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DIARIO DE SOMBRAS 2009-2010

IES SIERRA DE LA GRANA DÍA DE L LIBRO

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PRÓLOGO

Somos un grupo de recopiladores que nos hemos encargado de buscar, recoger, redactar y diseñar historias y leyendas de terror de nuestra localidad. Tan grande fue nuestra sorpresa al encontrar tantas historias terroríficas en distintas partes del pueblo, como el cementerio, el calvario, y demás lugares...que a toda prisa nos pusimos manos a la obra.

Todas son historias reales ocurridas a vecinos de la localidad, por lo que... recomendamos que tengáis cuidado con los lugares señalados con anterioridad.

Igualmente hemos elegido algunas historias de grandes literatos como Edgard Alan Poe. Creemos que si te gusta ver películas de miedo puedes disfrutar aún más de una buena lectura… No pienses que leer es aburrido… Aquí lo comprobarás.

Agradecimientos:

Felipe Cámara Garrido Juan Manuel Aguilar Illana María Alcántara Fernández

Realizado por Juan García Tello, José Antonio Gutiérrez Garrido y José Miguel Jiménez Escribano

DIARIO DE SOMBRAS 2009-2010

IES SIERRA DE LA GRANA DÍA DE L LIBRO

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LOS PASILLOS DEL INSITUTO

Esta es una historia de nuestra tierra contada de generación en generación.

Cuatro chavales decidieron hacer pellas, pasar de la asignatura de Lengua y dar una vuelta por

los sótanos del instituto. Entraron por la biblioteca que estaba destrozada y que pegaba ya al Aula

de Música. Empezamos a ver que había una gran oscuridad y que era como un laberinto, al

menos sin luz; decidieron que José Miguel que era el mayor y el que mejor orientación tenía

fuera el primero en ir. Juan iba el segundo porque no se fiaba ya que José Miguel era un bromista

y podía hacer la gracia de salir corriendo y dejar a todos solos.

Bueno, vamos ya a la historia…

Empezaron a andar despacio donde no había luz y más rápido donde la había ya que

sabían que había profesores pues conocían a algunos y además se oía charlar. Pero la verdad es

que no habían visto a nadie. Bueno, llegaron al pasillo de la biblioteca que se veía por el gran

pasillo del instituto y asustaron a unos chicos que pasaban por ahí. Siguieron hacia delante y

llegaron a los departamentos donde encontraron carpetas antiguas; antes habían visto la sala de

mantenimiento donde habían bromeado con que había un ahorcado.

Al volver por ese cuarto José Miguel echó a correr, Juan lo estaba alcanzando y un brazo

le agarró. Todos los de atrás y Juan gritaron y José Miguel se volvió... Vieron a un hombre con

un mono naranja que les y dijo que esperaran ahí, que quería contarles algo. Dijo que cuando el

instituto se inauguró por los años sesenta él y unos amigos se fueron por los sótanos y un amigo

suyo se cayó por un agujero y nunca lo encontraron y él estaba allí porque decía que se le oía y

que lo estaba buscando.

Todos los chicos se fueron a toda prisa de allí, preguntaron por el hombre y nadie lo

conocía y no había nadie trabajando allí que tuviera un traje naranja ni con esa descripción.

Entraron otras veces pero no lo vieron más.

Recopilación a cargo de: Juan García Tello y José Miguel Jiménez Escribano

Jamilena, 21 de Abril de 2010

DIARIO DE SOMBRAS 2009-2010

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LA CASA MALDITA

Aquí se relata la terrorífica historia que sufrió un amigo jamilenense llamado Juan.

El chico y su madre estaban de camino a la escuela de la villa, cuando… él sint ió golpes en la

puerta de una casa por donde pasaba y luego vio que esta se abría sola, pero él no le dio la menor

importancia y siguió su camino.

Cuando volvió de la escuela engañó a la madre diciéndole que iba a la casa de un amigo,

pero en realidad era un juego en el que se arriesgaba a perder. Fue a esa casa y perdió.

Al entrar a la casa, la puerta se cerró dejándolo encerrado, muy angustiado y preocupado

siguió investigando, sintió ruidos en la cocina y escuchó gritos que venían de un cuarto; fue con

mucho miedo,…pero no había nada. Entonces sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo,

salió de la habitación y vio que salía una luz de la otra, entró y… vio que una sombra se movía

por todos lados.

Después de eso nunca más supimos sobre él. Sólo se sabe que es un alma en pena buscando quien

lo mató.

¡Antes de entrar ahí lo pensaría dos veces!

Recopilación a cargo de: Juan García Tello y José Miguel Jiménez Escribano Jamilena, 21 de Abril de 2010

DIARIO DE SOMBRAS 2009-2010

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Cementerio de Jamilena 1995

Es muy poco lo que les podemos contar, pero aquí va lo que recordamos de la historia.

Un grupo de 4 personas, el tío y 3 sobrinos, decidieron ir al cementerio a cazar golondrinas a las

6 de la tarde en pleno invierno y empezó a oscurecer. El tío tratando de asustar a los sobrinos

empezó con la típica historia de la viuda negra…(aquella que se aparece en las calles de

madrugada ante los hombres que mueren al verla con terribles convulsiones...)

Los sobrinos asustadísimos y el tío riéndose, estaban a punto de llegar a las rejas de la

entrada principal, cuando se dieron con la sorpresa de que el cementerio ya estaba cerrado (es un

cementerio popular en la comarca, por pertenecer a un pueblo tan pequeño y que hayan ocurrido

tantas historias en él….)

Decepcionados, los 4 se dispusieron a regresar a la casa. Los 3 niños quedaron conformes

con el paseo y las historias, en eso el tío vio llegar a una anciana de aspecto descuidado, cabellos

blancos y largos con el rostro cubierto por una capucha igual de descuidada, además de dos niños

(uno en cada mano) a los cuales pudo ver directo a la cara y estos estaban llorando. El señor se

dirigió a aquella anciana diciéndole ” Sra. el cementerio se encuentra cerrado ”. La anciana no

hizo caso y siguió caminando dejando un apestoso olor a azufre… preocupado el hombre anduvo

unos metros más allá para ver que había hecho la Sra. con los 2 niños y los vio a los tres dentro

del cementerio. Se preguntó como hicieron para entrar y cuando entró en razón se dio cuenta que

los tres se dirigían a los monumentos de la viuda y los llorones. El varón se dio cuenta de que la

muerte le había pasado por el lado y sin pronunciar una palabra se llevó a sus tres sobrinos lo más

rápido que pudo a su casa…

Una vez allí los acostó, por la noche escuchó una fuerte llamada en la puerta de su casa y

preocupado por la hora que era, abrió pero no había nadie. Solamente pudo reconocer el apestoso

olor a azufre de la anciana del cementerio.

Ese olor tan solo era una señal para indicar que algo fatídico le sucedería al hombre o a sus

familiares.

Al día siguiente acudió de nuevo al cementerio y volvió a ver a la anciana con tres llorones en

vez de dos. Al llegar a casa el hombre vio que uno de sus sobrinos ya no estaba.

Recopilación a cargo de: Juan García Tello y José Miguel Jiménez Escribano Jamilena, 21 de Abril de2010

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La niña de la Biblioteca

Se cuenta que en una biblioteca de Jamilena, todos los días una niña, llamada María subía a la

biblioteca y que el encargado le decía:

- Vamos a cerrar, no te va a dar tiempo

A lo que ella le contestaba:

- Sólo voy a echar una ojeada

Y el encargado accedía una y otra vez, pero la niña nunca bajaba. El encargado cansado de

aquella broma, comprobó su carnet de biblioteca y al día siguiente como de costumbre la niña fue

a la biblioteca.

- ¿Me dejas subir un momento?

- Sí pero espera un poco, ¿Te puedo preguntar unas cosas?

- Sí, dime

- María, ¿es verdad que tus padres tuvieron un accidente?

- Sí

- Y ¿es verdad que murieron?

- Sí

- Y ¿tú ibas con ellos en el coche?

- Sí

- Entonces, María... ¿Tú estas muerta?

- SIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII

Recopilación a cargo de: José Antonio Gutiérrez Garrido

Jamilena, 21 de Abril de 2010

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Gota a gota Todo comenzó a mediados de los años 60 en las afueras de Jaén en un pueblo llamado

Jamilena. Este pueblo como tantos otros de la franja mediterránea se dedicaba

principalmente a la agricultura y más en especial a las liliáceas. Eera un pueblo pequeño en

el que como máximo habría unos mil habitantes y todos ellos se concentraban en las pocas

calles que rodeaban a la plaza del pueblo, todos salvo la familia González que residían en

las afueras del pueblo en una gran mansión que antiguamente pertenecía a los Duques de

Flores. Era una casa preciosa, de altos techos e innumerables salones y habitaciones, todos

ellos decorados con gran gusto.

La mansión también constaba de unos espaciosos jardines en los que era fácil perderse y

todo ello rodeado por un muro por el que sólo se podía acceder mediante una gigantesca

puerta de acero forjado.

Allí vivía la familia González cuyo cabeza de familia era Joaquín González y se dedicaba

por entero a sus negocios empresariales, su esposa era la Sra. Patricia González una

distinguida dama de la aristocracia valenciana que además de ser una preciosidad era la

madre de cuatro lindas criaturas. Los pequeños de la casa iban desde los cuatro meses que

tenía José hasta los cinco años que tenia la mayor Nancy, que era igual de bonita que su

madre. Era lo que podríamos resumir como una familia feliz.

La familia González tenía un servicio que estaba compuesto de una niñera, dos cocineras y

otras dos mujeres que se dedicaban a la limpieza de la casa y a las faenas del hogar, sin

contar a los hombres que se encargaban del cuidado del jardín y de los pequeños arreglos

que pudiese necesitar la casa por el paso del tiempo.

Mantenían una relación muy cordial con sus vecinos del pueblo pues en las fiestas siempre

hacían una fuerte aportación de dinero que engrandecía los festejos.

En apariencia todo funcionaba de maravilla. Dentro de pocos días llegarían las fiestas de

Navidad y la familia estaba realizando todos los preparativos para que fuesen unas

Navidades inolvidables.

Pasaron los días y por fin llegó la Navidad; toda la casa se llenó de colorido y en el jardín

adornaron el abeto que tenían con guirnaldas y bolas de colores, los niños estaban

encantados, todo eran risas y diversión y muy pronto llegarían los Reyes Magos cargados

de regalos para ellos.

Llegó el día de Noche Vieja y los señores González se preparaban para asistir a una fiesta

que daban en el pueblo, en la que iría a tocar una orquesta y habría baile hasta bien entrada

la noche. Esa noche todo el servicio tenía fiesta menos la niñera ya que ella se tenía que

quedar a cargo de los pequeños.

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Una vez los señores González se hubieron marchado la joven niñera se dispuso a dar de

cenar a los críos y acostarlos. Los más pequeños no tardaron mucho en dormirse pero la

preciosa Nancy y su hermana Sandra le pidieron a la joven que les contara un cuento para

poder dormir, esta les contó un par de historias de su invención en las que aparecían

príncipes y princesas y las niñas no tardaron en caer rendidas en brazos de Morfeo.

La muchacha ya algo agotada las arropó y con mucho sigilo salió de la habitación cerrando

tras de sí la puerta.

Eran prácticamente las diez de la noche y se decidió a ir a comer algo a la cocina, la gran

mansión se encontraba en un silencio sepulcral, tanto que a veces le recorría un pequeño

escalofrío por el cuerpo.

Después de prepararse una ensalada y un pequeño bocadillo de jamón y queso se dirigió al

comedor donde escucharía un poco de música mientras intentaba leer un poco.

Pasaron las horas y la chica se quedó dormida en el sofá. Sobresaltada se despertó,

pues estaba sonando de forma incesante el teléfono, -ring, ring...- no paraba de sonar.

En ese momento ella no sabía exactamente donde se encontraba tardó unos segundos

en darse cuenta que estaba en la mansión de los González.

Se levantó rápidamente del sofá y cogió el teléfono que se encontraba sobre una mesilla

cerca de la lámpara. Descolgó el auricular pero al otro lado de la línea no se escuchaba a

nadie; ella preguntó varias veces "buenas noches casa de los González ¿hay alguien ahí?",

pero nadie contestó... transcurrido un tiempo colgó el teléfono y se quedó mirándolo

durante unos instantes, luego sin darle más importancia se fue a recoger los platos y el vaso

que había dejado junto al sofá para llevarlos a la cocina, una vez allí los metió en la pila y

se disponía a limpiarlos, cuando volvió a escuchar el timbre del teléfono -ring, ring...- de

nuevo salió corriendo hacia el comedor y sofocada cogió el teléfono. Tampoco esta vez se

escuchó nada al otro lado, la muchacha algo preocupada preguntaba incesantemente -¿diga,

diga?- pero nadie contestaba. Finalmente se volvió a cortar la comunicación.

Sari, que así se llamaba la niñera, pensó que sería un fallo de la central telefónica pues no

era raro que durante esas fechas hubiese cortes telefónicos debidos al mal tiempo. No había

dado dos pasos cuando de nuevo sonó el teléfono, rápidamente lo volvió a coger y de nuevo

preguntó si había alguien... al otro lado de la línea pero nadie contestó, aunque esta vez

escuchó algo que las otras veces no había oído, se escuchaba con claridad, tal vez con

demasiada claridad, sonaba como un goteo - cloc, cloc ...- Sari volvió a preguntar - ¿buenas

noches, hay alguien?- pero nadie contestó. La muchacha comenzaba a estar algo

preocupada y decidió llamar a la policía del pueblo para comunicarles lo sucedido,

descolgó de nuevo el teléfono y cuando se acercó el auricular a la oreja volvió a escuchar -

cloc, cloc ...-. Atónita soltó el teléfono y retrocedió unos pasos... no entendía qué estaba

ocurriendo. Con miedo cogió el auricular y lo colgó se dirigió al salón principal donde

había otro teléfono e intentó volver a llamar desde él pero antes de que ella lo descolgase,

este sonó con un timbre que ya estaba comenzando a desquiciarla -ring, ring...- Esta vez

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tardó más en coger el teléfono pues lo que podría sonar al otro lado la intranquilizaba;

finalmente lo descolgó y se lo acercó poco a poco a la oreja como sabiendo ya de antemano

lo que iba a escuchar - cloc, cloc ...- es lo que oyó. Aterrada tiró el auricular al suelo con

rabia y le gritó de forma histérica al teléfono -¿quién es?, ¿qué es lo que quiere?- pero el

teléfono solo contestaba - cloc, cloc ...- De nuevo lo volvió a colgar entre sollozos, pero una

vez colgado éste volvió a sonar, la muchacha aterrada ya no se atrevió a descolgarlo y

decidió coger a los niños e irse con ellos al pueblo en busca de sus padres y la policía, subió

corriendo la escalera que llevaba al cuarto de los más pequeños mientras por toda la casa

resonaba -ring, ring...-.

Abrió la habitación de los niños pero ellos no estaban en allí, sin apenas podérselo creer

abrió la habitación contigua en donde dormían Nancy y Sandra y ellas tampoco se

encontraban en la habitación. El pánico se apoderó de ella y comenzó a gritar enloquecida

pidiendo que parase el incesante timbre del teléfono, pero éste no cesaba -ring, ring...-.

cogió el teléfono que se encontraba en el pasillo y antes de dejarlo descolgado para dejar de

oír su timbre volvió a escuchar el sonido de las gotas que caían - cloc, cloc ...-.

Comenzó a correr por toda la casa buscando a los niños, recorriendo cada una de las

estancias mientras en su cabeza no paraba es escucharse un tétrico y a la vez incesante

goteo - cloc, cloc ...-. Una por una recorrió todas las habitaciones sin éxito, los niños no

aparecían por ninguna parte, sólo le quedaba mirar en el ala oeste del caserón destinado al

personal que trabajaba en la casa, cogió una llave maestra para entrar en los aposentos

privados de los trabajadores pero en ellos no encontró nada, entró en el baño del servicio

empujando bruscamente la puerta, allí estaban.

Sus ojos desorbitados no podían creerse la escena que tenían delante.

Atónita contempló cómo las cuatro criaturas estaban dentro de la bañera vacía, apilados

unos sobre otros, habían sido degollados y metidos allí. La cabeza de la pequeña Nancy

sobresalía de la bañera y de su cuello emanaba un hilo de sangre que recorría el borde de la

bañera y caía sobre el auricular del teléfono descolgado produciendo un incesante goteo -

cloc, cloc ...-

Nunca se encontró al culpable y tuvieron que pasar muchos años para que la gente que

pasaba cerca del caserón no sufriera un escalofrío al recordar los hechos.

Después de aquello la pobre Sari tuvo que tener ayuda psicológica hasta que a finales de los

años setenta terminó con su vida arrojándose desde un octavo piso. Dicen que por las

noches cuando dormía no dejaba de escuchar las gotas de sangre que caían sobre el

teléfono.

Desde entonces la casa esta deshabitada pues la familia González se mudó a la ciudad de

Jaén intentando olvidar lo ocurrido y nadie quiso comprarla después de los hechos que en

ella acontecieron.

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Recopilación a cargo de: José Antonio Gutiérrez Garrido

Jamilena, 21 de Abril de 2010

El corazón delator

[Cuento. Texto completo]

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Edgar Allan Poe

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman

ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo.

Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta

cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez

concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me

interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo

celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a

poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si

hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con

qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana

antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza,

levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz,

y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una

hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su

cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí,

cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para

que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada

noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día,

entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz

cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras

dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero

de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche,

había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis

secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo

sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente

las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta,

y seguí empujando suavemente, suavemente.

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Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre

metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había

hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o

pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía,

surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo

conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo

de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es

más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse

ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella

sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia

de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví

abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un

fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda

claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía

ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz

de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los

sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría

hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del

viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo.

Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más

fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a

medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me

llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí

inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La

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hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la

habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado

todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no

me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto.

Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo

estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas

precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo

con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar

los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la

menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era

demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a

medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle.

Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche,

un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran

el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había

lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente,

acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa

se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres

caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo,

colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba

perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con

animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y

charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en

voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez

más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso...,

un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el

aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia,

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pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y

con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero

el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia...

maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y

entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran?

¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía!

¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas

hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más

fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí...

ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN

El demonio de la perversidad

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[Cuento. Texto completo]

Edgar Allan Poe

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana

los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un

sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también

habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por

alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por

falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha

ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia

tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos

entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí

misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas

humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran

medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más

que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a

dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de

Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En

materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era

bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el

hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para

alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras

que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere

que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la

amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la

constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia,

un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los

principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su

totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores,

deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y

tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto

que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que

siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios

pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles,

¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras?

Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en

sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato

y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta

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de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin

motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible,

o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la

proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no

deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho,

no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser

absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la

equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza

irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el

mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un

impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros

actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una

modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una

mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la

frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra

todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es

excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser

excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la

combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no

sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería

que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las

preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más

incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no

lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con

circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de

agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso

lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera

de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa

cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El

impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia

incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas

las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la

demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,

energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la

tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe,

tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No

hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin

comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente

por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega

también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este

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anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al

alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido

con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos,

la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por

nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había

atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos

ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo.

Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos.

En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de

sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como

el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube

nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que

cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque

temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su

horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz

caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple

razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y

abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a

nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque

nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más

ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del

que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante

cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no

hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos

hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito

esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del

espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no

deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos

en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no

supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo

explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil

apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no

hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me

hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las

innumerables víctimas del demonio de la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación.

Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque

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su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas

memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a

madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de

inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama.

Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros

con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales

sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi

fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del

coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi

cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal.

No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme

sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que

nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período

muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer

más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le

sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi

imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva.

Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o

más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases

triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o

el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando

en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar,

casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva

forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar

abiertamente.»

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón.

Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he

explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con

éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para

confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera

sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé

vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un

deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi

pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar,

en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las

calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la

consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho,

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pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me

volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del

ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me

golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de

mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa,

como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me

entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra

desmayado.

Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre!

Pero, ¿dónde?

FIN

Traducción de Julio Cortázar

El entierro prematuro [Cuento. Texto completo]

Edgar Allan Poe

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una

obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o

desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los

santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor

agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de

Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento

veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante

es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente

abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que

registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es

lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del

largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos

individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos

desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular,

no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía

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los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás

haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con

mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la

vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría

decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en

las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo,

ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas

temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún

misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las

ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente

roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la

inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que

los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente

entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la

experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número

de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien

probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan

aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina

ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La

esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del

Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el

ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió.

Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba

verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El

rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual

palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones.

Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez

pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era

descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres

años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué

terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar

los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el

esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de

ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde

una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una

lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede,

no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la

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escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al

parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro.

Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer,

la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y

así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en

circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más

extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine

Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos

pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de

París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al

parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a

rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de

cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su

mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al

menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron.

Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal.

Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó

de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico

propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la

tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se

detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva.

Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la

despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte.

Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos

reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella

revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente

recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para

ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su

resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a

Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la

dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer

encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la

reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo

período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino

legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún

editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números

un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado

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por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó

inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro

inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron

otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave

y por fin se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus

funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio,

como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran

revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la

tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando

abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero

su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su

natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la

tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al

descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero

aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado

parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró

vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a

algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.

Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más

de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la

tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco

de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El

tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un

profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación.

Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un

restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos

médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos

estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien

conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la

vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en

1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de

conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea

acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos.

Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un

examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante

estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia,

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en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de

ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro

el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y

depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e

incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos

experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido,

salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta

acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la

disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría

propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una

tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un

movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro

de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que

dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después

de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del

caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba

vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente

recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les

ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de

imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó

el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que

de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el

instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado

en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al

reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de

peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos

hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando

reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la

posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de

lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un

cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la

más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el

destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo

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de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable

opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja

que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta,

el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano

vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con

el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro

destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable

es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún

palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más

audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar

nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos

sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la

temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra

creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento

real, mi experiencia efectiva y personal..

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido

llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas

inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad

siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las

variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un

solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está

inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben

débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de

las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y

vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso

meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no

logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que

concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro

sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente

sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por

fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son

inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el

anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El

desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta,

sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos

médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de

semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o

realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la

presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me

devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido,

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fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente,

me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la

nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba,

sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino

del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga

y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí

la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía

buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una

peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme,

nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía

siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las

facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta

suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia

moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de

epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro

se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me

obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva;

durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la

tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las

trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia,

me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando

que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía

en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el

cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral

idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para

mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más

duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente

y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había

despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que

me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría

mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz

farfullante decía de nuevo:

-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?

-¿Y tú - pregunté- quién eres?

-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un

hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que

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tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la

noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No

me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo

que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre

las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las

tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la

descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos

amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente

dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en

absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las

profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de

los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos

habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron

sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?

Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca,

las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia,

mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios

mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia

incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un

horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún

ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la

presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno

de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del

cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo

de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a

temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un

ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano

trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los

juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la

descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis

terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo.

Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la

cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil

presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se

abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de

aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd

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preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y

dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo

resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para

que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya

soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del

cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni

siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más

extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré

emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida

de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris

del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor.

Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un

largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una

sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período

aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se

despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida

en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un

párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido,

que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer

esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito

parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en

cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un

sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si

fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y

siempre presente abruma mi espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y

por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que

desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La

desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación

me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté.

Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación

crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis

facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta

falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero

ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una

montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.

El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban

atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y

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algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover

ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con

las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi

cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin

dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como

un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos

para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré.

Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible

reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que

había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y

peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta.

Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y

cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común,

cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba

común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi

alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje

y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.

-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..

-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.

-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna

consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto

cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había

bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba

la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa

anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible.

Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de

las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta

toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho

pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó

muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues

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no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi

postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he

mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante

largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes

de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga

procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con

el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel

momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente

espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu

una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios

duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos

médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni

grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco

tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella

noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se

desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia

que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de

nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no

es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los

terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los

demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o

nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.

El gato negro [Cuento. Texto completo]

Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo

a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.

Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y

quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,

simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las

consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me

han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros

resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya

inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más

lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que

temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

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Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que

abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para

mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían

tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía

más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter

creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales

fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel

y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la

retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que

llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y

la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al

observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme

los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso

perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de

una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era

no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos

los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera

seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada.

Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho

impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo)

mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.

Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia

los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y

terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron

igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles

daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para

abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro

cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi

enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y

finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a

sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis

correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,

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pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se

apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi

alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por

la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un

cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,

deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo

tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores

de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el

crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al

alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos

de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo

presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de

costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me

quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la

evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese

sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e

irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a

este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la

perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las

facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del

hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que

cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No

hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen

sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo?

Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el

insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia

naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a

consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a

sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo

ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me

apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba

seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al

hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla

-si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más

misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:

"¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.

Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo.

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Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que

resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre

y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar

ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas.

Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique

divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba

antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,

cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido

frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran

atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi

curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un

bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez

verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado

por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había

ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la

multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar

al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme

en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi

crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y

el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el

extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante

muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi

espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al

punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente

frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,

reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que

constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado

mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha

negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande,

tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el

menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque

indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra

mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal

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que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero

me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de

él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció

dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para

inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se

convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente

lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su

marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de

disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el

animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban

maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de

cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con

inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una

emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de

haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue

precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto

grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y

la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía

mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que

me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus

odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme

caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi

pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía

paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo

ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería

imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en

esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el

espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas

quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la

atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la

única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará

que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida;

pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo

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tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de

rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello

odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de

atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del

patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la

muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una

bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de

producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!

¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella

criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más

horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible

peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado

eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de

bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos,

los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta

convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi

pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los

repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa

donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la

empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta

la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta

entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado

instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su

trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me

zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a

mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la

tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como

de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos

cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los

pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si

no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara

de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa.

Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver

en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus

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víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y

estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no

había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa

chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.

Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y

tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo

sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una

palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo

mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma

original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se

distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la

tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de

haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en

torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al

final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí,

su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la

violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara

mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la

ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así,

por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí,

pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré

como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no

volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra

acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no

me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,

naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió

a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable,

no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su

examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,

bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía

tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al

otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de

aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a

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marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en

deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar

doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber

disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de

paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir

alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una

casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?...

tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que

llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de

la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el

eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido,

sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció

rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como

inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo,

como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su

agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui

tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la

escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron

la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre

coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja

boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya

astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.

¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Traducción de Julio Cortázar

El poder de las palabras [Cuento. Texto completo]

Edgar Allan Poe

Oinos.-Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas de

la inmortalidad.

Agathos.-Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el

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conocimiento es cosa de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles

que te sea concedida.

Oinos. -Pero yo imaginé que en esta existencia todo me sería dado a conocer al mismo

tiempo, y que alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.

Agathos.-¡Ah, la felicidad no está en el conocimiento, sino en su adquisición! La beatitud

eterna consiste en saber más y más; pero saberlo todo sería la maldición de un demonio.

Oinos.-El Altísimo, ¿no lo sabe todo?

Agathos.-Eso (puesto que es el Muy Bienaventurado) debe ser aún la única cosa

desconocida hasta para Él.

Oinos. -Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán por

fin a ser conocidas todas las cosas?

Agathos.-¡Contempla las distancias abismales! Trata de hacer llegar tu mirada a la

múltiple perspectiva de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá,

siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas paredes

de oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos resplandecientes

cuerpos que el mero número parece amalgamar en una unidad?

Oinos.-Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.

Agathos.-No hay sueños en el Aidenn[7], pero se susurra aquí que la única finalidad de

esta infinitud de materia es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda

calmar la sed de saber que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el

alma misma. Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a

nuestra izquierda la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las

estrelladas praderas allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y trinitarias,

hallaremos macizos de soles triples y tricolores.

Oinos.-Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos

familiares de la tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o

los procedimientos de aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a

llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?

Agathos. -Quiero decir que la Deidad no crea.

Oinos.-¡Explícate!

Agathos.-Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo

surgen ahora perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el

resultado mediato o indirecto, no como el resultado directo o inmediato del poder creador

divino.

Oinos. -Entre los hombres, Agathos mío, esta idea sería considerada altamente herética.

Agathos. -Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.

Oinos.-Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que

denominamos Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a

aquello que tiene todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción

final de la tierra recuerdo que se habían efectuado afortunados experimentos, que algunos

filósofos denominaron torpemente creación de animálculos.

Agathos.-Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única

especie de creación que hubo jamás desde que la primera palabra dio existencia a la

primera ley.

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Oinos.-Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de los

abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?

Agathos-Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que aludo.

Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos

resultados. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al

hacerlo hacíamos vibrar la atmósfera que las rodeaba. La vibración se extendía

indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y

para siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de

nuestro globo conocían bien este hecho. Sometieron a cálculos exactos los efectos

producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil determinar en

qué preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo, influyendo

(para siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron

dificultad en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo

condiciones determinadas. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de

cualquier impulso dado eran interminables, y que una parte de dichos resultados podía

medirse gracias al análisis algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía

dificultad, vieron al mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la capacidad de

un avance indefinido; que no existían límites concebibles a su avance y aplicabilidad,

salvo en el intelecto de aquel que lo hacía avanzar o lo aplicaba. Pero en este punto

nuestros matemáticos se detuvieron.

Oinos.-¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar?

Agathos. -Porque había, más allá, consideraciones del más profundo interés. De lo que

sabían era posible deducir que un ser de una inteligencia infinita, para quien la perfección

del análisis algebraico no guardara secretos, podría seguir sin dificultad cada impulso

dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus remotas consecuencias en las épocas más

infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de estos impulsos

dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese ser de

infinita inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones del

impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las partículas de

toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas

antiguas; o, en otras palabras, en sus nuevas creaciones... hasta que lo encontrara,

regresando como un reflejo, después de haber chocado -pero esta vez sin influir- en el

trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier

época, dado un cierto resultado (supongamos que se ofreciera a su análisis uno de esos

innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica,

a qué impulso original se debía. Este poder de retrogradación en su plenitud y perfección

absolutas, esta facultad de relacionar en cualquier época, cualquier efecto a cualquier

causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y

múltiples grados, inferiores a la perfección absoluta, ese mismo poder es ejercido por

todas las huestes de las inteligencias angélicas.

Oinos.-Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.

Agathos.-Al hablar del aire me refería meramente a la tierra, pero mi afirmación general

se refiere a los impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo el

espacio, es así el gran medio de la creación.

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Oinos.-Entonces, ¿todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?

Agathos.-Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho que la

fuente de todo movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...

Oinos. -Dios.

Agathos.-Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció

hace poco, de impulsos sobre la atmósfera de esa tierra.

Oinos. -Sí.

Agathos.-Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el

poder físico de las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?

Oinos. -¿Pero por qué lloras, Agathos... y por qué, por qué tus alas se pliegan mientras

nos cernimos sobre esa hermosa estrella, la más verde y, sin embargo, la más terrible que

hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas...

pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento corazón.

Agathos.-¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las

manos y arrasados los ojos, a los pies de mi amada, la hice nacer con mis frases

apasionadas. ¡Sus brillantes flores son mis más queridos sueños no realizados, y sus

furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!

FIN

Traducción de Julio Cortázar

La máscara de la muerte roja [Cuento. Texto completo]

Edgar Allan Poe

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había

sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de

la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros

sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la

víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la

invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron

semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con

ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y

magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto

del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran

de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y

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soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los

súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente

aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio.

Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse.

El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones,

improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad

estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más

terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de

la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los

salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría

de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las

dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la

totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del

amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal

irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta

metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e

izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor

cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya

coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por

ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules

eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y

aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales.

La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la

sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras

de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una

alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas

no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de

los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no

estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y

opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero

cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente

cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como

fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los

cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un

efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes

penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este

aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su

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péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero

había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del

mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis

eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir

momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban

por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el

desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que

los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la

frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los

ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre

sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que

el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo

de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la

hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos

se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los

caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones

brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus

cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la

seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte

de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la

elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y

lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes,

veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete

cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se

contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y

haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo

queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos

en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y

una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música,

viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los

rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura,

pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre;

aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la

sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que

los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de

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la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a

oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya

he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se

produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce

campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número

las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y

quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se

hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para

advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la

atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva

presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente,

espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de

describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante

conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en

cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe

toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin

emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son

igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los

concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del

desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta

de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de

tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se

habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética

concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se

había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada

de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror

escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con

un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los

bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de

disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se

atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo,

para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el

aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el

príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su

mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul.

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Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso,

quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno

y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había

producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin

impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia

retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando

ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había

distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a

la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera

decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la

vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis

aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en

mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que

seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se

volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal

caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba

muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se

lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura

permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con

inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta

rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón

en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de

sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de

ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes

expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

Sombra [Parábola. Texto completo]

Edgar Allan Poe

Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.

(Salmo de David, XXIII)

Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado

hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se

sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este

escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas

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unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí

grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los

cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y

a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste.

Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra;

y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación

de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción

con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del

cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la

imaginación y en las meditaciones de la humanidad.

En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una

noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra

entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido

fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro.

En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas

estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser

excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas

materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de

ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres

nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las

facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los

muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se

hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra

orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e

inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual

nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en

las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a

nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas de

locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre.

Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y

amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no

participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos,

donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían

interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los

que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en

mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba

fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las

canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre

las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se

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apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los

sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra

como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta

no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de

temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre

la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no

era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni

un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del

entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y

la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven

Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra

avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que

bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final

yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su

nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las

catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el

impuro canal de Caronte.»

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando,

estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo

ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra,

penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados

de mil y mil amigos muertos.

FIN

Un cuento de las Montañas Escabrosas [Cuento. Texto completo]

Edgar Allan Poe

Durante el otoño del año 1827, mientras residía cerca de Charlottesville (Virginia),

trabé relación por casualidad con Mr. Augustus Bedloe. Este joven caballero era

notable en todo sentido y despertó en mí un interés y una curiosidad profundos. Me

resultaba imposible comprenderlo tanto en lo físico como en lo moral. De su familia

no pude obtener informes satisfactorios. Nunca averigüé de dónde venía. Aun en su

edad -si bien lo califico de joven caballero- había algo que me desconcertaba no

poco. Seguramente parecía joven, y se complacía en hablar de su juventud; mas

había momentos en que no me hubiera costado mucho atribuirle cien años de edad.

Pero nada más peculiar que su apariencia física. Era singularmente alto y delgado,

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muy encorvado. Tenía miembros excesivamente largos y descarnados, la frente

ancha y alta, la tez absolutamente exangüe, la boca grande y flexible, y los dientes

más desparejados, aunque sanos, que jamás he visto en una cabeza humana. La

expresión de su sonrisa, sin embargo, en modo alguno resultaba desagradable, como

podía suponerse; pero era absolutamente invariable. Tenía una profunda

melancolía, una tristeza uniforme, constante. Sus ojos eran de tamaño anormal,

grandes y redondos, como los del gato. También las pupilas con cualquier aumento

o disminución de luz sufrían una contracción o una dilatación como la que se

observa en la especie felina. En momentos de excitación le brillaban los ojos hasta

un punto casi inconcebible; parecían emitir rayos luminosos, no de una luz

reflejada, sino intrínseca, como una bujía, como el sol; pero por lo general tenía un

aspecto tan apagado, tan velado y opaco, que evocaban los ojos de un cadáver largo

tiempo enterrado.

Estas características físicas parecían causarle mucha molestia y continuamente

aludía a ellas en un tono en parte explicativo, en parte de disculpa, que la primera

vez me impresionó penosamente. Pronto, sin embargo, me acostumbré a él y mi

incomodidad se desvaneció. Parecía proponerse más bien insinuar, sin afirmarlo de

modo directo, que su aspecto físico no había sido siempre el de ahora, que una larga

serie de ataques neurálgicos lo habían reducido de una belleza mayor de la común a

eso que ahora yo contemplaba. Hacía mucho tiempo que le atendía un médico

llamado Templeton, un viejo caballero de unos setenta años, a quien conociera en

Saratoga y cuyos cuidados le habían proporcionado, o por lo menos así lo pensaba,

gran alivio. El resultado fue que Bedloe, hombre rico, había hecho un arreglo con el

doctor Templeton, por el cual este último, mediante un generoso pago anual,

consintió en consagrar su tiempo y su experiencia médica al cuidado exclusivo del

enfermo.

El doctor Templeton había viajado mucho en sus tiempos juveniles, y en París se

convirtió, en gran medida, a las doctrinas de Mesmer. Por medio de curas

magnéticas había logrado aliviar los agudos dolores de su paciente, que, movido por

este éxito, sentía cierto grado natural de confianza en las opiniones en las cuales se

fundaba el tratamiento. El doctor, sin embargo, como todos los fanáticos, había

luchado encarnizadamente por convertir a su discípulo, y al fin consiguió inducirlo

a que se sometiera a numerosos experimentos. Con la frecuente repetición de éstos

logró un resultado que en los últimos tiempos se ha vulgarizado hasta el punto de

llamar poco o nada la atención, pero que en el período al cual me refiero era apenas

conocido en América. Quiero decir que entre el doctor Templeton y Bedloe se había

establecido poco a poco un rapport muy definido y muy intenso, una relación

magnética. No estoy en condiciones de asegurar, sin embargo, que este rapport se

extendiera más allá de los límites del simple poder de provocar sueño; pero el poder

en sí mismo había alcanzado gran intensidad. El primer intento de producir

somnolencia magnética fue un absoluto fracaso para el mesmerista. El quinto o el

sexto tuvo un éxito parcial, conseguido después de largo y continuado esfuerzo. Sólo

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en el duodécimo el triunfo fue completo. Después de éste la voluntad del paciente

sucumbió rápidamente a la del médico, de modo que, cuando los conocí, el sueño se

producía casi de inmediato por la simple voluntad del operador, aun cuando el

enfermo no estuviera enterado de su presencia. Sólo ahora, en el año 1845, cuando

se comprueban diariamente miles de milagros similares, me atrevo a referir esta

aparente imposibilidad como un hecho tan cierto como probado.

El temperamento de Bedloe era sensitivo, excitable y exaltado en el más alto grado.

Su imaginación se mostraba singularmente vigorosa y creadora, y sin duda sacaba

fuerzas adicionales del uso habitual de la morfina, que ingería en gran cantidad y

sin la cual le hubiera resultado imposible vivir. Era su costumbre tomar una dosis

muy grande todas las mañanas inmediatamente después del desayuno, o más bien

después de una taza de café cargado, pues no comía nada antes de mediodía, y luego

salía, solo o acompañado por un perro, en un largo paseo por la cadena de salvajes

y sombrías colinas que se alzan hacia el suroeste de Charlottesville y son honradas

con el título de Montañas Escabrosas.

Un día oscuro, caliente, neblinoso de fines de noviembre, durante el extraño

interregno de las estaciones que en Norteamérica se llama verano indio, Mr. Bedloe

partió, como de costumbre, hacia las colinas. Transcurrió el día, y no volvió.

A eso de las ocho de la noche, ya seriamente alarmados por su prolongada ausencia,

estábamos a punto de salir en su busca, cuando apareció de improviso, en un estado

no peor que el habitual, pero más exaltado que de costumbre. Su relato de la

expedición y de los acontecimientos que lo habían detenido fue en verdad singular.

«-Recordarán ustedes -dijo- que eran alrededor de las nueve de la mañana cuando

salí de Charlottesville. De inmediato dirigí mis pasos hacia las montañas y, a eso de

las diez, entré en una garganta completamente nueva para mí. Seguí los recodos de

este paso con gran interés. El paisaje que se veía por doquiera, aunque apenas digno

de ser llamado imponente, presentaba un indescriptible y para mí delicioso aspecto

de lúgubre desolación. La soledad parecía absolutamente virgen. No pude menos de

pensar que aquel verde césped y aquellas rocas grises nunca habían sido holladas

hasta entonces por pies humanos. Tan absoluto era su apartamiento y en realidad

tan inaccesible -salvo por una serie de accidentes- la entrada del barranco, que no es

nada imposible que yo haya sido el primer aventurero, el primerísimo y único

aventurero que penetró en sus reconditeces.

»La espesa y peculiar niebla o humo que caracteriza al verano indio y que ahora

flota, pesada, sobre todos los objetos, servía sin duda para ahondar la vaga

impresión que esos objetos creaban. Tan densa era esta agradable bruma, que en

ningún momento pude ver a más de doce yardas en el sendero que tenía delante.

Este sendero era sumamente sinuoso y, como no se podía ver el sol, pronto perdí

toda idea de la dirección en que andaba. Entre tanto la morfina obró su efecto

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acostumbrado: el de dotar a todo el mundo exterior de intenso interés. En el

temblor de una hoja, en el matiz de una brizna de hierba, en la forma de un trébol,

en el zumbido de una abeja, en el brillo de una gota de rocío, en el soplo del viento,

en los suaves olores que salían del bosque había todo un universo de sugestión, una

alegre y abigarrada serie de ideas fragmentarias desordenadas.

»Absorto, caminé durante varias horas, durante las cuales la niebla se espesó a mi

alrededor hasta tal punto que al fin me vi obligado a buscar a tientas el camino. Y

entonces una indescriptible inquietud se adueñó de mí, una especie de vacilación

nerviosa, de temblor. Temí caminar, no fuera a precipitarme en algún abismo.

Recordaba, además, extrañas historias sobre esas Montañas Escabrosas, sobre una

raza extraña y fiera de hombres que ocupaban sus bosquecillos y sus cavernas. Mil

fantasías vagas me oprimieron y desconcertaron, fantasías más afligentes por ser

vagas. De improviso detuvo mi atención el fuerte redoble de un tambor.

»Mi asombro fue por supuesto extremado. Un tambor en esas colinas era algo

desconocido. No podía sorprenderme más el sonido de la trompeta del Arcángel.

Pero entonces surgió una fuente de interés y de perplejidad aún más sorprendente.

Se oyó un extraño son de cascabel o campanilla, como de un manojo de grandes

llaves, y al instante pasó como una exhalación, lanzando un alarido, un hombre

semidesnudo de rostro atezado. Pasó tan cerca que sentí su aliento caliente en la

cara. Llevaba en una mano un instrumento compuesto por un conjunto de aros de

acero, y los sacudía vigorosamente al correr. Apenas había desaparecido en la

niebla cuando, jadeando tras él, con la boca abierta y los ojos centelleantes, se

precipitó una enorme bestia. No podía equivocarme acerca de su naturaleza. Era

una hiena.

»La vista de este monstruo, en vez de aumentar mis terrores los alivió, pues ahora

estaba seguro de que soñaba, e intenté despertarme. Di unos pasos hacia adelante

con audacia, con vivacidad. Me froté los ojos. Grité. Me pellizqué los brazos. Un

pequeño manantial se presentó ante mi vista y entonces, deteniéndome, me mojé las

manos, la cabeza y el cuello. Esto pareció disipar las sensaciones equívocas que

hasta entonces me perturbaran. Me enderecé, como lo pensaba, convertido en un

hombre nuevo y proseguí tranquilo y satisfecho mi desconocido camino.

»Al fin, extenuado por el ejercicio y por cierta opresiva cerrazón de la atmósfera,

me senté bajo un árbol. En ese momento llegó un pálido resplandor de sol y la

sombra de las hojas del árbol cayó débil pero definida sobre la hierba. Pasmado,

contemplé esta sombra durante varios minutos. Su forma me dejó estupefacto. Miré

hacia arriba. El árbol era una palmera.

»Entonces me levanté apresuradamente y en un estado de terrible agitación, pues la

suposición de que estaba soñando ya no me servía. Vi, comprendí que era

perfectamente dueño de mis sentidos, y estos sentidos brindaban a mi alma un

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mundo de sensaciones nuevas y singulares. El calor tornóse de pronto intolerable.

La brisa estaba cargada de un extraño olor. Un murmullo bajo, continuo, como el

que surge de un río crecido pero que corre suavemente, llegó a mis oídos, mezclado

con el susurro peculiar de múltiples voces humanas.

»Mientras escuchaba en el colmo de un asombro que no necesito describir, una

fuerte y breve ráfaga de viento disipó la niebla oprimente como por obra de magia.

»Me encontré al pie de una alta montaña y mirando una vasta llanura por la cual

serpeaba un majestuoso río. A orillas de este río había una ciudad de apariencia

oriental, como las que conocemos por las Mil y una noches, pero más singular aún

que las allí descritas. Desde mi posición, a un nivel mucho más alto que el de la

ciudad, podía percibir cada rincón y escondrijo como si estuviera delineado en un

mapa. Las calles parecían innumerables y se cruzaban irregularmente en todas

direcciones, pero eran más bien pasadizos sinuosos que calles, y bullían de

habitantes. Las casas eran extrañamente pintorescas. A cada lado había profusión

de balcones, galerías, torrecillas, templetes y minaretes fantásticamente tallados.

Abundaban los bazares, y había un despliegue de ricas mercancías en infinita

variedad y abundancia: sedas, muselinas, la cuchillería más deslumbrante, las joyas

y gemas más espléndidas. Además de estas cosas se veían por todas partes

estandartes y palanquines, literas con majestuosas damas rigurosamente veladas,

elefantes con gualdrapas suntuosas, ídolos grotescamente tallados, tambores,

pendones, gongos, lanzas, mazas doradas y argentinas. Y en medio de la multitud, el

clamor, el enredo, la confusión general, en medio del millón de hombres blancos y

amarillos con turbantes y túnicas y barbas caudalosas, vagaba una innumerable

cantidad de toros sagrados, mientras vastas legiones de asquerosos monos también

sagrados trepaban, parloteando y chillando, a las cornisas de las mezquitas, o se

colgaban de los minaretes y de las torrecillas. De las hormigueantes calles bajaban a

las orillas del río innumerables escaleras que llegaban a los baños, mientras el río

mismo parecía abrirse paso con dificultad a través de las grandes flotas de navíos

muy cargados que se amontonaban a lo largo y a lo ancho de su superficie. Más allá

de los límites de la ciudad se levantaban, en múltiples grupos majestuosos, la

palmera y el cocotero, y otros gigantescos y misteriosos árboles añosos, y aquí y allá

podía verse un arrozal, alguna choza campesina con techo de paja, un aljibe, un

templo perdido, un campamento gitano, o una solitaria y graciosa doncella

encaminándose, con un cántaro sobre la cabeza, hacia las orillas del magnifico río.

«Ustedes dirán ahora, por supuesto, que yo soñaba; pero no es así. Lo que vi, lo que

oí, lo que sentí, lo que pensé, nada tenía de la inequívoca idiosincrasia del sueño.

Todo poseía una consistencia rigurosa y propia. Al principio, dudando de estar

realmente despierto, inicié una serie de pruebas que pronto me convencieron de

que, en efecto, lo estaba. Cuando uno sueña y en el sueño sospecha que sueña, la

sospecha nunca deja de confirmarse y el durmiente se despierta de inmediato. Por

eso Novalis no se equivoca al decir que “estamos próximos a despertar cuando

soñamos que soñamos”. Si hubiera tenido esta visión tal como la describo, sin

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sospechar que era un sueño, entonces podía haber sido un sueño; pero habiéndose

producido así, y siendo, como lo fue, objeto de sospechas y de pruebas, me veo

obligado a clasificarla entre otros fenómenos.»

-En esto no estoy seguro de que se equivoque -observó el doctor Templeton-, pero

continúe. Usted se levantó y descendió a la ciudad.

«-Me levanté -continuó Bedloe mirando al doctor con un aire de profundo asombro-

, me levanté como usted dice y descendí a la ciudad. En el camino encontré una

inmensa multitud que atestaba las calles y se dirigía en la misma dirección, dando

muestras en todos sus actos de la más intensa excitación. De pronto, y por algún

impulso inconcebible, experimenté un fuerte interés personal en lo que estaba

sucediendo. Sentía que debía desempeñar un importante papel, sin saber

exactamente cuál. La multitud que me rodeaba, sin embargo, me inspiró un

profundo sentimiento de animosidad. Me aparté bruscamente, deprisa, por un

sendero tortuoso, llegué a la ciudad y entré. Todo era allí tumulto, contienda. Un

pequeño grupo de hombres vestidos con ropas semiindias, semieuropeas, y

comandado por caballeros de uniforme en parte británico, combatían en desventaja

con la bullente chusma de las callejuelas. Me uní a la parte más débil, con las armas

de un oficial caído, y luché no sé contra quién, con la nerviosa ferocidad de la

desesperación. Pronto fuimos vencidos por el número y buscamos refugio en una

especie de quiosco. Allí nos atrincheramos y por un momento estuvimos seguros.

Desde una aspillera cerca del pináculo del quiosco vi una vasta multitud, en furiosa

agitación, rodeando y asaltando un alegre palacio que dominaba el río. Entonces,

desde una ventana superior de ese palacio bajó un personaje, de aspecto afeminado,

valiéndose de una cuerda hecha con los turbantes de sus sirvientes. Cerca había un

bote, en el cual huyó a la orilla opuesta del río.

»Y entonces un nuevo propósito se apoderó de mi espíritu. Dije unas pocas palabras

apresuradas pero enérgicas a mis compañeros y, logrando ganar a algunos para mi

causa, hice una frenética salida desde el quiosco. Nos precipitamos entre la multitud

que lo rodeaba. Al principio ésta se retiró a nuestro paso. Volvió a unirse, luchó

enloquecida, se retiró de nuevo. Entretanto nos habíamos alejado del quiosco y nos

extraviamos y confundimos en las estrechas calles de casas altas, salientes, en cuyas

profundidades el sol nunca había podido brillar. La canalla presionó impetuosa

contra nosotros, acosándonos con sus lanzas y abrumándonos a flechazos. Las

flechas eran muy curiosas, algo parecidas al sinuoso cris malayo. Imitaban el

cuerpo de una serpiente ondulada y eran largas y negras, con púa envenenada. Una

de ellas me hirió en la sien derecha. Me tambaleé y caí. Una instantánea y espantosa

náusea me invadió. Me debatí, jadeando, hasta morir.»

-No puede usted insistir ahora -dije, sonriendo- en que toda su aventura no fue un

sueño. No se dispondrá a sostener que está muerto, ¿verdad?

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Al decir estas palabras esperaba de parte de Bedloe alguna vivaz salida a modo de

réplica; pero, para asombro mío, vaciló, tembló, se puso terriblemente pálido y

permaneció silencioso. Miré a Templeton. Estaba rígido y erecto en su silla, daba

diente con diente y los ojos se le salían de las órbitas.

-¡Continúe! -dijo por fin con voz ronca.

-Durante varios minutos -prosiguió Bedloe- mi único sentimiento, mi única

sensación fue de oscuridad, de nada, junto con la conciencia de la muerte. Por fin

mi alma pareció sufrir un violento y repentino choque, como de electricidad. Con él

apareció la sensación de elasticidad y de luz. Sentí la luz, no la vi. Por un instante

me pareció que me levantaba del suelo. Pero no tenía presencia corpórea, ni visible,

ni audible, ni palpable. La multitud se había marchado. El tumulto había cesado.

La ciudad se hallaba en relativo reposo. Abajo yacía mi cadáver con la flecha en la

sien, la cabeza enormemente hinchada y desfigurada. Pero todas estas cosas las

sentí, no las vi. Nada me interesaba. El mismo cadáver era como si no fuese cosa

mía. Voluntad no tenía ninguna, pero algo parecía impulsarme a moverme y me

deslicé flotando fuera de la ciudad, volviendo a recorrer el sendero sinuoso por el

cual había entrado. Cuando llegué al punto del barranco en las montañas donde

encontrara la hiena, experimenté de nuevo un choque como de batería galvánica;

las sensaciones de peso, de voluntad, de sustancia volvieron. Recobré mi ser original

y dirigí ansioso mis pasos hacia casa, pero el pasado no había perdido la vivacidad

de lo real, y ni siquiera ahora, ni siquiera por un instante, puedo obligar a mi

entendimiento a considerarlo como un sueño.

-No lo era -dijo Templeton con un aire de profunda solemnidad-, y sin embargo

sería difícil decir de qué otra manera podría llamárselo. Supongamos tan sólo que el

alma del hombre actual está al borde de algunos estupendos descubrimientos

psíquicos. Contentémonos con esta suposición. En cuanto al resto, tengo alguna

explicación que dar. He aquí una acuarela que debería haberle mostrado antes,

pero no lo hice porque hasta ahora me lo impidió un inexplicable sentimiento de

horror.

Miramos la figura que presentaba. Nada le vi de extraordinario, pero su efecto

sobre Bedloe fue prodigioso. Casi se desmayó al verlo. Y sin embargo era tan sólo

un retrato, una miniatura de milagrosa exactitud, por cierto, un retrato de sus

notables facciones. Por lo menos esto fue lo que pensé al mirarlo.

«-Advertirán ustedes -dijo Templeton- la fecha de este retrato. Aquí está, apenas

visible, en este ángulo: 1780. En ese año fue hecho el retrato. Pertenece a un amigo

muerto, a Mr. Oldeb, de quien fui muy íntimo en Calcuta, durante la

administración de Warren Hastings. Entonces tenía yo sólo veinte años. La primera

vez que lo vi, Mr. Bedloe, en Saratoga, la milagrosa semejanza existente entre usted

y la pintura fue lo que me indujo a hablarle, a buscar su amistad y a llegar a un

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arreglo por el cual me convertí en su compañero constante. Al hacer esto me urgía

en parte, y quizá principalmente, el dolido recuerdo del muerto, pero también, en

parte, una curiosidad con respecto a usted, incómoda y no desprovista de horror.

»En los detalles de su visión entre las colinas ha descrito usted con la más minuciosa

exactitud la ciudad india de Benarés, sobre el Río Sagrado. Los tumultos, el

combate, la matanza fueron los sucesos reales de la insurrección de Cheyte Sing que

ocurrió en 1780, cuando la vida de Hastings corrió inminente peligro. El hombre

que escapaba por la cuerda de turbantes era el mismo Cheyte Sing. El

destacamento del quiosco estaba formado por cipayos y oficiales británicos,

comandados por Hastings. Yo formaba parte de ese destacamento e hice todo lo

posible para impedir la temeraria y fatal salida del oficial que cayó, en las atestadas

callejuelas, herido por la flecha envenenada de un bengalí. Aquel oficial era mi

amigo más querido. Era Oldeb. Lo verán ustedes en estos manuscritos -aquí sacó un

cuaderno de notas donde había varias páginas que parecían recién escritas-; en el

mismo momento en que usted imaginaba esas cosas entre las colinas, yo estaba

entregado a la tarea de detallarlas sobre el papel, aquí, en casa.»

Aproximadamente una semana después de esta conversación, en el periódico de

Charlottesville aparecieron los siguientes párrafos:

«Tenemos el penoso deber de anunciar la muerte de Mr. AUGUSTUS BEDLO,

caballero cuyas amables costumbres y numerosas virtudes le habían ganado el

afecto de los ciudadanos de Charlottesville.

»Mr. B. había padecido durante varios años neuralgias que con frecuencia

amenazaron con un fin fatal; pero ésta no puede ser considerada sino la causa

mediata de su deceso. La causa próxima es especialmente singular. En una

excursión a las Montañas Escabrosas, hace unos días, Mr. B. tomó un poco de frío y

contrajo fiebre acompañada por gran aflujo de sangre a la cabeza. Para aliviar esto,

el doctor Templeton recurrió a la sangría local, por medio de sanguijuelas aplicadas

a las sienes. En un período terriblemente breve el paciente murió, viéndose entonces

que en el recipiente de las sanguijuelas se había introducido por casualidad una de

las vermiculares venenosas que de vez en cuando se encuentran en las charcas

vecinas. Ésta se adhirió a una pequeña arteria de la sien derecha. Su gran

semejanza con la sanguijuela medicinal fue causa de que se advirtiera demasiado

tarde el error.»

N. B. La sanguijuela venenosa de Charlottesville siempre puede distinguirse de la

medicinal por su color negro y especialmente por sus movimientos reptantes o

vermiculares, que tienen una semejanza muy estrecha con los de la víbora.

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Estaba hablando con el director del diario en cuestión sobre este notable accidente,

cuando se me ocurrió preguntar por qué el nombre del difunto figuraba como

Bedlo.

-Supongo -dije- que tienen ustedes autoridad suficiente para escribirlo así, pero

siempre imaginé que el nombre se escribía con una e al final.

-¿Autoridad? No -replicó-. Es un simple error tipográfico. El nombre es Bedloe, con

una e, y en mi vida he sabido que se escribiera de otro modo.

-Entonces -dije entre dientes mientras me alejaba-, entonces realmente ha sucedido

que una verdad es más extraña que cualquier ficción, pues Bedlo, sin la e, ¿qué es

sino Oldeb, a la inversa? Y este hombre me dice que es un error tipográfico.

FIN

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Para leer estos textos

Puedes acudir a la biblioteca del centro.

Usa tu carnet y disfruta de la lectura de estos

u otros libros .

Leer puede ser una aventura inesperada

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