democracias intervenidas por títeres sin cabeza · la novela policíaca se presta muy bien a este...

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OSCAR ENRICO TREVERE TERTUESA Democracias intervenidas por títeres sin cabeza Cadáver exquisito Colección Cercanías Ediciones Irreverentes

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OSCAR ENRICO TREVERE TERTUESA

Democracias intervenidaspor títeres sin cabeza

Cadáver exquisito

Colección CercaníasEdiciones Irreverentes

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Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento y elalmacenamiento o transmisión de la totalidad o parte de su contenido por cualquiermétodo, salvo permiso expreso del editor.

De la edición literaria © Nelson Verástegui© Carlos Augusto Casas, Elena Marqués, Félix Díaz, Joan Llensa, José G. Cordonié, JoséLuis Ordóñez, Julio Fernández Peláez, Mar Cueto, Miguel Ángel de Rus, Nelson Veráste-gui, Paloma del Palacio, Paloma Hidalgo, Sara García-Perate y Susana Corcuera Mayo de 2013Ediciones Irreverentes S.L.http://www.edicionesirreverentes.comISBN: 978-84-15353-56-0Depósito legal: M-14035-2013 Diseño de la colección: Dos Dimensiones S.L.Maquetación: Absurda FábulaImprime: PublidisaImpreso en España.

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Prólogo

Estamos seguros de que usted, estimado lector, se va a entretenercon este libro que trata de los eternos temas de siempre: el amor, lavida y la muerte. Descubrirá un relato contemporáneo en el que seplasman las preocupaciones del mundo en que vivimos: crisis econó-mica, corrupción de las clases dirigentes, movimientos terroristas,contrarrevolucionarios, manipulación de la información, complotstemidos por las grandes potencias. En fin, el temor de lo que vendráy que amenaza con ser muy malo. No crea que es un relato pesimis-ta. También exploramos y buscamos soluciones siguiendo diferentespistas. Es casi un exorcismo para sacarnos estas pesadillas de la cabe-za. Tómelo como una señal de alerta para reflexionar sobre el esta-do de descrédito al que han llegado nuestros dirigentes.

¿La solución vendrá de un equilibrio justo entre el egoísmo y elaltruismo que empuja tanto a individuos como a sociedades? Comodice el dicho: «ni tanto que queme al santo, ni poco que no lo alum-bre». Pero eso no es todo. Este libro es también especial por ser elresultado de un juego.

¿Qué niño no ha jugado a imaginarse mundos con sus amiguitosy a completar historias uno detrás de otro proponiendo una continua-ción a un cuento imaginario? O ese otro juego, que en francés llamanteléfono árabe, que consiste en contarle algo a una persona al oído paraque esta lo repita al oído del siguiente y así sucesivamente hasta lle-gar al final de la cadena, para entonces, oyendo lo que el último

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entendió, comprender a carcajadas que el mensaje fue completa-mente transformado por las incomprensiones y malinterpretacio-nes de los mensajeros intermediarios. O mezclar en un relato nuevoelementos de otros haciendo aparecer por ejemplo a la CaperucitaRoja, la Bella Durmiente y los Tres Cochinitos en un mismo cuentorecompuesto.

Este libro tiene parentesco con esos otros juegos. Es productode un ejercicio literario llamado cadáver exquisito. La Wikipedia lo defi-ne así: «el cadáver exquisito se juega entre un grupo de personas queescriben o dibujan una composición en secuencia. Cada personasólo puede ver el final de lo que escribió el jugador anterior. El nom-bre se deriva de una frase que surgió cuando fue jugado por prime-ra vez en francés: “el cadáver exquisito beberá el vino nuevo”. Enresumidas cuentas se combinan cosas de una idea agregando ele-mentos que pueden o no pertenecer a la realidad».

El movimiento de surrealistas franceses lo practicó por allá en1925 con una regla muy sencilla: armar una frase usando un sustan-tivo seguido de un adjetivo seguido de un verbo y de su complemen-to. Para escribir con este método una novela que tenga sentido esnecesario leer todo lo que han escrito los anteriores y no solamenteel último fragmento. Cada autor se las ingenia para ponerle trampasal siguiente con el fin de dificultarle su tarea. El resultado es sor-prendente.

La novela policíaca se presta muy bien a este ejercicio, ya quecada autor en realidad se siente como un detective investigando lossucesos de los capítulos anteriores sin saber qué va a pasar en lossiguientes. Usted, estimado lector, déjese atrapar por la trama y sáque-le gusto hasta el final.

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Es como una carrera de relevos o postas en la que un equiporecorre un trayecto determinado pasándose como testigo un tuborígido tratando de llegar de primero a la meta. El resultado es la sumade los esfuerzos de cada uno de sus participantes. Aquí estábamoscompitiendo con nosotros mismos con un plazo de una semana detrabajo para cada capítulo. En realidad los capítulos largos son los queconstituyen el núcleo del cadáver y los chicos han servido para darlemás coherencia y ritmo al conjunto; son las pinceladas finales.

Hemos sido catorce participantes y nos hemos divertido muchoen este intento. Por orden alfabético se trata de: Carlos AugustoCasas, Elena Marqués, Félix Díaz, Joan Llensa, José G. Cordonié,José Luis Ordóñez, Julio Fernández Peláez, Mar Cueto, Miguel Ángelde Rus, Nelson Verástegui, Paloma del Palacio, Paloma Hidalgo, SaraGarcía-Perate y Susana Corcuera. Al final del libro descubrirá quiénha escrito cada parte, así como una corta presentación de cada autor.El seudónimo del grupo, Oscar Enrico Trevere Tertuesa, es el ana-grama fabricado con las letras de «catorce autores irreverentes».

Se podría decir que la literatura no es más que un gigantescocadáver exquisito en el que los autores nuevos se inspiran en lo ya escri-to por los antiguos para continuar la cadena. La vida misma sigue elmismo método de las carreras de relevos. Ahora todos llevamos el tes-tigo para dejárselo a las generaciones que nos sucederán. Aquí que-da pues un eslabón de esa larga cadena.

NELSON VERÁSTEGUI

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I

Por mucho que se hable del sexto sentido de los animales no pare-ció que los monos de Berbería presintieran la explosión. Hay quienlos considera seres inteligentes, pero siguieron comiendo pipas ycacahuetes y sodomizándose inmutables mientras sucedieron loshechos. Algunos se desparasitaban. Quizá esa sea su forma de inte-ligencia.

Gibraltar es el centro de la piratería británica, en el extremomeridional de la Península Ibérica, asilo de tahúres con as de dia-mantes y comodín en la bocamanga, gafas del sol y cigarro de grifa,puerto franco para el tráfico de mujeres, drogas, tabaco, armas ycualquier objeto de valor, protegido por la base aeronaval de las fuer-zas armadas británicas para el mejor desarrollo de sus funciones cor-sarias —Gloria y loor a los británicos almirantes que enriquecen losprostíbulos y las tabernas sucias y baratas del sureste de las Espa-ñas, cantan las muchachitas perdidas de La Línea— lo que es tradi-ción histórica noblemente mantenida por la Corona Británica; unamonarquía tan de opereta y guardarropía como el resto de las monar-quías del continente que iluminó al mundo, egregias casas de borra-chos, putiferarios, descuideros y tontos eméritos con doctoradoshonoris causa y olor a pólvora, cera e incienso de sacristía y perfumeavainillado de burdel.

El histórico Monte de Táriq o Mons Calpe, —proa enhiesta dela patria que se hunde desde los tiempos del rey bobo que daba palo

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a la burra blanca y a la burra negra— no tendría más valor que losexcrementos de los macacos que lo pueblan si no fuera porque no sólotiene funciones delictivas loablemente desarrolladas durante sigloscon el mismo delicado y sublime empeño con el que familias de arte-sanos se dedican generación tras generación a labrar la plata, el espar-to o el barro, sino que es el puerto de control militar del Mediterráneo,imprescindible para la vigilancia de la Pax Americana y, principalmen-te, los intereses energéticos del Imperio. Pasados los tiempos del roboa barcos españoles, es el siglo del atraco del petróleo árabe. Así pues,dada su importancia estratégica, resulta extraño, por no considerarloimposible, que alguien pueda colocar un potentísimo explosivo deba-jo de las alcantarillas por las que debe pasar el coche oficial del enve-jecido príncipe Charles —con sus eternos trajes de vendedor degrandes almacenes de poca fortuna— y la mujer que este compartiódurante décadas con el señor Parker Bowles: Camilla, su actual espo-sa, cuya belleza no ha sido loada por los más destacados poetas, ya quehay hazañas que ni el hambre ni el deseo de gloria permiten perpetrar.

No obstante la dificultad intrínseca del logro, alguien ha pensa-do en una muy cristiana ascensión a los cielos de la pareja. Alguien,quizá una persona, quizá una institución o un grupo de intereses, hatramado perfectamente la colocación de bombas con temporizador—activable a distancia— en dos puntos por los que debe pasar elregio coche del ebrio soberano y su esposa. Gibraltar ha sido, desdeque hay recuerdo, lugar ajetreado y de choque de provechos; Torresde Hércules por las que pasaron griegos, fenicios, romanos, vándalos,bizantinos, musulmanes, españoles y finalmente la ávida corona bri-tánica, por lo que no es extraño que intereses oscuros sigan traman-do sobre tan exiguo terreno.

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Quizá tuviera que ver con los hechos que sir A.J. había enferma-do repentinamente por su afición al vino blanco Barbadillo, al fino deMontilla, al brandy de Jerez y al polvo banco que mancha la nariz e ilu-mina el cerebro, y que el movimiento de marejada de su cama leimpedía centrarse en sus labores habituales. Quizá pudiera deberse aque los miembros del Regimiento Real de Gibraltar se daban a lapráctica desenfrenada de las relaciones sodomitas entre ellos mis-mos o a sus trabajos esporádicos en la economía negra con produc-tos prohibidos —cada cual lo suyo—. Lo cierto, es que Charles yCamilla parecían acercarse a su fin entre los aplausos desvaídos de lospaseantes, cansinos en sus movimientos por la influencia del fuerteviento de Levante que trae la agonía de vivir desde el desierto delSahara.

Salieron del aeropuerto, antecedidos por coches y motos oficia-les, por la avenida Winston Churchill, que lo cruza, y por la cual se diri-gieron al casco histórico de Gibraltar. Quizá tuvieran la determinaciónde ir a perderse entre los edificios andaluces, portugueses y moriscosde la calle principal para comprar tabaco de contrabando. O tal vezpretendieron darse un mínimo baño de masas.

Lo cierto es que por una décima de segundo hubo un silencioextraño bajo el suelo, el Daimler DS 420 pareció detenerse paratomar impulso, y antes de que nadie pudiera comprender qué habíasucedido, el pesado coche voló por encima de un edificio, comouna gaviota reventada llena de sangre, olor a explosivo y metalesretorcidos.

La caliza y la pizarra del montículo parecieron vibrar con la deto-nación. Los monos de Berbería siguieron comiendo pipas y caca-huetes y sodomizándose inmutables mientras sucedieron los hechos.

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* **

Si hubiera tenido puesta la televisión habría podido ver la ascensióna los cielos de Camilla y Charles, súbitos santos británicos, o inclusolas primeras reacciones de políticos que condenaban los luctuosos hechos,pero estaba más preocupado en esperar que aquella muchacha conacento rumano se vistiera de una maldita vez y dejara de mostrarle latristeza de la carne sin excitación. Cuarenta y cinco años después denacer y miles de copas de armagnac, aquel periodista escéptico, divor-ciado, depresivo y dipsómano había llegado a la conclusión de que elcuerpo femenino es bello cuando lo amas, y que cuando se exhibe sinpudor a la multitud o cuando es mercenario, se convierte en carne,como la expuesta en cualquier mercado. Y nunca habría sentidopasión ni por un entrecot poco hecho ni por una mujer fácil; hayesquinas que uno no quisiera doblar nunca. A pesar de ello, a vecescontrataba un cuerpo por una hora, para desahogar las urgencias ysentir después un poco más de asco de sí mismo.

Depositó los noventa euros pactados sobre la mesilla, miró conla vista perdida el desnudo pintado en colores llamativos que teníasobre su cama, y se dirigió al teléfono, que sonaba con la insistenciapropia de las malas noticias.

—¿Puedo pasar al cuarto de baño? —dijo desde una esquinacon acento un tanto hastiado la muchacha.

—Tómate el tiempo que necesites. ¿Sí? ¿Quién es? ¡Diga!Quedó en silencio. Le llegó por el auricular el sonido de una voz

femenina; una voz educada, quizá de unos treinta años, sin duda unamujer acostumbrada a debatir. Por el modo de presentarse, su inter-

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locutora estaba bien informada; sabía que la relación que él teníacon el periodismo —su antiguo amor— era conflictiva, que odiabaa los huelebraguetas y a los palafreneros que suelen ocupar puestosdirectivos, y que por ello estaba un tanto desplazado de los centros dedecisión, aquellos en los que se gana el suficiente dinero para tomarel mejor alcohol, las mujeres más guapas y estilizadas, las drogas a lamoda y en los que se recibe los mejores regalos, a veces incluso lalimosna de una basura privada de algún enemigo público, para que seael periodista quien lo destroce.

—No sé por qué vas a llamarme para contarme algo impactan-te —respondió el periodista, con voz hastiada, tras escucharla. —Situvieras algo bueno de verdad lo venderías, no se lo regalarías a unperiodista que lleva muerto demasiado tiempo.

—Toma papel y bolígrafo —apremió su interlocutora, al parecerpreparada para la desgana de aquel hombre.

Maquinalmente lo hizo. Su gesto denotaba que no se podía espe-rar gran cosa de aquella llamada, —de hecho, no esperaba nada, engeneral— pero el instinto podría engañarle. Hubo tiempos en que cre-ía en su sexto sentido, pero no se acordaba con claridad.

—La muerte de Charles y Camilla está relacionada con las acti-vidades de varios grupos antisistema que han decidido unir sus fuer-zas: Indignados españoles e islandeses, independentistas occitanosy escoceses, comuneros castellanos, miembros antiglobalización deParís y Ámsterdam, griegos furiosos y el 132 mexicano, entre otros.Es sólo el comienzo. La mayor parte son jóvenes entre veinte ytreinta y tantos años, preparados, universitarios que han decididoque es hora de acabar con la farsa de la democracia, con la castadominante. Hay algunos cabecillas más veteranos, pocos. Pero han

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comprendido que la única forma de cambiar el mundo es actuarcon contundencia en todo el planeta.

—Una especie de nuevos trotskistas —interrumpió el hombre,con la media sonrisa propia de un escéptico que se encuentra con undéjà vu demasiado hermoso para ser real, —pero con tecnologíasmodernas. Suena interesante. Demasiado bello y necesario comopara que haya la más mínima esperanza de que sea cierto. Perdóna-me si no lo tomo muy en serio.

No hubo ni un segundo de silencio al otro lado del teléfono.Aquella voz femenina tenía una gran determinación.

—Si no te interesa, llamaremos a otro. Pero plantéate si hay algu-na razón para que te hayamos llamado precisamente a ti. Tú lo sabescasi todo y no crees en nada. Eres el hombre perfecto.

Se separó un momento el auricular, miró alrededor, las paredescubiertas de libros, alineados en estanterías y atochados, también enla habitación que podía ver desde el salón. Había una pequeña torrecon carpetas que contenían recortes de periódico encima de la mesa.Sintió que unas manos inmensas y fieras le agarraban el aparatodigestivo y se lo estrujaban. Si no fuera porque ya no podía llorarmás que por aquello que lloró hacía muchos años, hubiera juradoque los ojos se le humedecieron un instante. Del cuarto de baño le lle-gaba el sonido de la ducha.

—Sigue.—El próximo va a ser el ministro de defensa de un país de la

Unión Europea. Era un cargo directivo de una empresa que fabrica-ba bombas de racimo. El gobierno de su país las prohibió y esaempresa demandó al Estado. Tras las elecciones, el nuevo partidoque entró en el poder nombró a ese ejecutivo, precisamente a ese

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tipo, ministro del interior. Su primera decisión fue entregar cuaren-ta millones de dinero público a esa empresa como compensación. ¿Teinteresa?— Su respiración se agitó. Era como si comenzara a revivir.—Pero no te doy el dato para que lo uses, sólo para que, cuandosuceda, comprendas que te hemos elegido a ti. Eres de las pocas per-sonas que saben que eso va a suceder.

Era como si hubiera tomado una tras otra cuatro tazas de cafébien cargado. Sentía bombear el corazón como no lo hacía desdealgunos años atrás.

—No diré nada. Ese hijo de puta merece que se le corten lostestículos, que se los hagan tragar, y mientras se está ahogando, jus-to antes del último suspiro, le peguen seis tiros entre ceja y ceja. Yolo ejecutaría y lo televisaría gustoso para que el resto de bastardos delmundo aprendieran la lección.

Si bien las sonrisas no se escuchan. Comprendió que al otro ladodel teléfono aquella voz femenina sonreía de una forma abierta.Había hecho feliz a una mujer, el día ya había valido la pena.

—¿Tengo que ir a Gibraltar y seguir desde allí la información?—No. La información no está nunca donde suceden los hechos,

sino en otro lugar, donde se tomaron las decisiones. Tienes una citadentro de tres horas en el café El Espejo. Es un sitio con aspectomodernista, digamos que elegante.

—Lo conozco.—Allí estará, tomando un café, un hombre al que sólo puedo

definir con una palabra, grande. Tendrá un libro sobre la mesa. Pidealgo y sincroniza el ritmo de tu bebida con el de ese hombre. Tenpagada la consumición para poder salir rápido. Él se irá dejandosobre la silla el libro. Cógelo y dile de forma clara a los camareros que

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ese hombre lo ha olvidado. Afirma que se lo llevas. Síguelo y encuanto te hayas alejado lo suficiente para no ser visto, vete a dondemejor te venga. Dentro de ese libro hay una memoria externa con lasuficiente documentación y medios de contacto como para queempieces a organizar tus artículos. Si sabes manejar ese material, te vana pagar en oro y te reverenciarán.

—Pero… es absurdo. No tengo ninguna intención de informarsobre lo que pueda ocurrir, no pienso delatar a nadie. No compren-do qué pretendéis…

—Que con tus informaciones demuestres que eres quién mássabe de lo que está comenzando a ocurrir. Y que des pistas sobrelos acontecimientos venideros: lo suficientemente buenas como paraconvertirte en el principal experto sobre estos hechos que se van aencadenar en el mundo, pero con las dosis de error necesarias para quelas conclusiones a las que puedan llegar los servicios secretos de losdiversos países siempre sean erróneas.

Escuchó la puerta del cuarto de baño al abrirse. Salió la mucha-cha rumana, recién duchada y sin pintar. Estaba mejor, así. Com-prendió que no podía acabar la conversación.

—Tengo que dejarte, pero resuélveme una duda. ¿Es cierto quelos monos de Berbería tienen sida?

—Sí, —rio la voz femenina. —Es una buena noticia para Espa-ña. Cuando muera el último de los monos Inglaterra devolverá elPeñón a España. —Las carcajadas volvieron a escucharse, no confuerza, era una mujer sin duda muy bien educada, pero sólidas, brillan-tes y amables. Pensó que la risa salía de un cuello largo, fino y blan-co y sintió la necesidad de besarlo. —Pero no puedes figurarte quiénse lo transmitió al primero de esos monos tan feos.

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—Alberto de Mónaco. —La media sonrisa del periodista deno-taba el desprecio que sentía. —Le parecen más sexys que esa extraor-dinaria y triste mujer con la que se ha casado. Lo he leído en lasrevistas para analfabetas de la peluquería.

—No me mientas. Tú nunca entras en una peluquería. Evitasllevar el pelo como los demás, porque los desprecias. Vistes elegan-te no porque te resulte cómodo, sino porque no quieres parecerte aellos. También sabemos eso de ti. ¡Feliz trabajo! Sólo me pondré encontacto contigo si es estrictamente necesario. No rastrees mi lla-mada, como todos los móviles son controlados por GPS no te llamodesde donde te puedes figurar. No podemos dejar pistas. Este teléfo-no va a desaparecer en unos minutos. ¡Suerte!

—Te quiero. —Fue el sorprendente fin de la conversación por suparte. Incluso él quedó impresionado al oírse.

Dejó el teléfono sobre la mesa. Si no hubiera olvidado qué mús-culos había que utilizar para formar una sonrisa franca de felicidad,lo hubiera hecho.

Sin duda, lo que pudiera suceder en un paraíso fiscal manteni-do a mayor gloria de los empresarios delincuentes del planetaimportaba poco. El tal Charles no era nadie en el ámbito internacio-nal. Tenía menos poder que la del jefe de las secretarias de la CasaBlanca. Sin duda aquel par de inútiles había sido usado sólo con lafinalidad de conseguir publicidad en el planeta: Si hubieran asesina-do a un científico o a un gran escritor, a nadie le habría importado,pero la muerte de aquellos parásitos daría miles de veces la vuelta almundo.

—Toma, chica, treinta euros más. Una propina para que te com-pres un buen maquillaje.

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La muchacha los cogió con una sonrisa, pero sin decir una pala-bra de agradecimiento.

—Hazme caso, no uses esos sombreados en los pómulos y eserojo de labios. Pareces una puta. A tu piel le iría mejor un color delabios más discreto. Y quítate esa manicura estúpida de las uñas, sólola llevan las fregonas. —Le abrió la puerta intentando fingir una ama-bilidad que no le salía de dentro. —Hasta nunca, preciosa. Suertecon el negocio.

Al cerrar la puerta tuvo una visión. Los treinta mil globos rojosy blancos que se sueltan al aire el día de Gibraltar, ahora serían trein-ta mil globos negros de luto. Buena foto para hacer desde un avión.La idea le hizo reír, pero un dolor en la mandíbula le hizo parar.

* **

Al salir del café, anduvo hasta la escultura de Valera y allí dejó ellibro, sobre el regazo de la dama. Dejó perderse la vista en la Biblio-teca Nacional y de repente sintió una punzada en el corazón, casiidéntica a la que había sentido cuando conoció a cada una de lasmujeres que serían los tres grandes amores de su vida... Sobre todoa la última, la imposible, incapaz de romper con su marido y su vidacotidiana. Era la misma sensación de falta de aire, de electricidadrecorriéndole el cerebro. Allá cada cual si no creen en las señales deldestino.

Paró rápido un taxi. Entró en él y dijo seco «lléveme enfrentedel Congreso, rápido». Sabía lo que iba a suceder, lo sentía. Le habíavuelto aquella facultad que estaba agonizante en su cerebro. Volvía a

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tener la capacidad de reunir las informaciones dispersas y ver la ver-dadera realidad. El taxista intentó comenzar una conversación sobre«los esfuerzos del actual gobierno para levantar el país y la necesidadde mano dura, esa mano dura que sólo…» le pidió que se callará. Acambio le extendió un billete de diez euros.

—Es una propina. Acéptela, por favor, todo sea por un pocode silencio.

Cuando bajó del taxi, los diputados salían tranquilos. Alrededorde ellos, un grupo de periodistas jóvenes y en su mayoría mal vesti-dos, se acercaban con micrófonos a mendigar unas palabras. Él pre-firió entrar en un mesón cercano. Pidió una tapa de bacalao crudo,bañado en aceite y con guindilla y una copa de vino tinto. Sí, era unbuen lugar para que ocurrieran los hechos. Dejó el teléfono móvilsobre la barra.

Sin dejar de mirar hacia la puerta se puso unos auriculares. Escu-chó en una canción, a una muchacha francesa reconocer que nosiempre tenía las palabras necesarias, decirle a un hombre que si él leíaentre líneas, reconocería en su música las palabras que ella no habíasabido decirle. Ahogó con un trago de vino el recuerdo de aquel ter-cer gran amor que nunca existió y pidió un vino más. No deberíaestar triste, había sentido lo que allí iba a pasar y debía mantenerselúcido.

Después de tres copas de vino entró en el mesón un tipo depelo blanco, con ojos, ceño y nariz de cetrería, atravesada la frentede líneas irregulares que denotaban la turbulenta actividad mental delque está dispuesto a todo lo peor. El color claro de sus ojos queda-ba ensuciado por una turbulencia de maldad y depravación. Teníauna marca profunda, un pliegue en la piel de lagarto que descendía

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desde el nacimiento de la patilla hasta partirle la mandíbula, como unnavajazo marcado a fuego en décadas de inflexible desprecio por losdemás, de resoluciones totales, definitivas, implacables. Sí, sin dudaaquella mirada desprovista de cualquier bondad era la del ministrode defensa. Iba acompañado por otro político y seguido por dosguardaespaldas, pero le iba a dar igual.

Tomó el teléfono entre las manos. En cualquier momento podíasuceder. Él debería estar aún rondando las cercanías del café que lehabían indicado, pero sus interlocutores no contaron con la rapidezque en tiempos tuvo su mente. No se figuraron que estaría en ellugar de los hechos.

Apenas dos minutos después una moto de gran cilindrada sedetuvo frente al mesón. Los ocupantes del vehículo llevaban sen-dos trajes. Uno de ellos se apeó y se dirigió a la puerta del mesón. Elotro mantuvo la moto en marcha. Lo comprendió todo. Sonrió. Eraun juego y había sabido interpretar las claves. Preparó la cámara delteléfono móvil y la puso distraídamente a la altura de su estómago,nadie podía advertir sus movimientos. Cuando aquel hombre abrióla puerta, levantó el brazo y encañonó al repugnante tipo de miradacruel, el periodista disparó automáticamente la primera foto haciael cuerpo del político. Siguió disparando fotografías mientras la balaentraba en el cráneo de aquel padre de la patria, salpicaba líquidosrojos y grises, salía por entre sus ojos de mirada sorprendida y caía alsuelo ensuciándolo todo con su sangre.

El ejecutor subió rápido a la moto y huyeron.El periodista aprovechó los movimientos aturdidos de los guar-

daespaldas, sorprendidos en su desidia, los gritos, la gente agolpán-dose lo más lejos posible del cadáver, la estupidez general ante el

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embriagador aroma de la sangre y el espectáculo grandioso de lamuerte, para salir del mesón como si nunca hubiera estado allí; lamano sobre el bolsillo en el que había guardado el teléfono móvil. Losojos chispeantes de la felicidad de quien sabe que le van a pagar, porfin, todo lo que le debe la vida. Había sabido interpretar las señales denuevo y tenía unas fotos de un precio que sólo él podía calcular. Porfin sonrió abiertamente, por mucho que le dolieran los músculos dela cara.

Ver cómo muere un delincuente poderoso, de los que tiene tra-tamiento de Señor, secretaria y chófer, le había devuelto el buenhumor y la sonrisa.

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II

—30.000—Debe de estar bromeando. He dicho 60.000.Era maravilloso disfrutar de aquella sensación. Por lo desacostum-

brada y por la cantidad de justicia divina que encerraba.—No podemos llegar más que a 35.000.—¿De verdad? Pues mira qué pena.Sentado en uno de esos sillones que más que sostenerte el culo

te lo abraza, en una habitación de paredes de madera, con enormesmuebles de madera, frente a un hombre muy importante que en rea-lidad es una marioneta, de madera. Si uno sabía mirar bien podíaverle los hilos. El periodista estaba gozando de uno de sus escasosmomentos de gloria con los que la vida le había premiado.

—Bueno, bueno. No se levante. 40.000 y no se hable más.—Ya le he dicho que son 60.000 y me estoy empezando a cansar

de repetírselo.Aquel títere era el director y propietario de una de las más impor-

tantes revistas del corazón, aunque él rechazaba ese término por vul-gar. Prefería referirse al pasteleo que publicaba como «ecos desociedad». Había heredado la publicación de su padre, pero no suvista para los negocios, ni su capacidad negociadora. Por eso el perio-dista estaba allí, intentando sacarle el máximo posible por las fotos delatentado contra el ministro del interior en exclusiva. Y estaba dis-frutando de, por una vez, tener la sartén por el mango.

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—50.000, las ventas de la edición en inglés no paran de bajar y nopuedo permitirme una cifra mayor.

—Conmovedor, pero si me admites un consejo, no te pongas untraje de raya diplomática para ir a mendigar. No hace buen efecto. Yte repito que son 60.000.

Refunfuñando algo parecido a «pelagatos» y «muerto de hambre»,el hombre de madera sacó una chequera de un cajón de su despacho,y tras rellenarlo, le entregó al periodista un cheque por valor de 60.000euros. Este, a su vez, dejó sobre la mesa una memoria extraíble queel hombre de madera agarró en el acto.

—¿Y cómo sé que estas son las únicas copias de las fotos?—Por una vez en su vida, tendrá que confiar en un periodista.—Eso no lo he hecho nunca.—Es una buena premisa para seguir en la vida. Por cierto, ¿qué

va a hacer con las fotos?—Meterlas en un cajón y olvidarme de ellas. No pensaría que las

quería publicar.El periodista casi podía jurar que vio los hilos tensarse antes de

que la marioneta actuara. Los hilos del poder.

* **

Ya fuera del despacho, frente a un café solo con tres de azúcar, elperiodista hojeaba un periódico, más por costumbre que por interés.Tenía algo balsámico aquello de pasar páginas aunque, como habíaaprendido hacía tiempo, los diarios sólo publican dos verdades: lafecha y el precio. Lo demás… Quizás por eso ni se planteó tratar devenderle las fotos a algún periódico. Por eso, y porque sabía que en la

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revista le pagarían más. Lo que vende es el entretenimiento, no lainformación. Esa es la razón por la que las mentiras de los diarios soncada vez más divertidas. Se terminó el café y pidió otro. Tenía que pen-sar en cuál iba a ser su siguiente paso. En el periódico contaban quelos terroristas que acabaron con la vida del ministro del interior habí-an conseguido darse a la fuga, burlando a los escoltas. Una alarmacomenzó a sonar en su cabeza. Aquello no olía bien. Vale que lascalles cercanas al congreso son estrechas y que en una moto pudie-ron tomar direcciones prohibidas, pero de todas maneras aquello nocuadraba. Demasiados escoltas y demasiado fácil. El señor ministrodebía molestar a alguien. Y eso le hacía pensar que se estaba metien-do en algo gordo. Eso y la llamada de aquella mujer. No había vuel-to a saber de ella desde que ascendió a los cielos de cama en cama yse perdió en las alturas. De redactora de sucesos, como él, a conseje-ra delegada, directora adjunta, y no sé qué más. Dejándole abandona-do como un lastre para seguir ascendiendo. Y, de repente, la reinadel Olimpo se acuerda de este pobre mortal. Nada más y nada menosque para darle una exclusiva. No podía pensar con claridad, demasia-das interrogantes y demasiadas emociones. Necesitaba escribir. Cogióuna servilleta, un bolígrafo y dibujó una línea que dividía el papel endos mitades. Sobre una de las partes escribió: «Qué sé» y en la otra«Qué no sé».

—Bien. Lo que sé es que han asesinado al príncipe Carlos y aCamilla en Gibraltar. Lo que sé es que también se han cargado alministro del interior. Y sé que ambos actos están relacionados. Segúnlo que ella me dijo por teléfono, un grupo terrorista antisistema conconexiones internacionales estaría detrás de los dos atentados. Algoque, como mínimo, suena inverosímil. Los dos actos terroristas fue-

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ron minuciosamente planeados y llevados a cabo con precisión yprofesionalidad. Y eso es algo que no cuadra con lo que conocemoshasta ahora de los movimientos antisistema. Pero no se puede descar-tar totalmente que estén detrás. Vamos ahora con lo «Qué no sé».No sé cómo se escaparon los asesinos del ministro. No sé cómo ellatenía tanta información sobre los atentados incluso antes de que secometiera el último. No sé por qué me eligió a mí para contármelo.

No, definitivamente, aquello no pintaba nada bien. Ni siquierasiendo 60.000 euros más rico conseguía estar tranquilo. Arrugó laservilleta y la arrojó con desdén al sucio suelo del bar. Sabía lo quetenía que hacer. Coger el primer vuelo con destino al Caribe y olvi-darse de toda esa mierda, pero como tantas y tantas veces en su vida,no iba a hacer caso a su sentido común. Tenía una exclusiva, un asun-to bien gordo. Y aquella sensación, aquellas burbujas que explotabanen su barriga mientras la sangre recorría su cuerpo al doble de velo-cidad. Era mejor que el mejor de los polvos, mejor que la mejor de lasdrogas de diseño, mejor que el primer beso y mejor que diez nochesde reyes seguidas siendo niños. Una puta exclusiva es lo mejor.

* **

En un locutorio, el periodista accedió a la información de la memo-ria externa que le habían dejado en el café El Espejo. No habíamucho. Una fotografía de un hombre moreno, de rostro duro perosonriente. Ojos inteligentes en contraste con unos rasgos de bruto decampo. Bajo la foto un nombre. Kostas Papadopoulos. En las siguien-tes cinco páginas se detallaba la vida y milagros del tal Papadopoulos,

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junto a una dirección en Atenas. Miembro del Partido ComunistaGriego es expulsado del mismo por protagonizar varios actos desabotaje en entidades bancarias a principios de los noventa. Va dan-do tumbos de una organización izquierdosa a otra. Hasta que en el2000 se convierte en el líder de Estaka, una agrupación que mezclaideología anarquista, trotskista, maoísta y todo lo que huela a rojerío.Van en contra del capitalismo, de las democracias-farsas occidenta-les, de los ricos, de los empresarios, de los políticos y de todos los queno compartan sus ideas. Algo que al periodista le pareció muy prác-tico. Es bueno tener claro quién es el enemigo. En 2007, Estaka diosu golpe más sonado. Secuestraron al primer ministro griego mien-tras visitaba un burdel del que era cliente habitual. Le hicieron creerque también tenían en su poder a sus dos hijos menores y que losmatarían si no obedecía sus órdenes. El primer ministro se lo tragó.Y no tuvo más remedio que obedecer. Un striptease a ritmo de sirtakimientras se dirigía a la nación en términos como: «Sois todos unosborregos a los que desprecio profundamente y os llevo engañandodesde que estoy en el poder». Por supuesto, lo grabaron. Y, porsupuesto, lo colgaron en internet. A la semana el vídeo había sido vis-to más de 40 millones de veces. Ni qué decir tiene que la carrera deprimer ministro terminó.

—Una buena forma de joderle. Muy buena. Esta gente utilizó unaforma inteligente y no violenta para cometer su mejor atentado has-ta la fecha. ¿Y ahora me queréis vender que son los mismos de labomba en Gibraltar y el tiro en la nuca en Madrid?

No. Todo seguía chirriando. Y la única forma para que dejarade hacerlo era seguir adelante. En la última página aparecía el símbo-lo de la organización Estaka: un puño negro con el dedo corazón

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erguido. Y no era la primera vez que lo veía. «Que te jodan», pensó elperiodista. «Sí, seguramente es lo que buscan».

* **

Lavapiés. Madrid. 23 horas. Bar El Duende. Olor dulzón de sudorrancio. Olor dulzón de marihuana compartida. Olor dulzón de cali-mocho derramado. Al periodista le está subiendo el azúcar. Acoda-do en la barra, está totalmente fuera de lugar. Y lo sabe. Cuarentóncon chaqueta, camisa y pantalones de vestir. Frente a veinteañeroscon vaqueros rotos y camisetas negras desgastadas de grupos que nole suenan ni remotamente. Se siente viejo. No de edad. De cora-zón. Un cartel a su espalda llama a la movilización con la frase«cómete al rico». Debajo, un puño negro mostrando el dedo corazón,desafiante.

—Hola, me pones una cerveza.—Aquí sólo servimos minis.—Vale, pues un mini.La camarera se aleja. Lleva media cabeza rapada, y la otra media,

teñida de rosa, la cara tachonada y un espeluznante tatuaje de unduende en su hombro izquierdo. Pese a todos sus intentos por ocul-tarlo, es hermosa.

—Aquí tienes. Son 6 euros.—Por cierto, ¿sabes qué significa ese símbolo?—¿Ese de ahí? ¿El del dedo? Es de un grupo de gente griega.

Muy enrollados. Muy cañeros. Gente comprometida. Anticapitalistas,bueno, como todos aquí.

—Sí, ya veo. ¿Y qué es lo que hacen?

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—¿Cómo que qué hacen? No te entiendo.—Contra el capitalismo, organizan manifestaciones, atacan a los

bancos…—No, hombre, no. Lo que hacen es montar conciertos por toda

Europa de grupos antisistema. Entre actuación y actuación dan míti-nes para concienciar a la gente.

—Suena bien. Y dime, ¿cómo hago para asistir a uno de esosconciertos?

—Mira, precisamente mañana dan uno en la casa okupa de Puer-ta de Toledo. Empieza a las doce y la entrada es gratuita.

—Allí estaré. A ver si nos vemos. ¡Oye, ten un poco de cuidado!El periodista sintió el codo clavándose en sus costillas. El dueño

de aquel codo era un gigante de cabeza rapada que se le había pues-to al lado sin dejar de mirarle.

—Haces muchas preguntas. ¿Verdad?, preguntón—Soy curioso por naturaleza.—Y curiosa paliza te vamos a dar, preguntón.Problemas. Y a juzgar por el tamaño de aquel tipo, grandes. El

periodista trató de escabullirse, pero un brazo cayó sobre sus hom-bros como una maldición divina.

—¿Dónde crees que vas?, preguntón. Yo también tengo inquie-tudes. Mira, cuando alguien viene aquí y pregunta tanto como túsolo puede ser dos cosas: o madero o periodista. Y tú no eres made-ro porque ellos nunca vienen solos. Además ellos tienen cara debrutos y tú tienes cara de listo, preguntón. Así que eres periodista. ¿Aque sí?

—Oye, yo no quiero problemas.—Pero los problemas sí te quieren a ti. Mira allí.

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Los ojos del periodista siguieron la dirección indicada por eldedo de aquel tipo hasta ver a otros dos rapados descomunales quele saludaban con la mano, junto a la salida.

—Esos son otros dos problemas más que se mueren por cono-certe. Queremos dejártelo todo muy claro, para que no tengas másdudas y de paso, arreglarte lo de la cara de listo. Y ya mañana publi-cas las mentiras que se te antojen.

Con un fuerte tirón, aquel rapado condujo al periodista a la calleescoltado por sus dos clones. La situación estaba pasando de deses-perada a dramática así que, en cuanto pisó la acera se tiró al suelohecho un ovillo mientras berreaba: «No por favor. No me peguéis. Soyun mierda, un mierda, un mierda…»

En cuanto escuchó las primeras carcajadas del trío, se alzó yechó a correr sin mirar atrás. Escuchó algunos insultos, pero no paróhasta llegar a su casa. El miedo nos hace mejores atletas.

* **

El suelo de la casa okupa vibraba por el volumen de la música. Elmensaje de todas las canciones era claro: ODIO. La gente del públi-co formaba una masa informe que se golpeaba, empujaba, mordía ygritaba, como si se trataran de pasos de baile estudiados. El periodis-ta quería salir de allí, cuanto antes. Le había parecido ver a los tres rapa-dos de la noche anterior y no le apetecía un reencuentro. Pero teníaque encontrar algo relacionado con Estaka, algo sobre Papadopou-los. Entre grupo y grupo, miembros de la organización lanzaronmítines insufribles y vacíos. Que si el capitalismo es malo, bla, bla, bla,el comunismo es bueno, bla, bla, bla, la búsqueda de la felicidad de los

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pueblos, y más bla, bla, bla. Una mezcla de ñoñería progre y la mís-tica del revolucionarismo del Che. Y luego yo soy el antiguo.

Tres cabezas rapadas brillaban cerca de él. Se agachó entre lamultitud para ver qué o a quién buscaban y comprendió que lo mejorera alejarse cuando notó que alguien se chocaba contra su espalda.

—Eh, mira por dónde vas. Anda, si eres tú.La camarera de El Duende le había reconocido. En cualquier

otro momento aquello le hubiera halagado. Hoy no. Pero quizás le die-ra alguna ventaja.

—Oye, tienes que ayudarme. Me persiguen tres cabezas rapadas.—Sí, ya vi que tenías problemas con Edy la otra noche. Pero

Edy es mi amigo, así que por qué tendría que ayudarte.—Porque llevo dos gramos de farlopa en el bolsillo.—Como motivo me vale, sígueme.—Para que luego digan que no queda nadie con buen corazón.La chica da la mano al periodista y lo conduce por unas escale-

ras que llevan al segundo piso de la casa okupa. Nadie les impide elacceso.

—Oye, ¿a dónde me llevas?—Al cuarto de baño, a que te invites a unas rayas. Está por aquí.Caminaban por un largo pasillo con puertas a ambos lados has-

ta que llegaron a los servicios. La camarera preparó las dos rayas conla habilidad que da la práctica. Pero no le devolvió el resto de la coca.

—Es el pago por mantener mi boca cerrada. Tú espera sentadoen las escaleras por las que hemos subido. Cuando acabe la actuaciónde este grupo habrá otro mitin. Aprovecha para salir de la casa.

El periodista, sentado en los escalones, veía cómo se alejaba lamujer, aunque sentía más separarse de la droga. En fin, estaba visto

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