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[1] De falsos epitafios y otras muertes Prólogo de Luis Leal Los cinco cuentos y el minidrama contenidos en esta colección de cuentos de Guillermo Schmidhuber de la Mora presentan un tema arquetípico, la muerte, captada desde una perspectiva original, la íntima relación que existe entre el más allá y el más acá. Las anécdotas giran en torno a este tema, y por lo tanto encontramos muertes verdaderas y muertes falsas o ficticias. Las últimas son las más originales, si bien en la literatura tienen notables antecedentes. Pensamos en Pirandello, en Borges, en José Rubén Romero. Esta intertextualidad en la cual también figura el nombre de García Lorcaes el motivo que transforma las anécdotas, ubicadas por lo general en México, en Jalisco, en la frontera norte, en relatos de cariz universal, magistralmente estructurados. De gran ironía, tanto temática como estructural, es el cuento Para todo hay mañas, menos para la muerte, en el cual el personaje, escritor fracasado en vida, se convierte en clásico fingiendo su muerte. En columnas paralelas, se presenta a la izquierda, el cuento, y a la derecha el diario escrito por el personaje muerto en vida, a la manera del Mattia Pascal, de Pirandello. Aunque no se ofrece un orden para la lectura, se sugiere que se lea primero el cuento y después el diario, que contiene la clave del relato. No menos creativa es la estructura del minidrama Los enemigos, basado en un cuento de Borges y en el cual predomina la duplicación tanto espacial como temporal. Con este libro Guillermo Schmidhuber de la Mora, ya reconocido como ágil dramaturgo, se coloca también entre los más destacados cuentistas. De falsos epitafios y otras muertes www.guillermoschmidhuber.com

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De falsos epitafios y otras muertes

Prólogo de Luis Leal

Los cinco cuentos y el minidrama contenidos en esta colección de cuentos de Guillermo

Schmidhuber de la Mora presentan un tema arquetípico, la muerte, captada desde una

perspectiva original, la íntima relación que existe entre el más allá y el más acá. Las anécdotas

giran en torno a este tema, y por lo tanto encontramos muertes verdaderas y muertes falsas o

ficticias. Las últimas son las más originales, si bien en la literatura tienen notables antecedentes.

Pensamos en Pirandello, en Borges, en José Rubén Romero. Esta intertextualidad —en la cual

también figura el nombre de García Lorca— es el motivo que transforma las anécdotas, ubicadas

por lo general en México, en Jalisco, en la frontera norte, en relatos de cariz universal,

magistralmente estructurados. De gran ironía, tanto temática como estructural, es el cuento “Para

todo hay mañas, menos para la muerte”, en el cual el personaje, escritor fracasado en vida, se

convierte en clásico fingiendo su muerte. En columnas paralelas, se presenta a la izquierda, el

cuento, y a la derecha el diario escrito por el personaje muerto en vida, a la manera del Mattia

Pascal, de Pirandello. Aunque no se ofrece un orden para la lectura, se sugiere que se lea primero

el cuento y después el diario, que contiene la clave del relato. No menos creativa es la estructura

del minidrama “Los enemigos”, basado en un cuento de Borges y en el cual predomina la

duplicación tanto espacial como temporal. Con este libro Guillermo Schmidhuber de la Mora, ya

reconocido como ágil dramaturgo, se coloca también entre los más destacados cuentistas.

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El ocioso y la muerte

— Una muerte villana —

La noticia del entierro de Tranquilino corrió de boca en boca, de esquina en esquina, de barrio en

barrio, casi tan rápido como al amanecer el sol fue moviendo la sombra de la montaña sobre el

pueblo. Hasta los perros ladraron diferente. La Matilde había salido a la calle antes de iniciarse el

alba y, sin una lágrima, había dicho a cuantos cruzaban el angosto y pedregoso callejón: “Hoy

enterraremos a Tranquilino.” Después, cuando apenas comenzaba a clarear, la Matilde había

regresado a su jacal y cerrado la puerta, como si quisiera impedir que el sol, curioso, fuera a entrar

por las rendijas para hurgar el interior e iluminar la cara flácida del difunto.

Las cuarenta familias del pueblo estuvieron de acuerdo; más valía Matilde viuda que

Matilde casada, porque al viejo Tranquilino, ni de joven, ni de viejo, le había gustado eso del

trabajo. Aunque la Providencia había dado cada día a la familia un plato de sopa y dos o tres

tortillas, a más de una cobija para que se arrebujaran en el suelo. Nunca pasaron lo que se dice

hambres, ni tampoco nunca sufrieron de grandes fríos. Quizá por benevolencia divina a la tan

repetida frase del viejo Tranquilino:

“Si Dios hubiera querido santificar el trabajo, habría mandado seis días de descanso y uno

para santificarlo.”

Cuando las primeras mujeres enlutadas, con ropas pardas de muchos años y de muchos

duelos, se acercaron a la casa del difunto, encontraron, en medio del jacal, a don Tranquilino entre

cuatro velas, ¡pero vivo!, sus ojos adormilados saludaban a las dolientes que llegaba, y sólo se

desperezaba cuando veía los sabrosos platillos de comida que cada una llevaba de ofrenda luctuosa,

porque en los días de muerte también da hambre. La Matilde levantaba los ojos secos de llanto y

respondía con desesperanza a las múltiples preguntas:

“Tranquilino pasa tanto tiempo dormido que bien pudiera estar muerto, para mí es lo mismo,

nada me los recuerda como marido. Hoy decidí ser su viuda, porque en el pueblo sólo las viudas

parecen estar contentas. Yo he trabajado bastante y ya me merezco la viudez. Así que Tranquilino: o

trabaja o se muere. Mis hijas se opusieron al principio, pero ahora comparten conmigo la dolorosa

pérdida del esposo y del padre.”

El viejo Tranquilino no parecía compungido, más bien se divertía con las miradas

desconcertadas de los vecinos.

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“Qué se le va a hacer, si es la voluntad de Matildita”, y se volvía a acomodar indolente en su

cobija. A ratos dormía tan plácidamente que su rostro hubiera parecido el de un muerto, si no

hubiera sonorizado el instante con ronquidos que de cuando en cuando parecían contestar las

avemarías y los padrenuestros de los rosarios que las mujeres rezaban sin saber si era lo más

adecuado.

Todo el pueblo acudió al entierro. El único que se negó fue el cura, así es que el funeral no

tuvo ni misa de cuerpo presente, ni responso para el tan deseado descanso eterno de don

Tranquilino. El cortejo partió del jacal en silencio. La caja había sido pagada por un fondo de

beneficencia de la presidencia municipal. El único carpintero del pueblo había clavado la caja sin

pulir interiormente las incómodas asperezas de la madera, lo que a todos les pareció una falta de

consideración. Tranquilino mostró su desagradó al recostarse, pero la viuda, solícita, arropó la caja

con varias cobijas viejas y dos almohadas muy resolladas.

El pueblo en pleno seguía al cortejo con gran curiosidad. Cuatro hombres cargaban la caja

sobre sus hombros. Atrás iba la Matilde vestida de negro, pero ni el color de las ropas ni lo fatigado

de su expresión hacían desaparecer su sonrisa de alivio. Las hijas la acompañaban, con los nietos y

bisnietos, algunas lloraban y contagiaban a los pequeños. Una docena de perros alegraba el cortejo

con su impertinente algarabía de ladridos y sus desubicados meneos de cola. Ninguno de los hijos

acompañó al entierro. Más de uno del pueblo sospechó que debía ser porque estaban cansados, ya

que por la línea masculina de la familia de Tranquilino, la sangre parecía correr con lentitud por las

venas.

A la mitad del recorrido se oyó la fuerte voz de un hombre.

“Paren el cortejo.”

Los cuatro hombres y algunos otros acomedidos bajaron la caja al suelo, tuvieron tantos cuidados

que parecería que no querían interrumpir el sueño del fallecido. La voz era del caballerango de don

José, el único rico del pueblo. Todo el pueblo se arremolinó inquieto.

“Don José se ha conmovido con la historia de Tranquilino y quiere ayudar para que no se

lleve a cabo el entierro. Le manda veinte costales de maíz.”

Todos se alborozaron, hasta la viuda agrandó su sonrisa. En medio de aplausos abrieron la caja. Se

hizo un silencio. El muerto se sentó con lentitud y preguntó al caballerango:

“¿Está el maíz desgranado o en mazorca?”

“En mazorca”, respondió seco el hombre.

El silencio penetraba a todos por la boca, los ojos y los oídos, como si el aire se hubiera convertido

en agua, y ésta en hielo. Ni los perros se movían. Fue entonces cuando Tranquilino dijo sus últimas

palabras:

“Que siga el entierro.”

El viejo Tranquilino Placencia vivió muchos años más. Creo que llegó a encontrar el panteón más

placentero y callado que su bullicioso jacal. Comía de las ofrendas de muertos y bebía del agua del

arroyo. Algunos le dábamos limosnas con las que compraba mezcal. Asistía a todos los entierros.

Daba la bienvenida al cortejo en la puerta del panteón y nos guiaba con gran regocijo hasta la tumba

correspondiente; parecía como si nosotros, los deudos, lo hubieran ido a visitar. Nunca regresó a su

hogar, ni siquiera cuando murió la Matilde. Ese fue el único entierro en que lo vieron llorar. Un día

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lo encontraron muerto sobre la tumba más cómoda. Había muerto mientras dormía. Lo enterraron al

lado de Matilde. De nuevo todo el pueblo asistió al entierro. Así que al final de sus vidas, acabaron

por descansar juntos.

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Una canita al aire

— Una muerte urbana —

Llegaron las dos cajas. Gemelas. Como si envolvieran al mismo muerto. Nadie asistió al velatorio,

ni tomó café con piquete para desperezarse y brindar tristeando por el difunto, a pesar de que esa

noche fueron dos los occisos. Ni nadie acompañó al cortejo cuando salió de madrugada, horas antes

de lo acostumbrado, para que nadie fuera a compartir el dolor. Cuando aún la placidez nocturna

cubría con su manto las calles, el panteón recibió las dos cajas, sin que los cadáveres hubieran sido

lavados ni amortajados por manos cariñosas y dolientes. Solamente los tres enterradores vieron con

ojos somnolientos los sendos agujeros que abrieron en la tierra; por lo temprano de la hora más

parecían campesinos que plantaban árboles al despuntar el alba. No hubo ni una lágrima en público,

ni un pésame. Nada. Así que cuando el sol anunció el amanecer del siete de septiembre, ya los dos

cuerpos ensangrentados reposaban en lo obscuro.

CALIFORNIA. SAN DIEGO. CENTRO ANTIGUO. BAR.

El mesero trató de recordar.

“Llegó como a las nueve de la noche. Bebió dos whiskies con agua mineral...... No,

nunca miró a las muchachas. Ni siquiera cuando una se acercó a pedirle un cigarro. Parecía

como si estuviera ausente. Yo traté de hacerle plática, pero no la siguió. Pronto me pidió la

cuenta y pagó con billetes. No dejó propina. Se levantó para dirigirse a la salida en el mismo

instante en que ella apareció por el marco de la puerta... No, no se hablaron ni se saludaron. Ni

creo que hayan intercambiado una mirada a pesar de que ella llevaba una larga bufanda de

seda color rojo. Inclusive recuerdo que él salió primero. Ella entró y se dirigió a la mesa más

cercana. Luego él regreso apresurado y se sentó en una mesa contigua. Cuando le llevé la

bebida a la muchacha, ya se habían sentado juntos. Él me pidió otro whisky y pagó la cuenta de

los dos, sin dejar propina. Después de unos diez minutos, salieron juntos. Ella iba sonriente,

pero él estaba tan nervioso que quiso abrir la puerta hacia adentro, a pesar de que las puertas

de todas las cantinas del mundo abren hacia afuera... Sí, ya la había visto antes. Fue otra noche

en que ella pasó una hora sola en una mesa, luego conoció a uno y con él se fue...... Gracias,

señor, pero no había necesidad de darme tanto de propina.”

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SAN DIEGO. MOTEL. LOBBY

.

“Sí, aquí estuvieron cuando menos dos fines de semana. Los recuerdo perfectamente

porque en la primera ocasión mi relevo no llegó y trabajé 32 horas seguidas, y en todo ese

tiempo no salieron del cuarto. Nunca pidieron comida o bebida, ni toallas extras. Como si se

hubieran muerto. En el mismo instante en que llegó mi segundo relevo, ellos llegaron a la

administración. Ella pagó la cuenta en efectivo y yo le devolví al señor el baucher que había

dejado de su tarjeta de crédito...... Rodrigo Sazueta, decía el baucher. Lo recuerdo porque así

me apellido yo, señor, Leopoldo Sazueta. Nací en Sinaloa pero ya hace mucho que estoy de

pasaporteado...... Gracias, señor, pero no había necesidad de darme tanto.”

AEROPUERTO DE SAN DIEGO. AGENCIA RENTACARROS

.

“¿Cuál es el nombre de la persona? Deje ver, Lisa Jones...... Lisa Jones...... ¿Cuándo

dice que rentó el auto? Aquí está. Lo rentó en la mañana del 6 de septiembre. Destino. Déjeme

ver...... Tijuana. No tengo más información. Gracias por la propina, pero no había necesidad.”

No me sirvas mucho, no tengo apetito

¡Para qué vine a comer a casa...

No quiero sopa, solamente un poco de carne

¡Pinchi junta...

Una sola junta, pero tan larga que vamos a seguir en la tarde

¡Ojalá tuviera que volver a San Diego pronto...

Hoy no vengo a cenar, voy a ver a mi hermano

¡Cómo quisiera verla de nuevo...

Llegaré noche, no me esperes

¡Aunque fuera la última vez...

—Te llamó una muchacha. No quiso dejar su nombre. Hablaba con acento. Solamente dijo que está

en el Hotel Cesar. Rodrigo, ¿quién es?

¡Lisa!...

Yo que sé. Una clienta.

TIJUANA. HOTEL CÉSAR. RECEPCIÓN.

“La habitación 212, por la escalera a la derecha, pero ya salieron... No, no sé el nombre

del caballero... No, nunca habían venido aquí antes. Estoy seguro porque tengo de fijo la

guardia nocturna. Yo los recordaría, porque ella es muy bonita y él no está del todo mal...... ¡Ah,

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gracias!... El señor que buscan llamó desde su habitación... ¿El teléfono que pidió? No sé si

debiera... ¡OK! Aquí lo apunté: Seis-treinta dos-cincuenta ocho-noventa y cuatro... ¡Es la mayor

propina que he recibido en mi vida! ¿Es usted investigador privado o qué?...

Todo ha sido una estupidez

Carro a la derecha Semáforo en rojo Vuelta a la izquierda

Venir desde San Diego solamente para verme. Y haberse atrevido a llamarme a la casa. Me estoy

arriesgando demasiado

Luz verde Avenida Vuelta a la derecha

Pero que buen rato pasamos. Hoy venía tan ganosa. Eso les pasa a todas las divorciadas

La calle La casa La cochera automática

Y peor a las que están en trámite de divorcio, como ella. No debo hacer ruido para que no se entere

mi mujer que llego tan noche. Dejaron la luz de la sala encendida. Gasto inútil. ¿La puerta de la casa

está abierta?... ¿Qué cuelga de la lámpara?... ¡Oh Dios, mi esposa se suicidó!...¡No puede ser! ¡No

con la bufanda roja de Lisa!

Auto Arranque Huida

¿A dónde? ¡Mi hermano! ¡A casa de mi hermano!

Calle vacía Semáforo en rojo

Me pasé la luz. ¿Quién me podrá descubrir a estas horas? ¿Y si me están siguiendo? La policía va a

pensar que yo la maté. ¿Por qué esa bufanda está en mi casa? Hoy la traía puesta Lisa

Calles vacías Glorietas obscuras Ciudades solitarias

¿Qué le voy a decir a mi hermano? Ya deben estar todos dormidos. Cuando le llamé del hotel para

que me hiciera la parada con mi esposa, no había nadie en casa

La calle deseada Un bache lleno de agua

Debí entrar en mi casa y ver qué pasaba. No, es mejor que lo haga con un testigo. Ojalá mi hermano

esté despierto... Todo está oscuro. ¡La puerta principal está también abierta!

Freno Motor apagado Portazo Pasos rápidos Luz

¡También está muerto!, pero ¿por qué?

Huida Llaves Puerta abierta Arranque

Tenía el pecho y la cara llenos de sangre. Debió ser con una pistola. ¿Por qué también él? Primero

mi mujer y después él. ¿Habrá alguna conexión? Lisa. Ella debe tener una explicación

Rumbo al hotel Avenida Semáforo Vuelta

Estará dormida. Su cuerpo cálido. Meterme entre sus cobijas

Anuncio luminoso del hotel Estacionamiento Puerta principal

¿Por qué la misma bufanda? ¿O serán dos bufandas iguales y todo fue un suicidio? No, porque su

cadáver tenía las manos ensangrentadas

Elevador ocupado Recepción Escalera rumbo a la habitación 212

“¡Hey, señor! Ya se fue.”

“¿Quién?”

“Su amiga.”

“¿A dónde?”

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“No dejó recado. No sé si debiera decirle esto. A mí no me gusta meterme en donde no me

llaman. Usted me entiende, señor. Llegaron tres hombres y se la llevaron, yo diría que a la fuerza. A

mí se me hace que es mejor que usted no se deje ver... ¡Espere! Hay algo más. Hace un rato, cuando

estaba usted arriba en la habitación, vino un señor y estuvo haciendo preguntas. Claro que no le dije

nada... ¡Espere! ¡No cree que merezco una propina!... ¡Avaro! ¡Que se le pudra el dinero en la

cartera!”

“Sra. Clotilde Sazueta. Esta llamada es muy importante. Fíjese muy bien en lo que responde.

¿Dónde está su hijo Rodrigo?... No, es su casa no está. Ya lo buscamos allá. Ya sabemos que no

está en la casa de usted. Nos lo dijo su otro hijo... Hoy lo conocí. Dígale a Rodrigo que no se nos va

a escapar, así que vayan preparando una tercera caja para él... ¿Yo? No soy nadie, a mí me mandan.

Repita conmigo lo que voy a decir para que no se le olvide. Nadie, pero nadie, puede asistir al

entierro. Pronto sabrá a qué me refiero. Si alguien va, lo mataremos. Y los seguiremos persiguiendo

hasta que su hijo Rodrigo pague con su vida. ¿Entendió el mensaje?... ¡Ah, se me olvidaba!

Tampoco queremos a nadie en el velorio. ¿Me entendió, doña Clotilde? Absolutamente a nadie.”

Click Pausa larga Llanto Silencio Timbrazos de teléfono

“¡Mamá! Soy Rodrigo. Ha pasado algo horrible. ¿Quien llamó?... Eso dijo, pero ¿por qué?...

Yo no hice nada. ¡No cuelgues, mamá...”

Click

El puente internacional Imposible San Isidro ¿Por qué?

Freeways norteamericanos ¡Ella debe saberlo! Carros Minutos cortos

Coronado Segundos largos San Diego ¡Ella lo sabe! La calle del

apartamento

La puerta está cerrada Todo parece en calma

Rasgueo de uñas en la puerta ¿Estará Lisa? Toque mínimo de nudillos Silencio

La puerta se abre Lisa está allí en la obscuridad Su perfume es

inconfundible Rodrigo la intenta besar y ella lo impide Una luz ilumina un

rostro irreconocible Una línea roja, de navajazo, surca su mejilla izquierda.

“No sé cómo estás vivo. Creí que nunca te volvería a ver.”

“¿Por qué todo esto, Lisa?”

“Ya nada podemos hacer. Pasa o vete para siempre.”

La doble tumba no llegó a tener lápida que recordara la ruptura de la frontera que divide el

mundo de los vivos del de los muertos. Ni siquiera cuando pasaron los meses y todos se fueron

enterando de la historia del terrible castigo que le depara a todo hombre que se echa una canita al

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aire. De menos eso es lo que a menudo piensa doña Clotilde Ramírez, madre y suegra de los

muertos, cuando recuerda a su otro hijo ausente y murmura para sí, sin que nadie la escuche:

“Ningún adulterio termina bien, y menos cuando es entre narcos.”

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Memorias dulces, amargos despertares

— Una muerte lorquiana —

—. ¡Adela! ¡Adela! ¿Dónde estará esta niña? Siempre se esconde y no replica, es una adelantada...

“En el nombre de Dios Nuestro Señor Todopoderoso y de su bendita madre la Virgen María,

Nuestra Señora, concebida sin mancha de pecado original, en quien como abogada, guarda y

amparo de pecadores, tengo puesta mi esperanza. Sea notorio a los que el presente vivieren como

yo, Bernarda de Alba, la mujer de Antonio María Benavides, hija de María Josefa y de José de

Alba. Doy fe que me casé con Antonio María Benavides cuando ya él era viudo y...

BERNARDA—.Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu padre. Hilo y

aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso tiene la gente que nace con posibles.

—. Angustias, ¿dónde está Adela? ¿Por qué tampoco me respondes?

Doy fe de que Antonio María Benavides tenía una niña de su primer matrimonio, por nombre

Angustias, a quien quiero como si fuese mi hija por derecho de sangre, y a quien crié sin pedirle

nada a nadie, a pesar de que heredó el dinero que fue de su difunta madre, y aquí dejo constancia

de que sus bienes no nos pertenecen...

BERNARDA—.Angustias, ¿es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de

un hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A quién mirabas?

—. ¡Magdalena, Amelia, Martirio! ¿Qué no hay nadie en esta casa?

Considerando la brevedad de esta vida, cuán llena está de trabajos y peligros; y que la honra del

mundo es breve, mudable y perecedera, y sus placeres falsos, y transitoria su bienaventuranza; y

que todos los que pasan su carrera y mar tempestuoso, es con muchos riesgos y peligros y,

finalmente, que van más seguros los que van mirando el norte de la religión, que asegura más la

llegada a tomar puerto de salvación...

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BERNARDA—.Paca la Roseta es la única mujer mala que tenemos en el pueblo.

—. No sé para qué dejé a Poncia ir a la misa tan temprano. Antonio va a volver de la plaza y no va a

estar todo listo. Han de andar todas jugando en el potrero.

Por tanto, estando en mi lecho de muerte, aunque, como estoy en mi acuerdo y entera memoria, no

en el estado mental con el que murió mi madre, a quien Dios haya perdonado, y creyendo como

creo, en el misterio de la Santísima Trinidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo...

BERNARDA—.Angustias sale a sus tías; blandas y untuosas y que ponían los ojos de carnero al

piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y luchar para hacer que las personas sean

decentes y no tiren al monte demasiado!

—. ¡Poncia! ¡Poncia! Hay que cambiarle los pañales a Magdalena.

Y en todo aquello que mantiene, cree y confiesa nuestra Santa Iglesia Católica Romana, en cuya fe

y creencia he vivido y protesto vivir y morir; otorgo que hago y ordeno mi testamento en la forma y

manera siguiente...

BERNARDA—.No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres

de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañán?

—. ¡Otra niña! La bautizaremos con el nombre de Amelia.

El cofre lleno de sábanas que mis hijas bordaron vanamente con sus iniciales la lego al orfelinato

de iglesia de Pueblo de Valderrubio...

BERNARDA—.Aunque mi madre está loca, yo estoy en mis cinco sentidos y sé perfectamente

lo que hago.

—. ¡Angustias y Magdalena! ¡Dejen de pelearse! No tienen conmiseración ni con su madre que está

embarazada.

La ropa del que fue en vida mi esposo, Antonio María Benavides, y que he guardado celosamente

por treinta y tres años, lo lego a los pobres de la plaza del pueblo...

BERNARDA—.No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo. ¡Hasta que salga de esta

casa con los pies delante mandaré en lo mío y en lo vuestro!

—. ¡Otra niña! La bautizaremos con el nombre de Martirio.

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El cofre de mi madre, María Josefa, que incluye tres anillos de oro con piedras semipreciosas y los

pendientes de amatista, lo lego a la Madre Dolorosa del Altar de Fuente Vaqueros...

BERNARDA—.Me hacéis al final de mi vida beber el veneno más amargo que una madre puede

resistir.

—. ¡Tantos dolores de parto para parir otra niña! ¿Nunca tendré un varón? Ésta será la última, la

bautizaremos con el nombre de Adela.

Giro aquí instrucciones para que toda mi ropa sea entregada al asilo de ancianas que me dicen hay

en la ciudad de Granada, sin que prenda alguna quede en posesión de aquella que lleva por

nombre Poncia y que sirvió, con pago justo de sueldo, en mi casa...

BERNARDA—. ¡Silencio digo! Yo veía la tormenta venir, pero no creía que estallara tan pronto.

¡Ay, qué pedrisco de odio habéis echado sobre mi corazón! Pero todavía no

soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi

padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación.

—. No han hecho la primera comunión las niñas grandes. No quiero que la hagan junto con las

muchachas del pueblo.

Con las almohadas y sábanas que estén puestas en mi lecho a la hora de mi muerte, pido que sirvan

de mortaja. Quede aquí asentado mi deseo postrero de no ser amortajada por mano de mis hijas,

quienes siempre han mostrado poca habilidad en las labores femeninas. Así que solicito a la

Providencia mejores manos para que sequen mi sudor postrero, cierren mis ojos y amortajen mi

cuerpo...

BERNARDA—.No pienso. Hay cosas que no se pueden ni se deben pensar. Yo ordeno.

—. ¡No quiero que se bañen juntas! Mejor de una por una.

En el cajón superior del armario del que entonces dejará de ser mi recámara, dejo la cantidad de

doscientos pesetas para que se ordenen las misas gregorianas para rogar por el eterno descanso de

mi alma...

BERNARDA—. ¡Cómo gozarían vosotros de vernos a mí y a mis hijas camino del lupanar!

—. No quiero que jueguen, ni que duerman juntas. Respeten su distancia de hermanas, así como yo

respeto la distancia entre madre e hijas.

Mi último deseo sea de que mis restos mortales no sean enterrados al lado del que en vida llevó el

nombre de Antonio María Benavides y con quien contraje esposorios, porque si en vida le tuve

infinita paciencia, ya de fallecida, quiero reposar en tierra franca...

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BERNARDA—.Eso es lo que debías hacer. Obrar y callar a todo. Es la obligación de los que viven

a sueldo.

—. Antes de dormir, tienen que pensar que hoy pudieron haber muerto.

La casa de mi propiedad, la misma que ha servido de cobijo a mí y a mis hijas, y que fue heredada

a mi persona por mi señor padre, deberá ser vendida, donando su ganancia a la iglesia parroquial

para decir cuantas misas alcanzare, por el eterno descanso de José de la Romilla, alias Pepe el

Romano, y de todos aquellos que ilusamente pretendieron matrimoniarse con mi queridísimas hijas.

Ruego a Dios les haya concedido el descanso eterno, a pesar de cómo vivieron y de la forma, tan

poco cristiana, de entregar su alma al Creador...

BERNARDA—.Afortunadamente mis hijas me respetan y jamás torcieron mi voluntad.

—. No se come entre comidas. Ni tampoco deben comer a llenar, aunque nos sobre la comida.

Manifiesta el Testador que es su voluntad expresa que el Albacea sea el señor cura de la parroquia

de Valderrubio, único hombre que entró en la casa del Testador en los treinta años que cuentan

desde la muerte de su hija Adela, de quien da fe que murió virgen y después de recibir los santo

óleos y con doble bendición papal...

BERNARDA—.Si las gentes del pueblo quieren levantar falsos testimonios, se encontrarán con

mi pedernal. No se hable de este asunto. Hay a veces una ola de fango que levantan los demás

para perdernos.

—. Hay que ir a misa a pedirle por el eterno descanso de su abuelo. Mejor se hubiera muerto mi

madre. Así tendríamos a un hombre en la casa, sin que exigiera ninguno de sus derechos.

Como última voluntad, ordeno que mis hijas sean arrojadas de la casa que fue de mi propiedad, sin

que medie más de tres días después mi defunción, para que puedan gozar de su tan deseada

libertad...

BERNARDA—. ¡Aquí no se vuelve a dar un paso sin que yo lo sienta!

—. No se me ha olvidado que hoy es el cumpleaños de Adela, pero no hay razón de hacer fiesta. No

quiero a nadie del pueblo dentro de esta casa.

Los testigos firmantes, Poncia María Rosales, hija de la que fue criada de la casa de la Testadora,

y su hijo, el doctor Juan Rosales, declaran que conocen bien a la Testadora y en unión del suscrito

se han cerciorado de que ella misma se encuentra en el uso completo de sus facultades

intelectuales, libre de toda coacción, amenaza o violencia...

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BERNARDA—.No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo

cuando te mire. Así no tendrás disgustos.

—. No, Antonio, ahora no, las niñas pudieran estar despiertas, y aún oigo el trajinar de la Poncia,

mejor después.

Y habiendo leído yo, el Notario, el presente Instrumento a la Testadora en alta voz y sus cuatro

hijas solteras, cuyos nombres son Angustias, Magdalena, Amelia y Martirio, y antes los expresados

testigos expliqué el alcance y fuerza legal de su contenido...

BERNARDA—.En esta casa no hay ni un sí ni un no. Mi vigilancia lo puede todo.

—. Ya no Antonio, ya te di cuatro hijas, para qué quieres otra más.

Expresa la Testadora, Sra. Doña Bernarda de Alba, que antes de ahora no ha hecho disposición

testamentaria alguna y es por esto que la que hoy hace es su voluntad que se cumpla y ejecute en

todas sus partes, como única, última y deliberada voluntad. Yo, el Notario, doy fe de la verdad de

este acto.

BERNARDA—.Las enaguas llenas de paja, son la cama de las mal nacidas.

—. ¡Te dijo que no quiero! Me molesta hasta como hueles. No soporto tu resuello una noche más.

Quedando bien enterado y cumplidos los demás requisitos de ley, y firma ante mí y los expresados

testigos, el 19 de junio de 1936, en la población de Valderrubio, en las cercanías de Fuente

Vaqueros, de la Provincia de Granada, España.”

BERNARDA—.Y yo no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! ¡A

callar he dicho! ¡Las lágrimas cuando estén solas! Se hundirán en un mar de luto. Su madre ha

muerto. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!

(La vieja Bernarda regresa de sí y abre desmesuradamente los ojos, como si por primera vez viera

a las cuatro hijas que rodean el lecho de muerte. Se esfuma el mundo imaginario en el que ha

vivido y en lugar de imaginar a sus hijas pequeñas como lo ha hecho en su edad senil, las ve por

primera vez con la edad y la apariencia que realmente tienen: Angustias de 69 años, Magdalena de

60 años, Amelia de 57 años y Martirio de 54 años.)

BERNARDA—. ¡Dios mío, pero qué feas estáis todas!

(Bernanda Alba expira.)

¡Ja

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ja, ja,

ja, ja, ja,

ja, ja, ja, ja,

ja, ja, ja, ja, ja

ja, ja, ja, ja, ja, ja

ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.....!

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Para todo hay mañas, menos para la muerte

— Una muerte literaria —

La primera noticia oficial llegó a su lugar de

trabajo porque, aunque trabajaba poco, nadie

dudaba que fuera vendedor ambulante de

biblias y de enciclopedias escolares. El teléfo-

no necesitó sonar cuatro veces para que fuera

contestado. Una voz somnolienta recibió el

recado. Felipe Escolástico no se presentaría a

trabajar porque había muerto. Ni la voz que

avisaba, ni el oído que escuchaba tuvieron

una señal de dolor. Nada. La segunda llamada

fue para la casa funeraria. Una caja grande y

cómoda, de color gris acero, que no fuera ni

cara ni barata. El pago sería dado esa misma

noche. El dueño de la funeraria dijo que no,

que únicamente se entregaban cajas que

fueran pagadas de antemano, porque los

deudos solían dejar deudas. Doña María, la

viuda, con voz firme apuntó:

—Esta caja la pagará el gobierno.

—Señora, que yo sepa, el gobierno solamente

paga el entierro de los héroes.

—Señor, el muerto era escritor.

El señor cura aceptó ir a dar un responso a la

Miércoles 28 de diciembre

Contar esta historia es pasar de la vida a la

ficción y de la ficción a la vida. Quiero dejar

aquí escrito cómo comenzó esta aventura para

que no se caiga en falsedades. Primero sentí

unas palpitaciones cardíacas siempre que

pensaba en lo imposible que era publicar mis

escritos, después las palpitaciones se

complicaron con una constipación incurable

que parecía metáfora de la aridez creativa que

sufría para escribir, y al final terminé con una

depresión que, como sombra sobre mi alma,

me ha hecho conocer el infierno.

La idea se me apareció en mi mente

esta madrugada. Me desperté en medio de la

oscuridad y una vez más me sentí inútil. La

vida inútil de Felipe Escolástico. Pensé en qué

pasaría si me muriera. Imaginé a mi viuda con

una sonrisa de alivió: “Se nos murió Felipe,

comadre, pero mejor, porque desde esta

noche, sabrá donde duerme.” Y los obituarios

en la prensa: “Muere el mejor cuentista de su

generación... si no hubiera nacido en pro-

vincia...” “Nunca tuvo un mayor éxito que

con su primer libro... que casi nadie leyó.”

Cuando más, publicarían uno de mis cuentos

más conocidos en una separata cultural. ¿Qué

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casa y preparar todo para la misa de cuerpo

presente a las diez de la mañana del día

siguiente, para que desde la iglesia partiera el

cortejo rumbo al cementerio. Preguntó si

Escolástico había tenido tiempo de arre-

pentirse de sus múltiples pecados. La viuda

proclamó: “No, pero Dios escribe torcido

sobre renglones rectos”, proverbio que fue

malentendido por el cura, quien lo repitió

enderezando lo torcido, lo que fue muy

alabado por las mujeres que se arremolinaban

para saber detalles del triste suceso. Todas

tenían la sospecha, “Dios no lo permita”, que

el alma del difunto ya debería haber entrado a

los infiernos.

Cuando corrió la noticia a la plaza, el café

estaba vacío. Uno a uno los habituales fueron

apareciendo, a desayunar los tempraneros y a

tomar café los tardíos. La noticia causó estu-

por. Algunos preguntaron de qué había

muerto. Infarto. Y asintieron conjeturando un

suicidio. “Ya se le veía cansado desde hacía

mucho.” “No, se murió porque dejó de escri-

bir, un escritor que no escribe, se muere.” “¿Y

tú por qué no te has muerto?.” “No es tanto

que no escribiera, sino que no le publicaban.”

“¿Cómo de que no?, si salió un cuento suyo

en el suplemento cultural de El Informador el

domingo pasado”, agregó con inocencia el

mesero. Pero nadie lo había leído. Todos se

dieron cita en la casa del amigo muerto para

dar el pésame a la viuda literaria y brindar por

el eterno descanso del eximio escritor con

quien habían compartido tantas desveladas

literarias.

A la cantina “La Jalisciense” llegó la noticia

hasta la mitad de la tarde porque los pocos

parroquianos que adelantaron la hora de su

cerveza, eran fuereños. Uno de lo boleritos

dejaría de herencia? Dos libros ya agotados

porque fueron publicados en ediciones

mínimas, dos novelas inéditas y un baúl lleno

de papeles inconclusos, porque desde hace

cuatro años nadie se interesa en publicarme.

Estoy seguro que un editor se pudiera

entusiasmar en una edición póstuma porque,

sin duda, más valgo como cuentista muerto

que como cuentero vivo. Si mis enemigos me

supieran muerto, ya nadie esperaría que escri-

biera como los escritores de éxito, ni siquiera

como Laura Esquivel. Todo lo que he escrito

quedaría detenido en el tiempo y en el espa-

cio, sin que ningún editor o crítico sabelotodo

quisieran corregirlo. Al saberme muerto, mis

amigos literarios suspirarían, no por la nostal-

gia de saber que no me verían más, sino

porque se sentirían aliviados al tener un com-

petidor menos. Así los premios y los suple-

mentos dominicales se repartirían entre me-

nos plumas. Los críticos me podrían comparar

con Borges, Cortázar y Rulfo, sin temor a

otorgar elogios de más. Definitivamente,

pensé en la oscuridad, tendré que morirme

para poder seguir viviendo. Optar por el sui-

cidio me resulta un absurdo porque la verdad

es que no tengo ganas de dejar de ver a mis

amigos. Aunque sé que los escritores suicidas

son más leídos que aquellos escritores que

mueren cristianamente. Indudablemente, la

mejor muerte que pueda tener un escritor es el

suicido. Ahí está José Asunción Silva y Leo-

poldo Lugones. La verdad es que nadie espera

que un escritor tenga una mujer, un hogar y

un empleo, ni menos una muerte edificante.

Todos nos imaginan en una bohemia que nos

lleva tarde que temprano a la tumba, con un

suicidio lento y doloroso o con uno rápido y

consolador. Aunque mi muerte sería la única

salida digna, no me atrevo a cortar mi vida.

¿Y si me muriera de ficción?

Anunciar mi propia muerte y poder verla.

¡Cómo no se me había ocurrido antes! Podría

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entró y le dijo al cantinero: “Te acuerdas del

tipo ese que dizque escribía libros, pues se

petatió.” Durante la tarde, en varias mesas se

comentó el deceso. “Pobre de la viuda, mejor

le hubiera ido con un borracho como

nosotros, y no con uno que le gustaban tanto

los sueños y las mentiras.” Ninguno de los

asiduos al bar habló de ir a la casa a dar el

pésame, a pesar de que bien conocían el lugar

porque más de una noche habían cargado,

campaneante, al escribano, hasta la puerta de

su domicilio. “Yo no me animo a ir, me daría

miedo verle los ojos a la viuda, a lo mejor me

reconoce y me corre.” El bolerito dijo que él

sí iría a bolearle gratis los zapatos con los que

iba a ser enterrado el difunto. “Ahora ya no se

usa eso. A los ricos los hacen ceniza, para que

sigan tiznando.” “Yo de todos modos voy.”

“Para mí que vas a ver qué pescas con la

excusa de bolear los zapatos, ya te he visto, en

cada velorio sales con repelitos, ¿o no es cier-

to?”

Al burdel llegó la noticia temprano. Una de

las viejas que estaba en misa y oyó la conver-

sación del cura con la viuda, no se aguantó y

se salió después de la consagración para con-

tarle el chisme a su hija.

—Se murió el escritor.

— ¿Cuál?

— ¿Cómo que cuál?, el que te buscaba por las

buenas y te decía cosas bonitas.

— ¿Ése? Para mí que se fue al cielo, porque

nunca tuvo dinero para pagarnos el ratito.

Los amigos fueron llegando en grupos de dos

o tres. En medio de la sala estaba la caja entre

cuatro velas. La caja aún no llegaba y el

cadáver aún reposaba en su lecho de muerte,

pero nadie llegó a verlo porque la puerta

asistir a mi velatorio y a mi entierro, y leer los

obituarios, y saber las reacciones, ya no

envidiosas, de todos mis congéneres literarios.

Me podría reír en las narices de tantos que me

han acechado con su envidia y que han sido

parcos en el halago. Todo esto lo pensé en el

duermevela, ahora me he levantado y escribo

sobre la posibilidad de fingir mi muerte, o

mejor dicho, de literaturizar mi propia desapa-

rición. La prensa cubrirá la noticia de mi

defunción y, más tarde, de mi “resurrección”,

y hasta puede que me entrevisten por televi-

sión. Ahora me parece esta IDEA no sólo la

mejor de las ficciones que he creado, porque

ahora escribo no sólo con la pluma, sino con

mi vida, con el destino de tantos otros. Será la

más inteligente de mis posibles venganzas.

Vivo tengo un lugar mínimo en el mundo de

las letras, muerto lo tendré mayor, y cuando

regrese del más acá, sabré conservar ese espa-

cio ganado con tan magnífica IDEA.

Lunes 2 de enero

He decidido llevar este diario para dejar

constancia de todos los sucesos que vayan

teniendo lugar con respecto a mi desapa-

rición. Así tendré la crónica de una

desaparición anunciada. Algún día podré pu-

blicarla y reírme de la estulticia de tantos y de

tantas. Además, me servirá de testimonio de

las ideas que fluían en mi cabeza mientras

ideaba la muerte más literaria de la historia.

El velatorio se convirtió en una farsa.

Hasta mi caja llegaron los comentarios hala-

gadores e hipócritas de mis compañeros de

letras. Me llamaron heredero de Rulfo y

hermano de Fuentes. Se prometió un ho-

menaje póstumo y los más interesados en

estar presentes y formar parte de ese panel

fueron aquellos que más me aguijonearon con

sus críticas y me desprestigiaron con sus

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estaba cerrada. “Comadre, cómo me hubiera

gustado verlo una vez más porque la última

vez que lo vi, estaba borracho y ese es un mal

recuerdo.” “Yo así lo vi siempre.” “¿Cómo le

va a hacer, comadrita?.” “Dios aprieta pero no

ahorca.” “Algunas veces más vale horca que

pobreza.” “A poco no preferiría usted al

compadre Felipe vivo y no muerto.” “Para mí,

mejor que esté muerto.”

Llegó la caja y mientras la acomodaban en la

pequeña sala de la casa, el cobrador de la casa

funeraria pidió el pago correspondiente. La

viuda apeló a los méritos del muerto y apuntó

que todavía no recibía noticias de la

municipalidad. Cuando estaban a punto de

llevarse de nuevo la caja, el bolerito se

adelantó y puso sobre una mesa varias

monedas. “Si mi madre da limosna para la

ánimas solas, ¿por qué no vamos a dar para

las ánimas acompañadas?.” Algunos se

enternecieron con la disposición del

muchacho y otros se rieron de su ingenuidad,

y algunas monedas y varios billetes

comenzaron a salir de las bolsas. Uno de los

borrachos asiduo a otra cantina se sorbió una

lágrima y dijo: “En este país, los artistas

somos pobres, más pobres que los curas y las

monjas”, y puso sobre la mesa su cartera

completa. El gesto motivó a otros y el bolerito

tomó uno de los sombreros del muerto y co-

menzó a recorrer a los presentes, uno a uno,

mirándolos en los ojos, hasta que pusieran

unas monedas. La viuda comenzó a resollar el

llanto. “¡Qué se le va a hacer, si en esta casa

nunca hubo ni un centavo! ¡Puros libros!.” El

representante de la funeraria comenzó el re-

cuento y tras una larga pausa que fue

acompañada por el silencio de todos, anunció:

“Faltan doscientos pesos.” Todos los presen-

tes se miraron con ánimo de poca largueza.

Lo angustioso del silencio fue roto por la en-

calumnias. Emilio Carballido viajó desde

México solamente para traer la noticia de una

posible edición póstuma, a pesar de que las

últimas dos ediciones de mis libros se llega-

ron a esfumar debido a sus enredos calum-

niosos y a sus diligentes malversaciones.

Hasta el cura parecía más interesado en salvar

a los vivos que en sacar al difunto del

purgatorio. Habló con varios de mis amigos

escritores y propagó la idea que al no existir

ya más la izquierda, todos los escritores

podrían irse al cielo, sin importar lo que

hubieran escrito, ya que el mismo papa era

autor de obras de teatro.

Por primera vez que yo sepa en mi

familia, se utilizó el concepto moderno de que

los velorios tienen horario, así que a las doce

de la noche mi esposa pidió que todos se reti-

raran para que pudieran descansar y que el

duelo se recibiría nuevamente a las nueve de

la mañana. Esa buena idea me salvó de estar

inmóvil dentro de una caja, así que cené la

deliciosa comida que varias amigas de mi

esposa habían llevado, acompañado del café

con piquete que había sobrado. Dormí tan

profundamente como si me hubiera

verdaderamente muerto, hasta mi mujer tuvo

que despertarme para saber si estaba vivo,

porque no me movía y ya eran la ocho de la

mañana. Me desayuné dos huevos rancheros

con tortillas, me volví a acostar en la caja y

esperé que dieran las nueve en el reloj de la

parroquia para que reanudara el duelo. Por la

mañana llegaron varios parientes que hacía

años que tenía olvidados. Una tía viuda con

sus tres hijas solteras. Sus voces se oían llenas

de ternura. Fueron las únicas voces que hicie-

ron que mis ojos se humedecieran. Me dolió

no haberlos buscado en vida más a menudo,

pero tuve la esperanza que algún día lo haría.

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trada de un hombre bien vestido. “Comadrita,

se nos murió el compadre.” Todos se sintieron

aliviados. El representante de la funeraria

repitió al aire. “Faltan doscientos pesos.” El

bolerito se adelantó con el sombrero vacío y

se lo presentó al recién llegado. “Pa’ la caja

de su compadre.” El hombre sacó su cartera y

miró con disimulo el contenido. “No más

tengo... ciento ochenta.” Todos se miraron

desconcertados. El bolerito miró al repre-

sentante de la funeraria y dijo: “Por el fal-

tante, le dos cinco boleadas de gratis.” “Trato

hecho.” Y así Felipe Escolástico pudo reposar

en una modesta caja.

El entierro pareció salido de un cuento. Los

múltiples amigos llevaron en hombros la pe-

sada caja hasta el panteón. Tres voluntarios

profirieron oraciones fúnebres y cuatro poetas

leyeron largas elegías. Los amigos de escritor

se vieron opacados por el número de aquellos

que hacía pocas horas habían sido sus perti-

naces enemigos. Las mejores frases de halago

salieron de las mismas bocas que antes cri-

ticaban al muerto con acritud, hasta pareció

que los amigos tenían la lengua torpe para

agregar nuevos adjetivos a la larga letanía de

panegíricos. El cura se abstuvo de hablar por

no contradecir el rumbo de los elogios. Ante

el silencio de todos los del pueblo y de mu-

chos invitados que vinieron del De Efe, y ante

la ausencia de lágrimas de la viuda, se sepultó

al eximio escritor.

En el primer mes salieron siete artículos

apologéticos y se reeditaron tres cuentos en

secciones culturales de periódicos de la zona.

Cuando se habló de editar las obras com-

pletas, la viuda mencionó las dos novelas

inéditas y el baúl de papeles inconclusos.

Aunque la política tiende a entorpecer al arte,

Martes 3 de enero

El entierro fue muy concurrido. Yo de lejos

seguí el cortejo. Mi esposa me consiguió un

traje de manta, un sombrero y un burro. El

pequeño dromedario fue el mejor disfraz. Sus

largas orejas y sus ojos tristes parecían

comprender el dolor de mi entierro. Vi a la

distancia cómo algunos de mis amigos y

varios de mis enemigos llevaban en hombros

mi caja de muerto que cargaba los libros me-

nos interesantes de mi biblioteca. Los había

escogido la noche de mi supuesta muerte.

Coloqué todos los libros de mis enemigos, los

valiosos y los pedestres, fui agregando los

libros menos valiosos de la literatura mexi-

cana, en un escrutinio más severo que el del

Quijote. Decidí enterrar todo el teatro realista,

desde las boticas, hasta los llaveros. También

las novelas de onda y la literatura de filiación

política. De las novelas de la revolución tiré

aquellas que eran más historia que ficción.

Con gusto arrojé al féretro todas las revistas

de poesía porque sólo sirven de sedante a los

que pretenden escribir versos. Con coraje

comencé a romper los suplementos culturales

porque nadie los vuelve a leer. Miré mi

biblioteca y la vi mitad vacía. Más que

muerto me sentí arcángel.

14 de febrero

Estoy disfrutando de mi libertad. He viajado

un poco y me siento como burro sin atadura.

No he querido volver a Guadalajara, mejor

olvidar un poco ese espacio y pensar que

tengo que escribir. He estado leyendo algunos

libros que me traje de mi casa. Descubrí

demasiado tarde a un dramaturgo de excep-

ción, Juan Bustillo Oro, quien destruyó sus

manuscritos antes de morir porque se sintió

frustrado en el olvido. La ingratitud ha sido el

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en esta ocasión lo favoreció. Las elecciones

municipales estaban a la puerta y el candidato

hegemónico sentía perder su hegemonía ante

un partido advenedizo, así es que con el

ánimo de contar con más votos entre los inte-

lectuales y las fuerzas del débil poder de las

ideas, anunció la edición póstuma de los es-

critos de Felipe Escolástico.

La crítica recibió el libro con grandes

alabanzas, especialmente a los escritos an-

teriormente inéditos. La crónica publicada en

la revista Vuelta a Nexos afirmó de Guadalu-

pana Guadalupita: “Desde la aparición de

Pedro Páramo no había aparecido una novela

tan importante para marcar el derrotero de la

narrativa mexicana. ¿Con qué otras sorpresas

nos hubiera sorprendido Felipe Escolástico si

hubiera vivido hasta la edad de un Octavio

Paz o, más aún, de un Elías Nandino? El tema

del secuestro de la imagen de la virgen de

Guadalupe es insólito.” La otra novela, La

segunda revolución del norte, tuvo menos

atención de la crítica; alguno opinó en una

charla de café que era porque nadie podía

creer en un levantamiento como el de Chia-

pas, pero en el norte de país. El círculo redu-

cido de lectores de las Obras completas de

Felipe Escolástico creció de la noche a la

mañana cuando un grupo de terroristas

secuestró la tilma guadalupana con la

amenaza de no regresarla hasta que en Mé-

xico no hubiera corrupción. La novela fue

calificada de profética y todo el mundo

comenzó esperar el levantamiento norteño. En

pocas semanas apareció una edición co-

mercial en todas las librerías del país. La viu-

da sonrío por primera vez desde su

matrimonio porque había firmado un jugoso

contrato. Pronto se sucedieron otras ediciones

y la casa de Frida Escolástica, como bajo

notario comenzó a llamarse la viuda, se llenó

de comodidades. Algunos se preguntaron la

único pago de las justas poéticas. Hoy cumplí

años en santa soledad.

19 de marzo

Estoy preparando un largo ensayo

sobre la historia de la ingratitud tapatía.

Posible título: Elogio a la ingratitud. Cito a

Jalisco como la tierra mayormente literaria de

México y el paradigma de la ingratitud mexi-

cana hacia sus artistas. Aquí copio un

fragmento: “Jalisco ha sido y es tierra de ar-

tistas. Indudablemente es tierra de promisión

hasta el punto que la historia de las artes

mexicanas quedaría trunca si quitáramos los

capítulos que hacen referencia a aquellos que

nacieron, vivieron o murieron en este Estado.

Jaliscienses son la mayoría de los mejores

narradores mexicanos del siglo XX: lugar

común será citar a nuestra eterna triada:

Mariano Azuela, Agustín Yáñez y Juan

Rulfo. Junto a ellos también guardará un lugar

imperecedero, la pluma poética de Enrique

González Martínez. Aún podríamos afirmar

que en la música tenemos los nombres de

José Rolón y de Manuel Enríquez, como

primeras figuras nacionales. En el teatro

también tenemos a dramaturgos de importan-

cia. La primera mujer que escribió teatro des-

pués de sor Juana, aunque ella en el siglo

XIX, fue Dña. Isabel Ángela Prieto de

Landázurri, oriunda de España y de

formación tapatía. En el siglo XX tenemos a

tres de los dramaturgos forjadores del teatro

mexicano: a Marcelino Dávalos, a Alfonso

Gutiérrez Hermosillo y a Francisco Navarro

Carranza. Y en las artes plásticas tenemos a

José Clemente Orozco, a Rodríguez Galván, a

Orozco Romero, a Gabriel Flores, y a tantos

otros. Definitivamente, Jalisco no es tierra

flaca en las artes, sino tierra inusitadamente

fecunda.

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razón del cambio de nombre, de María a Frida

y de apellido masculino a femenino, y un

lengüilargo explicó “por su-frida.”

En el primer aniversario hubo una celebración

luctuosa. Se presentó la edición de una co-

lección de cuentos anteriormente inéditos que

había sido escrita en el último año de vida de

su autor. Uno trataba del suicidio de una

cantante feminista, hecho que tuvo su

convalidación con el suicidio de Gloria Trevi.

Otro cuento presentaba irónicamente la apa-

rición de un nuevo partido político, hecho que

concordaba con la realidad hasta con las

siglas del partido fundado después de la

muerte del escritor. El adjetivo de profeta

pasó de boca en boca. Los demás cuentos

fueron leídos por pobres y por ricos, por

intelectuales y por analfabetos, todos

buscando posibles anuncios. En uno de los

cuentos que se hablaba de la muerte de un

elefante viejo, mientras unos cerebros pensan-

tes descubrieron una metáfora de la de-

saparición del PRI, otros pronosticaron la

desmembración de PEMEX. En otro cuento

se narraba la historia de una pareja con tres

hijos que entraban mágicamente en un moni-

tor de televisión y se instalaban a vivir allí

dentro, pero que, a consecuencia del divorcio

de los padres, su nuevo hogar se partía en

cinco aparatos. Consecuentemente, muchos

lectores pronosticaron la atomización de Tele-

visa. En otro se mencionaba un premio de la

lotería con un número terminado en siete y se

agotaron al instante los boletitos de esa de-

nominación. Hubo varios premiados que fue-

ron televisados nacionalmente.

Dos de los cuentos fueron adaptados con

éxito al cine. Y en la feria internacional del

libro de Guadalajara se presentó una nueva

Pero, ¿cómo ha correspondido Jalisco

a sus artistas? Pocos artistas pudieran afirmar

que sin la ayuda estatal, universitaria o

privada, hubieran visto frustrado el empeño

en escribir su obra. La nómina de negligencia,

de incuria, de olvidos y de abandonos,

pudiera ser tema de un tomito de cuentos

fantásticos o de obras del teatro del absurdo.

¿Por quién comenzamos? Marcelino Dávalos

anunció con su teatro la revolución mexicana,

pero durante su vida sus obras fueron editadas

en otros estados, pero nunca en Jalisco. El

dramaturgo Francisco Navarro Carranza tuvo

ediciones en Madrid y puestas en Alemania,

en Suecia y en España, pero nunca ha tenido

una sola puesta en su estado natal.

¿Dónde está la edición jalisciense de

las obras completas del padre Placencia? ¿Y

la de las obras de Gutiérrez Hermosillo? ¿Y

las de Ignacio Arriola? Sólo nos quedan pape-

les olvidados y muchos de ellos en manos

fuereñas.

La historia del sufrimiento de José

Clemente Orozco para llevar a cabo los

murales que hoy son parte crucial de nuestro

patrimonio cultural, es escalofriante, se le

pagaba como a un jornalero, y eso a veces.

¿Quién recordó en Jalisco el centenario de

Rodríguez Galván? ¿Dónde están las edi-

ciones completas de la música de José Rolón,

quien fue con Carlos Chávez uno de los ini-

ciadores del movimiento musical nacionalista

mexicano? Este año murió Manuel Enríquez,

el máximo músico jalisciense contemporáneo,

quien fue galardonado en Canadá, Alemania y

Argentina. Nuestro estado nada hizo en su

memoria. Muchas de sus composiciones aún

quedan inéditas. Su ópera La encrucijada fue

terminada hace más de diez años y aún sigue

sin estreno. Por cierto que la obra teatral ori-

ginal que inspiró la ópera y el libreto son de

un autor recientemente y felizmente fallecido

e igualmente olvidado. Para cerrar esta letanía

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novela. Todos se preguntaron el porqué la

viuda había dicho que eran sólo dos novelas

inéditas. Doña Frida Escolástica se limitaba a

sonreír enigmáticamente. La revista Proceso

anunció el fraude, las nuevas obras no habían

sido escritas por Felipe Escolástico antes de

morir, sino posteriormente por su viuda. Y

así, una vez más, se desenmascaró a un falso

profeta. Cuando el autor del artículo, por

nombre A. Tamayo, sintió que se apuntaba un

acierto más, un grupo de escritoras feministas

publicaron un manifiesto en apoyo de Frida

Escolástica en el que interpretaban la enigmá-

tica sonrisa de la mujer como su aseveración

de que no solamente los últimos escritos eran

de su autoría, sino que todos los anteriores

también, y que por lo tanto, Felipe Escolástico

había sido un macho mexicano que no había

permitido a su sabia mujer publicar sus escri-

tos con su propio nombre. En un programa te-

levisado que fue visto nacionalmente, Frida

Escolástica afirmó ser la autora de todos los

escritos, aunque admitió que su difunto es-

poso había sido su primer lector y su más

severo crítico. Como antecedentes a este

extraño intercambio de identidades, el pe-

riódico La Jornada recordó la historia

verídica del dramaturgo español Gregorio

Martínez Sierra quien había publicado a su

nombre todas las obras de su esposa María e

incluso había montado muchas, con títulos tan

conocidos como Canción de cuna, con una

actriz que también era su amante. Mientras

sucedían todo estos dimes y diretes, Frida Es-

colástica quedó registrada en la Sociedad

General de Escritoras Mujeres (SOGEMU).

Ante un juez municipal se presentó un

hombre afirmando que era un escritor

afamado de nombre Felipe Escolástico. Como

corroboración presentaba su acta de

nacimiento. El juez lo miró escéptico y

de quejas, no encuentro escena más dramática

para apoyar mi argumento, que aquella de la

muerte de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, a

sus 35 años, de un mal pulmonar. La escena

bien pudiera pertenecer a una ópera románti-

ca: nuestro escritor se pone malo de neumonía

en un tranvía en donde viajaba en la ciudad de

México, y por falta de dinero, muere sin

atención médica, dejando una viuda joven, a

un hijo pequeño, quien por cierto aún vive

entre nosotros, junto a un montón de papeles

que permanecen inéditos desde 1935, pero

que ya no están en Jalisco. ¿Y qué tal Enrique

González Martínez? Valga un solo dato,

vayamos a la casa en donde nació: hoy ha

perdido la placa de metal que yo leía cuando

era niño; años después tuvo una placa de

barro que la lluvia borró y que hoy es ilegible.

Claro que su nombre sigue bautizando la

calle, la que fuera la antigua calle Parroquia.

Sin embargo, por justicia deberíamos bautizar

también la continuación de esa misma calle,

la que hoy se llama Contreras Medellín, por-

que allí nació Alfonso Gutiérrez Hermosillo y

debería llevar su nombre. Por todo esto, bien

pudiéramos decir irónicamente, que el Hospi-

cio Cabañas, máximo templo organizador de

la cultura en Jalisco, es un hospicio para ar-

tistas huérfanos.

Dice la historia regional que el teatro

Degollado ostenta su dramático título porque

Santos Degollado era el gobernador cuando

fue construido el inmueble, pero mis

investigaciones han dado prueba de que el

espacio escénico en el día de su inauguración

fue bautizado de Teatro Alarcón. Creo que

más bien su actual nombre es un apodo que le

dieron los teatristas jaliscienses porque ese

magno edificio es una queja petrea que atesti-

gua que la sociedad tapatía y su gobierno han

degollado al teatro.”

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preguntó la razón de la duda de la identidad.

“La que fue mi mujer me quiere robar mis

escritos.” “¿Se divorció de su mujer?.” “No.”

“Entonces, ¿por qué dice, la que fue su

mujer?.” El sedicente marido quedó sin

respuesta. Por separado, la viuda fue citada

por el juzgado y ésta presentó el acta de

defunción del ya no tan afamado escritor. Así

que el juez dictaminó que la pretensión de ese

hombre de resucitar a un muerto no era

legalmente posible.

El hombre fue al café del pueblo a buscar

testigos de su identidad. Encontró a varios

que se decían escritores, y les presentó su

extraña petición. Uno a uno fue diciendo que

Felipe Escolástico no solamente estaba

muerto y que ellos habían acompañado al

féretro hasta el panteón, sino que había sido

un mentiroso y un canalla en vida, y que por

eso, ellos no habían podido ser otra cosa que

sus enemigos. Cuando el hombre salió, todos

se miraron con molestia y bajaron los ojos.

“Si ya decía yo que Felipe era medio

desgraciado.” “Más que desgraciado, un apro-

vechado de la inteligencia de una mujer.”

“Pero ¿cómo puede ser eso?, si Frida no

terminó ni la primaria.” “Cervantes tampoco,

y mira que escribió El Quijote.”

El hombre fue a la cantina, pero

tampoco encontró eco porque los asiduos de

antaño habían cambiado de lugar de reunión y

el bolerito había conseguido un trabajo como

obrero calificado. Desesperado el hombre fue

al burdel y allí localizó a varias mujeres de su

conciencia, pero todas se negaron a

identificarlo, acaso por olvido o porque en su

profesión no se permite la memoria.

15 de junio

Creo que hoy empieza el verano. Ya no puedo

guardar el calendario, los días se me atoran

sin que llegue la noche, y otras veces se me

barajan como si fueran minutos. Ya no escri-

bo ni leo, ya no como ni duermo. Me siento

como si flotara sobre la nada. He visto en al-

guna librería mis libros, me quise robar uno y

el dependiente me sorprendió, así que pasé la

noche en los separos, donde estoy seguro

compartí con más de un ignorado pero no

ignorante escritor. De menos mi nombre y mi

pasión quedaron escritos en una de sus

paredes. Por primera vez hice un soneto. No

creo que la real academia lo premiara porque

tenía como aliteración la palabra mierda.

16 de septiembre

Hoy no es día del grito. Hace unos días

intenté escribir e inicié con la fecha, pero

nada me vino a la imaginación. No sé qué día

es hoy. He trabajado como peón de albañil,

como garrotero y como chalán. Creo que mi

vocabulario está preparado para escribir un

drama social. Mis amigos no saben leer, sólo

saben contar sus desgracias y eso hasta siete.

Vi mi nombre en una revista, la comencé a

leer simulando que la iba a comprar, pero la

dependienta me la arrebató, exigiéndome el

pago. Sólo leí tres palabras, mi doble nombre

y la palabra profeta, ¿por qué?

27 de octubre

Hoy entendí porqué me califican de profeta.

Varios de mis cuentos mencionan eventos que

llegaron a suceder realmente, pero eso yo los

redacté en mis primeros meses de libertad y

con conocimiento de causa. Así que soy

medio profeta y medio mentiroso. En ese

entonces aún me comunicaba con la que un

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El hombre se acercó a la que fuera su casa.

Iba tan cabizbajo que pasó de largo, esperaba

ver la banqueta rota y la casa despintada, pero

al regresar el camino andado, ante sus ojos

apareció una hermosa casa con fachada remo-

zada. Quiso entrar con su llave pero la chapa

negó la apertura. Tocó con los nudillos, nadie

salió, fue entonces que descubrió un timbre.

La puerta se abrió y apareció una sirvienta.

Algo dijo el hombre y la muchacha replico

“Un momentito, ahora viene la señora.” La

puerta volvió abrirse y apareció doña Frida

envuelta en una elegante bata morada. Yo

mismo vi como sus ojos se agrandaron y su

rostro se perfiló sañudo. “María, soy Felipe.”

Después de unos momentos de perplejidad,

escuché la voz más helada que recuerdan mis

oídos: “Felipe Escolástico fue un escritor que

murió hace cinco años, pero para mí había

muerto mucho tiempo antes. Por favor no

vuelva a importunarme.” Ante la sorpresa del

hombre, la puerta fue cerrada con rapidez, sin

que éste tuviera tiempo de retirar su cara, por

lo que quedó casi besándola. Puso ambas pal-

mas sobre la puerta y lloró, primero con

lágrimas silentes y luego con resoplidos

desesperados. “Ábreme, Frida, no me

abandones ahora. Ya estoy viejo y no tengo ni

nombre.” Pero la puerta permaneció inmóvil.

El hombre se fue hincando en la misma po-

sición hasta que se acurrucó en el dintel. Allí

permaneció varias horas. Era el mismo dintel

en el que yo, cuando era niño, lo había visto

dormido de borracho muchas veces cuando él

aún era contado en el mundo de los vivos. Por

eso tuve en ese momento la certeza de que ese

hombre desesperado era Felipe Escolástico.

Aunque no puedo explicar cómo pudo un

muerto aparecerse, porque yo no creo en fan-

tasmas. Horas ante también lo había visto

entrar al café, allí fue donde me di cuenta que

día ostentó el título de “mi esposa”, por eso se

los entregué para que los publicaran, pero ella

nunca me dio nada en cambio. Cierto es que

ahora al leer mis propios libros, mismos libros

que tuve que comprar con mi exiguo sueldo

como maletero de la central de autobuses,

encontré párrafos alterados, con verbos en

tiempos de indicativo, cuando yo los escribí

en subjuntivo y en condicional.

24 de diciembre

Hoy visité por última vez a la que fue mi

esposa. Ahora me considero su viudo. Ella

está muerta, si no para el mundo, sí para mí.

Primero me ayudó a morirme y ahora insiste

en que yo la considere muerta. No sé si darle

las gracias por haber publicado todas mis

obras, porque yo no me cubrí de gloria, sino

ella, la usurpadora, la que ostenta hoy el título

de escritora. Regresar a Guadalajara, mi

odiado pueblo, fue como volver a cavar mi

fosa, pero esta vez de abajo para arriba.

Volver a ver a aquélla, a quien yo daba por

muerta, fue aterrador. La vi envuelta en una

bata de mala comedia de televisa. Todo se lo

perdono, menos que no me eche de menos. Ni

un tantito. Cuando vi mi casa, comencé a

añorar el baño diario y tomar el café mientras

leía distraídamente el diario, y salir a mitad de

la mañana a buscar otros indolentes como yo

para matar ingeniosamente el tiempo. Del

café a la cantina, de la cantina al burdel, y de

allí a donde la imaginación o la mejor dotada

fantasía nos pudieran guiar. El café era un mal

espacio, no intensificaba el instante; en eso

era mejor la cantina, altar del Dionisos

mexicano, porque entre copa y copa se dicen

medias verdades. Para terminar la noche y

hacer frente a la Verdad, tenía que com-

parecer con las pitonisas que me hacían

anhelar salir del averno y soñar con el Olimpo

cristiano de la literatura perfecta, con sonetos

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era él. Por eso lo seguí a la cantina y vi que

ahí tampoco nadie lo reconocía. Como tam-

poco en el burdel. He recordado tanto este

encuentro que a veces pienso que ese hombre

sólo se parecía al falso escritor, y ni eso,

porque de los que lo tratamos, nadie lo reco-

noció, excepto yo. Sin embargo, cada vez que

recuerdo el diálogo con Frida Escolástica, el

alma se me hiela. Ella también lo reconoció y,

aún así, lo negó. ¿Pensaría que era un apa-

recido? ¿O acaso un alma en pena? De menos

algún remordimiento debió de sentir ante a

aquel hombre que se parecía tanto al falso es-

critor. Yo soy un escritor con pocos cuentos

publicados y con dos novelas inéditas. La

vida se me pasa y no veo cómo podré triunfar.

Nunca olvidaré que las primeras lecturas de

mi vida fueron varios de los cuentos del en-

tonces afamado Felipe Escolástico. Yo de

lejos lo admiraba y pensaba que para llegar a

ser escritor, debería celebrar cada día con el

rito de ir al café y a la cantina y al burdel,

hasta acabar cayéndome de borracho. Por

mucho tiempo lo seguí a todos lados, pero

nunca me atreví a dirigirle la palabra. Yo

guardaba la esperanza que algún día él se iba

a dar percatar de cuánto lo admiraba, pero

nunca posó los ojos en mí. De él aprendí a es-

cribir mucho y publicar poco, y a ir que-

mando la vida hasta que se agote. Ahora que

veo que hasta las amas de casa y las perio-

distas se hacen famosas escribiendo novelas,

mientras que los escritores varones nos que-

damos con los manuscritos apolillados en los

cajones, he llegado a la conclusión de que

fueron mejores los tiempos de la bohemia del

68, al menos entonces había más esperanza, y

no tanto abatimiento como en estos tiempos

devaluados que estamos viviendo. Ya no hay

razón para seguir escribiendo este cuento.

Que se quede inconcluso, al fin y al cabo nun-

ca podría llegar a ser editado. Yo soy como

ese hombre que pasó al olvido sin que nunca

y con décimas, y con cuentos y más cuentos.

Porque sí existen cuentos perfectos, pero casi

ninguna novela; todas prometen cien años de

soledad y sólo una lo cumple.

Ya no voy a ningún café, ni a una

cantina, ni menos a un burdel. Para mí son

espacios abandonados. He aprendido a vivir

con menos. Sobrevivo en un mundo en donde

la letra escrita no existe. Nadie sabe leer ni

menos escribir. Para bien de ellos y de mí, se

me han ido olvidando muchos de mis encuen-

tros, con trabajo recuerdo mi encuentro con

Octavio Paz, con Antonio Buero Vallejo, con

Camilo José Cela; y mis encuentros anteriores

con Lope, con Calderón y con Góngora;

también se escribe en mi memoria el nombre

de una mujer, una monja, cuyo nombre se me

escapa.

24 de diciembre

Hoy es navidad. Estoy bañado y con ropa

nueva. Entre las pocas cosas que cargo día y

noche, encontré esta libreta y me acordé que

debo escribir mi diario... o anuario. Robaron

la tilma de la Virgen de Guadalupe. Creo que

yo escribí algo similar, pero nadie debe recor-

darlo. Soy feliz entre la mugre.

Jueves

El que se robaran la tilma de la Guadalupana

fue una mera coincidencia. Ya la sublevación

del norte fue invención de mi viuda o de su

rico editor. ¡Que Dios se apiade de México!

OY

Asistí a misa y luego me dieron una taza de

café. Duermo mal porque me pican mis

amigas las piojas. He descubierto el tonsol y

me asoleo. No creo que nadie se acuerde de

mí. La memoria se me va. En este momento

no se si realmente estuve casado y supe escri-

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supiéramos si era escritor o no. Igualmente yo

acabaré mis días sin la felicidad de poder ver

mi obra terminada, y sin que la memoria de

alguien me recuerde... Nadie... Nadie...

Mejor... Mejor así.

bir, o si todo fue un mal sueño. Es difícil leer

el periódico, no sé si son mis ojos o la mente.

Cuando leo, me duelen los ojos y terriblemen-

te la cabeza. Hay un padre que se ríe cuando

le cuento que yo no soy un hombre, sino un

personaje. Ahora me dice “el político.”..

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Documento: Fragmento del Reporte de la Policía, fecha 14 de febrero de 19...

“...el occiso se encontró recostado en una banca de la plaza Tapatía, tenía los ojos abiertos y

miraba hacia la entrada del Hospicio Cabañas. Sus pertenencias eran una botella de tonsol y

una libreta que contiene anotaciones a manera de diario y que debió de robar porque no es po-

sible suponer que el susodicho supiera escribir. No se localizaron documentos que pudieran

ayudar a determinar la identidad del occiso...

El cadáver podrá ser utilizado por el nosocomio debido a que no fue identificado, por lo que se

autoriza su...”

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La green card ahora es rosa

— Una muerte internacional —

Una muchacha —ELLA— está sentada en una sala de espera de una oficina de

inmigración en los Estados Unidos, sus rasgos pertenecen a una de las tantas

minorías que se intentan incorporar al cosmos norteamericano, en este caso es

hispana. No es bonita, aunque sus ojos despiertos y su sonrisa apresurada denotan

una inteligencia social. La sala de espera no está vacía, hay otras personas que

representan etnias de otras partes del mundo. ELLA está nerviosa y quisiera

hablar con algunos de tantos que se desesperan en la sala de espera, pero nadie

parece prestarle atención.

ELLA. ¿Por qué nadie habla en estos lugares? Podríamos imaginar que estamos en un bar

y que... (Dirige infructuosamente su mirada a las personas más cercanas.). ¡Imposible que

esté callada! Tengo que contárselo a alguien antes de que me llamen, o me van a sacar la

verdad allá dentro. (Se incorpora asustada.) ¡No debo decírselos..!. Es un secreto que no

puedo decirlo allá dentro. (Intentando calmarse.) Debo pensar que soy un número entre los

millones que están esperando la última entrevista para lograr el permiso de permanencia en

Estados Unidos. ¡Para lo que sirve en estos malos tiempos! (Piensa.) Si no puedo

contárselo a nadie, al menos puedo recordarlo paso a paso para calmarme, ¡pero no será

suficiente...! ¡Ya sé! Voy a hacer como mi abuela, que cuando estaba triste escribía largas

cartas y luego las quemaba para que nadie las leyera, pero al final se sentía muy aliviada.

(Busca unos papeles en blanco y una pluma, luego inicia, esperanzada y titubeante, su

debut como dramaturga.) ¡Para qué tomaría aquel curso de inglés!

PRIMERA ENSOÑACIÓN

ELLA recrea imaginariamente un salón de clases. Un maestro —ÉL— explica la

clase para alumnos de inglés como segunda lengua. Es un norteamericano rubio

y atlético, cuya presencia hace pensar en un modelo profesional de anuncios

publicitarios de autos deportivos o de raquetas de tenis.

LA ALUMNA

Es guapo, ¿verdad? Tan guapo que no puedo

concentrarme en la clase de inglés.

EL PROFESOR

Every verb has three basic forms: the present

tense, the past tense, and the past participle. In

the present tense the action occurs at the

present time.

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No entiendo nada...

Tiene buen look.

He is a boy.

I am a girl. (Mientras que todos demás

alumnos repiten “She is a girl.”).

We are friends. (El coro repite: “They are

friends.”).

Yo estoy... aterrada (La clase continúa a

sottovoce mientras sucede la siguiente enso-

ñación.) El tiempo se pasa y tendrá que

volver a mi país.

Estaba en mi país.

Me sentía desgraciada?

Necesitaba dinero.

Me sentía solitaria y pobre, y

yo me merezco una vida mejor.

Él se ha enamorado.

Nosotros fuimos al picnic.

Seis meses y ya no me deja quedarme más.

¿Quién inventaría las fronteras?

Si fuera rica yo viviría en mi país.

Yo soy feliz.

Ellos no son tan estúpidos, me van a

descubrir.

Everybody repeat after me.

He is a boy.

She is a girl.

They are friends.

I am happy.

Last week we learned the present tense. Past

tense occurs in the past. Everybody anwer the

following questions. Where were you?

Was she happy?

What did they want?

Were you at the tenis court?

The exam was particularly good almost to

everybody. Let' go on. The past participle is a

verb form that is used with have, has, or had

to form the perfect tenses. Everybody answer

the following questions: “¿Has he been in

Washington?

Have they gone to the picnic?

How long have you been in the United

States?

Several classes ago we reviewed the verbs.

Now we have to see the subjunctive forms of

a verb. Finish the sentence: “If I were rich....”

If you were unhappy...

If they were stupid...

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¡Yo soy libre!

LA ALUMNA

Ella reacciona al hechizo de sus palabras e

imagina que se ha incorporado y prueba

unos pasos de baile con música romántica.

¿No será él también maestro de baile?

ELLA imagina que se acerca a EL y con un

ademán tímido lo invita a bailar, y él acepta

con naturalidad dentro de la ensoñación.

¡Looove!

Adoración,

afecto,

ardor,

devoción,

fervor,

perdón,

sentimiento,

pasión...

¿Qué? (Habla el inglés con gran acento.) I

don't understand.

Se escucha el ruido de los alumnos saliendo

de la clase. EL se acerca a la alumna soña-

dora quien permanece sentada.

No understand.

(Silencio.)

(Muy mortificada.) Yes.

If you were no free...

EL PROFESOR

The vocabulary is important. Let's study what

is called the synonyms. Let see, the synonyms

of beautiful: handsome, attractive, charming

elegant, good-looking, graceful, lovely, and

pretty.

Now, synonyms of ¡love!

La danza imaginaria es interrumpida sor-

presivamente al hacer el profesor una

pregunta a la distraída alumna.

Can you repeat what is a subordinate

conjunction?

You have been dreaming as always. (Al

grupo.) You may dismiss. Don't forget the

final exam next Monday.

At the beginning of the semester you were a

good student, and then something happened.

¿Is anything wrong with you?

Are you sure everything is OK with you?

I have seen your eyes crying. (Señala el lugar

de las lágrimas.) May I ask you something

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No visa, no more.

(Silencio.)

No father, no mother, nadie.

(Muy sorprendida.) ¿Cómo? How?

¿Casarme contigo?...

personal?

Do you have problems with the immigration

office?

Can I do something to help you?

I have been watching you since the beginning

of the course. Have you got any family of

your own?

I know one way you can stay.

Will you marry me?

SEGUNDA ENSOÑACIÓN

ELLA despierta de su primera ensoñación y vuelve a tener contacto con la

lúgubre realidad de la oficina.

ELLA. Todo sucedió tan rápido... Yo primero pensé que era una broma amarga, pero él se

empeñó en casarse conmigo. Pagó los gastos de la boda y hasta me dio un anillo. (Lo

mira.) Pero ni un solo beso. Yo sabía que no me quería... no podría quererme. Nunca nadie

se había querido casar conmigo, y él lo hizo sin pedirme nada... ni siquiera ir a la cama.

Se comienzan a escuchar los primeros compases de la marcha de Wagner. EL

aparece elegantemente vestido. ELLA se coloca con rapidez un velo y corre a

darle el brazo. Juntos inician el desfile nupcial.

ELLA. Qué lástima que la boda durara solamente unos minutos. Sin fiesta... ni luna de

miel.

El cortejo nupcial imaginario se detiene frente una austera oficina de inmigración.

ELLA. Recuero cuando juntos fuimos a la primera entrevista en la oficina de inmigración

para entregar el acta matrimonial.

Aparece un ceñudo empleado de inmigración: EL INQUISIDOR.

INQUISIDOR. ¿Cuándo se conocieron?

EL. En una clase de inglés. Yo soy profesor.

INQUISIDOR. Pregunté cuándo, no dónde.

EL. Hace dos meses.

La imagen del cortejo sigue avanzando y la música sube de volumen. El

INQUISIDOR intenta alcanzar a los recientemente casados, está jadeante

por el esfuerzo. La música se interrumpe.

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INQUISIDOR. ¿Hubo alguna razón para precipitar la boda?

EL. Fue un acuerdo mutuo.

INQUISIDOR. (A ELLA.) Recuerden que están bajo juramento de decir la verdad. ¿Hubo

algún tipo de compensación económica entre ustedes?

ELLA. Yo no tengo dinero y mi esposo no tiene porqué pagarme. ¡Con él me casé de

gratis!

El cortejo acelera sus pasos y el INQUISIDOR no puede seguir a la pareja, por lo

que los amenaza con grandes voces.

INQUISIDOR. ¡Deben saber que hay que esperar dos años para aceptar el matrimonio y

otorgar la ciudadanía...! ¡Esperaremos y observaremos!

La pareja dice adiós al INQUISIDOR, quien se esfuma.

ELLA. No nos dejaron vivir en paz. Fue cuando mi adorable esposo me dijo: “Nos

veremos de vez en cuando. A los dos años nos divorciaremos y... colorín colorado.”

EL se despide fríamente con un ademán y hace mutis.

ELLA

¡Y se fue! Unos días después, los espías me

visitaron, de buena suerte no estaba en mi

departamento. Una vecina me lo dijo. Yo

decidí una vez más pedir ayuda a mí... esposo

y él pronto resolvió el problema... pero no de

la forma que yo hubiera querido.

Pero no bastó. Así es que tuvo que mudarse

conmigo. De menos temporalmente.

Qué tal si hacemos una fiesta. Podemos

invitar a todos los vecinos.

ÉL

(Aparece cargando una maleta y otras cosas.)

Te traje algunas cosas mías, ropa y cos-

méticos. Así podrás convencer a los inquisi-

dores. Tenemos que ponernos de acuerdo en

informaciones personales. Debemos saber

gustos de colores y comidas, y cosas por el

estilo. La verdad es que estamos casados y no

nos conocemos. Bueno, a veces ni los

verdaderamente casados se conocen, quizá

por eso se casan y acaso puedan llegar a ser

felices.

(Mientras se pone un pijama de listas.) Este

fin de semana nos dejaremos ver por todos tus

vecinos. Habrá que hacer una pelea o algo

muy notorio. ¿Qué se te ocurre?

Es demasiado obvio, levantaría sospechas.

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Una escena amorosa. (Con desparpajo lo

besa.)

¿Me perdonas...? Tú has sido muy bueno

conmigo, pero nunca he comprendido por qué

lo has hecho.

EL se aleja, con tristeza. ELLA lo mira irse.

ELLA. (Recordando.) Vino a visitarme varios

los fines de semana. Mis vecinos me dijeron

que los inquisidores habían vuelto a rondar.

Pero ahora sí había historias de amor que

contarles... Llegué a pensar que él no pude ser

un hombre, sino que es un ángel, y que por

eso no podía besarme. Era tan maravilloso...

pero como todas las historias de amor, la

nuestra tuvo un final triste.

(Sonríe con ternura.) No lo sé.

¿Qué quiere decir eso?

Me he enamorado de ti... No pude evitarlo.

Nunca nadie había sido tan bueno conmigo

antes. (Lágrimas.) ¿Qué te pasa?

Se abrazan y ella lo besa en las mejillas

hasta llegar a la boca. EL se retira abrupta-

mente.

¿Me quieres decir que no te gusta?

Necesitamos pensar en otra cosa.

(Con gran ira.) ¡No vuelvas a hacer eso...! Lo

siento, pero hay un trato entre nosotros y

tenemos que cumplirlo.

(Sincero.) Un día lo sabrás, por el momento

acepta lo que puedo darte.

(Su cuerpo parece ahora más delgado.)

Necesito hablar contigo. Tú un día me con-

fiaste un problema y yo te ayudé a resolverlo.

Hoy yo tengo algo que contarte... (Su voz se

corta por la emoción.) algo que no puedo

decirle a nadie. Yo también pertenezco a una

minoría, no como la tuya, pero también duele.

¿Por qué crees que nunca he querido ni

siquiera besarte?

Porque soy gay.

Ya no importa. Yo me casé por ayudarte, pero

tú has llegado a ser mi mejor amiga y me

siento muy orgulloso de ser tu esposo. Si no

quieres que nos divorciemos, yo quisiera

seguir siendo tu pareja.

¡No puedo!

Ni me gusta,

ni puedo...

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Tengo sida.

EL DESPERTAR DE LA ENSOÑACIÓN

Una voz electrónica nombra “Dolores Brown, favor de pasar a la oficina 3.”

ELLA rápidamente recoge sus pertenencias, se incorpora y camina unos pasos

hacia la cita, luego se detiene petrificada.

ELLA. ¡No puedo! Lo van a descubrir todo. Es mejor huir.

La muchacha da tres pasos para hacia la salida de la oficina, pero la voz repite su

inclemente llamado y se ve obligada a obedecer. Entra a la oficina 3. Al entrar la

muchacha ve un escritorio metálico lleno de formularios, pero no se anima a ver

de frente al oficinista. El INQUISIDOR está sentado con una expresión incierta,

sus ojos acusan un tedio profesional, pero su sonrisa fría delata su disfrute del po-

der.

ELLA

No sé... Quiero decir que sí lo sé. Para tener

más oportunidades de trabajar.

Muchas... pero casi no me paga

(Empavorecida.) Sí, así es.

Así fue.

Era mi profesor de inglés.

Sí.

Nunca lo hablamos.

Nada, yo no tenía dinero.

Me imagino que romper las fronteras que nos

separan a todos.

INQUISIDOR

Puede tomar asiento. ¿Por qué desea

permanecer en los Estados Unidos?

¿No tenía oportunidades de trabajar en su

país?

Usted de casó a los pocos meses de estar en

este país.

¿No le parece muy rápida la forma cómo

logró contraer matrimonio, aún antes de

asentarse en este país?

Qué interesante. ¿Cómo explica usted la

rapidez de los hechos?

Fue un tiempo récord: seis meses. Y por lo

visto aprendió muy pronto a hablar inglés.

¿Decidieron no tener familia?

(Con impertinencia.) ¿Cuánto le pagó a él por

la boda?

¿Qué quería él de usted?

Su caso no concuerda con nuestras

estadísticas.

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Ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida.

No, fue después.

De todas maneras me hubiera casado con él.

(Casi llorando.) Gracias.

(Con temor.) No.

No.

Es lo menos que pude hacer por él.

¿Qué?

(Mintiendo sofocada.) ¡Sí, claro! No entendí

lo que decía.

(No lo sabía.) ¿Me da esa copia del seguro...

para guardarlo de recuerdo?

¿La green card ya no es verde?

¿Le informó su esposo de su reacción

seropositiva antes de la boda?

Eso podría hace nulo su matrimonio.

Le hablaré con sinceridad. Nunca habíamos

aceptado las razones que nos dieron de su

matrimonio. Presentíamos una trampa.

Muchos la hacen. Pero ahora que ha muerto

su esposo, no me cabe ninguna duda de la

veracidad de su historia. Reciba mi pésame,

señora.

¿Sabe qué fue lo que nos convenció?

¿No lo imagina?

Estamos enterados de la forma en que cuidó a

su esposo durante su larga enfermedad.

Usted fue heroica. Además, fue una suerte

que tuviera un seguro de vida.

El seguro de vida que firmó su esposo cuando

la boda. ¿No lo sabía?

(Sacando un papel del legajo.) ¡Este seguro!

Al tiempo de la boda pensamos que era parte

de la treta para convencernos, muchos lo han

hecho. De menos tuvo esta suerte: Un millón

de dólares.

Llévese ésta, ya no la necesitamos. (Se la en-

trega.) El trámite está terminado. Su petición

ha sido aceptada y su solicitud de perma-

nencia en los Estados Unidos ha sido acepta-

da. Faltarán algunos trámites de rutina. Por

correo recibirá la notificación oficial y una

tarjeta como ésta (Muestra una tarjeta de color

rosado.).

No, decidieron recientemente cambiar el color

a rosado. (Se pone de pie.). Adiós.

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La muchacha se incorpora y le da la mano al ahora dulzón INQUISIDOR, luego

se aleja caminando con pasos sin rumbo. Al pasar frente a los aún esperan de la

sala de la desesperación, repentinamente se detiene.

ELLA. Ahora puedo decir que he conocido a un ángel. ¡Ojalá que ustedes puedan decir lo

mismo también alguna vez! ¡Good bye! 1

Todos miran a la muchacha sin entender la razón de su alegría y contestan

desabridamente con una señal de despedida.

1 Recientemente la oficina de inmigración de los Estados Unidos ha cambiado el color de la tarjeta de

inmigrante, de verde a rosado.

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Los enemigos, Tragedia en tres actos brevísimos

de Jaromir Hladík (1908-1939)

— La muerte borgeana —

A Jorge Luis Borges, autor de El milagro secreto,

cuento vinculado al presente In memoriam

Dramatis Personæ

Barón de Roemerstadt

Julia de Weidenau

Jaroslav Kubin —mismo actor de Barón de Roemerstadt—

Jaromir Hladík, autor de la tragedia

Un Hombre

Lugar: Biblioteca del castillo de Roemerstadt, en Hradcany, cerca de Praga.

Tiempo: La última tarde del siglo XIX

Esta obra observa las unidades clásicas de acción, lugar y tiempo.

ACTO PRIMERO

Escena primera

Biblioteca del castillo de Roemerstadt. Muebles estilo imperio: un escritorio con

aplicaciones de bronce, un candil de prismas ilumina la escena, un reloj antiguo que al

abrir la obra toca las siete con sonoras campanadas. Anaqueles con multitud de libros

cubren las paredes. El BARÓN revisa papeles sentado en el escritorio. Una gran puerta

comunica a los interiores del palacio; otra une la biblioteca con una soleada terraza. El

BARÓN se levanta, se dirige a la puerta primera y la abre.

BARÓN.— Puede pasar.

HOMBRE.— Gracias.

BARÓN.— Tome asiento, por favor (Ambos se sientan).

HOMBRE.— Barón de Roemerstadt, vengo a proponerle que se suicide.

BARÓN.— ¿Suicidarme? ¿Tengo acaso alguna razón?

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HOMBRE.— Yo necesito un muerto.

BARÓN.— ¿Por qué no se suicida usted?

HOMBRE.— Lo he pensado, pero necesito que el muerto sea usted. Soy un escritor y

tengo una obra inconclusa. Necesito terminarla. ¿Recuerda a Jaromir Hladík?

BARÓN.—(Con miedo.) ¿Lo conoce?

HOMBRE.—Aún no del todo. Necesito salvarlo y no encuentro otro camino. Él está

enfermo, su mente no razona con claridad y su alma sufre una gran congoja.

BARÓN.—Y, ¿por qué no se suicida él?

HOMBRE.—Exactamente es lo que pretendo, pero no se va suicidar hasta que no se entere

que usted está muerto.

BARÓN.—No lo entiendo.

HOMBRE.—Es un paradoja. Jaroslav Kubin estuvo enamorado de madame Weidenau.

Ella lo rechazó por preferirle a usted. Desde entonces Kubin se sumió en la mayor de las

locuras. Su mente hizo un juego, una transposición. Él cree que es el Barón de

Roemerstadt, y que Julia de Weidenau lo ha preferido. ¿Me entiende? Él cree que es usted.

BARÓN.—Está loco.

HOMBRE.—¿Qué le pasaría a usted si madame Weidenau se fuera de su lado?

BARÓN.—Me trastornaría.

HOMBRE.—Pues él cree que ella lo ha abandonado, porque ya nunca la ve. Si usted se

suicida, Kubin podría seguir su ejemplo, y el círculo enfermo y vicioso de su locura sería

roto.

BARÓN.—¿Quién es usted?

HOMBRE.—Soy un escritor que está terminando un drama inconcluso. (Se pone de pie.)

Piénselo, Barón, necesito que se suicide, se lo sugiero como colaborador, aunque podría

obligarlo, como autor. Son las siete de la tarde, le doy cinco horas para tomar la decisión.

No podría darle más tiempo porque el drama perdería las unidades clásicas de tiempo,

espacio y tema. (Inicia mutis.) Qué tenga usted buenas tardes, en la última tarde del siglo

XIX. (Hace mutis con resolución.)

BARÓN.—Lo pensaré... si no queda otro remedio.

Escena segunda

Por la puerta de la terraza entra JULIA. Es una bella muchacha fin de siécle. Viste con

gran gusto.

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JULIA.—¿Qué quería ese hombre?

BARÓN.—¿Lo conoces?

JULIA.—Al verlo sentí un deja vu, como si lo hubiera visto antes.

BARÓN.—Vino a hablarme de Kubin.

JULIA.—¿Por qué a ti?

BARÓN.—¿Lo has vuelto a ver?

JULIA.—No me riñas, lo vi algunas veces hace unas semanas. Ha estado muy enfermo.

BARÓN.—¿Sabías que se cree el Barón de Roemerstadt?

JULIA.—Sí, es parte de su locura.

BARÓN.—Cuando lo has visto, ¿has simulado que él es el Barón?

JULIA.—Yo lo contradije varias veces, pero no me escuchó, por lo que acabé jugando a

esa mentira.

BARÓN.—Tu juego puede costarme la vida. ¡El hombre que acaba de salir vino a pedir mi

suicidio!

JULIA.—(Lo besa en la boca.) Olvida esos juegos. (Lo acaricia.) Yo no juego así con el

falso Barón. ¿Quién era ese hombre?

BARÓN.—(Con gran temor.) ¡Es el Autor! (JULIA queda estupefacta.)

Fin del acto primero

ACTO SEGUNDO

Sanatorio siquiátrico de Praga. Jaroslav Kubin es un paciente que se cree el Barón de

Roemerstadt, por lo que revive en su visión demencial el palacio. Se utilizará el mismo

decorado del acto primero. Jaroslav Kubin está sentado en el escritorio viendo papeles.

Suenan la siete en el reloj. Se levanta, se dirige a la puerta que comunica con la antesala

del palacio y la abre.

KUBIN.— Puede pasar.

HLADÍK.— Gracias.

KUBIN.— Tome asiento, por favor. (Ambos se sientan.)

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HLADÍK.— Jaroslav Kubin, vengo a proponerle que se suicide.

KUBIN.— Yo soy el Barón de Roemerstadt, el loco está en el manicomio.

HLADÍK.— Ésta es la clínica siquiátrica. ¿No percibe el olor a hospital? (Señala al

público.) ¿No ve a los otros pacientes?

KUBIN.— ¿Por qué me quiere jugar esta broma? Éste es el palacio de Roemerstadt. Mis

antepasados lo fundaron en el siglo XIV.

HLADÍK.— No, estamos en un sanatorio siquiátrico.

KUBIN.— (Se pone de pie y toma una silla.) Mire esta silla, vale una fortuna, en ella se

han sentado varios reyes.

HLADÍK.— Es una silla metálica pintada de blanco hospital.

KUBIN.— (Mira hacia la puerta que comunica con la terraza.) Y ahora va decirme que

Julia de Weidenau es una enfermera. (JULIA ha entrado sonriente, viste como en el acto

primero.)

JULIA.— ¿Importuno?

KUBIN.— No, al contrario, me ayudarás a esclarecer la verdad del lugar en dónde

estamos. ¿Es éste un manicomio o el castillo de Roemerstadt?

JULIA.— (Ríe maravillosamente.) Primero preséntame al señor.

KUBIN.— Julia de Weidenau, mi musa... Un escritor.

JULIA.— ¿Un escritor sin nombre?

HLADÍK.— Sin nombre como muchos. Me permite decirle que usted es de verdad

hermosa.

JULIA.— Gracias.

KUBIN.— Ahora contesta mi pregunta, ¿dónde estamos?

JULIA.— (En tono grave.) En un hospital... ¿no lo recuerdas? En un hospital de Suiza.

HLADÍK.— Eso no puede ser, madame, si cambia usted la escena a Suiza, mi obra

perderá

la unidad de espacio. Tiene que ser el castillo de Roemerstadt.

JULIA.— Perdón, pensé en el espacio real, no en el teatral. De todas maneras las unidades

están perdidas. El Barón ha tenido que salir a pacificar una revuelta, y mató a un

conspirador.

KUBIN.— ¿Lo maté yo?

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JULIA.— No lo niegues. La policía estará de tu lado.

KUBIN.— ¡Ah, claro, ahora lo recuerdo! Fue uno de esos maleantes de las minas, un

obrero revoltoso.

HLADÍK.— ¿Lo conocía?

KUBIN.— La vida es como un ajedrez. Hacemos jugadas, ganamos o perdemos. Yo no lo

maté, simplemente hice jaque mate a un peón contrario. (JULIA ríe.)

HLADÍK.— (Impaciente.) El tiempo pasa y no llegamos a nada, pero yo tengo el

presentimiento que alguno va a morir.

JULIA.— Ya murió el conspirador. Usted huele la muerte a posteriori.

HLADÍK.— No, aún me queda una vaga inquietud, como una premonición.

JULIA.— (A Kubin.) Es hora de dormir. Te traigo unas pastillas. (Sirve agua y le da las

pastillas con manierismos profesionales de enfermera. Sirve otro vaso y se lo ofrece a

Hladík) ¿Quiere usted también dormir?

HLADÍK.— No, no quiero dormir. Necesito veinticuatro horas de vigilia para crear.

Necesito terminar una tragedia inconclusa: Los enemigos, de Jaromir Hladík.

JULIA.— ¿Ese es su nombre?

HLADÍK.— (Duda por un instante.) No, es el nombre de un personaje al que Dios le hizo

el milagro secreto.

JULIA.— ¿Cree usted en Dios?

HLADÍK.— La única forma de demostrar la existencia de Dios es jugándole un partido de

ajedrez, y ganándoselo. ¡Jaque a Dios!

JULIA.— No lo entiendo.

HLADÍK.— Dios es el rey, la Virgen es la reina, el Alfil sigue siendo obispo, los caballos

son arcángeles y las torres son tumbas.

JULIA.— ¿Y los peones...? (Ríe.)

HLADÍK.— Angelitos o monaguillos.

Se oye gritos de muchedumbre a las afueras del castillo.

JULIA.— (Corriendo a la ventana de la terraza.) ¡Son los mineros! Se han amotinado.

¿Qué hacemos?

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KUBIN.— Salgamos del castillo. Huyamos mientras intentan saltar la muralla del jardín.

(JULIA y KUBIN se dirigen a la puerta de salida. Hladík no se mueve de su lugar.)

¡Síganos! ¡Si lo encuentran aquí, lo van a matar!

HLADÍK.— (Muy calmado.) Algo me dice que ya no puedo correr más. Me siento

repentinamente cansado. Tengo que esperar aquí mi destino. Vayan sin mí… nada me

pasará.

JULIA y KUBIN hacen mutis, mientras HLADÍK se sienta en el escritorio y hojea papeles.

Obscuro paulatino mientras los gritos de la multitud aumentan.

Fin del acto segundo

ACTO TERCERO

Mismo decorado. El HOMBRE revisa papeles. Se levanta, se dirige a la puerta que

comunica con la antesala del palacio y la abre.

HOMBRE.— Puede pasar.

BARÓN.— Gracias.

HOMBRE.— Tome asiento, por favor. (Ambos se sientan.)

BARÓN.— Jorge Luis Borges, vengo a proponerle que se suicide.

HOMBRE.— Alguna vez lo he pensado, hasta jugué con un amigo a hacerlo,2 pero perdí

interés en ese juego.

BARÓN.— Pero ahora las cosas han cambiado.

HOMBRE.— ¿Por qué?

BARÓN.— Porque ésta es su última oportunidad de suicidarse. Al final todos los humanos

terminarían por suicidarse si la muerte natural no les llegara antes. Como usted diría,

siempre todos pierden al ajedrez vital. Agotarse poco a poco en la vejez es el suicido más

lento, pero más inexorable.

HOMBRE.— (Con ira.) ¡Usted no puede hablarme en esa forma! Usted es el Barón de

Roemerstadt, un personaje de una obra de teatro que yo menciono en uno de mis cuentos.

BARÓN.— Yo no soy el Barón, soy el loco Kubin.

2

Ver Jorge Luis Borges, El hacedor: Diálogo sobre diálogo. Conversación con Macedonio

Fernández.

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HOMBRE.— Usted mismo se delata. El loco Kubin, como lo llama, cree que es usted, por

lo que sólo usted podría dar esa respuesta. Sé que estoy con el Barón, y que estamos en el

castillo de Roemerstadt. Y yo tengo aún que resolver el tercer acto.

BARÓN.— No. Todos estamos en su mente, y este espacio es un hospital.

HOMBRE.— Mire esta silla (Ahora es metálica y blanca.) ¿Y el escritorio? ¿Y la terraza?

(El espacio se ha transformado en un hospital.) ¿Y la otra puerta? (El HOMBRE queda

perplejo.)

BARÓN.— (Con mucha calma.) En esta habitación sólo hay una puerta. Ábrala y se dará

cuenta por sus propios ojos, bueno... más luz afuera no pudiera haber.

HOMBRE.— (Camina como el anciano que es hacia la puerta. La abre, observa un

instante el exterior y la cierra con pavor.) ¡Es un pasillo y enfrente hay otra puerta con un

número!

BARÓN.— ¿Qué número leyó?

HOMBRE.— (Con gran miedo.) El seis.

BARÓN.— Este es el cuarto número siete, del hospital de Berna, en Suiza. Y usted está

enfermo.

La puerta se abre sorpresivamente y aparece JULIA vestida de enfermera.

JULIA.— ¿Cómo está el paciente, doctor?

BARÓN.— (Poniéndose una bata blanca que le ofrece JULIA.) No creo que pase la noche.

(JULIA le suplica que baje el volumen de voz.) No se preocupe, no puede oírnos... así

como un día no pudo vernos. (Entre los dos profesionales visten al moribundo y lo

acuestan en una cama de hospital.)

JULIA.— Afuera está su esposa. Los periodistas la importunan demasiado.

BARÓN.— ¡Qué tontería casarse a estas edades!

La enfermera y el doctor salen en silencio.

Escena segunda

HOMBRE.— (Se sienta intempestivamente en la cama y se cruza de brazos.) Esto no

puede ser.

HLADÍK.— (Apareciendo de debajo de la cama.) Te esté sucediendo a ti, lo que me pasó

a mí.

HOMBRE.— (Con naturalidad.) No creo que sea lo mismo.

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HLADÍK.— ¡Claro que sí lo es!...Yo tampoco quería morir.

HOMBRE.— ¿Tienes mujer e hijos?

HLADÍK.— Nunca tuve a nadie. Fui uno de tantos judíos asesinados... sólo que yo

escritor.

HOMBRE.— ¿Qué escribiste?

HLADÍK.— Un libro que titulé Vindicación de la eternidad.

HOMBRE.— No sé porqué me parece conocido el título.

HLADÍK.— Y una tragedia inconclusa, Los enemigos.

HOMBRE.— No, esa la escribí yo.

HLADÍK.— No, Dios me hizo el milagro de darme un año para terminarla.

HOMBRE.— ¡Eso no es cierto!

HLADÍK.— ¡Sí lo es! La tengo toda de memoria, está escrita en hexámetros. Necesito

pasarla al papel. ¡Dios hizo que tu mente viera la obra, pero tú no hiciste con mi vida una

pieza teatral, sino un cuento! ¡Y ahora ya no hay tiempo de que la escribas! Pero Dios me

hizo el milagro. Él me dijo: “El tiempo de tu labor ha sido otorgado.”

HOMBRE.— (Con desesperación borgeana.) ¿Y todos mis libros, mis queridos libros

ciegos? ¡Todo está inacabado! ¡Yo también pido un año para terminar mi obra!

HLADÍK.— (Sibílico.) Repite conmigo. (Acelera el diálogo.) Si de algún modo existo...

(Cada una de las palabras es repetida por el HOMBRE.) Si no soy una de tus repeticiones

o de tus erratas, existo como autor... Requiero un año más, otórgame esos días, Tú de quien

son los siglos y el tiempo.

Se escucha una descarga. El HOMBRE se siente herido y cae. HLADÍK no lo ayuda.

Agónico el HOMBRE parece mirar escenas y personajes, y sentir emociones extremas. Se

incorpora un poco y permanece tambaleante. Mientras HLADÍK mira la escena extasiado.

HLADÍK.— ¡Está terminando su obra!... ¡Está viéndola! ¡Su novela total; El laberinto de

los laberintos!... (Su rostro se ilumina con un descubrimiento.) ¡La literatura visionaria!...

¡Eso va a ser... la literatura... al final de los tiempos!

El HOMBRE cae muerto. La enfermera y el doctor entran precipitadamente. Actúan con

gran profesionalismo médico. No pueden ver a HLADÍK, quien observa cada movimiento

sin salir de su estupor anterior.

DOCTOR.— Pronto, jeringa. (Le pone una inyección en el corazón y le da masaje. La

enfermera le toma el pulso. Se miran nerviosos.)

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HLADÍK.— (El doctor y la enfermera no pueden escuchar este diálogo.) ¡La mente se ha

separado del cuerpo! ¡Por fin podrás terminar tus obras inconclusas y crear hasta el final de

la eternidad!

DOCTOR.— Jorge Luis Borges ha muerto.

ENFERMERA.— María Kodama, su esposa, lo echará de menos.

DOCTOR.— Y el mundo también.

Los dos profesionales de la medicina se miran abatidos. Hacen mutis en silencio. Cuando

ya han salido, HLADÍK se acerca al cadáver y lo toca.

HLADÍK.— Pss... pss... Jorge Luis, ¿me escuchas?

BORGES.—(Se incorpora con agilidad juvenil, sus ojos ahora ven con plenitud.) ¡Te

escucho y te puedo ver! (Sonríe como nunca lo hizo en su vida.)

Hombro con hombro, van BORGES y HLADÍK en dirección de la terraza, que ahora es

visible. El espacio ha regresado al castillo de Roemerstadt.

HLADÍK.— Me ayudarás con mi obra inconclusa.

BORGES.— Juntos la escribiremos, perdón, la idearemos, y algún día de estos, con un

nuevo milagro secreto, haremos que alguien la escriba.

BORGES abre el balcón con un gran ademán. Entra una brisa deliciosa. El reloj da las

siete de la última tarde del siglo XX.

FIN. (¿o principio?)

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Cuentos

El ocioso y la muerte p.

Una canita al aire p.

Para todo hay mañas, menos para la muerte p.

Memorias dulces, amargos despertares p.

La green card ahora es rosa p.

Los enemigos… La muerte borgeana p.

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