destino. sin destino. (carlos schwalb)
DESCRIPTION
Del libro Están quemando el silencio, (2011). Editorial Mesa Redonda.TRANSCRIPT
Destino: sin destino
Carlos Schwalb
Había perdido la cuenta del tiempo que llevaban viajando, pero de acuerdo a
las indicaciones de su madre, debían haber llegado a su destino hacía bastante rato.
La noche se recostaba ya sobre el lado oriental del páramo, pero del otro lado, por
donde se pone el sol, quedaba aún una franja de claridad homogénea. Cando esta no
fuera más que una delgada varilla de luz tendida sobre el horizonte, ya no tendría
duda de que había habido un error, un error garrafal y sin remedio.
Porque su madre les había hablado de un viaje a plena luz del día, a lo largo de
una vía que cruzaba campos donde pacían vacas y donde los campesinos levantaban
sus manos para saludar el paso del tren. No les había hablado de un viaje nocturno y
menos de un páramo. «Se bajan en la estación de Z», les había dicho a él y a su
hermana, y ellos habían tenido que repetir ese nombre varias veces hasta que su
madre quedó convencida de que se les había quedado grabado de manera indeleble en
la memoria. «Hay un letrero sobre la puerta principal de la estación donde leerán ese
nombre. Allí deben apearse, no antes ni después. Ese es el final de su viaje, ¿está
claro?». Sí, estaba clarísimo, no podían equivocarse, de ninguna manera. Además, un
inspector iba a subir al vagón para anunciarles a los pasajeros que habían llegado a la
estación de destino. «Apenas se detenga el tren, sacan sus maletas de la canastilla
encima del asiento, y tú, por ser el mayor, tomas a tu hermana de la mano y bajan
juntos. El tren no se detiene allí más de cinco minutos, así que no se demoren, ¿me
entienden?». ¡Claro que sí la entendían! No tenía que repetirlo cien veces. Él ya
había cumplido ocho años y sabía leer muy bien. ¿Acaso podía ignorar un letrero con
ese nombre inconfundible, o dejar a su hermana en el vagón, o dejar las maletas en la
canastilla encima del asiento? Así había terminado por tranquilizar a su madre.
Pero ahora era obvio que las cosas no habían salido de la manera planeada, ni
mucho menos. El tren se había detenido un par de veces en sendas estaciones, pero él
no había visto ningún letrero con tal nombre. La primera vez había leído un nombre
distinto y la segunda vez el letrero se hallaba cubierto con aguacal y no había podido
leer nada. Los pasajeros en el vagón habían mirado por las ventanillas con absoluta
indiferencia, y él con cierta aprensión, porque corría por el andén un aire de
abandono o de amenaza, como si fuera la antesala de un pueblo habitado por
bandoleros o fantasmas. Solo había visto a un perro famélico vagabundeando por ahí,
olisqueándolo todo y dejando sobre los rieles y el balasto las marcas de identidad de
su orina. Nada más. Ningún inspector había subido para anunciar la estación de Z,
ningún familiar, amigo o conocido había acudido para recibir a nadie, ningún viajero
se había apeado, ni había visto que embarcaran o desembarcaban paquetes o
encomiendas. ¿Podía un lugar tan inhóspito y poco prometedor ser el destino final de
ellos o de cualquier?
Solo a último minuto se habían embarcado unos enanos que, por su
vestimenta y su comportamiento risueño, podía suponerse que formaban parte de
una compañía de circo. Cuando el tren partió, ellos empezaron su fiesta, sin
importarles la presencia de los demás pasajeros. Hablaban a viva voz en una lengua
incomprensible, se hacían muecas entre ellos y a sí mismos en sus reflejos en las
ventanas. Improvisaban acrobacias en el pasillo, se paraban de cabeza en los asientos,
se soplaban sonoramente los mocos, uno de ellos incluso sacó su trasero por la
ventanilla. Su imaginación para la travesura parecía no tener límites. En un
momento llegó a imaginar que su última travesura sería desviar el tren hacia un
improvisado circo en el páramo, donde un público que hablaba la misma lengua
incomprensible recibiría a todos los pasajeros como si fueran los nuevos payasos del
circo.
Porque había algo extraño e inquietante en toda esa jocosa situación. Es
verdad que los pasajeros se divertían con las ocurrencias de los enanos y que él
mismo a veces sonreía o reía, pero no se sentía particularmente cómodo o tranquilo
con ellos. Por momentos se le antojaba que algunas de las mofas iban dirigidas a él,
porque cuando su mirada tropezaba con la de un enano percibía un visto de sarcasmo
en sus ojos. Quizá se mofaban de él porque no se había bajado en la estación que le
correspondía, o quizá porque su mirada reflejaba la desolación del páramo, o la
vacuidad de la noche, o porque no se había dado cuenta de que pronto él y su
hermana serían los nuevos payasos del circo.
De lo que sí estaba seguro a estas alturas es que no iba a aparecer ninguna
estación con el nombre de Z. También ganaba presencia en su mente la idea de que la
estación anónima que había visto horas antes era el destino final de su viaje. Aunque
inhóspita, parecía un destino no más probable que el que los aguardaba adelante.
Su hermana dormía a su lado con las piernas recogidas sobre el asiento y la
cabeza apoyada sobre la almohada provisional de sus manos. Hacía un rato le había
puesto una manta encima para protegerla del frío que se colaba por la ventanilla que
cerraba mal. Ella parecía soñar con los verdes campos que habían visto a la luz del
día, o quizá con una estación llena de amigos que los esperaban con ramos de flores,
y quizá hasta con una banda de músicos. En el sueño sereno y soleado de su
hermana, el páramo y la noche no existían. Pero, apenas abriera los ojos y viera
oscuridad pegada a la ventanilla como una lámina de metal, voltearía donde él para
preguntarle con unos ojos grandes, semejantes a signos de interrogación, qué hacían
aún en el vagón, por qué no se habían bajado donde su madre les había indicado.
¿Cómo podría explicarles lo que él mismo no podía explicarse? ¿Cómo podría decirle
que no había visto ninguna estación que tuviera sobre su puerta principal un letrero
con el nombre de Z? ¿Podría convencerla de que aún faltaba para llegar? Pero ella no
era ninguna tonta para no darse cuenta de su mentira. Entonces sus ojos se licuarían
y se desataría un mudo llanto interior que diluiría toda esa confianza natural que ella
tenía en las personas y el mundo que la rodeaba.
En el vagón se habían encendido unas lamparitas con diseños de tulipanes y
su reflejo impedía ver lo que había al otro lado de las ventanillas. Había que acercarse
al vidrio y hacer pantalla con las manos para ver afuera. Pero solo conseguía ver los
paralelogramos que proyectaba la luz de las ventanas en el talud que servía de cama a
los durmientes y raíles, como si fueran los fotogramas de una película muda e
incomprensible.
Tuvo que hacer acopio de valor para levantarse de su asiento, caminar hasta el
extremo del pasillo y averiguar él mismo hacia dónde se dirigían. Su madre le había
prohibido levantarse de su asiento, salvo para ir al baño, y ahora él desafiaba su
orden. Casi le pareció que escuchaba sus palabras de reproche al momento de abrir la
portezuela cuando sacó medio cuerpo de la barandilla para ver lo que había adelante.
El faro de la locomotora –un ojo inmenso que proyectaba un cono de luz
amarilla- recortaba de manera violenta parcelas de la noche del páramo. Matojos
renegridos de ramas raquíticas, bosques de piedra erosionados por el viento, muros
derruidos que nunca habían llegado a ser casas, relente, arena, todo eso, y además
vacío, extraía de la tierra el ojo del gusano de acero. De vez en vez su pito bronco
como el mugido de un animal en peligro emitía una llamada de auxilio que penetraba
profundamente en la noche. Pero nadie allá respondía. Tampoco había un letrero al
costado de la vía que les indicara dónde se hallaban o cuánto les faltaba para llegar a
la siguiente estación, ni se distinguía por ningún lado el racimo de luces de un pueblo
cercano o su borroso rumor, ni había una caseta donde los aguardara un guardagujas
insomne. Nadie ni nada había allá adelante.
No obstante, la carrera continuaba impetuosa, sin concederse tregua, como si
ya no importase llegar a un lugar, sino solo escapar de la ubicua desolación. Por
momentos le llegaba desde el interior del vagón las risas de los payasos, pero estas no
transmitían ningún mensaje risueño. Parecían hilos de sorna que se trenzaban con
los chirridos de las ruedas del tren y formaban una gruesa cuerda sonora que se
entretejía con el silencio del páramo. Parecía como si un vasto manto fúnebre lo
envolviera todo: a la poderosa locomotora, a los payasos, a los pasajeros en el vagón a
su hermana, a su madre, a lo lejos, a la estación sin nombre, a su improbable destino,
al universo entero.
De Están quemando el silencio (2011), págs. 139-143.