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DECLARACIONES DE GEORGES ÉTIÉVANT AGITPROV EDITORIAL 1 DECLARACIONES DE GEORGES ÉTIÉVANT DÉCLARATIONS DE GEORGES ÉTIÉVANT (EDICIÓN BILINGÜE) Introducción, traducción y notas de Diego L. Sanromán

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DECLARACIONES DE GEORGES ÉTIÉVANT

AGITPROV EDITORIAL 1

DECLARACIONES DE GEORGES ÉTIÉVANT DÉCLARATIONS DE GEORGES ÉTIÉVANT

(EDICIÓN BILINGÜE)

Introducción, traducción y notas de Diego L. Sanromán

DECLARACIONES DE GEORGES ÉTIÉVANT

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Reconocimiento - Sin obra derivada - No comercial: El material creado por un artista puede ser distribuido, copiado y exhibido por terceros si se muestra en los créditos. No se puede obtener ningún beneficio comercial. No se pueden realizar obras derivadas.

Publicado por Primera Vez en Abril de 2009.

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ÍNDICE

4. Nota Introductoria. 6. Étiévant ante el tribunal. 7. Declaraciones. 21. Étiévant devant le tribunal. 22. Déclarations.

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NOTA INTRODUCTORIA

En julio del año 1892, un joven tipógrafo anarquista llamado Georges Étiévant1 comparecía ante el Tribunal de lo Penal de Versallés junto a otros tres simpatizantes de la Idea: Faugoux, Chévenet y Drouhet; a los cuatro se les acusaba de ser responsables del robo de la dinamita con la que Ravachol había preparado sus famosas marmitas explosivas. Albert Bataille reconoce en su crónica2 que Étiévant era “el más serio y decidido de todos” y además “frío, dueño de sí, muy inteligente, un teórico y un sectario”. Disponía además de un verbo ágil y estaba dispuesto a servirse del juicio como de una tribuna desde la que lanzar la filosofía libertaria; su declaración, extensa y sin duda preparada con esmero, será, sin embargo, censurada por el tribunal. Finalmente, Fagoux y Chévenet son condenados, respectivamente, a 20 y 12 años de trabajos forzados; Drouet, a 6 de reclusión; y Étiévant, a una pena de 5 años de cárcel. Tras salir de prisión, Étiévant colabora de forma asidua en Le Libertaire de Sébastien Faure, en cuyo número 103 publica un artículo al que da el título de Le Lapin et le Chasseur (El conejo y el cazador) y que, una vez más, lo enfrenta con las instituciones judiciales; en diciembre de 1897, es condenado a una pena de privación de libertad de tres años. Las cosas se le complican aún más a comienzos del año siguiente. El 18 de enero, Étiévant, al que se creía exiliado en Bélgica, aparece en su antiguo domicilio, donde su viejo patrón le informa de que ha recibido un mandato del juez de instrucción en el que se reclama su comparecencia. Esa misma noche, Étiévant apuñala a un agente de policía y hiere a otro de un disparo de pistola. A pesar de que ninguno de los dos agentes sufre heridas de consideración, el agresor será condenado a una pena de muerte que, en última instancia, es conmutada por prisión a perpetuidad en un presidio de la Guayana francesa. Étiévant morirá allí en una fecha indeterminada. El texto que puede leerse a continuación es la edición bilingüe de la declaración que Étiévant había preparado para el juicio del que se hablaba al principio y que fue publicado en forma de folleto por Les Temps Nouveaux, la revista de Jean Grave, en el año 1898. La declaración conoció traducciones al castellano muy tempranas: una publicada en Buenos Aires por el grupo La Expropiación en 1892 y otra, por la Biblioteca de la Huelga General de Barcelona, en 1904; no tengo noticia de que haya vuelto a presentarse en español de entonces para acá. La traducción que ofrecemos ahora es nueva y completamente independiente de las dos anteriores.

1 Étiévant había nacido en torno a 1865, aunque no se conoce con exactitud la fecha en la que vino al mundo; tampoco la de su muerte. 2 Albert Bataille, Causes criminelles et mondaines (1892), E. Dentu, Paris, 1881-1898, p. 71.

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ÉTIÉVANT ANTE EL TRIBUNAL

Presidente del Tribunal, señor Faynot (F): Levántese. Georges Étiévant (E): ¿Por qué he de levantarme cuando usted sigue sentado? F: Porque yo soy magistrado y usted un acusado. ¿Su nombre? E: ¡Y a usted qué le importa!

* * *

F: Frecuentaba usted grupos anarquistas. E: ¡Siempre es mejor que ir a misa! F: Sea serio. E: ¿Por qué? No reconozco a nadie el derecho a interrogarme. Estoy decidido a no responderle nada de nada. F: Estoy aquí para examinarle. E: Y yo, para no dejarme examinar. F: Yo aplico la ley. E: ¡La ley es variable y no puede ser la expresión de la justicia! F: Estamos aquí para hacerla ejecutar. E: Y yo, para violarla. F: Está usted acusado de haber ocultado parte de la dinamita robada. ¡Levántese, pues, cuando le hablo! Se le entederá mejor. E: ¿Yo? ¡Yo no digo nada! Es usted el que debería levantarse, usted, que habla todo el tiempo. ¡Se le entenderá mejor! ¿Habla usted de la ley? Si la ley es buena, ¿por qué tienen senadores y diputados que la cambian a cada rato? Si es mala, ¿por qué tienen jueces para aplicarla? F: Veamos. Usted no ha tenido siempre esas ideas. ¿No solicitó usted un puesto en la policía nacional? E: Salía del regimiento; ¡estaba completamente embrutecido! F: ¿Acaso no intentó usted ingresar en los Hermanos Blancos del cardenal Lavigerie3? E: Ciertamente, para emancipar a mis hermanos negros de África. ¡Tanto aquí como allí, combatía por la humanidad!4

3 Charles Martial Allemand Lavigerie (1825-1892). Cardenal francés fundador de los Padres Blancos y de las Hermanas Blancas, congregaciones dedicadas a la evangelización de los pueblos africanos. Más sobre Lavigerie y los Pères blanches en François Renault, Le Cardinal Lavigerie, 1825-1892, Fayard, Paris, 1992. 4 Extraído de Albert Bataille, Causes criminelles et mondaines (1892), E. Dentu, Paris, 1881-1898, p. 71, 74-75.

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DECLARACIONES

I Ninguna idea es innata en nosotros; todas nos vienen, con ayuda de los sentidos, del medio en el cual vivimos. Esto es tan cierto que, si nos falta un sentido, no podemos hacernos ninguna idea de los hechos correspondientes a tal sentido. Por ejemplo, un ciego de nacimiento nunca podrá hacerse una idea de la diversidad de los colores, pues carece de la facultad necesaria para percibir el resplandor de los objetos. Por otro lado, conforme a nuestras aptitudes, que traemos con nosotros al nacer, poseemos, sea en el orden de las ideas, sea en cualquier otro, una mayor o menor facultad de asimilación, que proviene de la mayor o menor facultad de receptividad que tenemos en dicha materia. Así, por ejemplo, unos aprenden fácilmente las matemáticas y otros tienen mayor aptitud para la lingüística. Esta facultad de asimilación, que está en nosotros, puede desarrollarse en una proporción que varía hasta el infinito de una a otra persona como consecuencia de la multiplicidad de sensaciones análogas percibidas. Pero, del mismo modo que, si nos servimos casi exclusivamente de nuestros brazos, éstos adquirirán una fuerza mayor a expensas de otros miembros o partes de nuestro cuerpo y se volverán más aptos para desempeñar su función, a medida que los demás lo sean menos; así también, cuanto más se ejerza nuestra facultad de asimilación como consecuencia de la multiplicidad de sensaciones análogas desarrolladas en un orden de ideas, tanto más, por relación al conjunto de nuestras facultades, presentaremos una fuerza de resistencia a la asimilación de ideas procedentes de un orden adverso. Por eso, si hemos llegado a creer que tal cosa o tal idea son verdaderas y buenas, toda idea contraria nos chocará, y presentaremos frente a su asimilación una fuerza de resistencia muy grande, mientras que a otro le parecerá tan natural y justa que no podrá imaginarse que, de buena fe, se pueda pensar de manera distinta. De todos estos hechos encontramos, cada día, ejemplos, y no creo que pueda ponerse seriamente en duda su autenticidad. Establecido y admitido esto, y puesto que todo acto es el resultado de una o varias ideas, se hace evidente que, para juzgar a un hombre, para llegar a conocer la responsabilidad de un individuo en la realización de una acción, hay que poder conocer cada una de las sensaciones que han determinado dicho realización, apreciar su intensidad, saber qué facultad de receptividad o qué fuerza de resistencia ha podido encontrar cada una de ellas en él, así como el lapso de tiempo durante el cual habrá estado sometido al influjo primero de cada una de ellas, después de varias y, más tarde, de todas. Ahora bien, ¿quién os dotará de la facultad de percibir y de sentir lo que los otros perciben y sienten o han percibido y sentido? ¿Cómo podréis juzgar a un individuo si no

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podéis conocer exactamente las causas determinantes de sus actos? ¿Y cómo podréis conocer tales causas en su totalidad, así como la relatividad entre ellas, si no podéis penetrar en los arcanos de su mentalidad e identificaros con él de modo que conozcáis su yo perfectamente? Mas, para esto, sería preciso conocer el temperamento del otro mejor de lo que uno conoce a menudo el suyo propio, y aún más: tener un temperamento semejante, someterse a las mismas influencias, vivir en el mismo medio durante el mismo lapso de tiempo, única forma que hay de darse cuenta del número y la fuerza de las influencias de dicho medio en comparación con la facultad de asimilación que tales influencias han podido encontrar en ese individuo. No hay, pues, posibilidad de juzgar a nuestros semejantes, lo que resulta de la imposibilidad en que nos encontramos para conocer exactamente las influencias a las cuales obedecen y la fuerza de las sensaciones determinantes de sus actos en comparación con sus facultades de asimilación o su fuerza de resistencia. Mas si dicha imposibilidad no existiese, llegaríamos como mucho a dar exacta cuenta del juego de las influencias a las que habría obedecido, de la relatividad que hay entre ellas, de la mayor o menor fuerza de resistencia que podrían oponerles, de sus mayor o menor poder de receptividad para sufrir tales influencias; pero no por eso podríamos conocer su responsabilidad en el cumplimiento de un acto, por la simple y llana razón de que la responsabilidad no existe. Para darse cuenta de la no existencia de la responsabilidad, basta con considerar el juego de las facultades intelectuales en el hombre. Para que existiese la responsabilidad, sería necesario que la voluntad determinase las sensaciones, del mismo modo que estas últimas determinan las ideas y éstas, el acto. Pero, bien al contrario, son las sensaciones las que determinan la voluntad, las que la hacen nacer en nosotros y las que la dirigen. Pues la voluntad no es más que el deseo que tenemos de ver realizada cierta cosa destinada a satisfacer nuestras necesidades, es decir, a procurarnos una sensación de placer, a alejar de nosotros una sensación de dolor y, en consecuencia, es preciso que tales sensaciones sean o hayan sido percibidas para que nazca en nosotros la voluntad. Y la voluntad, creada por las sensaciones, no puede ser cambiada más que por nuevas sensaciones, es decir, que no puede tomar otra dirección, perseguir otro fin, que si nuevas sensaciones hacen nacer en nosotros un nuevo orden de ideas o modifican en nosotros el orden de ideas preexistente. Tal cosa ha sido reconocida en todas las épocas y vosotros mismos lo reconocéis tácitamente, pues hacer que se defiendan ante vosotros los pros y los contras, ¿no es probar, en suma, que nuevas sensaciones que os llegan a través del órgano del oído pueden hacer nacer en vosotros la voluntad de actuar de uno u otro modo o modificar vuestra voluntad preexistente? Mas, como ya dije al comenzar, si uno está habituado, como consecuencia de una larga sucesión de sensaciones análogas, a considerar tal cosa o tal idea como buena y justa, toda idea contraria nos chocará y presentaremos a su asimilación una muy grande fuerza de resistencia. Es por esta razón por la que las personas de edad adoptan con menos facilidad las nuevas ideas, habida cuenta de que, en el curso de su existencia, han percibido una multiplicidad de sensaciones que emanaban del medio en el que han vivido y que se les ha llevado a considerar como buenas las ideas conformes con la concepción general de tal medio sobre lo justo y lo injusto. Es también por esta razón por la que la noción de lo justo y lo injusto ha variado sin cesar a lo largo de los siglos y por la que, aún en nuestros días, difiere extrañamente de un clima a otro, de un pueblo a otro, e incluso de un hombre a otro. Y, puesto que esas diversas concepciones no pueden ser más que

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relativamente justas y buenas, debemos concluir que una gran porción, sino la totalidad de la humanidad, yerra una vez más en este asunto. Esto es lo que nos sirve también para explicar igualmente que, mientras tal argumento implica la convicción del uno, deja al otro indiferente. Pero, de un modo u otro, aquel al que el argumento habrá impresionado no podrá hacer que su voluntad no esté determinada en un cierto sentido, y aquel al que el argumento habrá dejando indiferente no podrá hacer que su voluntad no siga siendo la misma; y, en consecuencia, el uno no podrá evitar actuar de tal manera y el otro de la manera contraria, a menos que nuevas sensaciones vengan a modificar su voluntad. Aunque esto presente el aspecto de una paradoja, no hacemos acto bueno o malo alguno, por mínimo que sea, que no estemos forzados a hacer, habida cuenta de que todo acto es el resultado de la relatividad que hay entre una o varias sensaciones que nos vienen del medio en el que vivimos y de la mayor o menor facultad de asimilación que pueda encontrar en nosotros. Ahora bien, como no podemos ser responsables de la mayor o menor facultad de asimilación que se encuentra en nosotros, por relación a tal orden de sensaciones o tal otro, ni de la existencia o no existencia de las influencias que provienen del medio en el que vivimos y de las sensaciones que nos llegan de él, ni de su relatividad ni de nuestra mayor o menor facultad de receptividad o de resistencia, no podemos ser responsables, así como no podemos serlo del resultado de dicha relatividad, habida cuenta de que, no sólo es independiente de nuestra voluntad, sino que además es la que determina a esta última. Así pues, todo juicio es imposible y toda recompensa, al igual que toda punición, es injusta, por mínima que sea y por grande que pueda ser el beneficio o el perjuicio que sanciona. Uno no puede, pues, juzgar a los hombres, ni siquiera sus actos, a menos que tenga un criterio suficiente. Ahora bien, tal criterio no existe. O en todo caso, no es en las leyes donde podríamos encontrarlo, pues la verdadera justicia es inmutable y las leyes son cambiantes. Ocurre con las leyes como con todo lo demás. Pues, si tales leyes son buenas, ¿de qué sirven diputados y senadores para cambiarlas? Y sin son malas, ¿de qué sirven los magistrados para aplicarlas?

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II

Por el solo hecho de su nacimiento, cada ser tiene el derecho de vivir y de ser feliz. El derecho de ir, de venir libremente en el espacio, con el suelo bajo los pies, el cielo sobre la cabeza, el sol en los ojos, el aire en los pulmones –ese derecho primordial, anterior a todos los demás derechos, imprescriptible y natural-, se le cuestiona a millones de seres humanos. Esos millones de desheredados a los que los ricos han arrebatado la tierra –la madre nutricia de todos nosotros- no pueden dar un paso a derecha o a izquierda, comer o dormir, en una palabra, gozar de sus órganos, satisfacer sus necesidades y vivir, más que con el permiso de otros hombres; su vida es siempre precaria y está a merced de aquellos que se han convertido en sus amos. No pueden ir y venir en el gran dominio humano sin encontrar a cada paso una barrera, sin detenerse ante estas palabras: no entréis en este campo, es de tal; no vayáis a tal bosque, pertenece a éste; no recojáis esos frutos, no pesquéis esos peces, son propiedad de aquél. Y si preguntan: pero, entonces, nosotros ¿qué es lo que tenemos? Se les responderá: nada. No tenéis nada… Y ya desde muy pequeños, por medio de la religión y de las leyes, se habrá dado forma a sus cerebros para que acepten sin murmurar esta flagrante injusticia. Las raíces de las plantas asimilan el jugo de la tierra, pero el producto no es para vosotros, se les dice. La lluvia os moja como a los demás, pero no es para vosotros para quienes hace crecer la cosecha, y el sol no brilla más que para dorar los granos y madurar los frutos que jamás probaréis. La tierra gira en torno al sol y presenta alternativamente cada una de sus caras al influjo vivificante de este astro, pero tan gran movimiento no se produce en beneficio de todas las criaturas, pues la tierra pertenece a unos y no a otros, los hombres la han comprado con su oro y su plata. Pero ¿mediante que subterfugios, habida cuenta de que el oro y la plata están contenidos en la tierra con esos mismos metales? ¿Cómo puede ser que una parte del todo pueda valer tanto como el todo? ¿Cómo puede ser que, si han comprado la tierra con su oro, posean aún todo el oro? ¡Misterio!

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Pero esos inmensos bosques sepultados desde hace millones de siglos por las revoluciones geológicas no pueden haberlos comprado ni haberlos heredado de sus padres, puesto que ¡entonces no había nadie sobre la tierra! Son suyos igualmente, pues, desde las entrañas de la tierra y el fondo de los océanos hasta las cumbres más elevadas de los altos montes, todo les pertenece. Estos bosques crecieron para que un tal pudiera dar la dote a su hija; las revoluciones geológicas tuvieron lugar para que tal otro pudiera poner un palacete a su amante; y para que pudieran atiborrarse de champán, los bosques se convirtieron lentamente en hulla. Mas, si los desheredados preguntan ‘¿Cómo nos las arreglaremos para vivir si no tenemos derecho a nada?’ Les responderán: ‘Tranquilizaos. Los propietarios son buena gente y, a poco prudentes que seáis, a poco que obedezcáis a todos sus deseos, os permitirán vivir, a cambio de lo cual deberéis laborar sus campos, fabricarles vestidos, construir sus casas, esquilar sus ovejas, podar sus árboles, hacer máquinas, libros; en una palabra, procurarles todos los goces físicos e intelectuales a los cuales sólo ellos tienen derecho. Si los ricos tienen la bondad de dejaros comer su pan, beber su agua, debéis agradecérselo infinitamente, pues vuestra vida les pertenece al igual que el resto’. No tenéis derecho a vivir más que por su capricho y a condición de que trabajéis para ellos. Os dirigirán; os verán trabajar, gozarán de los frutos de vuestra labor, pues tienen derecho a ellos. Todo aquello que podáis emplear en vuestra producción les pertenece igualmente. Mientras ellos, nacidos al mismo tiempo que vosotros, mandarán toda su vida, durante toda la vuestra, vosotros obedeceréis; mientras ellos podrán descansar a la sombra de los árboles, hacer versos al murmullo de los manantiales, revitalizar sus músculos bajo las olas del mar, recuperar la salud en fuentes termales, gozar del vasto horizonte desde la cumbre de las montañas, entrar en posesión del dominio intelectual de la humanidad y, de este modo, conversar con los poderosos sembradores de ideas, con los infatigables investigadores del más allá; vosotros, apenas salidos de la primera infancia, deberéis, forzados de nacimiento, comenzar a arrastrar vuestro grillete de miseria, deberéis producir para que otros consuman, trabajar para que otros vivan ociosos, morir penando para que otros disfruten de la alegría. Mientras ellos pueden recorrer en todos los sentidos el gran dominio, gozar de todos los horizontes, vivir en comunión constante con la naturaleza y extraer de esta fuente inagotable de poesía las más delicadas y dulces sensaciones que el ser pueda experimentar; vosotros no tendréis por todo horizonte más que las cuatro paredes de vuestras buhardillas, de vuestros talleres, del presidio o de la prisión; deberéis, máquinas humanas cuya vida se reduce siempre al mismo acto, indefinidamente repetido, recomenzar cada día la tarea de la víspera, hasta que un engranaje se rompa en vuestra interior o hasta que, desgastados y envejecidos, se os eche al arroyo por no producir un beneficio suficiente. Desgraciado aquel al que venza la enfermedad si, joven o viejo, es demasiado débil para producir al gusto de los propietarios. Desgraciado aquel que no encuentra nadie a quien prostituir su cerebro, sus brazos, su cuerpo; irá de precipicio en precipicio. Se hará de vuestros harapos un crimen, un oprobio de vuestros retortijones de estómago, la sociedad entera lanzará contra vosotros el anatema y la autoridad, interviniendo con la ley en la mano, os gritará: Desgraciado el sin hogar, desgraciado el que no tiene un techo para proteger su cabeza, desgraciado el que no tiene una yacija para reposar sus miembros doloridos; desgraciado el que se permite tener hambre cuando los otros han

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comido demasiado, desgraciado el que tiene frío cuanto los otros tienen calor, ¡desgraciados los vagabundos, desgraciados los vencidos! Y los golpeará por haberse permitido no tener nada mientras los otros lo tienen todo. Es la justicia, dice la ley. Es un crimen, responderemos nosotros; tal cosa no debe ser, debe dejar de existir, no es justa. Durante demasiado tiempo, los hombres han tomado y aceptado como regla moral la expresión de la voluntad de los fuertes y los poderosos; durante demasiado tiempo, la maldad de unos ha encontrado cómplices en la ignorancia y la cobardía de los otros; durante demasiado tiempo, los hombres han permanecido sordos a la voz de la razón, de la justicia y de la naturaleza; durante demasiado tiempo, han tomado la mentira por la verdad. Y hete aquí cuál es la verdad: ¿Qué es la vida sino un perpetuo movimiento de asimilación y desasimilación que incorpora a los seres moléculas de materia bajo las más diversas formas y enseguida se las arranca para combinarse de nuevo de mil distintas maneras? ¿Qué es sino un perpetuo movimiento de acción y reacción entre el individuo y su medio ambiente natural, que se compone de todo lo que no es él mismo? Tal es la vida. Mediante su acción continua, el conjunto de los seres y de las cosas tiende perpetuamente a la absorción del individuo, a la desagregación de su ser, a su muerte. La naturaleza no hace lo nuevo más que a partir de lo viejo, destruye siempre para crear, jamás hace surgir la vida sino es de la muerte, y es preciso que mate lo que es para dar nacimiento a lo que será. La vida no es, pues, posible para el individuo más que mediante una perpetua reacción frente al conjunto de los seres y de las cosas que lo rodean. No puede vivir si no es a condición de combatir la desasimilación que le hace sufrir todo lo que existe mediante la asimilación de nuevas moléculas, que debe tomar de todo lo que existe. Por eso, los seres, en cualquier grado de la escala en el que estén emplazados, desde los zoófitos hasta los hombres, están provistos de facultades que les permiten combatir la desasimilación de su organismo incorporando nuevos elementos tomados del medio en el que viven. Todos están provistos de órganos más o menos perfectos destinados a advertirles de la presencia de causas que pueden llevar a una brusca desasimilación de su ser. Todos están provistos de órganos que les permiten combatir la influencia desorganizadora de los elementos. ¿Por qué habrían de tener todos esos órganos si no pueden servirse de ellos, si no tienen derecho a hacer uso de ellos? ¿Para qué los pulmones, si no para respirar?; ¿para qué los ojos, si no para ver?; ¿para qué un cerebro, si no para pensar?; ¿para qué un estómago, si no para digerir los alimentos? Sí, esto es así: por nuestros pulmones, tenemos derecho a respirar; por nuestro estómago, tenemos derecho a comer; por nuestro cerebro, tenemos derecho a pensar; por nuestro lenguaje, tenemos derecho a hablar; por nuestros oídos, tenemos derecho a escuchar; por nuestros ojos, tenemos derecho a ver; por nuestras piernas tenemos derecho a ir y venir. Y tenemos derecho a todo esto porque, por nuestro ser, tenemos derecho a vivir. Jamás un ser tienen órganos más poderosos de lo que debería; jamás tiene un ser una vista demasiado penetrante, un oído demasiado fino, una palabra demasiado fácil, un cerebro

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demasiado vasto, un estómago demasiado bueno; piernas, patas, alas o aletas demasiado fuertes. De ahí que, por nuestras piernas, tengamos derecho a todo el espacio que podamos recorrer; por nuestros pulmones, a todo el aire que podamos respirar; por nuestro estómago, a todo el alimento que podamos digerir; por nuestro cerebro, a todo lo que podamos pensar y asimilar de los pensamientos de los otros; por nuestra facultad de elocución, a todo lo que podamos decir; por nuestros oídos, a todo lo que podamos escuchar, y tenemos derecho a todo esto porque tenemos derecho a la vida, porque todo esto constituye la vida. ¡Estos son los verdaderos derechos del hombre! No hay necesidad alguna de decretarlos: existen como existe el sol. No están escritos en ninguna constitución, en ninguna ley, pero están inscritos con caracteres imborrables en el gran libro de la naturaleza y son imprescriptibles. Desde el cirón5 hasta el elefante, desde la brizna de hierba hasta el roble, desde el átomo hasta la estrella, todo lo proclama. Escuchad la gran voz de la naturaleza; os dirá que todo en ella es solidario, que el movimiento general eterno, que es la condición de la vida para el universo, se compone del movimiento general eterno de cada uno de sus átomos, que es la condición de la vida para cada una de sus criaturas. Los movimientos de lo infinitamente pequeño, como aquellos de lo infinitamente grande, repercuten y reaccionan indefinidamente los unos sobre los otros. Y, puesto que todo reacciona frente a nosotros, nosotros tenemos derecho reaccionar frente a todo, pues tenemos derecho a vivir y la vida no es posible más que bajo esta condición. Por el solo hecho de nuestro nacimiento, nos convertimos en copropietarios del universo entero y tenemos derecho a todo lo que es, a todo lo que ha sido y a todo lo que será. Cada uno de nosotros adquiere, por su nacimiento, derecho a todo, sin otros límites que los que la naturaleza misma ha establecido; es decir, los límites de sus facultades de asimilación. Ahora bien, vosotros decís: es mío este campo, es mío este bosque, es mía esta fuente, es mío este estanque, esta pradera, esta cosecha, esta casa; a los que decís tal cosa, yo os respondo: cuando hayáis hecho de tal suerte que vuestra propiedad, fracción de ese gran todo que, mediante su acción constante, me empuja, al igual que vosotros, hacia la tumba, cese de empujarme, entonces reconoceré que sólo vosotros tenéis derecho a gozar de él. Cuando hayáis hecho de tal suerte que los influjos desagregadores de la naturaleza no ejerzan su acción más que sobre vosotros, sólo vosotros tendréis derecho a extraer de la naturaleza con qué reparar lo que la naturaleza os quita. Pero, en tanto la humedad actúe sobre mí como sobre vosotros, la fuente y el estanque serán tan míos como vuestros.

5 El cirón o tiroglifo de la harina (Acarus siro) es una especie de acárido de ocho patas y de 0,5 a 1 Mm. de tamaño. Antes de la puesta a punto de los primeros microscopios durante la segunda mitad del siglo XVIII, este arácnido era considerado el animal más pequeño de la creación. Tanto la referencia al cirón como el párrafo que viene a continuación revelan la inspiración pascaliana de este pasaje; Étiévant, conscientemente o no, evoca el famoso fragmento de los Pensamientos de Pascal conocido como Desproporción del hombre (Cf. Blaise Pascal, Pensamientos, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 76 y ss. Traducción de J. Llansó).

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Sabed que un hombre de veinte años no tiene en sí una sola de las moléculas que constituían su ser diez años antes; por eso, cuando hayáis hecho de tal suerte que, sea a través de la lluvia, sea a través del viento, o sea a través de cualquier otra forma, lo que fue mío no se incorpore a vuestras propiedades, tendréis derecho a impedirme que, a cambio, yo incorpore lo que procede de ellas. Mas, en tanto no hayáis hecho de tal suerte que nosotros los excluidos, los parias, podamos vivir sin asimilar constantemente elementos que tomamos del gran todo, tenemos tanto derecho como vosotros a ese gran todo y cada una de sus partes, pues hemos nacido como vosotros, somos semejantes a vosotros, tenemos órganos y necesidades como vosotros y tenemos derecho a la vida y a la felicidad como vosotros. Si fuésemos de una especie animal inferior a la vuestra, comprendería tal exclusión: nuestra organización y nuestro modo de vida serían diferentes; pero, puesto que estamos organizados como vosotros, somos vuestros iguales y tenemos derechos iguales a los vuestros sobre la universalidad de los bienes. Y si me decís que tal cosa es vuestra porque la habéis heredado, os responderé que aquellos que os la han legado no tenían derecho a hacerlo. Tenían derecho a gozar de la universalidad de los bienes durante su vida, como nosotros tenemos a gozar de ella durante la nuestra, pero no el de disponer de tales bienes después de la muerte, pues, de igual manera que, por nuestro nacimiento, adquirimos derecho a todo, por nuestra muerte, perdemos todos nuestros derechos, ya que entonces ya no tenemos necesidad de nada. ¿Con qué derecho quienes ya han vivido podrían impedirnos vivir? ¿Con qué derecho un agregado de moléculas podría impedir a sus propias moléculas reagregarse de un modo antes que de otro? ¿Con qué derecho podría lo que fue impedir lo que será? ¿Qué? ¿Es que, porque un hombre cuya vida no fue más que un minuto en la inmensidad del tiempo haya habitado un rincón de la tierra, podrá disponer de ella por toda la eternidad? ¿Hay algo más estúpido que esta pretensión de un ser efímero que hace donaciones perpetuas a seres, a instituciones pasajeras? No debemos respetar las pretensiones de gentes que quieren vivir cuando ya están muertas, que quieren tener derecho a todos los bienes cuando ya no tienen necesidad de ellos y que quieren disponer, después de muertas, de cosas a las que no tenían derecho a disponer más que conforme a sus necesidades cuando estaban vivas. Y si me decís que tenían derecho a disponer de ellas, pues eran una parte del producto de su trabajo que habían conseguido ahorrar, os responderé que si no han consumido todo el producto de su trabajo, es que podrían haberse pasado sin él; si no tenían necesidad, no tenían derecho y, en consecuencia, no podían disponer de tales cosas en favor vuestro y cederos derechos que no tenían. El derecho cesa donde se detiene la necesidad. Del mismo modo, si me decís que tal cosa es vuestra porque la habéis comprado, responderé que aquellos que os la han vendido no tenían derecho a hacerlo. Tenían

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derecho a disfrutarla conforme a sus necesidades, como nosotros tenemos derecho a disfrutarla conforme a las nuestras. Tenían derecho a alienar su parte de disfrute y de vida, pero no a alienar la nuestra; podían renunciar a la felicidad para ellos mismos, pero no para nosotros, y nosotros no tenemos por qué respetar transacciones que se han producido al margen de nuestra voluntad y contra nuestro derecho. La naturaleza nos dice ‘toma’, no ‘compra’. En toda compra, hay un estafador y un estafado; uno que saca provecho de la transacción, en tanto el otro resulta perjudicado. Mas si cada uno toma aquello de lo que tiene necesidad, nadie resulta perjudicado, habida cuenta de que, al tener de esta manera aquello que necesita, tiene también aquello a lo que tiene derecho. La transacción comercial es ciertamente una de las principales causas de corrupción para la humanidad. No es inútil destacar a este respecto que todo lo que, en el funcionamiento social actual, es contrario a las reglas de la filosofía natural es, al mismo tiempo, una fuente de males y de crímenes, y que si todos los individuos tuviesen a su disposición la universalidad de los bienes, si tuvieran asegurado, mañana y pasado mañana, lo que les hace falta para vivir y ser felices, puesto que tienen derecho a ello, las nueve décimas partes de los crímenes quedarían suprimidos, pues éstas tienen como móvil eso que llamáis robo. Es necesario que nos dejemos penetrar por esta verdad: que, desde el momento en el que un hombre vende alguna cosa, es que no tiene necesidad de ella; que, por consiguiente, no tiene derecho a disponer de ella e impedir que aquellos que la necesitan se la apropien, habida cuenta de que, por el solo hecho de que la necesitan, tienen derecho a ella. Al igual que el robo, también la prostitución desaparecería mediante la aplicación de nuestras teorías filosóficas. ¿Por qué habría de prostituirse una mujer si tuviera a su disposición todo lo que puede garantizar su existencia y su felicidad? ¿Y cómo podría comprarla un hombre si éste no puede darle más que aquello a lo que ella tiene derecho? Y así con todos los crímenes, con todos los vicios, que desaparecerían al desaparecer sus causas. El ser humano no es sano y completo más que gracias al libre ejercicio de su plena voluntad. ¿De dónde vienen la mentira, la doblez, la astucia, si no de la obligación impuesta a los unos por los otros? Son las armas de los débiles, y los débiles no recurren a ellas más que porque los fuertes les obligan. La mentira no es el vicio del mentiroso, sino más bien el de aquel que le obliga a mentir. Quitad la obligación, la coerción, el castigo y ya veremos si el mentiroso no dice la verdad. Que dejen los unos de cuestionar el derecho a la vida, a la felicidad, de los otros y la prostitución, el asesinato desaparecerán, pues los hombres nacen todos igualmente

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libres y buenos6. Son las leyes sociales las que los hacen malos e injustos, esclavos o amos, expoliados o expoliadores, verdugos o víctimas. Cada hombre es un ser autónomo, independiente; por esta razón, la independencia de cada uno debe ser respetada. Todo ataque a nuestra libertad natural, toda obligación impuesta es un crimen que llama a la rebelión. Sé bien que mi razonamiento no se parece en nada a la economía política que enseña el señor Leroy-Beaulieu7, ni a la moral de Malthus, ni al socialismo cristiano de León XIII 8, que predica la renuncia a las riquezas en medio de montones de oro y la humildad mientras se proclama el primero de todos. Sé bien que la filosofía natural choca de frente con todas las ideas recibidas, ya sean religiosas, ya morales o políticas. Pero su triunfo está asegurado, pues es superior a toda teoría filosófica, a cualquier otra concepción moral, porque no reivindica ningún derecho para los unos que no reivindique para los otros y porque, siendo absoluta igualdad, es también absoluta justicia. No se pliega a las circunstancias del tiempo y del medio, y no proclama alternativamente bueno o malo el mismo acto. No tiene nada en común con esa moral de doble faz que circula entre los hombres de nuestra época y que hace que una cosa sea buena o mala dependiendo de las latitudes y las longitudes. No proclama, por ejemplo, que el hecho de apropiarse de una cosa y no dejar en su lugar más que el cadáver de su antiguo posesor sea tan pronto terrible, tan pronto sublime. Terrible si el acontecimiento se produce en los alrededores de París, sublime si tiene lugar en los alrededores de Hué o de Berlín. Y como no admite ni punición ni recompensa, no reclama, en el primer caso, la guillotina para unos, la apoteosis para los otros. Sustituye todas las innumerables y cambiantes reglas morales inventadas por los unos para someter a los otros -lo que prueba, por su propio número y movilidad, su fragilidad- por la justicia natural, regla inmutable del bien y del mal, que no es obra de nadie, sino que resulta del organismo íntimo de cada uno. El bien es lo que nos resulta bueno, lo que nos procura sensaciones de placer, y como son las sensaciones las que determinan la voluntad, el bien es lo que queremos y el mal, lo que nos resulta malo, aquello que nos produce sensaciones de dolor, es lo que no queremos. “Haz lo que quieras”, tal es la única ley que nuestra justicia reconoce, pues proclama la libertad de cada uno en igualdad con todos. Aquellos que piensan que nadie querría trabajar de no estar obligado a ello, olvidan que la inmovilidad es la muerte; que tenemos fuerzas que gastar para renovarlas sin cesar y que la salud y la felicidad no se conservan más que al precio de la actividad; que, no

6 Tal vez sería más justo decir que el hombre no nace ni bueno ni malo y que sólo llega a ser aquello que hacen de él el medio y las circunstancias (Nota del editor francés). 7 Paul Leroy-Beaulieu (1843-1916). Economista y ensayista francés. Se licenció en derecho en París y amplió estudios en Bonn y Berlín. De vuelta a su país, se consagra al estudio de las ciencias económicas y sociales. Fiel a los principios liberales, aunque interesado por la llamada cuestión social, pronto se convierte en el principal representante de una nueva generación de economistas. En 1874 publica De la colonisation chez les peuples modernes, en la que defiende la expansión colonial del Imperio francés. 8 Vincenzo Gioacchino Raffaele Luigi Pecci (1810-1903), Papa de la Iglesia Católica entre 1878 y 1903. En 1891 publica la encíclica Rerum novarum (Sobre las nuevas cosas), en la que se condenaban las diferencias de clase y se abogaba por la justa remuneración a los asalariados y por el derecho a organizar sindicatos (preferentemente, de orientación cristiana), aunque al mismo tiempo se rechazaba el socialismo y se mostraba una tibia aceptación del sistema democrático.

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habiendo nadie que quiera ser desgraciado ni estar enfermo, todos deberán ocupar todos sus órganos para gozar de todas sus facultades, pues una facultad de la que no se hace uso no existe y es una porción de felicidad menos en la vida del individuo. Mañana, como hoy y como ayer, los hombres querrán ser felices, seguirán empleándose en su actividad, seguirán trabajando, mas, al ser el trabajo de todos productor de riqueza social, la felicidad de todos y cada uno habrá aumentado y cada uno podrá disfrutar así del lujo al que tiene derecho, pues lo superfluo no existe y todo lo que puede existir es necesario. El hombre no es sólo un estómago, es también un cerebro: necesita libros, cuadros, estatuas, música, poesía, del mismo modo que tiene necesidad de pan, aire y sol; mas, al igual que su consumo no debe estar limitado más que por sus facultades de consumo, en la producción, no debe estar limitado más que por su facultad de producción y, si consume según sus necesidades, no debe producir más que según sus fuerzas. Ahora bien, ¿quién podría conocer sus necesidades mejor que él mismo? ¿Quién podría conocer sus fuerzas mejor que él mismo? Nadie. En consecuencia, el hombre no debe producir ni consumir sino es conforme a su voluntad. La humanidad siempre ha tenido la conciencia latente de que no sería feliz y de que todas las bellas cualidades de la naturaleza humana no podrían eclosionar más que en el comunismo. Por eso, la edad de oro de los antiguos se basaba en la propiedad común y jamás se les pasó por las mientes a las naturalezas de elite que, entre ellos, poetizaban el pasado que la felicidad de los hombres fuese compatible con la propiedad individual. Sabían, por intuición o por experiencia, que todos los males y todos los vicios de la humanidad derivan del antagonismo de intereses, creado por una apropiación individual no limitada a las necesidades, y jamás soñaron con una sociedad sin guerras, sin asesinatos, sin prostitución, sin crímenes y sin vicios, que no fuese igualmente una sociedad sin propietarios. Es precisamente porque no queremos más guerras, ni asesinatos, ni prostitución, ni vicios, ni crímenes por lo que luchamos por la libertad y la dignidad humanas. A pesar de todas las mordazas, la palabra de la verdad resonará sobre la tierra y los hombres se estremecerán al escucharla; se alzarán al grito de libertad para ser los artesanos de su felicidad. Por eso somos fuertes en nuestra misma debilidad, porque, sea lo que sea de nosotros, ¡venceremos! Nuestra esclavitud enseña a los hombres que tienen derecho a la libertad, nuestro encarcelamiento que tienen derecho a la libertad y, con nuestra muerte, aprenderán que tienen derecho a la vida. Cuando dentro de un momento volvamos a la prisión y vosotros volváis con vuestras familias, los espíritus superficiales pensarán que nosotros somos los derrotados. ¡Error! Nosotros somos los hombres del porvenir y vosotros sois los hombres del pasado. Nosotros somos el mañana y vosotros sois el ayer. Y no está en poder de nadie impedir que el minuto que discurre nos acerque al mañana y nos aleje del ayer. El ayer ha

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querido siempre cerrar el paso al mañana y siempre ha resultado vencido, incluso en su victoria, pues el tiempo empleado en vencer lo ha aproximado a su derrota. Él fue el que hizo beber la cicuta a Sócrates, el que hizo abjurar a Galileo bajo tortura, el que quemó a Jean Huss9, Étienne Dolet10, Guillermo de Praga, Giordano Bruno, el que guillotinó a Hébert11, Babeuf12, el que encarceló a Blanqui13, el que fusiló a Flourens14 y a Ferré. ¿Cómo se llamaban los jueces de Sócrates, de Galileo, de Jean Huss, de Guillermo de Praga, de Giordano Bruno, de Étienne Dolet, de Hébert, de Babeuf, de Blanqui, de Flourens, de Ferré? Nadie lo sabe; son el pasado, estaban ya muertos cuando vivían. Ni siquiera alcanzaron la gloria de Eróstrato15, mientras que Sócrates es eterno, que Galileo todavía se mantiene en pie, que Jean Huss existe, que Guillermo de Praga, Giordano Bruno, Étienne Dolet, Hébert, Babeuf, Blanqui, Flourens, Ferré viven. Por eso seremos felices en nuestra desgracia, triunfantes en nuestra miseria, vencedores en nuestra derrota. Seremos felices no importa lo que nos ocurra, pues estamos ciertos de que, con el aliento de la idea renovadora, otros seres alcanzarán la verdad, de que otros hombres retomarán nuestra tarea interrumpida y la llevarán a término; en fin, que llegará un día en el que el astro que dora los granos brillará sobre una humanidad sin ejércitos, sin cañones, sin fronteras, sin barreras, sin prisiones, sin magistratura, sin policía, sin leyes y sin dioses, libre al fin intelectual y físicamente, y en el que los hombres, reconciliados con la naturaleza y con ellos mismos, podrán, en universal armonía, saciar su sed de justicia. ¡Qué importa si la aurora de ese gran día despunta enrojecida por los fulgores del incendio! ¡Qué importa si en la mañana de ese día el rocío resulta sangriento! También la tempestad es útil para purificar la atmósfera. El sol es más brillante después de la tormenta. Y brillará, resplandecerá, el hermoso sol de la libertad, y la humanidad será feliz.

9 O Jan Hus (1370-1415). Teólogo, filósofo y predicador checo; fue un pionero del protestantismo. 10 Étienne Dolet (1509-1546). Escritor, filólogo y editor humanista francés (1509-1546). Fue condenado en varias ocasiones a penas de prisión acusado de materialista y ateo, y finalmente torturado, estrangulado y quemado junto a sus libros en la plaza Maubert de París el día 3 de agosto del año 1546. 11 Jacques René Hébert (1757-1794). Revolucionario y publicista francés. Fue editor del periódico Le Père Duchesne durante la Revolución francesa y miembro del Club des Cordeliers. De ideología anticlerical, antinobiliaria y antimonárquica, se radicalizaría aún más tras la muerte de Marat. Sus desencuentros con Robespierre lo llevaron a la guillotina el 14 de marzo de 1794. 12 François Babeuf (1760-1797). Representante del ala más radical del movimiento revolucionario francés. Desde su periódico Le Tribun du Peuple arremetió tanto contra los jacobinos como contra aquellos que ocupaban posiciones más templadas. Defendía la necesidad de completar la revolución política burguesa con una revolución social y económica, de ahí que sea considerado un predecesor del comunismo y del anarquismo. Tras el fracaso de una conspiración contra el Directorio, en la que Babeuf estaba implicado, fue condenado a muerte y ejecutado el 27 de mayo de 1797. 13 Louis Auguste Blanqui (1805-1881). Revolucionario y escritor francés. Fue parte activa en los movimientos revolucionarios de 1830 y 1848, pero no en el de 1871, por encontrarse en prisión. Sin embargo, la inspiración blanquista de algunos de los sectores más influyentes de la Comuna es evidente. Murió a causa de una apoplejía durante un intenso mitin revolucionario en la ciudad de París el primer día de 1881. 14 Gustave Flourens (1838-1871). Universitario y político republicano. Fue asesinado por soldados versalleses por su implicación en la Comuna de París. 15 Eróstrato. Pastor griego que, dispuesto a alcanzar notoriedad a cualquier precio, decidió incendiar el templo de Artemisa, considerado una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo.

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Entonces, al proteger cada uno su felicidad en la felicidad de todos, nadie hará ya el mal, pues nadie tendrá interés en hacerlo. El hombre libre en la sociedad liberada podrá marchar sin trabas de conquista en conquista, en provecho de todos, hacia el infinito sin límites de la intelectualidad. El enigma moderno ‘Libertad, Igualdad, Fraternidad’ planteado por la Esfinge de la Revolución habrá sido resuelto al fin: será la Anarquía.

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ÉTIÉVANT DEVANT LE TRIBUNAL

M. le président Faynot (F) : Levez-vous. Georges Étiévant (E) : Pourquoi me lever, quand vous êtes assis vous-même ? F : Parce que je suis magistrat et que vous êtes un accusé. Votre nom ? E : Est-ce que cela vous regarde ?

* * *

F : Vous fréquentiez les groupes anarchistes. E : Ça vaut mieux que d’aller a la messe ! F : Soyez sérieux. E : Pourquoi ? Je ne reconnais à personne le droit de m’interroger. Je suis decidé à ne pas vous répondre du tout. F : Je suis ici pour vous examiner. E : Et moi pour ne pas me laisser examiner. F : J’applique la loi. E : La loi est variable et ne saurait être l’expression de la justice ! F : Nous sommes ici pour la faire exécuter. E : Et moi pour la violer. F : Vous êtes accusé d’avoir recélé une partie de la dynamite volée. Levez-vous donc quand je vous parle ! On vous entendra mieux. E : Moi ! Je ne dis rien. C’est à vous de vous lever, vous qui parlez toujours. On vous entrendrá mieux ! Vous parlez de la loi ? Si elle est bonne, pourquoi avez-vous des sénateurs et des députés qui la changent tout le temps ? Si elle est mauvaise, pourquoi avez-vous des juges qui l’appliquent ? F : Voyons ! Vous n’avez pas toujours eu ces idées-là. Vous avez sollicité un emploi dans la police de sûreté ? E : Je sortais du régiment : j’étais complètement abruti ! F : Vous avez essayé de vous faire recevoir parmi les Pères Blancs du cardinal Lavigerie ? E : Certainement, pour émanciper mes frères noirs d’Afrique. Ici comme là-bas, je combattais pour l’humanité !16

16 Cf. Albert Bataille, Causes criminelles et mondaines (1892), E. Dentu, Paris, 1881-1898, p. 71, 74-75.

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DÉCLARATIONS I

Aucune idée n'est innée en nous : elles nous viennent toutes à l'aide des sens, du milieu dans lequel nous vivons. Cela est si vrai que s'il nous manque un sens, nous ne pouvons nous faire aucune idée des faits correspondants à ce sens. Par exemple, jamais un aveugle de naissance ne pourra se faire une idée de la diversité des couleurs, parce qu'il manque de la faculté nécessaire pour percevoir le rayonnement des objets. En outre, suivant nos aptitudes, que nous apportons en naissant, nous possédons, soit dans un ordre d'idées, soit dans un autre, une plus ou moins grande faculté d'assimilation provenant de la plus ou moins grande faculté de réceptivité que nous avons à ce sujet. C'est ainsi, par exemple, que les uns apprennent facilement les mathématiques, et que d'autres ont une aptitude plus grande pour la linguistique. Cette faculté d'assimilation qui est en nous peut se développer dans une proportion variant à l'infini de chacun à chacun, par suite de la multiplicité de sensations analogues perçues.

Mais, de même que si nous nous servons presque exclusivement de nos bras, ceux-ci acquerront une plus grande force aux dépens d'autres membres ou parties de notre corps et deviendront plus aptes à remplir leur rôle à mesure que les autres le seront moins ; de même, plus notre faculté d'assimilation s'exercera par suite de la multiplicité des sensations analogues développées dans un ordre d'idées, plus, relativement à l'ensemble de nos facultés, nous présenterons de force de résistance à l'assimilation d'idées venant d'un ordre inverse. C'est ainsi que, si nous sommes arrivés à croire telle chose ou telle idée véritable et bonne, toute idée contraire nous choquera et que nous présenterons à son assimilation une très grande force de résistance, alors qu'elle paraîtra à un autre si naturelle et si juste qu'il ne pourra se figurer que, de bonne foi, l'on puisse penser autrement. De tous ces faits nous avons chaque jour des exemples, et je ne crois pas que l'on en conteste sérieusement l'authenticité. Ceci posé et admis, et comme tout acte est le résultat d'une ou plusieurs idées, il devient évident que pour juger un homme, pour arriver à conaître la responsabilité d'un individu dans l'accomplissement d'un acte, il faut pouvoir connaître chacune des sensations qui ont déterminé l'accomplissement de cet acte, en apprécier l'intensité, savoir qu'elle faculté de réceptivité ou quelle force de résistance chacune a pu rencontrer en lui, ainsi que le laps de temps pendant lequel il aura été soumis à l'influence de chacune d'abord, de plusieurs ensuite, et de toutes après.

Or, qui vous donnera la faculté de percevoir et de sentir ce que les autres perçoivent et ressentent, ou ont perçu et ressenti ? Comment pourrez-vous juger un individu si vous ne pouvez connaître exactement les causes déterminantes de ses actes ? Et comment pourrez-vous conaître ces causes et toutes ces causes, ainsi que leur relativité entre elles, si vous ne pouvez pénétrer dans les arcanes de sa mentalité et vous identifier à lui de

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façon à connaître son moi parfaitement ? Mais il faudrait pour cela connaître son tempérament mieux que l'on ne connaît souvent le sien propre ; bien plus : avoir un tempérament semblable, se soumettre aux mêmes influences, vivre dans le mêm milieu pendant le même laps de temps, seul moyen de se rendre compte du nombre et de la force des influences de ce milieu, comparativement à la faculté d'assimilation que ces influences ont pu rencontrer en cet individu.

Il y a donc impossibilité de juger nos semblables, résultant de l'impossibilité où nous sommes de connaître exactement les influences auxquelles ils obéissent et leur force des sensations déterminantes de leurs actes, comparativement à leurs facultés d'assimilation ou à leur force de résistance. Mais si cette impossibilité n'existait pas, nous n'arriverions au plus qu'à nous rendre un compte exact du jeu des influences auxquelles ils auraient obéi, de la relativité qu'il y a entre elles, de la plus ou moins grande force de résistance qu'ils auraient à leur opposer, de leur plus ou moins de puissance de réceptivité à subir ces influences ; mais nous ne pourrions pas pour cela connaître leur responsabilité dans l'accomplissement d'un acte, par cette bonne et magnifique raison que la responsabilité n'existe pas.

Pour bien se rendre compte de la non-existence de la responsabilité, il suffit de considérer le jeu des facultés intellectuelles chez l'homme. Pour que la responsabilité existât, il faudrait que la volonté déterminât les sensations, de même que celles-ci déterminent l'idée, et celles-là l'acte. Mais bien au contraire, ce sont les sensations qui déterminent la volonté, qui lui donnent naissance en nous et qui la dirigent. Car la volonté n'est que le désir que nous avons de l'accomplissement d'une chose destinée à satisfaire un de nos besoins, c'est-à-dire à nous procurer une sensation de plaisir, à éloigner de nous une sensation de douleur, et, par conséquent, il faut que ces sensations soient ou aient été perçues pour que naissent en nous la volonté. Et la volonté, créée par les sensations, ne peut être changée que par de nouvelles sensations, c'est-à-dire qu'elle ne peut prendre une autre direction, poursuivre un autre but, que si des sensations nouvelles font naître en nous un nouvel ordre d'idées ou modifient en nous l'ordre d'idées préexistant. Cela a été reconnu de tous temps et vous le reconnaissez vous-mêmes tacitement, car, en somme, faire plaider devant vous le pour et le contre, n'est-ce pas prouver que des sensations nouvelles, vous arrivant par l'organe de l'ouïe, peuvent faire naître en vous la volonté d'agir d'une façon ou d'une autre, ou modifier votre volonté préexistante ? Mais, comme je l'ai dit en commençant, si l'on est habitué, par suite d'une longue succession de sensations analogues, à considérer telle chose ou telle idée comme bonne et juste, toute idée contraire nous choquera, et nous présenterons à son assimilation une très grande force de résistance.

C'est pour cette raison que les personnes âgées adoptent moins facilement les idées nouvelles, attendu que dans le cours de leur existence elles ont perçu une multiplicité de sensations émanant du milieu dans lequel elles ont vécu, et qui les ont ammenées à considérer comme bonnes les idées conformes à la conception générale de ce milieu sur le juste et l'injuste. C'est aussi pour cette raison que la notion du juste et de l'injuste a sans cesse varié dans la cours des siècles, que, de nos jours encore, elle diffère étrangement de climat à climat, de peuple à peuple, et même d'homme à homme. Et, comme ces diverses conceptions ne peuvent être que relativement justes et bonnes, nous devons en conclure qu'une grande portion, sinon la totalité de l'humanité, erre encore à ce sujet. C'est ce qui nous explique également pourquoi tel argument qui emportera la conviction de l'un, laissera l'autre indifférent.

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Mais d'une façon ou d'une autre, celui que l'argument aura frappé ne pourra pas faire que sa volonté ne soit déterminée dans un sens, et celui que l'argument aura laissé indifférent ne pourra pas faire que sa volonté ne reste la même, et par conséquent l'un ne pourra s'empêcher d'agir d'une façon et l'autre d'une façon contraire, à moins que de nouvelles sensations ne viennent modifier leur volonté.

Bien que cela ait l'air d'un paradoxe, nous ne faisons aucun acte bon ou mauvais, si minime soit-il, que nous ne soyons forcés de faire, attendu que tout acte est le résultat de la relativité qu'il y a entre une ou plusieurs sensations nous venant du milieu dans lequel nous vivons, et la plus ou moins grande faculté d'assimilation qu'elle peut rencontrer en nous. Or, comme nous ne pouvons être responsables de la plus ou moins grande faculté d'assimilation qui est en nous, relativement à un ordre de sensations ou à un autre, ni de l'existence ou de la non-existence des influences provenant du milieu dans lequel nous vivons et des sensations qui nous en viennent, pas plus que de leur relativité et de notre plus ou moins grande faculté de réceptivité ou de résistance, nous ne pouvons être responsables non plus du résultat de cette relativité, attendu qu'elle est non seulement indépendante de notre volonté, mais encore qu'elle en est déterminante. Donc, tout jugement est impossible et toute récompense, comme toute punition, est injuste, si minime soit-elle, et quelque grand que puisse être le bienfait ou le méfait.

On ne peut donc pas juger les hommes, ni même les actes, à moins d'avoir un criterium suffisant. Or, ce criterium n'existe pas. En tout cas, ce n'est pas dans les lois qu'on pourrait le trouver, car la vrai justice est immuable et les lois sont changeantes. Il en est des lois comme de tout le reste. Car, si ces lois sont bonnes, à quoi bon des députés et des sénateurs pour les changer ? Et, si elles sont mauvaises, à quoi bon des magistrats pour les appliquer ?

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II

Par le fait même de sa naissance, chaque être a le droit de vivre et d'être heureux, Ce droit d'aller, de venir librement dans l'espace, le sol sous les pieds, le ciel sur la tête, le soleil dans les yeux, l'air dans la poitrine, -- ce droit primordial, antérieur à tous les autres droits, imprescriptible et naturel, -- on le conteste à des millions d'êtres humains. Ces millions de déshérités auxquels les riches ont pris la terre -- notre mère nourricière à tous -- ne peuvent faire un pas à droite ou à gauche, manger ou dormir, jouir en un mot de leurs organes, satisfaire leurs besoins et vivre, qu'avec la permission d'autres hommes ; leur vie est toujours précaire, à la merci des caprices de ceux qui sont devenus leurs maîtres. Ils ne peuvent aller et venir dans le grand domaine humain sans, à chaque pas, rencontrer une barrière, sans être arrêtés par ces mots : n'allez pas dans ce champ, il est à un tel ; n'allez pas dans ce bois, il appartient à celui-ci, ne cueillez pas ces fruits, ne pêchez pas ces poissons, ils sont la propriété de celui-là.

Et s'ils demandent : Mais, alors, nous autres, qu'avons-nous donc ? Rien, leur répondra-t-on. Vous n'avez rien -- et tout petits déjà, au moyen de la religion et des lois, on, aura façonné leur cerveau pour qu'ils acceptent sans murmure cette criante injustice.

Les racines des plantes s'assimilent le suc de la terre, mais le produit n'en est pas pour vous, leur dit-on. La pluie vous mouille comme les autres, mais ce n'est pas pour vous qu'elle fait croître les récoltes, et le soleil ne rayonne que pour dorer des blés et mûrir des fruits dont vous ne goûterez pas. La terre tourne autour du soleil et présente alternativement chacune de ses faces à l'influence vivifiante de cet astre, mais ce grand mouvement ne se fait pas au profit de toutes les créatures, car la terre appartient. aux uns et pas aux autres, des hommes l'ont achetée avec leur or et leur argent. Mais par quels subterfuges, puisque l'or et l'argent sont contenus dans la terre avec ces métaux ?

Comment se fait-il qu'une partie du tout puisse valoir autant que le tout ? Comment se fait-il s'ils ont acheté la terre avec leur or, qu'ils aient encore tout l'or ? Mystère !

Et ces forêts immenses ensevelies depuis des millions de siècles par des révolutions géologiques, ils ne peuvent les avoir achetées, ni en avoir hérité de leurs pères puisque alors il n'y avait encore personne sur la terre ! C'est à eux tout de même, car, depuis les entrailles de la terre et le fond de t'océan jusqu'aux plus hauts sommets des grands

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monts, tout leur appartient -- c'est pour que celui-ci puisse donner une dot à sa fille que ces forêts ont poussé jadis ; c'est pour que celui-là puisse donner un hôtel à sa maîtresse que les révolutions géologiques ont eu lieu. -- Et c'est pour qu'ils puissent sabler le champagne que ces forêts se sont lentement converties en houille.

Mais si les déshérités demandent : Comment ferons-nous pour vivre si nous n'avons droit à rien ? Rassurez-vous, leur répondra-t-on : les possédants sont de braves gens, et pour peu que vous soyez sages, que vous obéissiez à toutes leurs volontés, ils vous permettront de vivre, en échange de quoi vous devrez, labourer leurs champs. leur faire des habits, construire leurs maisons, tondre leurs brebis, émonder leurs arbres, faire des machines, des livres ; en un mot, leur procurer toutes les jouissances physiques et intellectuelles auxquelles ils ont seuls droit. Si les riches ont la bonté de vous laisser manger leur pain, boire leur eau, vous devez les en remercier infiniment. car votre vie leur appartient en même temps que le reste.

Vous n'avez le droit de vivre qu'avec leur bon plaisir, et à condition que vous travaillerez pour eux. Ils vous dirigeront ; ils vous regarderont travailler, ils jouiront des fruits de votre labeur, car ils y ont droit. Tout ce que vous pouvez mettre en oeuvre dans votre production leur appartient également. Alors qu'eux nés en même temps que vous, commanderont toute leur vie -- toute votre vie vous obéirez ; alors qu'ils pourront se reposer à l'ombre des arbres, poétiser au murmure de la source, revivifier leurs muscles dans les ondes de la mer, retrouver la santé dans les sources thermales, jouir du vaste horizon sur le sommet des montagnes, entrer en possession du domaine intellectuel de l'humanité et converser ainsi avec les puissants semeurs d'idées, les infatigables chercheurs de l'au delà -- vous, à peine sortis de la première enfance, vous devrez, forçats de naissance, commencer à traîner votre boulet de misère, vous devrez produire pour que d'autres consomment, travailler pour que d'autres vivent oisifs, mourir à la peine pour que d'autres soient dans la joie.

Alors qu'ils peuvent parcourir en tous sens le grand domaine, jouir de tous les horizons, vivre en communion constante avec la nature et puiser à cette source intarissable de poésie les plus délicates et les plus douces sensations que l'être puisse ressentir, -- vous n'aurez pour tout horizon que les quatre murs de vos mansardes, de vos ateliers, du bagne et de la prison ; vous devrez, machine humaine dont la vie se réduit à un acte toujours le même, indéfiniment répété, recommencer chaque jour la tâche de la veille, jusqu'à ce qu'un rouage se brise en vous, ou qu'usés et vieillis, l'on vous jette au ruisseau comme ne procurant pas un bénéfice suffisant.

Malheur à vous si la maladie vous terrasse, si, jeunes ou vieux, vous êtes trop faibles pour produire au gré des possédants. -- Malheur à vous si vous ne trouver personne à qui prostituer votre cerveau, vos bras, votre corps, vous roulerez d'abîme en abîme ; -- on vous fera un crime de vos haillons, un opprobre de vos tiraillements d'estomac, la société entière vous jettera l'anathème et l'autorité, intervenant la loi à la main vous criera : Malheur aux sans gîte, malheur à qui n'a pas un toit pour abriter sa tête, malheur à qui n'a pas un grabat pour reposer ses membres endoloris, -- malheur à qui se permet d'avoir trop faim quand les autres ont trop mangé, malheur à qui a froid quand les autres ont chaud, malheur aux vagabonds, malheur aux vaincus ! -- Et elle les frappera pour s'être permis de n'avoir rien, alors que les autres ont tout. -- C'est justice, dit la loi. -- Cela est un crime, répondrons-nous, cela ne doit pas être, cela doit cesser d'exister, car cela n'est pas juste.

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Trop longtemps, les hommes ont pris et accepté pour règle morale l'expression de la volonté des forts et des puissants ; trop longtemps, la méchanceté des uns a trouvé des complices dans l'ignorance et la lâcheté des autres ; trop longtemps, les hommes sont restés sourds à la voix de la raison, de la justice et de la nature : trop longtemps ils ont pris le mensonge pour la vérité. Et voici ce qu'est la vérité : Qu'est-ce que la vie, sinon un perpétuel mouvement d'assimilation et de désassimilation qui incorpore aux êtres les molécules de la matière sous ses diverses formes et les leur arrache bientôt pour combiner à nouveau de mille autres manières ; un perpétuel mouvement d'action et de réaction entre l'individu et le milieu naturel ambiant qui se compose de tout ce qui n'est pas lui ; telle est la vie. Par son action continue, l'ensemble des êtres et des choses tend perpétuellement à l'absorption de l'individu, à la désagrégation de son être, à sa mort.

La nature ne fait du neuf qu'avec du vieux, toujours elle détruit pour créer, elle ne fait jamais sortir la vie que de la mort, et il faut qu'elle tue ce qui est pour donner naissance à ce qui sera. La vie n'est donc possible pour l'individu que par une perpétuelle réaction de lui-même sur l'ensemble des êtres et des choses qui l'entourent. Il ne peut vivre qu'à condition de combattre la désassimilation que lui fait subir tout ce qui existe, par l'assimilation de nouvelles molécules qu'il doit emprunter à tout ce qui existe.

Ainsi les êtres, à quelque degré de l'échelle qu'ils soient placés, depuis les zoophytes jusqu'aux hommes, sont-ils pourvus de facultés leur permettant de combattre la désassimilation de leur organisme en s'incorporant de nouveaux éléments empruntés au milieu dans lequel ils vivent. Tous sont pourvus d'organes plus ou moins parfaits destinés à les avertir de la présence de causes pouvant amener une brusque désassimilation de leur être. Tous sont pourvus d'organes leur permettant de combattre l'influence désorganisatrice des éléments.

Pourquoi auraient-ils tous ces organes s'ils ne devaient s'en servir ? s'ils n'avaient pas le droit d'en faire usage ?

Pourquoi des poumons, sinon pour respirer ; pourquoi des yeux, sinon pour voir ; pourquoi un cerveau, sinon pour penser ; pourquoi un estomac, sinon pour digérer la nourriture ? Oui, cela est ainsi : par nos poumons, nous avons le droit de respirer ; par notre estomac, nous avons le droit de manger ; par notre cerveau nous avons le droit de penser ; par notre langue, nous avons le droit de parler ; par nos oreilles, nous avons le droit d'entendre ; par nos yeux, nous avons le droit de voir ; par nos jambes, nous avons le droit d'aller et de venir.

Et nous avons le droit à tout cela parce que par notre être nous avons le droit de vivre. Jamais un être n'a d'organes plus puissants qu'il n'en doit avoir ; jamais un être n'a une vue trop perçante, une ouïe trop fine, une parole trop facile, un cerveau trop vaste, un estomac trop bon ; des jambes, des pattes, des ailes ou des nageoires trop fortes.

Aussi par nos jambes avons-nous droit à tout l'espace que nous pouvons parcourir ; par nos poumons, à tout l'air que nous pouvons respirer ; par notre estomac, à toute la nourriture que nous pouvons digérer ; par notre cerveau, à tout ce que nous pouvons penser et nous assimiler des pensées des autres ; par notre faculté d'élocution, à tout ce que nous pouvons dire ; par nos oreilles, à tout ce que nous pouvons entendre, et nous avons droit à tout cela parce que nous avons droit à la vie et que cela constitue la vie. Ce

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sont là les vrais droits de l'homme ! Nul besoin de les décréter : ils existent comme existe le soleil.

Ils ne sont écrits dans aucune constitution, dans aucune loi, mais ils sont inscrits en caractères inneffaçables dans le grand livre de la nature et imprescriptibles.

Depuis le ciron jusqu'à l'éléphant, depuis le brin d'herbe jusqu'au chêne, depuis l'atome jusqu'à l'étoile, tout le proclame. Ecoutez la grande voix de la nature ; elle vous dira que tout en elle est solidaire, que le mouvement général éternel, qui est la condition de la vie pour l'univers, se compose du mouvement général éternel de chacun de ses atomes, qui est la condition de la vie pour chacune des créatures.

Les mouvements des infiniments petits comme ceux des infiniment grands se répercutent et réagissent indéfiniment les uns sur les autres. Et, puisque tout réagit sur nous, nous avons droits de vivre et la vie n'est possible qu'à cette condition.

Par le fait de notre naissance, nous devenons copropriétaires de l'univers tout entier et nous avons le droit à tout ce qui est, à tout ce qui a été et à tout ce qui sera. Chacun de nous acquiert par sa naissance droit à tout, sans autres limites que celles que la nature elle-même lui a posées, c'est-à-dire la limite de ses facultés d'assimilation.

Or, vous dites : C'est à moi ce champ, c'est à moi ce bois, c'est à moi cette source, c'est à moi cet étang, cette prairie, cette moisson, cette maison ; à vous qui dites cela, je réponds : Quand vous aurez fait en sorte que votre propriété, fraction de ce grand tout qui, par son action constante sur mon organisme, me pousse, de même que vous, vers la tombe, cesse de m'y pousser, je reconnaîtrai que vous seuls avez le droit d'en jouir.

Quand vous aurez fait en sorte que les influences désagrégatrices de la nature n'aient d'action que sur vous, vous seuls aurez droit de puiser dans la nature de quoi réparer ce que la nature vous enlève. Mais, tant que l'humidité agira sur moi comme sur vous, la source et l'étang seront à moi comme à vous.

Tant que vous n'aurez pas empêché la chaleur du soleil de me faire transpirer comme vous, elle mûrira fruits et moissons pour nous comme pour vous.

Sachez qu'un homme de vingt ans n'a pas en lui une seule des molécules qui constituaient son être dix ans auparavant ; aussi quand vous aurez fait en sorte que, soit par la pluie, soit par le vent, soit de toute autre façon, ce qui a été à moi ne s'incorpore à vos propriétés, vous aurez le droit de m'empêcher de m'incorporer en retour ce qui me revient de vos propriétés.

Mais tant que vous n'aurez pas fait en sorte que nous puissions, nous les hors-parts, les parias, vivre sans nous assimiler constamment des éléments que nous prenons dans le grand tout, nous aurons droit comme vous à ce grand tout et à chacune de ses parties, car nous sommes nés comme vous, nous sommes semblables à vous, nous avons des organes et des besoins comme vous, et nous avons droit à la vie et au bonheur comme vous.

Si nous étions d'espèce animale inférieure à vous, je comprendrais cette exclusion : notre organisation et notre mode de vie seraient différents ; mais puisque nous sommes

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organisés comme vous, c'est que nous sommes vos égaux et que nous avons des droits égaux aux vôtres sur l'universalité des biens.

Et si vous me dites que telle chose est à vous parce que vous en avez hérité, je vous répondrai que ceux qui vous l'ont laissée n'avaient pas le droit de le faire. Ils avaient droit de jouir de l'universalité des biens durant leur vie comme nous avons le droit d'en jouir pendant la nôtre, mais ils n'avaient pas celui d'en disposer après leur mort, car, de même que par notre naissance nous acquérons droit à tout, par notre mort nous perdons tous nos droits, car alors nous n'avons plus besoins de rien.

De quel droit ceux qui ont vécu voudraient-ils nous empêcher de vivre ?

De quel droit un agrégat de molécules voudrait-il empêcher ses propres molécules de se réagréger d'une façon plutôt qu'une autre ? De quel droit ce qui fut voudrait-il empêcher ce qui sera ? Quoi, parce qu'un homme des temps a habité un coin de terre, il en pourrait disposer pour l'éternité ? Y a-t-il rien de plus stupide que cette prétention d'un être éphémère faisant des donations perpétuelles à des êtres, à des institutions passagères ?

Nous ne devons pas respecter ces prétentions de gens qui veulent vivre alors qu'ils sont morts, qui veulent avoir droits à tous les biens, alors qu'ils n'en ont plus besoin, et qui veulent disposer après leur mort de choses dont ils n'avaient droit de disposer que selon leurs besoins pendant leur vie.

Et si vous me dites qu'ils avaient droit d'en disposer, car cela était une partie du produit de leur travail qu'ils avaient économisée, je vous répondrai que s'ils n'avaient pas consommé tout le produit de leur travail, c'est qu'ils ont pu s'en dispenser ; s'ils n'en avaient pas besoin, ils n'y avaient pas droit, et par conséquent ne pouvaient en disposer en votre faveur, et vous céder des droits qu'ils n'avaient pas.

Le droit cesse où s'arrête le besoin.

De même, si vous me dites que telle chose est à vous parce que vous l'avez achetée, je répondrai que ceux qui l'ont vendue n'avaient pas droit de vous la vendre. Ils avaient le droit d'en jouir suivant leurs besoins, comme nous avons le droit d'en jouir selon les nôtres. Ils avaient le droit d'aliéner leur part de jouissance et de vie, mais non d'aliéner la nôtre : ils pouvaient renoncer au bonheur pour eux, mais pas pour nous, et nous n'avons pas à respecter des transactions qui sont passées en dehors de nous et contre notre droit.

La nature nous dit : Prends, et non pas achète. Dans tout achat, il y a un dupeur et un dupé -- l'un qui tire profit de la transaction tandis que l'autre est lésé. Mais si chacun prend ce dont il a besoin, personne n'est lésé, attendu que chacun ayant ainsi ce dont il a besoin, il a aussi tout ce à quoi il a droit.

La transaction commerciale est certainement une des causes de corruption pour l'humanité.

Il n'est pas inutile de remarquer à ce sujet que tout ce qui, dans le fonctionnement social actuel, est contraire aux règles de la philosophie naturelle est, en même temps, une source de maux et de crimes, et que si tous les individus avaient à leur disposition

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l'universalité des biens, s'ils étaient assurés d'avoir, demain et après, ce qu'il faut pour vivre et être heureux, ainsi qu'ils y ont droit, les neuf dixièmes des crimes seraient supprimés, car ils ont pour mobile ce que vous appelez vol.

Il faut bien nous pénétrer de cette vérité que du moment qu'un homme vend quelque chose, c'est qu'il n'en a pas besoin ; que dès lors il n'a pas besoin d'en disposer et d'empêcher ceux qui en ont besoin de s'en emparer, attendu que par le fait même qu'ils en ont besoin, ils y ont droit !

De même que le vol, la prostitution disparaîtrait par l'application de nos théories philosophiques. Pourquoi une femme se prostituerait-elle, alors qu'elle aurait à sa disposition tout ce qui peut assurer son existence et son bonheur ? Et comment un homme pourrait-il acheter puisqu'il ne pourrait lui donner que ce qu'elle aurait droit d'avoir ? Et ainsi de tous les crimes, de tous les vices, qui disparaîtraient parce qu'auraient disparu leurs causes.

L'être humain n'est sain et complet que par le libre exercice de sa pleine volonté.

D'où vient le mensonge, la duplicité, la ruse, sinon de la contrainte imposée aux uns par les autres ? Ce sont les armes des faibles, et les faibles n'y ont recours que parce que les forts les y contraignent.

Le mensonge n'est pas le vice du menteur, mais bien de celui qui le contraint à mentir. Enlevez la contrainte, la coercition, le châtiment, et nous verrons si le menteur ne dit pas la vérité.

Que les uns cessent de contester à d'autres le droit à la vie, au bonheur, et la prostitution, l'assassinat disparaîtront, car les hommes naissent tous également libres et bons. Ce sont les lois sociales qui font les mauvais et les injustes, esclaves ou maîtres, spoliés ou spoliateurs, bourreaux ou victimes? Chaque homme est un être autonome, indépendant ; c'est pourquoi l'indépendance de chacun doit être respectée. Toute atteinte à notre liberté naturelle, toute contrainte imposée est un crime qui appelle la révolte.

Je sais bien que mon raisonnement ne ressemble en rien à l'économie politique enseignée par M. Leroy-Beaulieu, ni à la morale de Malthus, ni au socialisme chrétien de Léon XIII qui prêche le renoncement aux richesses au milieu de monceaux d'or, et l'humilité en se proclamant le premier de tous. Je sais bien que la philosophie naturelle choque de front toutes les idées reçues, soit religieuses, soit morales, soit politiques. Mais son triomphe est assuré, car elle est supérieure à toute théorie philosophique, à toute autre conception morale, parce qu'elle ne revendique aucun droit pour les uns qu'elle ne revendique également pour les autres, et qu'étant absolue égalité, elle porte en elle-même l'absolue justice. Elle ne se plie pas aux circonstances de temps et de milieu -- et ne proclame pas alternativement bon ou mauvais le même acte.

Elle n'a rien de coimmun avec cette morale à double face qui a cours parmi les hommes de ce temps et qui fait qu'une chose est bonne ou mauvaise suivant les latitudes et les longitudes.

Elle ne proclame pas, par exemple, que le fait de s'emparer d'une chose et ne laisser à la place que le cadavre du précédent possesseur est tantôt affreux, tantôt sublime. Affreux

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si l'affaire se passe aux environs de Paris, sublime si elle a lieu aux environs de Hué ou de Berlin. Et comme elle n'admet ni punition ni récompense, elle ne réclame pas, dans le premier cas, la guillotine pour les uns, l'apothéose pour les autres. Elle substitue à toutes les innombrables et changeantes règles morales inventées par les uns pour asservir les autres, et prouvant par leur nombre et leur mobilité même leur fragilité, la justice naturelle, immuable règle du bien et du mal, qui n'est l'oeuvre de personne, mais résulte de l'organisme intime de chacun. Le bien, c'est ce qui nous est bon, ce qui nous procure des sensations de plaisirs, et comme ce sont les sensations qui déterminent la volonté, le bien, c'est ce que nous voulons, le mal, ce qui nous est mauvais, ce qui nous procure des sensations de douleur, c'est ce que nous ne voulons pas. « Fais ce que tu veux », telle est l'unique loi que notre justice reconnaisse, car elle proclame la liberté de chacun dans l'égalité de tous.

Ceux qui pensent que personne ne voudrait travailler, si on n'y était contraint, oublient que l'immobilité c'est la mort -- que nous avons des forces à dépenser pour les renouveler sans cesse et que la santé et le bonheur ne se conservent qu'au prix de l'activité -- que personne ne voulant être malheureux et malade, tous devront occuper tout leurs organes pour jouir de toutes leurs facultés, car une faculté dont on ne fait pas usage n'existe pas et c'est une part de bonheur de moins dans la vie de l'individu.

Demain comme aujourd'hui, comme hier, les hommes voudront être heureux, toujours ils dépenseront leur activité, toujours ils travailleront, mais le travail de tous étant productif de richesse sociale, le bonheur de tous et de chacun en sera augementé, et chacun pourra jouir ainsi du luxe auquel il a droit, car le superflu n'existe pas, et tout ce qui existe est nécessaire.

L'homme n'est pas seulement un ventre, il est aussi un cerveau : il a besoin de livres, de tableaux, de statues, de musique, de poésie, comme il a besoin de pain, d'air et de soleil ; mais, de même que dans sa consommation il ne doit être limité que par ses facultés de production et, consommant selon ses besoins, il ne doit produire que selon ses forces. Or, qui pourrait mieux que lui connaître ses besoins ? Personne ; par conséquent, l'homme ne doit produire et consommer que selon sa volonté.

L'humanité à toujours eu la conscience latente qu'elle ne serait heureuse et que toutes les belles qualités de la nature humaine ne pourraient s'épanouir que dans le communisme.

Aussi l'âge d'or des anciens était-il fondé sur la propriété commune, et jamais il ne vint à la pensée des natures d'élite qui, parmi eux, poétisaient le passé, que le bonheur des hommes fût compatible avec la propriété individuelle. Ils savaient par intuition ou par expérience, que tous les maux et tous les vices de l'humanité découlent de l'antagonisme des intérêts, créé par l'appropriation individuelle, non limitée aux besoins, et jamais ils ne rêvèrent une société sans guerres, sans meurtres, sans prostitution, sans crimes et sans vices, qui ne fût également sans propriétaires.

C'est parce que nous ne voulons plus ni guerres, ni meurtres, ni prostitution, ni vices, ni crimes que nous luttons pour la liberté et la dignité humaines. Malgré tous les baillons, la parole de la vérité retentira sur la terre, et les hommes tressailleront à ses accents ; ils se lèveront au cri de liberté pour être les artisans de leur bonheur. Aussi sommes-nous forts de notre faiblesse même, car, quoi qu'il puisse advenir de nous, nous vaincrons !

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Notre asservissement enseigne aux hommes qu'ils ont droit à la révolte, notre emprisonnement, qu'ils ont droit à la liberté, et, par notre mort, ils apprennent qu'ils ont droit à la vie.

Quand tout à l'heure nous retournerons en prison, et que vous retournerez dans vos familles, les esprits penseront que nous sommes les vaincus, -- erreur ! -- nous sommes les hommes de l'avenir et vous êtes les hommes du passé.

Nous sommes demain et vous êtes hier. Et il n'est en la puissance de personne d'empêcher que la minute qui s'écoule ne nous rapproche de demain et ne s'éloigne d'hier. -- Hier a toujours voulu barrer la route à demain, et toujours il a été vaincu dans sa victoire même, car le temps qu'il a passé à vaincre l'a rapproché de sa défaite.

C'est lui qui a fait boire la cigüe à Socrate, qui a fait abjurer Galilée dans la torture, qui a brûlé Jean Huss, Etienne Dolet, Guillaume de Prague, Giordano Bruno, qui a guillotiné Hébert, Babeuf, qui a empoisonné Bianqui, qui a fusillé Flourens et Ferré. Comment s'appelaient les juges de Socrate et ceux de galilée, ceux de Jean Huss, ceux de Guillaume de Prague, ceux de Giordano Bruno, ceux d'Etienne Dolet, ceux d'Hébert, ceux de Babeuf, ceux de Bianqui, de Flourens et de Ferré ? Personne ne le sait : ils sont le passé, ils étaient déjà morts alors qu'ils vivaient. Ils n'ont même pas eu la gloire d'Erostrate, tandis que Socrate est éternel, que Galilée est encore debout, que Jean Huss existe, que Guillaume de Prague, Giordano Bruno, Etienne Dolet, Hébert, Babeuf, Bianqui, Flourens, Ferré vivent.

Aussi serons-nous heureux dans notre malheur, triomphants dans notre misère, vainqueurs dans notre défaite. Nous serons heureux quoi qu'il nous arrive, car nous sommes certains qu'au souffle de l'idée rénovatrice d'autres êtres arriveront à la vérité, d'autres hommes reprendront cette tâche interrompue et la mèneront à bien ; enfin, qu'un jour viendra où l'astre qui dore les moissons luira sur l'humanité sans armées, sans canons, sans frontières, sans barrières, sans prisons, sans magistrature, sans police, sans lois, sans dieux, libre enfin intellectuellement et physiquement, et que les hommes, réconciliés avec la nature et avec eux-mêmes, pourront, dans l'universelle harmonie, étancher leur soif de justice.

Qu'importe que l'aurore de ce grand jour soit empourprée des lueurs de l'incendie, qu'importe qu'au matin de ce jour la rosée soit sanglante !

La tempête aussi est utile pour purifier l'atmosphère. Le soleil est plus brillant après l'orage.

Et il luira, il rayonnera, le beau soleil de la liberté, et l'humanité sera heureuse.

Alors, chacun abritant son bonheur derrière le bonheur de tous, personne ne fera plus le mal, car personne n'aura intérêt à faire le mal.

L'homme libre dans l'humanité affranchie pourra marcher sans entraves de conquête en conquête, au profit de tous, vers l'infini sans borne de l'intellectualité.

L'énigme moderne : Liberté, Egalité, Fraternité, posée par le Sphinx de la Révolution, étant résolue -- ce sera l'Anarchie.

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Retrato de Ravachol