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Lee poco y serás como muchos… Lee mucho y serás como pocos. Acción Poética DÉCIMO GRADO CUENTO 1: EL INMORTAL En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Carthapilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia ec n diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y de inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló éste manuscrito. El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal. I Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.

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Lee poco y serás como muchos… Lee mucho y serás como pocos.

Acción Poética

DÉCIMO GRADO

CUENTO 1:

EL INMORTAL

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el

anticuario Joseph Carthapilus, de Esmirna, ofreció a la

princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto

menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa

los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con

él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de

ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente

vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia ec n

diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del

francés al inglés y de inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de

portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus

había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios.

En el último tomo de la Ilíada halló éste manuscrito.

El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es

literal.

I

Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando

Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias,

yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la

fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero.

Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue

dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la

misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré

apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo

me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los

Inmortales.

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Lee poco y serás como muchos… Lee mucho y serás como pocos.

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Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche

no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba;

mis esclavos dormían, la Luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y

ensangrentado venía del Oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz

insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le

respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó

tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba

del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que

en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el Occidente, donde se acaba el

mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se

eleva la Ciudad de los Inmortales, ricas en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la

aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo,

algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la

llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable;

alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma,

conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía

y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los

Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia,

me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se

dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras

jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de

los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los

garamantes, que tienen mujeres en común y se nutren de Leones; el de los augilas, que sólo

veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero

debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la

montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los

venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a

la lujuria. Que en esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran

albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la

marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara

expuesta a la Luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas, otros bebieron

la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los

motines.Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente,

pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de

ellos) maquinaban mi muerte. Hui del campamento, con los pocos soldados que me eran

fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha

cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado

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por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi

caballo. En en alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con

un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis

ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir

antes de alcanzarlo.

II

Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de

piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive

de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria.

Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité

débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por

escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero)

la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento

era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la

montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros

(y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí

reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del

golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que

devoraran serpientes.

La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la

arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la

cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de

perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras

griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...

No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de

las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la Luna y el Sol jugaran con mi aciago

destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En

vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis

ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar - yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno

militar de una de las legiones de Roma - mi primera detestada ración de carne de serpiente.

La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir.

Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí

que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían

contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas,

la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los

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pozos y miran el Poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el

favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que

los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres

hombres. Eran (como los otro de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor,

sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras;

ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche,

pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me

detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el

desierto, que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin.

Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.

He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una

meseta de piedra. Esta meseta comparable a un

acantilado no era menos ardua que sus muros. En

vano fatigué mis pasos: el negro basamento no

descubría la menor irregularidad, los muros

invariables no parecían consentir una sola puerta. La

fuerza del día hizo que yo me refugiara en una

caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una

escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior.

Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una

vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve

puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto

que falazmente desembocaba en la misma cámara; la

novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera.

Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El

silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra

que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas

hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré

increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos

largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez

confundí, en la misma nostalgia, la atroz idea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los

racimos.

En el fondo de un corredor, un no provisto muro me cerró el paso, una remota luz cayó

sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de luz tan

azul que pudo parecerme púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me

relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui

divisando capiteles y astrálagos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del

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granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de

negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.

Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de

forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas

y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo

antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la Tierra. Esa

notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al

trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con

desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después

averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo

comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses,

pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo

edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban

locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación, que era casi un

remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme

antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de los complejamente

insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me

atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su

arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que

imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la

alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las

increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas

aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo

de dos o tres giros,en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he

enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo

saber ya si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que

desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y

perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y

de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser

valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre

o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos

y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.

No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos.

Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me

rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese

olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión

fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

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III

Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos, recordarán que un hombre de la

tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros.

Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la

arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como letras de los

sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba

de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron

a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual

excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba

y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el

antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me

inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental

troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El Sol

caldeaba la llanura; cuando emprendimos el viaje de regreso a la aldea, bajo las primeras

estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el

propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo

(reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo

último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al

de los irracionales.

La humildad y miseria el troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo

perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo.

Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos.

Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A

unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y

ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día

hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es

fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a

trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a

otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos;

pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra

manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino

un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin

memoria, sin tiempo, consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos,

un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los

días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió,

con lentitud poderosa.

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Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego.

Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a

rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el

rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche;

bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívios aguaceros

en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos

los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después

lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace

mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también

sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.

Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué

sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.

Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde

que la inventé.

IV

Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas

arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado

hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias

de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de

parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de

los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último

símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda

empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron

la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el

mundo físico.

Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez

y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los

hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo

que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron,

aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar

la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el

cosmos y luego el caos.

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Ser inmortal es baladí; menos

el hombre, todas las criaturas

lo son, pues ignoran la muerte;

lo divino, lo terrible, lo

incomprensible, es saberse

inmortal. He notado que, pese

a las religiones, esa convicción

es rarísima.

Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que

tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en

número infinito, a premiarlo o castigarlo Más razonable me parece la rueda de ciertas

religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la

anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un

ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la

tolerancia y casi con desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas

las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero

también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos

de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se

corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido

por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más

fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de

quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado

en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son

indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea;

postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no

componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos

los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy

mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en

los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las

antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la

más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran

una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo no era

más que un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de

sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas.

No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un

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estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo

goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces

de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su

pecho.

Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay

uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo

X, a dispersarnos por la faz de la Tierra. Cabe en estas palabras Existe un río cuyas aguas

dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de

ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber

bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por

su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no

esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de

lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada

pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el

fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté

como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es

preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.

Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V

Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de

Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en

las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco

más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada

caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de

Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he

jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia.

En 1683 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a

los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí

el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus

razones me parecieron irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a

Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea 1. Bajé; recordé otras mañanas

muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la

magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la

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Acción Poética

probé, movido por la costumbre. Al repechar el margen, un árbol espinoso me

laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y

feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal,

me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el amanecer.

...He revisado al cabo de un año, estas páginas. Me constan que se ajustan a la verdad, pero

en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso.

Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los

poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los

hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más

íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.

La historia que he narrado parece irreal, porque en ella se mezclan los sucesos de dos

hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña

las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de

Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él,

sino a Homero, que hace mención expresa en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la

Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el

capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego;

esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves.

Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una reprobación que era casi un

remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror.

Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la

verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford,

que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a

la Ilíada inglesa de Pope. Se lee inter alia: "En Bikanir he profesado la astrología y también

en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos

destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se

advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que

siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice

porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son,

dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de

otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma

bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se

ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las

naves) de mostrar vocablos espléndidos 2.

Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es

extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que

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Acción Poética

fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido

Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Postdata de 1950

Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no

el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra

de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de

los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus

contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans, de Alexander Ross, de

los artificios de George Moore y de Eliot, y finalmente, de "la narración atribuida al

anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de

Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439);

en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de

Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el

documento es apócrifo.

A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus,

ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas

y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

Jorge Luis Borges. El Aleph. Madrid: Ed. Alianza, 1999

ACTIVIDADES

Antes de leer… ¿Te gustaría ser inmortal? Y ¿Cómo crees que sería tu vida si fueras

inmortal?

1. Con respecto al primer relato:

- Describe con tus palabras al anticuario Joseph Cartaphilus.

- ¿En qué fecha adquirió la princesa los volúmenes de la Iliada?

- ¿Qué contenía el manuscrito que la princesa hallo en el último tomo de la Iliada?

-¿Qué opinión despertó el manuscrito entre los especialistas?

2. Con respecto al segundo relato:

- ¿Quién es el narrador de la historia del manuscrito?

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Acción Poética

- ¿Que buscaba el jinete que rodo del caballo a los pies de Marco Flaminio Rulfo?

- ¿En qué momento Marco Flaminio se vuelve inmortal?

- ¿Cómo es la ciudad de los inmortales?

- ¿Con que personaje de la literatura se encuentra el narrador?

- ¿Qué hecho importante ocurrió en el siglo X para los inmortales?

3. Marca las inferencias correctas

- El agua de la inmortalidad también brinda vulnerabilidad ___

- Todos los inmortales hallaron el rio que devolvía la inmortalidad ___

- Marco Flaminio y Joseph Cartaphilus son la misma persona ___

- El manuscrito lo escribió Cartaphilus cuando estaba pronto a morir

- El manuscrito es una colcha de retazos de otros textos según Nahum Cordovero

- Cordovero es un personaje del manuscrito.

4. Al final del manuscrito, Cartaphilus afirma haber sido Homero ¿Cómo lo justifica?

5. Seleccione los adjetivos que califican la actitud de Marco Flaminio Rufo:

Aventurero Inteligente

Valiente Astuto

Persistente Necio

6. Analiza, desde tu punto de vista, la relación entre los poetas o escritores y los

inmortales.

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Acción Poética

7. De acuerdo con lo narrado en el texto ¿Qué herencia (o limosna) recibe Cartaphilus

luego de su larga existencia?

8. Explica con tus palabras la posición de los inmortales. “juzgando que toda empresa es

vana, determinaron vivir en el pensamiento”

Selecciona la respuesta correcta

9. La historia del romano Marco Flaminio en el texto es:

- una transgresión de las normas narrativas

- una historia insertada en el relato principal

- una representación del estilo literario siglo XX

- una divagación innecesaria

¿Quien cuenta los hechos del manuscrito hallado en el último tomo de la Ilíada?

- Homero

- Cartaphilus

- La princesa Lucinge

- Los traductores del manuscrito ingles

Del texto se puede inferir que el término “Inmortal” se refiere a:

- Homero, autor de la Iliada y la Odisea

- Cartaphilus, el anticuario

- Los Trogloditas

- Todos los anteriores

En la frase “antes pulidos por el tiempo que por la industria”, las palabras resaltadas se

refieren a:

- El esfuerzo humano

- La obra de la naturaleza

- La negligencia troglodita

- El desarrollo industrial

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Acción Poética

DÉCIMO GRADO

CUENTO 2:

ASESINATO A DOMICILIO

Era un lunes por la mañana, cerca de las once. Judy

acababa de volver del supermercado al apartamento de

Cypress Way, en el que vivía con su marido. Hacía sólo

siete meses que se había casado con Tom Ralston,

cuando lo licenciaron del Servicio de Transmisiones del

Ejército después de realizar unas maniobras en

Alemania.

Tom la había convencido de que dejase su trabajo de

camarera en un restaurante céntrico, lo que acabó

revelándose como un error. Desde entonces Judy se

sentía sola e inquieta, sin otra cosa que hacer que caminar arriba y abajo por el

apartamento, nerviosa, leer o mirar la televisión, hasta que Tom regresaba a la hora de

cenar.

Judy, de veintitrés años, tenía un precioso pelo castaño, y sólo una nariz irregular y unos

dientes ligeramente salidos afeaban algo la agradable fisonomía de su rostro. Cuando se

casó con Tom su silueta tenía unas proporciones seductoras. Sin embargo, a causa del

aburrimiento y la ociosidad había engordado hasta el punto de que su sola presencia sugería

la idea de sobreabundancia.

La muchacha ordenó los comestibles que había comprado para la semana, guardando la

carne y otros alimentos perecederos en la nevera y colocando el resto en los estantes

correspondientes. Estaba ajustando el rollo de papel de cocina en el soporte cuando sonó el

timbre.

A través de la mirilla de la puerta Judy observo que quien llamaba era una mujer joven que

lucía un vestido de punto color rojo, muy elegante. Bajo el brazo llevaba un maletín que

sostenía con una mano cubierta con un guante blanco. Era muy bonita y permanecía allí,

alta y orgullosa, con aire de suficiencia.

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Judy abrió la puerta.

-Buenos días, querida -dijo la mujer con una sonrisa que, aun siendo encantadora, no

revelaba nada de sí misma-. Me llamo Sheila Newberry -prosiguió con una voz que

indicaba plena seguridad en sí misma-, y le traigo un primoroso regalo de Global Electric,

la empresa que fabrica las mejores radios portátiles.

Hizo una pausa, separó los labios con expresión expectante y miró a la muchacha sin

pestañear.

-Bueno, no está mal... Global Electric -dijo Judy-, pero...

-No estoy vendiendo nada, querida, sino promocionando la nueva radio portátil Spaceway.

Estoy segura de que a su marido le interesará.

-Tal vez -admitió Judy-, pero ahora está trabajando. Además, no vale la pena que le haga

perder el tiempo, porque me temo que ahora mismo no tenemos dinero para lujos.

-Oh, perdóneme, querida, tal vez me haya explicado mal. No hay que comprar nada, ni

gastar un centavo siquiera. Queremos regalarle una de nuestras pequeñas radios. Se trata de

una promoción. Distribuimos estas portátiles nuevas a personas determinadas de distintos

lugares, y todo lo que pedimos a cambio es que usted muestre la nueva Spaceway a sus

amigos y les diga dónde han de ir para comprar una igual.

-Oh, eso es diferente -exclamó Judy con un pequeño suspiro de alivio-. Pero ¿por qué me

han elegido a mí?

Sheila Newberry soltó una risita sofocada. Con vergüenza fingida se cubrió delicadamente

la cara con la mano enguantada.

-Bueno, me ha pillado, cariño. En realidad, escogemos a la gente más o menos al azar. No

obstante, una vez que alguien posee una Spaceway, ya se convierte en una persona especial.

¿Me entiende, querida?

-Sí, supongo que sí. -Judy rió con amabilidad-. ¿Me enseña la radio?

-¡Cielo santo, aún no le he mostrado esta maravilla! Enciéndala y quédesela. Ése es el

nombre del juego, cariño.

Sheila abrió con rapidez el maletín, introdujo la mano, sacó la radio y la sostuvo en alto con

un ademán de triunfo.

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Acción Poética

La parte delantera era de ébano brillante y el borde, de metal reluciente. En el dial se

apreciaban números verdes y dorados, al lado de un reloj diminuto que era un primor.

-¡Es preciosa! -exclamó Judy.

-Sí, ésa es la palabra, querida -coincidió Sheila-. Tiene tanto AM como FM, un despertador

eléctrico que funciona emitiendo música suave y una antena plegable. No obstante, es tan

compacta que cabe en un bolso grande. Además, suena la mar de bien, ¿quiere oírla?

-Sí, desde luego.

-Perfecto, cariño. ¿Me enseña dónde puedo enchufarla?

-¿No funciona con pilas?

-sí, pero como se trata de un regalo no las incluyen. Lo siento. -Hizo un gesto burlón.

Judy se apartó de la puerta. Sheila entró y echó un vistazo.

-Qué apartamento más bonito. ¿Viven los dos solos, querida? ¿No tienen niños?

-Es que llevamos casados poco tiempo.

-Ya, entiendo.

-Hay un enchufe ahí, debajo de la mesa.

Sheila enchufó la radio, la puso encima de la mesa e hizo girar el dial. Pasó por un sinfín de

sonidos y emisoras, sin quitarle ojo a Judy, con una sonrisita curiosa; su expresión no

parecía tener nada que ver con el asunto por el que se encontraba allí, era como si su

atención hubiera pasado de repente a centrarse en otra cosa.

Judy llegó a la conclusión de que la mujer tenía unos ojos extraños. Daban a entender algún

propósito disimulado que trascendía el instante que ambas compartían.

A pesar de que Judy había permanecido de pie, Sheila, aun sin ser invitada, se sentó en una

silla. Detrás de ella, la radio portátil sonaba a todo volumen y llenaba el espacio con la

estridente música de un conjunto de rock.

Cruzó las largas y delgadas piernas, que llevaba embutidas en unas medias opacas

perfectamente ceñidas de color azul marino. Alrededor del cuello lucía un pañuelo blanco y

azul que caía sobre su generoso pecho. El cabello muy oscuro, se derramaba sobre los

hombros y contrastaba con la piel muy tersa y blanca.

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-¿Cómo te llamas, cariño? -preguntó con un tono hasta cierto punto impertinente.

Indecisa, Judy tomó asiento en el borde de una silla, delante de Sheila. Quería librarse de la

mujer y quedarse con la radio. Tenía que hacerlo con delicadeza pero también con rapidez,

pues en Sheila Newberry se advertía una cierta hostilidad que traslucía una amenaza

solapada; Judy se sentía nerviosa, intimidada.

-Me llamo Judy Ralston -dijo con una voz débil que asomaba tras la música chillona de la

preciosa radio.

Sheila asintió.

-Con que Judy.. Vaya nombre ridículo. No dice nada, no tiene ningún contenido.

-¿Ah, sí? -Judy trataba de ocultar su fastidio-. Bueno, por desgracia no nos preguntan

nuestro parecer cuando nacemos.

Sheila apretó los labios.

-Y, desde el día que naciste, ¿has hecho alguna vez algo salvaje y perverso, algo realmente

apasionante, Judy? ¡Ja! Apuesto a que no. Eras una buena niña que hacías lo que papá y

mamá te decían. Te creías todas las estúpidas mentiras sobre la vida y sobre cómo había

que vivir de manera decente (y aburrida) de acuerdo con una conformidad propia de tu

clase social. Y después te casaste con algún palurdo que tendría tu misma falta de

imaginación.... naturalmente. Y, por supuesto, te morirás sin saber nunca de qué va todo

esto. Pobre Judy.

Judy apretó los dientes.

-¡Ya basta! -exclamó-. No tengo ningún interés en su opinión personal sobre mí...

-Por otro lado -continuó Sheila haciendo un imperioso gesto de silencio-, quizá me esté

precipitando. Mi madre solía decir que nunca hay que hacer juicios apresurados sobre la

gente. Y las madres siempre tienen razón. -Asintió, dando a entender la sensatez de tal

concepto-. Sí, es posible que detrás de la gris ama de casa haya otra Judy escondida, una

mujer depravada poseedora de los secretos más fascinantes. Querida, soy una oyente

empedernida. Me encanta contribuir a que se revelen el pecado y el vicio. Cuéntale a Sheila

tus secretos más tenebrosos. Muéstrale cómo la chica atrevida se retuerce para librarse de la

Judy modosita.

Judy se levantó y se alisó la falda con manos trémulas.

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-Salga de aquí ahora mismo -dijo-. No sé a qué juega, pero es evidente que no está bien de

la cabeza. Deberían prohibirle andar por la calle y acercarse a las casas de la gente normal.

Váyase y no vuelva, de lo contrario no tendrá que vérselas sólo conmigo. Ah, y llévese su

maldita radio. Ya no la quiero.

Sheila también se levantó.

-Me alegra que no quieras la radio, querida. No tenía intención de dejarla. Cielo santo, me

costó treinta y dos con cincuenta, impuestos aparte. -La metió en el maletín, que había

sostenido todo el rato en el regazo-. De todas formas, tengo un regalo para ti, cariño.

Levantó un cuchillo de caza, alegremente labrado y con una hoja ancha y brillante.

-Es uno de los caros. Del mejor acero. Es precioso, ¿no? Y muy práctico. Esta vez, querida,

no voy a decepcionarte. Haré que te quedes este hermoso cuchillo. Todo entero. ¡Para

siempre!

El sargento detective de homicidios permanecía de pie en el pasillo junto a su compañero,

mirando cómo llevaba hacia el ascensor el cadáver de Judy Ralston, envuelto en una manta.

Por todas partes había periodistas y fotógrafos. Algunos ya se apiñaban en los coches para

salir disparados mientras otros se precipitaban hacia las escaleras. El sargento sacudió la

cabeza.

-Je habías encontrado antes con algo así, Nate? -preguntó.

-No. Una vez vi a una mujer que fue arrollada por un tren de mercancías. No obstante, creo

que quedó mejor que ésta.

El sargento le dio una calada al cigarrillo.

-Tendría algún sentido si también hubiera habido violación. Pero no es así. El médico dice

que el miserable piojoso se limitó a descuartizar a la pobre chica. Algo desproporcionado.

Acaso un acto de venganza. ¿Qué te parecería llegar a casa para cenar y encontrarte sobre

la cama un cadáver cortado en rebanadas?

-Sería incapaz de soportarlo, Ben. Sobre todo si se tratara de mi esposa.

-Tom Ralston tampoco ha podido. Se ha quedado ahí sentado, con la mirada perdida. Es

como un vegetal.

-Judy Ralston, un cordero para el sacrificio.

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El sargento apretó los labios.

-Quizá no fue exactamente un cordero.

-¿Cree que tenía alguna aventura? ¿Algún amante?

El sargento se encogió de hombros.

-Tal vez. Porque el tío no entró por la fuerza. ¿Hubiera dejado entrar ella a un desconocido?

Bien, ya lo averiguaremos. Sin embargo, una cosa sí es segura: estamos ante un psicópata.

Un ser humano en sus cabales no realiza esa clase de mutilación. Sí, ha de ser un

perturbado mental. Pero inteligente. No ha dejado ningún rastro. Ni el arma, ni pistas...

-Todavía hemos de examinar las huellas dactilares.

El sargento resopló.

-Haría falta mucha suerte, Nate. Si ese tipo ha sido consecuente, ninguna de las huellas que

encontremos será suya.

-En ese caso, sólo nos queda una esperanza -señaló Nate-: ese pequeño deportivo rojo que

la portera vio aparcado delante del edificio. No pertenecía a ninguno de los inquilinos ni a

nadie que hubiera ido de visita. La mujer sabe que era un Triumph porque su hermana tiene

uno verde igual.

El sargento rió con sarcasmo.

-Desde luego, pero no anotó la matrícula. Y ¿cuántos coches como éste y del mismo

tamaño hay en la ciudad? Es una pista muy poco útil. De todas formas, investigaremos a

conciencia a los propietarios de un Triumph deportivo rojo. Y si nos traen todos los carnets

quizá podamos verificar la lista de sospechosos antes de que nos llegue la jubilación.

Ya eran más de las once de la mañana del día siguiente, viernes. Sheila Newberry -

bautizada en el titular de un periódico como el Descuartizador Loco y conocida en algunos

barrios como Bobby De Marco- bostezó, se enderezo y se levantó despacio apartando las

lujosas y acogedoras sábanas de su enorme cama.

Bobby se echó sobre el pijama una fina bata de seda bordada con complicados dibujos

orientales sobre un fondo escarlata. El rojo era su color favorito. El rojo era vivo, vibrante.

Sugería la auténtica materia de que está hecha la vida.

La única posesión de color rojo de la que tenía que desprenderse era el pequeño deportivo

Triumph La cabeza de Bobby sabía que Sheila era un genio, pero mortal a pesar de todo,

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por lo que resultaba lógico que cometiese una pifia de vez en cuando, como había sido en el

caso de ese coche rojo.

Algún periodista estúpido había señalado la existencia del Triumph y se hablaba de ello en

la primera página. De modo que debería deshacerse de ese encantador trasto con ruedas y

buscarle sustituto. Entretanto, tomaría el autobús, el tren... ¡andaría! «El caso es llegar,

pequeña, ¡sencillamente llegar! ¿Entendido, Sheila?»

Bobby metió sus bien cuidados pies en unas zapatillas, se dirigió hacia el ventanal y

descorrió la cortina. Un rayo oblicuo de sol penetró en la habitación, iluminando el bonito

rostro de Bobby, quien, entrecerrando los ojos, miró hacia el parque que bordeaba el

opulento barrio de Glenview. El parque se extendía varias manzanas hacia el norte

mostrando una bien cuidada vegetación; en él crecían árboles añosos e imponentes,

espléndidos y tupidos arbustos y llamativos arriates; asimismo, presumía de sus pistas de

tenis, sus campos de juegos y su anfiteatro.

«Un magnífico lugar para vivir -pensó Bobby-. ¡Un sitio hermoso!, ¿verdad, Sheila?»

Animado por el sol, Bobby se puso boca abajo e hizo una serie de flexiones seguidas de

varios ejercicios. Aunque esa rutina diaria no lo agotaba en absoluto, Bobby siempre la

abandonaba al cabo de pocos minutos. Era un imperativo mantener impecable y en forma

aquel cuerpo maravilloso. Sin embargo, un exceso de ejercicio muscular provocaría un

desarrollo excesivo de sus bíceps. «A ver, Sheila, ¿te quieres parecer a un levantador de

pesas?»

En el cuarto de baño, Bobby se afeitó cuidadosamente, inspeccionando al detalle su piel

aterciopelada bajo la ampliación de un espejo de mano, para que no quedasen vestigios de

su vello rubio.

A continuación se cepilló con fuerza los dientes, pequeños y perfectos. Tomó una ducha, se

roció con colonia y se acicaló. Después, llevando todavía la bata, pero protegiéndola con un

delantal ribeteado de volantes y estampado con colores llamativos, se preparó un frugal

desayuno, bajo en calorías para evitar que Sheila se volviera más fláccida y regordeta.

Acto seguido, se sentó y quedó como paralizado en una silla de la sala de estar. Con la

cabeza levemente inclinada y los ojos cerrados, volvió la mirada hacia dentro y la fijó en la

visión de sí mismo. Imágenes vivas, tanto sensuales como violentas, se proyectaban en la

oscura pared de su cerebro, y todas concluían con un sonido. Sobre todo, un sonido de

voces. Y unos gritos lejanos.

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Con las imágenes vino el hambre insoportable, y supo que había llegado el momento de

ponerse otra vez en marcha. El hambre, reprimida durante demasiados años, era ya

inaguantable, y a causa de ella, había que sacrificar, castigar, a otra tentadora.

Abrió el armario especial de Sheila y examinó con ojo experto la ordenada hilera de

vestidos. Para esa ocasión se decidió por un conjunto, el beige de punto. Sí, y la chaqueta

verde con guantes a juego. Sencillamente delicioso. ¡Perfecto!

Contemplándose atentamente en el espejo del tocador, Bobby completó el aspecto de Sheila

poniéndose una peluca negra sobre el pelo rubio. Luego escogió una serie de cosméticos.

Pocas mujeres estarían a su altura en el arte del maquillaje. Un exceso de éste daría como

resultado algo burlesco, una caricatura de Sheila. Si era escaso, podría detectarse la sombra

de Bobby tras la máscara.

Una vez que hubo terminado, sólo quedó Sheila, en cuerpo y alma. En el espejo de cuerpo

entero, Sheila sonrió, guiñó un ojo y se proclamó a sí misma encantadora y totalmente

femenina.

Tomó de un estante el maletín que contenía la preciosa radio portátil. A continuación, del

cajón de un escritorio sacó el bonito cuchillo de caza, cuya implacable hoja estaba recién

afilada y revelaba un aspecto frío y quirúrgico.

Sheila metió en el maletín esas útiles herramientas mientras para tender trampas y

diseccionar, se puso la chaqueta y los guantes y partió en busca de una segunda víctima.

Susan Brandy, una joven rubia y bajita que lucía minifalda y botas hasta la rodilla,

caminaba con brío desde el centro comercial subiendo por el Grand Boulevard, hasta que

dobló en Logan Street. Bajo la resplandeciente luz de aquella hora temprana de la tarde, a

Susan jamás se le habría ocurrido que alguien pudiera seguirla, mucho menos una mujer.

Así que, cuando entró en el dúplex en que vivía no advirtió que Sheila la vigilaba

disimuladamente desde una esquina.

Susan acababa de sentarse en una silla y estaba leyendo el periódico que había comprado,

cuando sonó el timbre. Dejó el periódico a un lado y fue a abrir.

Le pareció que la mujer debía de tener unos treinta años. Su impresionante figura estaba

cubierta por un conjunto beige de punto sobre el que llevaba una chaqueta verde. También

lucía unos guantes a juego. Era llamativo el contraste del largo cuello oscuro con la pálida

piel de su delicado rostro. Tenía unas largas pestañas y unos ojos grandes, extraordinarios,

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que, como la boca -de color rosa intenso-, daban la impresión de despedir un ligero tono

burlón.

Susan observó el maletín de cuero marrón y se preparó de inmediato para hacer frente a una

vendedora charlatana.

-Buenas tardes, querida -dijo la mujer, y soltó una sonrisa de neón-. Me llamo Sheila

Newberry y trabajo para Global Electric, fabricante de las radios portátiles Spaceway. Oh,

Dios mío..., creo que se equivoca usted, porque le aseguro que no intento venderle nada,

cariño. Estoy regalando varias de estas preciosas radios como parte de la campaña de

promoción del nuevo producto. -Metió la mano en el maletín, sacó la radio y la sostuvo en

alto con gesto teatral, exclamando-: ¡Aquí está! ¿Le gusta? Es preciosa, ¿verdad?

Susan asintió.

-Sí, pero seguro que hay gato encerrado -dijo.

-Nada de gato encerrado, querida. Voy a ponerla en marcha y le mostraré los ingeniosos

artilugios que lleva incorporados; le aseguro que no encontrará nada igual en ninguna radio

portátil de este tamaño. Y si queda totalmente convencida de las maravillas de tan

fantástico aparato, ¿estará dispuesta a enseñárselo a sus amigos y a recomendarles que

compren una igual? Porque, querida, todo lo que usted tiene que hacer es difundir la buena

nueva de Spaceway.

-Sabía que había algún truco -dijo Susan-, aunque, si es seguro que no va a costarme nada,

tampoco es pedir tanto. Estaré encantada de hacer propaganda de la radio entre mis

conocidos. Incluso mencionaré su nombre, señorita.

-¿En serio? ¡No sé cómo agradecerle su amabilidad! Bien, pues sugiera a sus amigos que

cuando vayan a comprar la radio digan: «Me envía Sheila Newberry», ¿de acuerdo? Y

ahora, dado que las portátiles que se regalan no incluyen las pilas, tendremos que

enchufarla en algún sitio si quiere que le haga la demostración.

-Ah, ya. Bueno, entonces pase, señorita Newberry.

Entraron y Susan cerró la puerta. Unos cuarenta y cinco minutos más tarde, todavía

elegante y serena, con la ropa impecable salvo por ciertas manchas rojas en los guantes

verdes, que había escondido en el maletín, Sheila Newberry reapareció en el camino de

entrada al dúplex y empezó a andar a buen paso por Logan Street. Con la suerte de los

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Lee poco y serás como muchos… Lee mucho y serás como pocos.

Acción Poética

malvados, a una manzana al este, en el Grand Boulevard, tomó un autobús en cuestión de

segundos.

Unos días después, y a unos cuantos kilómetros de distancia, Sheila sintió de nuevo la

tentación. Y a la tercera «tentadora» la «castigó» con crueldad aún mayor. La sacrificada en

el altar de la extraña hambre de Sheila fue una enfermera del turno de noche, de

veinticuatro años, a la que acuchilló hasta la muerte en su apartamento. No había pistas ni

sospechosos.... ni siquiera el pequeño Triumph rojo.

La enfermera se llamaba Louise Hemming. Era una chica soltera que vivía sola y, con

mucho, la más atractiva de las tres víctimas. Para desconcertar aún más al creciente número

de policías, criminólogos y psiquiatras destinados a desenmarañar el caso, había sido

violada.

La noche del asesinato de Louise Hemming, la actuación estelar de Bobby De Marco en el

Cherchez La Femme estuvo lejos de su nivel habitual. Entre un número y otro Bobby había

estado bebiendo sin parar. El incesante bombardeo de los medios de comunicación, que se

hacían eco de la atrocidad y el horror revelados en la tercera carnicería ejecutada en una

víctima inocente, había hecho añicos el tono afectado e indiferente de sus baladronadas.

El Cherchez La Femme era un club nocturno nada convencional en el que los travestidos

hacían sus números mejor y de forma más convincente que en cualquier otro lugar parecido

de la ciudad. Anunciado como Sheila Rose, Bobby de Marco era la estrella del espectáculo.

Cuando la gente decía que Bobby era «maravilloso», no hablaba de su personalidad, que

era equívoca y misteriosa. El elogio se refería en exclusiva a la simetría clásica de sus

rasgos y al garbo de su silueta -de hombre- y, muy especialmente, a su papel nocturno de

mujer.

Sus compañeros de reparto, sus amigos e incluso sus enemigos aseguraban que, fuera del

mundillo, cuando Bobby se vestía para salir a escena, nadie era capaz de detectar al hombre

que había tras la mujer.

El espectáculo del Cherchez La Femme era una imitación de las revistas genuinas, en las

que quienes despliegan su talento son mujeres auténticas. Como primer actor, Bobby De

Marco se colocaba en la parte central y frontral del coro. Cantaba solos, actuaba en

números cortos satíricos y contaba chistes picantes. Casi al final de la revista, hacía un semi

strip-tease magistral, divertido y, sin embargo, extrañamente provocador.

Los últimos saludos al público acontecían a la una y media de la madrugada, y se servían

copas hasta las dos. Por regla general, Bobby se quedaba tomando un cóctel hasta que

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Acción Poética

cerraban, pero esa noche estaba desesperado por marcharse, por refugiarse en

el santuario de su apartamento, lujoso y decorado hasta el exceso. En las distorsiones

provocadas por el miedo, llegó a imaginar que detrás de los focos había una hilera de

detectives con cuya mirada penetrante acaso habían puesto al descubierto sus encarnaciones

en otras personas, el secreto de la actuación de Sheila Newberry en tres actos de horror

inimaginable.

De modo que, en el instante mismo en que cayó el telón, Bobby volvió a su camerino. Ya

había decidido que no se pondría los pantalones ni la cazadora, porque los periódicos

hablaban de una peligrosa bestia en forma de hombre a la que atribuían una fuerza enorme

y gran estatura.

Descolgó del armario un abrigo con adornos de piel y se lo puso encima de la bata de

satén, metió la cartera en un bolso de noche y se dirigió a toda prisa hacia la salida de atrás.

Lo había hecho todo sin ser visto cuando una de las «chicas» del coro salió del lavabo de

caballeros y se cruzó en su camino.

-¡Bobby! -exclamó-. ¿Dónde vas vestido así? Escucha, cielo, sabes muy bien que la ley

prohibe pasear por la calle disfrazado de mujer. Si la bofia te pilla, no me llames, Bobby,

pequeño. Sólo recuérdalo.

-Venga, cállate y ve a jugar con tus muñecas -soltó Bobby entre dientes. Dio un empujón a

su colega y cruzó la puerta.

Estaba en el aparcamiento, pero no había ningún pequeño Triumph rojo con el que ir

rápidamente a casa. Lo había llevado al taller de reparaciones de una ciudad cercana para

que lo repintaran de un azul oscuro. Lo conducida hasta su ciudad natal, a más de

quinientos kilómetros al este, lo daría como entrada de otro grande y totalmente distinto,

haría una breve visita a su madre y regresaría.

Ojalá pudiera confesárselo todo a su madre, porque ella era la única persona capaz de

entender cuán confuso se sentía. Después de muchos años de desempeñar el papel de chica,

en el fondo Bobby se había convertido en una mujer, a pesar de que despreciaba a las

mujeres en esos momentos en que ejercían sobre él la atracción que su madre censuraba.

Esas mujeres malvadas lo tentaban, ¡y por eso debían ser castigadas! Como decía a menudo

su madre: «Cuando el árbol perverso de la seducción de la mujer madura, ¡hay que talarlo y

destruirlo! ». Y su madre siempre tenía razón.

Bobby cruzó el aparcamiento, cortó por un callejón y de allí tomó una calle que se hallaba

una manzana más lejos. Al cabo de otra manzana alcanzó una parada de taxis, pero, al estar

desierta, se acercó con sigilo a una de autobús y esperó con loca impaciencia, echando de

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Acción Poética

vez en cuando un vistazo en dirección al club, por si lo seguía algún poli

perspicaz que hubiera estado entre el público.

El Cherchez era un lugar de reunión de ciertos personajes dudosos y la poli se pasaba por

allí a menudo.

Disfrazado de Sheila, Bobby pensaba como Sheila, y mientras Sheila aguardaba el autobús,

un viejo sedán se detuvo junto al bordillo.

-¿Quieres que te lleve, nena? -El hombre tenía ojos de viejo en una cara aniñada.

-Me parece que no -respondió Sheila-. ¿Por dónde vas, cariño?

-Por donde vayas tú, pequeña.

-Lo siento -dijo Sheila, que se sentía ligeramente divertida a pesar de la tensión del

momento-. Mi madre me ha dicho que no me suba a coches de desconocidos, y a ti no te

conozco de nada.

El hombre arrancó haciendo chirriar los neumáticos.

Sheila advirtió que un par de hombres que vestían traje oscuro se acercaban a pie desde el

club. De inmediato reconoció a uno de ellos. El propietario del Cherchez le había dicho

alguna vez que era un poli de la brigada contra el vicio. De vez en cuando se presentaba por

sorpresa en el club y durante horas permanecía sentado a la barra con la única compañía de

una cerveza. La cara del otro, evidentemente miembro de la misma brigada, no le sonaba de

nada.

Sheila se preguntó si los polis emparejarían «vicio» con «homicidio», y cuando observó

que se detenían para encender un cigarrillo mientras cambiaban comentarios en voz baja

con el rostro inexpresivo, sintió que se hallaba al borde de un ataque de nervios.

En aquel preciso instante el autobús llegó con gran estrépito y se paró con un lastimero

suspiro de los frenos. Sheila subió de inmediato. En el último momento los polis lo hicieron

también, con la elegante habilidad de profesionales físicamente disciplinados. Acto

seguido, como si de un procedimiento fijado se tratara, se desplazaron a la parte posterior

del autobús, donde se sentaron en silencio y con expresión severa, como si no estuvieran

atentos a nada aunque sí en condiciones de verlo todo.

Sheila se sentó en el asiento más cercano a la puerta de salida. Hizo una serie de

movimientos femeninos, como recoger el abrigo para ocultar el excesivo escote o alisarse la

falda de raso sobre las medias negras.

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Cuando el autobús empezó a traquetear, Sheila miró de soslayo a los polis, y

advirtió que fingían conversar animadamente. Aquello la desconcertó. ¿Por qué habían

decidido subir al autobús y señalar su presencia a la omnisciente Sheila? ¿Por qué no la

siguieron en uno de los pequeños sedanes grises de la brigada? En ese caso, podrían

haberse abalanzado sobre ella a voluntad en cuanto se apeara.

Sheila se preguntó qué pensada Bobby de todo eso. Bobby creía que era porque él iba

vestido de mujer y antes de proceder a la detención ellos querían observar cómo se

conducía en el autobús.

En todo caso, que la detuvieran por lo del disfraz no sería gran cosa. Probablemente no le

pondrían más que una multa y le soltarían algunas palabras de advertencia. Aun así, lo

último que queda Sheila era que la bofia reparase en ella. Podían descubrir todos los

secretos de Sheila Newberry, si no lo habían hecho ya.

No tenía otra opción que escapar. Si no de manera definitiva, sí el tiempo suficiente para

calibrar el grado de peligro. Quizá no se presentara otra oportunidad.

De modo que cuando el autobús se acercaba a la parada de Glenview, a dos manzanas de su

casa, Sheila saltó del vehículo justo cuando el conductor se disponía a cerrar la puerta.

Habían estado bordeando Glenview Park; en ese momento Sheila entró en el parque y se

volvió para mirar el autobús.

¡Era asombroso! 0 bien había pillado a los polis echando una cabezada, o bien éstos habían

subido al autobús con otro propósito imposible de adivinar. En cualquier caso, no bajaron,

y las luces traseras del vehículo se alejaron en la distancia, aliviando el temor de Sheila.

Esperó otro minuto y analizó la situación mientras se tocaba la peluca con el dedo para

verificar que estuviera bien colocada.

De repente, en un extremo de su campo visual surgió una sombra. Cuando se volvió de

pronto se encontró con la visión momentánea de unos ojos de viejo en una cara aniñada

antes de que un brazo la agarrara por el cuello.

-Te dije que íbamos por el mismo camino. Habrías podido ahorrarte el billete de autobús,

pequeña.

Sheila desapareció y Bobby De Marco luchó con fiereza, golpeando y dando patadas con

sus músculos de hombre, impulsado por la rabia y el miedo. A pesar del brazo que tiraba de

él, Bobby podía con el hombre, lo rechazaba, hasta que el atacante hurgó en su bolsillo,

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sacó un trozo de tubería de plomo y lo levantó por encima de la cabeza de

Bobby mientras seguía agarrándole fuertemente el cuello con el otro brazo.

En ese segundo final, de la boca de una mujer salió un grito sofocado de

hombre... Bobby trataba de negar a Sheila.

La tubería de plomo aplastó el cráneo de Bobby.

Bobby De Marco estaba muerto

autores: Alfred Hitchcock y Robert Colby. Madrid: Ediciones B,1998.

(Fragmento)

ACTIVIDAD

1. ¿Quién era el esposo de Judy Ralston? ¿Hace cuánto tiempo estaban casados?

2. ¿Cómo es físicamente Judy Ralston?

3. ¿Cómo viene vestida la mujer que toca a la puerta de la casa de Judy?

4. ¿Qué le ofreció Sheila Newberry a Judy Ralston realiza una descripción del objeto?

5. ¿Qué razón le dio Sheila a Judy para haberla escogido?

6. ¿Qué sensación le produjo aquella mujer a Judy Ralston?

7. ¿Qué hipótesis lanza el detective que investiga el caso de Judy Ralston?

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8. A partir de las siguientes ideas principales, identifica el tema central del texto:

- Judy Ralston abre la puerta de su apartamento

a una mujer que lleva un maletín en la mano - La mujer le enseña a Judy una radio portátil de Marca spaceway - La mujer sostiene una incómoda conversación con Judy Ralston - La mujer saca de su maletín un cuchillo de caza - El sargento detective de homicidios investiga la muerte de Judy Ralston 9. Une las siguientes palabras con su correspondiente significado.

Empedernida Hombre del campo, tosco e ignorante. Falto de cultura y trato social. Modosita Mujer recatada, respetuosa y moderada. Palurdo Que tiene muy arraigado un vicio o costumbre. Solapado Trastorno de la personalidad que se manifiesta por comportamientos

antisociales. Psicópata Disimular u ocultar algo por malicia o cautela. 10. Numera los sucesos en el orden correcto

____ Sheila abre con rapidez el maletín y saca la radio ____ Sheila se levanta y guarda la radio en el maletín que sostiene ____ El detective permanece de pie en el pasillo del apartamento ____ Sheila enchufa la radio y l apone encima de la mesa ____ Judy acaba de volver del supermercado al apartamento de Ciprés Way 11. Expresa tu opinión acerca de la actitud de Judy Ralston ante la presencia de la mujer

desconocida 12. De acuerdo con la lectura Judy Ralston se caracteriza por: 13. ¿Por qué surge el interés de Judy por la radio? 14. Plantee una hipótesis del asesinato de Judy

Tema

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DÉCIMO GRADO

CUENTO 3:

CIEN AÑOS DE SOLEDAD

Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino de

hembra perturbadora era un desastre cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor,

contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los

forasteros.

Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y nadie

podía entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que no era una criminal

provocación el descaro con que se descubría 105 muslos para quitarse el calor, y el gusto

con que se chupaba Tos dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro de

la familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que Remedios,

la bella, soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que seguía siendo

perceptible varias horas después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos

de amor, probados en el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una ansiedad

semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las

begonias, en la sala de visitas, en cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto

en que estuvo y el tiempo transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro definido,

inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque estaba incorporado desde hacía

mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que los forasteros identificaban de inmediato.

Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se

hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras se hubiera echado a la

desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se movía, del insoportable estado

de íntima calamidad que provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin

la menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias.

Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con Amaranta en la cocina para que

no la vieran los forasteros, ella se sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a

salvo de toda disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a

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horas fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se

levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el día, y pasaba varios meses

con los horarios trastrocados, hasta que algún incidente casual volvía a ponerla en orden.

Cuando las cosas andaban mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba hasta

dos horas completamente desnuda en el baño, matando alacranes mientras se despejaba del

denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua de la alberca con una totuma. Era un acto

tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la

conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una merecida adoración de su

propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito solitario carecía de toda sensualidad, y era

simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre.

Un día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin

aliento ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de

las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.

-Cuidado -exclamó-. Se va a caer.

-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.

-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.

El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar

sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella,

pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de

prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua

de la alberca, le dijo que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella

creía que la cama de hojas podridas por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El

forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo

que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.

-Déjeme jabonarla -murmuró.

-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.

-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.

-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.

Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se

casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple

que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer.

Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que

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en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se

sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos

tejas más para descolgarse en el interior del baño.

-Está muy alto -lo previno ella,

asustada-. ¡Se va a matar! Las tejas

podridas se despedazaron en un

estrépito de desastre, y el hombre

apenas alcanzó a lanzar un grito de

terror, y se rompió el cráneo y murió

sin agonía en el piso de cemento. Los

forasteros que oyeron el estropicio en el

comedor, y se apresuraron a llevarse el

cadáver, percibieron en su piel el

sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con El cuerpo, que las

grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel

perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía

torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos. Sin embargo,

no relacionaron aquel accidente de horror con los otros dos hombres que habían muerto por

Remedios, la bella. Faltaba todavía una víctima para que los forasteros, y muchos de los

antiguos habitantes de Macondo, dieran crédito a la leyenda de que Remedios Buendía no

exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal La ocasión de comprobarlo se presentó

meses después una tarde en que Remedios, la bella, fue con un grupo de amigas a conocer

las nuevas plantaciones. Para la gente de Macondo era una distracción reciente recorrer las

húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado

de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir la voz. A veces no se

entendía muy bien lo dicho a medio metro de distancia, y, sin embargo, resultaba

perfectamente comprensible al otro extremo de la plantación. Para las muchachas de

Macondo aquel juego novedoso era motivo de risas y sobresaltos, de sustos y burlas, y por

las noches se hablaba del paseo como de una experiencia de sueño. Era tal el prestigio de

aquel silencio, que Úrsula no tuvo corazón para privar de la diversión a Remedios, la bella,

y le permitió ir una tarde, siempre que se pusiera un sombrero y un traje adecuado. Desde

que el grupo de amigas entró a la plantación, el aire se impregnó de una fragancia mortal.

Los hombres que trabajaban en las zanjas se sintieron poseídos por una rara fascinación,

amenazados por un peligro invisible, y muchos sucumbieron a los terribles deseos de llorar.

Remedios, la bella, y, sus espantadas amigas, lograron refugiarse en una casa próxima

cuando estaban a punto de ser asaltadas por un tropel de machos feroces. Poco después

fueron rescatadas por los cuatro Aurelianos, cuyas cruces de ceniza infundían un respeto

sagrado, como si fueran una marca de casta, un sello de invulnerabilidad. Remedios, la

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bella, no le contó a nadie que uno de los hombres, aprovechando el tumulto,

le alcanzó a agredir El vientre con una mano que más bien parecía una garra de águila

aferrándose al borde de un precipicio. Ella se enfrentó al agresor en una especie de

deslumbramiento instantáneo, y vio los ojos desconsolados que quedaron impresos en su

corazón como una brasa de lástima. Esa noche, el hombre se jactó de su audacia y presumió

de su suerte en la Calle de los Turcos, minutos antes de que la patada de un caballo le

destrozara el pecho, y una muchedumbre de forasteros lo viera agonizar en mitad de la

calle, ahogándose en vómitos de sangre.

La suposición de que Remedios, la bella,

poseía poderes de muerte, estaba

entonces sustentada por cuatro hechos

irrebatibles. Aunque algunos hombres

ligeros de palabra se complacían en decir

que bien valía sacrificar la vida por una

noche de amor con tan conturbadora

mujer, la verdad fue que ninguno hizo

esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus

peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo y simple como el amor, pero eso

fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió a ocuparse de ella. En otra

época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró que se

interesara por los asuntos elementales de la casa. «Los hombres piden más de lo que tú

crees -le decía enigmáticamente. Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que

sufrir por pequeñeces, además de lo que crees.» En el fondo se engañaba a si misma

tratando de adiestraría para la felicidad doméstica, porque estaba convencida de que una

vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por

un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último

José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla

desistir de sus preocupaciones por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde

o temprano ocurriera un milagro, y que en este mundo donde había de todo hubiera también

un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta

había renunciado a toda tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes

olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por darle vuelta a la

manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple de que era boba. «Vamos a

tener que rifarte», le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres.

Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera a misa con la cara

cubierta con una mantilla, Amaranta pensó que aquel recurso misterioso resultaría tan

provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado como para buscar con

paciencia el punto débil de su corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que despreció

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a un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe,

renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando

vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una

criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una

respuesta que no fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos

de familia tuvieran una vida tan larga. A pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía

creyendo y repitiendo que Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había

conocido jamás, y que lo demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para

burlarse de todos, la abandonaron a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando

por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin

pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y

prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar

en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían

empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una

palidez intensa.

-¿Te sientes mal? -le preguntó.

Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de

lástima.

-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.

Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las

sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor

misterioso en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en

el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la

única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel

viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo

a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el

deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que

abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y

pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de

la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires

donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la

memoria.

Gabriel Garcia Marquez, Cien Años de Soledad. Ed: Alfaguara, 2007

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ACTIVIDADES

1. Cuando Melquíades llegó a Macondo con los imanes, José Arcadio Buendía pensó que era posible servirse de ellos para: a. Desentrañar el oro de la tierra b. Construir la máquina de la memoria c. Hacer pescaditos de oro

2. ¿Qué animales eran prohibidos en Macondo? a. Los cerdos b. Los corderos c. Los gallos

3. Cuando los gitanos llegaron a Macondo, confesaron que lo habían hecho guiados por: a. El canto de los pájaros b. Las estrellas c. La ruta de los Wayúu

4. ¿Quién fue el primer ser humano que nació en Macondo? a. José Arcadio Buendía b. Aureliano Buendía c. Úrsula Iguarán

5. ¿Cuántos reales pagó José Arcadio Buendía para conocer el hielo junto a sus hijos? a. 30 b. 40 c. 50

6. El primo de Úrsula que nació con cola de cerdo murió a los 42 años porque: a. Se le enredó en un alambrado b. Se la cortó un carnicero c. Se la tragó

7. Pilar Ternera leía: a. El tabaco b. La mano y las cartas c. El chocolate

¿Qué opinas acerca de las personas que realizan estas prácticas? 8. Gracias a Visitación, la india guajira que cuidaba a los hijos de José Arcadio y Úrsula, ellos aprendieron a comer: a. Caldo de lagartijas y huevos de araña b. Caldo de guacamaya y huevos de babilla c. Caldo de chivo y huevos de iguana

9. Los árboles que poblaron a Macondo fueron: a. Guayacanes b. Acacias c. Almendros

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10. La industria que Úrsula creó para sostener a su familia era la de: a. Pescaditos de oro b. Gallitos y peces azucarados c. Gallinas en balso

11. Rebeca llegó a los 11 años a casa de los Buendía procedente de: a. Riohacha b. Manaure c. Valledupar

12. Úrsula decidió darle jugo de naranja con ruibarbo a la recién llegada para quitarle el

vicio de comer: a. Cucarrones b. Tierra c. Piedras

13. Úrsula se enteró de la muerte de su madre gracias a una canción de: a. Leandro Díaz b. Francisco el Hombre c. Jaime Molina 14. El primer hombre que fue enterrado en Macondo fue: a. José Arcadio Buendía b. Arcadio Buendía c. Melquíades

15. Pietro Crespi se suicidó: a. Ahorcándose b. Con veneno c. Cortándose las muñecas

Qué situación crees que pueda llegar a considerar alguien para tomar la decisión de acabar con su vida. 16. ¿A quién persiguen las mariposas amarillas? a. Aureliano Segundo b. Amaranta c. Mauricio Babilonia

Con papel amarillo crea una mariposa en origami.

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Lee poco y serás como muchos… Lee mucho y serás como pocos.

Acción Poética

DÉCIMO GRADO

CUENTO 4:

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

Su luna de miel fue un largo escalofrío.

Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de

su marido heló sus soñadas niñerías de

novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a

veces con un ligero estremecimiento cuando

volviendo de noche juntos por la calle,

echaba una furtiva mirada a la alta estatura

de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él,

por su parte, la amaba profundamente, sin

darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en

abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos

severidad en ese rígido cielo de amor, más

expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio

silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de

palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas

paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los

pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su

resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por

echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer

pensar en nada hasta que llegaba su marido.

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Lee poco y serás como muchos… Lee mucho y serás como pocos.

Acción Poética

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró

insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín

apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con

honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,

echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el

llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó

largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.

El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso

absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran

debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,

llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha

agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba

visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en

pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi

en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con

incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y

proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba

en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que

descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no

hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó

de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se

perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de

estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,

acariciándola temblando.

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Lee poco y serás como muchos… Lee mucho y serás como pocos.

Acción Poética

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la

alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,

desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta

Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca

inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que

hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía

siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada

mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la

vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada

en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la

abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que

le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos

que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces

continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de

la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de

los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un

rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de

sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos

lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y

temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

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Acción Poética

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del

comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la

sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a

los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había

un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le

pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca

-su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi

imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido

sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la

succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había

vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan

a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre

humana parece serles particularmente favorable, y no es raro

hallarlos en los almohadones de pluma.

autor: Horacio Quiroga. Cuentos de amor de locura y de muerte.

Buenos Aires. Ed:Losada 1997

ACTIVIDADES

1. ¿Por qué la luna de miel de Alicia fue un largo escalofrío?

2. Realiza un recuento del deterioro de la salud de Alicia

3. ¿Cómo son las alucinaciones que padece Alicia?

4. Describe brevemente lo que la sirvienta hallo en el almohadón

5. ¿Cuál es la verdadera razón de la muerte de Alicia?

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Acción Poética

6. Busca el párrafo que inicia con la frase indicada. Luego une el párrafo con

su respectiva idea principal. Ideas Párrafos - La casa en que vivían influía un poco - Ante las pocas expresiones de ternura de en sus estremecimientos… Jordán, Alicia se conmovía profundamente. - No es raro que adelgazara… - Se explica la verdadera causa de la muerte de Alicia. - Los médicos volvieron inútilmente… - Se describen los padecimientos que se agravaban durante la noche. - Alicia fue extinguiéndose en su delirio -El aspecto de la casa influía en las de anemia… emociones de Alicia. - Noche a noche, desde que Alicia había - Alicia continuaba enferma y los médicos caído en cama… no hallaban explicación.

7. ¿Qué opinas de la relación de frialdad y timidez entre Alicia y Jordán? 8. ¿Crees que es real la existencia de los parásitos en almohadones de plumas? ¿Por

qué crees que el autor emplea esta idea? 9. Es posible afirmar que el tema central sobre el cual gira el relato de Horacio Quiroga

es: - La fascinación de la vida - La culminación de la vida - La inutilidad de la vida - La trascendencia de la vida

10. Quien narra los hechos de cuento - Actúa, juzga y opina sobre los hechos que narra. - Conoce menos que el protagonista acerca de la historia. - Posee un conocimiento total de los hechos. - Conoce lo mismo que el protagonista acerca de la historia

11. Por la forma como se presenta la información en el texto anterior, se puede afirmar

que en este se mantiene la atención del lector a través de: - El miedo - La verdad - El suspenso - La lógica

12. El último párrafo lo cuenta: - Horacio Quiroga - Los parásitos de las aves - Jordán - Un narrador omnisciente

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Acción Poética

DÉCIMO GRADO

CUENTO 5:

EL MUÑECO

Aquella tarde, Doña Julia la recordaría siempre.

Había estado trajinando en la cocina antes de salir al

corredor y con un suspiro tomar asiento en su

mecedora de paja.

El sol había calentado menos que otras veces y del

patio llegaba un olor de alhelíes. Alzó los ojos y vio

el palomar recortado en un cielo luminoso, el muñeco

olvidado al pie de un tú y yo, y al fondo, junto a la

nata de flores, vio a la muchachita correteando

alrededor del niño.

Doña Julia sonrió mientras sacaba de una canastilla sus lentes y su labor de crochet. Era

agradable tener momentos así, un día sin bochorno, un buen hilo, el encargo de ese mantel

de doce puestos por el cual había convenido un precio razonable, y tejer tranquilamente

sabiendo que el muñeco estaba a su alcance y el niño reía distraído. Volvió a mirarlo y lo

observó recoger del suelo una pelota azul. Por un instante sus movimientos le parecieron

menos torpes, su expresión menos pueril; entonces pensó que había sido una buena idea

invitar a María. A la edad de María las cosas ruedan solas, se dijo recordando que en

ningún momento mostró resentir la inercia del niño: más bien divertida se había puesto a

hablarle lo mismo que a un animalito huraño, y allí lo tenía en el patio, jugando a su antojo.

La verdad era que por primera vez Doña Julia notaba al niño interesado en algo distinto del

muñeco. Y aunque no se hacía ilusiones, debía reconocer que resultaba alentador. Bien

sabía que nada, ni juguetes, ni láminas, ni aquel transistor que adquirió en navidades, había

logrado nunca alterar su somnolencia, ese lento ambular de pequeño fantasma ajeno a

cuanto ocurría en torno suyo, como si se hallara en este mundo por error, o tuviera para sí

un mundo propio, hecho de cristales a los que sólo el muñeco impedía caer y volverse

añicos.

Ahora empezaba a entender que debía haberle buscado antes un amigo y no maniatarse

tanto con el temor de que pudieran desairarlo o hacerle daño.

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Acción Poética

Y Doña Julia sonrió al recordar la aprensión que le dio ver entrar a María

como un torbellino por el vestíbulo, agitando su colita de caballo de un lado a otro. A través

de sus lentes se detuvo a mirarla. Se había puesto a rebotar la pelota contra una pared

entonando en voz queda la canción del oá. Era bien menuda y tenía ese aire travieso del

niño acostumbrado a salirse siempre con la suya. Pero de sólo oírla, a Doña Julia le parecía

que un soplo de aire corría por el patio. Tal vez ese médico estaba en lo cierto, pensó

volviendo a sus encajes. Al niño le convenía la presencia de otros críos; debía olvidarse de

lo pasado y tratarlo sin tanto mimo, y sobre todo, comenzar a alejar de sí ese eterno

desasosiego que a nada bueno conducía. Claro que era difícil, bien difícil. Por mucho que lo

intentara, allí estaría rondándola como una mala sombra la amenaza del muñeco.

Doña Julia sintió que la invadía la tristeza. Se dijo, como tantas veces, que no merecía el

final de sus días, cuando bien cabía esperar un poco de paz, tener que vivir obsesionada por

esa horrible cosa de trapo que el niño encontró en un rastrojo la tarde aquella del accidente.

Dejó rodar el tejido a su falda y recostó la cabeza en el espaldar de la mecedora. Aún no

acababa de admitir que el muñeco se extraviara, era demasiado injusto. Lo vio tirado junto

al tú y yo, impúdico y desgonzado, con su falso aspecto de muñeco, y entonces se vio a sí

misma recorriendo con una agitación sombría las habitaciones de la casa, buscándolo entre

los muebles y las paredes agrietadas por la humedad, atisbando detrás de cuadros y espejos,

removiendo carpetas y damascos y cojines. Le pareció sentirse de nuevo entre el rancio

calor de los cuartos cerrados, vaciando el pesado baúl de cuero donde se acumulaban los

recuerdos de cinco generaciones, y se dijo que no habría sido capaz de contar las veces que

registró sus armarios, ni las horas perdidas en el patio sacudiendo las ramas de los naranjos

y nísperos, esculcando con un palo las trinitarias aferradas como sanguijuelas a la pared.

Porque, y eso estaba claro, el muñeco podía aparecer en cualquier parte. Una vez lo había

encontrado sepultado bajo una cayena, otra, a punto de hervir en la olla de la leche. No

siempre habla sido así, pensó Doña Julia. Y recordó con nostalgia los tiempos en que su

única inquietud consistía en tejer suficientes encajitos de crochet para comprar aquellas

codornices y torcazas que tan bien le sentaban al niño. Y juguetes, todos los que podía. Aún

conservaba la ilusión de desplazar al muñeco. Sólo que la magia de los días transcurridos

entre agujas y madejas habla terminado abruptamente.

Fue temprano, recordó, una mañana al regresar de misa de seis. Estaba apenas quitándose el

alfiler de la mantilla frente al espejo del vestíbulo, cuando le oyó decir a la vieja Eulalia que

el muñeco había desaparecido. Así, simplemente. Sintió que de golpe el alma le

abandonaba el cuerpo. Sin pronunciar una palabra estuvo removiendo cielo y tierra a lo

largo de aquel terrible día, y cuando al fin logró topar al muñeco embutido de mal modo en

el tanque del sanitario, no quiso pensarlo más y sin contemplaciones despidió ahí mismo a

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la abismada Eulalia sospechando que la bruja que a ratos asomaba entre sus

yerbas y sus collares de ajo se había adueñado ya de su corazón. Desde entonces el polvo

que la brisa traía seguía dando vueltas en la casa, las lagartijas culebreaban por las paredes,

y como no volvieron a encontrar quien los espantara con la vara de deshollinar, los

murciélagos se colgaron en racimos y para siempre de las vigas del cielo raso.

Nada de eso tenía mayor importancia, reflexionó Doña Julia empujando distraídamente su

mecedora. Pero llevaba atravesada la espina de la injusticia cometida con Eulalia. Había

actuado impulsivamente y de eso vino a darse cuenta muy tarde, cuando a los siete meses y

del mismo modo inesperado, el muñeco volvió a perderse. No supo qué la hizo desconfiar

entonces de aquella ánima que alguna vez rondara el baúl de los recuerdos y con sus

ahorros le fue comprando un descanso de quinientas misas. Después llegó hasta imaginar la

presencia de un duende, sobre todo al reparar en el escarnio de esconder el muñeco en sitios

tan inverosímiles, y se agenció inútilmente una botella de espíritu del Carmen. Qué torpe

había sido, se dijo Doña Julia. Pero, en fin, así ocurrían las cosas, pensó resignada.

Era bastante duro reconocer en el niño el aciago propósito de perder el muñeco. Y a la

inquietud de vivir pendiente de sus actos, sumar esa helada sensación de estar

comprometida en una lucha contra algo que de pronto y con astucia se agazapaba en él. Lo

más ofuscante de todo era que no parecía haber cambiado, seguía siendo esa sombra de

niño cada día más peregrino, cada vez más ajeno a la realidad.

Doña Julia alzó los ojos para mirarlo y lo encontró absorto, contemplado a María. Pensó

que nunca lograría penetrar su apariencia remota y compacta. Era inaprehensible, precisó,

como una gota de mercurio. En el fondo no lo conocía: comprendía vagamente que se

negaba a hablar por capricho y lo adivinaba sujeto al muñeco por un vínculo extraño y

malévolo. Pero no podía aventurar más nada. Recordó que a veces lo seguía en puntillas

cuando iniciaba a través de los corredores uno de sus imprecisos deambulares, acuciada por

el deseo de sorprenderlo en el momento mismo de ocultar el muñeco. Era en vano. Como si

alguien le advirtiera de su presencia, se detenía en algún rincón, y muy lentamente iba

girando hasta mirarla con sus ojos inermes. Ella, Doña Julia, ya no se dejaba engañar. Sabía

que seguiría impertérrito velándole la hora, y en un instante, al primer descuido, el muñeco

habría desaparecido de sus manos. Así recomenzaba su angustia y la interminable pesquisa

por la polvorienta casa, mientras veía al niño languidecer con los ojos encandilados por un

punto cualquiera de la pared de su cuarto, horriblemente quieto, incapaz de ingerir ni

siquiera un sorbo de agua.

Doña Julia pensó que no había en el mundo nada más desolador: sentir, quebrada de

impotencia, que el niño se le iba en minutos como si su alma la estuviera halando el

muñeco. Y no se atrevía a contárselo a nadie, mucho menos al médico. Que la vida de un

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niño dependiera de la presencia de un muñeco era uno de esos desatinos que

presenta el devenir y de los cuales vale más callarse. Con un estremecimiento, Doña Julia

volvió a la realidad. La risa de María acababa de sacarla de sus cavilaciones: había asido al

niño de la mano y corría espantando a las palomas. Vio cómo lo sentaba a su lado en la

paredilla de la nata y le echaba hacia atrás el mechón de pelo que le caía sobre la frente.

Dijo algo en voz baja y él asintió sonriendo. Entonces le llevó las manos a la altura de los

hombros y chasqueando los dedos en una especie de ritual, inició el juego de las palmas.

Fue en ese preciso instante, Doña Julia lo recordaría siempre, cuando el turpial rompió a

cantar presintiendo el paso de las cinco. Así que comenzó a envolver en un papel de seda la

rosita de crochet a medio terminar y pensó que debía levantarse a preparar el extracto de

codorniz. Demoró un rato más en la mecedora sintiendo dentro de las piernas un hormigueo

que anunciaba la inminencia de octubre, y se prometió comprar para esas largas tardes de

lluvia muchos juguetes que divirtieran a María. Debía, lo primero, terminar cuanto antes el

mantel, se dijo mientras atravesaba el corredor. Y tal vez, conseguir una muchacha que

sacudiera el polvo. Estuvo pensando en eso todo el tiempo que pasó después en la cocina

desplumando una diminuta codorniz; en la muchacha, los pisos limpios, el olor a cera, las

ventanas abiertas otra vez de par en par.

Del patio sólo llegaba el ruido de las manos de María al chocar con las del niño. Era un

sonido seco, intercalado de pequeños silencios. Doña Julia se disponía a adobar la codorniz

con perejil y una hoja de laurel cuando oyó sonar el timbre de la puerta y los pasos de

María regresando por el vestíbulo a toda carrera para decirle que una sirvienta había llegado

a buscarla. Apenas alcanzó a ver el revoloteo de la colita de caballo girando junto a la

puerta de la cocina. Pensó que debía conducirla y prometerle que la llamaría otra tarde.

Pero no lo hizo, se sentía cansada.

Mucho después, ya la imagen del niño se gastaba en el tiempo, Doña Julia volvería una y

otra vez al recuerdo de aquel instante y con angustia pensaría que si hubiera acompañado a

María habría podido impedir que el niño le entregara el muñeco, y ella, atolondrada,

asqueada tal vez, lo echara al salir de la casa en la

caneca de la basura que, como siempre, el carro del

aseo recogió puntualmente a las seis.

autor: Marvel Moreno. Cuentos completos. Bogota:

Ed. Norma, 2001

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ACTIVIDADES

1. ¿Qué relación existe entre el muñeco y el niño? 2. Describe con tus palabras al niño del que habla el texto 3. ¿Qué quiere hacer el niño con el muñeco? Explica tu respuesta 4. ¿Por qué razón doña Julia vive obsesionada con el muñeco? 5. ¿Qué le sucede al niño cuando el muñeco desaparece? 6. Seleccione y diga los adjetivos que califican la actitud del niño. 7. El texto menciona donde estaba el muñeco: ¨olvidado al pie de un tú y yo¨ Que crees que significa un tú y yo. 8. Analiza desde tu punto de vista la relación entre el niño y el muñeco. 9. ¿Qué opinas de la situación que vive doña Julia con el niño y el muñeco? ¿Cómo crees que se podría solucionar esto? 10. Del texto se puede inferir que la tarde que doña Julia recordaría siempre se refiere a: ___ El día que el niño le entrego el muñeco a María ___ El momento en que el niño escondió el muñeco ___ El día en que despidió a su empleada Eulalia ___ El momento en que el niño encontró al muñeco

11. Quien cuenta los hechos en el texto El muñeco es: ___ Doña Julia ___ El niño ___ María ___ El narrador

12. De las siguientes construcciones verbales ¿Cuál se ajusta al tiempo en que se narran

los hechos del relato? ___ Está a su alcance ___ Sonrió al recordar ___ Invade la tristeza ___ Desaparecerá temprano

13. Del texto se puede inferir que el niño decidió entregar el muñeco a María, aun sabiendo que: - Enfermaría - Desaparecería - Moriría - Mejoraría

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DÉCIMO GRADO

CUENTO 6:

DON QUIJOTE DE LA MANCHA EN MEDELLIN

La tuerca ya no era tuerca sino lo que mi abuelo hizo de ella. Mi

abuelo hacía figuras con chatarra, con tuercas y tornillos, con

restos de alambre, trozos de lata, resortes oxidados o lo que su

mente creadora considerara aprovechable para armar la figura que

estuviera dándole vueltas en la cabeza. Cualquier objeto le servía

y mientras más extraño y disforme fuera, mucho mejor. Cuando

yo era niño y caminaba junto a mi abuelo nos deteníamos con

frecuencia porque él se quedaba mirando algo en el suelo, un

pedazo abandonado de cualquier cosa y él, picado por la

curiosidad, se agachaba a recogerlo, lo miraba, lo estudiaba, a

veces decía «esto puede funcionar como pierna», lo soplaba

fuerte para bajarle la mugre, se lo echaba en el bolsillo y

seguíamos caminando por las calles de un Medellín que no se parecía al de ahora.

Yo esculcaba el cajón donde mi abuelo guardaba las cosas encontradas, tan ajenas a mí que

no podía darles nombre. Sólo después de un tiempo, cuando él ya había incorporado la

pieza rara a la escultura cobraba sentido lo que antes no sabía qué era, mi abuelo lo había

convertido en un pie, en una boca, en la farola de un carro, en la cola de un caballo o en el

pétalo de una flor.

Los chécheres que recogía algunas vez tuvieron nombre y otros usos, y fueron parte de un

todo, pero cuando mi abuelo los tomaba en la mano ya eran lo que él pensaba hacer con

ellos; así me dijo de un piñón todavía engrasado «esta es una corona de espinas», y días

después me mostró a su Cristo crucificado en dos hierros ennegrecidos, hecho de clavos y

arandelas, coronado por el piñón, y tan real, que la grasa que mi abuelo había dejado a

propósito parecía sangre seca, la misma sangre histórica del muerto que nos endosan

después de dos mil años.

En otro momento que quisiera recordar con más claridad, aunque me ayudo de la

imaginación para retocarlo, está mi abuelo trabajando en una figura que parecía casi

terminada. Lo encontré ajustando alambres, ganchos y garfios, levantando el armazón de un

humano, sin nada de relleno. Como sostenido en el puro esqueleto se erguía un hombre de

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Acción Poética

figura larga que sin tener una cara definida ya tenía semblante de viejo triste.

Mi abuelo le había puesto barba puntiaguda y bigotes con esponjilla metálica, y cejas

gruesas que parecían dos gusanos de acero. La figura frágil se apoyaba en una lanza y en la

otra mano le hacía contrapeso una tapa de hierro, el abuelo dijo «ese es el escudo». Dio un

par de pasos hacia atrás para ver su obra de lejos, inclinó la cabeza a un lado y luego al otro

para buscar algo nuevo en cada ángulo, dijo «le falta la bacía en la cabeza, como la que

confundió con el yelmo de Mambrino».

Se me pierde en el olvido mi reacción a las palabras extrañas del abuelo, ¿qué podría estar

diciéndome?, a lo mejor pensé que el abuelo ya comenzaba a enredarse, o tal vez no pensé

nada y solamente le habré preguntado, señalando la escultura, «¿y este quién es?», y él me

habrá mirado sorprendido, «cómo así, ¿no sabés quién es este?», se extrañaba de que no me

hubieran hablado de él en el colegio, de que yo no lo hubiera oído mencionar antes, y como

yo seguía con cara de despistado, él dijo «este es don Quijote», seguí en las mismas y le

insistí «¿y ese quién es?», y más aterrado todavía, el abuelo me explicó «pues este es, nada

más y nada menos, que el valeroso caballero don Quijote de la Mancha». Pude haber

seguido con mi lista de preguntas, «¿por qué valeroso?», «¿dónde tiene la mancha?», «¿por

qué es casi tan flaco como su lanza?», pero preferí ayudarle a escarbar en su cajón. Le

pregunté «¿qué estás buscando?», él me dijo «algo que me sirva de bacía», «¿de qué?»,

pregunté, el abuelo dijo «el sombrero, don Quijote se ponía una bacía de sombrero», y me

explicó con precisión de diccionario que la bacía era una vasija de metal usada por los

barberos de antes para remojar la barba, poco honda, muy ancha y con una hendidura

semicircular adaptable al cuello. Por mi expresión entendió que yo no había entendido nada

y me dijo «es como una bacinilla que se pone aquí», se tocó la quijada y añadió «para

afeitar la barba», y yo me reí de sólo pensar que alguien pudiera llevar una bacinilla por

sombrero. Hubiera pensado que eran inventos del abuelo, uno más de los personajes y las

historias que se ingeniaba para aferrarnos a un mundo que en pocos años desaparecería para

nosotros, el mundo de la fantasía, al que creí que pertenecía don Quijote de la Mancha, y

efectivamente, en el momento en que dejara de habitar de ese mundo y me hiciera adulto,

iba a entender lo probable que era terminar con una bacinilla en la cabeza y bañado en mis

propios excrementos.

Yo crecía mientras el abuelo continuaba buscando entre los arrumes de chatarra la pieza

que le sirviera de bacía a la figura inconclusa de don Quijote.

No quería recortarla de un latón para hacérsela a la medida, quería encontrarla del tamaño y

la forma precisa, sin que él tuviera que intervenir para modificarla, decía «si don Quijote

vio en un cacharro su sombrero, yo tengo que encontrarlo en las ruinas de cualquier

máquina». Se metía en los talleres a buscar entre los desperdicios, les describía a los

mecánicos la parte que estaba buscando, insistía «tiene que tener una muesca como la de

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Acción Poética

una medialuna», caminaba atento a lo que estuviera botado en una acera, me

decía «si de pronto ves algo así en tu colegio», y yo le aclaraba «ya no estoy en el colegio,

abuelo, ya entré a la universidad», me decía «pues bueno, en la universidad», se quedaba

pensando y decía «podrías preguntarles a los de ingeniería mecánica…», se quedaba

pensando, sacudía la cabeza y decía «algún día aparece, a toda figura le llega la pieza que le

falta».

Una mañana el abuelo se asomó a la ventana y vio pasar por la calle a un chatarrero que iba

en una carreta tirada por un caballo tan andrajoso y flaco como el mismo hombre que lo

arreaba, la carreta iba llena de cachivaches y el abuelo salió de la casa corriendo para

alcanzarla, llamó a los gritos al carretero, lo siguió al trote hasta que el hombre entendió

que era a él a quien mi abuelo buscaba. El hombre miró el dibujo de la bacía que había

pintado el abuelo, vista desde varios ángulos, el abuelo le aclaró «y tiene que ser de este

mismo tamaño», el hombre le preguntó «¿y para qué la necesita?», el abuelo le respondió

«para ponérsela de sombrero a don Quijote de la Mancha», el hombre le dijo desde la

carreta «ah, entonces puede ser un poco más grande», mi abuelo negó, dijo «no, no, no

puede quedarle grande», el chatarrero dijo «sí puede. Acuérdese de la risa de Sancho

cuando don Quijote se puso en la cabeza la vasija que dejó el barbero por huir a la carrera,

le quedaba grande y don Quijote pensó que el dueño debió de ser alguien con una cabeza

enorme».

El abuelo se quedó mudo cuando oyó a aquel hombre harapiento hablar con propiedad de

un tema que todo el mundo menciona pero pocos conocen, los pormenores del Quijote, y

más perplejo quedó cuando el hombre se dio vuelta para mirar la carga que llevaba y dejó

ver que le faltaba una pierna.

«La derecha», me contó el abuelo, «le falta de la mitad del muslo hacia abajo», le pregunté

«¿camina en muletas?», el abuelo me dijo «sólo en una; tuvo que vender la otra en un

apuro». Me contó que el hombre se llamaba Néstor, que había sido soldado, que todavía era

joven y que perdió la pierna con una mina quiebrapatas que sembró algún desalmado; el

abuelo me dijo «Néstor me invitó a subirme con él en la carreta para que buscara entre sus

cacharros mientras él terminaba el recorrido», le pregunté «¿te subiste», él me dijo «claro,

pero no para buscar la piecita sino porque me intrigó su conocimiento del Quijote». Contó

el abuelo que mientras esculcaba entre las latas y los hierros iba preguntándole a Néstor

cosas de su vida, que Néstor le dijo «cuando perdí la pierna quedé muy deprimido, creí que

todo había terminado y en un ataque de rabia pedí que me llevaran el Quijote», el abuelo

preguntó «¿por rabia?», «sí, por rabia», dijo Néstor y agregó «yo también caí en la trampa,

como don Quijote». El caballo no quería seguir carreteando y Néstor le chifló para

animarlo, el animal obedeció y Néstor le dijo al abuelo «el mundo de afuera es una trampa,

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señor», el abuelo le dijo «Benjamín», y Néstor le dijo «es una trampa,

Benjamín, que se renueva a diario para que nadie se salve de caer».

Luego supe que el abuelo había vuelto a encontrarse con Néstor, dos días después, y que

esa vez también se subió en la carreta y lo acompañó en el recorrido. El abuelo seguía sin

encontrarle sombrero a don Quijote, y con esa excusa salió otra vez a acompañar al

chatarrero. De esa vez el abuelo no contó mucho, solamente dijo «Néstor vive en un

tugurio», al rato volvió a decir «se sabe de memoria partes del Quijote y vive en un

tugurio», y antes de irse a dormir, dijo, casi para sí mismo «le entregó la pierna a este país y

vive en un tugurio»; por cambiarle el tema le pregunté «¿y la bacía, abuelo?», me respondió

«algún día aparece», como si ya no le importara. A la semana siguiente volvió a pasar

Néstor y el abuelo se trepó a la carreta, esa vez sin excusas; yo lo vi subir y vi cuando

saludó a Néstor de mano.

Por esos días yo andaba con ganas de enamorarme por primera vez, de enamorarme en

serio, no sabía de quién pero estaba muerto de ganas. Sin embargo, la situación no era

propicia como para buscar amores. Medellín, mi ciudad, estaba enloqueciendo, había caído

seducida por una alucinación, todos caímos confundidos por el espejismo del dinero, de la

droga y el poder, y cuando aparecieron los síntomas de la demencia ya era muy poco lo que

podíamos hacer por nosotros mismos. Yo le pregunté al abuelo «¿qué es lo que está

pasando?», él se estaba alistando para salir de correría con Néstor, y mientras se acomodaba

una cachucha a cuadros para proteger su calva del sol, me dijo «lo que te voy a decir me lo

dijo Néstor, porque yo también le pregunté qué estaba pasando, él ha estado en la guerra y

sabe más de estas cosas». Todos en Medellín nos preguntábamos lo mismo, «¿qué está

pasando?», pero solamente unos pocos se atrevían a responder y los que respondían no

atinaban con una respuesta que convenciera. «Que nosotros», había dicho Néstor, «todos

nosotros habíamos inventado los gigantes para presumir de grandes, y que llevamos adentro

un gigante falso para negar que en verdad todos somos enanos», yo dije «Néstor tiene más

de loco que de enano», y al abuelo no le gustó mi comentario, le molestaba que

últimamente nos hubiéramos vuelto muy prevenidos con Néstor, no nos parecía muy

sensato que el abuelo anduviera por toda la ciudad encaramado en una carreta destartalada,

acompañado de un desconocido que deliraba, aguantando las inclemencias del tiempo en

una Medellín donde además de agua llovía metralla. Pero no había nada que hacer, cada

vez que el abuelo oía los cascos del caballo y el chirriar de la carreta acercándose a la casa,

abría los ojos emocionado, se calaba la cachucha, se aperaba de una ruana y salía sin

despedirse, sordo a cualquier advertencia, como un niño atraído por la calle.

autor: Jorge Franco. Don Quijote de la Mancha en Medellín.

Barcelona: Ed. Planeta, 2005

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ACTIVIDADES 1. Previamente se pedirá plastilina y cada estudiante elaborara la figura de Don Quijote de

la Mancha. 2. ¿Qué significa la palabra bacía? ¿Qué relación tiene dicha palabra con Don Quijote de

la Mancha? 3. Según el texto ¿Qué mundo habita el abuelo? 4. ¿Dónde quería encontrar el abuelo la pieza que le hacía falta para armar la figura de

Don Quijote? ¿Por qué? ¿Qué relación tiene esta situación con la obra de Cervantes? 5. ¿Qué argumento expone el chatarrero frente al tamaño de la bacía? 6. Identifica y caracteriza con tus palabras al que cuenta los hechos en el texto. 7. Reemplaza las palabras subrayadas por otras que no cambien el significado de las

expresiones: - Se me pierde en el olvido mi reacción a las palabras inexplicables del abuelo

- Pues este es, nada más y nada menos que el valeroso caballero Don Quijote de la Mancha.

- Como sostenido en un puro esqueleto se erguía un hombre de figura larga.

- Solo después de un tiempo, cuando él ya había incorporado la pieza rara a la escultura, cobraba

sentido lo que antes no sabía que era.

8. Expresa tu opinión acerca del oficio y personalidad del abuelo.

9. ¿En qué contexto social vive Néstor? ¿Qué opinas al respecto?

10. ¿Por qué el abuelo se indigna por las condiciones en que vive Néstor? ¿Qué hubieras

hecho en su lugar?

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Acción Poética

11. Según el texto, el oficio del abuelo es:

- La pintura

- La escritura

- La escultura

- La carpintería

12. Una de las figuras que realiza el abuelo es:

- Un Cristo hecho de clavos y arandelas

- Un yelmo de Mambrino

- Un chatarrero de Medellín

- Una corona de espinas

13. La relación que se establece entre el abuelo y Néstor se caracteriza por:

- La injusticia y la pobreza

- La curiosidad y la búsqueda

- La melancolía y la aventura

- La lectura y la aventura