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“Una nación de propietarios y no de proletarios”. Un análisis socio histórico al conflicto de clase que desata el estallido de octubre 131 Debate “Una nación de propietarios y no de prole- tarios”. Un análisis socio histórico al con- flicto de clase que desata el estallido de oc- tubre Andrea Sato Jabre* Profesora de Estado Historia, Geografía y Ciencias Sociales Universidad Santiago de Chile Resumen: Este artículo tiene como objetivo realizar una lectura socio histórica de los conflictos de clase en la historia reciente de Chile que desencadenaron en el llamado “estallido social de octubre”. Realizando un análisis crítico de las transformaciones en el Trabajo y en las relaciones de clase desde la crisis del orden oligárquico hasta la actualidad, describe las transformaciones estructurales que ha sufrido la clase trabajadora, su relación con el Estado y su rol en los distintos períodos para comprender los desafíos ante la crisis actual. El artículo plantea que los con- flictos actuales son la respuesta al sistema de acumulación capitalista actual, la estructura de un Estado antipopular y un ataque sistemático al Trabajo. Palabras Clave: Clase trabajadora, Estado antipopular, Trabajo. Cómo citar este artículo: : Sato, A. (2020). “Una nación de propietarios y no de proletarios”. Un análisis socio histórico al conflicto de clase que desata el estallido de octubre. Revista Némesis, 16, 131-142. Fecha de recepción: 10 de julio del 2020 Fecha de aceptación: 22 de julio del 2020 * Licenciada en Historia, Universidad Santiago de Chile. Magíster en Sociología de la Modernización, Universidad de Chile. Investigadora en Fundación SOL.

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“Una nación de propietarios y no de proletarios”. Un análisis socio histórico al conflicto de clase que desata el estallido de octubre

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Debate

“Una nación de propietarios y no de prole-tarios”. Un análisis socio histórico al con-flicto de clase que desata el estallido de oc-tubre

Andrea Sato Jabre*Profesora de Estado

Historia, Geografía y Ciencias SocialesUniversidad Santiago de Chile

Resumen: Este artículo tiene como objetivo realizar una lectura socio histórica de los conflictos de clase en la historia reciente de Chile que desencadenaron en el llamado “estallido social de octubre”. Realizando un análisis crítico de las transformaciones en el Trabajo y en las relaciones de clase desde la crisis del orden oligárquico hasta la actualidad, describe las transformaciones estructurales que ha sufrido la clase trabajadora, su relación con el Estado y su rol en los distintos períodos para comprender los desafíos ante la crisis actual. El artículo plantea que los con-flictos actuales son la respuesta al sistema de acumulación capitalista actual, la estructura de un Estado antipopular y un ataque sistemático al Trabajo. Palabras Clave: Clase trabajadora, Estado antipopular, Trabajo.

Cómo citar este artículo: : Sato, A. (2020). “Una nación de propietarios y no de proletarios”. Un análisis socio histórico al conflicto de clase que desata el estallido de octubre. Revista Némesis, 16, 131-142.

Fecha de recepción: 10 de julio del 2020Fecha de aceptación: 22 de julio del 2020

* Licenciada en Historia, Universidad Santiago de Chile. Magíster en Sociología de la Modernización, Universidad de Chile. Investigadora en Fundación SOL.

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“Una nación de propietarios y no de proletarios” Un análisis socio histórico al conflicto de clase que desata el estallido de octubre

Hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas.

Vladimir Lenin

La radicalidad y permanencia de las manifestaciones inauguradas en octubre del año 2019 en Chile, sólo fueron pausadas por la pandemia del COVID-19, dejando en suspenso su continuidad. El reperto-rio de acciones desplegadas y la masividad de las manifestaciones fueron las características principales de un conflicto social que no se inauguró el año pasado, tampoco en la anterior década, es un conflicto de raigambre histórica que encuentra sus orígenes y profundidad en el siglo XX y las estructuras que en ese momento se instalan. Lo que se demostró con el llamado “Estallido Social de Octubre” es la evi-dente y generalizada desafección social, esto como una de las respuestas al orden político, económico y social, que adopta Chile tras la dictadura cívico-militar de 1973, orden que es perpetuado gracias a diversas reformas lideradas por los gobiernos posdictatoriales. El sistema instalado en 1973 se profun-dizó en las décadas siguientes, apostando por un modelo de acumulación flexible, basado en un ataque al trabajo (Narbona & Páez, 2014) en el marco de un Estado antipopular (Sáez, 2016), estas estructuras son la clave para comprender el devenir de los procesos sociales de este siglo.

Estado de Compromiso y el Proyecto Modernizador

Para comprender la génesis y origen de la conflictividad social que bulle en el pasado octubre, hay que remitirnos al proyecto de Chile como Estado Nación y sus cambios a lo largo del siglo pasado. El proyecto modernizador en Chile, se extiende desde el quiebre del dominio oligárquico hasta la crisis política del gobierno de la Unidad Popular, este modelo societal aspiraba a un desarrollo amplio, princi-palmente mediando en las relaciones políticas y económicas en pos de asegurar —sin mucho éxito— un crecimiento económico que garantizara la distribución de beneficios (Brenner, 1999). El Estado bene-factor se construyó como una entidad integradora para mediar el conflicto y así mantener su legitimidad (Collier & Sater, 1998).

Durante la primera mitad del siglo XX las mediaciones políticas del sistema permitieron una gestión más eficiente del Estado. La construcción del Estado “de Compromiso” se constituyó como un instru-mento de mediación política, que tenía como foco la incorporación de distintos sectores sociales a su ámbito de representación. Durante el periodo, las demandas económicas y sociales se canalizaban e institucionalizaban a través del Estado (Pinto, 1959; Collier & Sater, 1998; Loveman & Lira, 2017). Con respecto al Proyecto Modernizador, Norbert Lechner (1992) explica que desde finales del siglo XIX hasta el quiebre de la Democracia en 1973, la institucionalidad política había logrado racionalizar la participación social resolviendo los conflictos por la vía democrática, demarcando así los límites del propio conflicto, eso mantenía y preservaba la legitimidad del proceso y del propio Estado. El proceso modernizador era la cristalización de las exigencias democratizadoras e integradoras de la sociedad, especialmente de la naciente clase media (Lechner & Laclau, 1981).

A pesar de que el Estado se mantiene como un eje articulador de la sociedad en Chile, a mediados de Siglo XX el sistema de dominación burguesa estaba erosionado y las elites respondían a distintos pro-yectos de desarrollo para el país (Pinto, 1959). En esta época se empiezan a ver las fisuras al interior de la burguesía, especialmente ante la entrada del gran capital, ya que los intereses de la pequeña y me- diana burguesía se contraponían especialmente en materia de políticas económicas (Correa, 2011) Estose suma al pobre resultado productivo de la reforma agraria impulsada por Frei en 1962 y al proyecto

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inconcluso de industrialización basado en la sustitución de importaciones (Pinto, 1959). Estos elemen-tos se conjugaron y se convirtieron en tierra fértil para conflictos y discusiones en torno a la conducción del país, en el marco del proceso de agotamiento de la Edad de Oro del capitalismo (Harvey, 2007). La tendencia a la baja en la tasa de ganancia en los sectores productivos desde fines de la década de 1960, provocó una paulatina migración de los capitales hacia el sector financiero, el que comenzó a adquirir desde esos años un mayor poder, aunque limitado por una importante regulación a favor de los sectores productivos. Para las décadas siguientes, la regulación de los sectores productivos tanto en Chile como en el mundo, será casi inexistente (Garrido, 2015).

Durante la segunda mitad del siglo XX, se observa el agotamiento de la reproducción del capital in-dustrial, además se deja en evidencia la ineficacia del modelo de Sustitución de Importaciones (ISI) (Brenner, 1999), lo que empuja aún más la crisis entre las clases dirigentes y profundiza la disputa en torno al proyecto modernizador que Chile debía llevar a cabo, la crisis de la burguesía en el periodo es también la crisis del modelo de dominación (Sunkel & Cariola, 1983; Correa, 1986). En esta etapa, también se aprecia el fortalecimiento y ascenso de la clase media, sumado a la diferenciación de la clase trabajadora por sus niveles de ingreso, no sólo se expande el Estado y la educación pública, también los ingresos comienzan a categorizar a la clase trabajadora marginalizando a los sectores más empobreci-dos, esta es una situación inédita si comparamos la clase trabajadora decimonónica, de características más homogéneas con la de mediados del siglo XX (Le Saux, 2011; Candina, 2013).

Para la década de 1970, a la división de la burguesía se sumaba el triunfo de la Unidad Popular (UP), la UP fue el resultado de un largo proceso de construcción desde la clase trabajadora, es la cristalización de un proyecto político que se había construido durante todo el periodo del patrón industrial basado en el fortalecimiento del tejido en los sectores populares y la potencia de su radicalidad (Gaudichaud, 2004; Thielemann, 2018). En este escenario de fortalecimiento por abajo y división por arriba, el con-flicto entre la clase trabajadora y la clase dirigente se profundiza, lo que desencadena el golpe militar.

El proceso de restauración de clase

La dictadura cívico-militar desarticuló los procesos de construcción histórica del pueblo chileno, donde el sujeto colectivo cobraba una relevancia fundamental como agente de los cambios y de las resolucio-nes de conflictos. La dictadura se convirtió en un hito refundacional, un momento de restauración de clase en el cual se buscaba detener el avance los y las trabajadoras organizadas y aplastar su autonomía (Narbona & Páez, 2014). Esto no respondió sólo al contexto chileno, era más bien el prólogo de una transformación estructural de los modelos económicos de los centros y las periferias globales (Harvey, 2007). Desde la segunda mitad de la década de los 70, hasta mediados de los 80, las transformacio-nes económicas, políticas y sociales, comienzan a acelerarse, se vive una transición desde el patrón industrial de reproducción del capital, hacia el nuevo patrón exportador de especialización productiva, construyendo así un mapa de regiones que se focalizaron en modelos extractivistas de producción con la excusa de las ventajas comparativas para el desarrollo del mercado mundial (Cardoso, 1968; Wallers-tein, 1996). Estos cambios acontecen en un escenario de reorganización de la economía mundial y en un cambio de fase en el modelo de acumulación, este proceso altera las economías nacionales, la división axial del Trabajo, y establece nuevos parámetros en el ciclo del valor del capital (Aglietta, 1981). El pacto entre el capital y el trabajo, que se basaba en que el trabajo tenía una participación creciente en las ganancias, se quiebra, y el capital financiero comienza a emerger como el articulador de las economíasnacionales y globales. Durante el período, las ganancias del capital disminuyeron drásticamente, por lo que el sistema de acumulación capitalista comenzó a arrasar con los esquemas que habían mantenido una relativa estabilidad en el plano económico donde el trabajo asalariado había sido el gran protago-nista (Wallerstein, 2004; Mies, 2019).

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La reorganización de la producción y la circulación de mercancías de capitales se alteró, por lo tanto, se buscaron nuevos nichos para extraer plusvalía. Esto se hizo a partir de ajustes “espacio-temporales” (Harvey, 2007) con el objetivo último de que la crisis comenzara a desplazarse geográficamente, cons-truyendo así una estructura global de economía financiarizada en red (Mies, 2019). Para recuperar las tasas de ganancia para el capital, se expolió —aún más— el trabajo, de modo que, los salarios reales disminuyeron y los derechos laborales conquistados en el siglo XX fueron cercenados y flexibilizados. Todo esto se realiza bajo un esquema de derechos mercantilizados y un Estado subsidiador del capital, así, los programas económicos protegidos de los países quedaron al arbitrio de las finanzas globales y la clase trabajadora se empobreció sistemáticamente (Harvey, 2007; Narbona & Páez, 2014).

Esta reorganización del modelo de acumulación capitalista, sorprende a Chile en un proceso histórico inédito, el ascenso al poder de Salvador Allende y la “Vía chilena al Socialismo” fue una experiencia sin precedentes que se seguía atentamente desde distintas partes del mundo, el gobierno de la Unidad Popular contaba con el apoyo transversal de todas la fuerzas de izquierda a nivel global y fue una espe-ranza renovada para construir un proyecto socialista que se originara desde una elección popular y no en una revolución armada (Winn, 2004) (Garrido, 2015). Ante este escenario las clases dirigentes debían actuar, las rencillas de la década pasada se dejaban atrás para coartar el proceso de la Unidad Popular, a pesar de sus conflictos internos la burguesía no había perdido su poder social y lo dejó de manifiesto en 1973. El proceso de restauración de clase que vivió Chile se cimentó sobre la necesidad de mantener el control y el orden del país por parte de las elites, en este escenario de profunda transformación, no era una opción la distribución equitativa de la riqueza, tampoco se podía permitir el rol activo del Estado benefactor. La Unidad Popular fue el enemigo común a derrotar, ya que transgredía el “acuerdo funda-mental” (Wright Mills, 1956) de la elite y cuestionaba la posición dominante de las clases dirigentes.

Tras el golpe cívico-militar, no existía consenso en las elites respecto a la dirección que debía tomar Chile, las disputas en torno a cuál era la mejor estrategia de desarrollo para el país fueron trascenden-tales en los primeros años de dictadura, a pesar de las presiones de un sector que buscaba el fortale-cimiento del Estado (Gárate, 2012; Narbona, 2015), la discusión se resolvió en favor de un programa neoliberal liderado por economistas de la Universidad Católica (CEP, 1992). Chile es estudiado como el principal y más temprano caso de ortodoxia monetaria, se caracterizó por su profundidad y extensión en el tiempo, en ese sentido, Chile se configura como un precedente y laboratorio para las políticas que luego se instaurarán en América Latina (Ffrench-Davis, 2004; Harvey, 2007). El proyecto neoliberal fortaleció sus alianzas con el capital extranjero y suprimió los “acuerdos de clase” con los sectores populares, eliminando todas las restricciones que se le ponían al capital para su acumulación sempiter-na. La instauración de este sistema, tuvo distintas consecuencias, pero una de las más relevantes es la pérdida de la centralidad del trabajo, esto repercute de forma negativa en la integración de la clase traba-jadora al proyecto del país, el trabajo como eje de desarrollo perdió centralidad, por tanto, el avance de los sectores obreros y de la clase media se veda, la crisis de la Edad de oro del capitalismo, es también la crisis de la clase trabajadora (Cortázar, 1993; Narbona & Páez, 2014).

Legitimación y propaganda

Al finalizar la dictadura cívico-militar, dentro de la nueva coalición de poder había aires de triunfo, pero escaso margen y voluntad para transformaciones reales que permitieran desmontar el aparataje instalado en dictadura. El programa del expresidente Patricio Aylwin se titulaba “crecimiento con equi-dad”, esto porque los gobiernos postdictatoriales habían trazado una ruta que consistía en dos etapas; la primera crecer económicamente y la segunda etapa enfocada en reducir las desigualdades. La historia demostró que los posteriores gobiernos de la Concertación no avanzaron en el segundo propósito, las desigualdades persistieron y se profundizaron (Fazio, 1996; Ffrench-Davis, 2004). A pesar que efec-tivamente había aumentado la riqueza del país durante el periodo concertacionista, su distribución se

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mantenía desigual. Tempranamente, se instalaron las alertas respecto al plan de la Ex Concertación den-tro del mismo sector, tanto los ministros del Gobierno de Aylwin de la recién inaugurada Concertación de Partidos por la Democracia , como el CIEPLAN advirtieron las complicaciones del plan propuesto, una reforma por etapas no era lo idóneo, crecimiento e igualdad debían consolidarse de forma simultá-nea, esto porque los beneficiados del crecimiento no tendrían interés en redistribuir posteriormente, por lo que se podría pensar en un periodo de crecimiento, pero la segunda etapa quedaría truncada (Foxley, 2016). En este periodo, además del énfasis en el crecimiento económico, se pone especial atención a la gobernabilidad y a reforzar estructuras instaladas en la fase dictatorial, esto implicó disminuir la con-flictividad al mínimo y establecer mecanismos de “resguardo” a la democracia (Fazio, 1996).

Los primeros años de democracia se pueden entender como un periodo de “legitimación del nuevo régimen de acumulación”1 , las reformas estuvieron orientadas a blindar la estructura ensayada en dic-tadura, durante toda la década de los 90’ Chile experimentó una época de crecimiento económico, en que el incremento sostenido de la productividad del país se basaba en la inversión interna y la expan-sión de las exportaciones (Brenner, 1999). Los indicadores macroeconómicos mejoraron notablemente respecto a las décadas pasadas, lo que permitió un crecimiento sostenido (Ffrench-Davis, 2004). El desempleo disminuyó y los acuerdos tripartitos entre la Central Unitaria de Trabajadores/as (CUT), La Confederación de trabajadores/as del Cobre (CTC) y el Gobierno, mejoraron los salarios y condiciones de empleo con el objetivo de mantener a raya la conflictividad (Narbona & Páez, 2014). La bonanza económica también impacta en una reducción importante de la pobreza, que disminuye en un 44%, esta disminución de la pobreza responde principalmente a las transferencias estatales. En la actualidad, si sólo tomamos en cuenta pensiones contributivas y los ingresos del trabajo, la pobreza de mercado asciende a un 29% (Durán & Kremerman, 2018). En el periodo se masifica el consumo, los sectores populares tienen acceso a mayores y mejores bienes y servicios, esto sumado a la expansión del crédito entre la clase trabajadora, fueron la clave de la legitimación social del modelo (Moulian, 1997).

Los análisis triunfalistas del periodo fueron transversales, y, de hecho, se utilizaron como parte de la propaganda levantada por distintos sectores para legitimar el modelo de acumulación, entre las activi-dades de propaganda importantes de recalcar en la época concertacionista está la Exposición Universal de Sevilla en el año 1992, siendo este el puntapié inicial de un modelo comunicacional que respaldó la noción de Chile como país desarrollado (Richard, 1998). La propaganda del periodo se basó en una abultada agenda de viajes al extranjero por parte del ejecutivo, el fortalecimiento de las relaciones multilaterales y también en la exaltación de los empresarios como actores principales en el desarrollo país, la identidad que se construía en Chile estaba íntimamente vinculada a la necesidad de éxito en los mercados internacionales (Moulian, 1997). En el mismo período, El Mercurio acuñaba la expresión “Jaguar de América Latina” para comparar la fuerza de la pujante economía chilena con los llamados “tigres asiáticos” (Corea del Sur y Hong Kong) (Álvarez, 2009). Todo esto para reforzar el ideario del país como líder en la región.

pesar de que es en la década del 90’ cuando se legitima y refuerzan estas estructuras, la propaganda al sistema de acumulación instaurado en dictadura comienza antes; Augusto Pinochet declaraba en el Mer-curio el 24 de abril de 1987: “Nación es tratar de hacer de Chile un país de propietarios y no de proleta-rios”. El dictador, antes de dejar el poder, ya planteaba las bases de lo que en los 90’ sería desarrollado con obediencia por la Concertación, un modelo que se basa en el esfuerzo individual y la meritocracia, que aspira a ser propietario para “manejar sus tiempos” y no depender de nadie. Este sujeto se conver-tiría en la base de Chile “un país ganador” (Larraín, 2005). Ese mismo año Joaquín Lavín —posible presidenciable— publicó un libro que elogiaba la gestión del régimen, “Chile revolución Silenciosa”,

1Esta periodización está disponible y explicada en profundidad en Narbona & Páez (2014), La Acumulación Flexible en Chile: Aportes a una Lectura Socio-Histórica de las Transformaciones Recientes del Trabajo. Disponible en : http://www.fundacionsol.cl/wp-content/uploads/2014/07/Narbona_Paez_RPI_.pdf

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en el libro se apreciaba la imagen que Chile buscaba proyectar, caracterizaba al empresariado como la fuerza más dinámica en el periodo y proyectaba las privatizaciones de los derechos sociales como la mejor decisión en términos de eficiencia ante la inoperancia del Estado (Lavín, 1987). En 20 años, los trabajadores y trabajadoras fueron desplazados como los sujetos centrales, en su lugar, se pusieron los empresarios. Hubo tanta insistencia en suavizar el conflicto capital-trabajo, que a las personas asalaria-das se les empezó a nombrar ‘colaboradores’ y ‘partners’, invisibilizando cualquier identidad colectiva que pudiera emerger del trabajo, fue tanto el interés de contener el conflicto clasista que construyeron un imaginario en torno al emprendimiento como llave de acceso a todo lo negado como trabajador/a (Sáez, 2020).

Los límites de la acumulación y su retórica

Entrando al Siglo XXI, los auspiciosos números del siglo anterior no se sostenían, se estanca el cre-cimiento y se culpa a los trabajadores y trabajadoras por su falta de productividad (Riesco & Illanes, 2007; Narbona & Páez, 2014). Tras la crisis asiática, aumenta la desocupación, se expande el trabajo informal y la flexibilización era el horizonte del sistema de acumulación. El expolio sobre el trabajo aumentó de forma sistemática, los salarios se estancaron y la deuda comenzó a aumentar, todo en pos de proteger la tasa de beneficio del capital. Esto tiene que ver con que los países con desigualdades más grandes de poder e ingresos, comienzan a crecer a tasas más bajas y no logran sustentar sus tasas de crecimiento en el mediano o largo plazo (Fazio, 2006; Gálvez & Sato , 2020 -en prensa-). El fin del súper ciclo de los commodities a nivel internacional impactó el nivel de endeudamiento del fisco en la medida que su capacidad de captar ingresos se encuentra íntimamente relacionada con las oscilaciones en el precio del cobre, en ese sentido, avanza la depredación no sólo sobre la economía sino también sobre los territorios. La década del 2000, a pesar del boom económico y de crecimiento, fue una década perdida para los salarios de la clase trabajadora, para 1990 la diferencia entre el 5% más rico y el 5% más pobre era de 104 veces, para el año 2017, los ingresos del 5% más rico superaron en 252 veces los ingresos del 5% más pobre. Esto evidencia que las tres últimas décadas esta brecha acrecentó de forma exponencial y evidencia que la acumulación descansa en el expolio al trabajo (Durán, 2019).

En esta etapa también tuvieron cabida masivas movilizaciones sociales, se inauguraron el año 2001 con las protestas secundarias en el “mochilazo” y se profundizaron el 2006 con las movilizaciones de subcontratistas del cobre y nuevamente secundarios, el ciclo de protestas no se ha detenido hasta la actualidad. A pesar de que en el período se pudieron leer como sectoriales, se observa un hilo conductor en las demandas de las movilizaciones que se extienden durante las primeras décadas de los 2000, las movilizaciones transcurrieron con diferentes grados de masividad y radicalidad, pero con un eje común que era la exigencia por la recuperación de los derechos arrebatados y mercantilizados en dictadura. El año 2011 se observa un punto de inflexión, las demandas apuntaban directamente a la desmercanti-lización de los derechos, exigiendo educación gratuita garantizada por el Estado (Aguilera, 2012). Se habían dejado atrás las exigencias de mayor cobertura en créditos o becas, lo que dio paso a cuestionar el modelo educativo mercantil que especulaba con las ilusiones de las familias proletarias. La respuesta del sistema político y de los partidos del orden ante las manifestaciones de la primera dé-cada del 2000, fue proclamar el “Chile de todos”, la Nueva Mayoría anunciaba con bombos y platillos su programa de cambios estructurales, prometían desmercantilizar los derechos y “corregir” los abusos a los que todos los chilenos habían estado sometidos las últimas décadas, prometían acabar con las mi-serias y repartir de forma equitativa la riqueza que los trabajadores habían producido (Garretón, 2014). La Nueva Mayoría —instrumentalizando las justas demandas de amplias capas de la población— llega al poder, pero el gobierno que se autodenominaba de la calle no dio el ancho y se dedicó a darle aire a la olla a presión que era Chile.

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Es en este período de manifestaciones que se agudizan las críticas al sistema democrático y de partidos ¿Cuáles son los verdaderos alcances de la democracia representativa? (Garretón, 2014). A partir de los cuestionamientos sociales, se profesionalizan los mecanismos de contención instalados en las décadas pasadas para mantener la ciudadanía antipopular, se apostaba nuevamente a la desmovilización y la despolitización coartando los procesos históricos de los sectores populares (Sáez, 2016). La transición pactada afianzó la separación entre lo social y lo político, dejando en evidencia su ilegitimidad. La vocación antipopular que se extendía desde la dictadura, se convirtió en una de las herramientas más eficiente para apaciguar los conflictos.

El sistema político que emerge en la post dictadura, entroncó fácilmente en erigir un sistema político que le teme a la sociedad e históricamente busca encausarla, controlarla y contener la movilización. El sistema político postdictatorial o de transición, es un esquema carente de legitimidad que permanen-temente excluye a vastos sectores sociales de decisiones soberanas y plantea la desmovilización como horizonte por el profundo temor a los sectores organizados (Ruiz, 2007). Los pactos de la transición que se extienden hasta hoy, se construyen con el interés de mantener el control y la gobernabilidad limitando la autonomía de la clase trabajadora, separando lo social y lo político en esferas separadas.

En la actualidad, el articulador de la vida es el mercado, el que modela las conductas y expectativas de las personas. El proyecto social de la dictadura se basó en el mercado y así se construyó hasta el presente. El mercado como amo y señor conduce un proceso “modernizador” que intercambia la acción colectiva organizada por estudios de impacto de la tecnocracia alojada en los thinks tanks financiados por partidos políticos. El mercado aplasta distintas dimensiones de la sociedad, y la tecnocracia como aliada mantiene el control que ahoga las fugas de resistencia (Dávila, 2010). Sin embargo, la soberanía del mercado no afecta a todos por igual, ya que el capital constantemente escapa de las regulaciones mercantiles armando monopolios y colusiones que afectan directamente el discurso del “libre merca-do”. Entonces, el mercado ha reemplazado la organización colectiva, y ha actuado como regulador y conductor del anhelado progreso, la democracia participativa aporta para mantener la gobernabilidad, pero no es capaz de regular y conducir procesos sociales debido a sus niveles de ilegitimidad.

La crisis del sistema capitalista actual tiene que ver con la incapacidad para satisfacer las necesidades de bienes y servicios para las personas, sabemos que es un sistema exitoso en generar riqueza para pocos y también que su objetivo es acumular, por lo que no tiene entre sus prioridades generar meca-nismos de redistribución efectivos. En esa línea, el Estado subsidiador de capital, refuerza la exclusión, la focalización de las políticas públicas y asegura los márgenes de ganancia para los grandes grupos económicos.

Es así, como el Estado antipopular, junto a un mercado desatado que extrae ganancia de todo lo que se le permite, expolia no sólo el trabajo asalariado sino todos los ciclos de valor que están asociado a él (Carrasco, 2019), habilitando así otros procesos de desposesión como el endeudamiento, utilizado por los hogares como ingreso complementario a los del trabajo, ya que los salarios están desalineados del costo de vida (Graeber, 2012). En una trama donde los ciudadanos se identifican por su estado de consu-mo, estas inequidades y despojos por parte del Estado y el capital se convierten en frustraciones que se enfrentan a los discursos de progreso y desarrollo, porque tras los slogans de “Crecer con igualdad” se escondían los créditos universitarios y de consumo que no garantizaron derechos sociales, sólo mayores niveles de endeudamiento (Kremerman, Páez, & Sáez, 2020).

En este sentido, es importante develar la farsa tras la propaganda de “Chile, un país ganador”, o que “Chile es un país de clase media”. La retórica progresista, que se vale de índices como la disminución de la pobreza, el aumento del PIB per cápita, el ingreso masivo de las mujeres al trabajo remunerado, la ampliación del acceso al crédito, y, especialmente, el aumento de la clase media; constituye el discurso que la derecha económica

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y parte del progresismo han utilizado para justificar las desigualdades abismantes de este territorio, y lo han utilizado como prueba del éxito del modelo chileno no sólo a niveles económicos sino también políticos, estableciendo un estándar de nación estable y democrática.

La normalidad es violenta

Las manifestaciones de octubre del 2019 en Chile, deben leerse con una perspectiva histórica de largo plazo ya que son la respuesta a una política neoliberal extrema y un Estado persecutor, a pesar de los eventos coyunturales de septiembre y octubre del 2019 (frases desafortunadas de autoridades política, aumento del pasaje de la micro y servicios básicos) se puede observar que hay un hilo de continuidad en la impugnación de la sociedad ante las políticas privatizadoras y mercantiles instaladas en las últimas décadas. Las personas que se movilizaron entre octubre del 2019 y marzo del 2020, tienen una confor-mación heterogénea, pluriclasista y sus demandas son radicales porque exigen la desmercantilización de la vida, a pesar de que se puedan observar demandas sectoriales, hay un relato unificado.

Salieron a las calles las personas a las que las elites les habían hablado en las décadas pasadas y de las que se habían enorgullecido porque eran la demostración del desarrollo nacional; la “clase media emergente”, la “nueva clase media” o la “clase media vulnerable”, todas esas personas que fueron enca-silladas con eufemismos que sólo buscan ocultar la precariedad e incertidumbre que cruzaba sus vidas.

Esas personas salieron a la calle porque a pesar del ciclo de bonanza económica para la elite, a ellos noles alcanza con los $400.000 líquidos al mes2, ya que su empleo es de jornada parcial y de baja califica-ción3, porque cuando quisieron levantar un “emprendimiento” como oportunidad para salir del empo-brecimiento se dieron cuenta que estaban condenados a una empresa informal y que no les alcanzaba ni para el salario mínimo4, así se vieron obligados a endeudarse como el 82% de la población porque con lo que ganaban no alcanzaban a pagar lo mínimo para vivir5.

Este periodo, caracterizado por el desmantelamiento de las coberturas y la caída de la calidad de los bienes públicos fundamentales (salud, educación, previsión social y vivienda), sumado a un sistema impositivo regresivo, que resguarda las grandes fortunas, son el caldo de cultivo para que las personas sin vías de integración al Estado o al Mercado decidieran enfrentarse de forma inorgánica al orden de miseria que reina en Chile. La propaganda de Chile como país de clase media no se puede sostener más, ya que la realidad material deja de manifiesto los límites de la ilusión de estabilidad y desnuda el empobrecimiento de los hogares (Durán & Kremerman, 2018). El fraude de Chile como país de clase media, jaguar de Latinoamérica o país de propietarios se devela, quienes podrían no ser pobres según las clasificaciones del Ministerio de desarrollo social, pueden caer en su categoría rápidamente, si pierden el empleo, si enferman ellos o alguien de su núcleo, o si llegan a jubilarse, esta precariedad2El 50 % de los trabajadores chilenos gana menos de $400.000 y prácticamente 7 de cada 10 trabajadores menos de $550.000 líquidos. Referencia en Durán & Kremerman (2019). Los Verdaderos Sueldos de Chile, Panorama Actual del Valor de la Fuerza de Trabajo Usando la ESI 2018. Fundación SOL.

3Desde 2010 hasta junio de 2020, se registra una creación neta de empleos que supera el millón, pero observamos que un 26,5 % corresponden a asalariados externos (suministro, enganche o tercerización) y el 26 % son empleos por cuenta propia, la gran mayoría de baja calificación y en jornada parcial, dando cuenta de componentes estructurales del empleo de la última década. Referencia: Doniez & Gálvez (2020). Análisis crítico de la agenda laboral del gobierno. Fundación SOL.

4Un 52,1 % de las empresas informales tiene 10 o más años. Esto da cuenta que no necesariamente las actividades informales son transitorias, determinando las condiciones de la actividad durante décadas y un 48,5 % de los micro emprendimientos ape-nas logra generar ganancias iguales o inferiores al Salario Mínimo. Además, un 74 % de los emprendimientos son informales. Referencia: Sáez (2020). Emprendimiento y subsistencia: Radiografía a los microemprendimientos en Chile. Fundación SOL.

5XXVIII INFORME DE MOROSIDAD DE PERSONAS, PRIMER TRIMESTRE 2020, disponible en: https://assets.equifax.com/assets/chile/XVIII-Informe-Deuda-Morosa-de-Personas-1-Trimestre-2020.pdf

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estructural del sistema y la indolencia de la elite ha quedado de manifiesto en la pandemia del CO-VID-19. Los hogares han enfrentado esta crisis sanitaria y social con el mínimo apoyo del aparato estatal que intenta susbsanar la falta de ingresos de los hogares con más deuda6.

Durante la última década, la autodenominada clase media, se percata con asombro que no lo son y que podría ser que nunca lo fueron. La clase media emergente, clase media vulnerable o la nueva clase me-dia, son eufemismos para referirse a la clase trabajadora con altas probabilidades de empobrecimiento y con poder de endeudamiento, la construcción ideológica tras el discurso de Chile como país “ganador” esconde intereses políticos que tienen como objetivo suavizar el evidente conflicto de clase que Chile lleva en las entrañas desde el siglo pasado. Estos dispositivos ideológicos, junto a la meritocracia como mecanismo infalible de ascenso social basado en el esfuerzo individual de las personas, dibuja bien el modelo que se busca transmitir a la clase trabajadora. La revuelta popular de octubre carga su propia historicidad teñida de desigualdades, frustraciones individuales y colectivas, precariedad heredada y “el miedo inconcebible a la pobreza”. La última década es clave, porque la sociedad chilena comienza a tener la certeza de que la desigualdad social y económica, la precariedad en el empleo, la inestabilidad de ingreso y la angustia por un futuro incierto, no es sólo patrimonio de los sectores más empobrecidos.

El programa de desposesión que llevaron a cabo el Capital junto al Estado es la causa de la frustración social, y las personas, al encontrarse lejanas a las instituciones política tradicionales, comienzan a reem-plazarlas por comunidades de organización horizontal, la convivencia social y la solidaridad ensayadas durante octubre hoy se vuelven más vigentes ante la incertidumbre del futuro.

Para resolver el conflicto desatado en octubre del 2019, el poder desplegó todas sus herramientas de contención social y resolución de crisis; represión militar, cambios de gabinete, acuerdos sociales y hasta el triste espectáculo de empresarios y políticos pidiendo perdón en los canales nacionales. La ira social sobrepasó los clásicos mecanismos de desarticulación procedentes de la elite y hoy día tiene otros desafíos y horizontes de conquista, la identificación como clase trabajadora, como sujetos colectivos, como un pueblo que camina y recupera lo arrebatado a través de la organización colectiva y la impugna-ción al poder, es fundamental para enfrentar el próximo ciclo que trae más incertidumbres que certezas.

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