danlalalán (lo mejor)

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Danlalalán, João Guimarães Rosa Conocía de memoria el camino, cada punto y cada vuelta, y comúnmente no ponía mayor atención en las cosas de siempre: el campo, la concha del cielo, el ganado en los pastizales (…) (266) En Andrequicé todos la obsequian, le demostraban mucho aprecio, le anteponían un “doña Doralda”. Doralda era hermoso, buen nombre. Era una niñería que encaprichara: —Mi Bien, ¿por qué no me llamas como me llamaba mi madre, Dola? Lo decía alegre, con esa voz suya, firme, clara, libre, como por ahí sólo la tienen las muchachas de Curvelo. El otro nombre—Dadá— nunca lo recordaba; y el sobrenombre que también le daban cuando él la había conocido, Sucena, eran poesías deshechas en el pasado, un pasado que, si uno lo ayuda, hasta Dios lo olvida. (269) Desde antes su mujer había notado eso, con su hermoso estilo bahiano —la risa un poco ronca, no fuerte pero con una abierta franqueza casi de hombre, sin perder el calor colorido, eso que es propio de la risa de la mujer muy mujer: que no se separa de la persona, parece más bien que todo lo llama hacia dentro de sí. (266) Su alma, su calma. Soropita fluía rígido en un devaneo, uniforme. (267) Aunque, por su gusto, a Soropita le sabía mejor dormir en cama o en catre que no en hamaca. Lo mismo le pasaba con los sueños: pues en cama ajena, la no acostumbrada, a menudo soñaba pesado, cuando no una pesadilla de que había puesto su cabeza escondida en un rincón— rápidamente necesitaba buscarla, y amanecía al revés, los pies en la cabecera; desde hacía un tiempo así era. (268) Que no le preguntaran de dónde y cómo tenía esas profundas marcas; era un martirio lo que a la gente le daba por especular. No respondía. El pesar en esas cosas del pasado, ya lo atormentaba. “Pienso que yo siento el dolor más que los otros, más hondo...” (273) Soropita pensó que nunca más tendría ánimo para seguir viviendo, hasta pensó en pegarse un tiro en la cabeza, terminar de una vez, para no quedar tirado por ahí, prisionero de tantas lastimaduras ruines, de tanto desastre posible, de todo tipo de dolor que podía uno llegar a tener la necesidad de curtir, en el pobre cuerpo, en la propia carne. La vida era algo desesperado. (273-274) Ni siquiera su mujer averiguaba dónde había conseguido esas 1

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Page 1: Danlalalán (lo mejor)

Danlalalán, João Guimarães Rosa

Conocía de memoria el camino, cada punto y cada vuelta, y comúnmente no ponía mayor atención en las cosas de siempre: el campo, la concha del cielo, el ganado en los pastizales (…) (266)

En Andrequicé todos la obsequian, le demostraban mucho aprecio, le anteponían un “doña Doralda”. Doralda era hermoso, buen nombre. Era una niñería que encaprichara: —Mi Bien, ¿por qué no me llamas como me llamaba mi madre, Dola? Lo decía alegre, con esa voz suya, firme, clara, libre, como por ahí sólo la tienen las muchachas de Curvelo. El otro nombre—Dadá— nunca lo recordaba; y el sobrenombre que también le daban cuando él la había conocido, Sucena, eran poesías deshechas en el pasado, un pasado que, si uno lo ayuda, hasta Dios lo olvida. (269)

Desde antes su mujer había notado eso, con su hermoso estilo bahiano —la risa un poco ronca, no fuerte pero con una abierta franqueza casi de hombre, sin perder el calor colorido, eso que es propio de la risa de la mujer muy mujer: que no se separa de la persona, parece más bien que todo lo llama hacia dentro de sí. (266)

Su alma, su calma. Soropita fluía rígido en un devaneo, uniforme. (267)

Aunque, por su gusto, a Soropita le sabía mejor dormir en cama o en catre que no en hamaca. Lo mismo le pasaba con los sueños: pues en cama ajena, la no acostumbrada, a menudo soñaba pesado, cuando no una pesadilla de que había puesto su cabeza escondida en un rincón— rápidamente necesitaba buscarla, y amanecía al revés, los pies en la cabecera; desde hacía un tiempo así era. (268)

Que no le preguntaran de dónde y cómo tenía esas profundas marcas; era un martirio lo que a la gente le daba por especular. No respondía. El pesar en esas cosas del pasado, ya lo

atormentaba. “Pienso que yo siento el dolor más que los otros, más hondo...” (273)

Soropita pensó que nunca más tendría ánimo para seguir viviendo, hasta pensó en pegarse un tiro en la cabeza, terminar de una vez, para no quedar tirado por ahí, prisionero de tantas lastimaduras ruines, de tanto desastre posible, de todo tipo de dolor que podía uno llegar a tener la necesidad de curtir, en el pobre cuerpo, en la propia carne. La vida era algo desesperado. (273-274)

Ni siquiera su mujer averiguaba dónde había conseguido esas señales de arma ajena; adivinaba que él no quería. Pero cuando estaban acostados en la cama, Doralda pasaba sus manos por los gruesos costurones, uno por uno, ah mano fácil, sorpresas suaves, le pasaba la mano por todo el cuerpo, él se estremecía, no de cosquillas: por lo bueno, de ansias. Miel en las manos, ni parecía posible una caricia de dedos con tanta suavidad. A las mujeres les gusta exprimir espinillas y puntos negros, adueñarse astutamente del cuerpo del hombre, de la cara del hombre. (274)

Lo que criticaba, en broma, era que él no quisiera beber, de vez en cuando, ni un trago. — “Es bueno, mi Bien: da un calorcito que obliga a quererse más lento, más sentido…” Coqueteaba. —“Pones una mano en mí y se me enchina la piel. Me vuelvo agua…” (275)

A la llegada, al gobierno de cada cosa agregaba la observación de todo, caliente en el recuerdo. Lo que iba a volver a tener. (278)

No tuvo necesidad. Ya la otra noche se ufanaba del todo, sano de acero, qué felicidad. Meses después, el quebranto de la debilidad le quiso volver, pero no fue grave. Porque él tuvo, para salvarse, al instante, la idea de inventar, Doralda, su lengua, temblores en el cuello de él, en las orejas, como ella sabía — tan dichosamente que todo pasó. (285)

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(…) era incluso demasiado hombre, lo que a Dios agradecía. Si no, ¿para qué vivía uno? Todo en lo diario, deforme, aborrecible y desparramado, sucio, triste, trabajaos y cuidados, desgracias, y el miedo de tantas sorpresas malas, todo se convertía en cansancio. Hasta el momento en el que el hombre se recomponía junto a una mujer (285)

(…) aprueba lo que digo: cuando estás con una mujer es cuando te sientes como un lord, con el perdón…Que se está vivo, propiamente. Fuera de eso, todo es polvo y paja, cascarilla. (…) El hombre no se pertenece. Pero ves a una mujer y se acabó lo peor. Todo recomienza, se recupera el valor. (302)

(…) eso había pasado lejoslejos. Pero en el manso del desdoblar de la memoria— el goce de hilar fino finalmente lo que en un tiempo él había sido—eso sí podía, que en sus adentros cada uno reina; placer de sombra. (285)

Los naranjales del campo germinaban su olor lastimoso; después loa arrayanes, el olor asaz alegre, que se sentía más en la boca, en lo excelente; después la flor del pasto meloso, animal y suave; y, ufa, esos perfumes sucesivos indicaban que había cruzado el mezquital, seguido por un bosquecito ralo y unos pastizales; mas Soropita no escuchaba con atención las pisadas de Cablocín, manos en el camino: ahora el mundo de afuera se filtraba, disimulado, furtivo, en los dibujos de lo que existe, los ruidos y olores agrestes entraban en el alma de su recordar. (286)

Sus recuerdos eran aguas arrastradas. Con Doralda, una noche, habló de eso, de la mocita linda con el lunarcito negro encima del borde de la boca; no sabía por qué lo había hecho, sin intención razonable, sin querer hablar, pues nunca conversaba sobre los agravios de sus pasados. (286)

Soropita se entregaba: repasaba en la cabeza cuadros morosos, lo vivo que había estado inventando y gustando, de a poco, en aquellos

viajes entre el An y el Adrequicé y el An, y que retomaba, cada vez, la confección, la trama, el final, el espesor, más verdadera que una historia muy releída y de memoria. Su secreto. Ni siquiera Doralda lo sabría; ni siquiera cuando él, cercano, invocaba aquellos pensamientos. De ella, de él, de la vida que separados había llevado, de eso no hablaban ni destejían — que el sapo en la muda se come la piel vieja. Era como si no hubiese habido un principio, o como si en común para siempre hubiesen acordado el olvido. (287)

Dalberto todo lo rejuvenecía. Preguntaba sobre lo antiguo y sobre lo nuevo. Encontraba a Soropita bien, gallardo, moderno, sin cambios. (291)

Recordaban, tenía que saltar ese espacio hacia atrás, la necesidad de comparar. (296)

Soropita sabía que todo revólver tiene la seña de su historia marcada casi como una persona. Sólo Dalberto era quien acostumbraba tener esos recuerdos con agrado. (299)

Soropita se olvidaba de sí mismo en el quito movimiento de aquel ganado Malabar pesado, montañas de toros de la India, fáciles de conducir, mucho mejores que los bueyes comunes, porque parecían unos niños grandes, muy arrimados unos con otros, tan reunidos en el destino de mansos, lentos, en un alargamiento, como nubes— daban lástima. No se quejaban, no decían querellas, no se salían de los límites, nunca; aguantaban cualquier carencia. Como si supieran que, hace mucho, habían perdido la gerencia de algo; podían pasar cubiertos de flores. En su camino, bajo el sol, la sed y la caminata, muchas marchas, lo acompañaban a uno, morosos, en el mismo consuelo, el calor de sus cuerpos, el olor grueso, entero, mayor que la inocencia. Azulejos, bayos, cenicientos, plateados, los cuernos negros, los cascos negros— meneando las jorobas, las anchas barbas, los ombligos colgados; abanicando las enormes orejas porque sí, levantando siempre las cabezas altaneras para poder observarlo a uno de frente, por encima de los hocicos negros; mirando de esa manera con los ojos torcidos, ya

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adormecidos, abandonados en el sueño de una aceptación, pero esos ojos con una lucecita clavada, luz de una lejanía donde nadie podía volver. En medio de ellos, al paso, a veces uno se perdía, se podía tener miedo, un respeto inmenso— el aliento corto, los resoplidos, el bramido como una tos, y raramente el berrido triste, que no es berrido; el silencio entre ellos, como si hablasen: tan corpulentos, tan forzudos, podían, si quisieran, derribarlo todo. Bastaba el secreto de una palabra, la mano deslizándose suave por su piel, se podía estirar el cuero, doblarlo de tan suave, como si se untara una pomada, y suave, suave— gemían por dentro, el susurro de una abeja lejana, y obedecían al mando del hombre, como si Dios les hubiese dado, para siempre, la bendición de un juicio mayor. Uno se despedía de ellos cuando, por la tarde, el ganado del viaje iba a pastar. Comían poco; poco dormían. Y aun en la oscuridad, al caer la noche, estaban allá echado, callado y juntos, todos viendo hacia un mismo lugar, esperando el romper de la aurora. Esperaban sin esperanza. (299-300)

Él no quería que ella lo notase inquieto; que no hiciera preguntas. Y él también tenía que sentarse: de pie, sentía el sinsentido de no ir de inmediato, lo que sería natural—ya que no estaba cansado, y así tan a gusto… Se sentó antes que Mora y Zuz ocuparan su lugar. Ésos del An, siempre mansos, todos en su desvalor de sí mismos, de sus presencias. Gente sin esfuerzo de tiempo, ni siquiera de ambición fuerte, gente como sin sangre, sin sustancia. Sucediera lo que sucediese alrededor, ésos boyaban un poco por ahí y regresaban a repegarse como un montoncito de polvo en el agua. ¡Si ellos no fuesen así, como que llamando todo lo malo que pudiese venir y aposentarse, si ellos no desplegasen esa resignación de aceptarlo todo, esa pereza sin nervio— que en medio de personas duras y animosas, las cosas marcharían de otro modo, lo posible correría y entraría en un molde limpio de vida segura! (315)

Lo que Dalberto debía de haberle preguntado: ¿cómo era posible que el ciego guardara, apresara a una persona por la voz, en su ceguera cerrada? Esa voz debía moverse, allá adentro, entre tinieblas, como muchas víboras brillantes. ¿Podría reconocer a todas las personas que iba encontrando por este mundo? Así, un ciego no miraba y que todo lo sabía, podía llegar de repente, señalar con el dedo y gritar: — “¡Tú eres Soropita!” Si así fuese, ¿por qué había ciegos? Dios pudo haber echado a los ciegos al mundo para que vigilen a los que ven. Estos ciegos, como los valientes bravucones, los fanfarrones, habían sido enviados como castigo de todos, para destruir el sentido del buen sosiego. Pensar en ellos era como oír a un valentón discutiendo, desafiando, alcanzaba para arrastrar el resto de la vida la vergüenza ajena. (301)

Dalberto su vecino hablaba sereno, no como quien cuenta desatinadas bravatas, sino como quien abriga un polvito de nostalgia en el hueco de la palma de la mano. (303)

¿por qué de todo eso sólo se levanta en el recuerdo lo que brilla por gracioso, fino y bueno, las migajas que iban creciendo, creciendo y adueñándose de todo? Aún más fuerte y sutil que la petición del cuerpo, era aquella nostalgia sin peso, la necesidad de encontrar el poder de un derecho hermoso en revés de las cosas más feas. (305)

Dalberto contra corriente, Dalberto le contaba, contaba… Viendo y sabiendo el pan del pensamiento de Soropita, como si todo en este mundo estuviese enraizado y reunido, en una oscuridad clara, el caber de la gente. (307)

Dalberto miraba. Causa por la que miraba. Dentro de sí, Soropita se venía desdesenrrollando, recogiendo, a salto de mata, atrás de la mata, se enfriaba. Cachos y cosas que vuelven de los aires. Un pedazo de vela acabándose en la oscuridad. Se mordía la lengua. Cosas verdaderas, cada quien las guarda dentro de sí, consigo. Cada cual su rumbo. Cruzar aquello, embebiéndose en agua

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sola. “El casamiento te da tranquilidad…”, lo dijo, voz baja y poco ruido. Dalberto en blanco.Tardó en volver a hablar, callando. Sabía pensar, cuidarse. En el entretiempo, su propia cabeza lo encaminaba a otra parte, hacia cualquier asunto; le gustaba poner los ojos en lo verde. Una sombra de disgusto lo rozaba, sorda, como un medio aviso, algo malo por venir, no renovada en la memoria, mal olvidada. Respondía a las preguntas de Dalberto: (308-309)

Doralda era suya, porque él podía y quería, como un perro la había deseado. No era idiota. Entonces, que Dalberto lo supiera. Allí, en medio de la plaza abierta, ¡que supiera y aprendiera que el pasado de uno o de una no te indemniza, que todo lo que vale para siempre y no se puede deshacer está en el desenlace de un hablar y gritar lo que te viene en gana! ¡Lo demás me retumba y le parto al que le parta, que los hombres mandan! ¡Los hombres machos son superiores!… ¡¿Entonces qué?! ¡Pues ahora esta orgía la arreglo con otra orgía! (326)

Todo ella en sobresí, mojando un convite. La bizquera de los ojos. Leve, palomeaba. Soropita la abrazó: era el total sopetón de la muerte, sin sus negruras de incerteza. Soropita, un pensamiento alcanzó a pasar por él, una visión: en lo más profundo de aquellos ojos, alguien se reía de él. Ahora, después, él volvía a abrazarla. Era una niña. Era suya, la sombra de él mismo, y que de él dependía. (341)

Si él pudiera tener siempre, siempre, sin final, sin nunca detenerse, su fuerza de hombre, de persona bebida, con Doralda en los brazos, ésa era la única manera de no tener la necesidad de guardar malos recuerdos, pensamientos ruines; un alivio definitivo, como el de Vivín, que medía terrenos, aguardiente más aguardiente, acabándose poco a poco. (343)

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