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1 CIVILIZACIÓN Y BARBARIE. VIDA DE JUAN FACUNDO QUIROGA. Obra de Domingo Faustino Sarmiento (V.), cuya versión original fue publicado por entregas, es decir, en folletín, bajo el título de «Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga», desde el Nº 769 (2 de mayo de 1845) hasta el Nº 798 (5 de junio de 1845), en el diario El Progreso de Santiago de Chile. El 21 de junio (Nº 813) aparece la última entrega, ya no en folletín sino como suplemento, es decir, en una hoja aparte. Ese mismo año se publica como libro. El encabezado de «Civilización y barbarie» del título se mantuvo hasta la edición de 1851; posteriormente el nombre de Facundo comienza a ser el que se use en las ediciones y el que se ha impuesto como identificación de la obra. El drama que Sarmiento describe en Facundo no es el problema de la civilización frente a la barbarie, o la ciudad respecto al campo, sino la lucha entre los dueños de la tierra y de las vacas y esa nueva burguesía comercial que se enriquece al amparo del capital inglés y a expensas de las provincias. No es la guerra entre el frac y el poncho, como quiso hacernos creer Sarmiento, sino entre Buenos Aires, que protege tanto los intereses de la oligarquía estancieril como los de esa incipiente burguesía comercial, y el resto del país, el interior, las provincias, que pierden mercado para sus productos mientras Inglaterra lo gana, que se empobrecen mientras Buenos Aires se enriquece. Tanto el liberalismo utópico de los unitarios como el populismo oligárquico de los federales prosperaron por los mismos medios: el control del puerto de Buenos Aires, el monopolio de las aduanas, las muy buenas relaciones con el capital inglés, la ruina de la rudimentaria industria nacional. Pero mientras los primeros se apoyaban en el comercio, los segundos hacían su fortuna con las vacas y el trabajo no remunerado de los gauchos. Las dos clases estuvieron de acuerdo en que había que exterminar a los indios para desposeerlos de sus tierras o convertirlos en carne de cañón y en que había que obligar al gaucho a ser peón de estancia o soldado. No era que los indios y los gauchos fueran un escollo para la civilización como dictaminaba Sarmiento; era que los estancieros querían más tierras para

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Conceptos e interpretación de Facundo.

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CIVILIZACIÓN Y BARBARIE. VIDA DE JUAN FACUNDO QUIROGA.Obra de Domingo Faustino Sarmiento (V.), cuya versión original fue publicado por entregas, es decir, en folletín, bajo el título de «Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga», desde el Nº 769 (2 de mayo de 1845) hasta el Nº 798 (5 de junio de 1845), en el diario El Progreso de Santiago de Chile. El 21 de junio (Nº 813) aparece la última entrega, ya no en folletín sino como suplemento, es decir, en una hoja aparte. Ese mismo año se publica como libro. El encabezado de «Civilización y barbarie» del título se mantuvo hasta la edición de 1851; posteriormente el nombre de Facundo comienza a ser el que se use en las ediciones y el que se ha impuesto como identificación de la obra.

El drama que Sarmiento describe en Facundo no es el problema de la civilización frente a la barbarie, o la ciudad respecto al campo, sino la lucha entre los dueños de la tierra y de las vacas y esa nueva burguesía comercial que se enriquece al amparo del capital inglés y a expensas de las provincias. No es la guerra entre el frac y el poncho, como quiso hacernos creer Sarmiento, sino entre Buenos Aires, que protege tanto los intereses de la oligarquía estancieril como los de esa incipiente burguesía comercial, y el resto del país, el interior, las provincias, que pierden mercado para sus productos mientras Inglaterra lo gana, que se empobrecen mientras Buenos Aires se enriquece. Tanto el liberalismo utópico de los unitarios como el populismo oligárquico de los federales prosperaron por los mismos medios: el control del puerto de Buenos Aires, el monopolio de las aduanas, las muy buenas relaciones con el capital inglés, la ruina de la rudimentaria industria nacional. Pero mientras los primeros se apoyaban en el comercio, los segundos hacían su fortuna con las vacas y el trabajo no remunerado de los gauchos. Las dos clases estuvieron de acuerdo en que había que exterminar a los indios para desposeerlos de sus tierras o convertirlos en carne de cañón y en que había que obligar al gaucho a ser peón de estancia o soldado. No era que los indios y los gauchos fueran un escollo para la civilización como dictaminaba Sarmiento; era que los estancieros querían más tierras para sus ganados y los indios vivían en ellas; era que los ejércitos necesitaban más soldados (para proteger y ensanchar sus estancias) y las estancias más peones (para criar y aumentar el ganado) y el gaucho estaba ahí, disponible como las vacas, víctima apetecible de los unos y de los otros.

Alberdi, el más lúcido de los hombres de su generación, dejó también el mejor resumen de los intereses y motivos que sostienen el esquema liberal-burgués y el esquema ganadero-oligárquico: «Mitre y los de su escuela liberal (que por cierto incluía a Sarmiento) quisieron reemplazar los caudillos de poncho por los caudillos de frac; la democracia semibárbara que despedaza las constituciones republicanas a latigazos, por la democracia semicivilizada que despedaza las constituciones con cañones rayados (alusión a la famosa frase de Mitre: «Mi oficio es echar abajo a cañonazos la puerta por donde se entra a los ministerios»); la democra-cia de las multitudes de la campaña, por la democracia del pueblo notable y decente de las ciudades; es decir, la mayoría por las minorías populares, la democracia que es democracia por la democracia que es oligarquía». Alberdi definía, así, las dos formas que asumirá la dicta-dura en Hispanoamérica: el despotismo cerril, bárbaro, de tradición hispana, que defendía el statu quo de la colonia; y el despotismo ilustrado que se escudaba en la civilización y en el proyecto liberal utópico. De las dos maneras la gran mayoría, el pueblo, salía perdiendo. Rosas les ofrecía amparo y solidaridad para explotarlos mejor. Rivadavia, primero, y Mitre después defendieron en nombre de la civilización, sus propios intereses y los de la burguesía

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porteña. Y así como Rosas no vaciló en cortar cabezas de unitarios que amenazaban su poder despótico, Bartolomé Mitre, prócer del liberalismo de la oligarquía porteña, «ascendió a la presidencia de la República degollando a todos sus opositores del Interior del país», en palabras de Milcíades Peña. Alberdi llamó a la revolución mitrista del 11 de setiembre de 1852 «la restauración del rosismo sin Rosas». Mitre representa el reemplazo del despotismo mazorquero por el despotismo ilustrado, y lo que Rosas hizo en nombre de la Santa Fede-ración, Mitre lo hará en nombre de los sacrosantos valores de la civilización: asesinatos políticos, violencia bárbara, componendas con el capital inglés, usufructo y explotación del país en beneficio de una minoría privilegiada.

Sarmiento, que no estaba atado a los intereses ni de la oligarquía terrateniente ni de la oligarquía liberal, se unió a ésta última persuadido de su propósito civilizador. Martínez Estrada tiene razón: «Las variadas obras de Sarmiento constituyen su autobiografía», para luego explicar: «Los episodios de su vida privada y pública se amplifican en un escenario nacional, son capítulos enteros de historia y de psicología colectiva, capítulos que resumen no solamente el anverso de la civilización sino también el reverso de la barbarie». Alberdi lo dirá mas claramente todavía: «Sarmiento quiso construir una civilización con métodos bárbaros». Tomó partido con aquéllos que para él representaban la civilización, pero no vaciló en apoyar y emplear él mismo las formas más brutales de la barbarie. Ataca a los gauchos porque llevan poncho y él, vestido de frac, comete los mismos excesos que denuncia y denuesta. Sus siluetas de Facundo y Rosas son obras de ficción porque son historias contadas por un narrador que se dibuja y define al narrarlas. Como las novelas del dictador que se escribirán mucho más tarde, la imagen del dictador ──Facundo o Rosas── no emerge de su libro objetiva e históricamente representada, sino refractada en una ideología que la califica. Como Asturias, Carpentier, García Márquez o Roa Bastos respecto a sus dictadores, Sarmiento ve en Facundo una aberración, un exceso, un abuso al que hay que subirle los tonos parodiándolo, hiperbolizán-dolo, condenándolo. No se trata de la mera creación de un personaje literario plasmado en una retorta estética a la manera de Nostromo o Tirano Banderas, sino de una figura traspasada por la pasión y la lástima, por el encono y la mofa. Un personaje de caricatura, esperpéntico a la manera de Valle Inclán, sí, pero también un monstruo y victimizador, una fiera controlada por intereses muy del mundo civilizado, por una codicia muy humana, por los apetitos de una clase y el capital extranjero que se ceba en ellos, los usa y aprovecha.

Sarmiento crea con Facundo un tipo, el embrión de un personaje literario que alcanza su adultez en la novela hispanoamericana contemporánea del dictador. Y hay, en efecto, entre el Facundo y esa novela una relación semejante a la que hay entre una forma embrionaria y el organismo desarrollado: reconocemos en la primera los rasgos y funciones del segundo y viceversa, es posible reconocer en la forma más evolucionada la anatomía rudimentaria de la forma embrionaria. Sarmiento nos quiso mostrar la Argentina de su época desde el dictador, la historia de un país bajo la garra del déspota, sus conflictos históricos y económicos manejados como una marioneta por las manos de Rosas. Los novelistas contemporáneos intentarán algo semejante. No importa si el modelo es Estrada Cabrera (como en Asturias), o Trujillo (como en Raquena), o Juan Vicente Gómez (como en Uslar Pietri) o el Dr. Francia (como en Roa), o un collage de dictadores (como en García Márquez y Carpentier). En todos los casos se inten-ta describir y explicar la condición de un país, o de Hispanoamérica en general, desde ese sistema socio-económico de tipo neocolonial que el dictador maneja y explota. Cuando el

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Primer Magistrado de Carpentier se convierte en un riesgo para los intereses norteamericanos en ese país imaginario que es toda América Latina, esos intereses no vacilan en deshacerse de él como objeto descartable. Pondrán a otro en su lugar, el que más les convenga, el que mejor controle la opinión pública ──por las buenas o por las malas── y el que mejor proteja sus intereses, como ha ocurrido siempre en la mayor parte del Tercer Mundo.

Sarmiento ya había descrito una situación semejante en su Facundo. Ni Inglaterra ni Francia vacilarán en abandonar a su propia suerte a los representantes de la civilización, a los uni-tarios, cuando comprenden que Rosas es el hombre fuerte, el que mejor puede proteger sus intereses. Inglaterra y Francia no estaban interesadas en ninguna empresa civilizadora sino en lucrativos mercados para sus manufacturas, en países que fueran generosas canastas de materias primas, en clientes para los préstamos de sus banqueros. Sarmiento se indigna, se enfurece, insulta, pero finalmente reconoce que hay dos Francias, dos Europas: la de los libros, la de las leyes, la humanista y la otra: «La Francia poder ──dice en el Facundo──, la Francia gobierno, muy distinta de esa Francia ideal y bella, generosa y cosmopolita, que tanta sangre ha derramado por la libertad, y que sus libros, sus filósofos, sus revistas, nos hacían amar desde 1810». Como Sarmiento había descubierto que hay dos Francias, dos Inglaterras, Martí descubrirá que hay dos Españas y Neruda, dos Estados Unidos: el país de Melville, Whitman y Poe, y el país de la United Fruit Co., la Standard Oil y la CIA. También aquí la lucidez de Alberdi desarma: «Los franceses de letras de molde ──le escribe a Gutiérrez── no son lo mismo que los que se embarcan, ya que aquí no vienen los autores de la Enciclopedia sino embriones de hombres miserablemente interesados por oro».

Sarmiento se documenta no como historiador o economista o sociólogo, sino como se informa el creador de ficciones: lo indispensable para confirmar sus sospechas, lo necesario para otorgar cierta verosimilitud a sus intuiciones, lo requerido para generar y alimentar la fábula. El resto lo pondrá su conocimiento visceral del país, su propia percepción de los hechos, sus ideas y sus fobias. ¿Y es acaso diferente este método del adoptado por los demás novelistas del dictador? Todos ellos han leído, quienes más quienes menos, biografías de dictadores y han armado sus personajes con elementos y hasta rasgos físicos tomados de ellos. García Márquez lo confiesa sin ambages respecto a El otoño del patriarca: «Mi intención fue siempre la de hacer una síntesis de todos los dictadores hispanoamericanos, pero en especial del Caribe. Sin embargo, la personalidad de Juan Vicente Gómez era tan imponente, y además ejercía sobre mí una fascinación tan intensa que sin duda mi patriarca tiene de él mucho más que de cualquier otro... Lo cual no quiere decir, por supuesto, que él sea el personaje del libro, sino más bien una idealización de su imagen». Como Sarmiento, García Márquez ──y para el caso todo novelista del dictador── idealiza su personaje, es decir, lo modela, partiendo de un personaje histórico, según sus propias ideas, su propia visión de lo que el dictador es y no es. No se trataba de enhebrar un anecdotario ──de Rosas o de Gómez o de quien fuera──, sino de articular en un personaje una percepción mitológica. También en este sentido García Márquez ha sido explícito: «El tema del dictador ha sido una constante de la literatura latinoamericana desde sus orígenes, y supongo que lo seguirá siendo. Es comprensible, porque el dictador es el único personaje mitológico que ha producido América Latina y su ciclo histórico está lejos de ser concluido». También Carpentier definirá al dictador como «un arquetipo latinoamericano».

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El gran mérito de Sarmiento es haber sido el primero en configurar al personaje para la literatura, en haber convertido un tipo socio-histórico en tipo literario. Al hacerlo, anticipó también algunos recursos y técnicas que en mayor o menor medida reaparecerán en obras subsiguientes. Su versión literaria del dictador debía competir con la leyenda que ya tenía todos los visos de un mito, al punto tal que Sarmiento debe reconocer: «Es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los pueblos con respecto a Quiroga; sus dichos, sus expedientes, tienen un sello de originalidad que le daban ciertos visos orientales, cierta tintura de sabiduría salomónica en el concepto de la plebe». Y puesto que Sarmiento no se propuso escribir una biografía, a pesar de sus declaraciones en sentido opuesto, sino su visión del mito, su estrategia política y su programa, exagerará, hiperbolizará, deformará hasta convertir a su biografiado en personaje de ficción. Sabía que su método era la hipérbole, y porque lo sabía hace una pausa en la narración y hace un comentario sobre su propio texto: «Me fatigo de leer infamias recurrentes en todos los manuscritos que consulto. Sacrifico la relación de ellas a la vanidad del autor, a la pretensión literaria. Si digo más, los cuadros me salen recargados, innobles, repulsivos». Y aunque de eso se trataba ──de recargar── y eso es lo que en rigor hace, Sarmiento tiene que negarlo por su prurito histórico, por su intención política y por su argumentación ideológica. Sus pretensiones literarias se hubieran beneficiado de la narración de esas «infamias», pero no su credibilidad histórica, ya resentida por lo que sus contemporáneos llamaron «las novelerías del loco Sarmiento». Pero leído como novela, como obra literaria, la hipérbole deviene método narrativo.

Es el método adoptado por García Márquez en El otoño de patriarca. Sarmiento se plantea frente a Rosas los mismos interrogantes con que se enfrentarán García Márquez y los demás novelistas del dictador respecto a ese personaje mitológico: ¿Cómo puede la literatura, que es apenas un sueño de la imaginación, representar esa pesadilla de la historia? ¿De qué medios dispone la imaginación literaria para darnos el testimonio de una realidad que rompe todas las esclusas de la imaginación para retratar a un personaje que desafía todos los retratos posibles porque ya él mismo es su propia y trágica caricatura? Y si ese retrato es ya desaforado desde las páginas de la historia, ¿qué le resta por agregar a la ficción para no convertirse en un gesto patético del atroz modelo? La respuesta de Sarmiento, y tras él la de los demás novelistas del dictador, será la hipérbole. Sarmiento exageraba para validar sus argumentos, para provocar la indignación del lector y obligarlo a estar de su lado, para demostrar su tesis de «civilización versus barbarie», pero, además, para satisfacer «su pretensión literaria», es decir, para otorgar a sus personajes ese sabor entre truculento y aventurero con que se regodeaba la novela romántica decimonónica y que un contemporáneo de Sarmiento, Vicente Fidel López, puso en práctica en La novia del hereje (1854). García Márquez, en cambio, empleará la hipérbole para caricaturizar, es decir, para deliberadamente deformar con propósitos humorísticos, sar-dónicos y hasta mágicos. Márquez asume, así, todos los juegos de la ficción. Para Sarmiento, en cambio, la ficción es lo prohibido; la disfraza de historia para ejercerla mejor.

Hay un aspecto más del Facundo de significativa consecuencia en la novela del dictador. Sarmiento lanza su ataque contra el déspota cimarrón y asume la defensa del déspota ilus-trado. Para una y otra tarea monta ──consciente o inconscientemente── una ficción literaria: ni Rosas era un gaucho bárbaro ni Rivadavia (y luego Mitre) un adelantado de la civilización europea. Rosas adopta el poncho porque conviene a su política populista, de la misma manera que Rivadavia adopta la cultura europea como solapa, el frac, de su política colonialista.

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Tanto el poncho de Rosas como el frac de Rivadavia y los unitarios eran vehículos de la ficción, signos de una retórica de la manipulación. Las hordas de la Mazorca pregonaban que los unitarios eran salvajes. Sarmiento se propuso demostrar lo contrario: los salvajes eran los federales. La verdad fue que tanto unos como otros se apoyaron en una violencia salvaje. Rivadavia evitó la violencia, pero su sucesor unitario, el general Juan Lavalle hará fusilar brutalmente al gobernador de Buenos Aires, el coronel Manuel Dorrego, dándole a Rosas el pretexto que éste necesitaba para degollar 15.000 unitarios. Mitre, en nombre de la cultura europea y con la ayuda de Sarmiento, empleará una violencia sanguinaria para eliminar a sus enemigos políticos de las provincias.

El Facundo contiene, imbricados, dos discursos: un ataque al despotismo estancieril que se apoyaba en la oligarquía latifundista y en los gauchos, y una defensa del despotismo ilustrado que se apoyaba en la burguesía comercial, en el capital inglés y en los intelectuales. En los dos casos, Sarmiento teje una ficción con pretensiones históricas. El tiempo y la investigación han desmoronado sus pretensiones históricas, pero queda la ficción, el discurso, la creación literaria.

Sarmiento quiere obligarnos a una elección imposible: la oligarquía quería el país para sus vacas; Rivadavia y Mitre lo querían para su clase como frontmen del capital inglés. De las dos maneras el país salía perdiendo.

Pero si Facundo no tiene validez como propuesta histórica, sí la tiene como propuesta literaria. El Magistrado ilustrado de Carpentier ──afecto a los viajes a Francia y al prestigio de la cultura europea── y el patriarca bárbaro de García Márquez ──en cuyo palacio presidencial «las vacas se comen las cortinas de terciopelo y el raso de los sillones»── están ya anticipados en el Facundo. No solamente como los dos tipos ──Rivadavia/Rosas, Mitre/Urquiza── del dictador que proliferarán en la novela, sino también como dos discursos, dos estrategias respecto a la configuración del personaje: el narrador en tercera persona, om-nisciente, que enjuicia al tirano desde su posición privilegiada, como en El Señor Presidente de Asturias, y el narrador en primera persona, que no necesita defenderse de nada ni ante nadie porque el dictador solamente se rinde cuentas a sí mismo, como en Yo el Supremo y El otoño del patriarca, en que la narración en tercera persona focalizada alterna con la primera. En su ataque a Rosas, Sarmiento adopta la narración omnisciente en tercera persona, pero puesto que el narrador, como en ninguna otra novela del género, es también personaje, su ataque a Rosas y su defensa de los unitarios pueden leerse, y en rigor se leen, como un relato en primera persona: el despotismo de Sarmiento habla por las bocas de Rivadavia y Rosas. La condición de personaje del narrador convierte las historias de Facundo y Rosas, de Rivadavia y los unitarios, en la historia de Sarmiento. La versión de Sarmiento ──de la historia argentina de su época── miente, pero esa mentira constituye su más honda verdad si la leemos como ficción. En esta vuelta de tuerca que transforma los hechos de la historia en «novelería», en ficción, reside su mensaje más poderoso. Facundo, que no fue pensado o concebido como novela, fue escrito, sin embargo, como novela. El novelista miente puesto que lo narrado nunca ocurrió en la realidad, al menos tal como se lo cuenta, pero en esa mentira, que convencionalmente llamamos «invención» o «ficción», la literatura obliga a la realidad a decir lo que ésta calla. Sarmiento procedió de manera semejante ──¿no le había confesado al general Paz: «Ahí va mi libro, plagado de mentiras, pero que servirá para derrocar al tirano»?

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──. Su Facundo calla la verdadera historia de Rosas o de Rivadavia, pero dice la historia de Sarmiento, de ese déspota ilustrado que creyó que exterminando a los indios y a los gauchos el país se liberaba de una rémora inútil, que a un país extranjero ──Inglaterra o Francia── todo le estaba permitido por el solo hecho de ser europeo, y que la barbarie se justificaba si se practicaba en nombre de la civilización. El libro de Sarmiento es un ejemplo patente de lo que la retórica llama metalepsis ──la substitución de la causa por su efecto──. Ni la civilización estaba en la ciudad ni la barbarie en el campo; ni la barbarie era atributo exclusivo de los federales ni la civilización definía a los unitarios; ni los federales eran federales, ni los uni-tarios, unitarios; ni los unos rechazaban de cuajo las leyes, ni los otros las defendían acérrimamente como decían. Todos estos eran efectos, pretextos. El texto, la causa de los males del país había que buscarla en la política que cada partido adoptó para defender sus intereses de clase. Sarmiento presenta esos efectos como causas y se calla respecto a éstas. Naturalmente: defiende una política en la que está implicado, protege un partido que lo representa. Articulará en el Facundo una ideología que era la suya y también la de una clase. La prueba de que la tiranía no era el efecto de la barbarie ──como quería Sarmiento── sino la causa que permitía a una clase el control del país estaba en el simple hecho de que también los representantes de las llamadas fuerzas de la civilización adoptaron la dictadura con idénticos fines. Cambiaron apenas de signo: el poncho por el frac, el despotismo tradicional por el despotismo ilustrado, la violencia mazorquera por la violencia de bayoneta.

Esta inversión de los contenidos tiene su equivalente al nivel del discurso: historia hecha de ficción, biografía del dictador que contiene también la historia del biógrafo. Porque en el Facundo hay dos retratos, el del déspota tradicional y el del déspota ilustrado, uno por comi-sión y el otro por omisión. Al condenar al primero y defender al segundo, Sarmiento amalga-ma las dos estrategias narrativas de la novela del dictador en un solo relato: una, el dictador visto desde afuera, desde una tercera persona que lo examina como el ocular de un microscopio: Sarmiento frente a Rosas, Asturias reconstruyendo el mito de Estrada Cabrera, Fuentes enjuiciando al padre, a Fernando, al gran dictador. Y la otra, el dictador desdoblándose, como el Supremo de Roa Bastos, en un Yo y un El, en sujeto y compilador, en personaje y narrador. Pero mientras Sarmiento no sabe que se desdobla, no sabe que mientras traza la imagen del dictador bárbaro traza también la suya proyectada en el discurso que la inscribe, Roa tiene plena conciencia de ese desdoblamiento: «En este momento que escribo ──dice uno de sus narradores── puedo decir: una infinita duración ha precedido mi nacimiento. YO siempre he sido YO; es decir, cuantos dijeron YO durante ese tiempo, no eran otros que YO-EL, juntos». Como señala Juan Manuel Marcos, «El YO se refiere al recuerdo que tiene el Supremo de su conciencia temporal, como personaje histórico; y EL se refiere al mito del Supremo, a la imagen mitológica que queda del Dr. Francia en la leyenda». El desdoblamiento es diferente en Facundo: Sarmiento se dibuja desde la leyenda de Facundo. Pero en esa inversión causa-efecto que sostiene la visión del libro, el déspota ilus-trado que hay en Sarmiento se expresa en el acto de narrar la historia del déspota bárbaro: en la mitología del uno, Sarmiento enuncia, por debajo del texto, su propia mitología. Y como Roa-autor se ficcionaliza en un personaje ──el compilador──, también Sarmiento se autocomenta y cobra conciencia de su condición de narrador.

La magia del libro procede de un hecho insólito: Sarmiento, déspota ilustrado, escribe un libro sobre un déspota bárbaro. El escritor se convierte en el verdadero personaje del libro y

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Facundo deviene la novela del dictador-patriarca, a lo Juan Vicente Gómez, y, a su vez, la «novela de un novelista». Por eso el Facundo es dos libros, mixturados, que contiene dos tipos de déspotas, los dos patrones o coordenadas sobre las que se levanta la novela hispanoamericana del dictador.

[Jaime Alazraki]