de cerca en un descuido de pilar, como un niño travieso, · 2019-06-19 · protagonismo por mi...

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- ---------------------------------------- DE CERCA Francisco Farreras D urante los últimos diez años he tenido el privilegio de permanecer con bastante ecuencia junto a Joan Miró mientras trajaba. Ello ha constituido una ex- periencia tan enriquecedora que me resisto a guardar para mí estas impresiones, al borde de sus pródigos 90 años. El carácter universal de la per- sonalidad de Miró justifican esta divulgación que de otro modo pudiera parecer inmodesto an de protagonismo por mi parte. Mucho se ha dicho -Y queda todavía muchísimo más por decir- sobre y en torno a la obra de Joan Miró. Por su dilatada labor, por su esrzado y silencioso trabajo de todos los días y por sus ge- niales aportaciones, Miró ha entrado ya en la his- toria del arte universal junto a los otros grandes de este siglo, que ha transrmado como ninguno el vasto panorama de las artes plásticas. Miró ya es historia. Pero también, como ningún otro artista de su tiempo, se ha integrado en el mundo, en la cotidianeidad de cuanto nos rodea. Ahora el cielo es de un «azul Miró», y en los caminos encontra- mos al azar una piedra erosionada, una raíz retor- cida, un objeto banal cualquiera y «es un Miró». Y el padre, ingenuo y abismalmente inculto -aun- que culturalizado por la televisión o la prensa- contempla asombrado el primer dibo de su hijo y exclama -sin saber lo que dice, naturalmente- «es un Miró». (No hace mucho tiempo, cualquier sa- bio malicioso, ante un misterioso garabato inntil solía decir en tono de burla: «parece un Picasso». ¡ Algo hemos ganado!). Y es que con su hacer humilde y provocador, distante y silencioso, Miró nos ha enseñado a to- dos a ver, con su nueva rma de mirar ensimis- mado. Esta es la gran aportación, revolucionaria, de Miró: enseñarnos a ver las cosas de otro modo, a su modo. Nos ha revelado el lenguaje de las cosas. De los objetos más humildes y corrientes... y de las estrellas. Un lenguaje universal, que hoy es comprendido por todos, grandes y chicos, en el Japón, como en América y hasta en Asturias donde verán la luz estas líneas. * * * Pero acerquémonos ahora a Miró. Estamos en el lugar más prosaico y cotidiano: el restaurante. Con Pilar y unos amigos. La conversación aborda temas intrascendentes. Miró fija su mirada absorta en algo sobre la mesa: puede ser la servilleta, cuidadosamente doblada en cucurucho, como un gracioso personaje. O un currusco de pan. O un cartílago de pollo, abandonado en el plato. Su mente ha dibujado algo en el espacio imaginario. 50 En un descuido de Pilar, como un niño travieso, esconderá la servilleta, el pan o el hueso en el bolsillo, o en la cartera de trabajo que nunca abandona. Meses, tal vez años después, «aquello» será, es una escultura. La mano fina, delicada, recoe con las yemas de los dedos la superficie rugosa de una madera, de una piedra, de un papel de vidrio, de estraza, de embalaje: -«Mira qué materia tan magnífica ...». La materia. La belleza pura, en bruto, de la mate- nica para un ballet. Nueva York, 1947. ria, sólo podía descubrírnosla un espíritu puro como Miró. Miró, que ha dicho: «Quisiera que mi obra ese como un poema, puesto en música, por un pintor». El espíritu puro; la magia de sus colo- res puros, elementales, básicos. El espíritu de la materia. La cerámica, por ejemplo. Un arte elemental, directo. Barro y ego. Así durante siglos y siglos. En Oriente como en Occidente. Pepito Llorens- Artigas es el más puro y fiel intérprete de ese arte. Sus rmas, sus colores son peectos. Pero ca- mino de Gallifa junto a una curva de la sinuosa carretera tantas veces recorrida a pie por los dos entrañables amigos, hay una roca granítica enorme. El sol arranca de su superficie rugosa y áspera destellos ocres y grises de una suntuosa belleza. -«¡Eso!, -dice Miró- hemos de lograr eso». Y revolucionando la ancestral técnica que Pepito ha ido a contrastar hasta en el Japón, Miró crea una nueva cerámica no ortodoxa, cálida, viva, azarosa, que nada tiene que ver con el refi- namiento y la perfección de la cerámica clásica. Aprovechando y a veces hasta provocando los accidentes de la cocción. «Felices accidentes», dirá Miró.

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Page 1: DE CERCA En un descuido de Pilar, como un niño travieso, · 2019-06-19 · protagonismo por mi parte. Mucho se ha dicho -Y queda todavía muchísimo más por decir-sobre y en torno

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DE CERCA

Francisco Farreras

D urante los últimos diez años he tenido el privilegio de permanecer con bastante frecuencia junto a J oan Miró mientras trabajaba. Ello ha constituido una ex­

periencia tan enriquecedora que me resisto a guardar para mí estas impresiones, al borde de sus pródigos 90 años. El carácter universal de la per­sonalidad de Miró justifican esta divulgación que de otro modo pudiera parecer inmodesto afán de protagonismo por mi parte.

Mucho se ha dicho -Y queda todavía muchísimo más por decir- sobre y en torno a la obra de Joan Miró. Por su dilatada labor, por su esforzado y silencioso trabajo de todos los días y por sus ge­niales aportaciones, Miró ha entrado ya en la his­toria del arte universal junto a los otros grandes de este siglo, que ha transformado como ninguno el vasto panorama de las artes plásticas. Miró ya es historia. Pero también, como ningún otro artista de su tiempo, se ha integrado en el mundo, en la cotidianeidad de cuanto nos rodea. Ahora el cielo es de un «azul Miró», y en los caminos encontra­mos al azar una piedra erosionada, una raíz retor­cida, un objeto banal cualquiera y «es un Miró». Y el padre, ingenuo y abismalmente inculto -aun­que culturalizado por la televisión o la prensa­contempla asombrado el primer dibujo de su hijo y exclama -sin saber lo que dice, naturalmente- «es un Miró». (No hace mucho tiempo, cualquier sa­bio malicioso, ante un misterioso garabato infantil solía decir en tono de burla: «parece un Picasso». ¡ Algo hemos ganado!).

Y es que con su hacer humilde y provocador, distante y silencioso, Miró nos ha enseñado a to­dos a ver, con su nueva forma de mirar ensimis­mado. Esta es la gran aportación, revolucionaria, de Miró: enseñarnos a ver las cosas de otro modo, a su modo. Nos ha revelado el lenguaje de las cosas. De los objetos más humildes y corrientes ... y de las estrellas. Un lenguaje universal, que hoy es comprendido por todos, grandes y chicos, en el Japón, como en América y hasta en Asturias donde verán la luz estas líneas.

* * *

Pero acerquémonos ahora a Miró. Estamos en el lugar más prosaico y cotidiano: el restaurante. Con Pilar y unos amigos. La conversación aborda temas intrascendentes. Miró fija su mirada absorta en algo sobre la mesa: puede ser la servilleta, cuidadosamente doblada en cucurucho, como un gracioso personaje. O un currusco de pan. O un cartílago de pollo, abandonado en el plato. Su mente ha dibujado algo en el espacio imaginario.

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En un descuido de Pilar, como un niño travieso, esconderá la servilleta, el pan o el hueso en el bolsillo, o en la cartera de trabajo que nunca abandona. Meses, tal vez años después, «aquello» será, es una escultura.

La mano fina, delicada, recorre con las yemas de los dedos la superficie rugosa de una madera, de una piedra, de un papel de vidrio, de estraza, de embalaje: -«Mira qué materia tan magnífica ... ». La materia. La belleza pura, en bruto, de la mate-

Túnica para un ballet. Nueva York, 1947.

ria, sólo podía descubrírnosla un espíritu puro como Miró. Miró, que ha dicho: «Quisiera que mi obra fuese como un poema, puesto en música, por un pintor». El espíritu puro; la magia de sus colo­res puros, elementales, básicos. El espíritu de la materia.

La cerámica, por ejemplo. Un arte elemental, directo. Barro y fuego. Así durante siglos y siglos. En Oriente como en Occidente. Pepito Llorens­Artigas es el más puro y fiel intérprete de ese arte. Sus formas, sus colores son perfectos. Pero ca­mino de Gallifa junto a una curva de la sinuosa carretera tantas veces recorrida a pie por los dos entrañables amigos, hay una roca granítica enorme. El sol arranca de su superficie rugosa y áspera destellos ocres y grises de una suntuosa belleza. -«¡Eso!, -dice Miró- hemos de lograr eso». Y revolucionando la ancestral técnica que Pepito ha ido a contrastar hasta en el Japón, Miró crea una nueva cerámica no ortodoxa, cálida, viva, azarosa, que nada tiene que ver con el refi­namiento y la perfección de la cerámica clásica. Aprovechando y a veces hasta provocando los accidentes de la cocción. «Felices accidentes», dirá Miró.

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Los tapices. Otro arte casi tan antiguo como el hombre sobre la tierra. Durante siglos, en Oriente como en Occidente -la India, Persia, Aubusson, Las Reales Fábricas- siempre iguales, sin evolu­cionar. Hasta Miró. En Tarragona, para realizar los gigantescos tapices de la National Gallery de Washington o de la Fundación Miró de Barcelona, hubo que construir un telar no ortodoxo, revolu­cionario, de 6 metros de luz en un viejo almacén de harinas, desafectado. Y allí surgen los «Sobre-

loan Miró y su esposa, Pilar Juncosa, en el patio del estudio de Son Abrines.

teixims». Y allí, para conseguir un negro más puro y natural que el que se obtiene con los tintes, quema con gasolina unos tapices de esparto o cáñamo y, apagado el fulgor de las llamas, surge un negro brillante, suntuoso, natural. Miró excla­mará satisfecho: «Qué negro tan magnífico». Des­pués y allí mismo, quemará unas telas, no ya en busca de un color, sino para provocar unas formas nuevas, por accidente, y ¡qué accidente! (Luego esas telas quemadas serán expuestas en el Grand Palais de París, para escándalo de los snobs y escarnio, muy mironiano, de los especuladores del arte).

El grabado. Un arte cuya técnica no ha variado durante siglos. Rembrandt, Goya, Picasso. Una

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plancha de cobre o zinc, lisa, pulida, trabajada a la punta seca, atacada por los ácidos, con resultados de asombrosa perfección en manos de aquellos geniales maestros. Pero Miró, el gran heterodoxo, le da la vuelta a la plancha y utiliza el dorso para el fondo del grabado. ¡Con qué resultados! Tam­bién aquí la fina mano, recorrerá amorosamente con las yemas de los dedos la superficie rugosa del grabado, con deleitosa sensación. «Mira, mira, ¡ es magnífico!». Siempre lo natural, lo directo, lo es-

El estudio de Son Abrines.

pontáneo, sin manipulación alguna, como no sea para aprovechar los accidentes... consiguiendo efectos asombrosos. Nadie había ido tan lejos como él en la técnica del grabado. Combinando, a veces contra toda ortodoxia el boj, la punta seca, el carborundum, el collage y la litografía. O apro­vechando como fondos de grabado las máculas de pruebas rechazadas, esparcidas por el suelo de la imprenta. (Miró graba con un clavo retorcido, con un pequeño cortaplumas escolar que lleva siempre en el bolsillo, «por si acaso». Casi nunca emplea el buril y otros instrumentos que la profesión viene utilizando desde siglos. «Estas herramientas son para fabricar billetes de banco», dice).

La escultura. Alguien ha dicho: «Yo veo una piedra y es una piedra. Miró toma esa piedra en su mano y es una escultura». Es en la escultura donde el lenguaje poético de Miró -la poesía de las cosas, un zapato femenino, una pastilla de jabón desgastada por el uso, un panecillo- halla su mejor expresión. Y es que, como observaba acer­tadamente Lluís Permanyer, «domina el secreto mágico de la transformación de objetos elementa­les en «mirós». Lo cual no ha de confundirse con la manipulación picassiana de dos elementos de una bicicleta para evocar la cabeza de un toro: los

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suyos conservan su condición de objetos, y no se transmutan en obra de arte».

Las esculturas de Miró están en su cabeza y, a veces, allí permanecen durante años. En su car­peta -una pequeña carpeta de colegial, con las tapas descoloridas y las cintas resecas por el tiempo- unos esquemas o bocetos trazados en ho­jas de viejas agendas, en recortes de periódico. Y en los estantes sucios del polvo de carbonilla de la fundición Parellada, en viejas cajas de zapatos, o envueltos en papeles de periódico, objetos heteró­clitos recogidos amorosamente por Miró y reve­rentemente conservados por los Parellada -tres generaciones de fundidores que Miró lleva «pega­dos a su piel»- durante años. Miró llega al taller, se pone una bata que allí le guardan, se coloca una visera de celuloide grasosa y polvorienta, y se sienta en un taburete, la carpeta sobre las rodillas. Saca un dibujo, apenas unas líneas inidentifica­bles, irreconocibles, con alguna anotación. Lo muestra a Parellada: -«Aixó» (Esto). Parellada en­torna los ojos, levanta la cabeza hacia arriba y como si recorriese mentalmente el túnel del tiempo hace un esfuerzo de médium y exclama: «Ah, ya sé». Se dirige a uno de sus hijos: «Noi, ve a buscar aquello que está en un rincón junto con las ceras, y trae una caja agujereada, aquella especie de bola de cristal y una botella rota. ¡ Co­rre!».

Sobre una tarima de escultor, más alta, que gira, se depositan los objetos, se juntan como un extraño rompecabezas. Se sostienen con las ma­nos de todos. -«Tú, más alto, no, eso no va así, un poco más a la derecha, ahora, ¡stop!». Miró se va excitando. Se levanta. «Dadme un poco de cera o de barro o lo que sea». Hace una bola irregular con las manos, sin dejar de mirar hacia el lugar ideal donde colocar lo que será un ojo, o tal vez un pecho, o un culo. Lo aprieta con fuerza contra el torso del personaje. Se le cae. -«No se preocupe, señor Miró. Noi, ve a buscar un clavo». El otro hijo sale corriendo y vuelve al instante con el clavo. Parellada clava el ojo en su sitio. Miró se acerca a la cera blanda y en el lugar exacto, como señalando un blanco preciso, en el sitio donde debe estar «para equilibrar» hace un profundo agujero con el dedo, como un ombligo. Sólo que no está en el sitio del ombligo, sino donde debe estar, «para equilibrar».

Vuelve a contemplar el escueto apunte, que nada tiene que ver con la escultura que se está armando.

-«Ahora, dadme un bastón, un palo, cualquiercosa, para ponerle brazos». -«Noi, ve a buscar un trozo de caña» (Es el tercer hijo, los otros dos están junto al padre sosteniendo con las manos los diversos objetos que componen la escultura). Miró clava con fuerza la caña a un lado del cuerpo. Es demasiado larga. La quiebra con la rodilla, ensu­ciándose el pantalón. -«Ay la Pilar, qué bronca me echará!». Vuelve a concentrarse en la escul­tura, y a mirar el dibujo. -«¡Aquí falta algo!». A

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Manuel Parellada y a sus hijos, que están hace rato quietos, componiendo un grotesco grupo que parece de danzarines de la isla de Bali, empiezan a pesarle los brazos, y se mueven. Miró se inquieta y ordena implacable: -«No, no, más alto aquello. A ver, dad la vuelta. Lentamente. Hacia la dere­cha. ¡Stop! ¡Falta algo! ¿No había, junto con las demás cosas, un tenedor?». Parellada casi se son­roja, como cogido en falta. ¡«Ah, sí! Noi, ve a buscar aquellaforquilla que guardamos en la caja

El estudio de Son Abrines.

de galletas, porque no sabíamos donde iba». El chico sale corriendo y vuelve al instante. Miró le ordena como un director de escena -«Colócate detrás y ponla encima de la cabeza. Así, no, más alto, hacia la derecha. Aquí. ¡Stop!». El tercer hijo queda inmóvil, con el tenedor en alto. La familia Parellada forma ahora un singular grupo escultórico. Miró está concentrado. Mira en silen­cio de arriba abajo y de abajo arriba. Se sienta en el taburete, con los brazos cruzados y se vuelve hacia mí: -«¿Qué te parece?». Yo vacilo, y tardo en contestar. Insiste: -«No, no, dime: ¿te parece bien?». El lo tiene -lo tenía ya- todo en la cabeza. Pero a mí me cuesta trabajo hacer abstracción de las caras de angustia de los Parellada, de la reali­dad irrisoria de los objetos que tienen en sus ma­nos y al final me atrevo a decir: «Sí, sí. ¡Está muy bien! Es una especie de bailarina, de bailarina española, con el tenedor como peineta ... ». Miró me mira fijo, inquisitivo, con exigente impacien­cia. -«Sí, sí, pero, ¿te parece bien? Bueno, pues basta por hoy». Con meticuloso ceremonial abre la carpeta, saca la hoja de papel con el apunte -boceto de la escultura- la cruza con una granaspa, y la vuelve a guardar cuidadosamente,atando las cintas rojas, descoloridas, de la carpetade colegial aplicado.

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Se levanta y se quita la visera. Parellada abre los ojos aterrorizado: «Un momento, señor Miró, esto había que fotografiarlo ahora, porque sino después no nos entenderemos».

Afortunadamente allí está, como siempre, dis­creto y callado, Catalá-Roca, y hace la foto.

De vuelta a Barcelona, en el coche, Miró cierra los ojos. Está cansado. Me confiesa que la noche anterior ha dormido poco, pensando en la jornada que le esperaba en la fundición, en la responsabi-

En Barcelona, trabajando en escultura.

lidad de realizar las esculturas. Ahora está rela­jado. Mira el reloj. «Buena hora. Vamos bien. Pilar nos estará esperando. Qué buena es Pilar. No sé qué haría sin ella. ¡,Dónde podríamos ir a comer?». Le sugiero «Ca'n Solé» de la Barcelo­neta. -«¡Buena idea! A Pilar le gustará. Es simpá­tico aquel matrimonio. Y tiene amor al oficio. ¡Esto es lo importante!».

Mira la agenda que nunca abandona y que con­sulta constantemente. -«Esta tarde, ¿qué tengo?». Le sugiero que descanse. -«No, no. Tenemos co­sas que firmar, ¿no? ¿Cuánto hay?». Le digo que dos tirajes de litografías, de 75 ejemplares.

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-«¿Ciento cincuenta? Ah, eso es poco. Lo firmoen una hora. Lo tengo cronometrado .. Y después,quisiera ofrecer un drink a los de tu galería. Songente simpática. Tienes buenos colaboradores. Loque pasa es que yo los .confundo. ¡Meto cadaplancha! ¡Tienen que perdonarme!

Nos acercamos a Barcelona. Repasa la agenda. El dedo se detiene en una anotación: -«¡Hombre, tenemos que ir al «Molino»! La última vez que estuve en Barcelona nos faltó tiempo». Yo callo,

piadosamente, porque sé que «El Molino» ya no es lo que fue y le defraudaría. El sabe que esta vez tampoco iremos al Molino y no podrá tachar la anotación de su agenda con una cruz. Quedará para otra vez. Nos miramos y esbozamos al uní­sono una sonrisa cómplice. «Sacré loan».

Llegamos al hotel y Pilar nos está esperando inquieta en la puerta. «¿Ha anat bé?» (ha ido bien), inquiere, pero antes de esperar la �respuesta se agacha con esfuerzo y sa- ·�cude el polvo del pantalón de Joan. �