destino. sin destino. (carlos schwalb)

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Destino: sin destino Carlos Schwalb Había perdido la cuenta del tiempo que llevaban viajando, pero de acuerdo a las indicaciones de su madre, debían haber llegado a su destino hacía bastante rato. La noche se recostaba ya sobre el lado oriental del páramo, pero del otro lado, por donde se pone el sol, quedaba aún una franja de claridad homogénea. Cando esta no fuera más que una delgada varilla de luz tendida sobre el horizonte, ya no tendría duda de que había habido un error, un error garrafal y sin remedio. Porque su madre les había hablado de un viaje a plena luz del día, a lo largo de una vía que cruzaba campos donde pacían vacas y donde los campesinos levantaban sus manos para saludar el paso del tren. No les había hablado de un viaje nocturno y menos de un páramo. «Se bajan en la estación de Z», les había dicho a él y a su hermana, y ellos habían tenido que repetir ese nombre varias veces hasta que su madre quedó convencida de que se les había quedado grabado de manera indeleble en la memoria. «Hay un letrero sobre la puerta principal de la estación donde leerán ese nombre. Allí deben apearse, no antes ni después. Ese es el final de su viaje, ¿está claro?». Sí, estaba clarísimo, no podían equivocarse, de ninguna manera. Además, un inspector iba a subir al vagón para anunciarles a los pasajeros que habían llegado a la estación de destino. «Apenas se detenga el tren, sacan sus maletas de la canastilla encima del asiento, y tú, por ser el mayor, tomas a tu hermana de la mano y bajan juntos. El tren no se detiene allí más de cinco minutos, así que no se demoren, ¿me entienden?». ¡Claro que sí la entendían! No tenía que repetirlo cien veces. Él ya había cumplido ocho años y sabía leer muy bien. ¿Acaso podía ignorar un letrero con ese nombre inconfundible, o dejar a su hermana en el vagón, o dejar las maletas en la canastilla encima del asiento? Así había terminado por tranquilizar a su madre. Pero ahora era obvio que las cosas no habían salido de la manera planeada, ni mucho menos. El tren se había detenido un par de veces en sendas estaciones, pero él no había visto ningún letrero con tal nombre. La primera vez había leído un nombre distinto y la segunda vez el letrero se hallaba cubierto con aguacal y no había podido leer nada. Los pasajeros en el vagón habían mirado por las ventanillas con absoluta indiferencia, y él con cierta aprensión, porque corría por el andén un aire de abandono o de amenaza, como si fuera la antesala de un pueblo habitado por bandoleros o fantasmas. Solo había visto a un perro famélico vagabundeando por ahí, olisqueándolo todo y dejando sobre los rieles y el balasto las marcas de identidad de su orina. Nada más. Ningún inspector había subido para anunciar la estación de Z, ningún familiar, amigo o conocido había acudido para recibir a nadie, ningún viajero se había apeado, ni había visto que embarcaran o desembarcaban paquetes o encomiendas. ¿Podía un lugar tan inhóspito y poco prometedor ser el destino final de ellos o de cualquier? Solo a último minuto se habían embarcado unos enanos que, por su vestimenta y su comportamiento risueño, podía suponerse que formaban parte de

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Del libro Están quemando el silencio, (2011). Editorial Mesa Redonda.

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Page 1: Destino. Sin Destino. (Carlos Schwalb)

Destino: sin destino

Carlos Schwalb

Había perdido la cuenta del tiempo que llevaban viajando, pero de acuerdo a

las indicaciones de su madre, debían haber llegado a su destino hacía bastante rato.

La noche se recostaba ya sobre el lado oriental del páramo, pero del otro lado, por

donde se pone el sol, quedaba aún una franja de claridad homogénea. Cando esta no

fuera más que una delgada varilla de luz tendida sobre el horizonte, ya no tendría

duda de que había habido un error, un error garrafal y sin remedio.

Porque su madre les había hablado de un viaje a plena luz del día, a lo largo de

una vía que cruzaba campos donde pacían vacas y donde los campesinos levantaban

sus manos para saludar el paso del tren. No les había hablado de un viaje nocturno y

menos de un páramo. «Se bajan en la estación de Z», les había dicho a él y a su

hermana, y ellos habían tenido que repetir ese nombre varias veces hasta que su

madre quedó convencida de que se les había quedado grabado de manera indeleble en

la memoria. «Hay un letrero sobre la puerta principal de la estación donde leerán ese

nombre. Allí deben apearse, no antes ni después. Ese es el final de su viaje, ¿está

claro?». Sí, estaba clarísimo, no podían equivocarse, de ninguna manera. Además, un

inspector iba a subir al vagón para anunciarles a los pasajeros que habían llegado a la

estación de destino. «Apenas se detenga el tren, sacan sus maletas de la canastilla

encima del asiento, y tú, por ser el mayor, tomas a tu hermana de la mano y bajan

juntos. El tren no se detiene allí más de cinco minutos, así que no se demoren, ¿me

entienden?». ¡Claro que sí la entendían! No tenía que repetirlo cien veces. Él ya

había cumplido ocho años y sabía leer muy bien. ¿Acaso podía ignorar un letrero con

ese nombre inconfundible, o dejar a su hermana en el vagón, o dejar las maletas en la

canastilla encima del asiento? Así había terminado por tranquilizar a su madre.

Pero ahora era obvio que las cosas no habían salido de la manera planeada, ni

mucho menos. El tren se había detenido un par de veces en sendas estaciones, pero él

no había visto ningún letrero con tal nombre. La primera vez había leído un nombre

distinto y la segunda vez el letrero se hallaba cubierto con aguacal y no había podido

leer nada. Los pasajeros en el vagón habían mirado por las ventanillas con absoluta

indiferencia, y él con cierta aprensión, porque corría por el andén un aire de

abandono o de amenaza, como si fuera la antesala de un pueblo habitado por

bandoleros o fantasmas. Solo había visto a un perro famélico vagabundeando por ahí,

olisqueándolo todo y dejando sobre los rieles y el balasto las marcas de identidad de

su orina. Nada más. Ningún inspector había subido para anunciar la estación de Z,

ningún familiar, amigo o conocido había acudido para recibir a nadie, ningún viajero

se había apeado, ni había visto que embarcaran o desembarcaban paquetes o

encomiendas. ¿Podía un lugar tan inhóspito y poco prometedor ser el destino final de

ellos o de cualquier?

Solo a último minuto se habían embarcado unos enanos que, por su

vestimenta y su comportamiento risueño, podía suponerse que formaban parte de

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una compañía de circo. Cuando el tren partió, ellos empezaron su fiesta, sin

importarles la presencia de los demás pasajeros. Hablaban a viva voz en una lengua

incomprensible, se hacían muecas entre ellos y a sí mismos en sus reflejos en las

ventanas. Improvisaban acrobacias en el pasillo, se paraban de cabeza en los asientos,

se soplaban sonoramente los mocos, uno de ellos incluso sacó su trasero por la

ventanilla. Su imaginación para la travesura parecía no tener límites. En un

momento llegó a imaginar que su última travesura sería desviar el tren hacia un

improvisado circo en el páramo, donde un público que hablaba la misma lengua

incomprensible recibiría a todos los pasajeros como si fueran los nuevos payasos del

circo.

Porque había algo extraño e inquietante en toda esa jocosa situación. Es

verdad que los pasajeros se divertían con las ocurrencias de los enanos y que él

mismo a veces sonreía o reía, pero no se sentía particularmente cómodo o tranquilo

con ellos. Por momentos se le antojaba que algunas de las mofas iban dirigidas a él,

porque cuando su mirada tropezaba con la de un enano percibía un visto de sarcasmo

en sus ojos. Quizá se mofaban de él porque no se había bajado en la estación que le

correspondía, o quizá porque su mirada reflejaba la desolación del páramo, o la

vacuidad de la noche, o porque no se había dado cuenta de que pronto él y su

hermana serían los nuevos payasos del circo.

De lo que sí estaba seguro a estas alturas es que no iba a aparecer ninguna

estación con el nombre de Z. También ganaba presencia en su mente la idea de que la

estación anónima que había visto horas antes era el destino final de su viaje. Aunque

inhóspita, parecía un destino no más probable que el que los aguardaba adelante.

Su hermana dormía a su lado con las piernas recogidas sobre el asiento y la

cabeza apoyada sobre la almohada provisional de sus manos. Hacía un rato le había

puesto una manta encima para protegerla del frío que se colaba por la ventanilla que

cerraba mal. Ella parecía soñar con los verdes campos que habían visto a la luz del

día, o quizá con una estación llena de amigos que los esperaban con ramos de flores,

y quizá hasta con una banda de músicos. En el sueño sereno y soleado de su

hermana, el páramo y la noche no existían. Pero, apenas abriera los ojos y viera

oscuridad pegada a la ventanilla como una lámina de metal, voltearía donde él para

preguntarle con unos ojos grandes, semejantes a signos de interrogación, qué hacían

aún en el vagón, por qué no se habían bajado donde su madre les había indicado.

¿Cómo podría explicarles lo que él mismo no podía explicarse? ¿Cómo podría decirle

que no había visto ninguna estación que tuviera sobre su puerta principal un letrero

con el nombre de Z? ¿Podría convencerla de que aún faltaba para llegar? Pero ella no

era ninguna tonta para no darse cuenta de su mentira. Entonces sus ojos se licuarían

y se desataría un mudo llanto interior que diluiría toda esa confianza natural que ella

tenía en las personas y el mundo que la rodeaba.

En el vagón se habían encendido unas lamparitas con diseños de tulipanes y

su reflejo impedía ver lo que había al otro lado de las ventanillas. Había que acercarse

al vidrio y hacer pantalla con las manos para ver afuera. Pero solo conseguía ver los

paralelogramos que proyectaba la luz de las ventanas en el talud que servía de cama a

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los durmientes y raíles, como si fueran los fotogramas de una película muda e

incomprensible.

Tuvo que hacer acopio de valor para levantarse de su asiento, caminar hasta el

extremo del pasillo y averiguar él mismo hacia dónde se dirigían. Su madre le había

prohibido levantarse de su asiento, salvo para ir al baño, y ahora él desafiaba su

orden. Casi le pareció que escuchaba sus palabras de reproche al momento de abrir la

portezuela cuando sacó medio cuerpo de la barandilla para ver lo que había adelante.

El faro de la locomotora –un ojo inmenso que proyectaba un cono de luz

amarilla- recortaba de manera violenta parcelas de la noche del páramo. Matojos

renegridos de ramas raquíticas, bosques de piedra erosionados por el viento, muros

derruidos que nunca habían llegado a ser casas, relente, arena, todo eso, y además

vacío, extraía de la tierra el ojo del gusano de acero. De vez en vez su pito bronco

como el mugido de un animal en peligro emitía una llamada de auxilio que penetraba

profundamente en la noche. Pero nadie allá respondía. Tampoco había un letrero al

costado de la vía que les indicara dónde se hallaban o cuánto les faltaba para llegar a

la siguiente estación, ni se distinguía por ningún lado el racimo de luces de un pueblo

cercano o su borroso rumor, ni había una caseta donde los aguardara un guardagujas

insomne. Nadie ni nada había allá adelante.

No obstante, la carrera continuaba impetuosa, sin concederse tregua, como si

ya no importase llegar a un lugar, sino solo escapar de la ubicua desolación. Por

momentos le llegaba desde el interior del vagón las risas de los payasos, pero estas no

transmitían ningún mensaje risueño. Parecían hilos de sorna que se trenzaban con

los chirridos de las ruedas del tren y formaban una gruesa cuerda sonora que se

entretejía con el silencio del páramo. Parecía como si un vasto manto fúnebre lo

envolviera todo: a la poderosa locomotora, a los payasos, a los pasajeros en el vagón a

su hermana, a su madre, a lo lejos, a la estación sin nombre, a su improbable destino,

al universo entero.

De Están quemando el silencio (2011), págs. 139-143.