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Reseñas

Reseñas

eneRo-Junio de 2009 229

Delia Zapata Olivella: las costas colombianas escritas por la

danzaPor Hanz Plata MartínezUniversidad Distrital Francisco José de CaldasUniversidad del Rosario

“Bailando vive la tierra Dándole la vuelta al solBailando sigues viviendoY la muerte no te venció”

Gilbert Marínez, “A Yeya”.

En dos extensos y minuciosos volúmenes pu-blicados por el Patronato Colombiano de Ar-tes y Ciencias, la Maestra Delia Zapata Olive-lla registró el fruto de una extensa y producti-va trayectoria de investigación folclórica que compendia las expresiones dancísticas de las costas Atlántica y Pacífica de Colombia.

Marcadas por la influencia afro, las danzas de ambos litorales colombianos van más allá de la simple representación escénica, constituyéndo-se en memoria viva de una cultura que se regis-tra “en vivo”, a través de la representación de lo cotidiano e integrándose a los imaginarios de los propios mientras revela al foráneo, me-diante el lenguaje de la danza, su ser.

La presentación de ambos libros fue realizada por el escritor Manuel Zapata Olivella (Lorica, Córdoba, 1920-Bogotá, 2004), consagrado es-critor, quien recoge en las páginas de su obra literaria el espíritu afrocolombiano en general

y, particularmente el afro-Caribe, como su hermana Delia también lo hizo en

Zapata Olivella, Delia (1998). Manual de danzas de la costa Pacífica de Co-lombia. Bogotá: Patronato Colombiano de Artes y Ciencias. 440 p.

Zapata Olivella, Delia, Et Al (2005). Ma-nual de danzas folclóricas de la Costa At-lántica de Colombia. Bogotá: Patronato Colombiano de Artes y Ciencias. 248 p.

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los innumerables escenarios de Colombia y del mundo que tuvieron el privi-legio de acogerla. Los dos libros recogen la expresión genuina y diversa de los pueblos costeros y son el fruto de un riguroso trabajo de investigación-creación que dejó frutos en los ámbitos académicos y culturales de Colom-bia. Es por ello que Manuel Zapata Olivella la denomina “precursora” en el texto que antecede al Manual de danzas de la costa Pacífica Colombiana, en el cual declara:

Cualesquiera que sean los títulos endilgados a Delia –escultora, bai-larina, coreógrafa, folclorista, profesora, etc.– su verdadero y bien ganado galardón a lo largo de su vida es de precursora en el empeño de rescatar, afirmar y difundir los bailes colombianos preservando su autenticidad tradicional […] A esta dedicación debe agregarse su convencimiento de encontrar en el espíritu de estas expresiones, vengan de donde nazcan, América, África, Europa, la esencia de su propia identidad […] (Zapata Olivella, 1998: 9).

Cabe destacar que cada uno de los textos está acompañado de un video en el que se recoge el compendio gráfico e ilustrado de las danzas folclóricas de los litorales Atlántico y Pacífico. Por ello, en ambos casos, se da cuenta del ejer-cicio colectivo, liderado por la autora. De este modo se presentan los créditos correspondientes a ilustradores, bailarines, músicos, realizadores de video, quienes contribuyeron con sus aportes desde distintas disciplinas a la confi-guración de la obra, así como a las comunidades con las que se tuvo contac-to y sirvieron de informantes para levantar este completo corpus del folclor regional colombiano.

Las textualizadas cadencias del Pacífico

El primer volumen escrito por Delia Zapata Olivella y su hija Edelmira Massa Zapata está compuesto por cinco apartados de contexto (“Tradición”, “Mú-sica”, “Vestuario”, “Generalidades” y “Coreografía”), complementados por dos partes dedicadas a la recopilación de danzas sacras y danzas profanas, respectivamente. Complementan el texto las coreografías recopiladas (“Cua-drilla” y “Amorosas”).

Minucioso y claro es el producto de este trabajo investigativo realizado en el litoral Pacífico y, especialmente en Chocó. Claro es que la textualización de estas danzas visibiliza facetas de las comunidades y la cultura nacional que han permanecido en el anonimato durante mucho tiempo y le da relevancia a manifestaciones consideradas como “menores” en el contexto de una nación que apenas comienza a reconocerse desde sus raíces.

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Las escrituras múltiples del Caribe danzado

Haciendo un homenaje a la sangre caribeña que corría por sus venas y que vibraba al son de bullerengues, cumbias y gaitas, Delia Zapata Olivella hace la compilación de las danzas y juegos coreográficos folclóricos de la costa Atlántica de Colombia, siguiendo con la labor que inició en el primer manual con la intención de dejar memoria escrita, gráfica y audiovisual de sus largos recorridos por los parajes de la región Atlántica colombiana, en pos de histo-rias de tamborileros y cantadoras que no podían quedar en el olvido.

El Manual de danzas folclóricas de la costa Atlántica de Colombia recoge el sentir de pueblos originarios. Esta vez al proceso de escritura no sólo se suma su hija Edelmira Massa Zapata, sino su nieto Ihan Betancourt Massa, en un ejercicio que se adentra en la tierra para entender la tradición y plasmar en otros lenguajes toda la tradición oral que es el pilar del folclor coreográfico del país y que la maestra recopiló durante toda su vida:

Como Delia nunca presumió el ser la pionera en las investigaciones de nuestras danzas, sólo ahora se publican sus apuntes tomados tres cuartos de siglo atrás, en sus andanzas detrás de los pasos de las abuelas y los abuelos que le enseñaron las coreografías […] (11).

El inicio de este manual describe el contexto del Caribe y el intercambio cul-tural del que ha sido protagonista: las manifestaciones dancísticas del Caribe están impregnadas de tres culturas, herencia de etnias españolas, africanas e indígenas. La maestra Delia describe cómo, con la llegada de los conquista-dores, se comienza un proceso de mestizaje, que se continúa luego con la lle-gada de los nativos africanos en situación de esclavitud.

Con la fundación de Santa Marta (1525) en el continente, por Rodri-go de Bastidas. Se facilitó un mayor auge de españoles procedentes de la península y de la Antillas. Otro tanto aconteció con el primer cargamento de prisioneros traídos, directamente de África, […] en Cartagena de Indias, fundada por Pedro de Heredia en 1533, la cual se convierte en el primer puerto de arribo de prisioneros africanos (30).

El manual es entonces un documento que da claras luces sobre el signifi-cado de las danzas del litoral Caribe. Se entiende a partir de este documen-to multimodal, cómo las coreografías son un “documento en movimiento” que permite leer fragmentos de nuestra historia, costumbres, vivencias, y elementos que componen a los pueblos caribeños. La música, los pasos, las figuras, las planimetrías y la parafernalia son los elementos que descri-

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ben de manera detallada y fundada el ejercicio investigativo y la cultura de esta región.

Danzas de origen mestizo con un enfoque ritual, de labor, amorosas y de car-naval llenan este texto de evidencia sobre la riqueza danzaria colombiana. El recorrido va desde el bullerengue, que la maestra Delia enmarca dentro de la transición de niña a mujer, como uno de los innumerables rituales de las cul-turas primarias del país.

La maestra relata en su propuesta coreográfica de gaita el trabajo de la tierra como una de las características de los pueblos agrícolas; el legado africano hace fuerte presencia en el mapalé negro o Seresesé, danza que, con grandes antorchas, evoca a los negros mineros en sus días libres, donde con movi-mientos espasmódicos y extrovertidos lograban alcanzar momentos de trance que vencían el cansancio.

[…] a finales de los años cuarenta en sus incontables viajes por la zona costera escuchó reiteradamente entre los ancianos referencias a una danza prohibida. Se dio a la tarea de encontrarla. […] pasó incontables horas observando los movimientos de hombres y mujeres en el “mazamorreo” del oro. Finalmente armo la coreografía de la danza (81-83).

Hace entonces su aparición su majestad la Cumbia, danza denominada ma-triz dentro del folclor colombiano, en la que se percibe claramente la influen-cia triétnica y de donde se desprenden muchas otras propuestas coreográficas del folclor colombiano.

El carnaval es una de las manifestaciones que tiene presencia importante en la tradición del país; es en éste donde el pueblo se toma las calles para sacar a flote toda la alegría reprimida algunas veces por la rutina.

Las Danzas y las comparsas tradicionales propias del litoral caribe-ño se enmarcan dentro del proceso de transculturación, operado en la colonización de América. Corresponden a los mismos fenómenos que se dieron en todas las colonias europeas en este continente

(Zapata Olivella, 1998: 129).

Propuestas coreográficas diseñadas por Delia Zapata como “El Cabildo”, “Diablos Espejos”, “Los Gallinazos”, “Indios Farotos” y “Danza de la Vida y la Muerte” resaltan en el texto las características de las danzas de carnaval y recogen la fuerza e ímpetu de las gentes del norte del país.

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Los manuales de danzas folclóricas de la costa Atlántica (2005) y Pacífica (1998) son el resultado de la recopilación del trabajo de años de la maestra Delia, convirtiéndose en documentos invaluables que dan testimonio del vasto legado cultural del país y que jamás será reemplazado, ya que son pilar para el afianzamiento de la identidad de una nación que al bailar narra fragmen-tos de su historia.

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La semiótica de la obra de arte: el arte como signo

Barreto, J. F. (2007). La semiótica de la obra de arte. “Colección Artes y Humanidades”. Cali: Uni-versidad del Valle.

Por Joy González GüetoUniversidad de Cartagena de Indias

Encontramos, a través de la historia, innumera-bles intentos por descubrir aquello que convierte en arte a una gama heterogénea de prácticas hu-manas. En esta línea, se ha hablado de intuición, expresión, proyección, simbolización, percep-ción, mímesis, etc. Así, Aristóteles definió el arte como contemplación de los estados finales de la

naturaleza para imitarlos, mientras que para Kant las expresiones artísticas y la belleza son un resultado que encarna la subjetividad y no reflejan el obje-to como tal, sino que es algo válido por sí mismo, libre de cualquier fin utili-tarista. Nuevas interpretaciones disímiles y complejas acerca del arte dieron a su vez el romanticismo, el vitalismo, la fenomenología, el marxismo, etc. Algo parece estar disimulado, deslizándose subrepticiamente por las prácticas artísticas y que aún no se ha logrado descubrir. Pero, “¿Qué es, entonces, lo propio del arte que se ha mantenido oculto en las obras a través de la historia, y que constituye el status ontológico del arte en general?” (Bhaszar, 2007: 82)

A propósito de esta variedad de disquisiciones, el libro del profesor de esté-tica filosófica, hermenéutica y lenguaje, J. F. Bhaszar se propone como una respuesta a este histórico interrogante, abriéndose hacia una búsqueda meta-física del sustrato esencial del arte. Es pues, una indagación por el fundamen-to que hace de un texto algo artístico. Bhaszar propone una caracterización semiótica de la obra de arte, entendiéndola como (principalmente) un signo capaz de situar al espectador en un paréntesis en medio de la realidad, capaz de causarle un estado placentero, producido por su carácter esencialmente connotativo. Para sustentar esta conclusión, el autor se basa en ejemplos del “séptimo arte”, en especial de un filme del realizador italiano Michelangelo Antonioni: El Desierto Rojo.

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La “esencia” de lo artístico, según el autor, aquello que nos permite identificar arte en una película, una poesía, una pintura, etc., es precisamente su capa-cidad de plurisignificación. En otras palabras, su capacidad de comunicar en el nivel connotativo del lenguaje. Al posarse el espectador bajo esa lluvia de significaciones, entra en un estado de goce estético. Entonces, la obra de arte, por su juego con los signos, logra que exista una leve y placentera confusión causada por las varias interpretaciones que articulan su pluralidad semántica.

Es por esta particularidad que, al finalizar la lectura de una obra literaria (por ejemplo) nos enteramos de que una interpretación precisa e inamovible no es posible. Es aquí donde se encuentra lo abiertamente connotativo de la obra de arte: connotativo en tal grado que aún si el mismo autor quisiera cerrar su pro-ducción, reduciendo los sentidos a solo uno, su esfuerzo sería en vano, pues la conciencia de lo grande de la puerta que ha dejado abierta de par en par, le impediría la pretensión absurda de intentar pasarle cerrojo.

Explica Bhaszar, desde la teoría semiótica, que el signo se manifiesta, y por ende debe ser estudiado, en tres niveles: sintáctico, semántico y pragmático. Así también, la obra de arte como signo debe ser entendida desde estos tres niveles, que logran su imbricación estética a través de lo paradigmático, lo objetual, lo exclusivo, lo no funcional y lo fruitivo, categorías que el autor expone como características que, en últimas, permiten la complejización de la connotación artística, distanciándola de la connotación que puede llegar a alcanzar el lenguaje cotidiano.

Ahora bien, lo paradigmático en el libro hace referencia a la manera como los textos artísticos se instalan en una realidad otra, cuestionando, o mejor, valo-rando ésta realidad. Lo objetual es lo que permite que ese distanciamiento de la realidad sea posible, gracias a los dispositivos físicos que se utilizan para ello, es decir, la puesta en escena. Lo exclusivo, por su parte, es la origina-lidad de la combinación de signos de la obra de arte, su carácter único que, además, no tiene una función establecida (lo no funcional), a parte de la gene-ración de placer en el momento de su producción y su recepción (lo fruitivo).

La connotación (nivel semántico) es pues, producto de la amalgama de to-dos estos factores, o sea, que es posible gracias a la particular forma expre-siva textual de la obra de arte (nivel sintáctico), que renueva y enriquece sus significaciones. La expresión y el contenido están así íntimamente ligados: el significado se ilumina con la configuración expresiva… Pero toda esta va-riedad de sentidos no se hace efectiva sino sólo en el encuentro con quien lo percibe (nivel pragmático).

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Cabe resaltar que, de entrada, el texto se opone a todas aquellas posiciones desde las cuales el sentido del arte depende directa e irremediablemente del momento histórico, las transformaciones culturales y, en últimas, el marco ideológico en que se intente tal empresa. Contrario a esto, se muestra que sí existe algo que identifica a todas las obras de arte en su heterogénea totali-dad. Pues al final de cuentas, ¿qué es el arte sino una de las tantas formas que tiene el hombre para conocer y re-conocerse a sí mismo y al mundo que le tocó habitar?

El arte en sus múltiples expresiones ha sido el culpable de tantas obsesiones, de tantos desvaríos, de tantos momentos placenteros que, sea cual sea su ma-nifestación, su contemplación y escrutinio, se convierte en un desafío para la humanidad. Han sido tantos los intentos por descubrirlo, y tantas las veces en que sin darnos cuenta su sentido se nos resbala de las manos, que descubrirlo ya parece ser algo personal. Quizá lo que haga del arte una de las cosas más estudiadas y practicadas (como el sexo y la religión) sea precisamente ese se-creto indescifrable, ese profundo misterio que resguarda y que sólo podemos gozar mientras estemos en los lindes de su territorio, pues al momento de pa-sar a esta realidad, comprenderlo es ya muy difícil.

Esta mirada filosófico-semiótica plantea una respuesta que se suma a la innu-merable serie de argumentos que intentan descubrir o, por lo menos, asomar-se a la resbaladiza realidad del arte. De igual forma, el texto de Bhaszar no se propone como un punto final a la discusión, ni como la fórmula para el arte (encontrarla sería catastrófico y destruiría por completo una de las más bellas formas que hemos encontrado para entender esto que nos rebasa: el mundo) sino todo lo contrario, como espacio de apertura a un nuevo debate.

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Tambores en la noche: las cenizas de los antepasados

Artel, Jorge. (2009). Tambores en la noche. Car-tagena de Indias: Alcaldía Mayor de Cartagena de Indias, Universidad de Cartagena. Nº5. Co-lección “El reino errante”, Biblioteca de literatu-ra del Caribe colombiano. Proyecto editorial del grupo de investigación Ceilika y su semillero de investigación Gelrcar. Edición y prólogo: Gabriel Ferrer Ruiz, 130p.

Marcelo Cabarcas OrtegaEstudiante de Lingüística y Literatura.Universidad de Cartagena de Indias

En su célebre obra El reino del caimito, De-rek Walcott afirma que en lo profundo del mar, entre el Atlántico y el Caribe, existe un sendero formado por las cenizas de los antepasados. Éste traza el regreso a África, y quien lo siga podrá llegar al lugar de las raíces. Tambo-res en la noche intenta recorrer ese camino, no físicamente, sino volcándose sobre una parte tan importante como vehementemente negada de nosotros. Esto se hace palpable en las imágenes de vientos ancestrales arrojándose al mar o en la contemplación de los barcos que simbolizan la dura experiencia de la esclavización:

Los vientos, mil caminos ebrios y sedientos, Repujados de gritos ancestrales Se lanzan al mar […] “y miro las naves dolorosas Donde acaso vinieronLos que pudieron ser nuestros abuelos (42).

Sin embargo, Artel parece interesarse en la historia del Middle passage sólo en la medida en que éste se convierte en génesis de nuestra cultura, y por eso en su trabajo la música juega un rol vital, porque al ser un legado que cons-tantemente expresamos en fiestas y rituales nos permite la conexión con el mundo ancestral que vive en nosotros. De ahí que en los poemas las manifes-

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jorge artel

Tambores en la nochePoesía

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taciones rítmicas, sean jazz o cumbia, se erijan en puente entre el pasado y el presente: “danza, mulata, danza/ mientras canta en el tambor de los abuelos el son languidecente de la raza” (44). Hay que añadir que en todo momen-to la noche ocupa un lugar importante, ya que al ser el momento privilegia-do de la danza, se convierte en espacio para el reencuentro simbólico con la propia estirpe. Además, esta misma nocturnidad permite expresar un aspecto relevante de la obra, que es la nostalgia por la tierra perdida de los orígenes: “cuando esos hombres que llevan/ la emoción en las manos/ les arrancan la angustia de una oscura saudade” (47)

Y es que este poemario puede ser leído como una profunda queja por el des-arraigo espiritual de la diáspora: ante la crisis que genera el continuo descen-tramiento psíquico del sujeto africano en el contexto del Atlántico colonial cualquier intento de recrear poeticamente las huellas de Africa en América parte de la profunda necesidad de un mayor centramiento en los valores de aquélla y se transforma en un clamor por una mayor autoconciencia y amor propio.

Ahora bien, aunque pueda afirmarse, entre otras cosas, que el libro trasluce un cierto esencialismo al momento de idealizar todo ese amplio y conflictivo bagaje cultural, su mayor logro es la luz que desde la literatura se arroja sobre modos de sentir y entender el mundo que han sido tradicionalmente relegados. En efecto, sus páginas son un canto a lo que durante siglos se ha considerado salvaje y nefasto: nuestros cantos, trazos, danzas y liturgias. Es decir, aque-llo que también nos constituye y a través de lo cual nos relacionamos con el mundo y con el otro, permitiéndonos expresar nuestros deseos e inquietudes: “toda una raza grita/ en estos gestos eléctricos” (46). Lo cual es precisamente lo que constituye el rasgo más interesante de la poética de Artel: como artista está abierto y se nutre de la diversidad que nos caracteriza, valorando en su justa dimensión el lugar especial que en nuestras sociedades ocupan el juego y la música, pero simultáneamente, como ser humano, no olvida el pasado, la violencia inicial de la cual venimos y que aún ahora continua definiéndonos, dándole forma no sólo a la manera en que otros nos han visto, sino también al modo en que hemos construido nuestra propia imagen: “voces en ellos ha-blan/ de una antigua tortura (42).

Al respecto, podría pensarse que celebrar el goce al mismo tiempo que se rememora un pasado, por demás doloroso, encerraría una contradicción: al enfocarse estrictamente en aspectos lúdicos se repetirían estereotipos harto conocidos y definitivamente se negaría la posibilidad expresiva que se busca reivindicar. Pese a esta posición, al poner en escena imágenes de la cultura popular del Caribe, al darle voz a las costumbres y tradiciones festivas propias

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de los seres que habitan su geografía, se le brinda a estas prácticas un signi-ficado nuevo, ubicado fuera de los márgenes escuetos de la cultura oficial y que se hace positivo en la medida en que convierte la corporalidad, la danza y la música en el espacio en donde se realiza libremente nuestra identidad, libre por fin de las restricciones que las convenciones sociales han impuesto.

Lo anterior implica decir que esta propuesta, como la de otros autores del Ca-ribe colombiano, difiere de la estética tradicional y sus formas de concebir la figura humana. Es más, habría que decir que en su momento contribuyó a la renovación de las letras nacionales, en la medida en que se constituye en la búsqueda de una poesía nueva, anclada en lo que ve, oye y siente el cuerpo vivo y alejada por completo de los parnasos “de cintas rosadas” que por mu-chos años poblaron el ámbito de la poesía colombiana. Y es precisamente por esta materialidad de la sensación que no es descabellado ubicar al cartagene-ro en la tradición de creadores de la talla de Vallejo, Rojas Herazo, Nicolás Guillen, López Velarde y Neruda, entre otros.

Empero, en él la vuelta a la corporalidad ocurre de un modo diferente: volver a la figura humana es volver a lo rechazado y lo abyecto. A partir del Rena-cimiento y durante siglos los procesos de racialización dentro de la estética y el pensamiento occidental habían escamoteado al cuerpo negro su subjetivi-dad y lo habían relegado al rango de “cosa”. En este caso, por el contrario, sus realidades psíquicas y fisiológicas han sido por fin recuperadas para sus hombres y mujeres por igual y en ellas pueden sentirse una pulsación, un rit-mo y un anhelo que recrean la existencia, no sólo de personas sino también de todo un pueblo, sin pretensiones ni eufemismos: “El humano anillo apre-tado/ es un carrusel de carne y hueso/ confuso de gritos ebrios/ y sudor de marineros” (45).

A partir de esta condición corpórea, diversos personajes cobran existencia y le dan una cara visible a los sujetos populares y a sus modos de compartir y divertirse en la cotidianidad. Por esa razón, Tambores en la noche plantea una visión abierta y desprejuiciada de la vida social del Caribe y desde la sensi-bilidad individual de sus personajes pone en escena una especie de memoria colectiva de la negritud, que se vierte en el yo lírico y que se piensa a sí misma como una esencia, asociada sin duda al sensualismo y a la rítmica, pero tam-bién a la memoria y a la resistencia: “rutas de dulzura,/ temblores de cadena y rebelión” (43). Para finalizar, sólo queda extender la invitación a una lectura abierta y desprejuiciada de este texto y añadir que esta edición de Tambores en la noche, que viene a ser la quinta publicación de la colección “El reino errante”: Biblioteca de literatura del Caribe colombiano, está prologada por

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el investigador Gabriel Ferrer, cuyo ensayo, que aborda sus aspectos sonoros y orales, al igual que el desarrollo de las isotopías del tiempo y el viaje, cons-tituye una apropiada introducción y una interesante contribución al lugar que ocupa Jorge Artel en el campo de la estética nacional.