absurdocomo días nublados que no llueven.

José Lezama Lima

Entre dos alcatraces una llama palpitabanlas tres vocales frías que la nievedormía en la confusión de los murmullosy el árbol de los círculos tempranoiba del animal al celo fatuola eternidad que el tiempo nos desmiente.Zonas de duda acaso como un límitede pronombres inciertos y avariciaquemaban los escudos emplumadosque un sentimiento estúpido corrompe al cabode llegar con sus lágrimas de lutoal horizonte arqueado de unos senosde un pecho intoxicado por preguntasdesligadas del beso que discierne.

Octavio Paz

Rodeado de follajes, en jardinesde instantes y de música los astrosmirabas en su idea al prisionerodel impalpable azogue, convergiendo,los objetos minar con sus palabras:obsesiones centrífugas la pena,el ansia del orgullo, licor de alba.Instintos subterráneos, presencialestestigos de irreal drama sintéticoabarrotados días de entropíay preñez solitaria bajo el cosmos.En un solo concepto: tiempo espacio,la hembra macho y el macho hembraignoran lo que saben, signos siembran. G

18 la Gaceta número 432, diciembre 2006

Las tardes vacías y el olvido, los pájarosIván García

La verdad sobre la poesía no existe, lo que sí es posible es defi nir una poética, las cualidades formales de la composición de un poema, sus valores semánticos y sus alcances de signifi cación. Hugo Gola publicó durante más de diez años una revista: Poesía y poética. Ahora, en este ensayo se ahonda en el rigor de su obra y en los cambios de su evolución conceptual y formal.

Si el poeta es “el que ve las cosas por primera vez”, entonces no hay progreso en el arte. ¿Rulfo superó a Dante?, ¿Matisse a Hokusai? Ni el caudal de erudición de un Ezra Pound garan-tizaría un ascenso sobre el resto de los poetas de la historia. Más bien el pasado se colma de un aura sacramental, irrefuta-ble, de un prestigio estatuario, por el que “a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor”, como dicen las coplas de Manrique.

Lo que se tiene con una nueva gran obra es el baile de fuego que se aviva, el baile de lo humano a través del tiempo. Lo que busca todo creador es hacerse digno de esa historia, de ese li-naje, pero no desde el cómodo lugar de quien se limita a repe-tirlo, cobijándose en un aparente bautismo de la tradición, de lo respetado.

El artista tiene un sentido distinto de la continuación basado en la apuesta. Lo que busca es recordar, traer al corazón, el calor de lo humano por sobre la miseria del mundo. Y eso se hace, en el caso de los poetas, desde la lengua. La lengua es el lugar del anhelo y del sueño. Es también la salvación del poe-ta que es hombre y ciudadano y empleado común y corriente, en ella se concreta todo. Como Drummond de Andrade, que escribía poemas para compensar su “triste vida de burócrata”. O como Rilke, que anhelaba por sobre todo el trabajo “siem-pre idéntico, el trabajo largo, sin fi nal, sin ventura, en fi n, el trabajo”.

Es decir, de alguna manera, todo verdadero artista intenta que su obra signifi que un movimiento autónomo; el artista termina exigiéndose una contracción obsesiva de sí mismo (en la que se incluyen las obras leídas) a fi n de erigir, o expulsar, un objeto primario. Construir un lenguaje dentro del lenguaje, como decía Valéry. Sin ello no hay razón de ser. Basta con mi-rar a un Jackson Pollock calculando el chorreo de tinta sobre la tela. Pero ¿y los grandes haraganes del arte? En ellos la con-tracción es absolutamente inconsciente, casi diría que involun-taria; no está guiada bajo una disciplina. Sin embargo, la con-tracción existe, como sea, en la concreción de la obra.

Pero hay algo más. Este deseo de concreción sucede en una feliz asimilación con aquello que se da por sí mismo, que viene sin buscarlo, sin esfuerzo, proveniente, como dice el dibujante alemán Julius Bissier, de una necesidad interior, y que es el origen único de la validez. No se trata aquí de destreza, que es exterior, sino de una voluntad anterior a la palabra cuyo agen-te es el cuerpo del poeta.

Es verdad que los cambios vistos a lo largo de la historia literaria muestran, como dice Pound, que “el hombre es capri-choso”, que formula sus propios instrumentos o modifi ca la manera de utilizarlos para explicarse el mundo. Varían las co-

sas, difi eren las actitudes con que se encara el mundo y el poema, pero también es cierto que hay otras cosas que parecie-ran ser inherentes a los hombres y al trabajo que hacen. Ése es el rasgo humano que nos vincula y nos conmueve a lo largo del tiempo; el salto o el gesto venido del fondo del artista que lo saca del tiempo y lo libra de las simples formulaciones de una época, de un grupo específi co. Lo que nace sólo con el presen-te muere con el presente. Por eso el poema es “un sobresalto viviente del idioma”, como dice Juan José Saer, un hecho hu-mano que atravesó el tiempo y la lengua y salta de entre su especie, aunque esté impregnado natural y favorablemente de sus días. El poeta es un adelantado de su época porque en sus poemas proyecta una sensación de su pueblo y de su tiempo haciendo a la vez más puras las palabras de la tribu. ¿Qué tribu? —Esta. ¿Qué palabras? —Estas mismas. Concreción, enton-ces, en dos sentidos: concreción de una singularidad y concre-ción de la identidad de un tiempo manifestadas en el proceder del lenguaje. De ahí que, como se dice, uno vaya a las obras de arte antes que a los libros de historia para conocer realmente el pasado de un pueblo. Con base en un proceder intuitivo y una formación documental, el artista va mediando entre su ser y su persona, va proyectando el rastro ineludible del tiempo. Antes que un vil rol representativo, el poeta se sustrae de toda generalidad, pero también de toda ambigüedad. O una vez más: construye un lenguaje dentro del lenguaje; hace más pu-ras las palabras de la tribu. Por esto mismo, el poeta es el ma-yor de los hombres. Pero no nos confundamos: ese poeta nació porque la persona ordinaria se diluyó, está perdida, arde en el más profundo olvido de sí mismo, se ha asimilado por fi n al orden natural de todas las cosas. Es un lapso. El registro que importa es el poema y la súbita señal de la que somos capaces los hombres. Cuando el ego olvida, el poeta encuentra:

Pájarosen el cielopájarospájaros negroso grisespájarossólo pájarosen un cielo verdeiluminadopájarospájarosaire libre1

1 Filtraciones. Poemas reunidos, México, Fondo de Cultura Económi-

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Ésta es la poesía de Hugo Gola. Exenta de toda esa testaru-da distracción que aún hoy insiste en confrontar la tradición con la vanguardia; fuera, también, de la que distingue entre poesía de la experiencia y experiencia de la poesía, o poesía referencial y autorreferencial. Lo que tenemos aquí es poesía con una íntima relación con el pasado —con cierto pasado—, pero también con la conciencia de que un poeta debe indagar en herramientas acordes con la experiencia de su tiempo. El soneto entonces está saldado. No podemos tener los mismos problemas que nuestros abuelos, como decía Huidobro. Pai-deuma.

Lo que tenemos también es un proceder que no dicta, ni sentencia, ni responde, sino que más bien observa, participa y, casi siempre, tantea. Esto es lo que exigen, en el fondo, los poemas de Hugo Gola: la participación, el involucramiento en el tanteo léxico por parte del lector:

el tanteo es la formael balanceo inestableadentro afueraoscila el cuerpo y el alma oscila (285)

No hay conocimiento ahí, sino movimiento. Un tanteo que busca “dar forma y darse forma por la vía de un silencio”. Un movimiento, un tanteo en lo oscuro, sin embargo, animado por esa íntima, y por lo tanto ineludible, necesidad de la que hablaba Rilke. Una oscilación mediante el poema en la que se establece un decidido estar en el mundo. Esta es una premisa que recorre toda la obra de Hugo Gola. Saer, en el prólogo de la poesía reunida de Gola, discute la observación que Eduardo Milán hace sobre que hay una actitud unitiva con lo que es real, un intento por lograr una unidad con lo exterior. Saer conside-ra que esta posición es exacta sólo a partir de Siete poemas, cuaderno publicado en los ochenta, ya que antes lo que había en la poesía de Gola era un “evidente desgarramiento” y que “lo exterior era alternativamente enemigo o benévolo depen-diendo de la fl uencia lírica”. Sea como desgarramiento o como actitud unitiva, ha habido siempre una relación franca con el mundo a través de la experiencia, de no contaminación con-ceptual, de no ideas salvo en las cosas. Su poesía no está desligada del mundo, sino afectada por su experiencia en él. Nada más lejos que una poesía de lo etéreo o de lo impalpable. Las cosas, como señala Milán, mantienen su pureza o su identidad. Rara vez en esta poesía una cosa es otra. Tus dientes ya no son her-mosos por perlas ni tus ojos por luceros, como nos enseñaron en la primaria; tus ojos y tus dientes son hermosos porque son y parecen eso mismo, con la salvedad de que en Filtraciones el poema de amor aparece sólo para advertir una negativa: “no tengo voz para decirte / aquello / que sólo a vos te importa” (244).2 Un mundo que pasa por un fi ltro —el poeta— y con el cual deviene la transfi guración poética. No una transfi guración del objeto mediante la metáfora tradicional de Occidente, sino mediante las fi ltraciones. Focaliza la atención en su propio mar-

gen de identidad y desde ahí lo resignifi ca. Aquí “una rama es una rama”, pero no la misma rama, porque la rama del poema es la rama del olvido: “Los objetos / ¿qué son ahora / en la hora de tu iniciación / y tu comienzo?” (181). Los recuerdos para el poema ya no están en los sentidos; arden en un lugar remoto o profundo de la realidad del poeta, transfi gurados. Tal vez sea así, porque de este modo la forma no se sujeta a ningún ante-cedente y asume, por el contrario, un carácter inédito. El re-cuerdo se desenvuelve y se desenvuelve la forma. O más bien: sujeto al desenvolvimiento de la forma se recrea el recuerdo. A partir de Siete poemas y Filtraciones, cuando el poeta anda entre los cincuenta y los setenta años, Gola ya no trabajará única-mente con actos o circunstancias inmediatos. Su poema será ahora un suceso transfi gurado por el desorden vivo de los años, es decir, de la memoria, renacida siempre a partir de la con-templación de hechos concretos, de la emoción suscitada por el contacto de las cosas. Aunque más que un suceso, un suce-der, porque su material no es la nostalgia ni la rememoración sino la viva actualidad concretada dentro de la activación del caudal de los recuerdos; un caudal siempre animado, desde sus primeros poemas hasta “Ramas sueltas” (conjunto fi nal de la poesía reunida), por una música —un orden— no dirigida al oído, sino al espíritu, como decía Keats, antes de que todo termine cuando se cumpla el lenguaje:

Creo que más que hablar de la poesía, prefi ero hablar del poema. Digamos que el poema es lo que uno hace, lo que uno alcanza a objetivar. La poesía quizás esté detrás de todo eso, pero no sé bien qué sea. Indudablemente, la experiencia es un elemento esencial para el trabajo del poema. Pero esa experiencia, para que llegue al poema, tiene que ser decantada, fi ltrada y casi olvidada, de mane-ra tal que eso que se ha vivido, esa parte del ser que recibió la experiencia, dé lugar al nacimiento de una palabra. Al ser le ocu-rren esas experiencias, pero en mi caso, ¿no?, deben ser casi olvi-dadas para que aparezcan las palabras como desligadas de esa experiencia, y se concreten en el poema.3

Hugo Gola escribe a partir de un estado agudo de percep-ción, un estado de rigor que fi ltra y rige las palabras del poema, desde una condición ascética. El hombre pretende dirigirse hacia una interiorización en lo única y verdaderamente esen-cial. Lo que se hace es una yoga. Un yugo. Un desprendimien-to. Una disciplina que el budista se impone sin pesar, según Borges.4 O justo antes de que el vínculo forjado con la vida atraiga su pesar: al enterarse de que su mujer ha dado a luz, el joven Siddartha la visita y la encuentra dormida, quiere besarla, “pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va”. El príncipe sale en busca de maestros y lleva durante muchos años una vida basada en el ascetismo, que éstos le en-señan. Sin embargo, aquí cabe una distinción importante. En un texto anterior sobre la poesía de Hugo Gola insistí en la ausencia del pesar en su poética, en correspondencia con la prác-tica budista, pero ahora me gustaría poder reconsiderar ese hecho. Si para el budista —que considera el ascetismo un error,

ca, 2004. p. 215. En adelante colocaré entre paréntesis las páginas de los poemas citados.

2 Además del poema citado, únicamente restaría mencionar “La muchacha del café”, incluido en Poemas, 1960-1963, para conocer esa parte de su obra.

3 Véase Antonio Marimón. “Gelman y Gola: dos voces mayores de la poesía argentina viven en México”. En Último Tango en Buenos Aires, Diego. México: Cal y Arena, 1999. p. 183.

4 Cf. Jorge Luis Borges, “El budismo”, en Siete noches, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, 12ª reimpresión, p. 78.

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por innoble y doloroso, si bien reconoce que es conveniente, pero después de haberse colmado con el sabor de la vida— el desprendimiento no acarrea pesar alguno, para el poeta esto es muy diferente: “en el comienzo / cualquier desplazamiento / incuba desazón / ¿cómo perder sin pesar / aquellas tardes va-cías / la lluvia lenta del otoño / o la sequía / las lagunas / los mínimos arroyos indecisos / el rigor del verano / las calles / donde la luz se demora / y el viento / que sopla / y sopla hasta en el sueño?” (287). Hay una refl exión de la nostalgia: “lo que al principio perturbó / se vuelve algo natural / y uno vive en el lento / desapego / la movilidad es al fi n / la ley universal / toda morada es movediza / las piedras son las mismas / y también lo son las hierbas / los árboles fl orecen / y aquel caballo solita-rio / que pasta en la llanura / se lo vuelve a encontrar / en el cerro / en la colina” (291). La poética de Gola no es la de un budista. Gola no acude al budismo como creencia religiosa ni acata su ley sino que simpatiza con ella como antigua fi losofía que es para formular su poética. En el budismo no hay renun-cia (que supone un pesar), sino desprendimiento; en Gola hay el pesar de la renuncia, mas también el camino sinuoso hacia un lento desapego. Y ese lento desapego en Gola es motivo de un profundo confl icto. En “Vacilación”, el extenso poema que vengo citando, Gola alude a una anécdota magnífi camente re-velada por el poeta polaco Zbigniew Herbert en la que el dis-traído y circunspecto joven Spinoza (“indiferente a los asuntos materiales y libre de toda pasión”, como gustan retratarlo sus biógrafos), súbita y apasionadamente pelea en los tribunales la herencia de su padre que le había sido atracada por su herma-

nastra y el marido de ésta, confi ados en que Spinoza ni siquie-ra se daría cuenta. Spinoza pelea hasta una olla de peltre con el asa rota, una fi gurilla de porcelana sin cabeza y un reloj que ya era guarida de ratones, alegando que un vínculo sentimental lo ataba a estas pertenencias, y gana la querella. Pero la hilari-dad de esta aventura palidece frente al acto que siguió a su victoria: Spinoza cedió todo a sus adversarios y se quedó úni-camente con la cama de su madre. Herbert le da a ese aconte-cimiento un valor que Gola no olvida pero ante el cual tampo-co deja de vacilar en el poema: “lejos de toda presunción / la virtud —como dice Herbert— / no es el refugio de los débiles / el arte de la renuncia / es un acto de valentía / mas ese gesto ¿tuvo lugar / alguna vez? / uno no sabe cómo hacerlo / el andar sinuoso / la excavación persistente / entre los / escombros” (293).5

Lo que Gola busca, tras el pesar y la refl exión, es la radica-lidad de “la hebra más fi na / el metal más resistente / la púrpu-ra deseada” (293). Aquella ascesis para Gola es una gimnasia espiritual, es decir, del alma; una preparación hacia la “limpie-za del terreno” poético que, sin ser ajena al cuerpo y a las pa-labras, se dirige al espíritu. Como los gimnosofi stas, que eran así llamados porque danzaban desnudos:

5 El ensayo de Herbert, no está de más decirlo, fue publicado por Gola en la ya legendaria revista que dirigió durante los noventa: “La cama de Spinoza”. Trad. de Tedi López Mills. En Poesía y poética 33 (primavera 1999). pp. 4 s.

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No más acopiosinútilesni enseresni baratijasni repisassólo paredes blancasun pantalónuna camisauna campera de cueroun pan para cada díauna mínima cuota de carnepoca verduraalguna fruta¿qué más?tardes vacíaspara subir al cielo solitario

Recién ahora empiezala gimnasia (216)

Crítica del lenguaje en dos vertientes: la que atañe al uso corriente de la lengua, al que hacemos a diario las personas, de acuerdo con un mundo que casi rinde culto a la desmesura, a la acumulación y el derroche; y otra concerniente al plano es-tético, al uso que los poetas hacen del lenguaje basados en una retórica sobrecargada y al de la palabra sometida a las necesi-dades pragmáticas del mercado. En ambas estaría inserta, de uno u otro modo, la perturbación a la palabra por parte de las tácticas mercantiles: la acumulación de lo utilitario y la homo-geneización de la experiencia humana como azotes de la pala-bra que le imponen un carácter unívoco. El blanco es el color de la contención para el salto. El color de la negación, el recha-zo y la renuncia: “negar / negar / todo deriva de este gesto” (231). Pero negación como un gesto absolutamente positivo, que radicaliza su lugar en lo esencial, antes del gorgojeo de toda concesión.

Para el gimnasta la música es accesoria. De ella se despren-derá también para imprimir el propio ritmo de sus evoluciones al poema. La danza de las palabras involucra de una manera muy especial al cuerpo (en la poesía), pero también, como dice Valéry, al alma, donde rige la música. Así, la música se sitúa en el plano espiritual y forma parte de la interiorización del poe-ta, de la plasticidad y el ritmo del cuerpo gimnástico del poeta. Aquellos recuerdos fi ltrados, las percepciones que sobrevivie-ron al olvido transformándose, conforman la materia prima de la poesía de Gola, pero lo que le da forma a esa materia es la sonoridad de la música, su fi ltración ahora fónica. Aquí co-mienza la materialidad de su poesía. En el universo silábico nace y se mueve, recordando una vez más a Valéry, esa materia-lidad. Para William Rowe, crítico inglés y autor del ensayo más extenso y acucioso sobre la poesía de Gola (junto al de Jorge Monteleone), aquí radica la singularidad de esta obra: la no instrumentación de la sinfonía ya oída. A partir de un sugerido “universo de relaciones recíprocas”, de “resonancias”, como dice Valéry, cada palabra pareciera ser captada en minucias y que alguna sílaba o fragmento de sílaba despertara a la siguien-te, desmadejando al poema e imprimiéndole su propia veloci-dad y estableciendo, ahora sí, una absoluta conexión ritual con el mundo.

Aunque es acertada la observación de Milán acerca de que

Siete poemas anuncia “un giro en la poesía de Gola”, sería erró-neo pensar en una clasifi cación que cuarteara tajantemente esta obra poética. Todo en ella denuncia lo contrario. Si en los poemas iniciales surgían las primeras indagaciones sobre el “asalto” de la música y a partir de Siete poemas el poeta se dedi-ca a explotar una poética de la sílaba como detonante y en “Ramas sueltas” hallamos deslizamientos no tanto fónicos como visuales, la obra completa muestra una búsqueda común, el proyecto de una vida, como un río que avanza, precisamente con “giros” como los Siete poemas. En la desnudez del lírico, afectado por el horror del mundo o felizmente deslumbrado por la maravilla poética, hallamos una constante estética: pala-bras y versos cortos que avanzan o vacilan con una paciencia amparada en la salvación del impulso poético hacia una cre-ciente complejidad, no sólo en cuestión de signifi cado, sino también en lo que es su extensión, es decir en su forma, en la totalidad de esa máquina de palabras. De este modo, es cierto que Filtraciones sea acaso su libro más duro, donde los poemas tienen una estructura tan férrea, tan precisa, provocada por una ardua concentración, por una experiencia espiritual que depuró el objeto de belleza a tal grado que difi culta perseguir su aliento y con ello obtener algún grado de comprensión; que exigen del lector emprender también un arduo peregrinaje y concentración. Es también cierto que “Ramas sueltas” signifi ca una vuelta a la palabra descarnada (aunque ya sin los horrores del pasado; de la dictadura, por ejemplo) que, trabajada con la misma precisión, nos ofrece la calidez del poeta de manera transparente, traslúcida, remitiéndonos sobre todo a experien-cias concretas, diría inmediatas (como sucedía en sus primeros poemas), donde el fi ltro férreo no depura al poema al extremo, salvo para la contención frente al desbordamiento de las pala-bras: “Desde mi ventana / veo / las ramas oscuras / del jacaran-dá / el viento del atardecer / apenas las mueve / tan distinto del otro / distante y quieto / fl orido siempre / erguido / en la fosa / apacible / de la memoria” (321). Son los poemas de la vejez. El río tomó un cauce formal menos tenso, nada más: un cam-bio en la modalidad formal. Pero es el mismo río, la continua-ción de un proyecto de vida, del trabajo “largo, siempre idén-tico, sin fi nal”, que, como soñaba el viejo Hokusai, despierta libre sobre la página blanca.

Hace sólo un par de años, el Fondo de Cultura Económica puso en circulación los “poemas reunidos” de Hugo Gola. Recibamos entonces esta nueva gran obra que ahora nace a los lectores, dada su marginalidad. G

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Dos poemasLeopoldo Lezama Contreras

Círculo

Al fi nal de la lluvia está la noche,sal por ella y, cuando llegues,habrá muchas estrellas que te esperan.

Al fi nal de la noche está un camino,recórrelo en silencioy no mires los laurelespues te quedarías dormido.

Al fi nal del camino está una puerta,ábrela y no llorespor lo que ahí veas.

Detrás de la puerta está tu cama,acércate quitándote las sábanas,acuéstate y despiertaque la lluvia aguarda.

Despertar más allá

El fi nal de la calle estaba iluminado.Yo caminé despacio, sin hacer ruido en las baldosas.Yo caminé despacio y miré que al fi nal de la calleun gran árbol se observaba.Al fi nal de la calle había un crucero y, en medio del crucero, estaba el árbol.Yo caminé despacio no sé si hacia un fi no hacia un comienzopero, mientras caminaba, el aire se volvía ligero.Más allá del árbol un horizonte pálido aguardaba en silencio.Yo caminé despacio y, de pronto, me detuve:la luz cambió mi pechoy un millar de pájaros blancos el árbol encendieron.Al fi n abrí los ojosy mis pies al caminar ya no sonaron.Yo caminé despacioy ya en otro lugarde nuevo anduvieron mis pasos. G

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Edén,de Alejandro RossiPor Juan José Reyes

Solemos albergar temores imprecisos pero indudables cuando tenemos que mostrar papeles que nos identifi can. Como si las letras soltadas en los docu-mentos fueran insufi cientes para dar re-gistro justo de nuestro propio nombre o inclusive como si, en vez de revelarla, hiciera confusa nuestra personalidad, huidiza, inhallable. Mucho más si el trá-mite amenazante ha de ocurrir en un punto de partida, en el comienzo mismo de un viaje. Uno de los escasos recuer-dos que Claudia guarda de su padre, el fi lósofo Emilio Uranga, es la frase repe-tida una vez tras otra en las ofi cinas de pasaportes de la Secretaría de Relacio-nes Exteriores en Tlatelolco: “Éste es el país de la inefi ciencia, de la ineptitud”. Tenía el fi lósofo la ilusión y la prisa del viaje y temía por eso, más de la cuenta,

al parecer, que un trámite nimio creciera hasta tornarse imposible. Una vez que ha tomado la decisión, el viajero no está dispuesto a quedar varado. En ningún caso. Y menos aún si lo que lo aguarda es una cadena de enigmas cuya clave navega en su propio interior. Más allá de cualquier neurastenia, ir y venir debería ser a las claras un asunto tan común como la circulación de la sangre. Y tal es el caso del personaje de Edén / Vida ima-ginada, la novela conmovedora y gozosa y sabia de Alejandro Rossi. Un persona-je, aquél, que es tocayo de su autor y que se ha pasado la vida viajando en su infan-cia, hasta la pubertad (que es, digamos, la etapa en la que concluye el registro). No parece casual que esta historia prin-cipie en un aeropuerto; en su trayecto aparecerán estaciones de trenes, refe-

rencias a hidroaviones, barcos, submari-nos, inclusive esquís. Los sitios en que ocurren las historias centrales tienen común naturaleza: son estaciones de paso, aun cuando la permanencia de los personajes en ellas pueda ser más pro-longada que la habitual en nuestros días.

El escritor Alejandro Rossi ha reali-zado un viaje memorioso e imaginativo. Esto es tan claro que afi rmarlo es de veras decir poco o decir sólo lo más evi-dente. Es clarísimo que no importa cuánto es cierto y cuánto no entre lo que narra. De lo que no hay duda, lo sabrá todo lector mediano al menos, es que todo lo registrado es un invento, es decir que Alejandro Rossi ha llegado a ello para revelárselo al contarlo, y que es al mismo tiempo fabulación. Toda memo-

Alejandro Rossi, Edén / Vida imaginada, fce, México 2006, 271 pp.

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ria valiosa construye, elige, acomoda, refi na. Hay muy pocas de esta índole, si atendemos al ejemplo deslumbrante que ha creado Alejandro Rossi. No parece faltarle nada a este recorrido de dos fuentes. Afi ciones, tentaciones, actitu-des, deseos, inercias históricas, búsque-das. El fabulador memorioso, como un viajero calculador y al tiempo dispuesto a la aventura (que él mismo va constru-yendo, como el que mira el paisaje a través de la ventanilla de un vagón y llega a prever sus descubrimientos), sabe mirar la atmósfera que lo separa de lo pretérito. Hay entre este Alejandro Rossi que recuerda, imagina, refl exiona y es-cribe y el probable pasado una distancia, en la que precisamente ocurrirá esta suerte de breve milagro que es la novela. Aquella distancia matiza, perfi la, sitúa en su punto más vivo, y más compartible por tanto, la atmósfera que ahora se des-pliega sobre un mundo que se creía perdido.

¿Cuánto no existe más de lo que re-construye Alejandro Rossi? En primer término, hay una distancia evidente en-tre los dos Alejandros o entre el Alex, Alessandro, Alejandro Francesco que alguna vez fue y el posterior, defi nitivo que ha vuelto al otro su personaje. Esta sombra borgeana (o más exactamente: esta luz) recorre la obra entera con plena soltura y un peso vivo, leve e indudable. El propio nombre es el comienzo de las dubitaciones y los encuentros del perso-naje. Alex llega a oscilar entre la impa-ciencia, la resignación y la indiferencia delante de este enredo onomástico que en el fondo no es más que el refl ejo de las huellas del infaltable y anhelado lina-je familiar. El nombre no es lo de me-nos, y a veces parece volverse si no una carga sí una lata, como en la escena pri-mera, en el aeropuerto. Y si no es lo de menos ha de ser porque es una palabra (o un dueto de palabras) que refi eren a alguien, que tienen un signifi cado ínti-mo y público, y que en tal medida se incorporan a la naturaleza misma del referido en un sentido crucial: el que le dan los otros. Además de ser un registro de orden familiar, el nombre viene a concentrar un haz de raíces en el caso de Alex, Alessandro, Alejandro. Italia, Ve-nezuela, Argentina: los tres planos de estos orígenes, hacia los que arribarán nuevos ejes nacionales.

Hay vaivenes también dentro de la novela en el campo idiomático. Las

irrupciones de diálogos enteros en ita-liano son naturales (no porque aparez-can personajes italianos, desde luego) en tanto que no hacen más que integrarse del modo más natural al curso fabulador. Al abrirla, Alejandro Rossi se aprovecha de la distancia. Se sitúa en el centro del escenario para mirarlo todo y también, notablemente, para ser mirado (no con el afán de ser una suerte de “héroe” —nada más lejos de sus intenciones la ambición de reciclar aquella especie extinta) como uno más, como el hijo de una mujer for-midable, de belleza arrebatadora, espíri-tu libre y sabiduría a fl or de piel, como el hermano de un niño/muchacho al que admira y del que sabe apartarse lo nece-sario para no estorbarlo y para tener él mismo su propio mundo, como el sobri-no curioso, el alumno aventajado, el gran lector precoz de poemas, el niño que forma una imagen de los demás inteli-gente y abierta, el afi cionado a los de-portes que va haciéndose de una erudi-ción atenta a las leyendas de muchas de sus prácticas (del boxeo al futbol al beis-bol al tenis), el descubridor, por los me-dios inmediatos (la avasallante fi gura de la madre, la elevación de su propia sexualidad), de las evidencias y los secre-tos del cuerpo. Alejandro Rossi ha crea-do una novela de ventanas amplias y suave atmósfera, de pasos calmos e in-tensidades naturales. La ha despojado, de modo espontáneo y siguiendo un principio que llega a expresarse en la obra, de la carga de toda verdad apodíc-tica y gravosa por tanto en exceso, de los laureles de triunfos sólo presuntos o de conformidades inertes. Si la ambición del fi lósofo puede ser el poder, como llegamos a leer, la ambición del fabula-dor es mucho más simple, es la del que mira por la ventana el cielo abierto. En el paisaje percibido habitan mentalida-des distintas y lenguas que se entrecru-zan de acuerdo con una biografía que va multiplicando sus orígenes y en conse-cuencia sus derroteros. A nadie le extra-ñará el comienzo: ¿venezolano?, ¿mexi-cano? Un intelectual, amigo de Octavio Paz, ahora en Alemania, país que tam-bién cuenta en este itinerario. Aquel in-telectual, este escritor habrá detenido ya su recorrido. Pisa siempre o casi una sola tierra y tiene ahora tiempo y distan-cia para crear su propio mundo, su di-choso pasado, su infancia feliz.

No es casual tampoco, claramente, que el centro espacial de la novela sea un

hotel argentino llamado Edén, un paraí-so donde puede brotar la tentación amo-rosa (prueba mayor de sensibilidad e inteligencia) sin cargas culposas, un sitio en el que maliciosamente se dispara la imaginación embaucadora (hacer de Ve-nezuela un émulo germano), un lugar que no podría ser olvidado. Llama la atención aquí de nuevo un elemento del magistral principio de la novela (el atri-buto se mantiene siempre, al tiempo en que la novela parece comenzar a cada entrada): el desinterés, acaso el desagra-do, de la bella Mitzi, una de las chicas edénicas, ante el recuerdo que, como magdalena, ha desatado en Alejandro Rossi. La vida práctica, la del trabajo habría acabado la frescura de aquella muchacha que tuvo antes toda la veloci-dad vital de quien sabe que cuenta con el tiempo entero para desplegarse delante de los otros y que ahora tiene prisa por despachar a diario asuntos que, como el nombre o la nacionalidad de las perso-nas, no le interesan a nadie. Cada uno, Mitzi y Alex, habrían elegido sus cami-nos sin sinuosidades, por más que el mundo hubiera ido complicándose.

El de Alex comenzó en el pleno fas-cismo del Duce. Desde entonces el “cli-ma” político ha de dominar una buena porción de la escena que ocupan Alex y su hermano. Una palabra puede resu-mir aquella atmósfera: nacionalismo, un modo ideológico que se vivirá, con otros matices pero con intensidad semejante, en Venezuela e inclusive en Argentina, en toda Sudamérica. El linaje de los her-manos Rossi Guerrero se confunde con el venezolano (el del poder político en aquel país) pero, como en el caso de Ita-lia, cada vez aparece más como una sombra, como un metal gastado e inser-vible, que como un resorte del orgullo. Alex, Alessandro, Alejandro irán distan-ciándose del sobrepeso político y parale-lamente de la sobrecarga de jactancias en la comparecencia pública. No se ale-jan ni un momento de la leve y poderosa memoria pródiga, del trato curioso y enriquecedor con los otros, de la dispo-sición al viaje sorpresivo y sin interrup-ciones, trayecto de la memoria, la imagi-nación, la lengua española que brilla, tersa, donosa, de fresca elegancia, en ambientes y diálogos que, piensa uno, sólo otro escritor de nuestro idioma ha alcanzado con tanta fortuna: el argenti-no Bioy Casares. Alejandro Rossi es de aquel linaje sin par. G

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El porvenir posible, de Carlos Castillo PerazaPor Ricardo Cayuela Gally

Carlos Castillo Peraza fue un hombre de palabra y de acción. Su trayectoria polí-tica, repleta de claroscuros, ha impedido que se preste la debida atención a su trabajo de periodista y de intelectual. Sólo por ello ya sería motivo de celebra-ción la aparición en el Fondo de El por-venir posible, una selección amplia de su obra. El estudio introductorio y la anto-logía de textos corren a cargo de Alonso Lujambio y Germán Martínez Cázares, que han organizado el libro temática y cronológicamente, de suerte que se pue-de, por una parte, estudiar sincrónica-mente la evolución del pensamiento de Castillo Peraza y por otra, aproximarse a sus principales preocupaciones. Además, el esbozo biográfi co de la introducción ayuda a relacionar cada uno de los textos con los diversos momentos de su itinera-rio vital.

Para entender a Castillo Peraza inte-lectual es necesario comprender la reac-ción antisistema de las clases medias de la provincia mexicana y el universo del pensamiento católico. Castillo Peraza nace en Mérida en 1947, y es educado conforme a un código de valores en con-trapunto con los postulados ideológicos y prácticos del sistema político mexicano creado por el pri. Es frente a esta con-tradicción que se rebelará toda su vida Carlos Castillo Peraza. El pri construyó una praxis política que borró del discur-so público la simiente del catolicismo mexicano. Evidentemente, el grueso de la población conservó su fe, pero la creencia católica como un espacio de cultura fue prácticamente abolido. Uno de los grandes empeños intelectuales de Castillo Peraza a lo largo de toda su vida fue justamente atreverse a romper con

este tabú y declarar sin ambages ni reti-cencias su catolicismo militante. En el México de hoy, en que se ha debilitado el laicismo por las torpezas de un go-bierno que confunde la moral privada con la pública, los riesgos y audacias de Castillo Peraza en ese terreno quedan desdibujados. El suyo era un catolicismo hijo del Concilio Vaticano II, es decir, profundamente preocupado por las cau-sas sociales, consciente de la pluralidad de la sociedad mexicana, y al mismo tiempo, activo y militante, defensor sin vergüenza de sus postulados y creencias. Ser un católico militante en el México de los sesenta y setenta era ser también un miembro de la oposición, como suce-día, trágicamente y en otra escala, en Polonia. Es en esta clave en que hay que entender sus textos sobre la encíclica Rerum Novarum o Sollicitudo Rei Socialis,

Carlos Castillo Peraza, El porvenir posible,estudio introductorio y selección

de Alonso Lujambio y Germán Martínez Cázares, fce, 2006, 675 pp.

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su rescate de los teólogos españoles del siglo xvi, los perfi les de Juan Pablo II, Juan XXIII, Louis-Bertrand Geiger o Henri de Lubac. De toda esta faceta del trabajo periodístico de Castillo Peraza es sumamente interesante la entrevista con Octavio Paz, recogida en Pequeña crónica de grandes días, ya que está centrada en discutir con Paz sobre la fe y el universo católico. En ella, Paz confi esa su escep-ticismo, cuenta la forma en que rompió con el catolicismo de su infancia, explica la relación entre la identidad histórica del mexicano y el catolicismo, y dice que la gran herejía del siglo xx fue “haber sustituido a Dios por la historia”. Pero el catolicismo de Castillo Peraza tenía tam-bién otros aspectos. Quizá el más dra-mático era su intransigencia a la hora de discutir temas como el aborto, al que no dudaba en califi car de “genocidio intrau-terino”, o el uso del condón. Para los miembros de mi generación, Castillo Peraza es el político que dilapidó todo su capital en la campaña para convertirse en jefe de gobierno del Distrito Federal en 1997, en las primeras elecciones que tuvimos los ciudadanos del D. F. para elegir a nuestros gobernantes: intoleran-te con la incultura de los periodistas, sin hacer concesiones de ningún tipo en el discurso, malhumorado, demasiado iró-nico para una sociedad hambrienta de certezas y no de matices, su verdadero Waterloo fue rechazar el uso del con-dón, tesis que repetiría en un artículo en Proceso, en el que además, lo justifi caba no por exigencia de sus creencias, sino amparado en un falso ecologismo, afi r-mando que el látex era dañino para el medio ambiente.

El porvenir posible revela una caracte-rística singular de Castillo Peraza que lo distingue de los demás políticos y de muchos intelectuales mexicanos: el inte-rés por el mundo y su conocimiento profundo. No en balde Castillo Peraza hizo sus estudios de posgrado en Roma y después en la Universidad dominica de Friburgo, donde tuvo como maestro a Emmanuel Lévinas. Apoyó la Solida-ridad de Lech Walesa, criticó lúcida-mente el totalitarismo soviético y la au-sencia de permiso a Solyenitsin para asistir a la ceremonia del Nobel; analizó el confl icto del Medio Oriente con ojos nuevos; criticó la doble moral mexicana ante la naciente democracia española, que con aire de superioridad imponía condiciones para el restablecimiento de

las relaciones de ambos países, cuando España supo en mil días, de la muerte de Franco al plebiscito constitucional, do-tarse de unas instituciones democráticas que México en ese momento aún no había sido capaz de realizar.

Otra faceta poco conocida de Castillo Peraza es la de pensador “duro”. Ahí destaco su imprescindible interpretación de El príncipe de Maquiavelo, y por ex-tensión del Renacimiento italiano, la inteligentísima lectura de los postulados de Gramsci, o la discusión con las tesis del El ogro fi lantrópico de Paz.

La verdadera importancia de Castillo Peraza, sin embargo, está en su militan-cia y refl exión política, circunscritas a México y su transición a la democracia. No en vano su primer texto publicado es una refl exión estudiantil de 1968, que conoció de primera mano por ser estu-diante de Filosofía en la unam en ese año axial. Es un texto incómodo para todos: para el gobierno, porque critica sus brutales métodos represivos y el ca-llejón sin salida en que se ha metido el sistema político mexicano; para los me-dios de comunicación y los partidos de oposición en aquel entonces, porque denuncia su complicidad en el silencio, y para los estudiantes, porque les recuerda que su movimiento no es un fenómeno aislado del mundo, sino que está en ple-na sintonía con el mayo francés y la re-vuelta de Berkeley, y porque denuncia, además, la intoxicación ideológica de muchos de sus dirigentes y postulados. Conmovedor resulta en este contexto su nota de despedida a la muerte del rector Javier Barrios Sierra. El gran paso de Castillo Peraza, más allá de unos prime-ros escarceos con el pan yucateco de los sesenta, fue aceptar su incorporación plena a ese partido a su regreso de Euro-pa, en 1978. Muy pronto, por su forma-ción intelectual y su capacidad de análi-sis, Castillo Peraza será una especie de ideólogo del pan. No hay espacio aquí para comentar las vicisitudes al interior del partido que vivió Castillo Peraza, pero sí para marcar algunas de sus fi lia-ciones más íntimas y de las que dejó testimonio escrito. Primero, con el fun-dador del pan, Manuel Gómez Morín, y con uno de sus tempranos ideólogos, Efraín González Luna, en textos que son a la vez homenaje y propuesta, y después, sobre todo, con la rebelión cí-vica de Luis H. Álvarez, modelo moral de su empeño político y al que dedica

muchos textos, sobre todo en apoyo por su huelga de hambre de 1987 en protes-ta por el fraude en las elecciones de Chihuahua y que tan hondamente cim-bró a la sociedad mexicana.

Pero si Castillo Peraza tiene un lugar en los anales de la historia mexicana, es por las cruciales decisiones que tomó tras el fraude electoral del 6 de julio de 1988, cuando el pri vio por primera vez el riesgo real de perder la hegemonía. A diferencia de los líderes del Frente De-mocrático Nacional, Cuauhtémoc Cár-denas y Porfi rio Muñoz Ledo, él pensó en la necesidad, haciendo de tripas cora-zón, de pactar con el presidente ilegíti-mo Salinas de Gortari unas nuevas re-glas democráticas que garantizaran por fi n la transición a la democracia. Con retrocesos y puntos muertos, el triunfo de la oposición de izquierda en la ciudad de México, y por fi n la alternancia en el poder en el año 2000, parecieron darle la razón. Para Castillo Peraza, la vida política debe escapar de los idealismos y de la lógica del “todo o nada”. Son mu-chos los textos de El porvenir posible que ahondan en esta línea y permiten glosar su concepción de la política, que debe afi ncar sus bases en lo posible y no sólo en lo deseable, en la reforma y no en la revolución, en la acumulación de signos y no en el golpe defi nitivo.

Resentido con la política tras su es-trepitosa derrota en las elecciones de 1997, e incapaz de asumir el papel de chivo expiatorio que el pan le quiso adjudicar, renuncia a este partido en 1998 y se dedica a viajar y a escribir, hasta su sorpresiva muerte en noviem-bre de 2000, en Bonn, cuando un infarto masivo se lo llevó de manera fulminante a proseguir su política de lo factible en ese otro mundo en el cual creía.

Dueño de un estilo limpio, que pone las palabras al servicio de las ideas y no a la inversa, notablemente culto para la media política mexicana, para muchos obtusos casi un afectado, con un universo referencial amplio, experto en historia yucateca, maestro en el arte del perfi l, lector voraz y desprejuiciado, polemista terrible y demiurgo del necesario papel social de la Iglesia, Castillo Peraza en-cuentra en El porvenir posible la casa justa y permanente para una obra que corría el riesgo, en su dispersión inevitable, de caer en el olvido. G

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Ante un cálido norte, de José Luis RivasPor Miguel Ángel Moncada

Toda verdadera poesía tiene algo de ri-tual, algo iniciático, a la manera de un umbral que al abrirse descubre un mun-do nuevo, sea infernal o paradisiaco, do-loroso o bello. Estos parajes abiertos, desvelados por el arte de la palabra, tie-nen la facultad de trascender la mirada común que el poeta transfi gura median-te la propia sustancia verbal que dota de un orden impensado a los objetos, a ma-nera de mundos autónomos a los cuales el lector puede y debe acceder. José Luis Rivas (Tuxpan, 1950), una de las voces más señaladas de la actual poesía mexi-cana, es poseedor de esa difícil cualidad: su obra transforma lo cotidiano, lo vuel-ve un paseo de índole solar y compleja, que se nota, no ha nacido de la odiosa aspiración de originalidad, sino de una sencilla vigilancia y observación que la tierra de todos los días (o debiera decir el mar) nos ofrece.

Ante un cálido norte es la conjunción de cuatro de sus últimos libros (Luz de mar abierto, Estuario, Río, Por mor del mar), más un apartado dedicado a ser una muestra de su larga producción como traductor (Libro de faros). Desde un inicio es notorio (con sólo mirar los títulos) que la totalidad de su obra se encuentra atravesada por el mar como la presencia de lo otro que invariablemente dota de sentido a lo humano y lo terreno. El mar por sí mismo ya forma una categoría dentro de la larga tradición poética en español. Su fi gura abarca no sólo el ám-bito genésico de la vida, sino también el de la muerte, y el del cambio perpetuo. Sin contar que en innumerables culturas, una de las cuales es la nuestra, el mar es el violento, y a la vez, el tierno lugar de los orígenes, el lugar donde según Eliade el tiempo tiene sueño. Dentro de la poe-sía en español podemos señalar a Manri-

que con su gran metáfora marina de la muerte, y de ahí la lista de autores no hace sino incrementarse con nombres de la talla de Vicente Aleixandre, Rafael Alberti o Carlos Pellicer. Cada uno de ellos forjando olas de sentido para la ma-jestad marina. A los nombres anteriores podemos agregar justamente el del vera-cruzano José Luis Rivas.

La concepción que Rivas tiene de la presencia marina es totalmente femeni-na. No duda en llamarla la mar creadora de vida: “Y al cabo de la marea roja, la criatura todavía chorreante, asida / de los talones, es levantada justo cuando asoma sobre la mar / el huevo equilibris-ta del primer sol.” La muerte casi no tiene presencia en el mar de este poeta. El sol acompaña al oleaje dotándolo de transparencia áurea. Casi podemos decir que en sus poemas el equilibrio entre dos fuerzas ancestrales está presente en

José Luis Rivas, Ante un cálido norte, fce, México 2006, 260 pp.

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todo momento como un gran telón de fondo mítico. El sol sería identifi cado con el padre, con la fuerza masculina, mientras que el mar con la eterna fuerza femenina dadora de las formas. Así, en todos sus poemarios los hombres han fundado paraísos a orillas del océano, donde la vida aparece embriagadora, llena de platanales y frutas exóticas, lle-na de mujeres hermosas que invitan al goce de sus cuerpos. Acaso los versos de largo aliento, con todo el clasicismo que contienen, se extienden a propósito para captar a detalle este idílico mundo de claro erotismo.

En todos sus libros los paisajes mari-nos se describen hasta el cansancio. Las estampas se suceden una a otra, dando un fuerte efecto de movimiento detalla-do, muy similar a un viaje en lancha. Quizá los poemarios que más se diferen-cian son Río y Por mor del mar. En Río se siente un fuerte acento autobiográfi co, donde se relata el despertar de la sexua-lidad y el abrir los ojos al mundo circun-dante, además de que el símbolo del río conlleva la fuerte carga fi losófi ca del cambio, del devenir propio y del mundo, que ancestralmente Heráclito descifrara. Por mor del mar trata de la construcción de un puerto; éste es el libro donde el hombre como comunidad posee mayor

papel protagónico, pero siempre obede-ciendo la red oculta de la mar y sus mandatos, que a la manera de un imán de proporciones casi cósmicas, sigue guiando y atrayendo hacia sí el destino de los hombres del trópico. Por último, Libro de faros ofrece al lector una mues-tra de la habilidad de Rivas como tra-ductor de una parte de la obra de dos importantes poetas de lengua inglesa, cada uno perteneciente a tiempos, es-cuelas y estilos muy distintos: Derek Walcott y William Shakespeare.

El lector, ante una primera lectura de la obra de Rivas, probablemente pre-guntará, al igual que yo y a manera de reproche, por qué este poeta, que clara-mente es poseedor de muchos y variados recursos, no ha cambiado el viraje ni la temática de su producción, aspirando así a nuevos aires o a nuevas islas, prefi rien-do quedarse en lo mismo de lo mismo. Ante esto se me ocurre responder que esta censura tiene que ver con el fuerte carácter consumista de novedades que una sociedad como la nuestra posee. Cierto es que no es condición de la ver-dadera literatura el renovarse en cada aliento, aunque no deja de saltar a la mente nombres de grandes poetas como Huidobro o Paz que hicieron de la reno-vación su marca personal. A este respec-

to cabe recordar a Borges y sus primeras obras poéticas, en las cuales se notaba el ansia de lo siempre nuevo, pero que al paso de los años esta inquietud se fue transformando en un regreso a las gran-des metáforas de todos los tiempos, tanto que incluso llegó a decir que la historia de la literatura no era sino la historia de unas cuantas de estas grandes metáforas. Quizá éste sea el caso de Ri-vas, el de un poeta dedicado por entero a la construcción de una gran metáfora, una idea, una utopía: el mar. No obstan-te, a mí me gustaría ver su talento dedi-cado a explorar otras realidades, pues no me queda duda de que es capaz de ha-cerlo. Aunque he de reconocer que si hay cambio en su poesía, éste se deja entrever difícilmente, como la labor de un pescador que cada vez obtiene su pesca de mayores profundidades, pero que a simple vista parece ser la misma.

Ciertamente uno puede decir que Rivas ha atravesado el panorama de la actual poesía mexicana en una ola, como si no existieran las ciudades ni los cam-pos, únicamente trópicos poblados de hermosas morenas y varoniles pescado-res. De nuevo, una extraña cualidad que hace necesario acercarse a este poeta para analizar la rara y casi única situación que ocupa en las letras mexicanas. G

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Mauricio MagdalenoMarcela del Río Reyes

En Las palabras perdidas Mauricio Magdaleno retrata una época: los años de la década de los veinte en México durante la centuria pasada. Ahora, en esta remembranza de su persona y obra, el retrato vasconcelista de Magdaleno, en palabras de su autora, adquiere resonancia. Se dice con frecuencia: quien ignora el pasado está condenado a repetirlo.

El Fondo de Cultura Económica publica un libro que nunca ha sido más oportuno que hoy: Las palabras perdidas de Mauricio Magdaleno. A cien años del natalicio del autor y a cincuenta de su primera publicación. Se trata de un relato histórico sobre la gesta vasconcelista de 1929 por arribar a la presidencia y su lamentable derrota.

Mauricio Magdaleno nace en el pueblo de Tabasco, estado de Zacatecas, el 13 de mayo de 1906. Al trasladarse sus padres a la ciudad de México en 1920, estudia la pre-paratoria, ingresando después a la Escuela de Altos Estudios, hoy Facultad de Filosofía y Letras (1924-1925). En 1929 participó en la campaña del candidato a la presidencia José Vasconcelos. Y después de la derrota de Vasconcelos viaja a Madrid pasando dos años en España (1932-1933), donde escribe y publica tres de sus textos dramáticos de denuncia social: Pánuco 137, Emiliano Zapata y Trópico. Su obra literaria no se limitó al teatro, sino que abarcó distintos géneros y temáticas: crítica, sociología, historia, polí-tica, biografía, destacándose los libretos que escribió para el cine mexicano, entre los más reconocidos, los de las películas Flor silvestre, María Candelaria, Bugambilia, Río escondido, Maclovia y Pueblerina. Fue fundador, junto con Juan Bustillo Oro, del grupo Teatro de Ahora donde se estrenaron varias de sus obras teatrales, algunas de ellas escritas en colaboración con Juan Bustillo Oro. Además de haber sido profesor de historia y literatura españolas en escuelas de la Secretaría de Educación Pública, fue senador por el estado de Zacatecas y desempeñó varios cargos dentro del gobierno, entre ellos el de jefe del Departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública y el de subsecretario de Asuntos Culturales de la misma secretaría. Ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua en 1957 y falleció en 1986, a la edad de 80 años.

El libro Las palabras perdidas que ahora publica el Fondo de Cultura Económica da principio con los antecedentes de la lucha vasconcelista. A la muerte del general Al-varo Obregón, presidente electo, aquel 17 de julio de 1928, le sigue el nombramien-to a José Vasconcelos como precandidato a la presidencia de la república, que hace el Partido Nacional Antirreeleccionista. Al grito generalizado de “¡Viva Vasconcelos!” cuenta Magdaleno: “Por unos minutos, nuestras porras no dejaron hablar a nadie. Los amigos de la provincia y el alma desgarrada de las barriadas metropolitanas ru-gieron su frenesí.”

Enseguida, entre recuerdos personales y familiares, pasa revista a todos los perso-najes del momento, tales como el licenciado Octavio Medellín Ostos y los aconteci-mientos sobre el inicio de la campaña de Vasconcelos para alcanzar la presidencia de la república. Sus éxitos y sus fracasos, sus luchas y sus momentos cruciales. El relato no sólo describe a los personajes que participaron en la campaña, sino también a sus adversarios. Se duele de la solapada manipulación del ex presidente Calles:

El general Calles estaba a la sazón en Europa, curándose viejas dolencias; pero su presencia se hacía sentir intensamente en todas las formas de la vida del país. No volvería —presumía Abraham Arellano— sino hasta que se hubiese consumado el fraude electoral.

También recoge el relato de Magdaleno el apoyo de los pueblos durante la cam-paña itinerante de Vasconcelos y las acciones de las mujeres en su favor:

En el Frente Nacional Renovador y aparte María de los Ángeles Farías, una veterana carrancista, Inesita Malvaez, sumaba más y más contingentes a nuestro sector femenil […]

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Mujeres del pueblo cuyo coraje nos ganamos todavía no sé cómo y que esperaban la llegada de Vasconcelos a la capital como la del mismísimo mesías.

Pronto se agregaría a la campaña, relata Magdaleno, una fi gura femenina hoy muy conocida:

Antonieta Rivas Mercado había encabezado, hasta unos meses antes, las actividades de un grupo de intelectuales que introducían en México, a través de una selecta minoría de esnobs, a Proust, a Joyce, a Gide y a Cocteau. En un pequeño teatro representaban extrañas piezas freudianas que la prensa fi ltraba difícilmente. A fi nes de 1928, sin embargo, Antonieta rompió con todo diletantis-mo y respondió un poco azorada a nuestro llamado. Infl uyeron sobre ella Manuel Rodríguez Lozano, Julio Castellanos y Andrés Henestrosa. […] Antonieta resplandeció y nos declaró que se con-sagraba a la campaña vasconcelista con todas sus fuerzas. Desde aquel día su nombre sería una de las banderas del vasconcelismo.

Y pueden encontrarse párrafos enteros en que parece que estuviéramos leyendo los periódicos de ayer o de las últimas semanas:

Que la oligarquía a la que nos enfrentamos había llegado a un grado de desprestigio tan peligroso que en otras ocasiones no hubiese resistido la intensidad de la reclamación que la enjuició, parecen confi rmarlo los sangrientos encrespamientos que la com-batieron y agrietaron y el hecho de que la oposición congregara una tan cuantiosa porción de voluntades como no se había visto desde la época en que Madero desafi ó a la dictadura del general Díaz. Una consulta sobre el ánimo que imperaba en 1929 sería harto concluyente. La opinión pública estuvo vehementemente con Vasconcelos.

Al rememorar la presencia de Vasconcelos en el Bajío expo-ne la pasión sectaria del movimiento cristero, sus desplantes y sus amenazas. Su propia autodefensa frente a sus agresores:

—Nuestra campaña es laica y nada tenemos que ver con los cris-teros ni con nadie que postule ideas extraelectorales. Únanse en torno de Vasconcelos y una vez que sea Presidente dejarán de contar estas absurdas y anacrónicas querellas de dominio reli-gioso.

En el capítulo sobre “La rebelión de los militares” Magda-leno también relata cómo los comerciantes que eran partida-rios de Vasconcelos llegaron a expresarles sus ánimos quebran-tados por las represalias que ejercía el gobierno en su contra, por apoyar la campaña vanconcelista:

—Los del gobierno […] tienen la fuerza y no los derrotaremos con discursos. No hay día en que con este o aquel pretexto no nos levanten las más inicuas infracciones. […] El pueblo está con Vas-concelos, ¿y qué ganamos? Después de todo, los que la pagamos somos nosotros.

El relato incluye no sólo los momentos de crisis política más candentes, sino también las esperanzas del pueblo en el candi-dato, como lo refl ejan estas cuartetas del corrido:

Pues don José Vasconcelosimplica Revoluciónpero nunca bandidajeni descaro ni traición.

Ya lo hemos visto hace tiempodándole al pueblo instrucción

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y ahora lo vemos de nuevoy es la única salvación…

Cita Magdaleno otras cuartetas que la gente cantaba aco-modándose a la música de La Valentina:

Vasconcelos, Vasconcelos,ya es la hora de luchar,pues la patria esta en peligroy tú la vas a salvar

O con la música de La Adelita:

Con Vasconcelos en la Presidencia,muchos milagros se van a realizar,los políticos sin hueso se quedany es el pueblo el que ya va a mandar.

El relato va recorriendo la historia en todos sus detalles, entrelazando la confesión de los sentimientos del propio au-tor frente a los hechos que él vivió en una juventud plena de ideales:

El vasconcelismo apareció, en 1928, como una pura actitud popu-lar. Por primera vez desde 1910 se echaron a la calle gentes que no aspiraban a ninguna forma de medro político y que carecían, inclusive, de posibilidades para fi gurar, caso de triunfar, en los cuadros dirigentes del gobierno. […] De haber llegado a la Presi-dencia, Vasconcelos habría tenido que gobernar sin vasconcelistas —simple y naturalmente porque los que sí la encarnábamos éra-mos o pueblo informe o muchachos de diecisiete a veinticinco años.

En el capítulo sobre “Vasconcelos en la capital” Magdaleno narra cómo se desbordó el entusiasmo del pueblo que llenó las calles, en una recepción apoteótica, al extremo de que “los veteranos de 1910 aceptaban sin ambajes que había supera-do a la famosísima de Madero”. Pero también los contratiempos, las actitudes imposicionistas del gobierno provisional de Emilio Portes Gil, e incluso el cómo cundía una vaga amenaza de escisión entre las propias fi las: “No todos los vasconcelistas acataban la autoridad del comité orientador.”

También cuenta cómo había opinio-nes encontradas sobre la actitud de Calles. Algunos pensaban como Salva-dor Ordóñez Ochoa, que si Calles y Vasconcelos se sentaran a dialogar, se-guramente se entenderían. Pero otros, como Abraham Arellano, pensaban lo contrario:

–Pensar que entre Calles y Vasconcelos puede haber algún entendimiento, es como pensar que en el Golfo de México se levanten, cuando queramos, las mejo-res cosechas de zanahorias. Calles lo

único que quiere es seguir mangoneando a través de un pelele y nos tiene declarada guerra a muerte.

Al relato de la campaña le sigue el de la derrota frente al candidato Pascual Ortiz Rubio, apoyado por el ex presidente Plutarco Elías Calles, la decepción y el exilio de Vasconcelos.

Tras enfatizar su triunfo “en una elección presidencial casi unánime”, Vasconcelos anunciaba que cruzaría la frontera tal como lo hizo Madero diecinueve años antes, a fi n de dejar a los suyos en libertad para hacer respetar la voluntad popular. Ase-guraba, en su calidad de presidente electo, que la única autori-dad legítima, dimanada de los comicios del 17 de noviembre, residía en su persona, y desconocía a todos los poderes de la república, así federales como de los estados y municipios.

Esas palabras signifi caban que Vasconcelos estaba esperan-do que surgieran los grupos armados que iniciarían una nueva revolución.

El presidente electo —afi rmaba— se dirige al extranjero; pero volverá al país a hacerse cargo directo del mando tan pronto como haya un grupo de hombres libres armados que estén en condiciones de hacerse respetar.

Finalmente, Magdaleno narra cómo, en lugar de la revolu-ción esperada, el gobierno persiguió a los vasconcelistas que se convirtieron en los mártires del movimiento al ser asesinados en Topilejo, y reproduce las palabras de resignación de Vascon-celos: “Yo me alegro de que me hayan robado la presidencia […] que gané por votos, porque ya me tendrían hastiado mis yerros.” Sin embargo, Magdaleno llora aquellos días “que no volverán nunca.”

Y uno se pregunta : ¿realmente no han vuelto?Al volumen lo complementa una colección de viñetas de

Alberto Beltrán y una de fotografías que van desde la masca-rilla del general Alvaro Obregón hasta los cadáveres de Topilejo. G

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