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D0CUMENTACION SOCIAL REVISTA DE ESTUDIOS SOCIALES Y DE SOCIOLOGIA APLICADA

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D0CUM E NTACIONSOCIAL

REVISTA DE ESTUDIOS SOCIALES Y DE SOCIOLOGIA APLICADA

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DOCUMENTACIONSOCIAL

REVISTA DE ESTUDIOS SO CIALES Y DE SO CIO LO G IA APLICADA

N.° 67 Abril-Junio 1987

Consejero Delegado:

Fernando C arrasco del Río

Director:

Francisco Salinas Ramos

Consejo de Redacción:

Javier Alonso Enrique del Río Carlos G iner José Navarro Miguel Roiz María Salas José Sánchez Jim énez C olectivo lOE '

EDITA:CARITAS ESPAÑO LA

San Bernardo, 99 bis, 7° 28015 MADRID

CONDICIONES DE SUSCRIPCION Y VENTA 1987

España: Suscripción a cuatro números: 1.900 ptas.Precio de este número: 650 ptas.

Extranjero: Suscripción 40 dólares.Número suelto: 12 dólares.

DOCUMENTACION SOCIAL no se identifica necesa­riamente con los juicios expresados en los trabajos firmados.

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CIUDAD Y CALIDAD DE VIDA

COORDINADOR DEL NUMEROJOSE ANTONIO CORRALIZA RODRIGUEZ

Universidad Autónoma de Madrid

DOCUMENTACIONSOCIAL

REVISTA DE ESTUDIOS SOCIALESY DE SOCIOLOGIA APLICADA

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Depósito legal: M. 4.389-1971

Gráficas Arias Montano, S. A. - MOSTOLES (Madrid) Diseño de portada: Ponce

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SUMARIO

Presentación.

9 • 1 La ciudad y la calidad de vida.José Antonio Corraliza Rodríguez

21 • 2 El hecho urbano: su significado psicosocial.Amalio Blanco Abarca.

43 • 3 Reestructuración Económica, revolución tecnoló­gica y nueva organización del territorio.

Manuel Castells

69 • 4 La ciudad, ¿monotonía o sobrecarga?Francisco Rodríguez Sanabra

83 • 5 La ciudad más que dual: pobrezas y alter-accio-nes.

Tomás Rodríguez-Villasante

105 • 6 La racionalidad de la ciudad impasible.José Miguel Fernández Dols

121 • 7 Los nuevos espacios de la ciudad: criterios paralas propuestas del diseño y la participación de los usarlos.

Fernando Hernández y Hernández

133 • 8 Satisfacción residencial: un concepto de calidadde vida.

Juan Ignacio Aragonés y María Amérigo

n.° 67 Abril-Junio 1987

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155 • 9 Niños de Musgueira: un estudio sobre la ecologíasocial de un barrio de chabolas.

L. Soczka, A. Pereira, P. Machado y E. Boavida

173 • 10 La ciudad, la salud y el comportamiento social.Bernardo Hernández

181 • 11 Las barreras ambientales de la ciudad: obstáculosa la normalización personal y contextual en el caso del retraso mental.

Víctor J. Rubio, José Manuel Hernández y María Oliva M.

203 • 12 Ruido v sus efectos en la población. El caso deMadrid.

Isabel López Barrio

219 • 13 Diferenciación residencial y areas sociales de laciudad.

Beatriz Cristina Jiménez Blasco

23 L • 14 Calidad de vida en la ciudad: claves para su com­prensión contextual.

Enric Pol y Manuel Domínguez

243 • 15 Participación ciudadana y metrópoli.Concha Denche Morón y Julio Alguacil Gómez

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Presentación

Yo he vivido durante muchos años viendo de lejos la ciudad. En algunos momentos, lejanos ciertamente, sin sospechar siquiera sobre su diferencia con los pequeños pueblos. Las ciudades entonces eran simples nombres que figuraban en las cartas de los parientes que estaban lejos. Más allá del nombre y más allá de los años, la ciudad se fue convirtiendo en algo espectral, el mundo de lo desconocido y diferente. Poco a poco, tiempos después, la ciudad empezó a tomar cuerpo como «lugar de destino», et lugar de los nuevos sueños del desarrollo. J. McGrath decía que los ruidos de la ciudad fueron, cier­tamente, los cantos de sirena de la generación que vivió intensamen­te el tránsito hacia la sociedad desarrollada. Hoy estos ruidos se han convertido, sin embargo, en el síntoma de uno de los problemas sociales de mayor envergadura de nuestro tiempo.

El tópico a partir del cual queremos destacar el carácter proble­mático de la ciudad es el de calidad de vida. Aun siendo conscientes de las limitaciones conceptuales del término, lo hemos mantenido para introducir, con él, la referencia a todos aquellos aspectos que amenazan las condiciones de la vida cotidiana. Al mismo tiempo, en su contenido incluye la posibilidad de mejora, de optimación de los recursos existentes, de incremento de la calidad de vida urbana.

En este número de DOCUMENTACION SOCIAL autores de muy diversa adscripción presentan sus reflexiones y trabajos sobre aspectos diferentes de la calidad de vida urbana. Sin embargo, hay algunos elementos generales en todos ellos. El primero es, sin duda, la consideración de la ciudad como un complejo ambiental formado por «ambientes» muy diferenciados. El paisaje urbano es, casi por definición, el paisaje que resulta de la conjunción y/o confrontación

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indivisible. Parece evidente que todos los aspectos que conforman el complejo ambiental de la ciudad están íntimamente relacionados, de forma tal que las variaciones y cambios en la dimensión de la vida urbana afecta al resto de las dimensiones que la conforman. El se­gundo elemento puede definirse como la necesidad de considerar las dimensiones físicas a la par que las dimensiones sociales. La ciudad es un universo en el que ambas están en estrecha vinculación. Se requiere, por tanto, aportaciones desde distintas perspectivas y ello más que un lujo intetectual es un requerimiento inevitable para la comprensión del hecho urbano. La conjunción de esfuerzos de los psicólogos, sociólogos, geógrafos, arquitectos y trabajadores sociales es una exigencia de la complejidad misma de los fenómenos, y las vías de su concreción es un tema sobre el cual los propios estudios deben reflexionar. La específica aportación que se puede hacer desde la psicología ambiental, área relativamente novedosa en España, debe ser especialmente tenida en cuenta.

En el presente número «CIUDAD Y CALIDAD DE VIDA» se incluyen en primer lugar diversos trabajos que profundizan sobre datos básicos que muestran la relevancia y significación del proce­so histórico de urbanización y su forma más palpable, la ciudad.J. A. Corraliza en su artículo «La ciudad y la calidad de vida», ofrece una visión global de la problemática de la ciudad y una sínte­sis de los distintos modelos para el estudio psicosociológico de los fenómenos urbanos. Es un artículo introductorio a todos los demás y al conjunto del número. E l trabajo de A. Blanco aborda la signifi­cación psicosocial del medio urbano y, en general, el proceso de urba­nización. M. Castells, por su parte, actualiza algunas de las tesis sobre la nueva crisis urbana a partir de la consideración de los nue­vos procesos de reestructuración económica y desarrollo tecnológico. F. Rodríguez Sanabra, desde otra perspectiva, incide sobre los aspec­tos relacionados con la experiencia de La vida en la ciudad, discutien­do sobre las hipótesis psicológicas mas importantes. T. Rodríguez Villasante profundiza en las implicaciones que la ciudad tiene en la creación de situaciones de pobreza y marginalidad, subrayando las posibilidades de superar la actual «catástrofe» de la vida urbana. J. M. Fernández Dols, estudia las implicaciones en la vida urbana, tiene algunos datos psicosociales básicos. F. Hernández, por su parte, revisa el problema del diseño de entornos en la ciudad, insistiendo

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en la necesidad de reflexionar sobre nuevos criterios para el diseño de espacios.

En una segunda parte, se incluyen trabajos más específicos he­chos desde distintas perspectivas, sobre las dimensiones que pueden ser englobadas en el hecho de la calidad de vida urbana.

El trabajo de]. I. Aragonés y M. Amérigo, revisa el conjunto de estudios que se han hecho en el campo de la psicología ambiental para conocer las dimensiones de la satisfacción de la calidad de vida subjetiva. El de L. Soczka, A, Pereira, P. Machado y F. Boavida, recoge una experiencia de investigación en Musgueira en que se refle­jan tas posibilidades de investigación y estudio de una realidad con­creta. B. Hernández reflexiona sobre el tema de las relaciones entre salud y comportamiento social en la ciudad, aportando pistas sobre cómo trabajar en este campo. V. Rubio y ]. M. Hernández, ofrecen una visión sobre uno de los aspectos que más claramente pueden ilustrar la incidencia social del medio físico, las barreras ambientales, concepto éste que procede de la extensión del conocido de barreras arquitectónicas. B. Jiménez, repasa el tema de los criterios para la definición de áreas en la ciudad presentando los resultados de un importante estudio sobre este aspecto en Madrid.

I. López, por su parte, presenta los datos de una extensa investi­gación, la primera ae estas características en España, con el fin de realizar un mapa acústico de Madrid, sugiriendo las implicaciones del ruido sobre la vida cotidiana y la experiencia de la ciudad.

En la tercera parte y desde una perspectiva crítica, E. Pol y M. Domínguez, consideran el problema de la calidad de vida en ía ciudad, sugiriendo la necesidad de considerar el proceso psicológico de apropiación de espacio y, finalmente, C. Denche y J. Alguacil reflexionan críticamente sobre los cauces y vías de participación de los ciudadanos en la resolución de los complejos problemas de la vida urbana.

Quiero aprovechar la ocasión para agradecer la colaboración de las personas que han hecho posible este número. En primer lugar, a los autores por la aportación realizada y el estoicismo con que han soportado las presiones del coordinador de este número.

Especial mención merece el agradecimiento del Consejo de Re­dacción y del Director de la Revista a J. A. Corraliza por el esfuerzo y dinamismo que ha puesto en la estructuración y coordinación del

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número; a J. Echenagusia, a la Asamblea de Madrid y a la revista «Alfoz» por la posibilidad de disponer de uno de los textos aquí incluidos. Asimismo agradecer el apoyo y colaboración de V. Renes y Christian Zlonsiki que ha ido más allá de lo exigible.

Muchos artículos no han podido ser recogidos en este número, sin embargo, con los que aquí se presentan se han pretendido clarifi­car y aportar ideas para profundizar y continuar el debate abierto en otros números de DOCUMENTACION SOCIAL («La acción de barrios», núm. 19, julio-septiembre 1975; «Degradación de la vida y medio ambiente», núm. 38, enero-marzo, 1980; «Salud y sociedad», núm. 43, abril-junio 1981; «¿España una sociedad enferma?», nú­mero 47, abril-junio 1982; «Paz y desarme», núm. 52, julio-septiem­bre 1983) y por otras instancias (revistas, colectivos, fundaciones, asociaciones, etc.).

Por último, quisiera destacar que la solución de la pobreza en la ciudad no se consigue cambiando su ubicación. Por eso este número va dedicado especialmente a todas aquellas personas que sufren espe­cialmente las amenazas de la ciudad, dentro j fuera de ella, con la entusiasta esperanza de que sea reconocida su situación, y se sienten bases sólidas para su mejora, al menos, si no su solución definitiva y así puedan «disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desa­rrollo de la persona».

Finalmente, Cáritas Española y DOCUMENTACION SOCIAL no se identifican necesariamente con las opiniones vertidas por los autores.

Francisco SALINAS Director de D.S,

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La dudad y la calidad de vida. Una introducción

José Antonio Corraliza RodríguezDepartamento de Psicología Básica,

Social y Metodolosía. Universidad Autónoma de Madrid

INTRODUCCION

En el siglo XIX, el movimiento obrero constituía el aspecto más «problemático» de aquellos momentos; por ello, tomó carácter globalizador. Fue definido como la «cuestión social»; no era la única cuestión, pero resultó ser la más significativa. En los años finales del siglo XX, el problema más significativo está asociado con aspectos muy diversos del medio ambiente. La ingente canti­dad de recursos destinados a la planificación ambiental, el deterio­ro del medio ambiente, la escasez y mala administración de los recursos ambientales han configurado un conjunto de problemas claves en nuestra sociedad, claves para nuestra sociedad. Esta si­tuación permite que califiquemos los problemas del medio am­biente y, específicamente, la cuestión urbana como la cuestión so­cial por excelencia en los años finales del siglo XX.

La ciudad es, como señala Soja (1980), una estructura creada por la sociedad v no meramente el contexto de la misma. En sí constituye no sólo el «continente» de la vida humana, sino, ade­más, el ámbito que refleja de una manera privilegiada los dinámi­cos procesos sociales de las comunidades. Como se puede ver en otros trabajos de este mismo número, formas de agrupamiento urbanos han existido siempre. Resulta obvio, sin embargo, que el

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fenómeno urbano, tal y como le conocemos en la actualidad, tiene nuevas dimensiones.

K. Marx interpretaba los cambios acontecidos en el tránsito a la sociedad moderna como un cambio en los procesos de asenta­miento. «La historia moderna —añade el autor en frase plástica—, consiste en la urbanización del campo y no, como antes, en la ruralización de la ciudad» (Marx, 1967). En efecto, el fenómeno urbano constituye hoy uno de los hechos claves para la compren­sión de la totalidad de la situación social. Podría decirse, aunque ello resulte paradójico, que la ciudad es el medio natural del hom­bre. R. E. Park escribía en 1925: «Las ciudades, particularmente las grandes ciudades metropolitanas de los tiempos modernos son, en todas sus complejidades y artificios, la creación más majestuosa del hombre, el más prodigioso de los artefactos humanos. Debe­mos concebir nuestras ciudades como los talleres de la civilización, y, al mismo tiempo, como el hábitat natural del hombre de nuestro tiempo». Castells (1979), por su parte, se refiere a la ciudad como la cultura más específica del sistema capitalista.

La ciudad, de una y otra forma calificada, es más que la estruc­tura espacial que la delimita, representa un «orden moral» en ex­presión de Park, retomada por Wirth (1938), un cauce de integra­ción de los individuos en las nuevas formas de vida social. Engels (1876, vid. Engels, 1976), algunos años antes se había referido a la ciudad como un conjunto de mundos superpuestos, subrayando el hecho de que los métodos de construir no son completamente inocentes ni ajenos en relación con los problemas en las ciudades. La ciudad, espacialmente, significa, pues, el ámbito de la relación social y es al mismo tiempo el ámbito donde se activan los proce­sos sociales básicos, de transformación o de retención de nuestra sociedad. Es el ámbito comunitario, por excelencia, y una fuente de patrones comportamientos dominantes.

EL FENOMENO URBANO

Existe una gran diversidad de criterios en la elaboración de los indicadores precisos para definir qué sea una ciudad. Habitual­mente, ha sido utilizado el criterio del tamaño de la población.

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Pero resulta a todas luces insuficiente para describir siquiera los rasgos más característicos del fenómeno urbano. Resulta necesario, además, como señala Castells (1979), tener en cuenta otras dimen­siones como la actividad, el sistema regional, etc.

A pesar de ello resulta extremadamente evidente la importan­cia cuantitativa del fenómeno urbano. Desde distintas perspecti­vas, se ha profetizado la «urbanización» definitiva del mundo. En efecto, para el año 2000 se ha previsto que más del 42 % de la población mundial vivirá en áreas metropolitanas (cit. en Esteba, 1982, 97) y, lo que es igualmente significativo, el 4 % del total de la población vivirá en las diez áreas más pobladas del mundo (véa­se Tabla I).

T abla IPRINCIPALES AREAS METROPOLITANAS DEL MUNDO

(en millones)

A . M . P o b l a c i ó n A , M . P o b l a c i ó n

1960: 19801. New York-NE New Jersey .. 15,4 1. New York-NE New Jersey .. 20,42. London ............................. 10,7 2. Tokyo-Yokohama.............. 20,23. Tokyo-Yokohama.............. 10,7 3. México-City ...................... 15,04. Rhein-Ruhr ....................... 8,7 4. Sao Paulo .......................... 13,55. Shanghai............................ 7,4 5. Shanghai............................ 13,46. París ................................. 7,2 6. Los Angeles-Long Beach .... 11,77. Los Angeles-Long Beach .... 7,1 7. Peking .............................. 10,78. Buenos Aires ..................... 6,9 8. Ríodejaniero ................... 10,79. Chicago-NW Indiana ......... 6,5 9. London ............................. 10,2

10. Moscow ............................ 6,3 10. Buenos Aires ..................... 10,1A . M . P o b l a c i ó n

2000:1. México-City ....... ....... 31,02. Sao Paulo .......... ....... 25,83. Tokyo-Yokohama ....... 24,24. New York-NE New Jersey .. 22,85. Shanghai............ ....... 22,76. Peking .............. ....... 19,97. Ríodejaniero .... ....... 19,08. Greater Bombay . ....... 17,19. Calcutta............. ....... 16,7

10. Djakarta ............ ....... 16,6

FUENTE; Naciones Unidas: Vatterm of Vrban and Rural Population Growth, 1950-2000, New York, 1979.

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Los datos referidos en la tabla I sirven como botón de muestra que da cuenta no sólo de la incidencia cuantitativa del fenómeno urbano, sino también dan cuenta de uno de los procesos a él aso­ciados; el proceso de concentración de la población. Ello ha dado lugar a tipologías más o menos afortunadas sobre las diferentes clases de ciudades (metrópolis, megalópolis, áreas metropolitanas, etcétera). Este hecho, sin duda, tiene una enorme incidencia sobre los criterios de organización administrativa y participación política de los ciudadanos, problemas que posteriormente retomaremos. Pero, las descripciones basadas en estos datos y otros similares que pudieran presentarse constituyen meros síntomas, significati­vos, más insuficientes. Estos datos no son suficientes para com­prender el fenómeno urbano en su totalidad y, especialmente, las consecuencias que van asociadas y que defienden la manera de ser la ciudad y en la ciudad. La ciudad es hoy, junto con el desarrollo tecnológico, el fenómeno global de mayor significación histórica. Pero es también un hecho de enorme importancia psicosocial, al constituir un ámbito en cuyo seno se producen una nueva forma de vivir, una nueva forma de relacionarse, una nueva forma de comprender y actuar en el mundo. De acuerdo con la célebre sentencia de Park, la ciudad es también un estado de la mente (a stole of mind). La descripción de los síntomas que detectan los sociólogos no pueden, en ningún caso, agotar el análisis del fenó­meno urbano.

LA EXPERIENCIA DE LA CIUDAD:MODELOS EXPLICATIVOS

La definición de los problemas de la ciudad, hecha desde mo­delos tradicionales de investigación, no agota, pues, un nivel sufi­ciente de explicación del hecho urbano, como reconoce Jiménez Burillo (1986), citando a Castells. Los estudios sobre la ciudad requieren el planteamiento de otras consecuencias y rasgos de la vida urbana. Entre ellos se encuentran modelos relevantes para el estudio psicológico de los fenómenos urbanos.

Korte (1980), sistematiza cuatro de estos modelos que, por su importancia, merecen ser recordados en esta introducción. Son el

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modelo de L. Wirth (1938), de S. Milgram (1970), de C. Fisher (1975) y de H. Gans (1967).

L. Wirth escribe en 1938 un importante trabajo que, en opi­nión de Castells (1974, 97), continúa dominando la discusión. El trabajo titulado Urbanism as a way of Ufe (El urbanismo como estilo de vida), define la ciudad como una manera de ser nueva que se explica por la incidencia de tres factores: la extensión, la densidad y la Heterogeneidad de los habitantes de la ciudad. A partir de este conjunto de factores define la ciudad como el asenta­miento duradero de una gran densidad de individuos de caracterís­ticas heterogéneas en una gran extensión, de características hetero­géneas. Según Writh, el tamaño de la ciudad aumenta la diferen­ciación entre los individuos, debilita los lazos de interacción entre los individuos, que pasan a ser secundarios (en lugar de prima­rios); la densidad de población conduce a la rutinización y parcia­lidad de las relaciones sociales que mantiene el individuo, que lle­gan a ser relaciones impersonales, superficiales. La diferenciación entre ellos dificulta la consecución del consenso social.

Milgram, partiendo del modelo de Wirth, intenta profundizar en las consecuencias psicológicas del mismo, centrándose en la caracterización psicológica de la experiencia de la ciudad. Con su trabajo abre la perspectiva para el desarrollo de los estudios sobre la ciudad desde la psicología ambiental. Según él, «la vida en la ciudad, tal y como es experienciada, constituye una serie continua de interacciones en situaciones de sobrecarga, resultado de la cual son los intentos de adaptación. La sobrecarga característicamente deforma la vida cotidiana e incide en el desempeño de roles, en la evolución de las normas sociales, en el funcionamiento cognitivo y en el uso de facility» (Milgram, 1970, 1462). Milgram, en su traba­jo comenta el estudio de un caso que se ha convertido en paradig­mático en los libros de Psicología Social. Se refiere al caso de Christian Genovese, la chica que trabajaba de noche y recibió en plena calle hasta dieciocho puñaladas sin que ninguno de los «mi­rones» (más de treinta y ocho personas) hiciera nada, ni siquiera llamar a la policía. Según él, la ciudad pone limitaciones prácticas al impulso samaritano, permite la desresponsabilización y garantiza el anonimato en este tipo de situaciones. Este trabajo de Milgram ha abierto una intensa e interesante línea de investigación que tuvo

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hitos importantes en los trabajos de Glass y Singer (1972) sobre el ruido, los más recientes sobre el estrés ambiental (Evans, 1982) y ha permitido desarrollar importantes aportaciones sobre las rela­ciones entre el comportamiento y el ambiente en contextos de sobrecarga (véase Evans, Glass, etc., 1986).

El modelo de Fisher (1975) considera la ciudad como un con­junto diverso y diferenciado, de acuerdo con la idea de Wirth, de individuos. Las diferencias entre ellos conforman distintos contex­tos subculturales, en los cuales se diferencia los sujetos entre sí, se desarrollan conductas menos convencionales. En conjunto, estas subculturas, son un síntoma de la disminución del consenso social.

Finalmente, el modelo de Gans (1967) considera que la ciudad, como tal, no tiene impacto sobre los comportamientos de los indi­viduos, sino a través de la incidencia de otras variables sociales o demográficas (edad, clase social, sexo, etc.).

Estos modelos y otros que pudieran presentarse exigen tomar en consideración un conjunto de variables más amplias que las propiamente descriptivas del hecho urbano y, en términos genera­les, muy dejadas de lado en nuestro país, a pesar de las aportacio­nes en los últimos años (véase, por ejemplo, Jiménez Burillo, 1982, 1986; Pinillos, 1978). Permiten en su conjunto valorar la necesi­dad de tener en cuenta las aportaciones de la Psicología Social y, específicamente, de la Psicología Ambiental. Desde esta perspecti­va, como señalan Kruppat y Guild (1980), se hace necesario tomar medidas tanto de carácter objetivo como subjetivo.

Los modelos anteriormente descritos presentan algunos rasgos problemáticos que no deben ser obviados.

En primer lugar, la discusión sobre la ciudad como cultura. Es cierto que en el espacio urbano existen una serie de patrones de comportamiento que pueden ser generalizados. Pero es, además, necesario considerar que en la ciudad se presentan y desarrollan procesos psicosociales.

En segundo lugar, es necesario estudiar los efectos psicológicos de la vida en la ciudad. Ello requiere definir modelos para su delimitación y ejecución. El modelo de Milgram, a pesar de las críticas (vid. GeUer, 1980) ha sido enormemente fructífero y debe ser continuado.

Pero estos requerimientos no deben obviar la reflexión sobre

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los modelos más adecuados, vale decir más justos, de ciudad. Ello conduce necesariamente a una reflexión axiológica, en la cual las propuestas técnicas tienen que ser evaluadas en función de fines de más largo alcance. Es el propio Sommer (1974) el que sugiere reflexionar sobre la axiología del espacio, insistiendo en que el verdadero problema no es tanto qué tipo de ambiente queremos, sino qué tipo de hombre queremos.

LA CIUDAD Y LA JUSTICIA SOCIAL

La ciudad es, además, un hecho de enorme importancia políti­ca. Refleja los criterios y dinamismos de los más profundos proce­sos de participación o marginación en el reparto de la pobreza. En 1973, el geógrafo D. Harvey, publicó un libro titulado Social Justi- ce and toe city (vid. Harvey, 1977). Este autor, inspirado en el clásico concepto de «justicia territorial» de Davies, considera que la transformación de la ciudad debe acometerse con la idea de con­vertir los dinamismos de ésta en dinamismos favorecedores de ma­yores cotas de justicia social. Defiende este autor la necesidad de realizar análisis que conjunten al mismo tiempo la perspectiva de la eficiencia y las perspectivas de la distribución en asuntos como el equipamiento urbano, el problema de la vivienda, los espacios abiertos (parques, espacios de recreo, etc.), la remodelación de «barrios bajos», operaciones de realojamiento, reconstrucción de entornos específicos, etc. Estas propuestas, limitadas ciertamente, exigen tomas de posición de carácter ético, pero con fundados datos sobre distribución y localización de bienes y servicios en la ciudad. Trabajos posteriores en esta perspectiva apuntan la necesi­dad de tener en cuenta ambos enfoques (eficiencia y equidad. Mo­tril y Simons, 1977) estudiando aspectos concretos de la localiza­ción y función social de equipamiento de bienes y servicios (vid., por ejemplo, Finch, 1979, trabajo éste referido a la distribución de servicios asistenciales para ancianos) y, en todo caso, intentando reformular el propio concepto de justicia espacial (Pirie, 1983). Desde la postura de este último autor la justicia es un concepto que asociado con variables espaciales debe hacernos pensar en el espacio como contexto de aplicación del concepto de justicia, más

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que como contenido del mismo. En efecto, no se trata de hacer justicia espacial, sino de hacer «justicia social en el espacio» (Pirie, 1983, 471).

Una comprensión limitada, pues, de este concepto nos condu­ciría a defender una especie de justicia distributiva de la localiza­ción de los bienes y servicios. Ello no debe ser dejado de lado, sobre todo en situaciones de flagrante desequilibrio. Sin embargo, las exigencias de justicia en el espacio plantea la necesidad de reflexionar, al menos, sobre dos cuestiones: la participación en la toma de decisiones sobre la planificación de la ciudad (y, en con­creto, la discusión sobre las ventajas y desventajas del gobierno basado en el control metropolitano frente al gobierno vecinal Cas- tells), en primer lugar, y la asignación desigual de recursos para que las zonas con «más riesgos», en expresión de Harvey, puedan tener «las perspectivas más mvorables posibles». Ambas cuestiones afectan directamente el modelo de organización territorial de las ciudades, tema éste que ha sido prácticamente ignorado en la vida pública e^añola, pero que, sin duda, tiene una gran trascendencia en la configuración de la ciudad y en la corrección de la desigual­dad. Estas son, indudablemente, discusiones que superan la pers­pectiva de trabajo del psicólogo ambiental, pero de las cuales debe ser consciente.

LA CIUDAD Y LA CALIDAD DE VIDA

La ciudad es, en expresión de Park, un laboratorio. Es una realidad en sí problemática y, a su vez, fuente de problemas espe­cíficos, referirnos a la calidad de vida en la ciudad sería referirnos también a múltiples aspectos aue han sido abordados por los psi­cólogos ambientales (el ruido, la salud, etc.), algunos de los cuales serán abordados más adelante.

Como se verá más adelante, la calidad de vida es un concepto complejo y, en muchos estudios, ideologizado. En el caso de la ciudad, el estudio de la calidad de vida requiere, como reconocen Kruppart y Guild (1980) medidas objetivas y subjetivas. En el caso de E ^añ a, aunque se han hecho algunos estudios (vid., por ejem­plo, CEOTMA, 1982), se requiere una mayor sistematización de estos trabajos, actualización periódica y diversificación de técnicas.

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En el estudio mencionado, por ejemplo, se consideran datos obtenidos a través de una encuesta; en los mismos (tabla II) se refieren algunos de los problemas más importantes que, en opinión de la población encuestada, tienen las ciudades españolas. Baste decir que entre los primeros problemas, la incidencia de variables ambientales (tráfico, estado ae las calles, contaminación u organi­zación del tráfico) resulta clara.

T abla IIPROBLEMAS MAS IMPORTANTES EN LOS BARRIOS

SEGUN TAMAÑO DE HABITAT

PROBLEMASMadrid

%Barcelona

%

Resto grandes ciudades

%

Ciudadmedia

%

Mal estado de las calles ......... . 49,8 38,6 49,5 45,1Alcantarillado ......................... . 19,1 14,6 29,8 25,8Basuras .................................... . 27,2 15,3 20,1 21,5Escasez de agua ..................... . 8,4 13,8 22,9 17,3Malos accesos al barrio........... . 18,5 15,0 16,6 18,1Atascos ................................... . 47,5 52,8 42,4 34,9Aparcamientos ........................ . 62,4 77,2 61,2 47,9Falta se semáforos .................. . 41,9 34,5 33,6 42,0Alumbrado público................. . 42,4 28,9 33,1 40,0Vigilancia nocturna................. . 74,8 72,3 68,2 64,0Contaminación industrial ....... . 13,2 25,0 23,6 15,3Contaminación atmosférica..... . 53,0 75,4 47,2 24,4Contaminación calefacción ..... . 25,8 3,7 9,9 5,5Chabolismo ............................ . 33,6 15,9 14,6 19,9Ruidos..................................... . 39,1 40,3 40,4 39,2Eliminación de residuos.......... . 8,4 6,8 5,7 5,5N /C ........................................ . 1,2 5,0 1,7 2,4

FUENTE: CEOTMA (1982), La calidad de vida en España. Madrid: MOPU.

Probablemente, los estudios e investigaciones futuros en este campo deban estar definidos por el seguimiento continuado, desde distintas perspectivas y tomando en consideración mediciones ob­jetivas y subjetivas obtenidas con diversas técnicas, siguiendo pro­puestas de trabajo ya realizadas en otra ocasión (Corraliza y Fer­nández Dols, 1983).

En efecto, la creación de estaciones de seguimiento de proble­

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mas específicos puede ser una solución. Muchos serían los aspec­tos que deberían ser considerados. De entre ellos, uno de los más importantes sería el estudio de las relaciones entre ambiente y sa­lud; el reciente texto de Cohén, Evans, Stokols y Krantz (1986) sumariza muchos de los contenidos que, desde una perspectiva psicológica, deberían ser tenidos en cuenta. El estudio del estrés ambiental y de los costes de adaptación a las situaciones de vida en la ciudad según las distintas poblaciones en diferentes zonas y contextos de la ciudad es de todo punto necesario.

Igualmente, resulta de interés el estudio de la calidad ambien­tal, entendida ésta como el conjunto de recursos ambientales dis­ponibles que posibilitan adecuadamente el desarrollo de los planes y metas de los individuos y los erupos. El desarrollo de tipologías de ambientes reales en función de la compatibilidad e incompatibi­lidad con las experiencias y metas básicas de los sujetos es una exigencia que puede dar luz sobre problemas de hecho (vid. Ka- plan, 1983; Corraliza, 1986). Estudiar en este sentido desde las condiciones de habitabilidad de las viviendas, diseño del hogar, equipamientos especializados (tiempo libre, escolares, etc.).

El estudio y la evaluación de intervenciones ambientales espe­cíficas y de los programas ambientales de mejora y renovación del medio urbano constituye otro capítulo de gran importancia para vertebrar la colaboración interdisciplinar en la solución de proble­mas ambientales. La evaluación, en este sentido, de modificaciones ambientales y programas de mejora \ optimización del entorno urbano (tema que será tratado en uno de los trabajos que siguen) requiere no olvidar que la «evaluación del impacto de las interven­ciones ambientales deben ser consideradas como fase ineludible de la planificación ambiental», hecho éste que, no por obvio, es siempre recordado por los responsables de la planificación.

Los estudios sobre el medio ambiente urbano pueden ser, igualmente, de gran utilidad para la generalización de lo que se ha denominado «conducta ecológica responsable» (Asís y Aragonés, 1986). La ciudad también debe ser preservada. La conservación y ahorro energético y los cambios de pautas de comportamiento re­laciones con este fin, el uso del transporte público y los compor­tamientos relacionados con la reducción y el reciclaje de residuos son aspectos que deberían ser considerados en esta perspectiva.

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Muchos otros aspectos podrían indicarse para completar un posible programa de trabajo sobre la calidad de vida en la ciudad (véase Frick, 1986). Muchos de estos aspectos serán tratados en las páginas que siguen. Otros muchos no pueden ser considerados por la premura y la falta de espacio. Sin duda el desarrollo de programas de investigación en estas líneas producirá la emergencia de otros problemas, que, como los anteriores, condicionan y, en algunas situaciones, atenazan la vida ciudadana. Profundizar en el bosque permitirá ir caracterizando detalladamente cada una de las especies que lo poblan.

La ciudad ha sido, a pesar de las propuestas de arquitectos, psicólogos, sociólogos, geógrafos, un tópico de discusión política, no por necesaria, menos concreta. En estos momentos, necesita­mos, además, convertirla en foco de atención especializada para conocer detalladamente sus problemas e iniciar el camino de su solución. Se nos dirá que este propósito es de alcance limitado y, en exceso, reformista. Pero es preferible, en opinión del que esto escribe, encender una vela que seguir maldiciendo la oscuridad.

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El hecho urbano:Su significado psicosocial

Amalio Blanco AbarcaDepartamento de Psicología Básica,

Social y Metodología Universidad Autónoma de Madrid

Un día cualquiera de cualquier mes del año, en una estación de ferrocarril de los alrededores de Madrid, van pasando, en el transcurso de las primeras horas del día, miles, cientos de miles de almas que forman parte del peculiar paisaje de la vida moderna, del desarrollo tecnológico, de la industrialización, del tráfago de la gran ciudad. Algunos, los más afortunados, siguen siendo vástagos del proceso y del crecimiento económico; otros muchos, cada vez más, lo son ya de la recesión, y todos han sido carne de la especu­lación que campeó a sus anchas en nuestras grandes urbes a partir de finales de los sesenta.

Ese medio millón de personas que se incorpora cada madruga­da al caos de la gran ciudad y a la alienación de la sociedad de consumo constituye una ínfima parte de los, según últimas aproxi­maciones, más de 5.000 millones de personas que habitan este maltrecho planeta. De ellos, el 43,3 % residen en núcleos urbanos, mientras que el 56,7 % pueblan todavía comunidades rurales; por­centajes éstos que se modifican notablemente cuando se trata de países desarrollados donde la población urbana alcanzaba, según estimaciones recientes de las Naciones Unidas, el 73,5 %. De ellos, es el continente americano el que mayor índice de crecimiento y concentración de población urbana presenta, con un 68,6 % en Latinoamérica y un 78,4 % del total de la población residente en

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núcleos urbanos en Norteamérica. Europa, por su parte, presenta­ba hace un par de años, siempre según datos de las Naciones Unidas, una relación del 72,6 % de población urbana, frente a un 27,4 % de rural. Para el año 2000, por ejemplo, se espera que el 84 % de la población norteamericana y el 80 % de la europea habiten en grandes ciudades.

La magnitud de este hecho es de tal envergadura que en abso­luto resulta extraño el interés que ha suscitado entre los científicos sociales: un interés, por cierto, hijo de una nada disimulada pre­ocupación por las consecuencias de la industrialización, como es bien conocido que propone Raymond Aron.

El problema de la vivienda y las grandes ciudades, junto con La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Federico Engels; Co­munidad y sociedad, de Ferdinand Tónnies; la voluminosa obra del inglés Henri Mayhew The London Labor and the London Poor, el opúsculo de Simmel sobre Metrópolis y mentalidad; el amplio apartado que Max Weber dedica a la naturaleza y tipología de las ciudades en su obra cumbre. Economía y Sociedad, serían algunas de las aportaciones más clásicas, por no desgranar aquí un intermi­nable rosario de obras teóricas y de investigaciones empíricas que han tenido como centro de interés el hecho urbano y sus repercu­siones sobre la vida social y el comportamiento individual, desde los ya clásicos estudios de la Escuela de Chicago.

El cometido de estas páginas quiere ser, no obstante, algo más específico y va a girar alrededor de la naturaleza y del significado psicosocial del hecho urbano desde una perspectiva moderada­mente histórica. Y es que la Psicología social, como no podía ser de otra manera, también se sintió llamada, especialmente a partir del interés y preocupación que suscitó el ambiente, por la comple­jidad, riqueza y aparatosidad de la vida en la gran urbe. Los fenó­menos del hacinamiento, la relación entre ambiente urbano y en­fermedad mental, el estudio de las variadas modalidades de que se reviste el delito y la marginación en los escenarios urbanos, la des­cripción de la precipitada vida cotidiana en la gran ciudad y la naturaleza de la relación interpersonal a que da lugar esta suerte de escenario de conducta, han sido algunos de los más notables temas emanados de la Psicología social, sin olvidar que modelos teóricos como los de Robert Park o Louis Wirth e investigaciones

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como las de Trasher, Faris y Dunham, Park y Burgess, por referir­nos sólo a autores clásicos, tienen mucho de psicosocial. En algún otro sitio (Blanco Abarca, 1985) hemos recogido, muy sucintamen­te, parte de esta problemática; no obstante, ha sido recientemente Jiménez Burillo (1986) quien ha dado cuenta precisa de ella, y a él debe acudir el lector preocupado por alguno de los asuntos arriba anunciados.

EL «HOMO URBANUS»

Desde que Aristóteles acuñara la tan conocida y no siempre bien empleada fórmula para definir al hombre, han proliferado a lo largo de la historia del pensamiento intentos muy parecidos a los del filósofo griego. Para él —lo veremos con más detenimiento en las próximas páginas— el hombre es un ser social por naturale­za, es posterior a la «polis» y sólo dentro de ella puede realizarse como tal, a no ser que sea un dios o una bestia.

No tardaría mucho la propia filosofía griega, sofistas y epicú­reos, en desbaratar esta concepción de individuo, adelantándose en muchos siglos a lo que sería el «homo oeconomicus» del libera­lismo inglés, doctrina esta cuya hipótesis central, tomada directa­mente de Adam Smith, propugna que la división del trabajo, factor determinante del progreso de las naciones, es una simple conse­cuencia de la propensión natural del hombre a cambiar, negociar y permutar, una inclinación que tiene su origen en el interés, indi­vidualismo e incluso egoísmo que se encuentra en la misma base de la naturaleza humana. El hombre, ha dicho alguna corriente de la ciencia económica moderna, es esencialmente un consumidor libre, racional y soberano; alguien que sigue libre y racionalmente sus gustos e inclinaciones y procura darles satisfacción.

Sin negar en absoluto que, quizá, la felicidad sea la meta que toda persona ansia, los defensores del «homo sociologicus» se acercan más a la perspectiva aristotélica. El hombre completo, es­cribirá Ralph Dahrendorf, escapa realmente al dominio de una sola disciplina y seguirá siendo un arcano para los científicos; pero si de alguna manera hubiera que definirlo, propugna el sociólogo alemán, diríamos que es «sus papeles sociales», que está definitiva­

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mente marcado por los roles (expectativas de conducta referidas a él) que tiene que cumplimentar a lo largo de su vida cotidiana de acuerdo con las posiciones que ocupe en la estructura social.

Para quienes defienden al «homo psychologicus», el hecho de la sociedad, aun siendo algo real, no nos hace esclavos de su orga­nización y de su estructura; más bien, por el contrario, lo que el hombre es y lo que hace tiene su explicación en una serie de fuerzas y motivos interiores absolutamente personales sobre los que la sociedad apenas ejerce influencia alguna, en clara aproxima­ción al individualismo lioeral del «homo oeconomicus». ,

De acuerdo al menos con las cifras anteriormente menciona­das, podríamos sin duda añadir a éstas la consideración del hom­bre como morador de la gran ciudad, no como un intento de elevar al «homo urbanus» a categoría definicional única, sino como necesidad de acercarnos a su comportamiento a partir de la consideración de ese complejo de circunstancias que rodean su vida cotidiana en un ambiente como el de la ciudad, sin pretender agotar con ello, ni mucho menos, la multiplicidad de la naturaleza humana. En este sentido, si al psicólogo social le interesa el hecho urbano es por las relaciones que éste puede tener con ciertos mo­dos y estilos de comportamiento, con ciertas formas de reacción, bien individuales o colectivas. Más explícitamente, la naturaleza psicosocial del hecho urbano se podría asentar sobre un conjunto de supuestos en torno a los cuales existe, en algunos casos, un cuerpo nada despreciable de confirmaciones:

1. El movimiento urbano en cuanto tal parece haber sido ce­loso compañero, en su proceso de constitución, de particulares concepciones de la misma naturaleza humana. La «polis» griega fue una «ciudad política» con una evidente ausencia de individua­lidad, con una no menos innegable carga de narcisismo, o si se prefiere utilizar la expresión de Lewis Mumford, hinchada de un «yo colectivo». Por contra, la ciudad medieval y renacentista, y no digamos la industrial, es primera y principalmente una «ciudad mercantil» en la que impera el «homo oeconomicus» como doctri­na, como ideología y como modelo a seguir.

2. Hay un segundo bloque de supuestos sobre los que se si­túa la consideración psicosocial del hecho urbano, perfectamente recogido^ en la Escuela de Chicago, que hacen referencia a mani­

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festaciones sociales de mayor o menor amplitud e incidencia y que parecen haber sido asiduos acompañantes del proceso de urbani­zación. La naturaleza, penetración y distribución de ciertas formas de delito y de vicio, la formación de bolsas o núcleos de pobreza y marginación, normalmente en los arrabales de las grandes ciuda­des, la distribución de la enfermedad mental, la incidencia de la concentración de la población sobre la patología social (alcoholis­mo, delincuencia, criminalidad, prostitución, etc.), la configura­ción de los grupos primarios, especialmente de la familia, han sido algunos de los tópicos más estudiados.

3. Pero también el individuo a nivel estrictamente personal parece que puede quedar «marcado» por el hecho urbano. Eso es, al parecer, lo que quería reflejar Robert Park con su feliz expresión de «la ciudad como estado de ánimo», o Wirth cuando nos habla del «urbanismo como modo de vida» o, más recientemente, Stan­ley Milgram al analizar las consecuencias psicológicas que se pue­den desprender de la vida en la ciudad, o Geller cuando se ocupa de la manera de responder a los estímulos urbanos. Y es que el ruido, el hacinamiento, la contaminación, el trajín de la vida coti­diana, amén de otras preocupaciones que atosigan al hombre de nuestro tiempo, parecen estar dejando huella en su estructura psi­cológica, hasta el punto de poder hablar, sin excesivo escándalo, del morador de la gran ciudad, del «homo urbanus» como de un espécimen suficientemente autónomo.

La caverna del cazador paleolítico, la aldea agrícola de la cultu­ra neolítica, la «polis» griega, la «civitas» romana, el burgo medie­val y renacentista, la ciudad industrial y la megalópolis moderna no son sólo configuraciones arquitectónicas de diversa naturaleza y funcionalidad, sino entidades que poseen una compleja organiza­ción social en la que se inserta el quehacer individual y colectivo y la red de relaciones interpersonales. Y son, además, productos cul­turales, resumen de costumbres y tradiciones, que dirá una clásica definición, la de Robert Park:

«La ciudad, desde el punto de vista de este artículo, es algo más que una aglomeración de individuos y equipamientos sociales —ca­lles, edificios, luces eléctricas, tranvías y teléfonos, etc. — ; también es algo más que una mera constelación de instituciones y aparatos administrativos —tribunales, hospitales, escuelas, policía y tipos di­

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versos de funcionarios civiles—. La ciudad es, más bien, un estado de la mente, un conjunto de costumbres y tradiciones, de sentimien­tos y actitudes organizadas inherentes a estas costumbres y transmi­tidas con su tradición. La ciudad no es, en otras palabras, simple­mente un mecanismo físico y una construcción artificial. Está impli­cada en los procesos vitales de las personas que la componen; es un producto de la naturaleza, y particularmente de la naturaleza hu­mana».

(Jiménez Burillo, 1986, pág. 195.)

En la conexión de los tres niveles mencionados en la famosa definición de Park, el físico (calles, edificios, tranvías y luces), el institucional y administrativo (escuelas, tribunales, hospitales, etc.) y el propiamente individual (estado de la mente), en la articulación de los tres supuestos que hemos recogido con anterioridad, tan estrechamente relacionados, por cierto, con los tres niveles de la definición de Park, se fundamenta, de acuerdo con la más estricta tradición, la naturaleza psicosocial del hecho urbano. De estos tres supuestos, limitaremos nuestra exposición al primero de ellos, a aquel que, al parecer, menos atención ha recibido entre los psicó­logos sociales.

DE LA CIUDAD POLITICA A LA CIUDAD MODERNA

Merece la pena, ya desde el comienzo, explicitar lo que podría ser el subtítulo de este apartado: del predominio de lo colectivo en la «polis» griega al inicio del ensalzamiento de la individualidad en el burgo medieval, un subtítulo que servirá de guía a nuestras reflexiones.

En el fondo no hacemos sino retomar la hipótesis weberiana según la cual la «polis» basó su existencia, su vida y su estructura en la concepción del hombre como animal político, mientras aue la ciudad medieval se constituyó de la mano de un proto-capitalis- mo cuya base filosófica fue, sin duda, el «homo oeconomicus».

«La situación política de los burgueses de la Edad Media Ies señala el camino ael “hómo oeconomicus”, mientras que en la An­tigüedad, la “polis” mantiene en período de esplendor su carácter

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de asociación militar superior por la técnica militar. El ciudadano antiguo era un “homo politicus”».

(Weber, 1964, pág. 1.035.)

En efecto, precisa el gran sociólogo alemán, la «polis» posee un cierto aire ae campamento perpetuo, de guarnición sometida a una rigurosa disciplina que no admite a cualquier persona ni asimi­la cualquier modelo de comportamiento; es decir, el modo de vida de las escasas personas que obtenían el título de ciudadano (hay cálculos que indican que, de los 290.000 habitantes que podía te­ner Atenas en el siglo V, sólo unas 40.000 poseía la carta de ciuda­danía) no gozaba de una absoluta libertad desde el punto de vista social; desde el económico, la «polis», comenta Max Weber, ponía la mano en toda propiedad importante de ciudadanos particulares, unos ciudadanos que acababan siendo principalmente soldados.

No se le debe ocultar al lector que la hipótesis liberal-burguesa de Weber, a la que se apuntará posteriormente el historiador Hen- ri Pirenne, no está exenta de críticas provenientes en su mayor parte de la teoría marxista, que se resiste, quizá no sin razón, a establecer una relación de causalidad entre desarrollo económico —vida urbana—, libertad individual, una hipótesis que se maneja con especial contundencia a partir de la constitución de la vida urbana medieval. Pero volvamos a la «polis» griega para aventurar­nos en el siempre incierto riesgo de enunciar las bases sobre las que se cimentó su constitución:

1. Rechazo de la realeza y dependencia del apoyo popular en su gobierno.

2. La «polis», además de ser sinónimo de democracia, lo era también de responsabilidad y participación en los quehaceres co­munes, unos quehaceres que se distribuían por sorteo entre los ciudadanos.

3. Ausencia de espíritu comercial; más aún, apunta Lewis Mumford, un conocido historiador del hecho urbano, el ciudada­no griego sintió verdadero desdén por el comercio, por el banque­ro, por el trabajador manual. El era un aristócrata homérico dedi­cado al cuidado del cuerpo en el gimnasio, del espíritu en el tem­plo y en el teatro y de la elocuencia en el ágora. «El comercio —escribe Mumford, 1986, pág. 109— siguió siendo para el ciuda-

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daño griego un intruso indeseable en la “polis” ideal, opuesto tan­to al modo de vida aristocrático como al agrícola». El mismísimo Aristóteles, como se recordará, excluye a los mercaderes de la ciu­dad bajo la excusa de que «...su vida es innoble y enemiga de la virtud», y, por tanto, muy poco agradable a los dioses, quienes sólo aceptan el homenaje de los ciudadanos.

4. La «polis» pasa a convertirse en algo natural, en algo ante­rior al propio individuo, que, de esa manera, pasa a definirse como un animal cívico, según la conocida teoría de Aristóteles:

«Es decir, que, por naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el conjunto es necesariamente ante­rior a la parte. Así que está claro que la ciudad es por naturaleza y es anterior a cada uno. Porque si cada individuo por separado no es autosuficiente, se encontrará, como las demás partes, en función a un conjunto. Y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada para su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un cfios.»

(Libro I, cap. II, pág. 44.)

Más aún, matiza Mumford, la «polis» se transforma paulatina­mente en diosa de sí misma, se enamora de su propia imagen en una especie de éxtasis de narcisismo colectivo y acaba por rendir culto a un «yo colectivo», a un «yo comunal» que borra y anula casi por completo la individualidad. Así, para el siglo VI a,C. —es­cribe Mumford, 1966, pág. 182— «...un nuevo dios había tomado posesión de la Acrópolis y, por un tránsito imperceptible, se había fundido con la divinidad original. Este nuevo dios era la polis misma; pues las gentes que edificaron estos grandes templos esta­ban poseídas por el éxtasis colectivo de sí mismos».

Ciudadano y ciudad pasan a formar parte de una misma reali­dad en una especie de simbiosis tautológica según la cual, siguien­do de nuevo las directrices de la «Política» de Aristóteles, el ciuda­dano se define por su participación en la justicia y en el gobierno y la ciudad viene a ser el conjunto de ciudadanos en tanto que participan en dicho gobierno:

«Así que quién es el ciudadano, de lo anterior resulta claro: aquel a quien le esta permitido compartir el poder deliberativo y

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judicial, este decimos que es ciudadano de esta ciudad, y ciudad, en una palabra, el conjunto de tales personas capacitado para una vida autosuficiente.»

(Libro III, capt. I, pág. 109.)

Pero el hecho urbano, tal y como hoy se nos presenta, tuvo su primer episodio en la ciudad medieval, es decir, en el notable in­cremento de la actividad comercial que se produjo en Europa a partir de finales del siglo XII. Este hecho tiene como primera con­secuencia el crecimiento en algunos casos y la formación en otros de centros urbanos que servían de lugar de transacción y residen­cia para unos personajes relativamente desconocidos y de notable protagonismo posterior, los mercaderes, gente ambulante, desa­rraigada, «extraña» en el sentido de Simmel, libre de pertenencias y ataduras. Renace la vida urbana con un continuo trasiego de mercancías, con sus ferias, con sus centros culturales, con sus bur-

{jueses, estudiantes y artesanos; los burgos y las ciudades episcopa- es se abren a gentes de diversa procedencia, de distinto pensar y

con hábitos dispares que a veces entran en abierto conflicto con actitudes y estilos anteriores. Comienza a circular con mayor flui­dez el dinero, la gente empieza a sentir la necesidad de formarse y de estudiar, las matemáticas alcanzan un notable desarrollo y los hombres no sólo son capaces de rezar, sino de elaborar con meti­culosa rigurosidad proyectos arquitectónicos majestuosos, orgullo y envidia de la posteridad. El gran medievalista belga Henri Piren- ne (1942, pág. 176) lo ha resumido con la belleza y el acierto que en él son característicos:

«Por tanto, puede decirse que, a partir de la aparición de las ciudades y de la formación de la burguesía, nos encontramos en presencia de una Europa nueva, toda la vida social se ha transfor­mado: duplicada la población, la libertad se generaliza, el comercio, la industria, la circulación del dinero, el trabajo intelectual se hacen un sitio cada vez más importante y prestan nuevas posibilidades de desarrollo del Estado y de la sociedad. Jamás hubo, antes de la terminación del siglo XVII, una revolución social —no digo intelec­tual— tan profunda.»

La ciudad medieval, comenta esta vez Max Weber, se constitu­ye así, muy en primer lugar, como centro y sede del comercio; en

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lo político, como guarnición, como un distrito judicial en lo admi­nistrativo y en lo social, como una «hermandad de conjuratio», como un pacto y asociación entre terratenientes para mutua salva­guarda y protección. En una palabra, el fenómeno de la Alta Edad Media, «...se va debiendo cada vez menos a los intereses políticos y militares de una asociación militar de terratenientes y cada vez más a motivos económicos del fundador, porque el titular del po­der espera ingresos aduaneros, de tráfico y tributos» (Weber, 1964, pág. 1.033). Por su parte, Pirenne, en una ya clásica obra_ que lleva por título «Las ciudades de la Edad Media», ha abundado en la idea weberiana de que el fenómeno urbano medieval ahonda sus raíces en el renacimiento comercial; «es obvio señalar —escri­be el conocido historiador— que las ciudades se multiplican a medida que progresa el comercio y que aparecen a lo largo de todas aquellas rutas naturales por las que éste se expande; nacen, por así decirlo, tras su paso» (Pirenne, 1983, pág. 88), hasta tal punto, matiza el autor, que aquellas ciudades cuyo emplazamiento no les permitió convertirse en centro comercial, acabaron converti­das en tristes e infelices aldeas.

Sobre esta base comercial, el burgo medieval llega a alcanzar una gran riqueza de formas y una complejidad organizativa que se manifiesta, según Max Weber, en las siguientes direcciones:

1. Autonomía política interior acompañada incluso de una cierta política exterior que le permite emprender alianzas, hacer guerras, firmar pactos, etc.

2. Elaboración de un derecho autónomo que la mayoría de las veces se extendía incluso a una autonomía jurídica para gremios y guildas.

3. Dicha autonomía judicial iba acompañada de autoridades administrativas y judiciales asimismo propias.

4. También se daba en numerosos casos una autonomía fis­cal, un cierto poder impositivo sobre los ciudadanos.

5. Defensa a ultranza del derecho de mercado por medio de una policía industrial que controla la calidad y el precio de las mercancías, asegura las existencias, limita el número de aprendi­ces, etc.

Junto a estas propiedades organizativo-constitucionales, y pro­bablemente en el transfondo de todas ellas, aparece una convic-

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don preñada de significado psicosocial: la ciudad mercantil del Medievo se convierte en el símbolo de la libertad, en refugio de siervos que huyen de la tiranía caprichosa de los señores feudales, en un instrumento de acceso de la servidumbre a la libertad. EÍ proverbio de que «el aire de la ciudad hace libre» se convierte así en el motivo más inmediato para ese gran ejército de desheredados que ve, por fin, abiertas las puertas a lo que hasta entonces había sido un atributo del señor, la libertad.

«La libertad era antiguamente el monopolio de la nobleza; el hombre del pueblo sólo la disfrutaba excepcionalmente. Gracias a las ciudades la libertad vuelve a ocupar su lugar en la sociedad como un atributo natural del ciudadano. En lo sucesivo, basta con residir permanentemente en la ciudad para adquirir esta condición. Todo siervo que durante un año y un día haya vivido en el recinto urbano la posee a título definitivo. La prescripción abolió todos los derechos que su señor ejercía sobre su persona y sobre sus bienes. El lugar de nacimiento importa poco; sea cual sea el estigma que el niño haya llevado en su cuna, se borra en la atmósfera de la ciudad. La libertad que, inicialmente, los mercaderes habían sido los únicos en disfrutar de hecho, es ahora por derecho el bien común de todos los burgueses.»

(Pirenne, 1983, pág. 126.)

La hipótesis que, de manera implícita, subyace a esta imagen de la ciu dad como símbolo de la libertad, se inserta dentro de un supuesto más amplio, el de que las ciudades medievales represen­tan un primer avance del capitalismo, se alzan como islas del capi­talismo en medio de un ambiente feudal; una proposición que recientemente Holton (1986, pág. 64) ha visto que se sostiene so­bre las siguientes evidencias:

1. La especialización económica y la innovación organizativa asociada con las actividades mercantiles e industriales en el seno de las ciudades en comparación con la indiferenciación funcional del campo.

2. El progreso de la economía europea entre los años 1000­1300 en términos de crecimiento de la población, incremento de la producción y desarrollo de nuevos mercados, todo ello coetáneo con el proceso de expansión urbana.

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3. Tendencia de los núcleos urbanos a convertirse en refugio de los siervos que huían de la servidumbre del señor en el campo.

4. Autonomía política y jurídica de la mayoría de los burgos respecto a la jurisdicción feudal, que ya hemos apuntado con ante­rioridad.

5. Desarrollo de una burguesía autónoma que deja a un lado mecanismos y lazos de adscripción basados en parentesco, tal y como era usual en el régimen feudal.

A partir de estos supuestos, que se acercan mucho a evidencias históricas, han comenzado a establecerse algunas correspondencias entre el crecimiento económico, el hecho urbano y el fenómeno de la emancipación y liberación del poder feudal; dichas relaciones se apoyan en hechos fácilmente contrastables, como es la ausencia de libertad de la población agrícola sometida al absolutismo de los señores feudales, el incremento de la actividad comercial y de los asentamientos v moradores de las ciudades como centros de dicha actividad. No na faltado quien, haciendo una perífrasis ideológica de dudosa validez, ha querido ver en el proto-capitalismo medieval al verdadero y único germen de libertad para, a continuación, pre­tender una generalización histórica y cultural que considera al mo­delo de producción capitalista como el más ferviente y eficaz de­fensor de la libertad del individuo, cosa que, si puede ser cierta en el Medievo, no lo sería tanto a partir de la Revolución industrial.

De lo que realmente no parece caber demasiada duda es de la transición del hombre como animal cívico o, si se prefiere, de su definición como criatura divina predeterminada en su peregrinar por la tierra y miembro de la grey cristiana, a una concepción mucho menos determinista y marcadamente individualista. La rela­ción entre crecimiento económico, urbanización e ideoloeía indivi­dualista, la correspondencia entre «ciudadanía» e «individualis­mo» se nos antoja especialmente relevante desde el punto de vista psicosocial. El burgo medieval no sólo emancipa políticamente al siervo, sino que corroe las ataduras que lo tienen ligado al anoni­mato de su pertenencia a ese tan ambiguo y despersonalizado ente como es la «grey cristiana». La liberación de las ataduras tradicio­nales corre pareja con el despegue de la razón y con el desarrollo económico y va a conducir, a partir del Renacimiento, a la exalta­ción de la persona, a un claro individualismo que llegará a adqui­

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rir, con el empirismo inglés, tonalidades de un nada disimulado egoísmo.

Todo ello, de una manera lenta pero muy segura, hace acto de presencia en los hábitos mentales, en las actitudes ante la vida y en las razones v motivos más profundos del hombre de la Alta Edad Media. Un hombre que, en pocas palabras, ha recuperado su con­fianza en la razón a veces sin necesidad de renunciar a su fe y a la revelación, y no pocas, como una clara y excluyeme opción frente a ella. Se trata, na dicho Alexander Murray, de un triunfo de la razón frente a la inverosimilitud de la fe. Como motor de la activi­dad, la razón se convierte en poderoso instrumento para la com­prensión y el control del entorno que rodea al individuo. A su vez, se erige en el eje de la «matriz psicológica» que, en opinión del mismo Murray, conforma la cultura de esta época: la avaricia y la ambición, dos rasgos, por cierto, de marcado tono individualista. Así, ocurrió, escribe textualmente el autor, que «cuando la Rueda de la Fortuna comenzó a girar, la oportunidad del individuo de adelantarse a ella engendró en él una atracción activa por el poder, económico y político. La atracción despertó su razón, cuyo uso ofrecía el poder. Puesto que alsunas personas estaban más expues­tas que otras a la atracción, de ellos esperábamos las formas de actividad más eminentemente tradicionales» (Murray, 1982, pági­na 226). El afán por el dinero, la ambición, la acumulación de bienes y riquezas, la fe y la confianza en el trabajo, la apetencia de poder, comienzan a incorporarse a la psicología del hombre del Medievo.

' Ciudadanía, individualismo y crecimiento económico consoli­dan sus relaciones durante el período renacentista; una época de claras connotaciones capitalistas, entre otras razones, comenta un notable especialista, Jacques Delumeau (1967), porque el quehacer económico se instala sobre dos supuestos básicos de la teoría mar- xista: a) división entre trabajo y propiedad de los medios de pro­ducción; b) concepción de la fuerza de trabajo como mercancía.

Por su parte, el campesino pobre, eternamente a expensas de los caprichos de la naturaleza que casi nunca le son favorables, no duda en alistarse a las filas del proletariado y se traslada a los núcleos de esplendor comercial y así se consagra el desarrollo y el crecimiento de la vida urbana con lo que ello conlleva en el orden

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de los valores y las ideologías. Bennassar (1978) nos proporciona una detallada relación d e f crecimiento de las ciudacles europeas del que merece entresacar algunos ejemplos especialmente llamati­vos: entre 1509 y 1563 Venecia aumenta su población de 105 a 168.000 habitantes; de 1500 a 1599, Nápoles duplica la suya; Mar­sella la triplica en el transcurso de unos ochenta años; Londres pasa de 45.000 almas en 1500 a 120.000 en 1580. El crecimiento de ciudades españolas como Valencia, Toledo o Granada se sitúa entre el 50 % y el 80 % durante esta época.

Progreso tecnológico, prosperidad económica, capitalismo co­mercial son, durante el período que nos ocupa, inseparables com­pañeros del individualismo como ideología. Racionalismo e indivi­dualismo van de la mano hasta la Ilustración y establecen un estre­cho maridaje con un testigo de excepción, la ciudad. Así lo ha expresado Gómez Arboleya (1957, pág. 99): «La ciudad hace pre­ponderante una nueva potencia, la razón, y una nueva realidad: la realidad individual.»

El Renacimiento rompe con decisión los ligámenes que mantie­nen al individuo sometido al anonimato de la religión; las condi­ciones económicas, políticas y, sobre todo, culturales, favorecerán la aparición, afirmación e incluso veneración de personalidades individuales, bajo la muy afincada idea de que el éxito, la gloria y la posición no son ya fruto de la predestinación divina, sino conse­cuencia directa del esfuerzo, trabajo, habilidad o valor personal. El «condottiero», el artista, el sabio o el influyente hombre de negocios lo deben todo a su «virtú», a su capacidad, a su indivi­dualidad, a la que el principio básico del racionalismo cartesiano consolida y sostiene definitivamente. El hombre es porque piensa, pero su capacidad de pensar es algo que le pertenece individual­mente.

La obra cumbre del pensamiento social renacentista. El Prínci­pe, de Maquiavelo, es un fiel reflejo de lo que estamos comentan­do. Es la última parte de la obra, publicada en 1513, la que contie­ne las ideas más típicamente renacentistas sobre la naturaleza hu­mana. Frente a la creencia medieval de que las cosas del mundo y el quehacer de los hombres están indefectible e incorregiblemente guiados por Dios o la fortuna, da cabida Maquiavelo a una de las

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más sobresalientes propiedades del individualismo renacentista: la «virtú», la libre voluntad; así, escribe el florentino,

« p a ra qu e n uestra libre vo lu n tad no q u ed e an u lada, p ien so qu e p u e d e ser cierto qu e la fortu n a sea árb itro de la m itad d e n uestras accion es, p ero la o tra m itad , o casi, n os es de jad a , inclu so p o r ella, a n uestro con tro l» .

(1981 , p ág . 117.)

IGUALDAD E INDIVIDUALISMO:LAS CONTRADICCIONES DE LA CIUDAD INDUSTRIAL

El hecho urbano, tal y como hoy lo conocemos, tal y como hoy se muestra ante la preocupada mirada de políticos y científicos sociales es, sin duda, descendiente directo de la revolución o reac­tivación demográfica que se produce desde finales del XVIII y espe­cialmente durante la primera mitad del XIX, coincidiendo con la Revolución industrial. Es entonces cuando el crecimiento demo­gráfico empieza a convertirse en hacinamiento malsano e insalubre hinchando de proletarios hambrientos el vientre de las ciudades y de fenómenos sociales desconocidos sus calles. En Inglaterra, por ejemplo, la población urbana pasa del 33,8 % en 1801 al 54 % en 1851; la rural, por contra, desciende del 66,2 % al 46 % durante esos mismos años. En Francia, los 30 millones de 1821 se conver­tirán en 35 veinte años después; entre 1811 y 1851 la población urbana gana casi dos millones de personas a costa del éxodo rural especialmente dramático durante el decenio 1841-1851 con casi un millón de almas que trasladan sus miserias, sus decepciones y sinsabores a la gran ciudad.

Kingsley Davis (1982) explica cómo el proceso de urbaniza­ción, prácticamente imperceptible en la Europa postmedieval, su­fre un incremento sorprendente a partir de 1850; un incremento, matiza el sociólogo norteamericano, más acelerado cuanto más tar­día fue la revolución tecnológica y que en la actualidad se presenta con tintes de verdadero dramatismo en algunos países latinoameri­canos en alguna de cuyas grandes urbes se hacinan millones de personas en la más pura indigencia. «Para pasar de una población

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en que un 10 % de sus miembros vivía en ciudades de 100.000 habitantes para arriba a otra de un 30 % viviendo en ciudades de idéntica magnitud, fue necesario el transcurso de 79 años en Ingla­terra y País de Gales, de 66 en los Estados Unidos, de 48 en Alemania, de 36 en el Japón y de 26 en Australia». (Davis, 1982, pág. 18.)

La relación entre desarrollo económico y urbanización, entre industria y ciudad, entre revolución tecnológica y revolución urba­na se nos presenta como algo más que una mera hipótesis; pero, además, se nos muestra como un hecho y una realidad cualitativa­mente nueva y no tanto como continuación del hecho urbano me­dieval y renacentista. Paolo Sica, un conocido historiador del urba­nismo, lo ha intuido con lucidez desde un punto de vista meramen­te urbanístico: «Un hecho aparece ya claro en la dinámica de evo­lución de la ciudad industrial: la estructura que se va delineando no representa un paso dimensional superior respecto de la ciudad preindustrial, sino que constituye más ijien una entidad cualitativa­mente nueva que se contrapone a la precedente y que tiende a usarle según su propia lógica, a cambiar su sentido y, en el límite, a transformarla por completo». (Sica, 1981, pág. 49.)

En efecto, desde el punto de vista psicosocial, la ciudad indus­trial no guarda especiales relaciones con el burgo medieval o con la ciudad renacentista. De ella, ya no podemos seguir diciendo, como con razón se dijo de la ciudad mercantil, que es un espacio de libertad, ni el territorio en el que va a morir la dominación, ni el paraíso de la igualdad. La zonificación económica, la separa­ción espacial entre clases y actividades de especialización profesio­nal, la falta de infraestructura sanitaria, educativa y comunicativa, el elevado nivel de vida, entre otras propiedades no menos llamati­vas, han ido convirtiendo a la ciudad industrial en el cementerio de los sueños de millones de trabajadores; en ella, en contra de la experiencia del siervo de la Edad Media, el emigrante agrícola ha sido consciente de la desigualdad, de la muchas veces brutal dife­rencia entre clases sociales; metido en la endiablada dinámica de la producción, su libertad acaba siendo un tópico que se da sim­plemente por bueno.

Con la industrialización, la emigración y con ésta la aglomera­ción y el hacinamiento de los trabajadores en núcleos urbanos y, a

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su sombra, el problema de la vivienda, el de la insalubridad del hábitat, el de la alimentación, el de la criminalidad, la mendicidad, la miseria, el desamparo, el anonimato y la desindividuación. El conocido historiador de pensamiento social, Robert Nisbet (1969, pág. 46) ha descrito el problema con penetrante acierto: «...el re­chazo real de la ciudad, el miedo a ella como fuerza de cultura y los presagios relativos a las afecciones psíquicas que incuba, confi­guran una actividad mental casi desconocida antes del siglo XIX... La ciudad constituye el contexto de casi todas las proposiciones sociológicas relativas a la desorganización, la alienación y el aisla­miento mental, estigmas todos de la pérdida de comunidad y per­tenencia».

La ciudad industrial, por sus concomitancias y paralelismos his­tóricos con un sistema de producción capitalista, se convierte así en el paraíso del individualismo, en el recinto sacro de una ideolo­gía que no siempre se muestra compatible con la igualdad sobre la que, desde siempre, se asentó la carta de «ciudadanía» e incluso la democracia. Haorá que acudir de nuevo a Tocqueville y a su idea de que la democracia trae consigo una especie de tiranía de la mayoría sobre la conciencia individual del ciudadano, o a G. S. Mili, o incluso al mismo Marx, para no perder de vista su propues­ta de que la democracia es algo ilusorio en la sociedad capitalista, ya que su sistema de distribución de la riqueza y de los recursos no se ajusta a ningún principio de igualdad.

La ciudad industrial no se convierte, como el burgo medieval, en el escenario de una nueva existencia al margen de las ataduras y de la esclavitud del campo; ni acaba indefectiblemente siendo testigo del éxito, de la promoción de quienes han puesto en ella todas sus esperanzas. Comenzó siendo una dura, insalubre y depri­mente realidad para millones de obreros que acudieron a la llama­da del progreso y, hoy en día, además, se ha convertido en un auténtico problema de Estado en aquellos países subdesarrollados que asisten con impotencia al crecimiento incontrolado de sus nú­cleos urbanos más importantes.

Una de las hipótesis psicosociales más interesantes y de más enjundia es aquella que establece una relación entre industrializa­ción-urbanización y modelos familiares. Tradicionalmente se ha supuesto que la revolución tecnológica con la consiguiente emigra­

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ción del campesino a la ciudad, trajo consigo un cambio en la organización y funciones de los grupos primarios, especialmente del familiar. William Goode ha tratado este delicado asunto con suma precaución y, anticipando la dificultad de establecer relacio­nes de causalidad entre una y otra variable, resume las que consi­dera más importantes entre un nivel macrosocial de naturaleza económica (revolución tecnológica) y un segundo claramente mi- crosocial (estructura familiar):

«1. La neolocalidad del sistema conyugal libera al individuo de los lazos geográficos específicos.

2. Un individuo con un marco de parentesco limitado se en­cuentra en mejores condiciones para seleccionar el trabajo indus­trial más adaptado a su capacidad. Puede invertir únicamente en sí mismo, no en su parentela. Puede cambiar el estilo de su vida más fácilmente.

3. La familia puede ser separada de la empresa, de tal modo que los criterios de realización, universalismo y especificidad fun­cional de esta última son libres de obrar sin interferencias de los criterios de tipo adscriptivo, particularista y emocionalmente difu­sos de la familia.

4. La propiedad individual necesaria del sistema conyugal permite la movilidad de capital para la inversión.

5. Limitando el marco de parentesco los individuos impiden trabarse en un marco cerrado de estratos de clase.

6. La disciplina que no desborda su propio marco o —en los niveles profesionales superiores, o en las posiciones directivas o de carácter creativo— las exigencias abiertamente demandadas de la tecnología moderna son psicológicamente molestas. La emocionali- dad de la familia conyugal ayuda a restaurar un balance psicológi­co al menos, el sistema técnico no tiene ninguna responsabilidad moral en ello.

7. Omnilineal como modelo, este sistema no mantiene un ca­rácter hereditario lineal y no concentra la tierra familiar o su rique­za en las manos de un hijo o hermano.

8. Los talentos de ambos sexos reciben un mayor campo de desarrollo para que se ajusten a las múltiples demandas de una tecnología compleja.

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9. La pequeña dimensión de la unidad familiar, y su difusi- dad emotiva, evitan una gran especificación de las obligaciones de cada miembro en cuanto a su status. Como resultado de ello, se permite una mayor diferenciación individual conforme a sus pro­pias obligaciones, y el individuo es más capaz de ajustarse a las posibles demandas de la industria.

10. Desde el momento en que los jóvenes escogen a sus jóve­nes esposas y pueden ser económicamente independientes, queda legitimado un largo período de dependencia familiar. Esto capacita a cada individuo para encontrar un lugar apropiado a su talento dentro del sistema industrial.» (Goode, 1961, págs. 319-320).

Merece la pena recordar al lector a estas alturas la obra de Engels sobre la situación de la clase obrera en Inglaterra, y n o sólo recordarla sino recomendar encarecidamente su lectura, al tratarse, sin duda, de uno de los más fieles y documentados estudios sobre la situación del proletariado en las grandes ciudades. Valga la si­guiente transcripción como una simple muestra del estado sanita­rio de las casas en Manchester:

«H ic e m ención , adem ás, de una activ idad excep c ion al de la p o ­licía san itaria en el tiem po del có lera en M an ch ester. C u an d o esta ep idem ia se acercó , la b u rgu esía de la m en cio n ada c iu d ad sintió un terror general; se aco rd ab a en ton ces de las m alsan as h ab itac ion es de los o b re ro s y tem b lab a ante la ce rtid u m b re de qu e cad a uno de esto s b arrio s sería un centro de con tag io , d e d o n d e éste llevaría la de so lac ión en to d as d ireccion es, hasta los b arrio s d e las c lases p o ­seed oras. E n segu id a se n om b ró una C om isión de san id ad p ara in speccion ar e so s b arrio s e in form ar d e su e stad o , exactam en te , al C o n se jo de la c iu dad . E l D r. K ay, m iem b ro de la C om isión , qu e visitó m in u ciosam en te to d o s los d istrito s de polic ía , m en os el u n d é­cim o, da a lgu n os d a to s de su in form e. Se in speccion aron en total 6 .951 casas ; d e ellas, 2 .565 tenían n ecesid ad u rgen te de ser revoca­d as interiorm ente, 960 estab an fuera d e tod a -reparación, 936 no tenían co n d u cto s su ficientes, 1.435 eran h ú m edas, 452 m al ven tila­das, 2 .221 sin letrinas. D e las 687 calles in speccion ad as, 248 no esta ­ban em p e d rad as, 53 lo e stab an só lo en parte , 112 estab an m al ven ­tiladas y en 352 se en con traron ch arcas pestilen tes, m on ton es de in m un dicias, re sidu os, e tc .»

(E n gels, 1976, p ág . 96.)

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Pero el hecho urbano, si hemos de ser consecuentes con nues­tros presupuestos de partida, todavía se deja sentir sobre un tercer nivel, el propiamente individual, finalizando de esta manera el pro­ceso de articulación entre los niveles macrosociales, microsociales e individuales en una lógica muy clásicamente psicosocial.

Y probablemente nunca como en la ciudad industrial se deja­ron observar con nitidez las relaciones entre el hecho urbano y la situación de los individuos. Henry Mayhew, Albert Alison, Fer­nando Garrido y el ya mencionado Federico Eneels, apoyándose todos ellos en un rico material empírico, nos han legado tan preci­sas como crudas descripciones del estado moral, psicológico y físi­co del ingente proletariado urbano. Indigencia y miseria, deformi­dades físicas debidas al tipo de ocupación, corta esperanza de vida de la clase obrera, amplia incidencia del alcoholismo, de la pros­titución, delincuencia v criminalidad, y la situación de los ni­ños trabajadores son algunos de los asuntos preferidos por estos autores.

Tomemos como ejemplo la descripción que hace Fernando Garrido en su conocida Historia de las clases trabajadoras (1871) de la situación de los niños trabajadores en las minas de carbón, transcribiendo el informe de una Comisión nombrada para estu­diar este asunto:

«En el distrito de Halifax las capas de carbón en muchas minas no tienen más que 14 pulgadas de espesor y pocas veces pasan de 30, y en su consecuencia, no podiendo trabajar en ellas los obreros adultos, aunque se inclinen, tienen que hacer los niños el trabajo casi tendidos en el suelo y con la cabeza apoyada en una plancha. Cuando tienen un espacio un poco mayor, se ponen sobre una rodilla, con la otra desplegada para poder balancear el cuerpo. Du­rante todo el tiempo que permanecen en estas oscuras rendijas sin aire y encendidos por el calor, están completamente desnudos.»

(1971, pág. 152.)

Baste con esta cita de Garrido como simple muestra de lo que fue la ciudad industrial; de sus secuelas a nivel más psicológico, ya hemos indicado que el lector tiene en Jiménez Burillo (1986) una excelente descripción, así como en algunos de los trabajos que vienen a continuación.

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Reestructuración económica, revolución tecnológica y nueva

organización del territorio *Manuel Castells

Catedrático de Planificación Urbana y Regional en la Universidad de California (Berkeley)

INTRODUCCION

En primer lugar, voy a apuntar los rasgos más significativos del cambio económico en el que estamos, tratar de ver entonces, las implicaciones espaciales. En segundo lugar, trataré de resumir cuáles son los impactos tecnológicos más importantes y sus impli­caciones espaciales. A continuación, examinaré los principales ras­gos de cambio socio-cultural y sus implicaciones espaciales, así como las principales tendencias de cambio socio-político y sus im­plicaciones en el ámbito urbano y regional.

Obviamente, todo esto no son sino pinceladas de un cuadro no acabado, o sea, son líneas de desarrollo cuya concreción y cuya relación en términos de una forma espacial concreta, solamente se pueden analizar con respecto a una sociedad e incluso concreta­mente a una región. Es decir, voy a hablar de procesos y de ten­dencias. La articulación y el resultado concreto de esos procesos y esas tendencias dependen de sociedades y regiones concretas y de

* E ste artícu lo rep ro d u ce el tex to d e M . Castells p u b lic ad o en el lib ro Metrópolis, Territorio y Crisis, M ad rid : A sam b lea de M ad rid y R ev is­ta «A lfo z » , 1985.

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ahí el interés en, quizá, prolongar este tipo de problemática y de discusión en casos más concretos.

En fin, quisiera también, a modo de introducción, hacer hinca­pié en el hecho de que este tipo de reflexión va encaminado a sugerir algunas líneas de nueva política urbana y regional, que se adapte a las condiciones históricas que aquí se plantean. Es mi opinión personal que si bien hay un esfuerzo considerable, y en particular en España, y en particular en Madrid, por políticas ur­banas y regionales innovadoras y progresistas, en el amplio sentido de la palabra, creo que hace falta una reflexión más profunda para tratar de actuar sobre el tipo de cambios como los que creo que se están produciendo no sólo en España, sino a nivel internacional. Hay que ir más allá del tipo de política urbana que estamos plan­teando hoy a una política urbana capaz de enlazar con tendencias estructurales históricas más profundas.

1. REESTRUCTURACION ECONOMICA Y ORGANIZACION TERRITORIAL

No nos encontramos en estos momentos en una crisis económi­ca aunque parezca lo contrario. Nos encontramos ya en las políti­cas de tratamiento de salida de la crisis económica. Es totalmente distinto. Ocurre que en general ese tratamiento se está dando a través de políticas de austeridad. En general, para no introducir aquí excesiva polémica, son políticas de austeridad de tipo conser­vador. Pero fundamental es por tanto no insistir simplemente en que estamos en un momento de crisis, en un momento en que la economía no funciona, sino ya ese momento de crisis, que fueron los años setenta, en gran parte ya pasó, aunque para ef parado o para los que tienen menores prestaciones sociales la crisis sigue ahí, y es incluso desgraciadamente cada vez más aguda, pero en términos de análisis estamos en la post-crisis, es decir, estamos en la fase de tratamiento de la crisis a través de la reorganización del modelo de crecimiento económico.

Creo que a nivel muy general se pueden recordar los principa­les ejes de esa reestructuración económica, también hablando a un nivel general, referente a los países capitalistas desarrollados.

En primer lugar, pasamos a una fase caracterizada por la auste­

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ridad económica y por economías de crecimiento relativamente lento. Es decir, relativamente lento en relación con lo que fueron los años sesenta, e incluso en España a principios de los setenta.

En segundo lugar, se produce una internacionalización acen­tuada de la economía, con una profundización de la división inter­nacional del trabajo tanto en términos de la especialización de áreas, en producción de esos servicios, como en la interpenetración de las economías a nivel mundial, y en la sincronización de los ciclos económicos.

En tercer lugar, observamos una intensísima diferenciación in­tersectorial en ritmos de crecimiento y en formas de crecimiento; tanto en la industria como en los servicios. Es decir, no es lo mismo hablar de la construcción naval o de la siderurgia que ha­blar de la electrónica o del automóvil, porque tampoco hay que mantener la vieja distinción entre industria antigua-industria nue­va. El automóvil es una industria relativamente antigua, pero según qué papel le toca a cada país en la división internacional del traba­jo puede ser una industria dinámica en términos del crecimiento; es el caso de España, por ejemplo, en términos de la prospección de la capacidad de plataforma exportadora. Es decir, lo que es importante como fenómeno no es tanto el que haya industria anti­gua e industria nueva, que eso siempre ha ocurrido en todas las economías y en todas las situaciones, sino una aceleración brutal de las evoluciones intersectoriales, tanto en la industria, como en los servicios, como en la agricultura. Es decir, la vieja distinción entre primario, secundario y terciario no nos sirve en absoluto, porque lo que estamos observando es una diferenciación total de ritmos y formas de desarrollo dentro de cada economía y en la economía internacional por ramas y sectores.

En esa diferenciación sectorial juegan un papel estratégico, por un lado, los servicios que los economistas llaman avanzados; es decir, servicios que pueden ser tanto finanzas como de salud. Y a nivel de la industria, efectivamente, una locomotora que es la in­dustria de alta tecnología, fundamentalmente ligada a electrónica y telecomunicaciones, pero también a materiales especiales, a la biogenética. Una característica particular de esta industria de alta tecnología es la ligazón estrecha de la demanda sobre alta tecnolo­gía a la aplicación militar; hablando claro: hay alta tecnología por-

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aue hay militarización de la economía, y militarización, por tanto, de la política, de la sociedad. La relación es estrechísima entre las zonas y los sectores que desarrollan la electrónica, las telecomuni­caciones, el aeroespacial, etc., y la demanda militar americana, pero es también cierto, de países como Francia, de países como Italia, que dependen en sus exportaciones de la industria de arma­mentos en una gran medida. Simplemente para dar una cifra ilus­trativa, no pienso dar muchas cifras hoy para concentrarme en las ideas: el último año, en el 83, el comercio mundial de armas ha llegado a la cifra de 670.000 millones de dólares. Mientras que, para dar una comparación, ajustando por inflacción en términos de datos reales, o sea, comparable con la cifra anual, sólo hace cinco años el nivel era de 400.000 millones de dólares. En ese sentido, el tirón económico que se está produciendo se apoya en una revolución tecnolójgica, pero en una revolución tecnológica, hoy por hoy, orientada hmdamentalmente hacia la industria militar.

Entonces: crecimiento lento, internacionalización acentuada en nueva división internacional del trabajo, diferenciación intersecto­rial cada vez mayor.

En cuarto lugar: mantenimiento en todos los países, y por los años a venir, de una alta tasa de paro estructural. Es decir, a cada país con su nivel relativamente alto, en países como Estados Uni­dos, oscilará probablemente entre el 8 y el 10 %; en España, como se sabe, el techo del 15 %, parece incluso optimista. Es decir, entramos en una situación en que en términos de la definición tradicional de paro y durante al menos la década a venir, nos situa­mos de forma permanente en una alta tasa de paro estructural, que además se está acentuando, y se va a acentuar cada vez más justamente entre otras cosas, por la revolución tecnológica, no ne­cesariamente porque la revolución tecnológica cree paro (puede crear extraordinarias condiciones de vida y de trabajo con reduc­ción general del tiempo de trabajo), pero una revolución tecnológi­ca aplicada para eliminar costos salariales en la producción, enton­ces sí contribuye decisivamente al aumento de la tasa estructural del paro.

En Quinto lugar, y en parte en relación con el rasgo anterior: desarrollo, cada vez mayor, y en todos los países de la economía sumergida, de la llamada economía sumergida, que más bien de

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momento lo que parece es que va a sumergir a la no sumergida, porque más bien parece que es ésta la economía central en muchas zonas, y no la economía marginal. Por economía sumergida, enten­diendo obviamente toda clase de actividades desde la droga o toda clase de actividades ilícitas, hasta la organización de trabajo asala­riado a nivel masivo, en pequeñas, medias, pero también en gran­des empresas simplemente cortocircuitando los canales tradiciona­les de pago de cuotas a la Seguridad Social o de impuestos al Estado. En este desarrollo de la economía sumergida, en algunos países en el caso concreto de los Estados Unidos, converge con un desarrollo extraordinario de la emigración a escala mundial. El fenómeno de emigración que se está produciendo en estos momen­tos en Estados Unidos procedente de Asia y de América Latina, pero también de Europa, por ejemplo (de Francia y de Inglaterra), no tiene precedentes desde el principio del siglo XX. Esto lleva al desarrollo en la mayoría de las sociedades capitalistas avanzadas de zonas urbanas con características étnicas cada vez más diferen­ciadas. Este, obviamente, es uno de los pocos rasgos que no se aplican al caso español. Y en fin, en sexto lugar, el rasgo económi­co, que también me parece importante señalar, es la reducción cada vez mayor del sector público. Pero del sector público no mili­tar, porque cuando se habla de la reducción del sector público se está olvidando el desarrollo en todas las economías del sector mili­tar, tanto en términos de gastos como en términos de contribución al producto nacional bruto, como en términos de empleo, etcétera. Reducción del sector público no militar, y crisis real del Estado providencia, sobre todo en términos de reducción de prestaciones sociales. Todo esto son cosas sabidas, y que no hago más que recordar en términos del impacto que ello pueda tener en las for­mas y procesos metropolitanos, que es lo que nos interesa. Este es el método que voy a seguir: recordar algunas grandes tendencias en cada plano y ver qué implicaciones tiene esto para la recons­trucción de nuestro pensamiento sobre la evolución metropolitana.

También de forma esquemática creo que los impactos a nivel metropolitanos se pueden resumir en cinco grandes rasgos: el pri­mero es el proceso de desarrollo desigual a nivel espacial, y de reestructuración a nivel regional; es decir, por un lado se acentúa la tendencia a los distintos niveles y formas de desarrollo entre

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distintas regiones, y por otro lado, esta tendencia no es necesaria­mente que aquellas regiones ya más desarrolladas siguen siendo las más desarrolladas. Esto es lo que se llama reestructuración re­gional, es decir, el cambio de sentido de los procesos de concentra­ción de actividades, población, recursos, etcétera, no siguen lo que se había pensado, una especie de ley de bronce del desarrollo re-

(;ional, en que siempre las regiones más desarrolladas van a acumu- ar las tasas de crecimiento más favorables. Según qué países, y

según en qué condiciones, se están produciendo fenómenos de tipo inverso. El caso, obviamente, que se está discutiendo más, es el caso de Estados Unidos. En USA hay un cambio de patrón regional, con el paso a nuevas regiones de mayor desarrollo econó­mico y social que anteriormente no estaban en el paquete de cabe­za. Pero quisiera recordar que hay viejas regiones industriales, como Nueva Inglaterra, que están totalmente en la punta del desa­rrollo actual, mientras que otras regiones en el sur siguen siendo subdesarrolladas. Por ejemplo, el Estado de Luisiana tiene todas las características potenciales para formar parte de este nuevo de­sarrollo, por ejemplo, tiene petróleo en abundancia, encanto turís­tico en Nueva Orleáns, y aun así es un Estado con una altísima tasa de paro y que no se desarrolla en absoluto pese a su petróleo y pese a su turismo. La razón es por el tipo de conexiones aue se establecen con lo que son realmente los motores de desarrollo de la nueva industria. Massachusetts es un centro de industria tecno­lógica, centrado por un lado sobre las Universidades, por otro lado sobre los contratos militares, igualmente que California, igual­mente que Texas, mientras que Luisiana quedó desplazada por Texas de todo ese proceso.

jue lo que cuenta como procesos de en las regiones es su conexión a

procesos centrales de la economía en cada momento, y que esos procesos son organizados y mediatizados por las políticas guberna­mentales. Yo creo que ese tipo de problemática es una problemá­tica absolutamente general hoy día en el mundo capitalista desa­rrollado. Por ejemplo, la reestructuración económica tiene ese im­pacto de la reestructuración regional, que en España se está produ­ciendo también. Madrid és una zona a la vez de crisis y de creci­miento, precisamente porque está conectado a los dos polos de la

Lo importante es ver que desarrollo o de subdesarrollo

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economía: al polo que se hunde y al polo que emerge; en cambio, zonas, yo diría como Vigo o Gijón, tienen una crisis más grave por el tipo de industrialización que se ha llevado en este caso, tanto en términos de la rama industrial como de la forma de esa rama in­dustrial a través de empresas públicas mal gestionadas hasta al menos recientemente, en que al mismo tiempo tenemos situaciones como la andaluza, en que es la reproducción de un subdesarrollo regional por razones de desequilibrio histórico y que se acumulan. Es decir, Madrid sufre el impacto de la crisis y del crecimiento, mientras que hay zonas como el norte que sufren el impacto de la crisis y la industrialización, y hay zonas como Andalucía que sufren el impacto de las raíces tradicionales del subdesarrollo regional; y hay otras zonas, y sin introducirme mucho en el tema, obviamente, como el País Vasco, que por un lado sufren el impacto de la crisis de reconversión industrial, pero que al mismo tiempo también tie­nen el potencial, dadas ciertas condiciones políticas y sociales, para reconvertir hacia el nuevo tipo de industria, por ejemplo, en térmi­nos de máquinas-herramientas de precisión, dada la existencia de una fuerte base industrial y de una base obrera cualificada, o para desarrollar servicios avanzados, por ejemplo, claramente, en el sec­tor financiero.

Es decir, hay una diversidad de situaciones regionales que no hago más que ilustrar con ejemplos para sugerir ideas en términos algo más concretos, pero que la idea fundamental es romper con el patrón tradicional del desarrollo o -subdesarrollo en términos de grandes bloques regionales, para reintroducir en una dinámica mu­cho mayor, ligada a la diferenciación y reestructuración económica sectorial, a la que me refería anteriormente, que muestra cómo, de hecho, las regiones pasan a sufrir impactos económicos no tanto en términos de su base histórica y natural, sino de su inserción, justamente en esta nueva división internacional e interregional del trabajo.

Segundo rasgo a nivel de impacto espacial de la reestructura­ción económica, es el hecho de que al mismo tiempo que se produ­ce esta diferenciación interregional, se producen también casos de lo que podemos llamar un proceso de dualidad intra-metropolita- na. Es decir, tomando un caso que se conoce mucho más a nivel de las imágenes nuevamente chocantes que se pueden obtener: si

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tomo la región metropolitana de Nueva York, región en la aue al mismo tiempo, no sólo hay extrema riqueza y extrema pobreza (que siempre ha habido), sino que se está produciendo a la vez un proceso cíe deterioro y destrucción masiva de grandes zonas del área metropolitana en el sentido incluso físico de la palabra, que todo el mundo conoce: el ejemplo del South Bronx y el abandono de las viviendas, la quema de barrios enteros, etcétera. Pero hay zonas de Brookíyn que están igualmente mal; y al mismo tiempo hay un proceso extraordinario de desarrollo económico y de activi­dad social en la ciudad de Nueva York, en Manhattan, en base a desarrollo financiero, desarrollo de servicios, servicios avanzados de todo nivel, pero también toda una clase de servicios de tipo semieconomía sumergida, por ejemplo: enormes barrios de emi­gración coreana con gran actividacf empresarial de organización de pequeños colmados, de almacenes de detalle, muy ligados a la expansión de esta clase media ligada a los servicios. Es decir, tene­mos en la misma región metropolitana un proceso de crecimiento económico y de prosperidad, prosperidad social y cultural como raramente ha habido en Nueva York, y al mismo tiempo, una situación de deterioro masivo, de economía no ya sumergida, sino delincuente y de abandono masivo de grandes zonas de la ciudad. Este fenómeno de dualidad intra-metropolitana, yo no se lo deseo a Madrid, no se lo pronostico tampoco, pero hay condiciones es­tructurales (amortiguadas afortunadamente por servicios sociales relativamente más eficaces) que pueden tender hacia ese proceso de disociación.

Tercer rasgo es, a nivel internacional, una menor tasa de creci­miento metropolitano, que tiene enormes consecuencias en térmi­nos de la configuración de la ciudad e incluso en algunos casos (en el caso de Madrid es simplemente menor tasa de crecimiento, pero aún crecimiento metropolitano), pero en casos como las me­trópolis italianas o varias metrópolis americanas crecimiento nega­tivo. Otros dos rasgos son bastante interesantes: uno es el creci­miento de las ciudades medias y otro es el crecimiento, por ejem­plo, en Estados Unidos comprobado, de zonas rurales con dismi­nución paralela de actividades agrícolas. Es decir, aquí ya tenemos la disociación entre ruralidad y agricultura, es decir: habitación de tipo rural, población, localidad de tipo rural, pero no ligada a la

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actividad agrícola, sino a todo otro tipo de actividades. ¿Cuáles? No necesariamente hippies viviendo en el campo con las ovejitas, sino tanto empleo industrial descentralizado, como servicios, como creación de un tejido social distinto, viviendo más bien en el borde de las áreas metropolitanas, como directamente ligados a esta revi- talización de tejidos de las ciudades medias.

Sin embargo, esto no quiere decir que la era de la gran ciudad o de la gran metrópolis se haya acabado. Al contrario, vemos al mismo tiempo aumentar las formas que para llamarlas de alguna manera, en este momento los demógrafos americanos llaman las «superciudades», que serían no ya las metrópolis, sino las conexio­nes entre metrópolis, no las megalópolis. La megalópolis a la Gott- man, lo que describió Gottman en la costa noreste de Estados Unidos, no era de hecho una ciudad funcional, sino un concepto mucho más geográfico que funcional. Mientras que las regiones metropolitanas, como todo el mundo sabe, son unidades funciona­les. Lo que se está asistiendo es a la conurbación de regiones me­tropolitanas en términos directamente funcionales. Por ejemplo, la conurbación Nueva York-New Jersey, la conurbación práctica­mente en vías de extenderse entre Los Angeles y San Diego en el sur de California, pero también la conurbación que se pretende en estos momentos en el norte de Italia, el famoso proyecto MITO: Milán-Torino, a la que nuestro amigo Campos Venuti opone al proyecto de Emilia-Romaña como región fuerte en la que realmen­te se pueda apoyar la construcción de una superciudad descentra­lizada. Es decir, estamos asistiendo al mismo tiempo al fenómeno de crecimiento de ciudades medias y de ruralización y al fenómeno de constitución de super-ciudades de tipo aún más complejo que en las regiones metropolitanas.

En el caso de España habría que estudiar con más detalle, pero yo creo que en ese sentido Madrid va a ser bastante atípico, en el sentido de que va a ser una región metropolitana de sentido tradicional en la medida en que le es difícil conurbarse con áreas metropolitanas de tipo suficientemente grande, dado el aislamiento de Madrid en el centro de la meseta y dada la baja del ritmo de crecimiento metropolitano. Pero, en cambio, pienso que en toda la zona en torno a Barcelona se está produciendo la constitución de una superciudad de tipo multifuncional.

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El cuarto efecto espacial de la reestructuración económica es lo que yo llamaría para simplificar, al mismo tiempo que se da la superciudad, el desarrollo dentro de la superciudad de la ciudad sumergida, para utilizar un término paralelo a la economía sumer­gida; es decir, la concentración de relaciones sociales en el ámbito local, y el desarrollo de sub-culturas y sub-economías urbanas. En­tonces, tenemos un fenómeno curiosísimo en que por un lado esta­mos funcionando a nivel realmente de los grandes procesos econó­micos y de articulación, por ejemplo, de redes de transporte, etcé­tera, a nivel de la superciudad, pero a nivel de mercados de trabajo en muchos casos, pero sobre todo de relaciones interpersonales; no hay en general una relación de la población al conjunto de la superciudad, sino al contrario, hay focalización en un ámbito cada vez más local, y ahí se produce un fenómeno casi de disonancia cognitiva entre lo que es cada vez más el macro-espacio funcional de la ciudad y lo que es el micro-espacio cada vez más reducido del ámbito de la vida local.

Y ello me conduce a un quinto elemento que no hago sino apuntar, que es a nivel del funcionamiento de la ciudad: una ten­sión social creciente, no necesariamente conflicto socio-político, sino simplemente tensión social con un aumento realmente a nivel geheral, a nivel internacional, de lo que yo llamaría las estrategias individuales de supervivencia en la vida cotidiana; es decir, cuanto más se crea la jungla macro-metropolitana y más se disminuye el ámbito de acción posible por parte de individuos y grupos socia­les, más se produce un proceso de individualización hacia la ges­tión de esa supervivencia económica y funcional en la ciudad.

2. REVOLUCION TECNOLOGICA Y ESTRUCTURA ESPACIAL

Segunda serie de rasgos que me parece que habría que apun­tar, siempre con este carácter esquemático, es lo que se refiere al impacto directo de la revolución tecnológica sobre las formas espa­ciales. Y digo impacto directo porque no voy a tratar el tema de la articulación entre economía, nueva tecnología y organización espacial, sino el impacto potencial directo de la aplicación de nue­vas tecnologías a procesos de organización espacial. Este es un tema que me plantea algunas dificultades personalmente: en pri­

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mer lugar, es un tema utilizado por todos los especialistas de futu- rología, que en general no me caen muy simpáticos, porque más bien se dedican a vender mercancía que analizar lo que realmente son los cambios tecnológicos; y por otro lado, es difícil concebir la tecnología en sí, fuera de la economía, fuera de la sociedad, fuera de la cultura. Por tanto, las tendencias que voy a apuntar deben ser traducidas en el impacto concreto de cada tipo de tecnología, en cada tipo de sociedad y en cada tipo de contexto. Yo no digo que toda España vaya a informatizarse, pero lo que sí digo es que el proceso de informatización está y estará cada vez más en España como en el resto de los países. Y por tanto, habría que empezar a pensar algunas de esas consecuencias.

Para esquematizar, también voy a tratar de concentrarme en algunos de los procesos que me parecen más importantes, concre­tamente seis procesos.

En primer lugar, sin entrar en cada tecnología en particular, lo que me parece el proceso fundamental de reorganización tecnoló­gica es la constitución de los llamados sistemas de información. Lo que caracteriza la revolución tecnológica actual son dos rasgos fundamentales: a) que es una revolución centrada sobre el proceso más que sobre el producto, lo que está cambiando es la forma de hacer las cosas más que lo que se hace, b) Que la materia prima es la información: lo que hace la micro-electrónica es procesar información, lo que hace la biogenética es programar la informa­ción de la materia viviente, lo que hace la telecomunicación es transmitir e intercambiar información, etcétera. La información es la base de esta revolución y por eso hay una conexión nueva y distinta entre el tipo de cambio que se está produciendo y el tipo de organización económica y social. Pues bien, la tendencia tecno­lógica más importante en términos de impacto potencial sobre el espacio es lo que se llama la constitución de los sistemas de infor­mación a través de la conexión entre ordenadores y telecomunica­ción. Es decir, el hecho de que a partir de esa conexión las organi­zaciones, las instituciones, las empresas, todo el sistema organiza­do, pasa técnicamente a poder relacionarse en términos de trans­misión, de mensajes, sin necesidad de contigüidad geográfica. Eso no quiere decir que se haya acabado el mundo de la localización geográfica; los ejecutivos tendrán que seguir viéndose en restau­

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rantes de lujo, pero el punto clave es la libertad ganada por la organización en términos funcionales. Es decir, la contigüidad fun­cionalmente no es necesaria, lo cual no quiere decir que cultural­mente o políticamente no sea necesaria. Cambiamos el orden de determinación.

Si a esto se añade un pequeño dato económico que es funda­mental, y es que la transmisión de telecomunicación por satélite cuesta lo mismo cualquiera que sean los dos puntos de transmisión y recepción en cualquier punto del planeta (lo caro es obviamente la estación terrestre y la conexión por el satélite, lo caro es el tiempo del satélite) la distancia desaparece incluso como una mag­nitud económica. Si esto lo ligamos a todo el tipo de nuevas tecno­logías de transmisión, fundamentalmente las fibras ópticas y los rayos láser, llegamos a una situación en que se produce una cone­xión potencialmente simultánea a costo cada vez menor, lo cual quiere decir que las organizaciones pueden aumentar cada vez más su tendencia a superar la contigüidad espacial. Se va, pues, a la deslocalización de las actividades funcionales. Insisto: ésa es la ten­dencia tecnológica; si quieren ver lo aue esto produce en un caso concreto hay que conectarlo con cuáles son las políticas fiscales, cuál es la política económica, cuáles son los modelos culturales, etcétera. Aquí rechazo las profecías tecnologistas según las cuales por el hecho de disponer de una red mundial de telecomunicacio­nes vamos a tener las empresas flotando en el espacio dirigidas desde las Bahamas. No, seguirán siendo dirigidas desde Manhat­tan, pero la forma en cómo se producen los fenómenos y la rela­ción al espacio, tendencialmente cambia en el sentido "He una des­localización de las necesidades funcionales.

Segundo tipo de proceso que no hago más que apuntar: la automación de las oficinas, que es, yo creo, uno de los elementos que está cambiando y va a cambiar más nuestro tipo de trabajo.

Creo que la automación de oficinas a todos los niveles está produciendo un proceso bastante interesante en que la posibilidad de automatizar operaciones y de descentralizar permite la existen­cia de grandes unidades de nivel calificado alto con toda una serie de lo que yo llamaría fábricas de información descentralizadas en lugares potencialmente muy alejados. Lo cual, por ejemplo, ofrece posibilidades para la descentralización, pero también recuerda que

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va a haber un cálculo cada vez más acentuado a hacer entre lo que tiene que pagar la empresa por localizarse en el centro de una ciudad como Madrid y lo que tiene que pagar la empresa para instalar una serie de terminales en la periferia de Madrid, pero también en Segovia, por ejemplo. Se va hacia un proceso de lo que yo llamaría una concentración descentralizada, es decir: por un lado la concentración en ciertas grandes unidades de nivel alto, y una descentralización de los servicios periféricos con una serie de relaciones entre las unidades a nivel de transmisión de informa­ción. No entro en lo que me parece, desde luego en el caso de España, pero incluso en el caso de Estados Unidos, mucho más discutible, que es toda la problemática de las personas que no trabajan en la oficina, sino en su casa, y están conectadas por ordenador y línea telefónica al ordenador central de la empresa, etcétera. Esto está ocurriendo a nivel de los que siempre trabajaron o trabajamos en casa, es decir, los profesionales con más medios técnicos. No está ocurriendo y no creo que ocurra masivamente a nivel de los empleados. Hay algunas proyecciones que dicen que dentro de diez años el 18% de la población americana trabajará en su casa conectado por el ordenador con la empresa. Yo franca­mente creo que las proyecciones incluyen sobre todo este tipo de trabajo de profesionales más que el trabajo de empleados, por una sencilla razón: la conexión de empleados con la empresa no es solamente funcional, sino también requiere una disciplina y un control del trabajo que es mucho más difícil de organizar de esta forma, a menos que se haga como algunas empresas americanas están haciendo. Por ejemplo, un caso muy curioso en Phoenix, Arizona, en que lo que han hecho es utilizar esta táctica para em­plear mujeres en la cárcel a bajo costo.

Un tercer tipo de proceso técnico que me parece interesante señalar es la discusión en torno a los servicios públicos. ¿Es posi­ble el descentralizar la asistencia médica o la enseñanza a través de telecomunicaciones y ordenadores? Sí y no. Es posible técnica­mente; no hay ningún problema. El gran problema es más bien lo que significa una asistencia ligada intersticialmente al conjunto de la población. Técnicamente sería posible, es decir, la idea es bien sencilla: una gran parte del diagnóstico médico se basa en el cono­cimiento repetitivo; esto se puede colocar en un ordenador, y no

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hace falta tener un médico especialista en cada dispensario de ba­rrio, sino basta con tener un personal relativamente cualificado, simplemente capaz de interpretar la información, ligando la termi­nal en este barrio a lo que es el ordenador central, y entonces, ayudado de esta información con respecto a los perfiles de cada paciente diagnosticar; y mucho más aún en el caso de medicina preventiva. Ahora bien, lo que está ocurriendo, por lo menos en Estados Unidos, que es donde más avanzado está este tipo de funcionamiento, es más bien lo contrario: lo que está ocurriendo es la generación de automatización de la información en los gran­des hospitales para complementar el tipo de relación de los enfer­mos a los hospitales para que los médicos pierdan menos tiempo. Es decir, aue el médico, en lugar de ver más tiempo al paciente, tiene va el historial en el ordenador y con leer rápidamente la hoja, los síntomas, etcétera, puede ir mucho más rápido que nor­malmente.

La tendencia de uso de la tecnología se refiere más bien a la relación, a la concentración de esa tecnología en los grandes hospi­tales. Está ocurriendo lo contrario, que cada vez hay menos dis­pensarios de barrio, y cada vez más para cualauier cosa, hasta por un simple catarro, hay que ir al gran hospital o a la periferia de médicos privados en torno a ese gran hospital, porque sólo ese gran hospital tiene el conjunto, no ya de rayos X, etcétera, o la alta tecnología médica, sino simplemente de la maquinaria de informa­ción necesaria para lo mismo. Este es uno de los casos típicos en que la organización social del, en este caso, servicio de la medicina y tecnología no coinciden exactamente y, por tanto, lo que podría ser una tendencia a la descentralización, es más bien una tendencia a la centralización del servicio.

Dos palabras más sobre el tema tecnológico: por un lado, so­bre el tema de los ordenadores personales, me atrevo a hacer una proyección: no habrá gran explosión de uso de los ordenadores personales más allá de los profesionales (lo que es bastante), pero no será cada uno en su casa con su ordenador, ligado a sus centra­les de información, porque la experiencia, por ejemplo del sistema francés, de telemática, o en Inglaterra el sistema de vídeo-text que se difundió, es que para tener la información sobre el tiempo, las cotizaciones de oolsa y el hecho de poder consultar las páginas

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amarillas de la información comercial, no hace falta tener un orde­nador. El ordenador como tipo de servicios personales, servicios financieros, etcétera, no es lo más importante. Lo que sí está fun­cionando y lo que va a funcionar cada vez más es el uso de cone­xiones por cable o por teléfono o por transmisión directa a través de ondas al núcleo fundamental de lo que es el equipamiento elec­trónico del hogar, que es la diversión. En torno a esto hay otras funciones: puede haber a través del cable, por ejemplo (sobre todo en Estados Unidos), los sistemas de seguridad, alarma, etcétera; eso es lo importante, o puede haber los sistemas de venta a domi­cilio por catálogo, por televisión, por cable, etcétera. Pero todo eso se conecta, funciona y se organiza en torno al núcleo de base de lo que es la revolución electrónica del hogar, que es simplemen­te la diversión; que sea por televisión por cable, que sea por trans­misión de programas especiales de televisión, que sea por radios especializadas por temas o por músicas cada vez más especializa­das, o que sea lo que es el tema más importante, que es el desarro­llo del vídeo y de la grabación de vídeo, y de la utilización del sistema de vídeo como sistema de diversión. Ese es el punto fuerte de la electrónica del hogar y lo que se está produciendo es un proceso generalizado de evasión hacia una especie de reducto no sólo del hogar, sino individual, por ejemplo: el desarrollo de los «walk-man» a nivel de música es muy importante. Es decir, la captación de imágenes, sonidos, informaciones en su mundo bajo situaciones controladas, o al menos subjetivamente controladas, como forma de reacción a una vida exterior social aparentemente cada vez más agresiva. Eso lleva, por tanto, a una individualización cada vez mayor de los sistemas de transmisión y a una acentuación de ese individualismo del que señalaba anteriormente. Insisto: esto no es efecto de la tecnología; ese tipo de tecnología se puede desa­rrollar para establecer sistemas interactivos, para establecer comu­nicaciones mucho más ricas, para desarrollar campañas educativas, etcétera. No es el tipo de tecnología, es el impacto de esa tecnolo­gía sobre esa trama social y en esa situación económica. El simple cálculo económico de lo que puede ser una velada con patatas fritas en el vídeo de casa con respecto a lo que es salir a un cine del centro de Madrid, en el conjunto de todo el coste, el simple cálculo económico ya dice algo. Obviamente, hay más que ese

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cálculo económico, hay también la búsqueda del refugio indivi­dual.

El conjunto de esas tecnologías tienden en estos momentos y en esta situación a un desarrollo de la difusión y de la expansión territorial, tienden hacia la descentralización intra-metropolitana, tienden hacia un proceso de extensión de la vivienda en el espacio, que no tiene que ser necesariamente casa individual, puede ser casa en altura, y de hecho lo está siendo, por razones de costo, con algunos puntos nodales en la estructura metropolitana, que sean centros de negocios, de actividades terciarias, centros de ser­vicios; algunas grandes zonas de esparcimiento, pero muy limita­das, y zonas de esparcimiento natural pero también extremada­mente delimitadas. Se va hacia una especie de espacio en términos de esas tecnologías, cada vez más individualizadas, que no tiene por qué ligarse al tipo de espacio de tipo suburbial tradicional. Uno puede ser perfectamente una unidad espacial individualizada en la punta de un edificio de 20 pisos; es decir, aquí no estamos hablando de casa individual o de casa colectiva, sino de relaciones sociales individualizadas o colectivizadas en una estructura metro­politana. El conjunto de esas tecnologías tiende sobre todo a una individualización y a una atomización de las actividades con la concentración en algunas zonas de aquellas raras actividades que no pueden ser transmitidas en términos de mensajes electrónicos. Por tanto, la escasez y lo caro será el poder encontrarse a tomar unas copas con unos amigos. La tendencia tecnológica es ésta; la tendencia cultural puede ser de tipo distinto, y el problema es analizar en cada situación y en cada estructura concreta qué ocurre con la articulación y la interacción entre esas tendencias.

3. CAMBIO SOCIO-CULTURAL Y EVOLUCION URBANA

Un tercer tema que junto a la reestructuración económica y a la revolución tecnológica en curso debemos tener en cuenta para repensar la problemática metropolitana son las consecuencias de cambios socio-culturales q ue se están produciendo sobre la estruc­tura y procesos de la población. Cambios que obviamente no son sólo culturales en el sentido estricto, en el sentido antropológico del término; son también demográficos en el sentido más amplio,

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en el sentido de cambio de la estructura de la población, pero que creo que se interrelacionan, es decir, que estos cambios culturales están produciendo unos cambios de la estructura de la población y viceversa. Los cambios que se producen en la estructura de la población también están llevando a ciertos cambios culturales.

Yo creo que un cambio fundamental a nivel cultural es el pro­ceso de transformación de la familia nuclear patriarcal. Es decir: la familia centrada en la pareja y en los niños, pero basada sobre todo en la transmisión del poder social a través de la autoridad del marido. Creo que este tipo de proceso está siendo alterado tanto en términos de las relaciones propiamente patriarcales, como en términos del conjunto más amplio de estructura de la familia. En particular, la incorporación de la mujer al trabajo, aunque en Es­paña la crisis económica haya parado el proceso ascendente de los años setenta, creo que de todas maneras es un proceso secular desde los. años cincuenta-sesenta y que no creo que pueda mante­nerse la situación de estancamiento de esta incorporación. Obvia­mente, las tasas de actividad de la mujer en distintas economías varían, pero la tendencia ascendente se puede afirmar a nivel gene­ral, y creo que incluso en el caso de España no me parece que pueda mantenerse el estancamiento actual.

Esta incorporación de la mujer al trabajo crea, a nivel espacial, dos elementos fundamentalmente nuevos, por un lado: la organiza­ción de una estructura dual en la vida cotidiana, en la que los procesos de equipamiento y el funcionamiento de la familia pasan a tener que relacionarse al conjunto de los procesos metropolita­nos por los dos elementos de la pareja y no sólo por uno; lo cual realmente cambia tanto los equipamientos como fas pautas de or­ganización espacial, como las pautas de vivienda, etcétera. Y el segundo efecto que me parece repercutirá cada vez más es el he­cho de que tomando algunas hipótesis que desarrollé años atrás, el sistema urbano se basa en su funcionamiento, en una mano de obra barata no reconocida, a saber: la mujer en casa, que es la que se encarga de hacer funcionar transportes, servicios, burocracias, etcétera, con su tiempo de trabajo no pagado. Esto en la medida en que se produce la incorporación de la mujer al trabajo, se crea una crisis de un agente esencial de la organización de los servicios sociales, de la organización de la estructura urbana.

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Segunda tendencia, que se produce en el cambio de la familia, a nivel general, insisto, de las sociedades capitalistas desarrolladas, es el número de niños cada vez menor por familia y en el conjunto de la población, con lo cual también, tanto a nivel de equipamien­tos como a nivel de organización urbana, la relación entre familia y organización del espacio cambia sustancialmente.

En tercer lugar, por el contrario, por el nivel de envejecimiento relativamente cada vez mayor de la población, se produce un au­mento de las personas de edad, de los ancianos, lo cual de nuevo crea problemas de eguipamiento y problemas de organización, problemas de uso del patrimonio urbano de tipo radicalmente nuevo a nivel de la cantidad y la proporción de la población en edades, digamos, de post-jubilación.

A ello hay que añadir la tasa creciente de divorcio y de separa­ción, e incluso, según las estadísticas, más de separación que de divorcio.

La confluencia de estos factores: menos niños, más separacio­nes y divorcios, más personas ancianas... llevan a una tendencia que tiene importantes efectos en el uso del patrimonio urbano, que es la disminución progresiva y rápida del tamaño medio de las personas viviendo en un hogar. El tamaño medio de la familia, del hogar, digamos en términos estadísticos; es decir, el número de personas viviendo juntas. Creo que esto además conlleva el aumen­to del caso límite, es decir, de las personas viviendo solas, cada vez la mayor importancia estadística y cualitativamente. Lo cual con­duce a una individualización de la vida cotidiana, pero en cambió, en términos de las demandas de equipamiento, todas estas tenden­cias no conducen a la individualización del equipamiento, sino al contrario: cuanto menos la familia, en el sentido tradicional del término, puede organizarse en torno a su propio proceso, mas individuos aislados o parejas simples necesitan recurrir al equipa­miento general de la ciuaad. Con lo cual toda la relación entre familia y equipamiento cambia. Es un equipamiento que tiende a dirigirse menos a sectores determinados de la población y más a un conjunto de actividades mucho más generalizadas que van des­de el lavado de ropa colectivo hasta la organización de zonas de reunión de interacción social. Al mismo tiempo, esto tiene conse­cuencias también en el tamaño de la vivienda; uno de los fenóme­

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nos más interesantes que se está produciendo a nivel general es que se está observando un desfase entre el patrón tradicional de vivienda, practicado y producido en el mercado, y la práctica ac­tual real de esa vivienda y de las necesidades de espacio, y de la disposición del espacio en términos de la familia. Uno de los casos más típicos, en el caso español, por ejemplo, es la existencia en numerosísimas viviendas de clase media del cuarto para la criada, que la mayoría de la gente no sabe qué hacer con él. (Ha disminui­do de todas maneras la proporción del servicio doméstico, y desde luego mucho más del servicio doméstico a tiempo completo.) Por tanto, un desfase creciente entre el módulo tradicional de vivienda y el tipo de vida familiar y social, pero también desfase creciente incluso en términos de las demandas de espacio y de uso por parte de la gente con respecto a las viviendas puestas en el mercado. Esa creciente individualización del tejido social urbano pone también de relieve el papel fundamental del transporte y comunicaciones como formas de interrelación al nivel del área metropolitana.

Un segundo tipo de cambio cultural es el desarrollo de dos tendencias aparentemente de signo contrario, pero que al mismo tiempo se compaginan casi incluso muchas veces en los mismos sectores de la población. Se trata de, por un lado, la reivindicación de la ciudad como espacio y como espacio de calidad, y al mismo tiempo, toda la tendencia del desarrollo de valores ecologistas de reivindicación de la naturaleza, de reivindicación y de uso del es­pacio libre, como forma de expresión de una especie de cultura antiurbana en el sentido de la ciudad como congestión, de la ciu­dad como medio opresivo, de la ciudad como medio contaminado, etcétera. Las dos tendencias se desarrollan al mismo tiempo, pero tienen efectos espaciales muy distintos; la misma cultura de la valo­rización del uso urbano, de la ciudad como espacio de calidad, de la calidad de vida urbana, y por otro lado la tendencia del uso de la naturaleza, del acceso al medio no artificial, no urbano. La ten­dencia de acentuación del valor de uso urbano, la ciudad como traducción de la historia, como expresión cultural, como medio cultural local, tiende a insistir en los valores de lo urbano y de la centralidad de la ciudad. Por tanto, para utilizar el término madri­leño e italiano, a recuperar la ciudad. Aunque hay que señalar que hay dos versiones de esta recuperación de la ciudad, no necesaria­

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mente incompatibles, lo que yo diría: la versión por arriba y la versión por abajo. La versión por arriba es la recuperación del valor estético, artístico de la ciudad como depositario de valores y tradiciones culturales; por abajo, es la recuperación del espacio local, de la apropiación de ese espacio, por ejemplo, en términos de sub-culturas de barrio, sub-cuituras urbanas (en otras socieda­des, sub-culturas étnicas), es decir, un intento de coordinar el es­pacio que se vive con el sentido de ese espacio. Que no sea sola­mente un espacio funcional, sino un espacio apropiado, y eso, in­sisto, se puede hacer a nivel de sub-culturas locales o a nivel de la apropiación de valores estéticos, artísticos, culturales, tradiciona­les, de la ciudad como espacio colectivo. Por otro lado, esa tenden­cia lleva hacia una valorización y una acentuación del espacio alta­mente urbanizado. La tendencia de valorización de la naturaleza, de crítica al medio artificial, contaminado, etcétera, tiende por el contrario a una valorización potencial de la descentralización y de la ruralización de las áreas metropolitanas. Las dos tendencias es­tán presentes en la medida en aue es en el fondo una cultura que se define por oposición a la ciudad capitalista, que traduce el espa­cio urbano en función simplemente de la mercancía (es decir, la mercantilización del espacio), y también a la ciudad funcionalista, la ciudad como puro receptáculo de una máquina que debe orga­nizar las distintas actividades sin relación al sentido y a la apropia­ción de ese espacio. En ese sentido, es curioso cómo ambas cultu­ras, la cultura super-urbana y la cultura rural, son culturas de valor de uso, y por lo tanto se oponen al predominio del Valor de cam­bio y al predominio del valor funcional del espacio. Pero dentro de ese mismo modelo cultural conllevan consecuencias espaciales potencialmente muy distintas. El espacio denso, centralizado, o el espacio, al contrario, ruralizado, descentralizado.

Creo que estos dos ejemplos simplemente, el cambio de la es­tructura familiar y el cambio de modelos culturales de valorización del espacio, muestran la necesidad de integrar esta variable de tipo socio-cultural en el análisis de las tendencias de cambio de uso del suelo metropolitano, y por tanto de las políticas potencial­mente dirigidas a controlarlo.

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4. CRISIS POLITICA Y CRISIS URBANA

Un cuarto y último rasgo que quisiera señalar muy brevemente es lo que yo llamaría la crisis socio-política que atraviesan las socie­dades capitalistas desarrolladas, en particular las sociedades demo­cráticas, que me parece tienen también efectos directos en el tipo de organización y gestión de la ciudad. Para resumirlo tan esque­máticamente como los demás, yo diría que es una combinación de dos procesos: por un lado, un proceso de centralización de los aparatos políticos, tanto de Estado como de partidos, con una disminución relativa de la participación política, tanto de base como incluso electoral (estoy hablando obviamente en términos generales y sin entrar ahora en detalles de tal o cual país), y con un proceso ligado a lo que los dentistas políticos han detectado como el proceso de deslegitimación de los sistemas políticos actua­les. Es decir, un creciente cinismo, escepticismo, desánimo. No es exactamente el desencanto, el proceso de deslegitimación más bien se refiere al proceso por el cual, no solamente hay entusiasmo (que es a lo que el desencanto se refería), sino que se empieza a poner en cuestión: la utilidad del sistema político para transmitir las demandas de individuos o grupos. Es decir, es el momento en aue se piensa que da igual más o menos quien mande. Ese proceso de deslegitimación es una verdadera gangrena de las democracias. Creo que es uno de los procesos más graves a los que estamos asistiendo en nuestras sociedades. Junto a ese proceso, y en parte motivado por ese proceso, se produce un desarrollo de movimien­tos sociales o actitudes sociales, cuando no llegan a movimientos, de tipo nuevo, centrados por un lado en la revalorización de lo privado sobre lo público, y del valor de uso inmediato sobre cual­quier otro valor, en el sentido de lo que va a venir, lo que puede ser, sino una cultura de la satisfacción inmediata. Y por otro lado, una movilización para la defensa colectiva del salario social amena­zado en algunos casos, o urgentemente necesitado en las condicio­nes de austeridad económica en otros casos.

La convergencia de esos dos tipos de procesos, es decir, una serie de presiones sociales, a veces movimientos sociales, a veces presiones populares simplemente, sobre esos temas, y una crecien­te incapacidad del sistema político en su generalidad para respon-

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der a estos problemas y para legitimar sus valores, la combinación de los dos procesos procfuce una tendencia a un mayor protagonis­mo de los gobiernos locales y autonómicos en el tratamiento de esos problemas, por ser la cresta de la ola en que se junta el siste­ma institucional y la sociedad civil en su expresión de nuevas de­mandas sociales, Esas demandas, tan difíciles de tratar a nivel de cambiar la política general del Estado, en cambio, reciben, por razones de proximicmd institucional, una mavor sensibilidad a ni­vel de gobiernos locales y autonómicos. De aní a la vez un enorme interés general en todos los países por los gobiernos locales auto­nómicos, y una enorme responsabilidad de dichos gobiernos en gran parte desfasada con respecto a los recursos administrativos y fiscales de los que disponen esos gobiernos para hacer frente a estos problemas. Pero es ahí, en ese punto de confluencia entre la sociedad civil y el Estado, que son los gobiernos locales y autonó­micos, donde se producen a la vez las mayores esperanzas y tam­bién las mayores tensiones. Creo que la realidad española es una buena confirmación de cómo esos gobiernos locales y autonómicos han sido uno de los elementos fundamentales de, al menos, unos ciertos procesos de cambio, por muy limitados que sean.

El problema de que los gobiernos locales sean capaces de res­ponder a estas demandas depende en parte de, no sólo la relación entre los gobiernos locales y la administración central, sino tam­bién de la capacidad de los gobiernos locales para tratar temas que no necesariamente se piensan como de su competencia. Por ejemplo: los temas de política económica, los temas de política anti-crisis, los temas de industrialización, des-o re-industrialización, los temas de comunicación de masas, los temas de los nuevos me­dios de comunicación, etcétera, son temas que son fundamentales para los gobiernos locales, si realmente quieren actuar sobre el desarrollo de la ciudad o de la región, o sobre, por ejemplo, los patrones de comunicación en la superación del aislamiento social, etcétera.

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5. HACIA NUEVAS POLITICAS URBANAS Y REGIONALES

En fin, apuntar unas líneas de lo que este tipo de reflexiones pueden contribuir a la elaboración de nuevas políticas urbanas y regionales en las áreas metropolitanas de las sociedades capitalistas desarrolladas. Yo creo que lo que rio podemos generalizar es las formas espaciales concretas que resultan de las grandes tendencias económicas, tecnológicas, culturales y políticas señaladas. Lo que en Estados Unidos o en Inglaterra puede ser expansión suburbial absolutamente descentralizada, dudo que pueda ser el caso en Ma­drid en términos de suburbio infinito de casas individuales. Puede ser explosión metropolitana limitada, pero de alta densidad pun­tualmente, como de hecho ha sido ya el caso durante los años sesenta. Sin embargo, no creo que la forma metropolitana de Ma­drid vaya a parecerse en absoluto a la forma metropolitana, la forma espacial de las ciudades americanas o inglesas, pero creo que los problemas y los procesos son problemas y procesos genera­dos por el mismo tipo de tendencias que luego se organizan y se tratan de forma diferente. Por ejemplo: creo que si tomamos como uno de los datos básicos de nuestras regiones metropolitanas, el decrecimiento de la tasa de crecimiento, o incluso, en algunos ca­sos, el no crecimiento, y en el caso de las ciudades centrales clara­mente la caída en términos absolutos y relativos de la población.

Esta situación es una situación en la que puede crearse, y se ha creado de hecho (y por eso no lo digo de forma inocente), una tentación de lo que yo llamaría el urbanismo del fin de la historia, es decir, de trabajar sobre el espacio existente de forma puntual, de forma perfeccionista sobre el diseño de la ciudad tal y como es,Buesto que ya no va a crecer más, puesto que ya no se va a desarro-

ar más. Creo que en este sentido hay que disociar lo que son los valores del énfasis sobre el diseño urbano, y sobre la calidad del espacio; que son valores fundamentales (o por lo menos potencial­mente) anticapitalistas, que son valores potencialmente centrados en la calidad de la vida, en la no comercialización del espacio, en la recuperación del uso de la ciudad. Pero hay que disociar esto y el mérito que esto tiene, y la conquista cultural que esto represen­ta, de la transformación de estos elementos en elemento exclusivo.

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o en todo caso, absolutamente predominante del nuevo urbanis­mo, porque no porque la ciudad deje de crecer se han acabado los problemas estructurales. Es decir, el tratamiento puntual de los problemas espaciales como política cultural es un enorme progre­so; pero si se adopta como única o predominante política urbanís­tica es perder las batallas de los procesos en curso a nivel tecnoló­gico, económico, político e incluso de re-uso del patrimonio en los nuevos modelos culturales.

No creo que podamos ignorar el cambio fundamental que se está operando tanto a nivel de la reestructuración económica regio­nal como a nivel tecnológico. Creo que no podemos dejar que los procesos que acabo de describir funcionen como si fuera un ele­mento automático, porque no lo son; no son elementos automáti­cos, son políticas económicas, sociales y tecnológicas decididas por los graneles centros de poder actuales, y por tanto, si queremos crear un modelo de espacio y de ciudad distinto, tenemos que actuar sobre esas tendencias. Tenemos, por ejemplo, en el plano económico, que acompañar la reestructuración regional y la nueva división territorial del trabajo con una serie de medidas que por ejemplo controlen los costos sociales de esa reestructuración, o, efectivamente, conduzcan esa reestructuración en términos de acentuar la producción, no simplemente la tasa de ganancia.

Podemos también, y debemos, me parece, desarrollar las for­mas de consumo colectivo y de equipamientos incluso en una po­lítica de austeridad a través de la introducción de nuevos criterios de uso social de los equipamientos. Hay también que aceptar los nuevos desafíos tecnológicos. El no ver el efecto de todas las nue­vas tecnologías que he mencionado es como haber opuesto la so­ciedad rural española típica del principio de los años sesenta, al desarrollo de la televisión. Quien se tragó los pueblos fue la televi­sión, y no al revés. Yo personalmente trato de ver qué políticas se pueden introducir para en lugar de decir: «No, España es diferen­te; no vamos a tener ese tipo de desarrollo tecnológico», ver cómo se puede organizar y orientar la comunicación a base de interac­ción personal, a base de culturas locales, a base de tradiciones históricas, cómo se puede articular con la explosión de flujos de comunicación electrónica, que de todas maneras sumerge y sumer­girá cada vez más a España, queramos o no.

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Cuantos más ordenadores y más vídeos, más organizaciones de barrio, más relación interpersonal, más fiestas de barrio. Son los dos procesos, ni uno ni otro. No optamos entre el tecnocratismo o entre el populismo castizo, sino es la interacción entre las comu­nidades culturales de base ligadas a la tradición, y la capacidad tecnológica de aumentar esos procesos de comunicación que hay que organizar. De ahí, por ejemplo, mi idea de la política funda­mental que deben desarrollar los gobiernos locales y autonómicos a nivel de los medios de comunicación para ligar justamente los dos tipos de mensaje y las dos fuentes de transmisión de informa­ción.

Cuanto más se produce una crisis de legitimidad a nivel general del sistema, más debemos a nivel político acentuar la descentraliza­ción y la participación ciudadana. Viejos temas, casi temas cansa­dos y aburridos en nuestras discusiones y debates, pero eso es lo que me parece grave: que lleguemos a aburrirnos de algo que ape­nas se ha iniciado en la práctica.

A nivel tecnológico, sí es necesario, por ejemplo, desarrollar esa tecnología de comunicaciones y de transporte de nuevo tipo, pero hay que desarrollarla aprovechándola para aumentar la oes- centralización de los flujos y para aumentar la capacidad de rela­ción, y no para, al contrario, aumentar la centralidad y las termina­les individuales.

A nivel de las formas espaciales, creo que cuanto más se proce­de a la constitución de super-ciudades en toda nuestra área, pese, insisto, al decrecimiento de la población, más hace falta entrar en una política de reforzamiento de los núcleos secundarios dentro de las metrópolis, de crear metrópolis, como lo que describe Cam­pos Venuti en su último libro, de metrópolis articuladas en torno a distintos centros urbanos y en los que la densidad de flujos a todos los niveles enriquezca el conjunto de la metrópoli, y refor­zando el trabajo sobre la ciudad existente, sí, pero insisto: lo de la ciudad existente, no el centro histórico existente. Porque la ciudad existente son los barrios populares, son el tipo de transporte que tenemos, son los barrios periféricos, son las infraestructuras insufi­cientes, todo eso es la ciudad existente, no simplemente algunos barrios maravillosos. Aun exagerando las tintas para hacerme en­tender, pero creo que es fundamental que esa política del trabajo

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sobre la ciudad existente no se entienda en el sentido elitista y malthusiano en que a veces se ha entendido, sino efectivamente, aprovechando el descenso de la tasa de crecimiento para tener más campo para trabajar sobre los procesos sobre los que llevamos milenios de retraso.

Y en fin, la tecnología puede organizarse en torno a una políti­ca de preservación de la naturaleza v de integración entre naturale­za y ciudad, entre campo y ciudad, en último término en base a tecnología de transporte y también en base a tecnología de preser­vación que se puede desarrollar extraordinariamente con los nue­vos medios de que se dispone.

En una palabra, estamos frente al desafío de una revolución tecnológica centrada en la información, una reestructuración eco­nómica que trata de apoyarse en el dinamismo de la pequeña y mediana empresa y un cambio sociocultural, centrado en la priori­dad de los valores privados sobre los valores públicos. Pues bien, con ese desafío creo que sería fundamental que, a través de una serie de políticas urbanas innovadoras que no se limiten a zonificar lo que deben ser los usos del suelo, seamos capaces de construir una metrópolis de la relación, de la innovación y del significado, superando los viejos valores de la territorialidad y del funciona­lismo.

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La ciudad, ¿monotonía o sobrecarga?

Francisco Rodríguez SanabraCatedrático de Psicobiología Director del Departamento

de Psicología Biológica y de la Salud Universidad Autónoma de Madrid

INTRODUCCION

La ciudad, la gran ciudad, la «capital», ha solido tener siempre mala prensa. Suelen atribuirse a ella grandes y pequeños males, tanto morales como físicos. En 1539, don Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, predicador, cronista y del Consejo de Su Majestad, escribía: «Es privilegio del aldea que bivan los que biven en ella más sanos y mucho menos enfermos, lo qual no es assí en las grandes ciudades, a do por ser las casas altas, los aposentos tristes y las calles sombrías, se corrompen más ayna los aires y enferman más presto los hombres.» (pág. 65). Y más adelante: «Y éstas no tanto en mi salud quanto en mi virtud... Fui a la corte inocente y tornéme malicioso, fui sincerísimo y tornéme doblado, fui verdadero y aprendí a mentir, fui humilde y tornéme presump- tuoso, fui modesto y hízeme voraze, fui penitente y tornéme rega­lado, fui humano y tornéme inconversable; finalmente, digo que fui vergonzoso y allí me derramé y fui muy devoto y allí me enti­bié.» (pág. 135). Testimonios semejantes pueden recogerse en toda época y de muy variadas fuentes (cf. Berlinguer y Pinillos como ejemplos de autores contemporáneos).

Las afirmaciones del bueno de fray Antonio y otras parecidas, que atribuyen al medio ambiente urbano influencias nefastas sobre

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la salud y la conducta, plantean dos tipos de problemas. En primer lugar, parece prudente y necesario comprobar en qué medida los males urbanos son reales y cómo es que, con la urbanización cre­ciente, cada día son más los hombres y mujeres que se exponen a ellos; como decía fray Antonio de Guevara: «Todo esto no obstan­te, no vemos cada día otra cosa sino que con la vida de la corte todos dizen que están hartos, mas al fin a ninguno vemos ahitos; porque, no contentos de roer hasta los huesos, se relamen aún los dedos. Tiene la corte un no sé qué, un no sé dónde, un no sé cómo y un no te entiendo, que cada día haze que nos quexemos, que nos alteremos, que nos despidamos, y por otra parte, no nos da licencia para irnos.» (pág. 118). En segundo lugar, y dando por supuesto la existencia de alteraciones del comportamiento atribui- bles a la vida en ciudad, es menester proponer explicaciones racio­nales, en forma de pequeñas teorías, o modelos, puesto que la gran teoría psicológica de la vida urbana está todavía por hacer, del cómo y el porqué la urbe modifica el comportamiento de sus habitantes. Este es el objeto inmediato de este artículo, en el que se van a examinar dos modelos de relación hombre-medio aparen­temente contrapuestos, pero que pueden ser compatibles en el marco de una teoría más amplia, que tenga en cuenta no solamente los procesos básicos generales, sino también diferencias individua­les. Los dos modelos de referencia podrían llamarse, respectiva­mente, monotonía urbana por déficit de estimulación y estimula­ción repetitiva, y sobrecarga urbana por exceso de estimulación intensa y variada.

DEFICIT DE ESTIMULACION Y MONOTONIA URBANA

Cuando la racionalización del trabajo, basada en el estudio de tiempos y movimientos, dejó reducidas las tareas industriales a la repetición estereotipada de unos cuantos gestos ante la presenciá iterativa de los mismos estímulos, se puso de manifiesto que, a pesar de mayores y más fáciles ganancias, las quejas de los trabaja­dores aumentaron. En un trabajo clásico, Karsten (1928) describió los efectos de una tarea monótona y repetitiva, prolongada sin

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límite temporal convenido. Tras un período inicial en que el sujeto se atiene a las instrucciones, y su producción alcanza los criterios de calidad, aparece una etapa de variabilidad, en la que el sujeto introduce modificaciones, pero procurando atenerse a las normas que se le han dado; a continuación, la calidad se va deteriorando progresivamente; luego se experimentan dificultades para realizar los movimientos propios de la tarea, y, por último, sobreviene una incapacidad completa para continuar con el trabajo. Si, en ese momento, se daba orden de terminar y recoger, la capacidad labo­ral se recuperaba como por ensalmo. Este fue el principal argu­mento que llevó a Karsten a postular la existencia de un estado central al que llamó saciedad psíquica, emparentado con la fatiga, pero no idéntico a ella. Años más tarde, Wyatt, Langdon y Stock (1937) distinguen entre fatiga y aburrimiento y señalan que la inte­ligencia superior y la extraversión aumentan la susceptioilidad de una persona al aburrimiento. Estos fenómenos de saciedad psíqui­ca y de aburrimiento son muy semejantes a los que los teóricos del aprendizaje han denominado inhibición interna (Pavlov), o inhibi­ción reactiva (Hull), y que son capaces de bloquear el aprendizaje y extinguir las respuestas del organismo. El aburrimiento conlleva, además, una actitud negativa, una particular aversión hacia aquello que lo produce. Desde estos primeros trabajos hasta la actualidad, la situación industrial, en lo que a monotonía y falta de estimula­ción se refiere, no ha hecho sino empeorar, al descargarse la parte motora del ejecutante, y sobrecargarse la perceptiva, al tener que atender, de modo continuado, unos pocos estímulos, casi siempre visuales, v que varían poco, salvo en casos de urgencia o avería. De aquí la necesidad de introducir pausas creativas, o de enrique­cer el contenido de las tareas, en contra de lo que suponían las teorías clásicas de la motivación.

A principios de los años cincuenta, una serie de descubrimien­tos van a proporcionar un nuevo enfoque al problema de la mono­tonía. En primer lugar, el descubrimiento de las funciones del sis­tema reticular activador ascendente del tronco del encéfalo va a proporcionar un soporte orgánico a la teoría de la activación y al papel que la estimulación inespecífica desempeña en el manteni­miento de la atención y de los procesos superiores; en segundo lugar, la posibilidad técnica de vuelos espaciales tripulados va a

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fomentar las investigaciones sobre el comportamiento humano en ambientes pobres en estímulos, que hasta entonces habían estado reducidos al estudio de casos, poco menos q ue anecdóticos, de navegantes solitarios, exploradores polares o deficientes sensoria­les. Estas investigaciones contribuyeron a cambiar el modo de pen­sar sobre la motiyación de la conducta.

Las teorías clásicas de la motivación postulan que el organismo trata esencialmente de reducir la estimulación producida por un desequilibrio orgánico. Así, en la teoría de Hull los estímulos que acompañan al impulso, o este mismo, mantienen al organismo en actividad hasta que haUa el medio de eliminar el impulso. El pre­mio consiste, por consiguiente, en reducir el impulso y los estímu­los que lo acompañan. La misma idea se encuentra en el psicoaná­lisis freudiano, en que la función del cerebro es reducir o abolir toda forma de estimulación. El fin último es un estado de nirvana en el que no hay estimulación. No cabe duda de que el habitante de las ciudades parece comportarse así en muchas ocasiones, hu­yendo del munaanal ruido, pero no es menos cierto que en otras tantas parece, justamente, buscarlo. El relato sucinto de algunas investigaciones puede contribuir a deshacer la contradicción.

El intenso deseo que los seres humanos experimentamos por la estimulaciónm procedente del ambiente queda manifiesto en los llamados experimentos de deprivación sensorial. Estos estudios consisten en reducir la configuración de los estímulos del modo más absoluto y total posible. Los primeros se realizaron en la Uni­versidad McGill, de Montreal, por un equipo de psicólogos dirigi­dos por Donald Hebb (Heron, Bexton y Heb, 1953); los segundos lo fueron en el National Institute of Mental Health, Washington, dirigidos por Lilly (1953).

En la Universidad McGill se les ofreció a un grupo de estu­diantes lo que parecía ser un puesto de trabajo excelente, ya que se les pagaba 20 dólares diarios por no hacer otra cosa sino estar tumbado en un lecho confortable, en una pequeña habitación, con aire acondicionado. Eso sí, tenían que llevar unas gafas translúci­das, que no permitían el paso más que a una luz difusa, no podían, por consiguiente, ver formas. Sus antebrazos y manos estaban cu­biertos por manguitos de cartón, por lo que no podían tocar, y los sonidos estaban enmascarados por el zumbido del acondicionador

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y atenuados por un cabezal de gomaespuma. Salvó Bteves interva­los para comer, ir al retrete o efectuar tests, no hacían absoluta­mente nada. Los estudiantes encontraron esta situación intolera­ble. Precisaban en tal medida de estimulación que pedían oír, una y otra vez, una grabación que contenía viejas cotizaciones de bolsa. Aunque se les pidió que aguantasen lo más posible, la mayoría abandonaron la situación al segundo o tercer cfía, y todos prefirie­ron un trabajo más duro y con menos salario, pero en un ambiente estimulante. Después de varias horas de aislamiento, los sujetos empezaron a encontrar dificultades para pensar de un modo orga­nizado y coherente, aumentó la sugestionabilidad y surgió un de­seo excesivo de estímulos y acción. La línea fronteriza entre el sueño y la vigilia se hizo confusa y hubo alucionaciones e ilusiones de varios tipos; algunas recordaban las producidas por la intoxica­ción por mescalina, con fenómenos visuales complejos. Las reac­ciones de los sujetos a estos fenómenos fueron de diversión y, en cierto sentido, de liberación del aburrimiento que los agobiaba. Algunos sujetos experimentaron duplicación de las imágenes de sus cuerpos y otros desarrollaron delusiones paranoicas pasajeras, y uno, tras cinco días de deprivación, tuvo un ataque convulsivo, sin que se registrase actividad epileptógena en el E.E.G. Todos estos efectos desaparecieron al terminar la prueba.

Las experiencias de Lilly fueron más limitadas: tan sólo dos sujetos y durante un tiempo máximo de tres horas (con posteriori­dad, el procedimiento se na transformado en una terapia de relaja­ción). El procedimiento consiste en suspender al sujeto en un tan­que lleno de agua, que fluye lentamente a una temperatura de 34,5 grados centígrados, con lo que el sujeto no experimenta ni frío ni calor, mientras respira a través de una máscara oscurecida que le cubre toda la cabeza. Lo único que se percibe por el tacto son los soportes y la máscara, puesto que las presiones usuales a las que la gravedad somete al cuerpo no están presentes. El nivel de sonido es bajo: se oye solamente la propia respiración y tenues sonidos a través del agua procedentes de la tubería. No hay ningún observador presente y el sujeto describe su experiencia una vez finalizada. Esta transcurre en siete etapas. En la primera, que dura unos 45 minutos, predominan los residuos diurnos, y el sujeto está consciente de su situación, problemas recientes, etc. A continua-

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ción el sujeto comienza poco a poco a relajarse y a disfrutar de la experiencia. Pero, lentamente, durante la hora siguiente, surge un estado de tensión que podría llamarse hambre de estímulos y de acción; el suieto realiza maniobras de auto-estimulación, como contraer y relajar sus músculos o provocar movimientos del agua en torno a su piel. Si el sujeto inhibe estos movimientos, la tensión crece y puede obligar al sujeto a concluir la experiencia. Si conti­núa, sentirá su atención poderosamente atraída por cualquier estí­mulo residual, como la máscara o los soportes, que pasan a ser el contenido total de la conciencia, hasta hacerse casi insoportables. A continuación aparecen ensueños y fantasías de carácter muy per­sonal y cargadas de afectos. Por último, a las dos horas y media de la inmersión, aproximadamente, aparecen fenómenos de proyec­ción de imaginería visual, semejantes a los que aparecen en el ini­cio del sueño. .

Los trabajos que se acaban de relatar ponen de manifiesto que, aunque se atiendan las necesidades biológicas básicas, la reducción de estímulos ambientales no se tolera bien por el sistema nervioso, cuyo funcionamiento se altera, con pérdida evidente de sus capaci­dades adaptativas. La deprivación de estímulos no conduce al re­poso del sistema nervioso, como pensaban los clásicos de la moti­vación, sino a una actividad de búsqueda imperiosa de sensaciones que, cuando no tiene éxito, acaba por transformarse en una activi­dad alucinatoria, por la que el propio sistema nervioso se propor­ciona la estimulación que el ambiente le niega. En ambientes me­nos empobrecidos, la búsqueda de estímulos no es aleatoria. Un aspecto importante de la estimulación que despierta el interés de los sujetos es la novedad, que puede definirse en función de la cantidad y grado de experiencia previas con un estímulo. En la medida en que un estímulo es nuevo átsp\^n2i curiosidad, pero si el estímulo es demasiado nuevo o se presenta demasiado súbita­mente, puede provocar miedo y conductas de evitación. Las inves­tigaciones de Maddi (en Fiske y Maddi, 1961) fueron realizadas con niños de jardín de infancia a los que se habituaba a jugar con un conjunto de ocho juguetes; a continuación se les ofrecía un nuevo período de juego en el que podían elegir entre una mesa en que todos los juguetes eran distintos a los anteriores (100 % de novedad), una mesa con seis juguetes nuevos y dos conocidos

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(75 % de novedad), otra con cuatro y cuatro (50 %), otra con dos nuevos y seis conocidos (25 % de novedad) y otra con los ocho juguetes iniciales ya conocidos (0 % de novedad). Se pudo com­probar cómo los niños en su conjunto preferían los grados inter­medios de novedad y evitaban los grados extremos de completa familiaridad o completa novedad. Sin embargo, y a pesar de su importancia, la novedad no es la única característica capaz de des­pertar curiosidad. Cuando la familiaridad de los juguetes se man­tiene constante, los niños prefieren aquellos más ruidosos, más coloreados o más complicados. Por su parte, Berlyne, en uno de los libros más importantes publicados sobre el tema, señala la im­portancia que la sorpresa tiene para despertar la curiosidad.

La curiosidad aparece así como uno de los motivos más impor­tantes de la conducta. Motivo intrínseco que se satisface con el propio ejercicio de la actividad. Existen pruebas de que aparece en una época temprana del desarrollo, al menos a partir de los tres meses, y de que su fuerza es tan grande como la de otros motivos biológicos, como el hambre o la sed. Butler (1953) ha estudiado en macacos jóvenes el motivo curiosidad. Sus experiencias se desa­rrollan en un habitáculo oscurecido y opaco, provisto de dos ven­tanillas que están cerradas por un pestillo manipulable desde el interior; una, pintada de azul, puede abrirse, ofreciendo una vista del exterior; la otra, pintada de amarillo, no es practicable; a los treinta segundos de haber sido abierta, la ventanilla azul se cierra automáticamente. Los monos aprenden rápidamente la discrimina­ción, que no tiene otro premio que la contemplación del exterior, y muestran muy poca saciación o habituación de la respuesta. Un grupo de macacos permaneció en esta situación diez horas cada día, durante seis, y mantuvieron una tasa de respuesta estable que permitía la exploración visual del exterior durante un 40 % del tiempo. La fuerza de este motivo depende de la naturaleza del estímulo visual. La apertura de la ventanilla se hizo menos frecuen­te cuando el premio consistía en la vista de una habitación vacía, y aumentaba cuando permitía la visión de un tren de juguete fun­cionando; el refuerzo mayor lo proporcionaba la visión de otro mono. Los sonidos correspondientes también reforzaban, pero en menor medida que los estímulos visuales. Sin embargo, no todos los estímulos eran reforzantes; los monos no aprendían la respues­

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ta para ver un gran perro u oír los gritos de dolor de otro mono. La fuerza del motivo también depende del tiempo de privación de estímulos previo; aumenta durante las cuatro primeras horas de deprivación, para luego estabilizarse; estas comprobaciones no han ido más allá de las ocho horas de privación. Estos resultados per­miten afirmar la semejanza de la curiosidad con otros motivos. Por último, hay que señalar que la privación de estimulación en momentos muy tempranos del desarrollo produce alteraciones bio­químicas y anatómicas del cerebro, que redundan en un mal fun­cionamiento posterior (Schultz, 1965). (Para más información refe­rente al problema de la privación sensorial, puede recurrirse a Zu- bek, 1969, y a Suedfeld, 1980.)

Es evidente que el medio ambiente urbano no guarda demasia­da semejanza con una cámara de privación sensorial, aunque para ciertos puestos de trabajo y géneros de vida pudiera extremarse el

f>arecido. No obstante, «los edificios altos, los aposentos tristes y as calles sombrías» de que habla fray Antonio de Guevara se repi­

ten en largas tiradas, casi idénticas unas a otras, en las grandes áreas urbanas, originando un ambiente visual de gran monotonía, muy distinto a la variedad que puede ofrecer un ambiente natural ameno. Además, la ciudad mantiene un clima propio en que tanto los cambios diarios como estacionales aparecen amortiguados. Y, por último, los ruidos urbanos, producidos por el tráfico y otras actividades, formarían una suerte de ruido blanco que enmascara­ría los sonidos significativos. En definitiva, y con independencia de la estimulación social que pueda proporcionar, que produce a veces una utilización del espacio personal que menoscaba las sen­saciones táctiles, la ciudad sería un medio ambiente empobrecido desde el punto de vista de la estimulación física. Ello podría deter­minar el éxodo que se produce en los períodos vacacionales hacia los espacios naturales, en busca de los estímulos físicos que la ciudad no ofrece. En un razonamiento semejante se basa el urba­nista Parr (1966) para atribuir al aburrimiento, ocasionado por la falta de estimulación física y de horizontes visuales semejantes a los naturales, algunos males urbanos, tales como la delincuencia juvenil y el vandalismo.

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LA SOBRECARGA ESTIMULAR Y EL DEFICIT DE ATENCION EN EL AMBIENTE URBANO

El modelo teórico que se examina a continuación se apoya en estudios e investigaciones sobre los procesos de atención que se remontan también a los años cincuenta y que forman una buena parte de la psicología experimental actual. Podría denominarse en conjunto el problema de la capacidad limitada del operador huma­no para procesar información, que se traduce en la constatación cotidiana de que sólo nos podemos ocupar de unos pocos asuntos al mismo tiempo. Ello impondría, ante una gran afluencia de estí­mulos, la necesidad de seleccionar aquellos que han de ser proce­sados. Cuando la cantidad de información procedente del ambien­te excede la capacidad individual para procesar todo aquello que pueda ser relevante para el sujeto, se dice que hay una sobrecarga informativa; a esta sobrecarga informativa el individuo responde ignorando alguna de las entradas estimulares. El cómo se produce esta eliminación de información, o cómo se selecciona la informa­ción a procesar, es asunto todavía no aclarado, entre otras cosas porque nos enfrenta con una real paradoja; si situamos el control en la puerta de entrada para no sobrecargar la unidad de trata­miento, ¿cómo sabemos si el estímulo en cuestión debe ser proce­sado o no? Descargar esta responsabilidad en los propios estímu­los diciendo que son las propiedades de los propios estímulos las que determinan su procesamiento ulterior, no conduce muy lejos, pues salvo la intensidad, que ha figurado siempre entre las propie­dades estimulares capaces de llamar la atención, las restantes (no­vedad, complejidad, variación, sorpresa e incongruencia) requieren un cierto procesamiento para ser establecidas. Por ello, teorías como la del canal único, o el filtro de entrada, aunque ingeniosas, tienen pocas probabilidades de ser ciertas. Sin embargo, a pesar de esta y otras dificultades, la teoría de la sobrecarga estimular goza de un cierto crédito explicativo para determinados comporta­mientos, y ello por varios motivos. En primer lugar, porque es creencia generalizada que el hombre actual está sometido a un bombardeo implacable de estímulos diversos; en segundo, porque el modelo sobrecarga encaja muy bien con la teoría del estrés, y tercero, porque tiene validez aparente, puesto que el exceso parece

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siempre más dañino que la falta, y atender más costoso que no hacerlo.

Los cuatro supuestos básicos de la teoría de la sobrecarga am­biental fueron formulados por Cohén en 1978 de la siguiente ma­nera:

1. Los seres humanos tienen capacidades de atención limita­das. La capacidad, sin embargo, no se contempla como un concep­to espacial o temporal, sino como sinónimo de esfuerzo. Así, una persona puede invertir solamente una cantidad limitada de esfuer­zo en el proceso de atención en un tiempo determinado.

2. Cuando las demandas del ambiente exceden a la capacidad disponible, se desarrolla un orden de prioridades. La estrategia habitual consiste en concentrar el esfuerzo disponible sobre Tas entradas más relevantes para la tarea en marcha, a costa de aque­llas menos relevantes o irrelevantes para la ejecución de la tarea.

3. La ocurrencia, o la ocurrencia anticipada, de un estímulo ambiental, que posiblemente requiera una respuesta adaptativa, activará un proceso de aviso que evalúe el significado del estímulo y decida sobre las respuestas apropiadas. La cantidad de esfuerzo requerida por el proceso de aviso es función creciente de la incer­tidumbre que sobre su significación adaptativa suscite. Por ejem­plo, los estímulos que son predecibles y pueden incorporarse en el plan de una secuencia de acontecimientos a ocurrir, demandan menos atención que un estímulo similar que ocurre impredecible­mente. Del mismo modo, los estímulos de mediana intensidad, que es menos probable aue sean percibidos como una amenaza adaptativa, suelen demanaar menos atención que los muy intensos. De aquí se sigue que una persona que esté expuesta a una estimu­lación ambiental intensa e impredecible dispone de menos capaci­dad atencional para desarrollar su tarea que otra que esté en con­diciones ambientales normales.

4. Las demandas prolongadas de atención causan un agota­miento temporal de la capacidad para atender. La tasa de agota­miento de la capacidad aumenta, por tanto, el esfuerzo requerido por la actividad que se está desarrollando (incluido el requerido por los estímulos extraños a la actividad), como por su duración. Así, un individuo puede atender menos estímulos después de una demanda prolongada que los que atendería tras un período de

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reposo. De aquí se sigue que la sobrecarga de atención puede ocurrir en situaciones de baja demanda, cuando siguen a períodos prolongados de demanda excesiva, esto es, que la sobrecarga de la atención produce post-efectos. En todo caso, la capacidad se recu­pera con el reposo.

El modelo propuesto establece las condiciones para la sobre­carga, pero no hace predicciones directas de sus efectos sobre la conducta. Sin embargo, hay una relación directa entre los supues­tos del modelo y ciertos modos de conducta que ocurren durante la sobrecarga. Es presumible que la estrategia más frecuentemente empleada bajo sobrecarga sea concentrar la atención disponible sobre los indicios percibidos por el individuo como más relevantes para la tarea y despreciar los menos relevantes. Así, una persona deja de percibir muchos estímulos ambientales físicos y sociales,3ue se perciben bajo condiciones menos exigentes. Como resulta-

o de este proceso de concentración, los resultados de la tarea pueden variar en función de que los estímulos e indicios desprecia­dos sean o no relevantes para ella, esto es, en función de la calidad de juicio del proceso selectivo. Otro tanto ocurre con las relaciones interpersonales. La experiencia realizada por Brown y Poulton (1961) demuestra la existencia de procesos de este tipo. A un gru­po de conductores de automóvil se les hacía escuchar una lista de números mientras conducían y se les pedía que detectasen los cam­bios en la secuencia durante dos condiciones distintas: conducción por un área residencial tranquila y despejada, y conducción por una zona urbana comercial de tráfico muy denso. Los conductores cometían más errores en la tarea numérica secundaria en la segun­da condición, en la que la demanda de atención por la tarea prin­cipal, conducir, era mucho mayor.

El modelo de sobrecarga ambiental ha sido aplicado por Mil- gram (1970) al deterioro de la vida social que ocurre en las grandes ciudades. La vida ciudadana supone una profusión de estímulos,aue van desde una exposición excesiva a las demandas y acciones

el resto de los ciudadanos, hasta un bombardeo continuo de estí­mulos auditivos y visuales, además de una serie inacabable de ofer­tas que exigen otras tantas elecciones. Esta plétora de estímulos provoca una sobrecarga de la atención que lleva a la adopción de estrategias para disminuir la estimulación hasta un nivel más razo­

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nable. Entre estas estrategias se cuentan: establecer prioridades entre los estímulos a atender, reducir el ámbito de intereses, o de desplazamientos, y establecer barreras interpersonales. El resulta­do de todo ello es, como señala Mileram, una ignorancia de los estímulos sociales periféricos y una reducción de la capacidad para atenderlos, con lo que los ciudadanos adoptan una actitud de «sor­dos para los demás» y se produce una disminución de las conduc­tas altruistas. Sin embargo, estas estrategias son sólo relativamente eficaces y, en todo caso, tienen costo: son fatigosas y estresantes.

CONCLUSION

Los dos modelos de comportamiento urbano que acaban de describirse cuentan con datos empíricos que los apoyan y respaldo teórico suficiente, y pueden considerarse como los extremos de un continuo estimular. Puede postularse, por ello, la existencia de un nivel óptimo de estimulación que ocupe algún lugar intermedio entre los extremos, y que se caracterice por un costo orgánico mínimo y un rendimiento del comportamiento máximo. Con ello nos aproximamos al modelo de relaciones curvilíneas en forma de U invertida de la teoría de la activación. Esta aproximación no es en absoluto forzada, puesto que el nivel de activación del sistema nervioso depende en gran medida de los estímulos externos que recibe, pero depende también de factores intrínsecos, “de tipo' constitucional, que forman la base biológica de la personalidad. Por consiguiente, el óptimo de estimulación será distinto para las distintas personas, en función de su grado de activación intrínseco. Un individuo con un grado de activación podrá soportar estimula­ciones relativamente intensas y cambiantes sin que sus rendimien­tos se deterioren, mientras que estimulaciones semejantes deterio­rarán el rendimiento de una persona con un grado elevado de activación. Si los individuos pudiesen en todo momento controlar su ambiente, mantendrían unos niveles de estimulación adecuados. Como ello es imposible en la práctica cotidiana, se hace necesario que los urbanistas planifiquen para atender unos requerimientos medios de estimulación, con variaciones zonales ligeras, en más o en menos, y que los políticos permitan la elección a los ciudadanos

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del ambiente que en cada momento consideren más adecuado a sus necesidades. Libertad de elección que, es obvio, está limitada por las necesidades de la producción y la capacidad económica.

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La dudad más que dual: Pobrezas y alter-acciones

Tomás Rodríguez-VillasanteProfesor Titular de Política Demográfica

y Ordenación del Territorio Universidad Complutense, Madrid

Las cosas siguen cambiando, y metrópolis, ciudades y pueblos también. Y comprobamos que desde hace una década el cambio es una nueva fase del capital en su forma de acumulación, una nueva reestructuración de la división internacional del trabajo, una reestructuración del papel del Estado, e incluso unas nuevas for­mas culturales o civilizatorias. Ejemplos los tenemos en la mani­fiesta transnacionalización del capital, que dirige desde espacios centrales, que produce en espacios periféricos, y que vuelve a ven­der en metrópolis determinadas. El paro se generaliza en las me­trópolis centrales y hay una industrialización de enclaves neo-colo­niales que presentan un alto PIB. La agricultura acaba por ponerse al servicio total de la transnacionalización, casi sin posibles excep­ciones, y las metrópolis del Tercer Mundo se convierten en la verdadera bomba demográfica del fin de siglo, y de la pobreza congénita. Los Estados se encuentran minusvalorados entre el cre­ciente papel del FMI y el Banco Mundial, y las propias transnacio­nales, apoyadas por posibles intervenciones militares abiertas o en­cubiertas, de un lado y de otro, la importancia creciente de unida­des territoriales más pequeñas de gestión como las grandes munici­palidades metropolitanas o determinadas regiones con pretensio­nes autonomistas o independentistas. Todo ello ha venido a con­formar nuevas formas de economías sumergidas, de auto-organiza-

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dones marginales y de «culturas de la pobreza» de muy distinto signo, junto a otras prácticas y códigos ae comportamiento de las élites, con graves amenazas para un futuro no lejano en el tiempo y en el espacio. A pesar de este breve resumen de la abundante literatura socio-económica existente al respecto, y de la dureza de los presupuestos, quiero dejar claro en este artículo que hay un anáfisis esperanzador y hasta entusiasta, como vendremos a demos­trar.

Aquí vamos a tratar de dejar claro una serie de conceptos que nos abran esa otra interpretación no catastrofista de la catástrofe, viendo los puntos de apoyo que quedan disponibles a partir de un análisis renovado. Ya que si aplicamos las categorías simplistas y desgastadas, que se venían usando, a las realidades metropolitanas y ciudadanas, no caeremos más que en tautologías y superficialida­des pesimistas. Vamos a dejar para el final hablar de estas metodo­logías en cuanto tales, y vamos a comenzar por desgranar los con­ceptos que debemos introducir para que nos sirvan de apoyaturas firmes y ejemplares en este caminar sobre los nuevos datos que se nos ofrecen en la última década. No es que nuestro principio de entusiasmo se base en que las cosas por sí solas evolucionen favo­rablemente, y con un optimismo pueril debamos de esperanzarnos en un futuro feliz para lo urbano: no. Nuestro principio de entu­siasmo está en que las nuevas condiciones permiten o posibilitan, a condición de entenderlas y poder orientarlas convenientemente, unas disponibilidades de tiempo y espacio de diferenciación social (para la ordenación del territorio) muy enriquecedoras, aunque complejas y encontradas con unos poderes transnacionales, muy duros y agresivos.

TIEMPO DE PRODUCCION Y TERRITORIO

Resumiendo el cambio significativo que en la forma de acumu­lación del capital está significando la última revolución tecnológi­ca: hace unos años hicimos un cuadro (véase cuadro 1) que trata de conectar estos elementos estructurales con la recomposición de los «bloques sociales» y con las incidencias en los territorios y su

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Cuadro 1

FASES HISTORICAS

CAPITALISMOCONCURRENCIAL

CAPITALISMOMONOPOLISTA

CAPITALISMOTRANSNACIONAL

Cambios en el modo de acumula­ción y circulación del capital.

Acumulación en base a capital va­riable. Crisis perió­dicas. Menor inter­vención del Estado en lo económico.

Acumulación en base a capital fijo y a desplazamiento de las crisis. Mayor intervención del Estado en lo eco­nómico.

Acumulación so­bre capital fijo des­concentrado y cri­sis permanente. Replanteamiento de la integración estatal.

Papel histórico del Tercer Mundo (de­pendencia).

Colonialismo sobre las materias pri­mas. Situaciones semi-teudales y de­pendientes.

Imperialismo eco­nómico en base al capitalismo finan­ciero. Dictaduras y revoluciones.

Industrialismo de enclave y nueva di­visión internacio­nal del trabajo. Su­bordinación a blo­ques militares.

Estratificación y bloques sociales en países desarrolla­dos.1 Contradicción.

D) Dominante, d y d’) Depen­dientes.

D) Capital en for­mación.

íd) Asalariados ur­

banos.Campesinos po­bres y jornale­ros.

D) Capital mono­polista.

td) Pequeña pro­

piedad. Especialistas asalariados. Trabajadores eventuales.

D) Capital trans­nacional.

íd) Especialistas y

propietarios solventes.

td’) Insolventes de

economías su­mergidas, eventuales, pa­rados, jóvenes, mujeres, etc.

Estructura estatal y democracia delega­da en países desa­rrollados.

El Estado refleja los intereses del bloque dominante. Con escasas varian­tes internas según la formación del capital.

El Estado refleja compromisos entre el bloque domi­nante y sectores dominados. Ha­ciéndoles alguna «concesión».

El Estado es de­pendientes de la si­tuación internacio­nal. Compromisos con sectores inter­medios si rompen con los insolventes.

Crecimiento urba­no en países desa­rrollados.

Crecimiento urba­no por la industria­lización y desarti­culación del sector agrario.

Crecimiento hasta hacerse áreas me­tropolitanas con fuerte terciariza- ción.

Freno a la concen­tración metropoli­tana. Recoloniza­ción de lo rural con enclaves in­dustriales, mono­cultivos, etc.

Administración lo­cal'en países desa­rrollados.

El caciquismo de la pequeña propie­dad local.

El tecnocratismo de los especialistas asalariados de la Administración.

Pocas competen­cias para el bloque social intermedio que lo detenta.

Movimientos so­ciales en áreas ur­banizadas de paí­ses desariídlados.

Movimientos de trabajadores, tanto en las fábricas y los campos como en lo ciudadano.

Movimientos espe­cíficos, de todo el bloque social do­minado, de tipo ciudadano con re­vindicaciones pro­pias.

Movimientos de sectores margina­dos de insolventes, con alternativas ra­dicales al modelo de vida.

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administración (Rodríguez Villasante, 1984). Nos referimos en él fundamentalmente a las metrópolis de países desarrollados, al frac­cionamiento y recomposición de clases y a los bloques sociales hegemónicos y contra-hegemónicos que se forman según los con­dicionantes de las nuevas situaciones. En un número monográfico sobre Crisis y Territorio (varios, 1984) ofrecíamos datos ilustrati­vos sobre todo para el caso madrileño de lo que esto supone. La fragmentación social apuntada, sobre la que muchos otros han abundado en ella, desde una concepción clásica de la transforma­ción social, resulta justificativa de lo que hemos dado en llamar el «marxismo-pesimismo», como excusa teórica para todo tipo de oportunismos. Pero la transformación social no descansa única­mente en la unidad férrea de un proletariado, por otra parte en disminución en nuestras metrópolis, como querría algún simplismo marxistoide. La transformación del territorio depende de una lógi­ca posible de la producción descentralizada, tanto en sus condicio­nantes temporales como espaciales, y de la posibilidad de un tejido social que asuma contra-valores hacia el sistema de dominación imperante.

El tiempo socialmente necesario de la producción en nuestras economías supertecnificadas no hace sino descender. Hay un «cambio de los patrones de uso del tiempo», como analiza Crister Sanne (Sanne, 1985), que de momento hace que: a) unos pocos en oficios direccionales puedan acumular grandes beneficios; b) otros (más numerosos) trabajen como especialistas muy cualificados, con altísimos rendimientos de productividad, y c) muchos otros ya no sean necesarios en el mercado laboral normal. Lo que llevará a políticas de jubilaciones anticipadas, y de prolongación de estudios en los jóvenes, así como a economías paralelas o sumergidas, don­de la mujer tendrá un notable protagonismo, o simplemente el paro y la eventualidad como norma generalizada en muchas de nuestras periferias metropolitanas. Pero cualquier alternativa que se plantee en el futuro no puede pretender ya el pleno empleo tal como se reivindicaba hace unos años. Sea por la redistribución estatal del tiempo de producción, a través de un intervencionismo justicialista, o bien sea por la emergencia de formas productivas descentralizadas y alternativas, la verdad es que es fundado pensar en cómo usar la cantidad de «tiempo disponible» que nos deja el

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«tiempo necesario» de la producción. Y esto es sustancial para la futura configuración de nuestros territorios en un sentido u otro.

El ejemplo de la «terza Italia», que siempre se cita, resulta en este sentido sintomático. Mientras Milán y el triángulo de la prime­ra zona industrial italiana contempla la descentralización de la pro­ducción, la pérdida de población y el frenazo a su producto inte­rior bruto, y mientras la industrialización por «catedrales en el desierto» que se pretendió en el Sur tampoco consigue los éxitos pretendidos, nos encontramos con el gran salto de la Italia que encabeza su PIB basado en los pueblos de La Marche, la Emilia- Romagna, el Véneto, etcétera. No entramos en valoraciones de mejor o peor, sino simplemente que ésta es la tendencia de los tiempos y de la reestructuración productiva y territorial. Y que se basan en unos cambios de los patrones de los usos del tiempo. En la Península Ibérica nos encontramos con los graves problemas de la zona cantábrica, basada en una industrialización clásica, frente a otras formas emergentes en la zona mediterránea que se plantean como un futuro de desarrollo mucho más ágil y adaptado a las exigencias actuales de la producción. En nuestros análisis sobre la reestructuración productiva no basta con quejarse porque afecte «salvajemente» a muchos trabajadores, sino que se han de encon­trar nuevas vías, pues el retorno al pasado está cerrado sin re­medio.

El problema es cómo se reparte el tiempo, las remuneraciones, y qué tipo de actividades se acometen. Si estamos en una fragmen­tación social, en una «ciudad dual» con enfrentamientos objetivos entre los trabajadores especializados de trabajo fijo frente a para­dos, eventuales, sumergidos, etcétera, la única posibilidad cíe re­composición social no pasa, ciertamente por la defensa de las horas de «trabajo necesario» para unos pocos, sino por un cambio de valores hacia menos horas de trabajo necesario para todos, y nue­vas actividades en los tiempos disponibles (chapuzas, huertos, aprendizaje, autogestión, etcétera). En algunos periódicos ya se ha planteado la semana de cuatro días para unos y de tres para otros, o en otras empresas turnos flexibles que nos acercan a «tiempos parciales necesarios», para poder ganar «tiempos disponibles» para actividades más creativas y personalmente satisfactorias.

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TECNOLOGIAS Y DESCENTRALIZACIONES

Los condicionantes espaciales y culturales toman un importan­te papel en las reestructuraciones en marcha. Empezando por el tema del uso de los espacios llegamos rápidamente al tema de las nuevas tecnologías telemáticas y también al tema de las tecnologías «blandas» y de autosuficiencia. Tanto P. Hall como M. Castells hace unos años ya nos anunciaron las posibilidades de estas nuevas tecnologías (Hall, Castells y otros, 1985). Y en ese sentido también podríamos hablar de la «(disponibilidad de espacios descentraliza­dos». Ya hemos hecho referencia a la pérdida generalizada en las metrópolis desarrolladas de población central, donde apenas que­dan actividades direccionales y terciarias, y algunos núcleos de rehabilitación residencial y cultural que no llegan a contrarrestar la tendencia dominante, como bien demuestran las cifras. Hemos citado el caso italiano por mayor proximidad a nuestras circuns­tancias, pero se pueden encontrar ejemplos en todas las metrópolis europeas y norteamericanas. Hoy las economías transnacionales no puede decirse que residan en tal o cual espacio concreto; más bien residen en los vuelos transoceánicos, en las autopistas metro­politanas o en las conexiones telemáticas entre bancos de datos, centros decisionales y canales de difusión de imágenes. Tanto el aspecto financiero como el productivo y el residencial están distri­buidos según las necesidades o las mocias del momento, y cuanto más versátiles resultan las ubicaciones, mejor aprovechan las opor­tunidades.

Así pues, hay una deslocalización importante en cuanto a la más alta economía y finanzas, en una compleja red de «vuelos y autopistas telemáticas». Pero junto a este fenómeno está descu­briéndose otro de singulares cualidades y en cierta medida contra­puesto. Se trata del resurgimiento de cabeceras comarcales y ciu­dades medias, e incluso algunos pueblos emprendedores, donde unas ciertas economías de subsistencia se van combinando con nuevas industrias, nuevas tecnologías, que incluso se especializan en la exportación. Nos hemos podido encontrar, en zonas de las llamadas atrasadas en nuestro país, donde, sorprendentemente, se ha instalado una fábrica de microprocesadores, o donde determi­nada especialización artesana está invadiendo al Mercado Común.

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Espacialmente hemos podido encontrar estos fenómenos en la zona mediterránea, y desde el Guadalquivir hasta zonas del Pirineo. No se trata aquí de hacer una lista de casos singulares, pero ha­biendo citado la situación de la «terza Italia» no deberá extrañar­nos esta situación entre nosotros.

Aquí hay otro aspecto importante de descentralización y de reorganización territorial, que aun siguiendo criterios distintos a los de las transnacionales, vienen a ser cooperantes de nuevas for­mas de usos en los territorios disponibles. Territorios que dejó abandonados la agricultura con el desarrollismo, donde han que­dado pocos agricultores y menos ganaderos, pero que están des­pertando a las nuevas tecnologías: tanto las de tipo telemático y comunicacional como las de tipo de aprovechamiento integral de los recursos, como pueden ser los invernaderos y otros aprovecha­mientos solares, una agricultura a tiempo parcial, etcétera. La agi­lidad de estas pequeñas empresas en el mercado, los bajos costos por su ubicación periférica, allí donde hay grupos emprendedores. Ies asegura un auge incuestionable en esta situación. Para la zona madrileña disponemos de un estudio de R. Méndez en cuanto a la industria y de uno propio en cuanto a la agricultura y actividades de tipo neo-rurales (Méndez, 1986; Villasante, Alguacil y Deuche, 1985).

En estos pueblos y ciudades pequeñas, de tipo dinámico, ade­más de las economías nos encontramos con factores culturales im­portantes que permiten un reagrupamiento del «bloque social» progresista, con unas características diferenciadas de lo que ocurre en las metrópolis. Hoy se hace imprescindible distinguir claramente entre lo que es «metrópoli» y lo que es «ciudad», como conceptos contrapuestos no sólo por el tamaño sino por su significación es­tructural. «Hacer ciudad» hoy es lo más contrapuesto a la «metro- polización», y es antagónico incluso en determinados supuestos. Las Areas Metropolitanas han roto cuantitativa y cualitativamente la ciudad, llevando a una dualidad de opciones vitales a los urbani- tas (que no ciudadanos) que pasan por: a) vivir el anonimato, el funcionalismo y la segregación (incluso teorizados) y que acaban en la «anomia» social e individualista; y b) encerrarse en la vivien­da propia con puerta de seguridad y apenas tratar a la familia y a contados amigos (sobre todo en las huidas al campo). Los espacios

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intermedios, de tipo barrio o vecindad, la falta de equipamientos de tamaño ciudadano, descentralizados, que posibilitan la comple­jidad de relaciones y la creatividad, la solidaridad ciudadana, han pretendido ser borrados por el fenómeno metropolitano.

Por eso entendemos, y completaremos más adelante con los aspectos culturales, que existe una dualidad forzada de espacios de acuerdo con los fenómenos del desarrollismo metropolitanista. Además, esto ha dejado por desarrollar otras posibilidades de es­pacios más «ciudadanos», más complejos y enriquecedores, donde las posibilidades son muy notables. Y de hecho es aquí donde están surgiendo nuevas configuraciones de «bloques sociales» em­prendedores, en cierta medida contrapuestos a la dominación cen­tralista de las metrópolis. Incluso dentro de algunas áreas metropo­litanas se perfilan barriadas o pueblos periféricos con un carácter autónomo y emprendedor frente al modelo impuesto. Necesita­mos, por tanto, distinguir entre distintos ámbitos espaciales, no sólo por el tamaño sino también por las posibilidades de constituir bloque social. Al menos tres ámbitos sociales básicos: a) El metro­politano, que cada vez es más transnacional, donde las decisiones son muy tecnocratizadas, con cierto respaldo de la democracia de­legada. En él, escudándose en «razones de estado» o en imponde­rables de la situación internacional, forman bloque «mocierniza- dor» el capital transnacional y los ejecutivos solventes, b) El ciuda­dano, que en algunas situaciones trata de salir de las cenizas, por coordinación de intereses entre distintas fracciones de clases socia­les, unidos sobre todo por el hecho espacial a pequeña escala, principalmente por agresiones muy notorias del metropolitanismo, o por iniciativas locales emprendedoras, y es donde el bloque so­cial se puede coordinar y plantear soluciones, c) El vecinal o convi­vencia!, donde la cotidianeidad es lo fundamental, y, a pesar de la agresión dominante, es algo natural de la especie que acaba por resurgir en las formas espaciales y culturales más variadas, donde se refugia el afecto y la afinidad, base, por tanto, de cualquier bloque social.

El freno del crecimiento metropolitano y las nuevas tecnologías permiten hoy pensar en una articulación de espacios que recupere al menos estos tres escalones, con un esquema de descentralización más ajustado a la realidad y las necesidades. Frente al crecimiento

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sin límites, hoy está a la orden del día la «recuperación de la ciu­dad». Pero lo que hay que tener claro es que recuperar la ciudad no es recuperar la metrópoli, sino precisamente lo contrario. Es decir, relegar los elementos metropolitanos a un papel necesario pero subordinado y priorizar el «hacer ciudad» a escala media o pequeña, y con los contenidos sociales de complejidad y creativi­dad adecuados, y con la base de sustentación en los ámbitos veci­nales de convivencia. Para la formación de cualquier «bloque so­cial» transformador es imprescindible partir de los conceptos terri­toriales adecuados, pues hablar de las clases sociales sin hablar de su territorialidad es mera abstracción inoperante, como ya los clá­sicos pudieron comprobar.

Desde las situaciones periféricas, de pueblos o barrios, de co­marcas, o ciudades dormitorios, o industriales (dependientes todos estos espacios del capital financiero y de una gestión administrativa muy centralizada para controlar el gasto público), es desde donde es posible constatar situaciones de penurias y pobrezas. Fracciona­mientos de las clases sociales, economías sumergidas, paro y todo tipo de desviaciones sociales, pero también las posibilidades de «bloques sociales» emergentes, cuando se dan una serie de condi­ciones de disponibilidades de tiempos de producción, de espacios accesibles con tecnologías nuevas, y sobre todo de nuevas formas culturales de enfocar los problemas locales, en análisis menos suje­tos a dogmatismos ideológicos y más atentos a las realidades coti­dianas.

POSIBILIDADES DE LA RED DEL TEJIDO SOCIAL

Aquí llegamos a la tercera pata que ha de sujetar nuestro banco de análisis. Resumiendo lo dicho para el tiempo de producción llegamos a establecer tanto unas nuevas disponibilidades de tiem­po como una fragmentación social nueva en función de su redistri­bución segregacionista. Y así los bloques sociales aparecen contra­puestos no sólo con el capital transnacional, sino también entre los «especialistas fijos» y los «eventuales y parados». Por otro lado, resumiendo el influjo de las tecnologías en el espacio podemos señalar ámbitos contrapuestos como modelos físicos y vitales: el

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«metropolitano» frente al «ciudadano», y en cualquier caso el re­ducto o «refugio de convivencia» que todos buscamos. No podría­mos entender las características de un tejido social sin hacer refe­rencia a las condiciones socio-económicas o a los espacios que ocupan, pues estas determinaciones son condiciones previas. Pero tampoco podemos entender ningún cambio de estas condiciones si no es precisamente a través de su dialéctica, a tres bandas, con las Redes del Tejido Social (Rodríguez-Villasante, 1986). Que ade­más suele ser lo menos estudiado (ver cuadro 2).

La antropología de las sociedades complejas, la sociología de la vida cotidiana y la etnología ciudadana (Woíf v Mitchellv, 1980; Goffman, 1971; Lefebvre, 1972), nos prestan determinados con­ceptos que son de enorme utilidad. Lo que aquí pretendemos es establecer las relaciones formales y de contenidos que desde años venimos investigando en nuestra formación social. En el tejido so­cial del que tanto se habla, pero poco se profundiza en su estructu­ra, encontramos redes de relaciones que se dan objetivamente en la cotidianeidad por un lado, y por otro podemos estimar como vínculos los contenidos e intensidades de tales relaciones. Lo que descubrimos es una pluralidad de cosmologías, desde las culturas de la pobreza hasta la cultura de la urbanización en sus diferentes variables, pero para entender estas subculturas o cosmologías po­pulares primero hemos de precisar los soportes relaciónales y gru- pales en donde se apoyan. El cuadro de referencia aporta una pirámide irregular, parte de una red que se simplifica en una de sus tramas para hacerla más comprensible.

En realidad, estamos hablando de cuatro estratos básicos de los que partimos y que hoy tienen una composición distinta para nuestra formación social que hace diez años (Rodríguez-Villasante,1984). Donde hubo una desconexión profunda entre los poderes y los grupos formales durante el franquismo, hoy funciona una «conflictividad posibilista», y mientras el «conjunto de acción» que formaban grupos formales y sectores informales hace años, hoy ha entrado en crisis de recomposición. Denominamos grupos formales a aquellos «concienciados» por algún motivo ideológico o religioso, o cualquier otra motivación externa a la cotidianeidad o convivencialidad, como son también motivos profesionales o económicos para su funcionamiento «animador» en el trabajo o el

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DETERMINANTESESTRUaURALES

Bloques sociales por reagrupación de fracciones de clase social según análi­sis actuales de economía política.

• Capital transnacional.(Contradicción.)

• Especialistas y solventes. (Contradicción.)

• Eventuales e insolventes.

Juego de las determinaciones sociales y espaciales según las situaciones históricas de cada formación social.

Espacios sociales de tipo contrapuesto y complementario según estudios actuales de ecología política y social.

• Metrópolis telemáticas.(Funcionalismo urbanístico internacio­nal.)

• Ambitos ciudadanos.(Ciudades medias, comarcas, distritos.)

• Refugios convivenciales.(Barrios, pueblos, vecindarios.)

C u a d r o 2

REDES DEL TEJIDO SOCIAL

Poderes y Administración del Estado, de Ayuntamientos y otras formas de dominación.

Confliaividad posibilista. Dentro de la «feria» o la «movida» o el «flash».

Grupos formales concienciados y ani­madores en barrios, empresas, institu­tos, etc.

Crisis y desconexiones. Replantea miemos de conjuntos de acción.

Sectores informales y activos locales comunicadores en bares, mercados, colegios, pandillas, etc.

Cotidianeidad y confianza en las sub­sistencias de «periferias».

Bases sociales fragmentadas por pa­rentescos, sexo, edad, alojamiento, amistad, etc.

VINCULOS Y COSMOLOGIAS

Cultura separada• Vínculos parciales de imagen ligera.• Líderes, marcas, figuras «light».• Prepotencia tecnológica.• iModernidad, racionalidad, etc.• Patriarcalismo, patria, etc.

Ideologías funcionales• Vínculos parciales de individuos en grupo.• Eslóganes, enseñas, desfiles, etc.• Reivindicación, redistribución, caridad, etc.• Ideologías, religiones, etc.• Fratrias, hermandades, etc.

Estereotipos localistas• Vínculos parciales de tipo personal.• Fiestas, iconos, gestos, oral.• Reciprocidad comunitaria.• Subculturas locales estereotipadas.• Cuasi-tribalismo v mitos.

Arquetipos primordiales• Vínculos totales o primarios.• Intimidad, silencios, siestas, etc.• Aprehensión, apropiación.• Representaciones afeaivas.• Parentesco, sexualidad, sentimientos.

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barrio. Por sectores informales entendemos aquellas personas de base local, buenas «comunicadoras» —en su entorno— de opinio­nes que retransmiten activamente, creando opinión. No lo nacen por motivaciones ideológicas o económicas, sino porque el sector de convivencia necesita algunas personas de confianza a quien atri­buirles el papel informal de recrear y adaptar la subcultura local.

Así pues, entre los poderes y la base social entendemos que existen, al menos, dos estratos de vital importancia para poder entender un tejido social y su red de relaciones objetivas, formales e informales. Los poderes tienen sus reglas de reproducción tanto si son los «fácticos» estatales como los municipales. Pertenecen a lo que se ha dado en llamar cultura separada, o, lo que es lo mismo, «racionalismo modernizador», con verdades universales, represen­tación de toda la población, prepotencia tecnológica, etcétera. Se delega en esta sub-cultura para *que ejerza la autoridad delegada, no sólo en el ámbito político, sino también en el artístico, religioso, deportivo o del consumo. Los valores de la patria y el patriarcalis- mo, de la sociedad del espectáculo, las grandes inversiones tecno­lógicas, los líderes como figuras carismáticas, etcétera. Todo este juego de altura hoy además está aderezado por la llamada «movi­da» entre nosotros. Se trata de la imagen que marca, o de marca, que produce un impacto, un «flash» que deslumbra en la «feria». Hay que estar al día en la feria, al día con la imagen o la marca, comprar, votar o ver tales signos, que además son «light», inter­cambiables, y, por tanto, superficiales, como la propia cultura de la «movida».

En estos discursos el elemento patriarcal engloba a los hijos de una conflictividad encerrada en las reglas del juego familiar. Las ideologías funcionales se enfrentan en polémicas internas sobre las formas de redistribución, las reivindicaciones al «padre», los me­canismos igualitaristas, etcétera. Los grupos formales tienen sus rituales sindicales o religiosos, profesionales o militantes, con sus gritos, sus consignas, sus desfiles o sus locales e insignias. Antes se trataba para muchos de «matar al padre», pero ahora hay un con­senso básico para que la sangre no llegue al río, y es el lenguaje de la democracia delegada. La red se na reforzado hacia arriba al aumentar los canales de comunicación con los poderes, y los con­tenidos de representación, al abrirse la sociedad a nuevas modas y

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deportes. Los grupos formales funcionan como auténticas «fra- trias», hermanamientos de individuos, donde la idea colectiva se sobrepone a los miembros, que adoptan su papel de individuos semi-anónimos en beneficio de la ideología englobadora.

Estos grupos formales antes basaban su animación en un estre­cho contacto, en general, con las bases sociales, porque, con las dificultades de conexión con la cultura franquista, era muy difícil otra cosa. Pero la situación ha cambiado y ahora se puede consta­tar, en la última década, una crisis de replanteamientos, con nume­rosas desconexiones entre el lenguaje de la calle y las ideologías funcionales. En algunos casos surgen «conjuntos de acción» donde nuevos grupos formales consiguen conectar con sectores informa­les. Pero hasta la fecha podemos hablar más de intentos esporádi­cos que de redes consolidadas. La red hace aguas precisamente en estas relaciones intermedias, y es por lo que podemos hablar de una polarización también en el tejido social, sin duda consecuen­cia, aunque no mecánica, de la situación socio-económica. La sutu­ra de esta red tiene componentes estructurales y componentes cul­turales como demuestran algunas movilizaciones sociales recientes.

Pero lo más olvidado en todos los análisis es lo relativo a los sectores informales y la base social, de quien tanto se habla y tan poco se sabe. Recientemente, J. Pitt-Rivers, el conocido antropólo­go, venía a coincidir en resaltar la clave de los estereotipos localistas para «calificar una colectividad» (Pitt-Rivers, 1987). En Barcelona, Pitt-Rivers afirmaba que «la imagen de la nación-estado es asunto de las clases, medias», mientras que «el pueblo es como la tribu o el clan, aunque no se estructure en base al parentesco», pero «el estereotipo sustituye al parentesco». «Los estereotipos funcionan como ideales y ambiciones, y no como constataciones objetivas. Opacidad con la que se protege la comunidad», y así el «estereoti­po es una manera de proteger el orden del mundo», es decir, la clave de la cosmología local. Que es adonde habíamos llegado no­sotros desde el estudio de los barrios metropolitanos. Pues los sectores informales son los detentadores de estos estereotipos de comunicación local. Los mitos locales giran en torno a las fiestas, lo oral y lo gestual, la confianza en las personas, en determinados personajes, y en la reciprocidad convivencia!. Las fiestas periféricas son participativas y comunitarias, tanto si es una boda como la

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«Patrona». Hasta los más pobres derrochan en ese día dinero y energías, y las subsistencias de la periferia recrean sus subculturas en base a algunos estereotipos.

Las relaciones entre los sectores informales y la base social no son algo coyuntural, sino de carácter estable, pues se basan en las necesidades primordiales de las personas, en energías afectivas que nos vinculan entre nosotros y con el medio a través de la aprehen­sión y la apropiación vital. Estamos hablando de vínculos «totales» (Baumann, 1970), como Z. Bauman los llama, en los extremos de la red, y de nudos de vínculos «parciales» y «personales», es decir, donde determinadas personas anudan relaciones de cotidianeidad y convivencia. Las bases sociales viven fragmentadamente, y aun­que ven y escuchan muchos mensajes diariamente, no retienen ni interpretan la sobre-abundancia informativa. Por eso hay unos sec­tores informales a quienes se encarga el comentar y destacar aque­llo que puede tener importancia visto desde los estereotipos loca­les. Y esto sucede en base a la afinidad emotiva por parentesco, amistad, edad, sexo, alojamiento, etcétera. Sólo si partimos de la enorme riqueza y complejidad de las periferias de la red, de su continua evolución en torno a los estereotipos y arquetipos locales, conseguiremos acercarnos al tejido social.

CULTURAS DE LA POBREZA Y DE LAS URBANIZACIONES

Los análisis sobre la «cultura de la pobreza» han dado origen a suficiente literatura como para establecer algunos avances críti­cos hacia estos conceptos (Lewis, 1965; Casado, 1971). Frente a una visión más descriptiva y estacionaria de esta subcultura, debe­mos retomar unos análisis que entren en las posibles transforma­ciones que se operan, según los diversos supuestos. Y para ello todo lo dicho hasta aquí es sin duda de necesario uso. Para un reciente trabajo de investigación hemos venido utilizando estos planteamientos, que además de confirmarnos en lo fundamental de la tesis, nos han abierto nuevos horizontes (Rodríguez Villasan- te y otros, en realización). Nos referimos a cómo la situación de partida de los 30 barrios analizados de la periferia madrileña, con

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150.000 habitantes, parten de diferentes tipos de culturas de la pobreza. Así nos encontramos con la «suhcultura de la chabola», marcada por pirámides muy jóvenes de población, del sector de la construcción, con ayudas mutuas para la autoconstrucción de la casa baja, situaciones de ileealidacl colectiva y afirmación de una identidad de barrio. La «subcultura de la absorción» formada por poblados y unidades vecinales de construcción oficial en los años sesenta, con una pirámide de población más indefinida, activida­des económicas muy marginales, carácter de provisionalidad en la residencia, mezcla de subculturas y hasta enfrentamientos cuasi-tri- bales internos, etcétera. Y una «subcultura de poblados dirigidos», también de iniciativa oficial pero de los años cincuenta, con pobla­ción más envejecida, oficios y empleos de cierta estabilidad, sa­biéndose periféricos y marginados pero con ciertas pretensiones, que sobre todo se reflejan en ver por debajo de ellos a otros ba­rrios menos aparentes, aunque sus propias casas se estén cayendo. Desde todos los barrios se organizaron y movilizaron los vecinos para conseguir nuevas viviendas, en un proceso de lucha sin prece­dentes; pero para cada una de estas culturas las cosas no han resul­tado iguales.

Los conjuntos de acción, que aquí llamaremos «conjuntos de alter-acción» por los efectos producidos y por la solidaridad de­mostrada con el «otro», han funcionado diferentemente según las condiciones de partida y según las orientaciones de los grupos formales y de los sectores informales. En algunos casos podemos ver cómo se da una cierta continuidad o renovación, mientras en otros hay una ruptura manifiesta tras la lucha social. También la polarización nos debe llevar aquí a establecer no sólo una tipología de subculturas de partida, sino otras tipologías de subculturas-re- sultados de estos procesos. Para que hayan funcionado los «con­juntos de alter-acción» lo sustancial es que las ideologías de los grupos formales hayan sido lo suficientemente abiertas hacia los estereotipos locales como para conectar con los sectores informa­les. Y en ese grado, muchas veces precipitado por la represión del sistema franquista, es como se ha conseguido aglutinar a los secto­res informales y la base social local.

En los estudios que venimos realizando se dan tres tipos de situaciones, al menos, que quisiéramos significar aquí como ejem-

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piares de las posibilidades contrapuestas que se ofrecen. «Hacer ciudad» a partir de las situaciones de dualidad y polaridad descri­tas, y sobre todo a partir de culturas de la pobreza, no es nada sencillo. Estas experiencias nos indican que es fácil equivocarse, aun contando con un amplio respaldo popular y aun contando con conquistas sociales importantes. Nos referimos a que estos casos estudiados han conseguido un respaldo de sus barrios, en algún momento, como pocos otros barrios en Europa, y que han conseguido mejoras económicas mucho más importantes que cual­quier sindicato. Pero aun así constatamos una desigual repercusión del «hacer ciudad» en unos barrios u otros. No vamos aquí a hacer más que un breve resumen de algunas de las líneas interpre­tativas que manejamos (ya que preparamos una publicación donde ampliamente demos cuenta de los datos de que disponemos), pero valga esto como avance y ejemplos.

Desde determinadas ópticas la posición es tratar de integrar plenamente en la metrópoli madrileña a los marginados, y para ello desde el diseño físico de los nuevos barrios hasta la desintegra­ción del tejido social previo se ven como positivos. Es decir, la cultura metropolitana debe suceder a la de la pobreza, como forma de integración social, o, lo que es lo mismo, se trata de una crítica radical a todo lo que pueda parecer un «ghetto» o reducto de una subcultura particular y además menesterosa. Romper los aislamien­tos, construir un tejido urbano y social indiferenciado, donde las personas consigan ese anonimato que permite la metrópoli. Hay algunos barrios, pocos, de los estudiados, que se acercan a estos planteamientos. Y hay pocos porque no siempre es posible, y ni siquiera deseable, llegar a ese óptimo. Además del diseño físico interviene en todo proceso de transformación la condición socio­económica y la orientación del conjunto de alter-acción. Cuando hablamos de un nuevo barrio donde se ha edificado en continui­dad con los barrios inmediatos, en las mismas tipologías (de blo­que abierto, por ejemplo), y allí han ido a residir trabajadores fijos solventes y con una aculturación propia de quien desea integrarse en los consumos metropolitanos, entonces no hay duda que fun­ciona este modelo urbanístico.

Pero lo más corriente es que las condiciones socio-económicas de la familia en estos años hayan ido a menos por la crisis, sobre

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todo si se parte de la «chabola» o la «absorción», y que, en conse­cuencia, los gastos de la nueva vivienda, por mínimos que sean, no puedan ser soportados por los parados y marginales en general. Así nos encontramos que a pesar de haber diseñado un barrio y unas torres con pretensiones de continuidad urbanística, con pro­puestas arquitectónicas bastante avanzadas, el resultado puede ser el contrario del perseguido. Las situaciones de «quiero y no pue­do», el abandono de la Administración en equipamientos prometi­dos o en gestión del barrio, la falta de previsión para espacios de «chapuzas» y otras actividades informales, la desintegración del tejido social por sorteos masivos de viviendas, etcétera, han llevado a una nueva cultura de la pobreza «en vertical», o mejor, una cultura de la «suburbanización» pobre, que va recreando sus nuevos códigos de conducta. Especialmente llamativo en este proceso son los casos donde se ha perdido o ha quedado relegada una cultura o subcultura que identificase al barrio en cuestión. Puede ser de dos formas: que haya habido un abandono masivo de la cultura de la pobreza de origen por todo el conjunto de alter-acción, con disgregación de grupos y sectores, y poco menos que «sálvese quien pueda», o bien que en un barrio se haya obligado a competir a varias culturas de la pobreza de distintos orígenes, rivalizando

or el dominio del espacio, con lo que se garantizan guerras triba- es en el interior de la comunidad, hasta que una de las subculturas

imponga sus hábitos y costumbres. En cualquiera de los casos, no nos parecen formas de hacer ciudad, sino la contrapartida de hacer metrópoli. Al fin y al cabo, los modelos descritos hasta ahora son complementarios en el esquema de polarización y dualidad del que hemos partido.

Con varias matizaciones, hay otras formas que sí nos atrevemos a decir que se acercan a hacer ciudad. Son aquellos intentos de abandono de una cultura de la pobreza como automarginación, pero rio abandono de las señas de identidad, y de reconstrucción sin traumas del tejido social de partida. Hacer ciudad es entonces salir del «ghetto», pero no para indiferenciarse en la metrópoli, sino a una escala menor en unidades y «culturas ciudadanas», y con la propia personalidad y organización popular. Aquí debemos hacer referencia a lo dicho sobre tecnologías y descentralización, en el sentido de que la clave está en los ámbitos territoriales inter-

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medios (distritos, comarcas, ciudades medias) con unas posibilida­des de equipamientos suficientemente descentralizados, donde la sociedad civil puede actuar creadoramente y colectivamente. Un diseño de baja densidad, con espacios comunitarios (grandes pa­tios, jardines, peatonales, locales multiuso, etcétera) donde vayan a vivir antiguos vecinos ya conocidos, sin duda ayuda. Iniciativas cooperativas para autogestionarse la calefacción o la luz (como sucede en algunos casos estudiados), o iniciativas de empleo, son unas buenas continuidades para las comunidades que.se unieron desde la cultura de la pobreza. Lo fundamental parece ser en algu­nos de estos ejemplos la recreación de una subcultura a partir del conjunto de alter-acción, que permite dotar de unas señas de iden­tidad centrales al barrio y al tejido social, facilitando incluso un «proceso de filtración» para quienes no se encuentran a gusto con este sentir dominante. A veces esto queda encarnado en una aso­ciación o en líderes, o en simbología escultórica o en unos festejos. Todo ello serán índices de que los grupos formales y los sectores informales han recreado unas bases de entendimiento en torno a determinados estereotipos en los que la comunidad confía como motores de la calidad de vida.

METOLOGIAS CIUDADANAS ALTER-ACTIVAS

Ya pasaron los tiempos de encontrar la receta para todo en alguna verdad universal; por eso, parece que debemos plantearnos estas metodologías alter-activas más que alternativas. Alternativas significaría una verdad opuesta al modelo existente, en alternancia, cuando de lo que se trata es de alterar más que alternar, ya que sólo desde la alter-acción es posible repensar otras salidas. Es de­cir, desde la acción con otros, «alter», no se llega tanto a una verdad cerrada y preconstruida, sino a prácticas y escenarios ciu­dadanos desde donde construir, recrear y hacer ciudad. Ya J. Gal- tung planteaba que perpendicularmente a la línea simplista de en­frentamiento entre «rojos» y «azules» según predominase más el intervencionismo o el liberalismo, hoy se desarrolla otra línea de discusión entre el «verde» y el «amarillo», según predomine más el ecologismo o el productivismo corporativista, y que por tanto

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hay que buscar soluciones no en el unilateralismo, sino sobre un plano de complejas articulaciones (Galtung, 1985). C. Sanne tam­bién se plantea soluciones sobre una figura geométrica en un pla­no, un triángulo, con tres escenarios posibles: uno el A, o alterna­tivo o autogestionario; otro el B o el business, o libre mercado, y otro el C, o convencional (en Suecia o intervencionista. Y cuando aplica estos escenarios posibles a la política de vivienda y de hacer ciudad, naturalmente salen modelos muy distintos (Sanne, 1985).

Desde el punto de vista de los ciudadanos están los Sistemas de M. Nerfin, donde aparecen tres sistemas diferentes y comple­mentarios en equilibrio inestable y hasta contradictorio. El sistema del mercader, es decir, la producción y la comercialización de bie­nes, que mantiene unas reglas más o menos redistributivas o injus­tas; el sistema del prícipe, o la representación política delegada, en donde el Estado y sus administraciones tienen su racionalidad y burocracia más o menos ágil o tecnócrata, y el tercer sistema, el del ciudadano, es decir, las asociaciones no gubernamentales, el propio tejido social, la sociedad civil, más o menos creadora de alternativas, más o menos controladora y denunciante de los pro­blemas cotidianos (Nerfin, 1986). También desde el punto de vista de los ciudadanos están el juego de tres colores que M. Sacristán propuso para la revista «Mientras Tanto» (el rojo de la tradición marxista, el verde de la ecologista y el malva de la feminista), y

aue hemos retomado para establecer un triángulo de la que hemos amado «holística radical» (Rodríguez Villasante, 1985).

Como se ve, no estamos tanto por simplificar los problemas, sino por demostrar su complejidad. Y así, nos hemos propuesto hacer más que dualismos, que polarizaciones, es decir, plantear tres escenarios y confluencias, interrelaciones tripartitas, saltando de lo unilateral a lo topológico (con alguna referencia a R. Thon), aunque sin pretensiones de hacer ecuaciones sociales. Hay un transfondo de análisis metodológico que trata de superar el ahisto- ricismo de los movimientos de la mujer y de liberación personal; superar el universalismo de los movimientos de sindicalistas de trabajadores, y superar el acriticismo social de algunos movimien­tos ecologistas. No se trata de eclecticismos oportunistas de tipo superficial, sino que realmente los escenarios donde está planteada ahora la reflexión sobre la ciudad y el territorio desbordan las

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escuelas tradicionales del pensamiento. Como comenzamos a ana­lizar al principio, son las nociones de tiempo de producción las que están en cuestión y hasta la teoría del valor, pero no tanto para borrar de un plumazo tales conceptos, sino para precisar su sentido a la luz de las críticas al productivismo y a la conciencia social de los trabajadores. Así, «desarrollo de los medios de pro­ducción» ya no se podrá entender como crecimiento sin límite, sino como adecuación cualitativa para la mejora de los ecosiste­mas. Y la liberación de la clase obrera no se podrá entender sólo como la toma del Estado del capital, sino como la emergencia de la sociedad civil, con su potencia de diferenciadas subculturas, y la liberación del patriarcalismo y el militarismo.

Los propios ciudadanos, que no siguen ninguna reflexión teóri­ca en nuestras metrópolis y pueblos, mantienen una práctica de votación y de acción social que aparentemente es contradictoria, pero que igualmente apunta a un sentido común que se mueve sobre un plano más que en la unilateralidad. Así, estamos acostum­brados a ver cómo hay un voto masivo a opciones posibilistas en el Gobierno de la nación, mientras para solucionar problemas so­ciales cotidianos se recurre a asociaciones o sindicatos más radica­les o más apegados a los problemas locales, y finalmente cuando se trata de buscar una salida económica son otras las reglas del juego a las que cada uno tiene que atenerse (economía sumergida, impago de impuestos, etcétera). En nuestras metrópolis, y más si nos referimos a las situaciones de pobreza y de marginalidad peri­férica, no debemos caer en la tentación de hacer un cuadro de los horrores y lamentaciones, sino más bien tratar de entender la lógi­ca profunda de aparentes sinrazones, fragmentaciones y otras ca­racterísticas de tantas polarizaciones que podemos descubrir.

La ciudad «más que dual» es una ciudad muy compleja que hay Que descubrir en los espacios sociales, en los movimientos populares de alter-acción ciudadana, con metodologías abiertas, etcétera. Los años ochenta han inaugurado nuevas posibilidades o disponibilidades de tiempos y de espacios, pero también de recrea­ciones del tejido social. Y es aquí donde se pueden plantear los entusiasmos por las nuevas situaciones que irán floreciendo en nuestros territorios. Entusiasmarse por unas nuevas formas y con­tenidos a estrenar no quiere decir que todo esto vaya a ser un

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alegre baile, ni mucho menos. Más bien quiere decir que el sistema en su conjunto, al cerrarse más en sí mismo, es más duro y agresi­vo, y que, por contra, aparecen experiencias muy interesantes y creativas, sobre posibilidades reales, aunque con enormes dificulta­des. El entusiasmo de hacer ciudad está en el horizonte que se abre al juego de estas posibilidades.

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La racionalidad de la ciudad impasible

José Miguel Fernández DolsDepartamento de Psicología Básica,

Social y Metodoloeía. Universidad Autónoma de Madrid

Te dices: me marcharé a otra tierra, a otro mar,a una ciudad jnucho más bella de lo que ésta pudo ser o anhelar... (...)No hay tierra nueva, amigo, ni mar nuevo, pues la ciudad te seguirá (...) no hay otro lugar...

(C avafis ap u d D urrell)

Una de las cosas que puede producir más perplejidad a un psicólogo en ejercicio es hablar sobre la ciudad. ¿Es que se ha hecho Psicología en o para el campo? La respuesta es que muy rara vez (véase Childs y Melton, 1983). Así, un psicólogo obligado a hablar de la ciudad es como un pollo obligado a hablar del huevo que le trajo al mundo.

¿Cómo abordar el problema? En primer lugar, es preciso ir arrojando lastre: casi todo lo que se escribe en Psicología Ambien­tal sobre la ciudad no es sino una descripción de la «cáscara» de ese huevo. Repasemos, por ejemplo, las recientes revisiones de Fis- her, Bell y Baum (1984), Holahan (1986) y Darley y Gilbert (1985); si se observa la tabla 1 se verá que las coincidencias temá­ticas, además de girar en torno a cómo se procesa el mapa de la ciudad, señalan como problemas sustanciales de la ciudad determi­nadas fuentes de stress (ruido, contaminación...) y las aglomera­ciones.

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Tabla I

TEM ATICAS TRATADAS POR LAS REV ISIO N ES CITADAS

Fisher y otros Halaban Darley-Gilbert

Cognición y representaciónSobrecarga estim ular............Restricciones ..........................Stress:

Ruido .................................Polución ...........................Densidad ..........................D elincuencia....................

Ahorro de energía ................

SI SI SISISI

SI SISI SISI SI SISI

SI

Obviamente, todas estas cuestiones son de gran interés, y el lector puede encontrar cumplida referencia de ellas en otros ar­tículos de esta revista y en diversas publicaciones (véase Jiménez- Burillo y Aragonés, 1986). Sin embargo, es preciso tener en cuenta algunas características de dicha información: en primer lugar, que se trata de análisis referidos a ciudades norteamericanas; en segun­do lugar, que son análisis temáticamente parciales e incompletos, y en tercer lugar, que no tratan de lo psicológico de la ciudad, sino de lo psicológico en en la ciudad.

Veamos, muy brevemente, estas tres críticas. El hecho de que la mayoría de los datos procedan de ciudades anglosajonas es im­portante. Existen diversos análisis en Ciencias Sociales que ponen en duda una evolución semejante para la ciudad norteamericana y europea (véase, por ejemplo, Sacco, 1974), pero la mera observa­ción nos puede sugerir que el uso que el anglosajón (y el europeo del norte en general) hace de la calle no tiene nada que ver con el propio del ciudadano mediterráneo. Lo mismo ocurre para otras cuestiones como el sentido de la privacidad, la antítesis ocio-traba­jo o el sentido de pertenencia al barrio, tan marcado en el Sur de Europa (véase, por ejemplo, Alvarez y del Río, 1979).

Estas diferencias no nos permiten afirmar que los hallazgos de los anglosajones no sean aplicables a países como España. El asun­to debe comprobarse empíricamente. Lo que sí puede afirmarse desde ahora mismo —y con ello entramos en la segunda de mis

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críticas— es que han orientado la investigación sobre el problema de una forma no ajustada a la cultura mediterránea; ello implicaría la parcialidad de las temáticas de investigación actuales.

Así, los psicólogos ambientales suelen señalar problemas como la contaminación o el ruido, pero es evidente que existen otros problemas más graves que no aparecen habitualmente en la litera­tura norteamericana: ¿cómo afecta al comportamiento el fuerte calor o el frío derivados de un mal acondicionamiento de las ca­sas?, ¿cuáles son las connotaciones negativas, para sus habitantes, de las ciudades monumentales?, ¿es la especulación urbanística una fuente de stress}, etcétera. Como anécdota, en el texto de Fisher y otros, antes citado, los mendigos, transeúntes, alcohóli­cos..., son ante todo fuentes de stress para el habitante de la ciudad («individuos aversivos») y no víctimas de tal stress (!).

Pero véase que, en realidad, todos estos problemas se dan, sin duda, en la ciudad, pero es dudoso que sean la esencia definitoria — a nivel psicosocial— de la ciudad. Así, por ejemplo, el ruido es consustancial a ciertos ambientes naturales (por ejemplo, zonas con regímenes de vientos constantes: véase Sommer y Moos, 1976), y, desgraciadamente, la contaminación es frecuente en en­tornos no urbanos por razones directas (minas, fábricas «molestas» o «peligrosas») o indirectas (nubes nucleares, lluvias ácidas...). La hacinación es un problema más grave en lugares tan remotos y abundantes como los barcos (véase Weiler y Castle, 1972), y en cuanto a la delincuencia, si bien su impacto es mayor en la ciudad, ello no quiere decir que en otros ámbitos no sea igualmente cre­ciente. En cuanto a la percepción de la ciudad, es obvio que la diferencia con respecto al estudio de la percepción de otros am­bientes no construidos es fundamentalmente meta-teórica.

¿Cuál es la esencia de la ciudad? Sería pretencioso resolver aquí tal cuestión en poco más de una docena de folios. Sin embar­go, espero que se me perdone la osadía de intentar apuntar hacia algunos elementos más nucleares a la hora de caracterizar psicoso- cialmente la ciudad, nuestra ciudad, aquí y ahora, en España.

Salgamos a la calle y reflexionemos. Nuestra imagen se refleja en los escaparates, que nos ofrecen objetos muy diversos; la arqui­tectura subraya los lugares en los que se toman decisiones. En todas partes ocurren cosas; uno recuerda las aportaciones del pre­

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maturamente desaparecido Stanley Milgram (1970): la ciudad nos expone a demasiados estímulos —físicos y sociales— a los que debemos adaptarnos, seleccionando sólo unos pocos y establecien­do barreras interpersonales; nuestra atención se concentra en la rutina cotidiana, y así ignoramos al que nos mendiga, al que cae a nuestro lado o a la lejana sirena de una ambulancia...

Sigamos paseando; a veces uno puede pensar que la ciudad, esa colección de acontecimientos numerosos y desmesurados, mantiene un equilibrio inestable. No se trata de un pensamiento muy original. Para Durkheim o Weber, la ciudad es la máxima expresión de las nuevas formas de solidaridad social que se gene­ran tras la revolución industrial. La dialéctica hegeliana entre fami­lia y sociedad civil se resuelve. Surge la nueva ciudad. Las relacio­nes de solidaridad carecen de connotaciones afectivas y se regulan contractualmente; se impone un modelo de racionalidad basado en el interés individual que multiplica el comercio y da lugar, para­dójicamente, al bien común. La ciudad occidental es, a partir del siglo XIX, un gran contrato viviente; el capital y el trabajo conviven y, frente a la naturaleza, construyen un nuevo mundo basado en la repetición de bienes y su valoración mediante el dinero. Los indivi­duos ya no están unidos entre sí directamente; es la ciudad lo que une y atrae a los hombres con la promesa de un nuevo milagro de los panes y los peces.

Así, la ciudad se convirtió en un gran crisol alquímico en el' que los hombres se diluían esperando su transmutación en oro. En «América, América», la conocida película de Kazan, vemos que el protagonista roba, traiciona... para ser un humilde y explo­tado limpiabotas en Estados Unidos; frente al campesino turco, el limpiabotas urbano es la felicidad bajo ciertas formas de uniformi­dad desconocida; es, como diría Park, un nuevo estado de ánimo.

Pero volvamos a nuestro paseo por las ciudades españolas. ¿Son relevantes los análisis clásicos sobre la sociedad urbana? La respuesta es en parte positiva y en parte negativa. Por una parte, nuestra andadura nos na permitido centrarnos en algunos aspectos de la ciudad que son específicos de ésta. Si repasamos algún texto de Geografía Humana (véase, por ejemplo, Derruau, 1964) vere­mos que las dos funciones exclusivas de la ciudad son típicamente contractuales: las comerciales y administrativas, frente a las indus­

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tríales, turísticas, religiosas o intelectuales que pueden localizarse en otros lugares.

Sin embargo, la vida urbana ha ido transformándose lentamen­te desde el siglo XIX hasta hoy. A mitad de trayecto ya hubo voces de alarma. Dentro, por ejemplo, de la Escuela de Frankfurt, el autor con mayor proyección psicológica — Erich Fromm— denun­cia una perversión de la razón que degenera en «mera inteligen­cia»: ’

O tro factor de la so c ied ad co n tem porán ea, ya m en cion ado , es d e stru cto r de la razón. P u esto qu e n ad ie hace la tarea o el trab a jo com pleto s, sino só lo una p arte ; y p u esto qu e las d im en sion es de las co sas y de las o rgan izac ion es h u m an as son d e m asiad o vastas para ab arcarlas en su con junto , n ada p u e d e ser visto en su to ta li­d ad (...). L a inteligencia b asta p ara m an ipu lar ad ecu ad am en te un sector de una u n idad m ás am plia, ya sea una m áquin a o un E s ta ­do . P ero la razón só lo p u e d e desarro llarse si está en gran ada con el tod o (...). E l prim ero qu e vio este p rob lem a fue A ristóteles, quien p en sab a que no era h ab itab le una c iu dad qu e reb asara en núm ero de habitan tes a lo que hoy nos p arecería una p equ eñ a pob lac ió n ...

(F rom m , 1971 [1 9 5 5 ], p. 146)

La racionalidad, que —como indica Weber— sería un elemen­to central en la caracterización de la cultura occidental, se define como la «conducta que, una vez planteado el objetivo tras madura reflexión, elige los medios más apropiados teniendo en cuenta las consecuencias previsibles». La ciudad decimonónica tiene metas: el bienestar, el progreso. La ciudad del siglo XX deja de tener metas: el ideal de progreso desaparece como un espejismo y la racionalidad colectiva consustancial al fenómeno urbano pierde paulatinamente sentido. Todo se reduce a ciertas estrategias indivi­duales que tratan de establecer un máximo beneficio individual en las relaciones con el otro.

Ahora ya estamos preparados para volver a Milgram y su teoría de la sobrecarga estimular. Decíamos que, de acuerdo con esta perspectiva, el habitante de la ciudad ignora, «filtra» una gran cantidad de información: el que pide, el que debe ser auxiliado, los incidentes... ¿Es un filtro perceptivo la verdadera explicación de esa indiferencia?

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La experiencia cotidiana me hace temer que no sea ésta la mejor explicación. Creo que nuestra actitud hacia el entorno se explica mejor desde una perspectiva que no subraya tanto nuestras delimitaciones perceptivas cuanto nuestras estrategias interactivas. Mientras que modelos como el de Milgram pueden ser útiles para explicar nuestro procesamiento del ambiente físico, son endebles cuando hablamos de percibir personas o situaciones sociales.

H a c e vario s años, una joven llam ada K itty G e n o v ese fu e a p u ­ñ alada en la c iu d ad d e N u eva Y o rk (...). P o r lo m enos 38 vecinos salieron a su s ven tan as a las tres d e la m ad ru g ad a (...). N a d ie la ayudó. (...) F u e en p len o día cu an d o E lean o r B rad ley , qu e an d ab a d e co m p ras en la Q u in ta A ven ida d e N u eva Y o rk , resb aló y se ro m pió una p ierna. A llí estu vo d u ran te cuaren ta m in utos en e s ta ­d o de shock m ien tras cien tos d e p eaton es se deten ían un m om en to p ara ob serv arla y lu ego segu ían an d an d o ...

(A ron son , 1975 [1 9 7 2 ], p. 56.)

Estos casos, citados a menudo en los textos norteamericanos, son —hoy día— muy comunes. Hace falta algo más que un filtro perceptivo para explicarlos y, por ello, los psicólogos sociales sue­len recurrir a conceptos tales como el conformismo o la difusión de la responsabilidad. En ambos casos, la racionalidad colectiva —y por tanto su fibra ética— se diluye en una conducta «inteligen­te» que, sacrificando la intencionalidad, minimiza el riesgo de cos­tos importantes (ataques, molestias innecesarias, etcétera). No es que no «percibamos» a los demás, es que no nos interesan o con­vienen en ese momento, y no nos interesan porque no conocemos o no nos gusta el balance de los costos y beneficios que va a implicar nuestra interacción con ellos.

El lector puede pensar que, en cualquier caso, el problema de la ciudad no es tanto el miedo a las molestias cuanto el miedo a la delincuencia que suele provocar dichos inconvenientes. Pero la delincuencia, ¿no es el producto de un proceso semejante al obser­vado en los ciudadanos impasibles? Hay algunos datos experimen­tales que consideran seriamente esa posibifidad. Así, por ejemplo, Farrington (1979) propone un marco de interpretación de la delin­cuencia — avalado por un volumen importante de datos experi­mentales— según la cual la probabilidad de cometer un acto des­

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honesto está relacionada con el cálculo —no consciente, pero efec­tivo— de las probabilidades de los costos y beneficios asociados a dicho acto. Todos «tendríamos un precio» relacionado con el cálculo subjetivo de utilidades. Nuestra propia investigación (Re­verter, 1984) sugiere que los sujetos honrados se caracterizan fun­damentalmente por ser más desconfiados. Según esto, un sujeto «honrado» es, sencillamente, aquel que para delinquir exiee un beneficio muy grande con costes remotos o inexistentes. La degra­dación de la racionalidad en un cálculo individual de costos y beneficios reduce la virtud a una estrategia de toma de decisiones.

Recapitulemos: las teorías psico-ambientales sobre la ciudad no parecen recoger un proceso de transformación fundamental en su esencia definitoria. Las relaciones de solidaridad —basadas en esquemas contractuales de racionalidad colectiva— se desintegran a medida que el hombre del siglo XX se olvida de la utopía. En ese marco, los fenómenos más alarmantes de la vida ciudadana adquie­ren nuevo significado: la contaminación, la delincuencia, el desin- tórés hacia los demás, etcétera, pueden explicarse a partir de la adquisición, por parte de los sujetos, de estrategias de interacción que convierten la vida humana en un cálculo individual de costos y beneficios en situaciones concretas.

Los procesos de transformación histórica de la ciudad generan fenómenos psicológicos característicos. En nuestro paseo nos he­mos encontrado con ciertos datos de la Psicología que cobran nue­va luz desde una lectura sociológica. Sin embargo, nuestro análisis no puede quedarse ahí, porque las características del ciudadano medio han «retroalimentado» a la sociedad. Poco a poco, la visión general de la vida se adapta a las estrategias individuales. Hay un largo pero significativo trecho entre Max Weber y el Nobel Her- bert Simón. En 1918, Weber, con sus famosas conferencias sobre el quehacer científico y el político nos anuncia una racionalidad sin horizontes, sin metas últimas, sin valores absolutos. Tuvieron que ocurrir muchas cosas para que, por último, Simón consagre esa visión de lo racional incluso desde una perspectiva biológica:

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...la te leo logía del p ro ce so evolutivo es m ás b ien de unas carac te ­rísticas especia les. N o hay una m eta, só lo un p ro ce so de b ú sq u e d a y m ejora. L a b ú sq u e d a es la m eta. H e su gerid o anteriorm ente qu e, a veces, se co n sid era la evolución co m o la exp licación p re fe ­rida p ara la rac ion alid ad p rec isam en te p o rq u e no reau iere una exp licación d e ta llad a d e p ro ce so s ; lo im po rtan te es la a d a p ta ­ción (...). L a evo lución n os p erm ite p o stu lar lo s fines sin esp e c ifi­car los m edios. A h ora vem os qu e, en rea lidad , ese asu n to es al revés. L a evolución , al m en os en un m u n d o co m ple jo , especifica m ed io s (...) q u e no llevan a un fin p red ecib le . D e las m etas sin m ed io s h em os d a d o un g iro co m p le to h acia los m ed io s sin m etas.

(S im ón , 1983, p . 70.)

Una de las conclusiones que pueden extraerse de esta situación es que la interpretación psicológica o psicosocial de la racionalidad es, aquí y ahora, fundamentad Hay muchos indicios de que la historia ha perdido altura y la racionalidad se ha convertido en un juego táctico entre individuos. El marco de ese juego es la ciudad.

La nueva racionalidad urbana, la radonalidacT interindividual, puede entenderse, como veremos a continuación, como el conjun­to de planes cuidadosamente elaborados con que un individuo se propone el logro de la felicidad. Pero ¿cuál sería la forma de racio­nalidad aue constituiría la vida del ciudadano actual?

¿Cuál es la forma de felicidad psicológica? ¿Cuál es la forma de racionalidad psicosocial? En el caso de la Sociología, la «felici­dad sociológica consistiría, al menos en su versión más clásica, en una distribución racional de la riqueza y del trabajo —entendidos ambos términos en su acepción más amplia—. Organicistas y conflictivistas discutirán sobre los términos de dicha racionalidad —por ejemplo, ¿principio distributivo o principio igualitario? — , pero ambos coincidirán en afirmar que su solución es la mejor para la colectividad, esto es, la mayor parte de los casos en la mayor parte de las circunstancias.

Sin embargo, ¿es esa la «felicidad del psicólogo»? Obviamente, dicha «felicidad» es, en este caso, un asunto de individuos concre­

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tos y en dichos términos podría definirse como un óptimo ajuste al medio; dicho ajuste puede llamarse «adaptación», «óptima eco­nomía de refuerzos», «eficacia», etcétera, pero alude en cualquier caso al intento, por parte del individuo, a lograr ciertas metas que son sustancialmente valiosas para él sin referencia a los demás.

Imaginemos un psicólogo clínico omnipotente que pudiera mo­dificar el pasado de los individuos. A su consulta llegarían todos los que sufren accidentes, incluso mortales, o sencillamente los que sufren otras Jieridas más intangibles y no menos poderosas como el fracaso profesional, la pobreza, etcétera. Su omnipo­tencia radicaría en su poder para devolver a sus pacientes al pasa­do con indicaciones concretas sobre el número de lotería necesa­rio, la carretera a evitar o cualquier otra circunstancia importante. Otro recurso de este psicólogo consistiría en poder remitir a sus pacientes al futuro y observar las consecuencias de su conducta actual; Dickens inventó esta forma de terapia psicológica en su Cuento de Navidad.

Es posible que tuviera éxito, y ello daría como resultado ciertas formas de felicidad que podríamos llamar «psicológica». Ahora bien, es preciso profundizar un poco en esa felicidad antes de volver a caracterizar con ella la racionalidad psicológica. En este sentido, los ejemplos que acabamos de utilizar nos introducen en una nueva casuística que obliga a distinguir entre la racionalidad individual (que carece de referentes con respecto al otro) y la ra­cionalidad interindividual.

Comencemos por la felicidad psicológica: tal como se nos pre­senta es fundamentalmente egocéntrica; no tienen en cuenta —ni tiene por qué— sus consecuencias en los demás. En el cuento de nuestro psicólogo clínico omnipotente podemos suponer —con es­fuerzo— que a veces sus prescripciones no le incumben más que a su paciente (por ejemplo, si evita que éste se estrelle mortalmente contra un peñasco, carece de herederos y familiares y su nueva vida transcurre en el desierto al modo de los eremitas).

Pero el lector intuirá, ya que nuestro mítico psicólogo clínico, en la abrumadora mayoría de los casos, desarrolla una estrategia que no sólo acarrea la felicidad a nuestro paciente, sino también la felicidad y, sobre todo, la infelicidad de los otros. Así, algo tan pacato como informar a una anciana sobre el número de lotería

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que resultará premiado implica privar de premio a los que, de otro modo, la hubieran comprado...).

Nos interesa subrayar cierta perversidad que parece adivinarse en este planteamiento: la felicidad psicológica supone, sencilla­mente, ignorar al otro en la búsqueda de la felicidad del individuo con respecto a un medio dado.

La felicidad psicosocial es, sencillamente, un paso más en esta lógica: supone lograr la felicidad del individuo con respecto a un medio daao, teniendo en cuenta la presencia de otros individuos que aspiran a dicho bien.

El párrafo anterior aspira a tener dos virtudes: por una parte, pone de manifiesto en términos éticos la definición de racionalidad psicológica y racionalidad psicosocial. La primera corresponde, pa­rafraseando a Weber, a un cuidadoso planeamiento de los meciios necesarios para el logro de un determinado bien para un individuo sin que en dicho planeamiento se tengan en cuenta otros indivi­duos embarcados en la misma tarea. La segunda forma de raciona­lidad es semejante a la primera, pero gira en torno al planeamiento de estrategias cuyo eje central es la constatación de que otros indi­viduos poseen el mismo objeto y están planeando estrategias seme­jantes.

La segunda virtud del párrafo mencionado es que subraya la importancia del medio en que se planea porque una de las claves de comprensión para la lógica de este juego es el hecho de aue los recursos, bienes u objetivos que se identifican con la felicidad no son ilimitados.

Es posible que, en una situación concreta, sean suficientes para proporcionar felicidad a nuestro sujeto sin tener que recurrir a tácticas que, por acción u omisión, perjudiquen a los otros (por ejemplo, en nuestro ejemplo, necesariamente trivial, de la lotería, nuestro psicólogo-adivino puede localizar un caso en el que alguna serie del número premiado no se haya llegado a vender o se halla vendido a un multimillonario, pero ¿por qué beneficiar a nuestra anciana cliente y no a otros aún más necesitados?).

Pero es igualmente posible, o incluso más probable, que en ciertos casos sea imposible lograr el objeto que significa nuestra felicidad sin privar total o parcialmente a otro. En realidad, sin

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tanto dramatismo, la Teoría del Bienestar ha planteado este pro­blema con claridad, especialmente a partir de La Lógica de la Ac­ción Colectiva, de Mancur Olson (1965). Quizá la ilustración más gráfica de la línea de argumentación en que se encuadra Olson sean reflexiones como la de Rapoport (1974) sobre el Dilema del Prisionero, quizá el más célebre de los juegos experimentales de suma no nula: imaginemos dos pacientes, un matrimonio, de nues­tro mítico psicólogo; el terapeuta les trata por separado y ambos no pueden comunicarse entre sí, de tal modo que nuestro infalible clínico les hace la siguiente predicción: si uno de los cónyuges

■ accede-a no llevar la contraria al otro, pero el otro no, el primero vivirá veinte años menos y el segundo veinte más sobre las edades previstas por el destino; si ambos acceden a no llevarse la contraria mutuamente, ambos vivirán cinco años más, respectivamente, de lo previsto, pero si ambos deciden no ceder en sus enfrentamientos vivirán exactamente lo que ya estaba escrito en las estrellas. Para que tenga efecto (y para simplificar la fábula), los pacientes deben tomar la decisión una sola vez y con carácter irrevocable.

Si se analiza esta situación (véase, por ejemplo, Davis, 1971), podemos observar que existen dos lógicas, dos modos diferentes de racionalidad: en términos colectivos, la postura más sensata sería —supuesto que cualquier solución sea emocionalmente equi­valente— optar por los cinco años suplementarios para ambos, pero ¿y si el otro nos traiciona?, ¿y si adoptamos la postura coope­rativa perdiendo veinte años de nuestra vida a costa del otro? Nó­tese que si optamos por la postura no cooperativa, no perdemos nada en el peor de los casos, y podemos ganar veinte años. Sin embargo, si cedemos podemos ganar cinco años, pero perder vein­te (20 + 0 vs. 5 - 20); en términos individuales, la solución sensata es la opuesta a la que se deriva desde una estrategia de racionali­dad que busca el bien común.

Con el Dilema del Prisionero no pretendemos establecer un modelo de lo que es la interacción entre seres humanos; es proba­ble que los matrimonios se amen, que el terapeuta aconseje a sus pacientes, que las decisiones puedan ir cambiando, etcétera..., po­demos incluso suponer motivos no egoístas en la gente... (véase Lynn y Oldenquist, 1986). Sin embargo, lo que sí queda de mani­fiesto con este modelo es lo fácil que resulta mostrar que las estra­

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tegias de racionalidad interindividual son indiferentes o incluso opuestas a las formas de racionalidad colectiva.

Si al lector le quedan dudas sobre ello, basta citar un viejo ejemplo en la enseñanza de la ética: ¿por qué nos horroriza la fría decisión egoísta del Dilema del Prisionero si todos los días la apli­camos? ¿Ignoramos que cotidianamente otros individuos sufren la miseria? Sin embargo, sólo los llamados santos parecen ser sensi­bles a la necesidad de despojarse de todo exceso en su matriz de pnancias para sacrificarlo en términos del máximo beneficio co­lectivo. Los demás respetamos el reparto sin preocuparnos sin con­secuencias y ni las religiones ni otras formas de pensamiento pío han sido capaces de inducir otra lógica. En cuanto a las utopías revolucionarias de corte socialista, hasta sus más ardientes defenso­res estarán de acuerdo en que luchar contra las desigualdades en el acceso a los bienes y los medios necesarios para lograrlos es una tarea mucho más difícil que derribar un régimen político (y no lograda hasta la fecha).

Entonces, la máxima felicidad individual en un medio limitado no coincide con la máxima felicidad colectiva en ese mismo medio. De todo lo dicho, se genera la posibilidad de construir una refle­xión psico-social que descansa en un modelo ideal de hombre que maximiza su felicidad, en un medio cuyos recursos son limitados, a costa —o, en el mejor de los casos, con indiferencia— de la de los demás.

La ciudad es, como vengo indicando, el origen y principal ex- pónente de estas formas de racionalidad que han sustituido a los viejos ideales colectivos. Si la racionalidad psicológica y psicosocial son comunes a todos los hombres, en la ciudad de aquí y ahora alcanzan un desarrollo monstruoso. Podemos ver algunos ejemplos de actualidad que ilustran este análisis.

La ciudad ya es, tan sólo, una gigantesca oferta de bienes que se distribuyen en miles de pequeñas partidas cotidianas entre sus diminutos pobladores. Comprar es un acto mecánico. El hombre es un brutal maximizador cíe beneficios, y la ciudad, desde muy

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jóvenes, nos incita ofreciéndonos constantemente objetos acumula- bles; no hay que hacerlos, y están ahí, a la mano:

E n el sig lo xvill existían tam bién gran d es fortu n as, p ero hab ía p o co qu e com prar. E l rico , si qu ería algo m ás qu e el breve re p e r­torio de m ercan cías existente , tenía qu e inventar un apetito y el ob je to qu e lo satisfaría , tenía qu e b u sca r el artífice qu e lo realizase y de jar tiem po p ara su fab ricación (...). A h ora un h o m b re llega a una c iu dad y a los cu atro d ías p u e d e ser el m ás fam o so y en v id ia­d o hab itan te de ella, sin m ás qu e p asea rse p o r delan te de los e scap ara te s, e scoger los o b je to s m ejores (...) y co m prarlo s...

(O rtega y G asse t , 1964 [1 9 2 7 ], p. 340-1.)

Todo se reduce a este juego de acumulación que tiene, como todos los juegos, sus ganadores y sus perdedores. El juego se hace cruel en dos casos: si los bienes escasean relativamente o si ciertos bienes muy escasos se hacen muy deseables gracias a los medios de comunicación de masas. En España existen todos los elementos para que hablemos de un juego cruel. Nuestro país, tras un proce­so brutal de aceleración histórica, ha recorrido en poco más de 20 años casi 200. Hoy, los perdedores son muy conscientes de su derrota, porque las diferencias con respecto a los triunfadores son abrumadoras. El malestar social de la gran ciudad no se debe tanto a situaciones objetivas de miseria cuanto a la irritación que surge al observar que las instituciones no sólo bendicen las diferencias, sino que tratan de minimizar los beneficios de los que menos los han maximizado.

Así, surgen nuevos fenómenos urbanos, como la drogadicción masiva. El caso de la heroína es paradigmático. Como se sabe, la heroína no parece dejar más secuelas orgánicas que cualquier fár­maco que se administrara, de forma repetida, en dosis no controla­das y sin higiene alguna. De hecho, sus efectos más conocidos (SIDA, hepatitis, muerte por sobredosis) no provienen propiamen­te de los efectos secunaarios de la droga, sino de su forma de consumo (véase Trebach, 1982, p. 62). En cuanto a la delincuen­cia, debe tenerse en cuenta que no sólo está impulsada por la dependencia que genera, sino también por su costo en el mercado.

¿Cuál es el problema de la heroína? Se reivindica la libertad del hombre; su libertad con respecto a la droga. Se defiende así a

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los perdedores del juego. Es irónico que se defienda la autonomía respecto a cierto opiáceo para un hombre que, abandonado en otro planeta, no sería capaz de explicar o reproducir ninguno de los objetos de los que su vida depende cotidianamente: fármacos, máquinas, materiales sintéticos... En cualquier caso, un efecto per­verso y significativo de la lucha contra la droga es que se consigue una versión monstruosa e hipertrofiada del juego de acumulación diferencial del que venimos nablando; una versión del juego que cada vez tienta más a personas porque los ganadores lo son más que nunca —con beneficios astronómicos por la venta y tráfico de droga— y los perdedores pagan hasta con la vida.

Pero no perdamos de vista la ciudad. La ciudad es la que sale ganando siempre en casos como el de la heroína. Porque este juego de todos contra todos es la nueva ciudad. Poco a poco, esta filoso­fía va cambiando al hombre de la calle: en la ciudad española las clases medias descubren formas de consumo inmediatas (viajes, electrónica...) y las clases dirigentes predican las «nuevas tecnolo­gías».

¿Qué son, en este juego, las nuevas tecnologías? En términos de la ciudad no son sino la culminación del proceso que ya vislum­bró Ortega {vid. supra). Los objetos de producción y consumo por excelencia cada vez son más intangibles y más costosos. A diferen­cia de otras épocas, lo más valioso no es aquello cuya producción ocupa a muchos y es vistoso, sino que es diminuto y su manufactu­ra está al alcance de muy pocos. Las «nuevas tecnologías» son el ejemplo por excelencia: el hombre de la calle ni siquiera sabe de qué se trata.

El poder ya no invierte en monumentos; en aquellos monu­mentos que encargaban los viejos reyes y ocupaban a miles de obreros y artesanos. Ahora se invierte en diminutas placas de sili­cio apenas visibles, incomprensibles, literalmente secretas por su valor bélico. El dinero circula entre ejecutivos y técnicos de forma cada vez más estanca y.la ciudad sólo se embellece para los gana­dores que, como el enamorado de Stendhal, creen que todo es una fiesta en su honor. Los políticos, incluso los jóvenes políticos, se contagian, y todo es un estallido de festivales, anuncios multico­lores y moda. La noche, inaccesible al madrugador forzoso, es el escenario preferido de tales eventos y, superando las predicciones

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más pesimistas de Wright Mills, todos tratamos de profesionalizar nuestra celebridad.

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Los nuevos espacios en la ciudad: criterios para las propuestas de diseño y la

participación de los usuariosFemando Hernández y Hernández

Profesor de Fundamentos de Psicología Facultad de Bellas Artes. Universidad de Barcelona

Nunca como ahora el diseño de entornos en la ciudad había pasado a ser un tema de normalizada y contrastada cotidianidad para los ciudadanos y la opinión pública. La gente, los usuarios ya no reaccionan con pasiva indiferencia ante la multiplicidad de in­tervenciones que han ido cubriendo nuestros entornos urbanos, de forma especial a lo largo del último lustro.

Y esta constatación se hace evidente en parte porque la inter­vención y creación de nuevos entornos, se ha convertido en bande­ra de un modelo de actuación política, que busca por su medio crear una «nueva imagen» en los ciudadanos. La de que se están produciendo cambios reales en las ciudades y pueblos en los que viven. Y en parte también, porque las intervenciones se producen en un contexto democrático, lo que supone que existe un recono­cimiento, al menos implícito, de que se llevan a cabo con los fon­dos de los contribuyentes, lo que conlleva que las nuevas realiza­ciones han de satisfacer algunas de sus expectativas y necesidades.

La experiencia reciente de las reacciones enfrentadas y nada desapasionadas, suscitadas por la decisión unilateral del alcalde de Madrid de sustituir las farolas inicialmente presentes en el proyec­to, y en el momento de la decisión ya instaladas dentro de la remo­delación de la Puerta del Sol, adquiere el valor de símbolo, sobre las sensibilidades que en ciertos momentos puede llegar a originar

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una intervención en el entorno urbano. Lo mismo que sucedió, pero sin la desafortunada solución adoptada por el munícipe Ba­rranco, entre los vecinos del sector de Sants de Barcelona, cuando se llevó a cabo la realización frente a la Estación de Renfe, de la Plaza de los Países Catalanes (Vilaplana y otros, 1983), punto de inicio de la proliferación de las «plazas duras» por ciudades y pueblos del Estado.

El tema así planteado suscita una doble forma de abordarlo. El del análisis en términos globales de los ámbitos y los criterios en los que se ha ido concretizando el nuevo diseño urbano, y laSroblemática que la reacción de los usuarios y su participación

eva consigo.

NIVELES DE INTERVENCION EN EL ENTORNO URBANO

La planificación urbanística que acoge a los nuevos entornos urbanos no posee criterios urbanos de intervención y definición, y por supuesto de apreciación por parte de los usuarios, como había sucedido en épocas anteriores. Esto es debido en parte, a la pérdi­da del sentimiento de salvación que había ofrecido el urbanismo tecnológico (Argán, 1983, 207), que se había desarrollado en el período de entreguerras europeas y extendido en las realizaciones arquitectónicas por Le Corbusier, «quien sentó las bases estéticas y estilísticas de una nueva arquitectura concebida como estricta reproducción industrial» (Subirats, 1986, 227).

También la progresiva adaptación de los habitantes de las gran­des ciudades a un entorno que ya no se apoya en la imagen aristo­télica del espacio urbano (Lledó, 1984), sino que ha ido incorpo­rando un sentido regenerador en las ciudades posindustrializadas, mediante formas de intervención, que reordenan elementos de di­seño con una estética diferenciada capaz de dotarlas de una valora­ción positiva por parte de los ciudadanos.

Esto ha llevado a una diversidad de formas de intervención y de creación de nuevos entornos urbanos, que Oriol Bohigas (1985), autor de las directrices de «reconstrucción» de la ciudad de Barcelona, ha justificado en función de los criterios de especifi­

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cidad de cada intervención en el entorno, y de los cambios opera­dos en la concepción de la ciudad.

En este sentido, la idea de ciudad, como ente global, había sido destruida y degradada por la intervención depredadora del proceso de especulación llevado a cabo durante las décadas del desarrollismo. En este contexto, resultaba obvia la imposibilidad de realizar intervenciones globales reconstructoras. Lo que venía además motivado por la lentitud del proceso administrativo que era necesario poner en marcha para reformar y redefinir los vigen­tes Planes Generales de Urbanismo.

Esto ha supuesto que el criterio clave adoptado para potenciar una intervención recuperadora mediante nuevos diseños urbanos haya sido el de la sectorización, es decir, considerar a la ciudad como un entramado de zonas sobre las que se puede intervenir y que suelen coincidir con los barrios de la misma y a partir de la cual puede ser posible recomponer la imagen totál de la ciudad.

La concepción sectorial no es de carácter homogéneo, en cuan­to a su desarrollo y aplicación, sino que puede adoptar variedad de formas, de acuerdo con la extensión de la misma y su repercu­sión en la configuración del paisaje de la ciudad. Atendiendo a este criterio geográfico de extensión, las intervenciones en el entor­no urbano suelen presentar entre nosotros las siguientes modali­dades:

a) Encontramos, en primer lugar, aunque son las menos fre­cuentes por su complejidad, intervenciones de carácter intersecto- riül, y que implican la reordenación de conjuntos urbanísticos más extensos que el de un barrio o zona de una ciudad, como sucede con los proyectos de recuperación de la fachada marítima de Bar­celona, o de la zona de la Cartuja y del cauce del Guadalquivir en Sevilla. Estos proyectos suponen en cualquier caso cambios funda­mentales en la estructura de una parte de la ciudad, o afectan a la totalidad de la misma, en cuanto que generan cambios en los ejes de circulación.

La reacción de los usuarios ante estas intervenciones suele ca­racterizarse por una baja implicación, dada la complejidad que supone tener una comprensión global de este tipo efe entorno, a no ser que se sientan afectados directamente por la intervención proyectada.

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b) En segundo lugar aparecen las que constituyen las actua­ciones propiamente sectoriales, y que implican realizaciones que afecten a una zona urbanísticamente delimitada, como sucede con el conjunto de la Estación de Atocha en Madrid, o con el proyecto «del Liceo al Seminario» en Barcelona, y que también se evidencia en las múltiples remodelaciones de cascos antiguos que se están produciendo en muchas ciudades españolas. Estas actuaciones su­ponen sobre todo una tarea de recuperación de zonas concretas que habían ido quedando degradadas por el paso del tiempo, o por inadecuadas decisiones urbanísticas de anteriores etapas de gestión pública.

La implicación de los usuarios en estas intervenciones suele ser alta, ya que su comprensión implica un entorno más abarcable y reconocible, y sobre el cual, por lo general se producen reacciones positivas ante lo que se consideran mejoras recuperadoras, que redundan en beneficio del comercio del sector, o del valor y con­servación de las propiedades urbanas.

c) Una tercera aparición de la intervención en el entorno se­ría la intrasectorial, que es la más frecuente, y que permite una actuación puntual, bien sea mediante la introducción de un nuevo diseño en el entorno, como sucede con la reconversión de suelo urbano que se dedica a nuevas plazas o servicios, o mediante la reconstrucción o reordenación de entornos-edificios ya existentes, como sucede con la rehabilitación de elementos puntuales dentro de los sectores de ciudades antiguas o de conjuntos monumentales y en lá reconversión y reestructuración de edificios, pero sin afec­tar a la totalidad de la zona en cuestión, como sucedía en el nivel anterior. Es este el tipo de intervención que con más frecuencia se ha llevado a cabo en los últimos años, y el que ha tenido una repercusión más evidente en el paisaje próximo de los habitantes de las ciudades.

En general este tipo de intervención se lleva a cabo: 1) de acuerdo con criterios de reproducción y conexión con el entorno ya existente, lo que supone desarrollar una función de inmersión, en cierta forma de continuidad con lo que ya es manifiesta, conser­vando la estructura precedente o estableciendo modificaciones funcionales o de tratamiento estético de los materiales, pero siem­pre bajo un criterio de variación conservacionista sobre el entorno.

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Un ejemplo notorio de este criterio sería el del polémico Centro Cultural Reina Sofía de Madrid; 2) con la finalidad de producir una intervención de contraste, esto es, que suponga un elemento de innovación manifiesta dentro de la imagen que los ciudadanos tienen de su entorno, y una ruptura con los referentes históricos y simbólicos de los usuarios, lo que implique con frecuencia un ale­jamiento del universo imaginario estable de los mismos. Un ejem­plo notable de este tipo de intervenciones sería la ya mencionada Plaza de los Países Catalanes de Barcelona, y en general la serie de plazas denominadas «duras» que forman ya parte del nuevo paisaje urbano.

La reacción de los ciudadanos ante estas intervenciones es la más patente, por su nivel de comprensión del entorno, por las expectativas que crea y por las modificaciones que puede generar en sus construcciones cognitivas y afectivas del entorno. Sin em­bargo, y como luego veremos, son el tipo de intervención en las

ue es posible establecer un criterio de implicación de los usuarios e una forma más positiva.

d) Por último, es posible apreciar un nuevo nivel de actua­ción en la ciudad, si bien no tan espectacular como los proceden­tes, sí de una fuerte repercusión en la imagen y apreciación de los ciudadanos. Es el relativo a los elementos de equipamiento urbano, que aparecen bien en el nuevo mobiliario urbano, como serían la diversidad de containers para la recogida de residuos caseros, los bancos y parterres ornamentales; en los cambios operados en las rotulaciones de establecimientos comerciales y locales públicos; en la señalización urbana, e incluso en el muralismo que con inten­ción ya no reivindicativa sino artística y decorativa van tejiendo un conjunto de señales, con frecuencia caóticas y desordenadas en el paisaje de las ciudades, pero que obedecen a modos intencionales de intervención en el entorno urbano, que algunos especialistas intentan regular y normalizar (Chaves y Pibernat, 1986).

La actitud de los usuarios ante estas intervenciones suele ser por lo general positiva, ya que no afecta esencialmente sus hábitos de vida, y constituyen elementos de variedad dentro del paisaje urbano e incorporan servicios que favorecen su actividad coti­diana.

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LOS CRITERIOS DE LOS DISEÑADORES URBANOS

A pesar de la resistencia a las etiquetas, la tendencia principal que más allá de los criterios históricos domina en estos ámbitos de intervención, es la que ha venido a confluir en la denominada tendencia posmoderna de la arquitectura (Jencks, 1981). Esta, si bien en sus inicios fue una reacción a los determinismos del «Inter­national style» (1932), llega a España como tendencia denominati­va coincidiendo con una época de parada constructora a finales de los años setenta. Lo que ha sucedido durante estos años, que co­rren paralelos a los de la gestión de los Ayuntamientos democráti­cos, ha servido sobre todo, como he señalado en otro lugar (Her­nández, 1987), para recuperar el sentido artístico en el diseño ar­quitectónico y en los planteamientos urbanos. La decoración y el ornamento simbólico conviven con la precedente funcionalidad que tenía mucho de totalizadora y cosificadora, y que había dotado a la arquitectura y al diseño urbano de una sobrecarga de respon­sabilidad, según la visión de Habermas (1984).

Esto explica que los criterios de intervención anteriormente ex­presados, lleven implícitos una reconceptualización del lugar, que como señala Ochotorena (1986), queda «delimitado y configurado bajo el control del diseño» y proyectado con valores de significa­ción sobre todo comunicativa, mediante la configuración de una serie de «imágenes con presencia», tal y como reflejaba el ideario de Louis Kahn, quien constituye la referencia puente entre las po­siciones modernas y posmodernas, y que posee en sus plantea­mientos de diseño la finalidad de que los individuos se dirijan hacia sus realizaciones «para proyectar su deseo de ser en el espa­cio, conquistarlo y poseerlo», como apunta Ochotorena.

Pero esta finalidad deseada no es con frecuencia conseguida. El diseño urbano, en clave de ornamento estético identificador, se muestra en edificios, señales urbanas y espacios públicos con reite­rada monotonía. Y así nos encontramos con que se han ido produ­ciendo una serie de cambios conceptuales en los publicitarios del diseño en las ciudades, con la vuelta a referentes sin la fuerza originaria (como sucede con el mencionado Kahn, o con Scarpa y Venturi), y con un reduccionismo estético basado en la reconver­sión de elementos neoclásicos o constructivistas, pero que sin duda

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han posibilitado la ruptura uniformadora de la representación ar­quitectónica de épocas anteriores.

En la especificidad de las mencionadas intervenciones sectoria­les, las realizaciones llevadas a cabo hasta ahora han permitido reformular el diseño de los objetos cotidianos y de los espacios públicos. Por ello, ahora que se anuncian nuevos años de abun­dancia constructora, y las dos ciudades conmemorativas, Sevilla y Barcelona, van a actuar de escaparate privilegiado de importantes intervenciones urbanísticas, habrá que estar atentos a la entrada de futuras concretizaciones y tendencias, que vayan más allá del reciente restauracionismo conservador, y que puedan servir de ar­gumentos para nuevas imposiciones estéticas y urbanísticas bajo una dominación artística de los diseñadores urbanos, para también generar nuevas formas de participación por parte de los usuarios.

LOS USUARIOS FRENTE AL NUEVO ENTORNO URBANO

La posición de los ciudadanos ante los cambios precedentes, no ha sido pasiva, como en el inicio se apuntaba, aunque hay que reconocer que no se les han facilitado las cosas ante el autoritaris­mo urbanístico producido, frente al cual «el caso de las farolas» de la Puerta del Sol, o la controversia de las «plazas duras» no son más que anécdotas aisladas, resultados no tanto de una conciencia popular frente al entorno urbano, sino de un cúmulo de presiones más complejas y dispares.

Porque la realidad, como apuntaba Bohigas en su presentación internacional de los planes de «reconstrucción» de Barcelona (Mercader, 1984), es que la participación popular «pocas veces ha hecho cambiar un proyecto». Y ello es debido, como se desprende de lo escrito por el propio Bohigas (1985, 185) a un conjunto de razones, entre las que se destacan: a) la falta de confianza de los ciudadanos en los recursos de participación que se les ofrecen; b) la ausencia de interlocutores válidos, en lo que se refiere a su representatividad, entre la Administración y los usuarios, una vez que las asociaciones de vecinos han quedado como un referente residual de participación ciudadana; c) el no habilitar formas de información realmente comprensibles de los proyectos que se pre-

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tenden llevar a cabo; y sobre todo, d) a la conciencia implícita de un sentido de la democracia que afecta a administradores y admi­nistrados y que supone que una vez emitido el voto electoral ya se adauiere carta definitiva de naturaleza representativa de la opinión de la mayoría.

Pero estos criterios, si bien son ciertos, son sólo los aparentes y confesables, ya que no solucionarían el modificarlos el problema de la participación de los ciudadanos en el diseño como fue el sueño de muchos planificadores a finales de la década de los sesen­ta (Alexander, 1978). Y ello es debido fundamentalmente a tres causas, que entre sí están relacionadas de forma muy estrecha:

1) La falta de una práctica democrática por parte de los ad­ministradores del entorno urbano, que conlleve la inclusión de la participación apropiadora de los futuros usuarios, bien en la fase de la realización, de la elección, o de la información sobre los proyectos, y también en la de la evaluación de las ejecuciones. La omisión de esta actitud ha llevado a que muchas de las intervencio­nes urbanas se hayan planteado como cuestiones de prestigio y de competencia política, en las que las críticas, incluso a cuestiones tan elementales como las de la calidad material de las realizaciones, no ha sido asumida, sino antes bien minusvalorada.

2) La conciencia por parte de los diseñadores de que su inter­vención se mueve en la esfera del arte, lo que implica desde los presupuestos románticos de la concepción del artista y de su obra, que el público no puede llegar a incorporar una innovación que suponga una modificación en su imaginario representacional. Bohigas, parafraseando a Eco, apuntaba que si las realizaciones artísticas tuvieran que estar acordes con los gustos de la gente, no habría progreso.

3) La falta de preparación y de conocimientos urbanísticos y de diseño no hace aptos a los usuarios para enjuiciar una propues­ta de intervención en el diseño de la ciudad, y si lo hacen aplican­do criterios conservadores de diseño ante cualquier realización que se salga de los parámetros estables de lo conocido.

Estos argumentos así planteados sitúan la relación entre quie­nes proyectan el diseño urbano y quienes lo han de utilizar en una radical oposición, sólo paliada por el efecto acomodaticio o enjui- ciador con el que opera el paso del tiempo. Sin embargo, hay en

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la actualidad toda una serie de experiencias que pueden modificar esta relación, al menos desde la óptica de posibilitar recursos para la participación implicadora, y que parten de la adopción de un criterio democrático en la gestión de la planificación urbana.

1) El factor educativo es el primero y fundamental. Para valo­rar el entorno urbano hay que aprender a conocerlo. La propuesta de Muntañola y Capel (1984) de planificar una formación a partir de actividades de reconocimiento (síntomas), de valoraciones (diagnósticos) y de transformaciones (prescripciones) sobre el en­torno urbano, constituye un excelente ejemplo de una perspectiva prácticamente ignorada .por las diferentes administraciones y por los educadores, pero de indudable eficacia apropiadora si se co­mienza desde la escuela (Muntañola, 1984 a 1985; Morales, 1984), y que conecta con toda una tradición normalizada de participación en los paises desarrollados, de la que pueden constituir una mues­tra el proyecto inglés de «Arte dentro del Medio Urbano» (Adams, 1980-1982; Adams & Ward, 1982; Adams, 1984) o las propuestas sobre el conocimiento de la ciudad elaboradas por el Centro Pom- pidou (VV.AA. 1977).

2) La aplicación de nuevos recursos de participación, que tra­ten de incorporar a los futuros usuarios en el proceso de diseño, bien mediante la previsión anticipatoria de las repercusiones en sus hábitos cotidianos del nuevo diseño (como ha sido llevado a cabo en la construcción de centros comerciales o de fases de am­pliación en barrios en algunas zonas de Checoslovaquia); bien, mediante la realización de un proyecto de modificación del entor­no, tras una previa selección por parte de expertos de los mejores diseños, sobre los cuales los futuros usuarios han de justificar su elección valorativa (como sucedió con la ampliación de la National Gallery de Londres); o mediante la valoración contrastada de los nuevos proyectos, a partir de los modelos de intervención prece­dentes y que ya forman parte del universo espacial de los ciudada­nos (como ha sucedido en el proyecto llevado a cabo sobre el rediseño de un conjunto de viviendas por parte del Notting Dale Urban Studies Center de Londres); o mediante experiencias valo- rativas de los usuarios tras la ejecución de intervenciones, en las que es posible descubrir «fallos» de diseño que serán posible «re­parar» en nuevas realizaciones, como ha puesto de manifiesto

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Muntañola en su evaluación sobre las «nuevas plazas» de Barce­lona.

Todo ello puede servir de referencia para que la continuidad de las nuevas realizaciones en el diseño urbano contribuyan no sólo a la mejora de la imagen del entorno y de quienes lo utilizan, sino también a una mejor apropiación de los mismos, ejerciendo un uso democrático de corresponsabilidad participativa en las dis­tintas fases del proyecto.

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Satisfacción residencial: Un concepto de calidad de vida

Juan Ignacio Aragonés y María AmérigoDepartamento de Psicología Social

Facultad de Psicoloma Universidad G>mplutense de Madrid

En los tiempos que corren existe gran preocupación social y política por el concepto de calidad de vida, que aun siendo un eufemismo, es considerado meta del desarrollo de las sociedades avanzadas. Este concepto está imbricado en los «dominios de la percepción y la valoración personal» y «esto lo convierte en un fenómeno muy psicológico» (Blanco, 1985, p. 178).

La Psicología Ambiental no podía olvidar la «moda» que pre­ocupa a esta sociedad de la opulencia y ha tratado diversos aspec­tos de la calidad de vida en relación al ambiente físico. Uno de los temas que, sin lugar a dudas, podría incluirse en esta problemática es el constructo denominado «satisfacción residencial».

Antes de analizar en qué consiste este constructo, debe hacerse una pequeña revisión histórica de cómo ha llegado este área de estudio del medio urbano a ser abordado por esta disciplina. Co­nocidos son los primeros estudios ecológicos que se realizaron en los finales del siglo XIX y los temas de salud comunitaria q ue tuvie­ron fuerte implantación en el estudio de las grandes ciudades (Ji­ménez Burillo, 1986).

Tampoco habría que olvidar la escuela de los «utopistas», que aunque de una manera un tanto simbólica y artificiosa, son los iniciadores de una nueva línea de pensamiento y acción que co­mienza con la reforma del paisaje urbano y rural, y con ello, de la

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arquitectura moderna, tal y como se desprende de la definición de William Morris (Benévolo, 1974).

Posteriormente puede señalarse, aunque sea someramente, los estudios realizados por la denominada escuela de Chicago; las in­vestigaciones sociológicas realizadas por este grupo describen las áreas urbanas de esta ciudad, siendo un precedente de primera magnitud en la temática de la satisfacción residencial. Así los tra­bajos de Park, Burgess y McKenzie son un buen exponente de ellos (Park y Burgess, 1967); aunque éstos se preocuparon más en estudiar las estructuras de la población, su movilidad, las etnias, situación de empleo y las características de la vivienda (Carley, 1981). Estos trabajos fueron un importante paso para luego esta­blecer índices objetivos de calidad ambiental; no oostante, dejaron de lado los aspectos psicológicos que subyacen al concepto de calidad de vida.

Igualmente, este aspecto que se acaba de señalar ha sido olvi­dado por los planificadores y arquitectos, así como por los gobier­nos encargados de la construcción de las viviendas subvenciona­das, al menos en muchos casos. Estos se han preocupado, como señalan Hempel y Tucker (1979), por los códigos de construcción, la durabilidad de estructuras, el transporte, etc., todo ello aten­diendo a unos criterios economicistas en donde se intenta aprove­char lo mejor posible los recursos financieros, de cara a obtener una casa más sólida y un barrio más acorde a las modas del mo­mento, sin preocuparse de los comportamientos del usuario. Por supuesto, no se pretende en este momento desmerecer lo que se podría denominar indicadores objetivos de calidad residencial, pero no debe olvidarse que los valores sociales y culturales de la comunidad que habita un determinado ambiente deben ser consi­derados en el momento de la evaluación residencial de cara a la toma de decisiones.

Es difícil predecir el comportamiento y las experiencias que los habitantes de un determinado ambiente van a tener, pero no es menos cierto que el poder disponer los planificadores y arquitectos de estudios previos que les suministren las actitudes, sentimientos u opiniones sobre las posibles áreas a ocupar por los sujetos, pue­de ser de gran valor en el momento de decidir la estructura y configuración de la futura residencia (Stringer, 1978). En definiti­

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va, las preferencias sociales y espaciales de los sujetos que en su día ocuparán una vivienda, se encuentran muchas veces determina­das por fuerzas sociales, políticas, económicas e incluso históricas (Freid, 1982), siendo excluida cualquier evaluación de tipo psico­lógico que atenúe en parte la insatisfacción residencial que ocasio­na una planificación que no controle este tipo de eventos.

La satisfacción residencial tal y como es tratada en estas pági­nas responde a un criterio subjetivo, debiendo ser entendida como la actitud o el afecto que produce el hecho de vivir en un determi­nado contexto. En palabras de Weidemann y Anderson (1985, p. 156): «Es la respuesta emocional a la vivienda, sentimiento posi­tivo o negativo que los ocupantes tienen por donde ellos viven. Como tal, es una representación global de las respuestas afecti­vas de la gente al ambiente socio-físico en el cual vive. Al mismo tiempo debe ser recordado que la satisfacción, esto es, el afecto, es una de las tres formas en que los individuos responden a su viven­cia.» Una aproximación a la satisfacción residencial más conductis- ta es la suministrada por Gold (1980, p. 151), definiendo ésta como «las gratificaciones o el placer derivado de vivir en un am­biente concreto». Como se puede observar, tanto en una como en otra está subyaciendo de forma implícita el concepto de actitud, y así lo confirman los escasos modelos teóricos que apoyan tal tipo de investigación ambiental.

Si se recurre a una definición de satisfacción residencial más operativa y teniendo en cuenta, como señala Miller y otros (1980), que la gente compara la percepción que tiene de la calidad de su ambiente con sus estándares, es fácil ver en un recorrido por la literatura de la temática, que tres son las variables que desde una perspectiva amplia dan cuenta de la satisfacción residencial: la vi­vienda (C), el barrio (B) y el vecindario (V) (Canter y Rees, 1982), y cualquier trabajo empírico que pretenda estudiar algún aspecto de esta temática debe considerar estos niveles de análisis y sus interacciones. No debe olvidarse, sin embargo, que la satisfacción es algo subjetivo y por tanto las características individuales ‘(p) incidirán notablemente en la percepción de la calidad ambiental. Por consiguiente, podría decirse desde una perspectiva general que:

SATISFACCION RESIDENCIAL = f [(C,B,V) x p]

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Una de las variables que merece un especial tratamiento es la denominada «barrio», ya que diversos aspectos pueden ser enten­didos como tal; desde aquel aue se refiere a los aspectos adminis­trativos, hasta el de una de las categorías de Lynch (1960). Sin embargo, en este tipo de estudios sobre la satisfacción residencial queda de modo impreciso el concepto, ya que cuando se pregunta al sujeto sobre cómo está de satisfecho en su barrio, no se suele indicar sobre qué superficie en concreto se le pregunta; aunque por lo general, se observa que los sujetos responden con la repre­sentación de macrobarrio en la terminología de Marans y Rodgers (1975), que viene a estar definido por el grado de implicación social que en el medio ambiente próximo tiene el individuo, tal y como sugiere Lee (1981). En cualquier caso, ha de tenerse en cuenta que la percepción y valoración de las características del barrio son los aspectos más destacados en la satisfacción residen­cial (Marans y Rodgers, 1975).

Finalmente, y a modo de conclusión, podría decirse que un ambiente residencial satisfactorio variará de acuerdo con el contex­to tísico del hogar y de las necesidades y aspiraciones de las perso­nas o grupos que en él residan, sin olvidar las relaciones manteni­das con los vecinos, que a juicio de Campbell y otros (1976) es un fuerte predictor de satisfacción.

Antes de continuar con los marcos teóricos, metodologías y variables que influyen de forma notable en la satisfacción residen­cial, conviene hacer una breve reflexión sobre la importancia de este constructo en la literatura de la Psicología Ambiental. Entre los primeros trabajos pueden citarse los llevados a cabo en dos zonas urbanas deprimidas (slums): una en el East-End de Londres (Young y Willmott, 1957, y Willmott y Young, 1960) y la otra en el West-End de Boston (Fried y Gleicher, 1961, y Gans, 1962). Posteriormente, múltiples estudios se han realizado sobre indica­dores subjetivos de bienestar residencial sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña, aunque también es posible recoger algu­nos referidos a áreas situadas en los países del Mercado Común. En España, por el contrario, existe escasa investigación empírica sobre esta problemática, salvo algunos datos que aparecen en los trabajos de Aragonés (1985), García Ballesteros y Bosaue Sendra (en prensa) y Hernández (1983), sobre las ciudades de Madrid,

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Segovia y Santa Cruz de Tenerife, respectivamente. Ante este pa­norama, las fuentes que se van a utilizar para dar cuenta del estado de la cuestión son fundamentalmente anglosajonas, que aun a pe-- sar de distanciarse de las coordenadas culturales españolas, pueden ser un buen punto de partida para situar posteriores trabajos de investigación e intervención, a pesar de la disparidad de procedi­mientos utilizados para medir la satisfacción residencial.

MARCOS TEORICOS

Poco se ha sistematizado teóricamente sobre este campo, como lo pone de manifiesto la revisión realizada por Holahan (1986), en donde aporta fundamentalmente datos empíricos de investigacio­nes realizadas desde la anterior revisión en el Annual Review of Psychology llevada a cabo por Russell y Ward (1982). En esta mis­ma línea, Wiedemann y Anderson (1985) hacen notar la poca teo­ría básica en donde encuadrar los múltiples trabajos empíricos. A pesar de esta situación, algunos intentos han sido realizados.

Un marco adecuado para estructurar los trabajos de satisfac­ción residencial y poder establecer hipótesis que puedan relacio­narse fue establecido por Canter (1983). Su denominada teoría de las facetas permite con sus tres componentes: referente, nivel de interacción y enfoque, diseñar cualquier trabajo empírico con el

f)ropósito de acumular conocimiento sobre este constructo, o rea- izar una intervención ambiental. En cualquier caso, este marco

puede ser considerado más bien como una estrategia de trabajo que como un modelo teórico propiamente dicho.

Si se recurre, como se insinuó anteriormente, al concepto de actitud para explicar la satisfacción ambiental, puede verse en la literatura algún intento serio desde las posiciones de la Teoría de la Disonancia Cognitiva (Festinger, 1975), o desde el modelo de Fishbein y Ajzen (1975), tal y como se muestra a continuación.

En torno a la teoría de Festinger no se ha desarrollado, propia­mente dicho, un marco teórico para estudiar la satisfacción resi­dencial, pero multitud de trabajos empíricos, por no decir todos

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sin excepción, vienen insistiendo en que las muestras estudiadas se sienten alta o medianamente satisfechas con su residencia (Ma- rans, 1976). Estos resultados podrían ser explicados de una forma general, atendiendo al criterio de que, o bien hay razones objetivas para que así sea, o, por el contrario, los sujetos cambiarían de residencia. Pero esto último a veces no es posible, ya que es fun­ción del nivel de ingresos y de las necesidades del hogar. En este caso, los residentes no tienen más remedio que recomponer la in­congruencia manifestada entre el afecto de insatisfacción sobre el lugar en que viven y la imposibilidad de mudarse, resultando de esta forma un cambio de actitud explicable desde los postulados de la teoría de la Disonancia. En esta línea apunta el modelo teóri­co defendido por Glaster y Hesser (1981), eñ el que manifiestan que una forma de resolver la disonancia sería redefinir las necesi­dades del residente y reducir sus aspiraciones para de esta forma alcanzar el equilibrio entre lo que se posee y lo que se desea.

El otro modelo de actitudes que ha sido utilizado es el desarro­llado por Fishbein y Ajzen (1975). Dos aspectos diferenciados de­ben considerarse en este enfoque. Por un lado, el conjunto de creencias que sobre un objeto son necesarias para llegar a tener una actitud general, y, por otro, identificar los alectos que cada una de ellas producen en el sujeto. Este modelo ha sido puesto a prueba por Miller y otros (1980). Para ello recogía múltiples aspec­tos del oarrio que posteriormente fueron evaluados por los resi­dentes. El análisis factorial al que sometió el cuestionario tan sólo le suministró un factor, lo que sugiere una sola dimensión a la hora de evaluar el sentimiento sobre la satisfacción residencial. A pesar de este serio contratiempo, los autores indican que este úni­co factor puede ser debido a un problema del cuestionario, pues los sujetos responden ítem tras ítem a un criterio de satisfacción, y de ahí la emergencia, posiblemente, de un solo factor.

Estos mismos autores ponen a prueba otro modelo sobre acti­tudes desarrollado por Zajonc (1980) en el que se ha cuestionado la existencia de la vinculación entre creencias y afecto en general. Defiende que tan sólo un pequeño número de evaluaciones sobre aspectos destacados del objeto y disponibles para el sujeto son los que producen el valor general de la actitud. Este marco teórico ofrece, a juicio de Miller y otros (1980), ciertas ventajas, tales como

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la facilidad de operacionalizar con él y poder probar los procesos psicológicos por los cuales la satisfacción es evaluada. Pero a su vez ofrece un serio inconveniente, ya que no tiene reglas empíricas para la selección a priori de los predictores de satisfacción. Por tanto, se está ante un enfoque que requiere de un cuestionario con ítems ad hoc.

Un «modelo integrado» es presentado por Weidemann y An- derson (1985). Parten de los trabajos de Francescato y otros (1974), en los que se define la satisfacción residencial en función de las características demográficas de los residentes, las características objetivas del ambiente y las percepciones de los ocupantes sobre tres aspectos de la residencia: ambiente físico, administración de la vivienda y las relaciones con otros residentes. Asimismo, Weide­mann y Anderson desarrollan el modelo propuesto por Marans (1976) en el que se defiende que la calidad ambiental residencial es producto de la interacción de las características personales de los residentes, de los estándares de comparación que éstos posean, así como de la valoración de los atributos objetivos del ambiente en los niveles comunitario, macrobarrio, microbarrio y vivienda. En estos casos se está definiendo la satisfacción residencial como un criterio para evaluar la calidad del ambiente residencial; pero a juicio de Weidemann y Anderson (1985), este constructo también puede ser utilizado como predictor de conducta si se recurre al concepto de «intención de conducta» de Fishbein y Ajzen (1975). Resultando, por consiguiente, un modelo integrado tal y como aparece en la figura 1, al que los autores de este artículo le han añadido las relaciones interpersonales mantenidas con los vecinos y la vinculación directa de los atributos objetivos del ambiente físico y social con la satisfacción.

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Fig . 1. -«Modelo integrado» tomado y adaptado de Weidemann y Anderson ( i m , pág. 160).

Como se puede observar, este modelo atiende a un sinfín de relaciones complejas que comienzan en el nivel de la comunidad y desciende hasta la vivienda pasando por los niveles de macrobarrio y microbarrio.

Los autores originales que proponen el modelo estiman la ne­cesidad de mayor investigación empírica que permita alcanzar cier­to desarrollo teórico, así como explicar empíricamente la relación y enlaces entre los componentes.

A pesar de no haber sido puesto a prueba este modelo en todas sus dimensiones, la mayoría de los trabajos empíricos rela­cionados con la satisfacción residencial, han tratado de una u otra manera alguno de los cuatro aspectos que influyen sobre ella, es decir: atributos objetivos ambientales, tanto físicos como sociales; percepción de tales atributos; la interacción social propiamente dicha que se realiza en el hábitat de residencia, y las características personales.

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TECNICAS DE EVALUACION

Prácticamente la totalidad de las investigaciones realizadas han recurrido a la técnica del cuestionario en versión tipo Likert de 5 ó 7 puntos. No obstante, entre ellos hay notables diferencias: des­de los que utilizan ítems que pretenden dar cuenta de aspectos concretos de cómo es percibida la seguridad en el barrio o el nivel de ruido percibido, hasta aquellos que han adoptado estrategias de diferencial semántico, criticados por Canter y Rees (1982) por ser demasiado abstractos y generales.

Los análisis estadísticos habitualmente utilizados han sido el análisis factorial y la regresión múltiple, aunque se observan algu­nos trabajos en los que se ha recurrido al anáfisis multidimensional (Canter y Rees, 1982) y Path Analysis (Glaster y Hesser, 1981).

Un capítulo aparte merecen los Indices de Calidad Ambiental Percibida (en inglés, Perceiving Environmental Quality Index, PEQI), que suministran una medida cuantitativa de calidad de un lugar físico, tal y como es subjetivamente experimentado por un grupo. Ha habido diversos intentos de generar una escala univer­sal, pero la multitud de individuos y situaciones hacen de tal tarea un sueño más que una realidad (Bechtel, 1976). Una buena mono­grafía sobre esta temática se puede encontrar en Craik y Zube (1976). Asimismo, merece destacarse la escala diseñada por Carp y Carp (1982, a y b), en la que se distinguen hasta 15 subescalas que atienden a otros tantos aspectos; entre ellos pueden destacar­se: los juicios estéticos, el ruido, las características de los vecinos, la seguridad, la accesibilidad, la calidad del aire, los sentimientos hacia el barrio, etcétera.

VARIABLES QUE AFECTAN A LA SATISFACCION RESIDENCIAL

En relación con los estudios realizados, se ha observado que las variables relevantes con la satisfacción residencial podrían agru­parse en cuatro grandes bloques, coincidiendo con el «modelo in­tegrado» presentado en las páginas anteriores.

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N)

C u a d r o I

ALGUNOS CRITERIOS RELACIONADOS CON LA SATISFACCION RESIDENCIAL

ATRIBUTOS OBJETIVOS nSICOS Y SOCIALES ATRIBUTOS SUBJETIVOS INTERACCION SOCIAL

CARACTERISTICASPERSONALES

Espacio de la vivienda. Núm. de habitaciones. Cocina V baño propios. Calidaa de la vivienda. Tipo de diseño arqui- teaónico.Vivienda unifamiliar- multifamiliar.Número de barreras compatidas.Valor económico de la vivienda.Mantenimiento del ba­rrio.Vegetación en el ba­rrio.Faaores visuales (di­versidad, molestias vi­suales, cerramiento y claridad).Ruido.Servicios en el barrio.

Seguridad.Percepción de área ^ue rodea a la vivien-

Sentido de'comunidad y barrio.Relaciones con la Ad­ministración.Llegada de nuevos in- quifinos.

Propincuidad.Homogeneidad.Intimidad.Lazos familiares. Amistad.

Propietario-alquiler. Tiempo de residencia. Ciclo vital.Clase social.

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1. Atributos objetivos ambientales físicos y sociales

Serían aquellas variables físicas y sociales del ambiente que se relacionan de forma significativa con la satisfacción residencial. En general, este tipo de atributos se refiere a la calidad física de la vivienda, así como a las características físicas del ambiente que rodea a la misma. Dentro de los atributos sociales se encuentran el valor económico de la casa y el precio del alquiler.

Weideman y otros (1982) obtuvieron diez predictores de satis­facción residencial, de los cuales el segundo en importancia estaba referido a la evaluación del aposento, en relación con el confor, espacio y valor económico del mismo. En un estudio posterior sobre viviendas multifamiliares, Weidemann y Anderson (1985) llegaron a la conclusión de que medidas objetivas tales como el tipo de diseño de la vivienda y el número de barreras compartidas estaban relacionadas con la satisfacción.

La revisión realizada por Schorr (1978) muestra aquellos traba­jos en los que encontró relaciones positivas entre satisfacción y las siguientes características de la vivienda en relación a sus atributos físicos: diferencias de las propiedades físicas de la vivienda, valor de venta de la casa, espacio por persona, número de habitaciones por familia, existencia de espacios para distintos usos, posesión de cocina o baño para uno solo.

Una visión de las preferencias por las formas naturales en am­bientes urbanos es destacado por Holahan (1986), quien recopila diversos estudios en los que se observa cómo la vegetación en la ciudad es altamente valorada, así como también que la gente juzga su casa como más amistosa, más soportable y más atractiva cuando los árboles y los bosques están próximos y visibles.

La importancia del ambiente natural también es significativa en un trabajo de Ereid (1982), en el que obtuvo que el acceso a la naturaleza desde el barrio era el predictor más significativo, expli­cando el 10 % de la varianza en satisfacción, seguido de la calidad de la vivienda y la calidad del barrio, que explicaban el 9 % y el 5 % de la varianza, respectivamente.

En cuanto a los atributos visuales del ambiente, existe un tra­bajo de Nassar (1983) en el que aparecen cuatro factores relevan­tes en la evaluación de escenarios residenciales: diversidad, moles­

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tias (postes, señales, vehículos, estado ruinoso, ausencia de natura­leza), cerramiento y claridad.

El ruido también es un atributo físico del ambiente que ha sido muy citado en la literatura al respecto. Miller (1980) encontró cuatro predictores que explicaban el 43,3 % de la varianza en sa­tisfacción con la manzana; dos de ellos correspondían a la conser­vación y al nivel de ruido. Asimismo, un estudio de Zehner (toma­do de Heimstra y McFarling, 1979) muestra cómo las principales causas de satisfacción en cuatro suburbios se debían fundamental­mente a aspectos tales como falta de ruido y mantenimiento del barrio.

Otra característica de las viviendas citada a menudo en la lite­ratura es la relativa a la vivienda unifamiliar en contraposición a los bloques de pisos. Hay resultados contradictorios, pues mien­tras autores como Coid recogen investigaciones que encuentran mayor valoración en las viviendas uniramiliares, Francescato y otros (1977) demuestran que no había diferencias significativas.

2. Atributos subjetivos ambientales

El segundo gran bloque a considerar se refiere a todas aquellas variables en las que la percepción que el sujeto realiza de su am­biente juega un papel fundamental en los sentimientos de satisfac­ción e insatisfacción con su entorno residencial.

Se tendrán en cuenta en esta exposición aquellos aspectos físi­cos y sociales del ambiente cuya percepción por parte del indivi­duo determinará en gran medida su mayor o menor satisfacción con el marco residencial que le rodea.

Un atributo característico que aparece en gran cantidad de tra­bajos es el sentimiento de seguridad percibida por los residentes: Freid (1982), mediante un análisis de regresión múltiple, obtuvo que el sentido de seguridad percibido explicaba un 5,7 % de la varianza en satisfacción, ocupando este predictor el cuarto lugar en importancia, y siendo considerado por el autor como uno de los predictores más fuertes. Gold (1980) recoge en su obra un trabajo de Carson (1972) en el que aparecen los sentimientos de inseguridad como un factor importante de insatisfacción. También Gola muestra los resultados encontrados por Herbert (1975), en

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los que la seguridad es el segundo atributo importante a tener en cuenta en el bienestar y satisfacción en general. El trabajo de Wei-

,demann y otros (1982) trata de establecer si existe relación entre la percepción de la seguridad, y la satisfacción de los residentes. Encontraron que los diez predictores de satisfacción residencial, dos estaban referidos a cuestiones relacionadas con el delito: el primero atribuía una mayor satisfacción en función de la baja inci­dencia de peleas, robos y juego, y el segundo concernía a aspectos de sospechas hacia extraños y sentimientos de seguridad cuando se paseaba por el barrio.

Otra cuestión relevante y que a menudo es citada en la literatu­ra referente a la satisfacción residencial consiste en la percepción que los individuos de clase social baja tienen del espacio físico inmediato que rodea a su área de vivienda. Freid y Gleiser (1961) apuntan en esta dirección, destacando que el área física tiene un considerable significado como extensión del hogar, en la cual se delinean y estructuran varias partes con base a una sensación de pertenencia, y este significado del área física es uno de los compo­nentes principales que explican las razones de la satisfacción expe­rimentada por la mayoría de los residentes.

Otros tipos de variables subjetivas relacionadas con la satisfac­ción residencial son:

— El sentido de la comunidad y el barrio: este factor explica­ba el 2,45 % de la varianza en satisfacción (Freid, 1982).

— Relaciones con la administración y satisfacción con la llega­da de nuevos inquilinos: Snider (1980) observó que estos datos subjetivos puntuaban alto en satisfacción.

~ Formas de administrar: esta variable era más fuerte predic- tor de satisfacción para los residentes que vivían en casas de apar­tamentos altas que para los que vivían en casas bajas (Francescato y otros, 1977).

3. Interacción social en los ambientes residenciales

Otro gran apartado que frecuentemente es tratado en los estu­dios de satisfacción residencial es el que considera la interacción social como fuente de bienestar.

Son ya clásicos los trabajos relativos a los efectos de la propin-

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ciudad llevados a cabo por Festinger y otros (1950), Form (1951) y Whyte (1956), basados en el hecho de que una mayor proximidad implica una mayor probabilidad de amistad. Estos estudios tienen el inconveniente de que utilizan muestras jóvenes y homogéneas, aunque, como señala Sangrador (1986, p. 161), «tal homogeneidad hacía que, en definitiva, la propincuidad ejerciera un rol relevante ante la igualdad en los demás factores responsables de las pautas de atracción».

Las relaciones entre homogeneidad y propincuidad y su efecto sobre las interacciones vecinales fue tratado por Gans (1978), alu­diendo a que la homogeneidad de carácter poseía una mayor sa- liencia que la propincuidad en lo relativo a la creación de amis­tades.

Kuper (1978) realiza un estudio en Braydon Road (Inglaterra) sobre las necesidades de intimidad en relación con las interaccio­nes visuales entre los vecinos, llegando a la conclusión de que en dicha localidad, si se tienen altas necesidades de intimidad, la me­jor solución es mudarse a otro lugar.

Campbell y otros (1976) afirman que las relaciones con los veci­nos eran el más fuerte predictor de satisfacción con el barrio; no obstante, no se indicaba si esto era debido a una estrecha relación, a la distancia interpersonal mantenida o a la intimidad deseada, tal y como hace notar Freid (1982).

Otro tipo de estudios relacionados con la interacción social y su efecto sobre la satisfacción son los relativos a los lazos familia­res. Michelson (1970) señala que una de las razones por las que los individuos se trasladan hacia las zonas suburbiales desde el centro de la ciudad se debe a un intento de romper relaciones familiares muy intensas. Sin embargo, el trabajo de Fried y Glei- cher (1961) sobre el West-End de Boston reveló que los lazos familiares intensos estaban directamente relacionados con senti­mientos positivos con respecto al barrio.

4. Características personales

Concluyendo el apartado relativo a variables que influyen en la satisfacción residencial, es importante considerar aquellas variables personales que influyen en el grado de satisfacción.

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En el trabajo realizado por Weidemann y Anderson (1985) se pone de manifiesto cómo un factor relevante es el hecho de que el residente sea propiamente el constructor de su vivienda. Se vio que en estas situaciones los propietarios evaluaban altamente sus casas. Como ya se comentó anteriormente, la explicación de esta cuestión parece apuntar hacia el proceso cognitivo de la teoría de la disonancia.

Cuatro características personales relacionadas con la satisfac­ción menciona Hourihan (1984): el tiempo de residencia (en gene­ral, relacionado positivamente con la satisfacción), el ciclo vital (personas casadas, con niños en edad escolar, están más satisfechas con sus barrios que otros grupos), el apego social (es una fuente de satisfacción, sobre todo en la clase trabajadora) y, finalmente, la clase social.

Es conveniente analizar esta última variable, pues la clase social ha sido sin duda uno de los predictores de la satisfacción residen­cial que más problemática ha suscitado por lo contradictorio de sus resultados. Un trabajo llevado a cabo por Davis y Fine-Davis (1981) reveló que la gente con ingresos más elevados estaba más satisfecha con su casa y su barrio. Sin embargo, en un estudio realizado por Marans y Rodgers (1975) la evidencia era contraria, pues estos autores llegaron a la conclusión de que la clase social era inversamente proporcional a la satisfacción con el barrio. Una visión más amplia de este estado de cosas supondría considerar aquellas experiencias llevadas a cabo en zonas suburbiales y en slums, así como en zonas periféricas de las grandes áreas metropo­litanas, en las que los residentes podrían clasificarse en función del status socioeconómico en alto, bajo y medio, respectivamente.

La consideración de estos trabajos lleva a la conclusión, como afirman Haney y Knowles (1978), que a pesar de que el centro de la ciudad posee connotaciones más negativas, lo cierto es que los resultados de este estudio revelan que el número de características positivas mencionadas por cada grupo —centro de la ciudad, peri­feria y suburbios— eran aproximadamente igual, aunque las carac­terísticas particulares variaban con el lugar.

Un ejemplo citado a menudo en la literatura sobre la satisfac­ción residencial en barrios bajos del contexto urbano es el realiza­do por Fried y Gleicher (1961) sobre el West-End de Boston. A

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pesar de que estos autores afirman que quizá los hallazgos de un estudio efectuado sobre un área tal vez no sean completamente aplicables a otro, lo cierto es que los resultados revelaron que los residentes de esta zona estaban satisfechos —75 % de la muestra estudiada— incluso a pesar de ser un área bastante deprimida. Las razones que exponen los autores a tal paradoja se basan en dos componentes fundamentales: por una parte, el fuerte arraigo del área y la actitud de localismo (extensión del hogar del área local inmediata a la vivienda), y, por otra, el hecho de que el área residencial proporciona un marco donde se entablan gran cantidad de relaciones sociales. Ambos componentes son factores importan­tes de satisfacción. De esta forma, parece ser que la posible insatis­facción derivada de las pésimas condiciones físicas ae las barriadas puede ser compensada por una más alta satisfacción por parte de los dos anteriores componentes. *

Estos datos están avalados por lo ocurrido en la barriada de Pruitt-Ieoe, en la ciudad de Sant Louis. Los estudios realizados al efecto líegan a la conclusión de que el diseño arquitectónico de dicha urbanización impedía el desarrollo de relaciones sociales in­formales; y aunque las condiciones físicas de las viviendas supo­nían una mejora para los residentes que fueron trasladados a Pruitt-Igoe, lo cierto fue que dicha urbanización fue sometida a todo tipo de actividades vandálicas, hasta que por fin fue demo­lida.

Lfn trabajo que podría ser considerado como colofón de este apartado y que en general aclara en gran medida la contradicción de los resultados obtenidos referentes a la clase social, como pre- dictor de la satisfacción residencial, es el de Fried (1982), el cual, estudiando el efecto de la clase social, llega a la conclusión de que «cuando las diferencias objetivas en la calidad residencial son con­troladas, los efectos de la posición de la clase social sobre la satis­facción residencial virtualmente desaparecen. A la inversa, en to­dos los niveles de la clase social, el efecto de la calidad residencial sobre la satisfacción es constante, fuerte y estadísticamente signifi­cativo» (Fried, 1982, p. 112). El autor apunta en este trab^o que la calidad objetiva ejerce una mayor influencia sobre la satisfacción que la ejercida por las diferencias sociales manifestadas en la clase social.

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Otras variables personales tratadas por Fried en este mismo trabajo son las relativas a la raza y etnia, sobre las que afirma que dichas características son asociadas con variaciones en la calidad residencial y satisfacción. Sin embargo, la literatura no recoge cuánta variación es debida al status de la minoría y cuánt:'» a las diferencias relacionadas con la posición socioeconómica.

CONSECUENCIAS PARA LA PLANIFICACION Y ARQUITECTURA

Resulta evidente, por todo lo comentado a lo largo de estas páginas, que la -satisfac€Íón residencial como índice de calidad de vida y bienestar, es de considerable importancia tenerlo en cuenta a la hora de ejercer la toma de decisiones en torno a la planifica­ción. Puesto que el erado de satisfacción residencial es una carac­terística inherente ai usuario, en palabras de Buttimer (1972, p. 311), ¿quién mejor que el propio usuario puede extraer e infundir significado a un medio ambiente? Parece, pues, que la toma de decisiones en los proyectos de planificación no incumbe únicamen­te a los planificadores y políticos, sino que es evidente la necesidad de la participación ciudadana para dar un cierto toque de coheren­cia a dichos programas.

Sin embargo, cuando se acude a la participación pública a la hora de obtener soluciones para la planificación, o bien se hace excesivo énfasis en la satisfacción (generalmente, estudios de ca­rácter académico que intentan predecir la satisfacción residencial), presuponiendo que la insatisfacción proviene de la ausencia de satisfacción, o bien, por el contrario, se centran en la insatisfac­ción, con lo cual, y como afirma Stringer (1978, p. 491), «se igno­ran las satisfacciones que los habitantes del barrio viejo obtenían de su medio ambiente social, que a su vez dependía del medio ambiente físico existente». Por tanto, el problema al que se enfren­tan los proyectistas sería el de equilibrar ambos tipos de resultados en las encuestas de planificación. Debe fomentarse la participación plena de la comunidad afectada, considerar la participación, en palabras de Stringer (1978, p. 408), como una «cuestión existencial de una conciencia cívica y urbana. Las ciudades se convertirían en

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lugares en los que resulte satisfactorio vivir cuando la gente, en general, llegue a cobrar más conciencia del proceso total de la vida urbana».

Por supuesto, y dada la abundancia de predictores de satisfac­ción residencial que han sido citados, cabría preguntarse si real­mente la participación puede llegar a ser una realidad o quedará en una mera utopía. Se sabe la dificultad que existe para operativi- zar, o, mejor dicho, para conseguir homogeneidad un sinfín de respuestas a preguntas tales como: ¿Está usted satisfecho con...? Las diferencias individuales son patentes, pero es tarea del psicólo­go ambiental facilitar la información que suministra el usuario al planificador, de tal forma que éste la pueda implementar en su proyecto. Asimismo, debe tenerse en cuenta que supone un acicate — como afirma la teoría de la Disonancia Cognitiva— para fomen­tar la satisfacción del usuario.

Otra cuestión relevante a considerar por los planificadores es la toma de conciencia de la diferente significación que se atribuye al medio ambiente en función de la clase social. El trabajo de Freid y Gleicher (1961) ya puso de manifiesto cómo la clase traba­jadora extiende su consideración del hogar a espacios que la clase media denomina públicos o semipúblicos; y, por tanto, los planifi­cadores, al no pertenecer a ese status socioeconómico, pueden no observar tal norma social.

Todo este estado de cosas plantea una problemática fundamen­tal de cara a la planificación, que consiste en preguntarse si es preferible sanear un arrabal a pesar de desintegrar la comunidad que en él se ha establecido. En este sentido, y basándose en los trabajos vistos anteriormente sobre satisfacción en zonas deprimi­das, no se puede decir que la insatisfacción con un hábitat deter­minado provenga de las pésimas condiciones físicas en las que se encuentra, pues los estudios al respecto encuentran que la clase obrera es capaz dé adaptarse perfectamente a estos barrios, gracias a una compensación abundante en relaciones , sociales de tipo in­formal. Por ello hay que distinguir entre las actitudes hacia la vi­vienda y hacia el contexto en donde ésta se encuentra, como favo­recedor o no de la creación de relaciones sociales (recuérdese tam­bién la problemática de Pruitt-Igoe). Es cierto que las operaciones de saneamiento mejoran indudablemente las condiciones físicas de

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las viviendas, pero esta mejora a través de la completa demolición de una estructura y su consiguiente reedificación, tal vez incluso en un ambiente físico distinto, se consigue a costa de desorganizar las relaciones vecinales.

En España esta reflexión ha quedado plasmada en una encues­ta llevada a cabo por la asociación de vecinos de San Blas-Siman- cas, en Madrid, en la que a la pregunta alternativa sobre arreglo de la vivienda o nueva vivienda —las edificaciones se encontraban en estado ruinoso — , el 99 % de los encuestados se decantaban por la segunda solución, y de ellos el total —100 % — deseaban que la vivienda se levantara en el propio barrio.

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Niños de Musgueíra: Un estudio sobre la ecología social de un

barrio de chabolas* *L. Soczka, A. Pereira,

P. Machado, £. BoavidaLaboratorio Nacional de Engenharia Civil

Lisboa (Portugal)**

Este trabajo se refiere al estudio del barrio de chabolas de Musgueira, una comunidad de aproximadamente 9.000 personas (2.300 familias), situada cerca del aeropuerto internacional de Lis­boa. Según los planes del Ayuntamiento de la ciudad, todas estas familias tienen que ser realojadas en los diez próximos años en el nuevo área urbana del proyecto Alto do Lumiar. Este proyecto a gran escala se desarrollará en el mismo área donde está anora Mus­gueira, y consta de un complejo urbano de más de 20.000 vivien­das, un 15 % de las cuales serán asignadas a los habitantes de las chabolas. El resto se pondrán a la venta en el mercado privado de la vivienda. El proyecto fue aprobado por el Ayuntamiento sin

Este proyecto ha sido financiado por el Ayuntamiento de Lisboa, la Funda­ción Calouste Gulbenkian y el Ministerio de Vivienda y Equipamiento Social de Portugal.

Los autores están muy agradecidos por la ayuda prestada para este estudio por las H.H. Pilar y Alicia de la Misión Doroteias del Sur de Musgueira. También agradecen su colaboración a los residentes y asistentes sociales de la comunidad que colaboraron activamente en este proyecto.

* * Este artículo reproduce la aportación presentada por los autores en la Con­ferencia de European Association of Experimental Social Psychology (Lisboa, sep­tiembre de 1986). Traducción del inglés: C. Muñoz y P. J. Antón.

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ningún estudio previo de la población que iba a ser realojada y no se hizo ningún esfuerzo para que participaran en los cambios que pronto experimentarían.

Cuando nuestra unidad de investigación comenzó este estudio, cuyos resultados iniciales han sido presentados en otra parte (Socz- ka y otros, 1985), el engaño ya estaba en marcha. Entre nuestros propósitos estaba el de persuadir al Ayuntamiento de que un pre­vio conocimiento de las características psicológicas y sociológicas de la población que iba a ser realojada deberían ser consideradas como un paso necesario para ayudar a los habitantes v a los plani­ficadores a enfrentarse con las consecuencias de tal drástico cam­bio en el entorno ambiental.

Nuestro estudio fue delineado para ser desarrollado en tres fases:

1. Caracterización sociodemográfica de los residentes y de sus condiciones ambientales v de vivienda.

2. Estudio psicosocial de la dinámica de las familias residen­tes, sus redes sociales y parámetros del desarrollo emocional cogni- tivo y ocial de los niños de hasta diez años.

3. Seguimiento del proceso de adaptación de los habitantes a sus nuevas condiciones de vivienda y al nuevo entorno ambiental, una vez que se hubieran trasladado a la urbanización Alta do Lu- miar.

El primero de estos pasos fue llevado a cabo durante 1985 (Soczka y otros, 1985; Machado y otros, 1986; Soczka, 1986), y la segunda parte del programa de investigación se comenzó en 1986. El presente trabajo pretende describir las principales característi­cas sociales y ambientales de la población de chabolas de Musguei- ra, y presentar algunos de los resultados alcanzados en nuestro estudio sociodemográfico de la comunidad.

EL NACIMIENTO DE UNA POBLACION DE CHABOLAS

La comunidad conocida hoy como la población de chabolas de Musgueira está localizada en el área norte de la ciudad de Lis­boa, cerca del lado oeste del aeropuerto internacional. Actualmen­

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te, consta de dos vecindarios independientes, separados uno de otro por lina amplia zona baldía de 350 yardas: el norte y sur de Musgueira.

El norte de Musgueira comenzó a surgir entre 1963 y 1965, cuando varios cientos de familias se trasladaron a lo que entonces era una tierra desértica, lejos del centro de Lisboa, como resultado de los desastres naturales (incendios, inundaciones, corrimiento de tierras) que destruyeron sus alojamientos en otros suburbios.

Entre 1971 y 1972, el Ayuntamiento de Lisboa preparó para algunas de las familias 123 viviendas, distribuidas en 21 edificios de tres a cinco casas, contiguas a las chabolas. Desde 1973 a 1983, se construyó otro conjunto de 181 viviendas, así como 72 casas unifamiliares prefabricadas, todas ellas situadas en el norte de Musgueira.

En 1967, miembros de la escuela católica situada en los alrede­dores de la población de chabolas comenzaron un trabajo social en la comunidad que estaba surgiendo, creando un centro social, suministrando atención infantil y preescolar, asistencia sanitaria, ocupaciones de tiempo libre y de otras formas de asistencia social a los habitantes del norpe-de Musgueira. Las autoridades estatales y municipales aportaron una escuela primaria, centros de atención diaria y de enfermería y un centro de asistencia sanitaria y médica. Los habitantes crearon dos clubs deportivos mutuamente rivales, una cooperativa de productos alimenticios y una asociación cul­tural.

La comunidad del sur de Musgueira surgida al final de los años 60 (alrededor de 1968) constituyó un vecindario indepen­diente con su propia dinámica social, manteniendo pocos contac­tos con la comunidad del norte a pesar de su proximidad espacial. El vecindario del sur tiene su propia escuela primaria y preescolar, sus propios jardines de infancia y sus propias asociaciones cultura­les y deportivas, centros de salud, iglesia, mercado y balnearios públicos. Los habitantes del sur no se benefician del trabajo social y de la asistencia del centro social del norte de Musgueira; en lugar de ello, trataron de crear otras formas de cooperación y una organización formal del vecindario muy específica, dividiendo la comunidad en ocho áreas de viviendas, cada una de las cuales elegía un representante al Ayuntamiento.

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CARACTERISTICAS SOCIODEMOGRAHCAS Y DE VIVIENDA DEL NORTE Y SUR DE MUSGUEIRA

Según nuestros datos, el norte de Musgueira tenía en 1981 una población total de 5.219 habitantes y el sur de Musgueira 3.480. Ambas muestran un fuerte componente de adolescentes y niños: el 33,4 % de los habitantes del norte y el 31,5 % de los del sur tienen 14 años o menos; el 45,3 % de los habitantes del norte y el 43,5 % del sur tienen 30 años o menos. La mayoría de la pobla­ción de más de 15 baños está casada: el 91,2 % en el norte y el 95,7 % en el sur. Como promedio, el matrimonio se produce a los 24 años, pero las mujeres se casan antes que los hombres. El 18,4 % de las chicas entre 15 y 19 años tienen un hijo o más; el 62,1 % de las mujeres jóvenes entre 20 y 24 años y el 88,6 % de las mujeres entre 25 y 29 años tienen por lo menos un niño. Entre los 30 y 34 años, el 49,2 % de las mujeres tienen tres o más niños.

En el norte de Musgueira, el tipo más común de vivienda (66,5 %) es la chabola de madera y cinco de aproximadamente 28 metros cuadrados, existiendo en total 880 viviendas; 304 pisos en edificios de tres a cinco viviendas (23 %), 72 casas unifamiliares prefabricadas de madera (5,4 %) y casas diseminadas de una plan­ta fabricadas con ladrillo (5,1 %). Comparativamente, el sur de Musgueira presenta un mejor perfil de alojamiento: el 78,6 % de las viviendas son casas de ladrillo de una o dos plantas, y solamen­te el 21,4 % podrían ser consideradas como chabolas.

La densidad es extremadamente alta en ambos barrios: 264,9 personas por hectárea en el norte y 504,4 en el sur de Musgueira. Estos valores son mucho más altos que los correspondientes a Lis­boa (92,4/ha.) o en la mayoría de las ciudades europeas (150/ha. de promedio) o incluso ciudades sobrepobladas del tercer mundo, tales como Hong-Kong (347/ha.) o Calcuta (303/ha.) (Chandler & Fox, 1974; Newman & Hogan, 1981).

Obtuvimos un promedio de 3,8 personas viviendo en cada cha­bola o casa de madera, tahto en el norte como en el sur de Mus­gueira; en los pisos del norte de Musgueira el promedio de perso­nas por vivienda es de 4,2. Como señalábamos antes, la superficie de las casas de madera y chabolas es de aproximadamente 28 me­tros cuadrados. Esto conduciría a la conclusión errónea de que el

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área disponible por habitante es de aproximadamente 7 metros cuadrados. En realidad, un tercio de las viviendas en Musgueira (norte y sur) están ocupadas por 5 o más personas, y aproximada­mente un 11 % por 7 y más. Además, el área promedio de 28 metros cuadrados representa el área total de las viviendas, inclu­yendo cocina, servicios, lugares para comer y dormir y separacio­nes improvisadas por los habitantes para dividir la casa en áreas con diferentes funciones. Es decir, que el área realmente disponi­ble por persona es inferior a 7 metros cuadrados. Encontramos diversos casos de familias en las que 4 niños o más compartían la misma cama o colchón en una pequeña habitación separada de las restantes áreas de la casa por una cortina.

La tabla 1 muéstralas condiciones de equipamiento de las ca­sas en el norte y sur de Musgueira. Puede observarse que el 65 % de las viviendas del norte de Musgueira no tienen agua (el 10,2 % en el sur de Musgueira); el 20,8% no tienen electricidad (el 13,9 % en el sur de Musgueira), y el 19,4 % de las viviendas del norte y el 7,1 % de las del sur no tienen ni electricidad ni agua.

Fue sorprendente hallar que incluso en los pisos (en los edifi­cios del norte de Musgueira) el 2 % de las viviendas no tenía cuar­to de baño, aunque el proyecto original diseñado por el Ayunta­miento incluía un cuarto de baño, cumpliendo con las normas establecidas por las leyes de construcción portuguesas. Al tratar de confirmar esta aparente inconsistencia haflamos que en la mayo­ría de los casos los habitantes había transformado el cuarto de baño en una habitación, debido al incremento del tamaño familiar, bien por el nacimiento de un nuevo niño o por la llegada de pa­rientes, un suceso muy común entre 1975-1977, cuando aproxima­damente un millón de personas volvieron a Portugal después de la independencia de las colonias de Africa.

Las fuentes públicas están situadas al principio de cada calle, y cada mañana se repite lo que hemos denominado como «el ciclo del agua»; las mujeres van a las fuentes a buscar agua, y esta acti­vidad diaria es un fenómeno social de principal importancia en el equilibrio socioecológico de la población de las chabolas, princi­palmente en el barrio del norte. Mientras esperan la cola, inter­cambian información sobre lo que ocurre en la comunidad, los chismorreos y las noticias circulan entre ellos e incluso se acuerdan

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ONO

Q.o'CD

T a b l a 1

EQUIPAMIENTO SEGUN EL TIPO DE VIVIENDA EN EL NORTE Y SUR DE MUSGUEIRA (%)

Electricidad, agua, baño y servicioElectricidad, agua y servicio .........Agua, servicio y bañ o .....................Agua y servicio ...............................Electricidad y agua .........................Electricidad y servicio ................Sólo electricidad........................... .Sólo servicio................................ .Sólo agua................................ .......Ningún equipamiento.....................

N O R T E S U R

Casa de ladrillo Pisos

Casasprefabricadas Chabolas

Casa de ladrillo Chabolas

51,9 98 94,4 7,3 56,3 36,426,0 2 1,4 8,9 27,1 32,1

1,2 — 1,4 0,5 1,3 2,13,8 — 1,4 3,0 4,0 10,20,7 — — 0,2 0,7 1,1

10,6 — — 52,0 4,9 5,30,3 — — 1,8 0,1 —

5i,2 — 1,4 24,5 5,2 12,80,3 — — 0,1 0,3 —

0,1 — — 1,7 0,1 —

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eventuales matrimonios entre los niños. Se construyen las redes sociales, se refuerzan y confirman a través de este ciclo del agua.

Otra actividad social importante, tanto en el norte como en el sur de Musgueira, se refiere al uso de los balnearios públicos; el papel de estos encuentros en los balnearios se comprende mejor cuando uno se da cuenta de que aunque puedan ducharse en casa (tal es el caso para el 29,1 % de las casas en el norte y el 53,6 % en el sur de Musgueira), la gente sigue utilizando los balnearios públicos. Mientras esto ocurre se producen diferentes intercam­bios sociales, y creemos que este uso de los baños públicos por la tarde podría ser un equivalente del uso social de las fuentes por la mañana. Sin embargo, los principales lugares de encuentro para los hombres son las tabernas (pubs), principalmente al anochecer. Las «tabernas» son casi exclusivamente lugares de encuentro mas­culinos en los que la única presencia permitida de la mujer son las esposas, hijas u otros parientes cercanos o clientes ocasionales du­rante el día. Los clubs deportivos locales juegan igualmente un papel importante, y la rivalidad existente entre los dos clubs del norte de Musgueira es una fuerza dinamizante en la vida diaria de la comunidad. Como su único privilegio, los habitantes del sur de Musgueira viven cerca de un gran parque verde, que es utilizado por las familias durante los fines de semana para picnics y activida­des recreativas; el parque es utilizado casi exclusivamente por los habitantes de Musgueira, y ellos tratan de compartir el espacio con sabiduría: ciertas áreas son tabú para la gente mayor, estando reservadas para los jóvenes enamorados, por ejemplo.

La mayoría de las casas están ocupadas por una sola familia (el 89,9 % de las 2.303 familias que viven en Musgueira). La falta de espacio generalmente evita el uso de la misma vivienda por más de una familia. El parentesco parece jugar un papel importante en esta población: según nuestros datos, en el sur de Musgueira todos los nuevos habitantes que se establecieron allí durante los últimos 10 años tuvieron en el barrio a sus parientes, excepto un solo caso.

La mayoría de los habitantes de Musgueira de más de 15 años trabajan, pero el desempleo es muy elevado en esta comunidad: el 16,3 % de las familias tienen por lo menos un miembro desem­pleado. El desempleo es experimentado fundamentalmente por la gente joven de menos de 25 años que busca su primer empleo.

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Las diferencias de alojamiento parecen también estar asociadas con la dificultad de encontrar trabajo, puesto que los habitantes de las chabolas tienen menos éxito para conseguir su primer em­pleo que los habitantes de los pisos (X = 14,6; p < .001; cf. Soczka y otros, 1985; Machado y otros, 1986).

Solamente el 38,7 % de las mujeres tiene trabajo, principal­mente como asistentas, vendedoras ambulantes, empleadas en las industrias, etcétera. La mayoría de las mujeres adultas son amas de casa tanto en el norte como en el sur.

En los pisos hallamos una proporción significativamente mayor de estudiantes de ambos sexos que en las chabolas del norte de Musgueira (X = 15,6; p < .001).

El analfabetismo es extremadamente alto en Musgueira, com­parado con la ciudad de Lisboa: el 26,1 % de los habitantes de las chabolas son analfabetos, especialmente en los grupos más jóvenes, como puede verse en la tabla 2.

En la población por encima de los 20 años, el analfabetismo predomina entre las mujeres (X = 146; p < .001). Entre los más jóvenes (de 10 a 19 años) ocurre lo contrario: los hombres presen­tan una mayor tasa de analfabetismo que las mujeres (X = 11,1, p < .001). En el total, sin embargo, el analfabetismo es todavía mayor entre las mujeres. Por otra parte, la situación parece ser más seria en el norte de Musgueira que en el sur, por lo que se refiere a la gente joven: un 10,3 % de analfabetos en el norte frente a un 5,7 % en el sur, entre los 10 y 19 años (X = 13,5; p < .001).

Las tablas 3a y 3c presentan cruces de la edad frente a los niveles educativos para ambos sexos, así como para los hombres y mujeres por separado. Los niveles escolares portugueses están divi­didos en dos grupos: primario (4 años, comienza a los 6 ó 7 años) y preparatorio (2 años), que constituye el programa educativo obli­gatorio, y los niveles secundario ( 3 + 2 años) y superior (escuelas superiores, universidades). Puede observarse en los datos presenta­dos en las tablas 3a y 3c que los niveles educativos alcanzados, incluso por la gente joven de Musgueira, son muy bajos. El acceso a los niveles postobligatorios es escaso y menos de un 1 % de la gente joven accede a la universidad o a otras escuelas de nivel superior.

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Tabla 2

ANALFABETISMO EN MUSGUEIRA Y EN LA CIUDAD DE LISBOA (%;

HOMBRES MUJERES TOTALMUSGUEIRA

LISBOAMUSGUEIRA MUSGUEIRA

LISBOAEDAD Norte Sur Norte Sur LISBOA Norte Sur10-19 12,3 7,8 1,8 8,2 3,3 1,5 10,3 5,7 1,620-59 21,5 19,7 3,7 33,0 32,9 9,3 27,0 26,2 6,7

60 54,0 58,6 10,3 82,0 77,1 28,8 71,5 69,6 22,0

Tabla 3a

NIVELES EDUCATIVOS POR GRUPOS DE EDAD (%)

Analfabetos Nivel primario Nivel preparatorio Nivel secundario NivelesEDAD I II a b c a b c a b c

enseñanzasuperior

10-14 7,5 0,2 39,9 11,9 2,9 29,6 0,5 2,0 3,1 0,1 0,2 _15-19 9,2 0,5 2,8 35,2 13,0 4,3 11,1 7,6 9,9 1,7 3,9 0,720-59 26,7 2,0 0,2 42,8 19,8 0,1 2,7 1,4 0,7 1,0 1,8 0,7^ 60 70,6 5,0 — 9,7 13,4 — 0,1 0,1 — 0,1 0,9 —

I = Nunca fueron a la escuela, no saben leer ni escribir.II = Nunca fueron a la escuela, v pueden leer y escribir con dificultad, a = Asisten a clases en ese nivel escolar.b = Terminado ese nivel escolar dejaron de ir a la escuela, c = «Abandonos»: Dejaron la escuela sin terminar en ese nivel. ONV»

Q.o'CD

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Tabla 3b

H O M B R E S

Analfabetos Nivel primario Nivel preparatorio Nivel secundario Niveles

EDAD I II a b c a b c a b censeñanzasuperior

10-14 8,3 _ 38,1 10,1 3,3 30,3 0,6 1,9 6,4 0,2 0,4 _13-19 12,1 0,4 2,8 32,4 14,1 4,7 11,0 8,4 8,4 1,7 3,3 0,320-39 20,8 2,3 0,3 49,6 17,1 o!i 3,2 1,3 0,8 1,2 2,3 0,7^ 6 0 36,3 7,8 — 16,9 16,9 — 0,3 — — — 1,7 —

Q.o'CD

Tabla 3 c

M U J E R E S

Analfabetos Nivel primario Nivel preparatorio Nivel secundario Niveles

EDAD I II a b c a b c a b censeñanzasuperior

10-14 6,4 '0,4 41,9 13,8 2,6 28,6 0,4 2,0 3,8 _ _ _13-19 6,1 0,6 2,9 38,4 11,8 3,9 11,2 6,7 11,6 1,6 4,3 0,820-39 33,0 1,7 0,2 33,3 22,6 0,1 2,2 1,3 0,6 0,9 1,3 0,7^ 6 0 79,0 3,3 — 3,0 11,1 — — 0,2 — 0,2 0,4

I = Nunca fueron a la escuela, no saben leer ni escribir.II = Nunca fueron a la escuela, v pueden leer y escribir con dificultad, a = Asisten a clases en ese nivel escolar.b = Terminado ese nivel escolar dejaron de ir a la escuela, c = «Abandonos»: Dejaron la escuela sin terminar en ese nivel.

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Por lo que se refiere al analfabetismo, estamos en presencia de dos tendencias opuestas: existen tasas superiores entre los hom­bres de 15 a 19 años (X = 10,22; p < .001) y entre las mujeres mayores de 20 años (X = 076,55; p < .001) para las edades ae 20 a 59 años; y X = 46,74; p < .001 para la gente mayor de 60 años). Entre los 10 y 14 años no existen diferencias significativas entre ambos sexos. Este hecho sugiere un cambio social significativo respecto al acceso de las mujeres a la escuela, lo cual refleja el impacto de los cambios producidos por la revolución de 1974 en la sociedad portuguesa.

Se obtuvo la misma ausencia de diferencias significativas entre sexos, entre los 10 y 14 años, con respecto a la asistencia a cual­quiera de los niveles escolares, las tasas de abandono, y el éxito y fracaso escolar, tanto en el norte como en el sur de Musgueira.

Existen sin embargo diferencias muy llamativas si considera­mos los niveles educativos según los tipos de vivienda: en los pisos del norte de Musgueira, un 23,4 % de la población es analfabeta, mientras que en las chabolas y en las casas prefabricadas el analfa­betismo es de 33,8 % (X = 32,9; p < .001). Lo mismo ocurre para los habitantes que completaron el nivel primario, en los pisos H3,9 %) y en las chabolas (35,4 %) (X = 20,1; p < .001). En el sur de Musgueira no se hallaron diferencias significativas.

Cuando consideramos la población entre 7 y 15 años, estas diferencias son más marcadas. En el norte de Musgueira el 15,6 % de los niños entre 7 y 15 años que viven en chabolas son analfabe­tos, frente a un 6,8 % de los que viven en pisos (X = 14,2; p < .001). Los niños menores de 10 años que viven en pisos van más a menudo a la escuela primaria que los que viven en chabolas en el norte de Musgueira (X = 4,6; p - .05); los niños mayores de 10 años que viven en chabolas obtienen peores resultados escolares

aue los que viven en pisos, puesto que la mayoría de ellos o bien egan únicamente al nivel primario, o dejan la escuela, como pue­de verse en la tabla 4. Si estas diferencias se deben directamente

al impacto de las condiciones ecológicas tales como la falta de facilidades en las casas, como es el caso de las chabolas del norte de Musgueira; o al cambio en la conducta, aspiraciones y actitudes de los padres que se trasladaron de las chabolas a los pisos —o a ambas razones—, es algo que estamos tratando de aclarar con

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nuestro estudio de campo. Según nuestra experiencia, nos atreve­ríamos a señalar que las familias que se trasladaron de las chabolas a los pisos cambiaron sus aspiraciones y actitudes, y tienden a desarrollar conductas sociales discriminativas que les permitan un cierto tipo de identidad social de «habitantes no permanentes» de la población de las chabolas. La gente que vive en los pisos a unas 50 ó 100 yardas de las chabolas donde vivieron al principio nos comentaron muy a menudo durante las entrevistas que no hace mucho tiempo que viven en Musgueira, dándonos su dirección completa con el nombre y el número de la calle, y mostrándose orgullosos de ello. Ello podría indicar que en los pisos del norte de Musgueira sus habitantes poseen mayores aspiraciones sociales que los de las chabolas, y que esto también ocurre con respecto a la educación de los niños. Por tanto, podría esperarse que el cam­bio en las condiciones de vivienda juegue un papel muy importan­te. En las chabolas sin electricidad, sin espacio, agua o privacidad, con mucho calor en verano y mucho frío en invierno, mal resguar­dados de la lluvia durante el otoño y la primavera, es bastante difícil que los niños hagan sus tareas escolares, incluso aunque estén motivados para ello, lo cual es bastante dudoso en la mayoría de los casos.

La situación es bastante diferente en el sur de Musgueira, don­de las condiciones de vida son mejores: los resultados escolares de los niños de 7 a 15 años que viven en las casas de ladrillo del barrio sur es similar a la de aquellos que viven en pisos en el barrio norte, como puede verse en las figuras 1 a 3, y mejor que la de los niños que viven en las chabolas.

Sin embargo, en conjunto los logros educativos de los niños de Musgueira son muy bajos comparados con los resultados prome­dio obtenidos por los niños que viven en la ciudad de Lisboa. Hay que señalar, sin embargo, que el fracaso escolar y las tasas de abandono son muy elevadas en Portugal, y los niños de las familias con bajos ingresos y pobre nivel educativo llevan* la peor parte. Datos obtenidos en un amplio trabajo nacional sobre una muestra de familias pobres, llevado a cabo por Costa y otros (1985), revela­ron que el 68 % de los niños de las familias pobres habían suspen­dido los exámenes escolares al menos una vez. Las actitudes de los padres hacia el colegio son muy importantes en esta cuestión: el

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Tabla 4

ASISTENCIA ESCOLAR Y ABANDONOS DE LOS NIÑOS DE 7 A 15 AÑOS QUE VIVEN EN CHABOLASY EN PISOS (NORTE DE MUSGUEIRA) (%)

PRIMARIO PREPARATORIO SECUNDARIO

Q.o'CD

7 años 8 años 9 años 10 años 11 años 12 años 13 años 14 años

Analfabetos: Chabolas ... Pisos ........

Primario

Asistentes: Chabolas Pisos ........

Completo: Chabolas ... Pisos ........

Preparatorio

Asistentes: Chabolas Pisos ........

Completo: Chabolas ... Pisos ........

Secundario

Asistentes: Chabolas .. Pisos ........

Completo: Chabolas .. Pisos .......

15 años

30,3 20,5 12,4 15,3 12,0 7,7 11,8 12,9 15,214,3 10,8 8,1 2,8 10,0 3,8 9,4 — 6,1

69,7 79,5 85,6 76,5 54,7 50,8 33,8 12,9 4,885,7 89,2 89,2 75,0 33,0 42,3 21,9 7,5 3,0

_ _ 1,0 _ 1,3 1,5 4,4 11,8 15,2; 2,7 3,1 2,5 15,2

1,0 8,2 28,0 30,8 32,4 11,8 9,5— — — 22,2 56,7 53,8 40,6 25,0 18,2

_ _ _ _ 4,0 9,2 10,3 37,6 41,05,9 10,6 5,7

5,9 10,6 5,7— — — — — — 12,5 32,5 21,2

_ — — _ — _ 1,5 2,4 8,69,1

ON

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22 % de los adultos encuestados declaró estar en contra de la asistencia a la escuela obligatoria para los niños no mayores de 16 años, y el 15 % declaró que no tenía ninguna opinión sobre el tema. Aproximadamente un tercio de los adultos de las familias pobres comenzaron a trabajar antes de los 10 años, el 37 % entre los 10 y 12 años, y solamente un 8,5 % lo hicieron después de los 15 años. Este panorama encaja muy bien con lo que hemos encon­trado en Musgueira. Los niños comienzan a trabajar muy pronto, y se ve la asistencia al colegio como un obstáculo para lo que realmente importa: la entrada en el mundo del trabajo y el apoyo económico al presupuesto familiar. Los pocos jóvenes que consi­guieron acceder a niveles educativos superiores no pueden evitar sentir que están pasando de un «ghetto» a una ciudad que perma­nece insensible a los problemas humanos de su barrio. Varios de los pocos jóvenes de Musgueira que superaron el escollo del nivel secundario afirmaron estar muy avergonzados de decir a sus com­pañeros de colegio que vivían en Musgueira, y temían el estigma de sus orígenes urbanos.

Como Van Steenwijk señaló, «la tragedia de la pobreza ha sido siempre que su historia no se ha contado nunca» (en Costa y otros,

Fig. Chabolas Norte de Musgueira,

Fracasados.Nivel secundario. Nivel preparatorio. Nivel primario. Analfabetos.

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Fig. 2.—Pisos Norte de Musgueira.

Fracasados.

Nivel secundario.

Nivel preparatorio. Nivel primario. Analfa oetos.

7 8 9 10 11 12 13 14 19

Fig. 1). — Casas de ladrillo Norte de Musgueira.

Fracasados.

Nivel secundario.

Nivel preparatorio. Nivel primario. Analfabetos.

7 8 9 10 11 12 13 14 15

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1985). Nuestro trabajo en Musgueira nos reveló una comunidad viva fuertemente arraigada a su entorno y complejas redes sociales desarrolladas por más de 20 años de estrecha vecindad y de cama­radería compartida en las miserias y alegrías de la vida. Escucha­mos sus historias. Y nos gustaría poner esta investigación científica a su servicio, amplificando las voces de aquellos que son víctimas de la sordera de sus vecinos.

Los pobres urbanos son en cierto sentido como el material reprimido de nuestras memorias sociales, el lado oscuro y feo de la luna que no deseamos recordar ni mantener en mente. Como Irwign Altman señaló hace unos años, uno de los rasgos distintivos de la naciente Psicología Ambiental, comparada con las ramas aca­démicas de la Psicología, fue, desde sus comienzos, rechazar la torre de marfil en la que generaciones de psicólogos sociales se han encerrado. Las poblaciones de chabolas no huelen como las rosas, esto es un hecho.

La gente de Musgueira se enfrenta ahora con el proyecto de realojamiento diseñado por el Ayuntamiento. Este proyecto consti­tuye para ellos la promesa de un futuro mejor y una grave amenaza para el equilibrio social de la comunidad entera de Musgueira. La teoría, así como los datos empíricos acumulados, demuestra que el impacto de los drásticos camoios ambientales previstos para Mus­gueira pueden ser desastrosos a largo plazo si no se presta suficien­te atención a las características sociales, culturales y psicológicas de la población que va a ser realojada. Debe alcanzarse un mejor conocimiento de la población de Musgueira para prevenir el «fe­nómeno Pruitt-Igoe» (Yancey, 1972; Holahan, 1982).

En este momento nuestro equipo de investigación está llevando a cabo un estudio intensivo de una muestra aleatoria de 100 fami­lias, su dinámica ambiental, estilos de vida, lazos sociales y aspira­ciones. En enero de 1987 comenzaremos el estudio psicosocial de los niños menores de 10 años, en su entorno ambiental natural. Al mismo tiempo, mantenemos ía esperanza de que los responsables del Ayuntamiento que están financiando parcialmente esta investi­gación continúen abiertos a la idea de que el entorno urbano tiene que ser diseñado para la gente y no al revés.

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La dudad, la salud y el comportamiento social

Bernardo HernándezDepartamento de Psicología Social.

Universidad de La Laguna

La deforestación progresiva, el deterioro de la atmósfera en todos sus niveles, los efectos de la radiactividad, la concentración urbana y el uso del suelo que le acompaña, la polución en las grandes ciudades, la eliminación de residuos, constituyen algunos ejemplos de la agresión constante que los seres humanos ejercemos sobre el medio que nos rodea.

Paralelamente las personas conceden cada vez más importancia a los factores ambientales y a la influencia que puedan ejercer sobre nuestra vida cotidiana. Esto ha contribuido notablemente al desarrollo de un amplio cuerpo de conocimientos científicos que resaltan la necesidad de considerar el medio ambiente como un conjunto de variables íntimamente relacionadas con la conducta humana.

Lynch (1960), un arquitecto preocupado por las imágenes que las ciudades generan, después de entrevistar a residentes de Los Angeles, Boston y Jersey, concluye que la valorización de las ciuda­des depende de un adecuado equilibrio entre complejidad y sim-

f)licidad. Las ciudades deben ser lo bastante complejas para evitar a homogeneización y la falta de información visual, y lo bastante

simple como para permitir el desarrollo de una imagen que posibi­lite la planificación y la orientación de nuestra actividad. En este sentido se manifiesta Kaplan (1972), quien considera que existe

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un nivel óptimo de complejidad, por encima y por debajo del cual la imagen urbana perdería información y eficacia.

Entre las variables que contribuyen al desarrollo de esta ima­gen, destacan los factores estructurales. Por ejemplo, Rozelle y Baxber (1972) y Zanaras (1976), subrayan la importancia que éstas tienen sobre la valoración ambiental. En esta línea se realizó un trabajo en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, donde se observó la existencia de tres dimensiones que explican la categorización que el individuo hace de los lugares de la ciudad. La primera de ellas agrupaba características de infraestructura (comunicaciones, escuelas, servicios), íntimamente vinculadas con el prestigio social. La segunda dimensión hacía referencia al tipo de edificios (grandes edificaciones y polígonos frente a pequeñas viviendas) y a las rela­ciones interpersondes que fomentaba entre los habitantes de la zona. La tercera dimensión diferenciaba los lugares en función del nivel de actividad que allí se desarrollaba.

Manipulando la estructura del trazado de las calles y la densi­dad de puntos típicos mediante técnicas de simulación, Díaz y Suárez (1986), observaron que la valoración ambiental varía en función del trazado urbano.

Pero las características físicas del ambiente no influyen exclusi­vamente sobre la percepción y valoración del entorno, sino tam­bién sobre las relaciones que mantenemos con los demás. Entiendo que esta influencia no supone la existencia de un determinismo, sino, por el contrario, supone aceptar que ciertas regularidades del medio ambiente generan ciertas regularidades en la conducta.

En una revisión reciente de la literatura. Sangrador (1986) se­ñala cómo diversas investigaciones han puesto de manifiesto este hecho. Por ejemplo, en los hospitales se ha observado que el dise­ño de los pasillos en forma raciial es más eficaz y satisfactorio que el desarroflados en línea o en L (Osmond, 1978), o que la distribu­ción de los muebles en las salas de espera, de forma que delimiten espacios semiprivados, facilitan la comunicación y las interacciones sociales (Holahan, 1974). En las residencias estudiantiles compues­tas por pequeñas unidades el porcentaje de conductas prosociales es superior al que se da en las residencias de gran altura, así como el grado de satisfacción con las relaciones interpersonales que se establecen.

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La relación entre la conducta y las características del escenario donde se ejecuta ha sido puesta de manifiesto en relación con otros muchos espacios, como centros escolares, oficinas, viviendas familiares, dormitorios, servicios, etc. El lector interesado en las características de estos trabajos y la naturaleza exacta de los resul­tados obtenidos dispone de dos revisiones recientes en Sangrador (1986) y Quiles (1986). En una publicación del colegios de diplo­mados en trabajo social y asistentes sociales se señala que la cons­trucción de los centros y la organización de los equipamientos puede favorecer en los mismos la participación social.

Pero probablemente el campo donde mayor volumen de inves­tigación se ha realizado ha sido en el de la influencia del medio ambiente sobre la salud, y aunque los resultados no han sido tan concluyentes cómo sería deseable, debido a las limitaciones con­ceptuales y metodológicas con que se encuentran los investigado­res (dificultad para disponer de controles, imprecisión y variabili­dad de muchos diagnósticos, problemas de selección de los entre­vistados y/o diagnosticados), sí es posible señalar algunos datos que ponen de manifiesto esta interacción.

El estudio científico de las conexiones entre enfermedad —es­pecialmente, enfermedad mental— y variables del entorno se re­montan a la segunda mitad del siglo XIX. En Inglaterra, Deas en­contró en el año 1875 que el desarrollo de la «locura» difería entre cinco áreas diferentes del país. Por la misma época en Esta­dos Unidos, Wright observó que la mayor tasa de insania corres­pondía al estado de Massachusetts, y que ésta decrecía en propor­ción a la distancia, desde ese Estado en cualquier dirección.

En esta misma línea se encuentran los trabajos que comparan las ciudades con la vida rural, como el realizado en Navarra por Muñoz (1980). Comparando el medio rural y urbano encontró que las mujeres experimentan distintas tasas de neurosis, y que para los grupos de edad de 20, 50 y 60 años, la mayor prevalencia corresponde a la ciudad en los dos primeros y al campo en la tercera. En cuanto a los hombres sólo encontró diferencias en el grupo de 60 años, en el que la incidencia era ligeramente superior en la ciudad.

Si bien los resultados de esta y otras muchas investigaciones no son precisamente unánimes en señalar las supuestas ventajas de

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la vida en el campo, han dejado una impronta considerable en las ideas y creencias de las gentes respecto a la capacidad de deterioro mental que tienen las ciudades. En esta misma dirección se en­cuentran las investigaciones que intentan establecer aleún tipo de relación entre la enfermedad mental y la distribución de las ciuda­des. (Para una revisión de estos temas y sus limitaciones teórico- metodológicas puede consultarse ajiménez Burillo, 1986.)

Los trabajos iniciales sobre el efecto de las ciudades sobre la enfermedad mental se desarrollaron en la ciudad de Chicago, don­de Burgess (1926) elaboró la ley del decrecimiento progresivo, se­gún la cual toda una serie de fenómenos (enfermedades mentales, delincuencia juvenil, prostitución, etc.), decrecen progresivamente desde el núcleo urbano hacia la periferia. A estos primeros trabajos siguieron otros muchos en ciudades americanas y europeas inten- tanto demostrar la validez de este fenómeno. Los resultados obte­nidos son contradictorios, pues junto a los que en alguna medida aportan datos que sostienen esta idea —por ejemplo, Seva y Civei- ra (1982), comparando tres tipos de medios de Zaragoza, conclu­yen que el estado de salud en el medio urbano es más precario que en el rural, pero que en las ciudades está más deteriorado en las zonas industriales— nos encontramos con otros datos que sos­tienen que la distribución de las enfermedades mentales o bien es aleatoria o bien puede ser mejor explicada a partir de otras varia­bles (Hinkle, 1979).

A partir de una revisión exhaustiva de los trabajos realizados, Kasl (1979) concluye que las variables ambientales, especialmente las condiciones de la vivienda y las características de la zona de residencia, están fuertemente relacionadas con la presencia de en­fermedades físicas (infecciones por neumococos, tuberculosis, mortalidad infantil) y mentales (esquizofrenia, neurosis, suicidio). También se ha mostrado repetidamente la existencia de correla­ción entre el deterioro del barrio y la enfermedad mental (Cassel, 1979).

A pesar de estos datos no es posible sostener que la .prevalencia de la enfermedad mental se relacione con variables urbanísticas, por lo menos por tres razones. En primer lugar las ciudades, y las zonas de una misma ciudad, son muy diferentes entre sí, por lo que es sumamente difícil disponer de controles adecuados y esta­

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blecer comparaciones. En segundo lugar, el término enfermedad mental está condicionado socialmente y cubre un amplio espectro de fenómenos, por lo que con frecuencia los investigadores están hablando de cosas diferentes. En tercer lugar, es posible que la distribución se deba a un proceso selectivo por el que deterrnina- das zonas acogen a los miembros de una u otra clase social v entre éstos es más frecuente un determinado tipo de enfermedad.

La insuficiencia de este tipo de trabajos ha generado un cam­bio de dirección, pasando los investigadores a estudiar el efecto de ciertas características específicas del ambiente sobre la conducta. Las variables que mayor volumen de investigación han generado han sido el ruido y el hacinamiento, siguiendo ambas un desarrollo semejante.

Las primeras aproximaciones consideraron que los efectos atri­buidos a estas variables podían ser explicados a partir de sus pro­piedades físicas; el nivel de decibelios en el caso del ruido y la densidad humana en el caso del hacinamiento, generalizando re­sultados obtenidos con animales y en situaciones artificiales. Sin embargo, estas interpretaciones tampoco permitían explicar el fe­nómeno, puesto que los efectos observados (alteraciones del siste­ma nervioso, estrés, desestructuración mental, disminución del rendimiento) no correlacionaban con la misma intensidad en am­bientes naturales, por lo que fue necesario reinterpretar los resulta­dos desde un punto de vista que recogiera la interacción entre las características físicas de la situación y un amplio conjunto de varia­bles sociales y psicológicas.

Por lo que se refiere al ruido se ha podido observar que los efectos perniciosos que produce depende de la predicibilidad del mismo, de si es percibido como necesario o no, si el oyente cree que es necesario para la salud, si se asocia con miedo, si existe descontento con otros aspectos del entorno y de la capacidad del sujeto de controlar su duración e intensidad (López, 1986).

Los efectos del hacinamiento, que en un primer momento se consideró que eran debidos al elevado número de personas en un espacio determinado, se ha podido constatar que no están exclusi­vamente relacionados con este aspecto. Aspectos tales como la in­terferencia en las relaciones interpersonales, la privacía inadecua­da, el bajo control sobre los contactos interpersonales, la percep­

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ción de la situación como alienante, la invasión del espacio perso­nal, están fuertemente relacionados con el tipo de respuesta que damos ante situaciones de alta densidad (Baum y Valins, 1979; Montano y Adamapoulos, 1984). Es decir, se produce hacinamien­to cuando en condiciones de alta densidad disminuye la habilidad de los individuos para regular la naturaleza y frecuencia de sus interacciones con los demás.

Desde esta perspectiva se considera que los efectos psicológi­cos producidos por las características del ambiente dependerían de la cultura y de la historia de las personas que se ven afectadas por las condiciones del medio, por la naturaleza de las actividades que en él se desarrollan y la medida en que los supuestos agentes patógenos son percibidos interfiriendo con los objetivos propues­tos, por la representación social y simbólica de los elementos en consideración, por la relación entre los individuos y los grupos que forman y por sus percepciones y actitudes.

REFERENCIAS

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Díaz, D., y SuáreZ, E.: «Estudio experimental de los efectos de los pará­metros estructurales sobre la representación del medio urbano». Co­municación presentada en I Jornadas de Psicología Ambiental, Madrid, 1986.

Hinkle, L. E.: Some implication of these papers. En L. E. Hinkle y W. C. Loring (Eds.), O. C. Castle House, 1979.

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Holahan, C. J.: «Experimental investigation of environment-behavior re- lationship in psycniatric facilities». Man Environment System. 4, 543­554, 1974.

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Kasl, S. V.: The effects of the residential environment on health and heha- vior: A review. En L. E. Hinkle y W. C. Loring (Eds.) O. C. Castle House, 1979.

L ynch, K.: The image of the city. Massachussetts: Mit Press, 1960 (Trad. Castellana: Buenos Aires, Ed. Infinito, 1976).

OSMOND, H.: «La función como base para el diseño de una sala de psi­quiatría». En H. M. Proshansky. W. H. Ittelson y L. G. Rivlin (Eds.), Psicología Ambiental. México. Trillas, 1978.

Quiles, M. N.: «Las variables físicas y el entorno escolar». Comunicación presentada en I Jornadas de Psicología Ambiental. Madrid, 1986.

Rozelle, R., y Baxter, J. C.: «Meaning and valué in conceptualizing the City». Journal of the American Institute of tolanners. 38, 116-122, 1972.

Sangrador, J. L.: «El medio físico construido y la interacción social». En F. Jiménez Burillo y J. I. Aragonés (Eds.). O. C. Alianza, 1986.

Seva, a ., y colaboradores: El alma de asfalto. La salud mental en la pobla­ción urbana de Zaragoza. Universidad de Zaragoza, 1982.

Zannaras, G.: «The relation between cognitive structure and urban form». En G. T. Moore y R. G. Golledge (Eds.). Environmental Kno- wing: Theories, research and methods. Pensilvania, Dowden, Hutchin- son and Ross, 1976.

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Las barreras ambientales de la ciudad: Obstáculos a la

normalización personal y contextual en el caso del retraso

mentalVíctor J. Rubio

J. M. Hernández María Oliva Márquez

Departamento de Psicología Biológica y de la Salud Universidad Autónoma de Madrid

INTRODUCCION

No se va a descubrir aquí la gran influencia que en multitud de aspectos puede tener el medio ambiente en el que uno se desen­vuelve. Aspectos de naturaleza físico-arquitectónica, organizativa, psicosocial y un largo etcétera vienen a incidir de forma evidente en los comportamientos, las percepciones, las sensaciones, las emo­ciones, los pensamientos, etcétera, de los individuos que se ven sujetos a tales influencias.

Resulta obvio, por tanto, la asociación que puede establecerse entre la calidad de vida de las personas y los ambientes que las circunscriben, ya sea desde una perspectiva objetiva de equipa­mientos, recursos, etcétera, ya sea desde una perspectiva subjetiva de valoración del medio que les rodea, ya desde una interacción entre ambas (Stokols, 1978; Jiménez Burillo, 1981; Corraliza, 1987; Fernández-Ballesteros, 1987, por citar sólo algunos ejem­plos).

Ahora bien, si lo mencionado puede considerarse como un marco general relativo al ser humano y su comportamiento en cuanto inserto e interactuador con el entorno (Carpintero, 1981; Stokols y Shumaker, 1981), también es posible encontrar una serie

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de particularidades con respecto a subconjuntos más o menos es­pecíficos de la población en los que, si todo lo anterior resulta cierto, cobra aún mayor relevancia al asociarse a determinadas ca­racterísticas que les son propias y que juegan un rol determinado dentro de los mismos. Ese puede ser el caso de los niños y ancia­nos con respecto a la seguridad vial, los enfermos mentales y las redes de apoyo comunitario, los minusválidos físicos y las barreras arquitectónicas, por señalar algunos ejemplos.

Cuando restringimos el análisis del medio ambiente y sus rela­ciones con la calidad de vida a la ciudad, no estamos consiguiendo, precisamente, una importante reducción de los elementos que pue­den ser tenidos en cuenta. Al contrario, el medio urbano, por su complejidad, permite el establecimiento de diferentes niveles de análisis que van desde las características estructurales a las que tienen una naturaleza psicosocial (Castells, 1979). La ciudad es un complejo de naturaleza tecnológica, burocrática, política, económi­ca y también social, que establece unos vínculos con actitudes, valores y comportamientos de las personas que las habitan (Jimé­nez Burillo, 1986). Va a ser en esos vínculos, en relación a uno de esos subconjuntos de la población a los que antes hacíamos refe­rencia, el de los retrasados mentales, en lo que se va a centrar este trabajo.

LA CIUDAD Y LOS RETRASADOS MENTALES

El retrasado mental, como cualquier otro sujeto, no escapa a las limitaciones espacio-temporales y a las influencias que vienen determinadas por el contexto o contextos en los cuales está inclui­do. Sin embargo, pueden encontrarse peculiaridades a las que an­tes se hacía mención que tienen que ver con la carencia de habili­dades de las que pueden disfrutar otras personas, con lo que se hace más dependiente del medio en el que se desenvuelve. Su repertorio de habilidades es más limitado para enfrentarse a un medio que, sobre todo si es urbano, puede resultar hostil para él.

Variadas han sido las explicaciones teóricas sobre la influencia del medio ambiente urbano en el comportamiento de los indivi-

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dúos y diferentes, también, las parcelas específicas en las cuales se ha llevado a cabo el estudio de esas innuencias. Aquí se van a entresacar una serie de aspectos que se relacionan de forma muy estrecha con lo que ha sido la definición, la consideración y las orientaciones de fa intervención en el campo del retraso mental.

Siguiendo a Jiménez Burillo (1986) en su revisión sobre lo que ha ido conformando desde las Ciencias Sociales la explicación de las mencionadas influencias del medio ambiente urbano, podemos encontrar cómo, a principios de este siglo, ya había autores, como es el caso de R. Park y E. Burgess, que señalaban la naturaleza humana de la ciudad en cuanto a producto de los hombres, supe­rando la mera consideración de la misma como una aglomeración de individuos, de equipamientos sociales, de instituciones y de es­tructuras administrativas. La ciudad se enraizaba con el proceso vital del individuo, generando, a su vez, unas condiciones específi­cas que determinaban una serie de consecuencias en ese proceso vital. Resulta, sin embargo, que una de las omisiones más significa­tivas que se han cometido con los deficientes ha sido, precisamen­te, la de su consideración como seres humanos (Fierro, 1983). Du­rante muchos siglos a lo largo de la historia de la Humanidad, pero hasta muy recientemente, los individuos retrasados eran connota­dos de peligrosos, de indeseables, de contagiados, en definitiva, de seres destinados a sufrir un proceso de aislamiento, físico y social, sin que, por tanto, pudieran participar de una consideración de que la ciudad también era para ellos.

De forma más concreta, otros autores han venido a señalar, en los diferentes niveles de análisis realizados sobre la influencia del entorno urbano, una serie de características y perspectivas que se vinculan de forma particular con estas poblaciones. Así, Simmel establecía á la ciudad como la máxima sede de la economía mone­taria, vinculándose, de esta manera, al reino de la inteligencia y exigiendo, por tanto, unos comportamientos intelectuales, exactos, calculadores, etcétera; en definitiva, todo aquello de lo que, tradi­cionalmente, se ha entendido que carecían fos retrasados.

Wirth se centraba en la limitación drástica de las interacciones directas de los individuos que viven en la ciudad al enfrentarse con un medio tremendamente masificado que determina unas rela­

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ciones impersonales, segmentadas, superficiales, utilitarias, justa­mente aquellos aspectos que inciden de forma más directa en la clasificación de un sujeto como deficiente (Guskin, 1978; Mercer, 1973) y los que más relevancia cobran en el entrenamiento.

Milgram ponía el énfasis en el volumen informativo de la ciu­dad, que genera un número de inputs muy elevado que se suceden con gran velocidad, de tal modo que se produce un fenómeno de sobrecarga en el sujeto humano al ser incapaz de un procesamiento de todos ellos. La vida urbana se transforma, desde esta perspecti­va, en un continuo proceso adaptativo o de acomodación a la so­brecarga estimular. Otra de las características más frecuentemente señaladas de la población de retrasados mentales es precisamente las disfunciones en el procesamiento de la información (Brown, 1978) que sufren a determinados niveles y los déficits estructurales básicos (Ellis, 1970) que disminuyen la adecuación del mismo.

Pero además de esas explicaciones teóricas y las importantes vinculaciones que con el concepto y la consideración de retraso pueden establecerse, también se han señalado una serie de proble­mas propios del medio urbano que tienen una estrecha conexión con el retraso mental. Ya en el siglo pasado afloraron una serie de estudios que pretendían poner en relación el entorno urbano con las enfermedades mentales (Jiménez-Burillo, 1986). Inicialmente, este tipo de estudios perseguían objetivos meramente descriptivos en cuanto a la distribución de las mismas o de carácter comparati­vo entre el medio rural y el medio ambiente. Posteriormente, los análisis pretenderían superar el nivel descriptivo intentando aso­ciar las prevalencias encontradas a determinadas variables como potenciadoras de la enfermedad. Más recientemente, apoyado en un replanteamiento del concepto de salud que superase al de en­fermedad y con una clara prioridad de la prevención (Costa y López, 1983, 1986), va a surgir una nueva disciplina que no pre­tende exclusivamente una mera asociación entre características del entorno y problemas disfuncionales, sino que viene a incluir, como una variable relevante más, todos esos aspectos que pueden incidir en la salud y calidad de vida de las personas (Costa y López, 1986).

Cuando ponemos en relación al retraso mental con estos aspec­tos relativos a la facilitación, por parte del medio urbano, de la enfermedad, nos encontramos con la atribución que varios autores

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han realizado sobre la deficiencia en términos de un concepto so­cialmente determinado. En efecto, desde postulados eminentemen­te sociológicos o desde perspectivas psicosociales, se defiende que el retraso mental es una clasificación estigmatizadora (Goffman, 1961, 1963) que determina, con su asignación, una serie de expec­tativas sobre el comportamiento de quienes la sufren, que tienden a ser cumplidas por los sujetos pasivos.

Planteamientos como el de Farber (Farber, 1968; Farber y Royce, 1977), quien se centra en el concepto de poblaciones exce- dentarias o superfinas imprescindibles en todo sistema industriali­zado capitalista para optimizar el acoplamiento entre personas y puestos, o como el de Mercer, con su concepto de cultura domi­nante que fija los standards para todas las demás, tienen cabida en el marco del entorno urbano, aquel que presenta una gran diversi­dad, donde se concentran los modos de producción y allí donde la superpoblación es una de las características fundamentales. Para estos autores, la incompetencia de los retrasados sería la respuesta de éstos a las expectativas sobre ellos, generadas en torno a una serie de actitudes, valores y comportamientos que no son los suyos.

Otros autores (Guskin, 1963, 1978; Beez, 1968), desde aproxi­maciones psicosociales, también han venido a incidir en la sociogé- nesis del retraso igualmente a través del concepto de etiquetado o estigmatización. En estos casos, resolviendo en parte las críticas que se pueden vertir a los planteamientos sociológicos anterior­mente expuestos, se aventuran hipótesis sobre el surgimiento de la expectativa negativa que no responde al azar, al que hay que aca­bar remitiéndose para explicar por qué un sujeto es etiquetado como retrasado y por qué otro no, pero, en cualquier caso, con una clara vinculación al entorno urbano como medio caracterizado por la inflación de controles sociales.

Con todo lo comentado, se ponen de manifiesto las claras vin­culaciones que pueden establecerse entre el retraso mental en cuanto a su definición, consideración y características y la ciudad como influenciadora del comportamiento de los seres que los habi­tan. Todo ello nos permite incluir un concepto que, si bien no es novedoso, sí puede considerarse como tal su introducción y estu­dio desde una perspectiva psicosocial (Sarria, Aragonés y Campos,1986), y más aún en el campo del retraso: las barreras ambientales.

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Se entiende por barrera ambiental cualquier obstáculo que res­trinja, obstruya el progreso, acceso o paso de un lugar a otro (Sa- rriá. Aragonés y Campos, 1986). Más específicamente, podemos distinguir entre lo que son las barreras físicas, aquellos obstáculos que se refieren a problemas de las personas relativos al acceso y uso de los edificios y al movimiento por el medio ambiente, y las barreras sociales, como las restricciones a la participación social plena en las situaciones de interacción que son debidas al medio construido (Bednar, 1977).

Como se observa de las definiciones anteriormente expuestas, el problema de las barreras ambientales tiene un referente físico, urbanístico-arquitectónico, en última instancia, y, por tanto, una ubicación concreta: el medio construido. Esto nos enfoca de forma directa al entorno urbano, sin despreciar la posibilidad de su exis­tencia en medios rurales, en la medida en que la característica urbanística del mismo es uno de los elementos que le confieren su naturaleza. Sin embargo, al asociar las barreras ambientales con el retraso mental, una serie de cuestiones deben ser tenidas en cuenta.

Cuando de retraso mental se trata, las barreras físicas tienen una clara dimensión para esta población, ya sea en términos de accesos para aquellos sujetos deficientes — bastantes — que se en­cuentran en una silla de ruedas, ya de forma más general para todos aquellos obstáculos que puede encontrarse un colectivo con frecuentes dificultades motrices y de desplazamiento. Las barreras sociales, aun con ese referente último de carácter físico, no son tan sencillas de detectar, aunque también presenten una clara dimen­sión para el retraso mental. Por contra, otra serie de aspectos que carecen de referente último de carácter físico juegan un papel im­portante dentro de la consideración de retraso mental que guía este trabajo y que no por ello deben dejar de ser entendidas como barreras sociales. Nos referimos a todas aquellas restricciones a la participación social plena que son causa del medio psicosocial en el que se desenvuelve el deficiente. Para una adecuada compren­sión de la incidencia de las barreras ambientales desde las diferen­tes perspectivas enunciadas, pasemos a ver cuál es la concepción de retraso mental a la que hacíamos referencia.

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LA «NUEVA PERSPECTIVA» EN EL RETRASO MENTAL

Se entiende por retraso mental un funcionamiento intelectual notablemente por debajo del promedio que aparece junto con déficits en el comportamiento adaptativo y que se manifiesta durante el pe­ríodo de desarrollo (Grossman, 1983, p. 12). Esta definición es, en la actualidad, mayoritariamente aceptada. Sin embargo, muchas y a muy diferentes niveles han sido las transformaciones habidas en torno al concepto y consideración del retraso mental antes de lle­gar a ella.

Producto de factores ético-humanistas —el derecho a ser hom­bres (Fierro, 1978) — , socio-políticos —la obligación, la necesidad o la generosidad, según ideologías, de las sociedades avanzadas hacia las poblaciones no productivas (Farber, 1968; Farber y Roy- ce, 1977) — , de carácter asistencial —la reconceptualización en tér­minos de salud, entendido como un bien, y la persecución de su mejora (Adams, 1971) — , de carácter económico —el lujo que re­presenta para una sociedad la falta de productividad de parte de su población (Gunzburg, 1973) — , etcétera, el retrasado ha pasa­do, de ser un individuo a marginar de por vida en instituciones creadas al efecto (Camarero, 1983), a ser considerado un sujeto al que hay que dirigirle al desarrollo de comportamientos que son necesarios para una vida plena (Rubio, Márquez, Juan Espinosa y Rodríguez Santos, en prensa).

Una de las manifestaciones más relevantes de esas transforma­ciones mencionadas y parte importante de lo que hemos denomi­nado nueva perspectiva en el retraso mental (Juan Espinosa, Már­quez y Rubio, 1986) es la filosofía integradora y de normalización.

Fruto de las corrientes desinstitucionalizadoras que surgen en la década de los sesenta, apoyadas, a su vez, en replanteamientos en torno al concepto de salud y al papel que juega el ambiente en las distintas patologías, déficits y disfunciones (Fernández-Balleste- ros, 1986), estos principios orientadores se han ido consolidando por legislaciones y normativas específicas. Así, en esa década apa­recen la Community Mental Health Centers Act y la Mental Retar- dation Racilities and Community Mental Health Center Construc- tion Act, que enfatizan la conveniencia de la integración de los sujetos con retraso mental en su comunidad. A partir de aquí,

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principalmente en los años setenta, otros países —Japón, Italia, Australia, Francia, etcétera, incluida España, que ve aprobada la Ley de Integración Social de los Minusválidos en 1982— y orga­nismos supranacionales —ONU, OIT, etcétera— han desarrollado textos legales (Aznar, Azúa y Niño, 1982), dirigidos a proteger jurídicamente esto considerado como derecho de los minusválidos, tanto físicos como psíquicos, y, en general, de todas las personas, independientemente de cualquier característica individual, grupal o racial.

Todos estos aspectos han jugado un papel fundamental, priori­tariamente en las vertientes aplicadas de las disciplinas relaciona­das con el campo del retraso mental, dotando de contenido la labor de los profesionales que dirigen sus actividades hacia estas poblaciones (Juan Espinosa, Márquez y Rubio, 1985). A partir de ese momento, la intervención con estos sujetos se ha dirigido a alcanzar el máximo posible de inserción de estos individuos en la comunidad de pertenencia, esto es, la labor con ellos se encamina a dotarles de aquellos comportamientos que habría que considerar como adaptativos para desarrollar una vida plena, atendiendo a su nivel básico, a la optimización de sus posibilidades, al universo de recursos estimulares del entorno y a la especificidad de aprendiza­jes eficaces que le permitan un funcionamiento normalizado —o, cuanto menos, un grado del mismo— en la sociedad. Se consolida, de esta manera, el concepto de normalización.

La normalización surge como principio orientador de una filo­sofía de tratamiento y servicios que tiene por objeto convertir la vida de las personas retrasadas en una vida muy semejante a la de cualauier otro sujeto (Bank-Mikkelsen, 1969). Con ella se enfati­zan los aspectos de integración del retrasado en su comunidad procurando una asistencia en el seno de sus familias, en hogares protegidos, hospitales de día, una enseñanza en centros de educa­ción regular y un acceso a puestos de trabajo a través de talleres protegidos.

En su origen, el planteamiento de normalización se ha dirigido, en lo que al retraso mental se refiere, a la facilitación de las máxi­mas oportunidades a estos sujetos para vivir en un emplazamiento comunitario de su elección. En consecuencia, la desinstitucionali- zación ha perseguido su reinstalación en ambientes familiares o en

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centros lo más semejantes a ellos (Goffman, 1961). Posteriormen­te, intentando superar el mero planteamiento ideológico que la normalización implicaba, ésta se ha reformulado en términos del uso de medios que sean lo más culturalmente normativos posible para poder establecer, posibilitar o dar soporte a conductas, aparien­cias o interpretaciones que sean lo más culturalmente normativas posible (Wolfensberger, 1980, p. 80).

La relevancia de esta reconceptualización estriba, por una par­te, en la relación de este concepto con los de integración y adapta­ción social. Así, el mismo ha tenido una vertiente dirigida al desa­rrollo de servicios, residencias o centros apropiados y culturalmen­te normativos para, con la modificación de los ambientes, lograr modificaciones en el comportamiento de los individuos. A esta vertiente se la denomina normalización contextual.

La normalización contextual ha supuesto un aporte relevante, principalmente al poner en relación al sujeto deficiente con el con­texto físico e interpersonal en el que se desenvuelve (Juan Espino­sa, Rubio y Márquez, 1987). Sin embargo, también se ha puesto de manifiesto que, aunque la normalización contextual es necesaria para conseguir la adaptación y posterior integración de estos suje­tos, no es condición suficiente (Fram, 1974; Butler y Bjaanes, 1983). Ha surgido así la normalización personal como la adquisi­ción de las habilidades necesarias para asumir roles y responsabili­dades sociales culturalmente normativas (Bjaanes, Butler y Kelly, 1981; Butler y Bjaanes, 1983).

Son estos dos conceptos, el de la normalización contextual y el de normalización personal, los que nos permiten enmarcar el pro­blema de las barreras ambientales en lo que se refiere al retraso mental. Así, serán barreras ambientales todos aquellos obstáculos que impidan o dificulten la normalización del individuo retrasado.

NORMALIZACION CONTEXTUAL, NORMALIZACION PERSONAL Y BARRERAS AMBIENTALES

Como habrá podido entreverse al hablar del concepto de nor­malización y de su doble vertiente, resulta muy difícil poder esta­blecer una rotunda separación entre ambos. Además de esa dificul­

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tad, es precisamente en su consideración conjunta en la que la normalización, como materialización de la filosofía integradora, tiene valor. De esta forma, nos vamos a encontrar con obstáculos que inciden tanto en la normalización personal como en la norma­lización contextual. Dicho esto, vamos a pasar revista a una serie de perspectivas y de resultados obtenidos en los estudios empíricos que sirvan para plasmar el problema de las barreras ambientales con relación al retraso mental en función, no de la normalización que obstaculicen sino del tipo de barrera.

Barreras físicas

El problema de las barreras físicas ha sido d tradicionalmente contemplado en el urbanismo. La disposición del medio construi­do, los accesos, los espacios de tránsito, los medios de transporte, etcétera, han sido frecuentemente tratados desde la ciencia social y desde los planificadores y urbanistas. En esta línea, siguiendo a Jeffers (1977), se perseguiría la construcción y creación de ambien­tes funcionales, seguros y accesibles que respondan a las necesida­des de los usuarios.

Desde ese planteamiento general cabe hacer una serie de consi­deraciones en torno al tema específico que nos ocupa. En primer lugar, la importancia de la adecuación ai usuario se ve dificultada, cuando de la deficiencia se trata, por la gran heterogeneidad que implica esta población. Si bien se ha establecido un consenso en torno a la definición de retraso (Grossman, 1983), en ella siguen teniendo cabida desde individuos incapacitados hasta para el con­trol de esfínteres y postrados en silla de ruedas, hasta sujetos que llegan a una integración socio-laboral tras un entrenamiento ade­cuado. También, es importante recordar que estos sujetos cuentan con instituciones específicamente dedicadas a ellos pero que tam­bién se desenvuelven en otros contextos que han sido diseñados pensando en un individuo medio con buena salud física y psicoló­gica, como puede ocurrir al centrarse en el contexto familiar.

Otra consideración importante que es necesario realizar tiene que ver con la normalización. Si^bien sería posible diseñar para una institución de retrasados mentales utensilios con los pomos de

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las puertas o los grifos del lavabo de más fácil manejo para estos sujetos, ello estaría atentando contra la normalización contextual de los individuos en la medida en la que, cuando salieran de la institución, iban a encontrarse con medios diferentes y contra la normalización personal en cuanto que se les estaría entrenando una serie de habilidades obsoletas fuera del contexto específico y no aquellas requeridas en otros contextos.

A lo anterior podríamos añadir el hecho de que buena parte de la población de retrasados mentales no se encuentra en institu­ciones creadas "al efecfo. Como señalan Zigler y Hall (1986), la asunción y mantenimiento de la filosofía integradora ha vaciado muchas instituciones para retrasados mentales. En la misma línea, Haywood (1981) mantiene que sólo el 2,5 % de la población retra­sada de los EE.UU. vive en residencias especiales para ellos mien­tras que buena parte del colectivo se reparte en una variedad de ambientes que no han sido especialmente diseñados para ellos, como son correccionales, cárceles, hospitales psiquiátricos, etcé­tera.

Por último, cabría una reflexión propiciada por la normaliza­ción y relacionada con todo lo anterior. Si se pretende la normali­zación de los deficientes para lograr su integración en la comuni­dad de pertenencia, no sólo juegan un papel los contextos institu­cionales y los living environments (Richardson, 1981) o lugares de residencia donde el sujeto pasa la mayor parte del tiempo. Tam­bién cobran relevancia otros ambientes que son accesibles para los miembros normalizados de la sociedad, empezando por los entor­nos contextúales (Juan Espinosa, Rubio y Márquez, 1987) o espa­cios físicos y psicolósicos que rodean el lugar de residencia de un sujeto y cuya actividad en ellos estaría en cierta forma regulada por un lapso temporal y un radio geográfico, es decir, el barrio, las tiendas que en él hay, el parque, etcétera, en los que también aparecen obstáculos difícilmente salvables para el acceso a los mis­mos por parte de los deficientes.

Por tanto, desde la perspectiva de la normalización, el proble­ma de las barreras físicas se plantea en términos de planificación y diseño de ambientes que permitan el normal desenvolvimiento de los sujetos que se ven situados en él y reformulación de los entor­nos ya existentes dentro de la misma línea (Stucky y Newbrough,

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Para citar algunos ejemplos de los aspectos que pueden ser considerados como barreras físicas en lo que respecta al retraso mental y que están siendo objeto de atención cada vez con más intensidad, podríamos citar, por una parte, los tradicionalmente considerados al referirse a las barreras arquitectónicas. Entre ellos, las aceras, las entradas a los edificios, las escaleras, los pasillos y el transporte público (Sarriá, Aragonés y Campos, 1986).

Otro conjunto de ellos, sin embargo, no han sido frecuente­mente tratados al hablar de las barreras físicas. Entre ellos cabría mencionar la cada vez más abundante presencia de letreros orien­tadores y de planos en los que el lenguaje escrito es condición sine qua non para poder ser interpretados y que se convierten en barre­ras físicas para todos aquellos individuos que no han alcanzado un nivel de alfabetización conveniente, algo bastante frecuente en los retrasados, que se ven, de esta manera, imposibilitados de una correcta orientación en la ciudad y restringidas, por tanto, sus po­sibilidades de normalización en este sentido (Bogdan, Biklen, Blatt y Taylor, 1981). leualmente, otros autores (Roos, 1970; Crawford, Thompson y Aielio, 1981; Seltzer, Seltzer y Sherwood, 1983) han barajado diferentes características físicas, principalmente de las instituciones, que pueden convertirse en barreras, como la reduc­ción de las unidades de alojamiento, tendencia manifestada en los últimos tiempos como alternativa a los grandes dormitorios colec­tivos en un ansia de mejorar la calidad de vida de las personas y que, en la actualidad, es criticada por convertirse en un obstáculo para la conducta ambulatoria de los retrasados, etcétera.

En definitiva, desde el punto de vista comentado y ciñéndonos al medio urbano, medidas como la implantación de rampas para los carros de los minusválidos, de señales acústicas para los invi­dentes y visuales para los sordomudos, por ejemplo, nos parecen soluciones, no ya de una urgente necesidad, sino de una fácil im- plementación. Este tema ha sido objeto de una profunda preocu­pación por parte de organismos internacionales que no sólo se han

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hecho eco del problema sino que han publicado manuales de dise­ño altamente operativizados para los profesionales (SUS, 1985; Sa­rria, Aragonés y Campos, 1986).

Barreras sociales con referentes físicos

Como dijimos, las barreras sociales son aquellas que restringen o imposibilitan una vida socialmente plena a los sujetos. Habitual­mente, sin embargo, esta cuestión se ha centrado en las restriccio­nes que provoca el entorno construido. Dicho entorno físico juega un papel importante como facilitador o inhibidor de los comporta­mientos sociales de los individuos, como han puesto de manifiesto diversos estudios. A modo de ejemplo, puede citarse el trabajo de Fernández-Ballesteros y otros (1982) que, aunque con población de la tercera edad, comprobó cómo la distribución y el tipo de mobiliario de una institución podía incidir en la mejora de las interacciones de los residentes.

En lo que se refiere a la población de retrasados mentales y desde la perspectiva de la normalización personal y contextual, las barreras sociales cobran una gran relevancia.

Como barrera social, aquella que más atención ha dedicado a los investigadores es el emplazamiento de la institución donde el sujeto está ingresado (Cherniss, 1981). La ubicación del contexto institucional en el que el sujeto va a pasar buena parte de su tiem­po va a establecer, en buena medida, las posibilidades de acceso a servicios públicos normalizados. Las características específicas de la ubicación —vías de tránsito rodado intenso, zonas abiertas, et­cétera— y los recursos del entorno —tiendas, servicios públicos, etcétera— condicionan las posibilidades de una normalización del retrasado, tanto en cuanto al aprendizaje de las habilidades necesa­rias para su integración, ya sea a través de la facilitación de dichos aprendizajes mediante el uso de los recursos, ya sea a través de la generalización de las adquisiciones entrenadas en el contexto insti­tucional (Juan Espinosa, Rubio y Márquez, 1987), como en cuanto a lo que respecta a la normalización contextúa! que implica tal utilización.

Otro aspecto tenido en cuenta y que puede considerarse como barrera social tiene que ver con el tamaño de la institución. Duran­

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te un buen número de años, la política desinstitucionalizadora ha estado acompañada de una actuación contra las macro-institucio- nes de carácter hospitalario y asistencial. Se defendía que, si no era posible una completa desinstitucionalización de los sujetos, re­sultaba prioritaria la eliminación de esas grandes instituciones y la construcción de servicios asistenciales de carácter comunitario y pequeñas dimensiones. En la actualidad, sin embargo, hay un cier­to cuestionamiento de los supuestos efectos beneficiosos de las pequeñas instituciones (Edgerton, 1975; Baila y Klein, 1981), entre otras cosas, por las limitaciones que éstas suponen, en función de sus dimensiones, al contacto interpersonal.

En definitiva, desde la aproximación que determina la nueva perspectiva del retraso mental, los aspectos interpersonales cobran un valor fundamental. De esta forma, muchos son los programas diseñados para el entrenamiento de estos sujetos en esas habilida­des que posibilitan la adaptación social. De esta forma, la supera­ción de aquellas barreras sociales que, con un referente físico, pue­den imposibilitar o dificultar los logros alcanzables con estos pro­gramas se convierten en objetivos prioritarios de la intervención en este campo.

Barreras sociales sin referentes físicos

Al hablar de barreras sociales, no podemos dejar de lado una vertiente de las mismas que, si bien no poseen el referente último de carácter físico con respecto a entornos construidos, tienen la misma naturaleza social y, como tales barreras, dificultan la inte­gración del sujeto retrasado.

Estas barreras ambientales tienen que ver con aspectos organi­zativos y psicosociales, tanto de las instituciones como de los de­más contextos en los que puede estar circunscrito un individuo, que fijan una serie de obstáculos y prohibiciones para determina­dos usos o actividades que, sin embargo, representarían un grado en la normalización del deficiente o, cuando menos, incidirían po­sitivamente en la misma. Así podríamos citar, a modo de ejemplo, la no contemplación por la institución de actividades como excur­siones, visitas, la imposibilidad de salir solos del centro o de la

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casa familiar o la prohibición del manejo del cuchillo de mesa a la hora de comer.

Las barreras ambientales que los anteriores aspectos implican responden a las restricciones que vienen impuestas por la conside­ración que se tiene del retraso mental incluso por aquellos que más responsablemente debieran abrir brecha en la normalización del retrasado. Bogdan, Biklen, Blatt y Taylor (1981) resumen este tipo de trabas en tres conceptos básicos. En primer lugar, el prejui­cio que la sociedad tiene con respecto a estos sujetos, en segundo lugar, el estereotipo al que conlleva dicho prejuicio y, por último, la discriminación por parte de la sociedad ocasionada por los dos conceptos ya mencionados que implica un aislamiento del grupo estereotipado a- resultas de lo cual se le restringen, a su vez, las oportunidades para salir de dicho estereotipo. Estos tres conceptos no sólo se manejan a nivel del hombre de la calle, sino que se ven alimentados por la presión que los grandes medios de comunica­ción social envían con sus mensajes, normalmente más cercanos a la conmiseración que a la consideración.

A modo de dramática anécdota, puede mencionarse cómo apa­recen diferencias entre los comportamientos adaptativos de los su­jetos que se manifiestan en la institución y los que se manifiestan o debieran de manifestarse en el contexto familiar (Rubio, en pren­sa). Esto es, comportamientos que el sujeto tiene adquiridos pues­to que pueden constatarse en el contexto de entrenamiento, no se presentan, sin embargo, en el hogar al restringírsele las oportuni­dades para tal producción o, simplemente, por una sobreprotec­ción hacia los sujetos desde la consideración de que no son capaces de determinadas habilidades. Este es el caso del manejo del cuchi­llo. Sujetos que lo utilizan en el comedor de la institución no pre­sentan este comportamiento en la casa.

CONCLUSIONES

De todo lo comentado, varias son las conclusiones que pueden extraerse. En primer lugar, que los objetivos de normalización para la integración del retrasado mental en la sociedad, por su­puesto, no desde un planteamiento utópico, sino adecuado a sus

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posibilidades reales, exige de una intervención encaminada a elimi­nar aquellos obstáculos que, en términos de barreras, dificultan o imposibilitan tales objetivos. En otras palabras, la labor de los pro­fesionales en este campo debe estar dirigida, por una parte, al propio sujeto en cuanto a la implementación de aquellos compor­tamientos que son exigidos en un entorno normalizado; por otra, a los ambientes que le rodean en la doble vertiente de modificacio­nes sobre los mismos que eliminen los obstáculos y de diseños que contemplen la normalización; en tercer lugar, a los colectivos so­ciales más directamente relacionados con estas poblaciones para eliminar aquellas barreras ambientales que son producto de res­tricciones o prohibiciones que atentan contra la normalización.

Si se pone el acento en el retrasado, cualquier tipo de interven­ción encaminada a lograr su integración en una comunidad debe estar directamente enraizada con el aprendizaje de la utilización adecuada de los elementos que forman parte de dicha comunidad. Así pues, deberían diseñarse programas de intervención que con­templen, en cuanto a su diseño físico y arquitectónico y en cuanto a los utensilios que componen su infraestructura, esos elementos.

En otras palabras, si queremos entrenar a los sujetos retrasados en el uso de, por ejemplo, un servicio público, éste debería ser igual —o, al menos, parecido— a la mayoría de los servicios públi­cos que, posteriormente, se pueden encontrar fuera de la institu­ción.

Siguiendo esta vía, el hincapié debe hacerse en una adecuada política de construcción de centros. Ahora bien, desgraciadamen­te, el colectivo de población que puede abarcar una institución de nueva creación no sólo es escaso, sino que también es, en un prin­cipio, desconocido y, aun pudiendo ser una posible solución a largo plazo, no representa ningún adelanto a corto e, incluso, me­dio plazo.

Efectivamente, el problema más inmediato que habría que re­solver a este nivel se traduciría en el acondicionamiento y mejora de los centros ya existentes. Ahora bien, este objetivo pasa por una adecuada evaluación de tales residencias y, en general, de los contextos de los que los retrasados participan. Esa evaluación co­bra aún más trascendencia cuando se da cuenta de intervenciones ambientales que, guiadas más por la ideología que por el estudio

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científico, han olvidado que la eliminación de una barrera ambien­tal puede generar la aparición de otra para otro colectivo o para el mismo en un aspecto diferente (Sarriá, Aragonés y Campos, 1986) y que las modificaciones ambientales exigen de un intervalo de tiempo para mostrar su eficacia.

Dicha evaluación permitiría el diseño de programas adecuados para la variación de aquellos elementos que se consideren disonan­tes, en último término, barreras que dificultan la normalización. Esto puede operativizarse en términos de impedimentos meramen­te físicos —no adecuación de los aparatos de servicio del centro con los de fuera de él— o con otro tipo de barreras que harían referencia a las dificultades o trabas que la propia política organi­zativa del centro pondría para el desarrollo normal de los sujetos — a este nivel podrían citarse ejemplos como el de la ausencia de excursiones o la prohibición de dejar a los sujetos cruzar solos una calle—. Obviamente, tal intervención pasa por una correcta toma de decisiones a nivel político, pero también al grado de conciencia- ción que alcancen los profesionales que dedican su actividad a las personas retrasadas.

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Ruido y sus efectos en la población. El caso de Madrid

Isabel López BarrioInvestigadora. Instituto de Acústica,

G)nsejo Superior de Investigaciones Científícas

INTRODUCCION

El desarrollo industrial experimentado en las últimas décadas ha originado, junto con una mejora de las condiciones y nivel de vida, una serie de efectos negativos, entre los que se encuentra la degradación del medio ambiente.

Entre los muchos contaminantes que en la actualidad contribu­yen a la degradación del medio ambiente, el ruido a que se encuen­tra sometida la comunidad es de los más frecuentes e importantes. En la actualidad se reconoce que la contaminación acústica consti­tuye una seria amenaza a la calidad de vida en los países industria­lizados.

No todas las fuentes tienen la misma importancia en cuanto al efecto global en una concentración urbana. En orden decreciente de importancia, las fuentes de ruido principales son: la circulación de vehículos (tráfico rodado, tráfico aéreo, ferrocarril de superficie y subterráneo), la construcción y demolición de edificios y obras públicas, las industrias tanto de transformación como de servicios, y las actividades comunitarias (mercados, zonas comerciales, es­pectáculos y locales al aire libre, colegios, parques infantiles).

Dentro del ruido de circulación, el del tráfico rodado es el predominante en los núcleos urbanos, aunque, en casos específicos

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de proximidad a Aeropuertos o a vías de ferrocarril, se sobrepone el ruido de estas fuentes al del tráfico rodado.

En toda ciudad el ruido es uno de los elementos que tienden a aceptarse como un hecho inevitable de la vida moderna, aunque se reconoce que los niveles de ruido en la mayoría de los centros urbanos son excesivos.

EFECTOS DEL RUIDO EN LA POBLACION

El interés creciente por el problema del ruido se debe a que puede interferir ampliamente en las diversas actividades humanas, con el consiguiente deterioro del bienestar público y de la calidad de vida del individuo. El daño en la audición es el efecto potencial más serio del ruido excesivo, pero, afortunadamente, a este respec­to los niveles alcanzados incluso en los ambientes urbanos más intensos no envuelve ningún efecto serio, aunque hay evidencia de que el nivel general de audición en una ciudad populosa no es tan bueno como en una ciudad rural tranquila. Así, por ejemplo, las investigaciones del doctor Samuel Rosen, de la Universidad de Co­lombia, de Nueva York, acerca de la tribu de los maabanes en Sudán, han demostrado que el maaban medio de setenta y cinco años acostumbrado a percibir tan sólo los sonidos de la Naturale­za, oye tan bien como el norteamericano medio de veinticinco años.

Además de este posible efecto del ruido sobre la audición, el ruido de tráfico interfiere con la comunicación hablada, perturba el sueño, el descanso y la relajación, impide la concentración y el aprendizaje y, lo que es más grave, crea estados de tensión y can­sancio que pueden generar en enfermedades de tipo nervioso y cardiovascular.

INTERFERENCIA CON LA COMUNICACION

Un importante criterio de evaluación del ruido ambiental es la interferencia que produce en la comunicación hablada, al ser ésta un factor de gran importancia en todo tipo de actividad humana.

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La enseñanza o el aprendizaje son actividades donde la recep­ción del mensaje informativo es de suma importancia y donde el ruido de tráfico puede interferir significativamente con la activi­dad. En un estudio realizado por el Instituto de Acústica (CSIC) en el año 1983 se mostró que los escolares que realizaban sus estudios, en escuelas próximas al aeropuerto de Barajas, con nive­les de ruido exterior elevados, desarrollaban un menor rendimien­to escolar que aquellos que asisten a escuelas con niveles de ruido menores.

En ciertos grados de las escuelas es imprescindible una exce­lente comunicación, pues es en esta etapa donde el niño aprende a pronunciar por imitación silabas y palabras complejas.

El nivel sonoro no debe de hallarse por encima de los 65 dBA en aquellos centros en los cuales la comunicación por medio de la palabra es de gran importancia.

INTERFERENCIA CON EL DESCANSO Y EL SUEÑO

El ruido puede afectar el descanso del individuo, impidiéndole dormir, alterando su sueño o bien despertándole.

Los factores que influyen en la interferencia con el descanso y el sueño son varios, algunos dependen del propio individuo, tales como su estado físico y psíquico, edad, sexo, etc., mientras que otros dependen de las características físicas del ruido, nivel, dura­ción, número de repeticiones, etc.

La calidad del sueño se puede ver afectada a partir de niveles sonoros equivalentes superiores a 35-40 dBA. Cuando el ruido alcanza 50 dBA, será necesario que transcurra un cierto tiempo, que puede llegar a superar una hora, para poder conciliar el sueño.

El porcentaje de población perturbada por el ruido ambiental aumenta con el nivel sonoro de éste. En la figura 1 se muestra dicho porcentaje en función del nivel de ruido en el exterior de las viviendas, para diversas actividades relacionadas con el descanso y el sueño.

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NIVEL CONTINUO EQUIVALENTE EN dBA

Fig. l .—Porcentaje de población perturbada por el nivel sonoro ambiental, para diversas actividades.

REDUCCION DEL BIENESTAR FISICO Y SOCIAL

De entre todos los efectos, el problema del ruido y su relación con la molestia es de creciente importancia. Las molestias relacio­nadas con el ruido pueden definirse como sensaciones desagrada­bles que el ruido provoca.

Los efectos del ruido en la comunidad han producido proble­mas comunes a todos los países, más o menos industrializados, en general se estima que en los países industrializados el 30 % de la población es perturbada por el ruido.

La capacidad de causar molestias de un ruido depende de mu­chas de sus características físicas, entre ellas su intensidad, su es­pectro de frecuencia y las variaciones de éste a lo largo del tiempo. Sin embargo, en las reacciones de molestia influyen muchos facto­res no acústicos de carácter social, psicológico o económico y exis-

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ten considerables diferencias entre las reacciones individuales ante un mismo ruido.

No obstante, numerosas encuestas sociales realizadas en diver­sos países, indican una clara correlación entre los niveles de ruido exterior y la reacción comunitaria expresada en porcentajes de per­sonas altamente molestas. Figura 2.

NIVEL CONTINUO EQUIVALENTE EN dBA

Fig. 2.—Relación entre el nivel sonoro y porcentaje de población molesta.

En general se puede decir que la sensación de molestia aumen­ta con el nivel sonoro, así para exposiciones a niveles equivalentes de 45 dBA en el exterior de las viviendas, el porcentaje de pobla­ción altamente molesta es mínimo, sin embargo, dicho porcentaje se eleva hasta el 4Ó % cuando el mencionado nivel es de 65 dBA.

Un resumen de las diversas interferencias que produce el ruido en las actividades humanas se presenta en la Tabla 1, con los nive­les sonoros mínimos a que empiezan a manifestarse dichos pro­blemas.

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T a b l a 1

RELACION ENTRE EL NIVEL DE RUIDO Y LA INTERFERENCIA EN LAS ACTIVIDADES HUMANAS

NIVEL SONORO, dBALeq Máximo

EFECTO DEL RUIDOAmbienteexterior

Ambienteinterior

Ambienteinterior

Cambio en la calidad del sueño................... _ 35 _Umbral de cambio fisiológico ...................... — — 40Umbral de interferencia con la palabra......Umbral de reacción comunitaria (0-20 % po­

— 45 —

blación molesta ....................................... 45-55 — —

Umbral de reacciones vegetativas en el sueño. Inteligibilidad de la palabra.........................

— — 5555-60 — 55

Umbral al despertar...................................... — — 60Umbral de efectos vegetativos......................Reacción profunda de la comunidad (30-70%

— — 60

población molesta, 5-15 % quejas) ........Reducción eficacia en el trabajo ..................Reacción vigorosa comunidaa (60-90 % po­

65 — —— — 70-85

blación molesta) ...................................... 80 — —

MADRID, CIUDAD RUIDOSA

Madrid, al igual que otras grandes ciudades, al compás de su acelerado proceso de expansión ha ido acumulando problemas ambientales importantes; tiene problemas de ruido, de contamina­ción, de congestión de tráfico, problemas de saneamiento y limpie­zas, espacios verdes mal repartidos.

En 1979 las Naciones Unidas, en informe anual sobre el medio ambiente, aludían a Madrid como una ciudad particularmente rui­dosa.

El origen podría buscarse en la acelerada concentración de la población producida por los fuertes movimientos migratorios de las dos últimas décadas, desbordando por completo los planes de

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ordenación urbanos. A ello se ha unido el rápido crecimiento del parque de vehículos, pasando de un parque de 170.000 vehículos en 1965 a casi el millón que se posee en estos momentos. Y todo esto se produce sin una infraestructura suficiente ni criterios defi­nidos de planificación urbana ante tales problemas en la ciudad. La importancia de este problema quedó plasmada en una encuesta realizada en 1984 por el Ayuntamiento de Madrid. Dicha encuesta se verificó con el fin de conocer la importancia relativa de los diversos factores que originaban descontento en las distintas zonas habitadas de la ciudad.

Los resultados mostraron que el ruido fue el segundo proble­ma en importancia, de acuerdo con el mayor número de personas que lo citaban como tal junto al de la contaminación.

La jerarquización global de los problemas que aquejan a la población de Madrid resultó la siguiente de acuerdo con las res­puestas recibidas:

1. '' La delincuencia e inseguridad.2. " Contaminación y ruidos.3. ' Parques y zonas verdes.4. "' Falta de servicios y actividades culturales.5. '' Falta de servicios sociales.6. '' La circulación.7. '' La población marginada (ancianos, mendigos y minusvá­

lidos).El aparcamiento.

9. El estado de las calles.10. "’ Los transportes públicos.11. "' Otros varios.12. '' Los servicios sanitarios.13. " Las escuelas.14. " Los mercados.

El porcentaje de personas preguntadas que mencionan el ruido como fuente de molestia para cada uno de los diferentes distritos se muestra en la Tabla 2.

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T a b l a 2

PO R CEN TA JE D E C O N SU LTA D O S, SEG U N D ISTRITO S, Q U E C REEN Q U E LA C O N TA M IN A C IO N Y LO S RUIDO S SE EN CU EN TR A N EN TR E LO S

D O S PR IN C IPA LES PRO BLEM A S D E SU BARRIO

NúmeroDistrito NOMBRE DEL MISMO

Porcentajes molestia conta­

minación y ruido

1 Arganzuela ................... ...... 53,12 Chamberí...................... ...... 45,43 Retiro............................ ...... 36,44 Salamanca .................... ...... 30,85 Tetuán ......................... ...... 28,46 Centro........................... ...... 27,77 Chamartín.................... ...... 25,38 Moncloa ....................... ...... 24,09 Carabanchel ................. ...... 23,2

10 Fuencarral.................... ...... 21,811 Moratalaz...................... ...... 15,412 Ciudad Lineal.............. ...... 15,313 Latina ........................... ...... 11,514 Vallecas ......................... ...... 10,815 Villaverde .................... ...... 8,416 Hortaleza...................... ...... 7,517 San Blas........................ ...... 3,818 Mediodía ...................... ...... 3,2

En cuatro distritos del centro de Madrid el porcentaje de con­sultados que incluyen la contaminación y los ruidos entre los dos principales problemas supera el 30 %. Existe menor sentimiento del problema en barrios y distritos periféricos, donde objetivamen­te la contaminación y ruidos es menor.

MAPA ACUSTICO DE MADRID

En la actualidad no se poseen datos objetivos de los diferentes niveles ambientales de rqído de tráfico de las calles de Madrid. A fin de conocer con exactitud el alcance de este problema el Ayun-

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PORCENTAÍE DE PERSONAS PREGUNTADAS QUE CREEN QUE LA CONTAMINACION Y LOS RUIDOS SE ENCUENTRAN ENTRE LOS DOS PRINCIPALES PROBLEMAS DE SU BARRIO, POR

' DISTRITOS

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tamiento de la ciudad, en colaboración con el Instituto de Acústi­ca, comenzó en 1985 el Mapa Acústico de Madrid, el cual se prevé que tinalizará en el plazo de dos años. La fijación de este Mapa es un paso tirme para la subsiguiente adopción de medidas concretas a este tipo de contaminación, tan difícil de erradicar.

Una idea de los niveles de ruido de esta ciudad nos la puede dar un estudio realizado para el MOPU en 1982. Este estudio no cubrió toda el área urbana de Madrid, se realizó únicamente en siete áreas (figura 2), representativas de las características urbanas de la ciudad, teniendo en cuenta la actividad o calificativo ocupa- cional de las diversas zonas.

Las diferentes áreas estudiadas fueron las siguientes:

A rea IComercial Pura: Sol (Centro).

A rea IIMixta Residencial: Goya, Lista, Castellana, Recoletos (Sala­

manca).

A rea IIIMixta Residencial/lndustrial: Vicálvaro Sur (Moratalaz).

A rea IVSometida a ruido de cisternas de transporte: Surbatán (Latina).

A rea VResidencial Pura Urbana: Arapiles-Gaztambide (Chamberí).

A rea VIResidencial Pura Suburbana: Parque de Santa María (Horta-

leza).

A rea VIIResidencial Pura Suburbana de Baja Altura: Mirasierra (Fuen-

carral).

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El nivel continuo equivalente (Leq) C') máximo y mínimo, ob­tenido para cada una de las áreas analizadas durante el día y la noche se muestran en la Tabla 3.

Tabla 3

NIVELES SONOROS REGISTRADOS (dBA) EN MADRID

DIURNOS NOCTURNOS

AREAS Leq. max. “ Leq. mín. Leq. máx. Leq. mím.

I ........................ 73 64 68 35,2II ...................... 74 64 62,2 32,3III ..................... 71 39,2 72 30,3IV ................... . 80,2 37 71,4 48V ...................... 73,4 63 70,3 36,1VI ..................... 66 34,3 39 49VII .................... 63,1 32 31 43

Leq.: Nivel sonoro continuo equivalente.

SITUACION EXISTEN TE RESPECTO A NORMAS ESTABLECIDAS

Según las recomendaciones internacionales [ISO/R 1966 (77)], el nivel máximo de ruido para zonas de vivienda debería estar comprendido en el margen de 35 a 45 dBA. Este criterio base puede ser modificado según las distintas zonas de vivienda, tal y como se indica en la Tabla 4.

En general puede establecerse que aquellos ruidos que desta­can sobre el nivel sonoro ambiental (ruido de fondo) son los que originan molestia. Dependiendo del tipo de área o zona donde se encuentre situada la fuente sonora (viviendas, rural, industrial, et­cétera), podrían ser admitidos o calificados como intrusos unos niveles u otros, puesto que cada una de las mencionadas áreas presentará un nivel de ruido de fondo determinado, dependiendo de su clase de actividad. (*)

( * ) L e q : Se defin e com o el nivel de un h ipo tético ru id o continuo que, du ran te el m ism o tiem po, tiene la m ism a en ergía so n ora qu e el nivel d iscon tin u o o variab le qu e se qu iere m edir.

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LOCALIZACION DL LAS AREAS DONDE SE REALIZARON LAS MEDIDAS DE LOS NIVELESSONOROS

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Tabla 4C O R RECC IO N ES A L CRITERIO D E BA SE PARA V IV IEN D A S

EN D ISTIN TA S ZO NAS

__________________ Tito DE ZONA

Zona rural, zona de hospitales, zona de re cre o .......Residencial suburbana con vías de poca circulaciónResidencial u rb an a .............................................................Vivienda u oficina, o con vías de gran circulación . Centro urbano (oficinas, comercio, administración) Zona industrial, polígonos industriales.......................

Incrementos admi­sibles respecto al

criterio base dBA (*)

0+ 5 + 10 + 5 + 20 + 23

•) Criterio ISO : 33-40 dBA.

A estas áreas corresponden distintos valores admisibles según la Ordenanza Municipal sobre Protección del Medio Ambiente contra la emisión de ruidos y vibraciones aprobada por el Ayunta­miento de Madrid el 30 de abril de 1969. En el Título II, artícu­lo 6 de esta Ordenanza, se establece que, en el ambiente exterior, no se podrá producir ningún ruido que sobrepase los siguientes niveles, según el tipo de zona: Tabla 5.

Tabla 3N IV ELE S SO N O RO S A D M ISIBLES SEG U N LAS O RD EN AN ZA S

M U N ICIPA LES D E M ADRID

NIVELES SONOROSADMISIBLES (dBA)

TIPO DE ZONA Día Noche

Zonas sanitarias........................................................ ......... 43 33Zonas viviendas/oficinas ....................................... ......... 33 43Zonas comerciales ................................................... ......... 63 33Zonas industriales v de alm acenes...................... ......... 70 33

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Si comparamos estos niveles de ruido de la Ordenanza Muñid- pal de Madrid sobre Protección del Medio Ambiente con los obte­nidos en las medidas realizadas en distintas áreas de la ciudad (Tabla 3), se observa que las últimas se encuentran muy por enci­ma de los niveles ambientales aceptables.

Estos resultados nos llevan a concluir que el ruido de tráfico es uno de los problemas que en cuanto al Medio Ambiente se refiere, Madrid debe tratar de reducir. Se pone de manifiesto la necesidad de un mayor control sobre el ruicío de tráfico a fin de mejorar el ambiente de nuestros núcleos urbanos hasta alcanzar unos valores sonoros, compatibles con el bienestar de la población.

CONCLUSIONES

El ruido como elemento de contaminación ambiental es una de las características más detectadas en el medio urbano.

El aumento de la población, el crecimiento de las zonas urbani­zadas y el incremento del parque de vehículos son las causas que han determinado un aumento significativo del ruido ambiental es­pecialmente en las zonas más desarrolladas.

Madrid, al igual que otras grandes ciudades, en su acelerado proceso de expansión ha ido acumulando problemas ambientales importantes, de entre éstos el problema del ruido de tráfico es uno de los principales.

Diversos estudios sobre contaminación acústica muestran que el nivel de ruido de tráfico, en los últimos quince años, aumenta aproximadamente 1 dB por año, dando lugar a que muchos nú­cleos urbanos como Madrid sobrepasen el límite de los 65 dBA. A este nivel existe un 30 % de personas altamente molestas.

El interés creciente por este problema del ruido se debe al impacto que éste produce sobre la salud, sobre el comportamiento de las personas, sobre las actividades del hombre y por sus conse­cuencias psicológicas y sociales.

Niveles ambientales de ruido como los registrados en Madrid (Tabla 3) dan lugar a que un alto porcentaje de personas sufran perturbaciones en el sueño, en la comunicación, interferencias en

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la realización de sus actividades y elevados indices de molestia que dan lugar a sentimientos de irritabilidad, cefaleas, depresión, fatiga y un fuerte anhelo de escaparse del ruido como consecuencia de la interferencia de éste en nuestra privacidad y actividades.

Ante los efectos anteriormente citados, que el ruido produce en la población, se pone de manifiesto la necesidad de un control del ruido ambiental. Esta reducción de los niveles ambientales de ruido exige la colaboración conjunta de legisladores, planificado­res, urbanistas y fabricantes de automóviles, qqienes desde pers­pectivas diferentes deben perseguir un único propósito: evitar que niveles elevados de ruido disminuyan o alteren la calidad de vida.

A su vez, el ciudadano debe saber que no sólo de los demás debe esperar esta protección del medio ambiente respecto al ruido sino que él mismo debe colaborar activamente a fin de evitar la producción de sonidos que puedan ser molestos para otros.

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Diferenciación residencial y áreas sociales de la ciudad

Beatriz Cristina Jiménez BlascoProfesora del Departamento de Geografía Humana

Universidad G>mplutense de Madrid

INTRODUCCION

La diferenciación residencial es un rasgo universal de la ciu­dad, en palabras de Timms (1971), «caracteriza tanto a la ciudad preindustrial como a la ciudad industrial, a la ciudad espontánea como a la ciudad planificada, a la ciudad capitalista como a la actualidad socialista».

Esta idea ya había sido recogida por los primeros sociólogos urbanos de la Escuela de Chicago y fue Wirth (1938) quien señaló una relación causal al exponer la diferenciación residencial como un resultado inevitable del aumento de tamaño, densidad y hetero­geneidad que acompaña al proceso de urbanización. Como resulta­do de este proceso de diferenciación concomitante con el desarro­llo urbano, la ciudad aparece como un «mosaico de mundos socia­les» (Wirth, 1938), en el que se puede observar segregación resi­dencial en función de múltiples características de la población.

La historia del Urbanismo está plagada de innumerables ejem­plos de segregación urbana. Desde las primeras ciudades mesopo- támicas se constata la separación física del lugar de residencia de los diferentes estamentos de la sociedad. Y podríamos citar otros muchos ejemplos como la separación de los gremios o las juderías en las ciudades medievales europeas, etc.

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Pero, a nivel general, conforme el proceso de urbanización se ha difundido y, en consecuencia, ha aumentado el número de ciu­dades de gran tamaño, la diferenciación residencial se ha acentua­do y complicado, con la consiguiente diversificación de los factores que la generan. A los estamentos, razas y profesiones, causas prin­cipales de la segregación en otras épocas, se han añadido otros factores que sólo tienen cabida en la ciudad del mundo desarrolla­do, caracterizada por un gran volumen demográfico, una fuerte división del trabajo y una red de comunicaciones muy avanzada.

LA TEORIA DE AREAS SOCIALES

Bajo este título se conoce la sistematización de una serie de conocimientos acerca del estudio de la diferenciación residencial y delimitación de áreas sociales en la ciudad, llevada a cabo por Shevky Williams y Bell (1949, 1955).

El punto de partida de la exposición de la Teoría de Areas Sociales fue el esquema de clasificación que idearon Shevky y Williams (1949) para delimitar las áreas sociales de Los Angeles. La tipología urbana diseñada en este trabajo categorizaba las de­marcaciones censales en términos de tres factores básicos —rango social, urbanización y segregación. Las demarcaciones con valores similares en las tres dimensiones se agrupaban formando unidades geográficas mayores, denominadas áreas sociales.

El desarrollo de la teoria se articuló sobre los principios que guiaban la construcción de los tres factores señalados, considera­dos como las dimensiones básicas de la diferenciación residencial en la ciudad contemporánea que es un reflejo de la sociedad mo­derna, caracterizada por tres amplias tendencias de cambio:*

1) Cambios en la jerarquía de las ocupaciones.2) Cambios en la forma de vida.3) Redistribución de la población en el espacio.

A cada una de estas tendencias de cambio de la sociedad actual le corresponde un eje de los señalados anteriormente, que sirven como conceptos analíticos y descriptivos de la diferenciación resi­

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dencial típica de las ciudades inmersas en la sociedad moderna, tal como es definida por los autores.

El siguiente paso en la construcción de la tipología urbana fue seleccionar unos indices para medir dichos ejes.

El rango social se consideró como el factor más significativo de diferenciación entre individuos y subpoblaciones en la sociedad moderna. El índice que se compuso para su medida incluía varia­bles censales de ocupación, instrucción y renta, considerándose la ocupación como la variable clave de este eje.

El segundo eje, la urbanización, se estimó que también era una dimensión básica de diferenciación de individuos y grupos en la ciudad moderna. La denominación de este eje ha sido siempre problemática, pues los indicadores utilizados para su cálculo —fe­cundidad, mujeres económicamente activas y viviendas unifamilia- res— se refieren más al tipo de familia que a la urbanización de la ciudad. Y, así, Bell (1968) afirmó que este eje está más relacionado con los individuos que con la estructura urbana, proporcionando una medida de valores característicos del familismo, definido como «preferencia por el matrimonio y los hijos frente a alternativas tales como la promoción profesional y el consumo».

Finalmente, la segregación, constituyó el tercer factor básico de diferenciación. Este eje se derivó del incremento de la movilidad de la población en las sociedades más urbanizadas. Las variables que componen su índice de medida son los recientes inmigrantes y las concentraciones relativas de grupos étnicos específicos.

Tras la publicación de los trabajos de Shevky, Williams y Bell, fueron muchos los que intentaron constatar la técnica de delimita­ción de áreas sociales en distintas ciudades americanas y, en menor número de ocasiones, en ciudades de otros continentes. Pero tam­bién aparecieron muy pronto las primeras críticas, tanto a los as­pectos teóricos, como hacia los técnicos.

Atendiendo sólo a los aspectos puramente metodológicos, las principales críticas se centraron en:

1) Subjetivismo en la elección de los índices.2) Posibilidad de que algunos índices también fueran signi­

ficativos en otra dimensión de la que no formaran parte.3) Posibilidad de que utilizando otras variables se llegara

también a los mismos ejes señalados.

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4) Creencia de que no en todas las urbes los índices tienen el mismo significado, incluso dentro de los Estados Unidos.

En relación con este tipo de preocupaciones se apuntó el uso de técnicas multivariantes como una posible solución para eliminar el problema del subjetivismo en la elección de las variables, así como el de su inclusión en los índices de una forma determinada previamente.

Un problema más grave aue la elección de variables es el rela­tivo a la independencia de las tres dimensiones del Modelo de Areas Sociales. Van Arsdol y otros (1958) concluyeron, a través de una serie de análisis en diversas ciudades de los Estados Unidos, que el factor menos independiente era el de segregación.

A nivel general, se ha comprobado en los países desarrollados que las dos primeras categorías —rango social y urbanización— aparecen como ejes independientes de la diferenciación residen­cial. En cambio, el factor de secregación en muchos casos se mués- tra fuertemente asociado a variables relativas al status socieconó- mico o a aspectos demográficos, como la fertilidad, cuyo compor­tamiento difiere entre razas.

En buena parte, las objecciones de tipo técnico lanzadas sobre el Análisis de Areas Sociales desembocaron en el abandono general del procedimiento de cómputo ideado por Shevky y Bell. Este abandono fue posibilitado también por la facilidad de uso de com­plicadas técnicas multivariantes, gracias a la difusión de programas estándar de ordenador para uso de estas técnicas, que van a con­vertirse en las más utilizadas por el investigador de la diferencia­ción residencial urbana.

LA ECOLOGIA FACTORIAL

Como se ha indicado, el enfoque de la Ecología Factorial esta completamente relacionado con el Análisis de Areas Sociales, de hecho surge dentro de éste, diferenciándose casi únicamente en las técnicas empleadas, pero con un mismo objeto de investiga­ción.

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El uso de técnicas de análisis factorial ha dado el nombre a este enfoque, aunque también se utilizan otros tipos de análisis multivariantes —análisis de conglomerados, componentes princi­pales, análisis de correspondencias, etc. — . Incluso, el empleo del análisis de conglomerados, aplicado a la taxonomía de las áreas urbanas por homogeneidad social, fue desarrollado (Tryon, 1955) con anterioridad a la configuración sistemática del enfoque facto­rial.

Sweetser (1965) acuñó el término de Ecología Factorial en su análisis sobre la ciudad de Helsinki, para designar el «método por excelencia para comparar Ínter e intranacionalmente la diferencia­ción ecológica de las áreas residenciales en las comunidades urba­nas y metropolitanas».

Las técnicas de análisis factorial constituyen una rama de la Matemática Aplicada, pjero.su desarrollo ha estado muy estrecha­mente ligado a las Ciencias Sociales en general. En realidad, nacie­ron como un instrumento matemático para el análisis de la perso­nalidad. los psicólogos, basándose en una teoría previa sobre la estructura de la mente humana, buscaron la forma de aislar los componentes fundamentales de la personalidad. A través del análi­sis factorial, una matriz de n personas y m rasgos de la personali­dad podía ser reducida a una matriz de x r, donde r son los componentes fundamentales de la personalidad o factores men­tales.

Esta idea fue transferida al campo de la Geografía y Sociología Urbana, sustituyendo las personas por áreas de la ciudad y los rasgos por variables, medidas en cada una de las áreas conside- raoas.

En principio, se utilizaron los métodos factoriales para com­probar la validez de los resultados que se habían obtenido median­te la aplicación de la Técnica de Areas Sociales. Y en la mayor parte ae estos análisis se confirmó la estructura trifactorial clásica.

En todos los estudios efectuados se ha encontrado una dimen­sión que discrimina subáreas en términos del rango económico de sus habitantes. Este factor agrupa siempre variables de tipo de ocupación y grado de instrucción. Otras variables como renta, in­gresos, calidad de la vivienda y hacinamiento, han aparecido con frecuencia relacionadas también a este factor.

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También es general la asociación de variables sobre el tamaño de la familia y la composición por edades, que conforman el nú­cleo del factor que, originariamente se denominó urbanización^ y que otros autores han llamado familismo o ciclo de vida. La tasa de fecundidad casi siempre forma parte de este factor, sin embargo, el porcentaje de mujeres en la fuerza laboral y el de viviendas unifamiliares no han sido universalmente comprobadas, porque es­tas variables son muy significativas del estilo de vida americano, pero no se acomodan bien a la realidad social y cultural de otras partes del mundo. En algunos casos otras variables, como el índice de dependencia, envejecimiento, hacinamiento, etc., se han relacio­nado con más fuerza a este segundo factor.

Aunque se ha reconocido, en general, que la aproximación fac­torial ha respaldado las hipótesis del Modelo de Areas Sociales; en contrapartida, ha puesto de manifiesto dos tipos de desviaciones respecto del citado modelo. El primero se refiere a la aparición de nuevos factores que no habían sido previstos en el citado modelo, como más adelante veremos. El segundo tipo de desviaciones es más problemático, porque pone en tela de juicio la independencia de las dimensiones de la diferenciación residencial, al existir en algunos casos correlación significativa entre los factores obtenidos.

En los análisis llevados a cabo en las ciudades de los Estados Unidos se comprobó que el factor menos independiente era el étnico. Incluso de la aplicación del análisis factorial que hizo Bell (1952) con los datos de la Bahía de San Francisco, dicho factor mostró un coeficiente de correlación de 0.73 con el factor de rango social. En diversos estudios realizados sobre ciudades no estadou­nidenses, no se consiguió aislar este factor en condiciones, de orto- gonalidad, como sucedió en el estudio de McElrath (1968) sobre Accra, Sweetser (1965) sobre Helsinki y Abu-Lughod (1969) sobre El Cairo.

Por regla común, se ha observado que la etnicidad va muy unida al rango económico, ya que los grupos claramente segrega­dos por razones étnicas suelen ser también grupos desheredados económicamente. Por otra parte, a veces, aparece también fuerte­mente relacionado al factor demográfico, dado q ue el comporta­miento ante la fecundidad no es igual para todos los grupos racia­les de una misma ciudad.

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LA DIFERENCIACION RESIDENCIAL EN LOS DISTINTOS CONTEXTOS MUNDIALES

La difusión de los métodos de la Ecología Factorial ha provo­cado que sean muchas, y de contextos culturales y sociales muy diversos, las ciudades analizadas, cuyas estructuras residenciales vamos a comparar brevemente a continuación.

Los estudios de ciudades de Europa Occidental han proporcio­nado unas conclusiones, en general, bastante parecidas a las obte­nidas de los trabajos sobre la ciudad norteamericana. En esta línea comparativa Sweetser (1965) realizó un estudio en el que contras­taba la estructura social de Helsinki con la de Boston, utilizando en ambos casos' las mismas variables. La principal diferencia que este autor encontró entre las dos ciudades fue que no pudo aislar el factor étnico para Helsinki. Pedersen (1967) en Copenhague obtuvo además de los dos factores principales —status familiar y rango social— por este orden, un tercer factor relacionado con la movilidad de la población.

Aunque, en general, el factor étnico es inexistente en las ciuda­des europeas occidentales, algunas tienen áreas en las que se con­centran inmigrantes extranjeros, procedentes, por lo común, del Sur de Europa y Norte de Africa. De este modo, Weber-Klein (1982) obtuvo un factor de trabajadores extranjeros en su análisis sobre la ciudad francesa de Mulkhouse.

Los trabajos realizados sobre ciudades inglesas han puesto de manifiesto unos rasgos particulares en la organización de su estruc­tura socioespacial, debido al importante erecto de la intervención pública en el mercado de la vivienda. Así, en Cardiff y Swuansea (Davies y Lewis, 1970) el principal factor hallado es el que distin­gue los sectores de viviendas públicas de las privadas. Davies y Lewis (1973) también estudiaron las áreas sociales de Leicester, ciudad que presentó una estructura factorial más similar a la de las ciudades de Norteamérica, si bien el segundo factor —status fami­liar— estaba muy asociado a la dicotomía entre viviendas públicas y privadas, y, por otra parte, fue aislado un tercer factor relaciona­do con áreas de infravivienda, que estaban en gran parte habitadas por inmigrantes extranjeros de escasos recursos económicos.

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Con respecto a las ciudades del mundo mediterráneo, los es­tudios de McElrath (1962) sobre Roma, Burgel (1972) sobre Ate­nas y Jiménez Blasco (1986) sobre Madrid, coinciden en desta­car la importancia del factor de rango social en la-diferenciación residencial urbana sobre el segundo factor, de tipo demográfico. En el caso de Atenas también se aisló un tercer factor relacionado con la población no nacida en Atenas. Sin embargo, en Roma y Madrid, la estructura factorial resultante sólo incluye dos factores. En cuanto a la distribución espacial del rango socioeconómico, se observa en los tres casos que, por lo general, tiende a disminuir desde el centro hacia la periferia, al contrario que en la ciudad norteamericana.

En cuanto a las ciudades socialistas han sido muy pocas las analizadas hasta la actualidad. Weclawowick (1979) estudió la dife­renciación residencial de Varsovia en dos momentos distintos en el tiempo. En primer lugar, analizó la situación que había en el año 1930, antes de la formación del Estado comunista. Para esta fecha, el primer factor que obtuvo fue el de rango social, el segun­do fue la segregación, relacionado con la existencia de «ghettos» judíos, y el tercero fue de índole demográfica. Con los datos de 1970 realizó otro análisis factorial, comprobando que subsistía al­guna diferenciación por el tipo de ocupación, pero sólo con res­pecto a determinadas profesiones, como los artistas que se concen­tran en el centro urbano, o algunos altos directivos que viven en zonas de mayor calidad residencial. El segundo factor aislado en este sejgundo análisis se relacionaba con las características de las viviendas, diferenciando áreas de morfología distinta.

Pero, más que las ciudades europeas, han sido las ciudades del Tercer Mundo las que han despertado un mayor interés con fines comparativos, ya que, como es lógico, pertenecen a contextos so­ciales y culturales muy diferentes a los de los países desarrollados.

Quizá, el estudio de Janet Abu-Lughod (1969) sobre El Cairo sea el que hace un mayor hincapié en plantear las diferencias con respecto a la metrópolis norteamericana, no sólo desde un punto de vista empírico, sino también en relación con la Teoria de Areas Sociales. La autora recogió trece variables que, a su juicio, refleja­ban variaciones en la estructura demográfica, características fami­liares, nivel socioeconómico y composición étnica de la población.

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El primer factor obtenido representaba el status socioeconómico, aunaue también aparecía muy ligado a características familiares, por lo que podía ser etiquetado con el nombre de estilo de vida. Parece que un mayor nivel socioeconómico iba acompañado de características tales como edad más tardía al contraer matrimonio y menor tasa de fecundidad. Por otro lado, el rango social también se relacionaba fuertemente con el factor étnico, pues solía designar áreas con porcentajes importantes de extranjeros e indígenas mu­sulmanes. El segundo factor aislado fue denominado predominio masculino, caracterizaba aquellas zonas del centro de la ciudad con mayores porcentajes de población masculina. El tercer factor, desorganización social, agrupaba las variables de alto nivel de desa­rrollo, elevado índice de mujeres divorciadas y otras.

En las ciudades sudamericanas también se ha encontrado con frecuencia una relación importante entre rango social, familismo y status étnico, pues la población negra se caracteriza por un bajo nivel social y altas tasas de fertilidad.

La relación entre raza y fertilidad también es muy clara en ciudades africanas, como comprobó McElrath (1968) en Accra y Abidjan.

Dentro del continente asiático, el trabajo de diferenciación re­sidencial urbana más conocido es el de Berry y Rees (1969) sobre la ciudad hindú de Calcula. El factor principal hallado fue denomi­nado por los autores uso del suelo, y distinguía las áreas residencia­les de las destinadas a otros usos. A continuación, se obtuvo un segundo tactor de carácter étnico, relacionado con la localización de la población musulmana. También se aislaron un factor de ran­go social e instrucción y otro de desorganización social.

Otra ciudad asiática analizada bajo el enfoque de la Ecología Factorial es Colombo, capital de Sri Lanka, antigua Ceylán (Her- bert y Silva, 1974). Las cuarenta variables incluidas en este análisis fueron reducidas a cuatro dimensiones principales; status social, uso del suelo, infravivienda y status étnico, ésta última muy poten­te, mostrando una estructura social en la que las distintas razas guardan una fuerte distancia física entre ellas.

En definitiva, podemos concluir que los análisis sobre ciudades tercermundistas, por lo general, una relación muy grande entre las tres dimensiones señaladas por Shevky y Bell, sobre todo, entre el

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rango social y el familismo. También hay que destacar que, a dife­rencia de las ciudades europeas, el factor étnico aparece casi siem­pre, jugando un marcado papel en la estructura social urbana. De hecho, son muchas las ciudades en las que los barrios toman el nombre de la etnia o tribu que los habita. Sin embargo, no se puede decir que sea un factor totalmente independiente, pues a menudo está bastante ligado a variables de características socioeco­nómicas y demográficas.

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Calidad de vida en la ciudad. Claves para su comprensión

contextualEnric Pol y Manuel Domínguez

Departamento de Psicología Social Universidad de Barcelona

INTRODUCCION

Hablar de calidad de vida y en la ciudad nos obliga a plantear­nos previamente el marco en el que se incardinan estos conceptos y hace surgir este artículo. Para ello deberemos plantearnos tanto los aspectos relacionados con la crisis ambiental como los relacio­nados con el bienestar social y la calidad de vida, que se nos pre­sentan complejos y multifactoriales, destacando lo relacionado tan­to con la salua como con la calidad ambiental. Todo ello tomando en consideración el hecho que surge de unos posicionamien- tos por lo menos éticos y/o filosóficos del ser humano frente al mundo.

CLAVES PARA UNA CRISIS DE INTERACCION

En los últimos veinte años se ha hablado mucho sobre la crisis ambiental a la que está sometida nuestra sociedad. Se ha debatido sobre la incidencia del hombre sobre el medio y de la degradación del medio ambiente sobre el ser humano. Se ha focalizado la aten­ción en algunos agentes causantes de este proceso, vinculándolo, explícita o implícitamente, a nociones como calidad de vida, cali-

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dad ambiental, salud. Si bien esto es necesario, puede no ser sufi­ciente.

Las claves de la relación entre el ser humano y su entorno están en un constante proceso de cambio, no sólo por la rápida evolución de los procesos tecnológicos y productivos, sino también por la presión sobre las actitudes, comportamientos y estados de opinión a que nos someten los mass-media. Pero no sólo a través de éstos, sino del mismo mensaje que toma —o se le da— al medio ambiente (o entorno) con su estructuración y la presión de los grupos sociales de referencia.

A menudo se ha querido afrontar la problemática del medio ambiente con programas de intervención, formación o conciencia- ción (educación ambiental, campañas de opinión de uno u otro signo, etc.) de claro cariz tecnológico o tecnocrático, cuando lo que está en juego es el proceso mismo de interacción hombre-en­torno. En una sociedad que potencia la inhibición ambiental, con­sideramos fundamental que el ciudadano, el ser humano, recupere su capacidad de gestión en todos los ámbitos. Deberemos, enton­ces, conocer y analizar cómo se produce esta interacción, tanto a nivel cognitivo como emocional; cómo se forman las actitudes y se transmiten los valores; cómo se produce socialmente el entorno, no sólo el «natural» sino todo lo que constituye el medio habitual del ser humano, y finalmente, qué formas sociales adopta esta inte­racción y a través de qué conceptos se evalúa. Es en este marco relacional en el que vamos a considerar los conceptos y procesos enunciados de calidad de vida, calidad ambiental, bienestar y salud.

CLAVES PARA SU ENMARCAMIENTO SITUACIONAL

El despertar actual del interés por la problemática urbana y ambiental lo encontramos en un momento histórico en que con­vergen una serie de factores que permiten su surgimiento hacia finales de los cincuenta y que toman la orientación actual a partir de los setenta. En la posguerra, el optimismo del progreso, el cre­cimiento económico y los profundos cambios sociales inducidos

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por la evolución tecnológica (especialmente la cibernética), los cambios en la estructura de producción y la concentración urbana en unas ciudades en plena reconstrucción estimularon toda una generación de estudios sobre la problemática ambiental y el bie­nestar, encaminados a mejorar funcionalmente el hábitat urbano y los entornos laborales, para incrementar la productividad, con un trasfondo eminentemente tecnocrático y sin considerar todavía el impacto en el equilibrio ecológico de las nuevas tecnologías, los nuevos asentamientos humanos y los sistemas de producción y so­breexplotación de los recursos naturales, que pueden llevar —por primera vez en la historia— a su agotamiento.

Los movimientos urbanos y sobre todo los estudios y plantea­mientos teóricos que se desarrollaron en esta primera época, con matiz antitecnocrático, serán generalmente de signo marxista, pero no contemplaron, de suyo, el problema ambiental. No será hasta finales de los sesenta y principios de los setenta cuando se comen­zará a tomar conciencia de este hecho, a partir de la denuncia de la ecología, la extensión «inhospitalidad» de los nuevos núcleos de población creados y su progresiva degradación, que reclaman me­jores condiciones de vida, y se manifestará una cierta consciencia de necesidad de un equilibrio ecológico perdido.

Por otro lado, la época dorada de la expansión de las ideolo­gías humanistas de la posguerra ha pasado, así como la euforia social del crecimiento económico. Las esperanzas escatológicas de un mundo mejor están en plena crisis, acompañando la crisis de las ideologías. La problemática social del mundo occidental, espe­cialmente en Europa, da un giro importante. Desaparece el fantas­ma de la sobrepoolación, se ralentiza el proceso de vaciado del campo y de concentración urbana. Pero la población se ha masifi- cado, el medio social se ha transformado profundamente en pocas décadas, el poder y los centros de decisión son cada vez más omni­presentes en cuanto al control ejercido, pero más alejados y menos accesibles para el ciudadano, regulando directa o indirectamente la organización social del espacio y el tiempo, a través de la plani­ficación —o la no planificación— urbanística, el pautaje de los «ritmos» urbanos y los efectos de los mass-media. Juntamente con la eclosión del paro, la proliferación (imposición) de nuevas «nece­sidades», la degradación del medio y la crisis de recursos reconoci­

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bles, el ciudadano se siente impotente. A excepción de reducidos grupos de activistas, se culminará un proceso tendente a la inhibi­ción social y ambiental, en el que en muchos casos se renuncia incluso a la gestión del entorno personal más íntimo, encargándolo a «expertos», en búsqueda de un status social prefigurado.

POSICIONES FRENTE AL PROBLEMA:EVA EN EL PARAISO

Ante esta situación aparecen dos tendencias contrapuestas. Una tratará de actuar —si no de cambiar— sobre el curso de la evolución tecnológica, por la creencia de que va en contra del mismo ser humano y del medio ambiente. En sus planteamientos más radicales pueden adoptar dos posicionamientos no necesaria­mente excluyentes. El primero enfatizará la imperiosa necesidad de recobrar el equilibrio ecológico, pudiéndose transformar su postura en un enunciado ético formulado en los términos: «Es moral todo lo que es ecológico», y viceversa. El otro planteamiento atribuirá la situación al modelo de sociedad y al modelo de desa­rrollo seguido, y por tanto lo que hay que cambiar es directamente las estructuras de poder.

La otra tendencia planteará que estamos delante de una diná­mica imparable pero positiva. De hecho, lo que se debe hacer es «avanzar» más aún, en la ciencia y en la técnica, hasta que sus indudables aspectos negativos del momento desaparezcan, ya que no son más que disfunciones momentáneas y subsanables con el perfeccionamiento tecnológico.

En síntesis, detrás de cada una de estas posturas se da un posi- cionamiento ideológico. De todos modos, en conjunto se denota un cambio filosófico importante. Para ÁraMuren (1984), es el paso de la modernidad a la posmodernidad. Él dominio del mun­do —nos dice— ha sido el fin moral supremo del hombre de la modernidad, en una peculiar interpretación del mandato bíblico del Génesis «creced y dominad la tierra», en un fuerte empeño por transformar en «producto» el inmenso e inerte depósito de materias primas que es el mundo, depósito y taller, taller y super­mercado en el que consumir. El cambio es el descubrir que el

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hombre no es espíritu, pensamiento o yo, sino un estar en el mun­do, estar en el entorno o en el medio ambiente.

El entorno pasa de objeto externo, ajeno, consumible, a parte integrada de nosotros mismos, generando unas actitudes modifica­das, desde las que hay que entender la actual irrupción del ecolo- gismo y el ambientalismo. Una cierta voluntad, podríamos decir, de retorno al espíritu de equilibrio reinante en las sociedades pri­mitivas que no han sido afectadas por la llamada «civilización»; volviendo a la imagen bíblica, el equilibrio reinante en el paraíso perdido. Es decir, dejar de comernos la manzana.

Todo ello irá acompañado por una serie de posicionamientos diferentes. Aranguren enfatizará el cambio en la consideración del trabajo, que se convierte en profesión, cargado con el sentido reli­gioso del término. Se aspira a que sea gratificante, que se penetre de la satisfacción puramente lúdica que proporciona el juego, cosa casi imposible. La ética de nuestro tiempo —dice— ya no es como en la modernidad, la del ascetismo, sino la del hedonismo, del neohedonismo. Haciendo un juego de palabras, dirá que el sentido de la vida se ha transferido de la «vocación» (dedicación al traba­jo) a la vacación (dedicación libre en el entorno lúdico del tiempo de los fines de semana y las vacaciones). Esto —podemos añadir— tiene fuertes implicaciones en la estructuración del espacio urbano y metropolitano, en la imputación de un sentido transicional a la ciudad —con la consiguiente inhibición ambiental delante de un entorno cada vez menos vivido como propio— y la trituración del medio «natural» por las segundas residencias, imposibles por su lado de llegar a ser el espacio propio.

Implicaciones ambientales que se incrementan al considerar las futuribles, más voluntariosas que reales, de transformación del «paro» en «ocio» (en la formulación que le da en 1983 Racionero), cuando —dice Aranguren— en nuestra posmodernidad, con la in­viabilidad de las sociedades posindustriales utópicas, que consti­tuían la escatología de los sesenta, el lugar de trabajo (no el trabajo en sí) se ha convertido en un bien precioso por escaso, y se plantea el problema de la productividad en el ámbito de una sociedad de un «neo-despilfarro» improductivo, que ya no es el «despilfarro» del gozar cuantitativo de los bienes de consumo, sino el siniestro —y más improductivo aún— del armamento nuclear y galáctico.

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En síntesis, como dirá José Luis Sampedro (1983), la causa de la destrucción ambiental y de la problemática urbana no es el desa­rrollo, sino este modelo de desarrollo. La ecología, en cuanto am­biental, debe tener un sentido que rechace tanto la pueril idealiza­ción del estado natural como la mera corrección técnica de desas­tres consumados o su prevención artificial.

Con este enmarcamiento situacional queremos enfatizar que todo tratamiento de la problemática urbana y ambiental, de la problemática del bienestar y la salud, en definitiva, de la calidad de vida, parte —o, si quieren, comporta— de un posicionamiento

or lo menos ético, si no filosófico o ideológico, que, rechazando as cómodas y bloqueadoras etiquetas, hay que admitir y explicitar

la negación de lo cual es un fraude, pero a su vez una definición explícita.

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CLAVES PARA UNA DEFINICION

El término calidad de vida empieza a utilizarse ya dentro de los años sesenta, pero sobre todo a partir de los setenta, como reacción a los criterios economicistas y cuantitativistas que regían los llamados «informes sociales», «contabilidad social» o estudios de nivel de vida. De hecho, la OCDE enfatiza por primera vez en 1970 la necesidad de hacer hincapié en que el crecimiento econó­mico no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para crear mejores condiciones de vida, por lo cual hay que enfatizar sus aspectos cualitativos.

En la «Encuesta sobre la Calidad de Vida en España», que el MOPU publica en 1979, se hace un interesante seguimiento del término «calidad de vida» desde su origen, que por su valor clari­ficador vamos a sintetizar. El término calidad de vida aparece a partir del lenguaje de los políticos, para designar lo que con menos sofisticación se había estado llamando hasta entonces «bienestar». La satisfacción conlleva ciertas matizaciones, básicamente un dis- tanciamiento técnico y un paso a una perspectiva más subjetiva. A su vez, el término bienestar vino a sustituir, en una forma laica, al

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término felicidad, más cargado de connotaciones ideológicas y mo­rales. Con ello se producía un paso del problema de la esfera individual a la social y pública. El paso del tema del «bienestar» al tema de la «calidad de vida» supone, en parte, una recuperación del tema de la «felicidad», en tanto implica retomar la perspectiva del sujeto. Si bien el término «felicidacf» no figura en los anales de la ciencia, el campo de la experiencia subjetiva al que vagamente se alude con él ha sido objeto de reflexiones teóricas trascendentes para las ciencias sociales. Así, conceptos como «alienación», «rea­lización», «angustia», «frustración», «satisfacción», por citar algu­nos, son de uso común y son conceptualmente más cercanos.

Todo este razonamiento nos sitúa frente a la dificultad de saber en qué términos definir el constructo calidad de vida en relación a la problemática urbana, social, ambiental, que es el objeto de este estudio.

Siguiendo a Levi y Anderson (1980), por calidad de vida enten­demos «una medida compuesta de bienestar físico, mental y social, tal y como lo percibe cada individuo y cada grupo, y de felicidad, satisfacción y recompensa (...). Las medidas pueden referirse a la satisfacción global, así como a sus componentes, incluyendo aspec­tos como salud, matrimonio, familia, trabajo, vivienda, situación financiera, oportunidades educativas, autoestima, creatividad, competencia, sentido de pertenecer a ciertas instituciones y con­fianza en otros» (Levi y Anderson, 1980, 6). Esta definición nos acota una concepción de calidad de vida como un constructo com­plejo y multifactorial, sobre el que pueden desarrollarse algunas formas de medición objetivas a través de una serie de indicadores, pero en el que tiene un importante peso específico la vivencia que el sujeto pueda tener de él.

Estos autores atinan al señalar que, sin embargo, un alto nivel de vida objetivo (entendiéndose, por ejemplo, los recursos econó­micos, el hábitat, el nivel asistencial o el tiempo libre) puede ir acompañado de un alto índice de satisfacción individual, de bie­nestar o de calidad de vida. Pero esta concordancia no es biunívo- ca. Para ellos, «por encima de un nivel mínimo de vida, el determi­nante fundamental de la calidad de la vida individual es el «ajuste» o «la coincidencia entre las características de la situación (de exi­

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gencias y oportunidades) y las expectativas, capacidades y necesi­dades del individuo tal y como los percibe él mismo» (Levi y An- derson, 1980, 59).

Llevando al extremo este razonamiento, podemos entender que la máxima expresión de la calidad de vida es la que se dará en una situación de equilibrio ecológico perfecto, tanto en lo biótico como en lo social, cultural y mitológico, es decir, aquellas socieda­des primitivas que referíamos antes o aquel paraíso perdido antes de la ruptura ecológica de Eva y la manzana. Ello nos situaría la calidad de vida, en términos absolutos, como en un mito inalcanza­ble. Pero no olvidemos el componente vivencial subjetivo de una realidad.

En todo caso, queda en el haber de nuestro desarrollo concep­tual, a partir de esta primera lectura exegética, el aspecto de equi­librio ecológico o, en otros términos, de calidad ambiental, como un componente fundamental que aglutina un buen puñado de los posibles indicadores antes enunciados.

Pero además, en la valoración de ese componente subjetivo esencial entra en juego una serie de elementos en principio total­mente relacionados con las necesidades del individuo, pero que van tomando cada vez más un matiz social y comunitario. Hablar^ de calidad de vida como referencia completa al bienestar nos acerca indefectiblemente a la misma definición de salud que la OMS ha propuesto: no sólo la ausencia de enfermedad o padeci­miento, sino también el estado de bienestar físico, mental y social.

Todo ello nos lleva a poder conceptualizar la noción de calidad de vida en términos de relación o vivencia de la calidad ambiental y la salud.

Por todo, nos reiteramos en la definición más sincrética de calidad de vida como el ajuste entre las características de la situa­ción o la realidad y las expectativas, capacidades y necesidades del individuo tal como los percibe el mismo y el grupo social. Para analizar la calidad de vida en una sociedad, consideramos impres­cindible el establecimiento de un estándar colectivo, que no puede ser válido más que para el momento concreto y específico de su establecimiento. Para ello, en nuestro trabajo de investigación (Do­

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mínguez y Pol, 1987) hemos recurrido al estudio de la representa­ción social que un colectivo tiene de calidad de vida y sus compo­nentes esenciales de salud y calidad ambiental.

Queda, sin embargo, un aspecto fundamental por considerar: el proceso relacional dinámico entre los conceptos referidos v la realidad urbana y social, que afectará profundamente al nivel de satisfacción que de ella se tenga. Para ello, la noción de «apropia­ción» referida tanto al espacio, los bienes y recursos y los hechos sociales, se nos muestra clarificadora, en cuanto permite relacionar el objeto en sí, la imagen y la identificación en un profundo proce­so dinámico que tanto afectará en lo cognitivo y lo afectivo como en lo funcional y lo satisfactorio, en un feedhack constante.

M. J. Chombart de Lauwe (1976) da una clara definición de apropiación, que ella relaciona al espacio, pero que es extensible a todas las facetas antes mencionadas. «Apropiarse de un lugar —dirá— no es sólo hacer de él una utilización reconocida; es esta­blecer con él una relación, integrarlo en las propias vivencias, en- raizarse, dejar en él la propia impronta y devenir en actor de su transformación. El individuo integra progresivamente los elemen­tos y las configuraciones espaciales de sus esquemas cognitivos y deja su impronta en el entorno, la cual ejercerá a su vez una impor­tante devolución y afirmación de su propio yo, y por tanto de su capacidad de autogestión, realización, satisfacción, y, por tanto, afectando positivamente su salud mental.

En nuestra investigación hemos podido constatar cómo los puntajes de satisfacción más elevados aparecían precisamente en los aspectos en que los sujetos tienen un nivel de apropiación más elevado, ya sea por la convergencia de imagen y gestión (caso de la valoración global de la propia vivienda), o de imagen e identifi­cación (caso de la ciudad global como imagen y símbolo de una parte propia de su identidad). En ambos casos, los puntajes bajan cuando se pasa al nivel de análisis funcional de aspectos concretos. Por todo ello, creemos que habrá que profundizar más en la no­ción de apropiación, en cuanto puede ayudar a definir y operativi- zar aspectos aún difíciles en la valoración de la calidad de vida en la ciudad.

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A MODO DE SINTESIS

En síntesis, analizar la calidad de vida en la ciudad requiere un posicionamiento ideológico de partida, que llevará a una valora­ción del contexto de la salud, en su aspecto comunitario, médico y asistencial, y en su aspecto cualitativo de la interacción social, en el contexto ambiental y económico en cuanto a disponibilidad y calidad de recursos dentro de un equilibrio que supera lo mera­mente ecológico (pero que lo incluye). Ello en relación a las expec­tativas de la comunidad, pero sin olvidar que estas expectativas vienen conformadas por ei marco ideológico referente o dominan­te. Esto nos sitúa el problema fuera de todo planteamiento tecno- crático. Para nosotros, la capacidad de gestión, de autogestión de su espacio vital por el ciudadano, en último término de «apropia­ción» como negación positiva de la inhibición ambiental y/o social será fundamental.

REFERENCIAS

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Participación ciudadana y metrópoli

Concha Denche Morón y Julio Alguacil Gómez

Sociólogos

M ETROPOLI: LA CIUDAD INESPECIFICA

La ciudad que conocemos resulta ser la ordenación territorial que expresa el dominio de la burguesía a lo largo del siglo XIX.

Resulta, pues, de un proceso de concentración y polarización orientado a la exigencia de reproducción del capital. Ciudad y factor económico son un binomio inseparable que se fundamenta en la centralización administrativa, concentración demográfica y concentración de los medios de producción. El sistema urbano alude a economías de aglomeración y crecimiento económico. El crecimiento de la ciudad alude a las comunidades locales que con­forman su entorno inmediato, tanto porque permiten plasmar los mecanismos de inversión y decisión económica sobre el territorio, distribuyendo de facto recursos humanos y económicos hasta lo­grar consolidar un sistema óptimo de flujos de intercambios de producción y consumo, como porque la expansión urbana se hace a costa de la pérdida de dichas comunidades específicas, que to­man el status de periferia al servicio de la gran urbe que ayudan a crear.

A medida que la ciudad se complejiza, la búsqueda de funcio­nalidad obliga a aplicar el zonning como directriz de separación de actividades, es en la práctica deseccionamiento urbano, la com-

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partimentación del espacio de producción, espacio de reproduc­ción, espacios de consumo; de donde arranca la transformación de la uroe en metrópoli.

La resultante de la operación no es otra que un gran centro (decisional) rodeado de islas económicas, sin identidad propia, que sirven como partes de un engranaje a la lógica metropolitana. El desequilibrio diferencial entre las partes sería sustancial al proceso mismo.

La metrópoli, al contrario que la ciudad, no se extiende sobre sus áreas circundantes (pueblos aledaños), sino que devora cual­quier formación local a su paso, al igual que el eucaliptus, su dia­léctica concentración-desertización, la erige sobre un desierto.

Detallar, pues, su funcionamiento es casi una cuestión mecáni­ca: municipios y distritos expresan una gran dependencia respecto a la metrópoli, hecho que dificulta la recreación de cosmologías locales.

La conciencia de anonimato se realimenta con el fuerte proceso de desarraigo a que se ven sometidas amplias capas de población obligadas a emigrar, desenraizadas de su medio de origen.

La ciudad inespecífica es aquella que no tiene rostro, es un canal de circulación de mercancías, en donde nadie puede recono­cerse porque el eclecticismo es su nota distintiva y a la que nadie pertenece.

BARRIO, ESPACIO RECONOCIBLE

A medida que la identidad se desdibuja en la metrópoli se recrea la noción de barrio en su doble vertiente de espacio sociofí- sico con sus itinerarios y barreras, a la vez que entramado del que resulta un espacio vital para quienes crean en él sus vínculos so­ciales.

, Cada barrio es vivido por sus moradores de forma diferenciada respecto a los otros; es, en fin, específicamente «dominado» por el vecindario. Estamos, pues, refiriendo una noción de espacio que presenta un doble perfil:

— Entorno delimitado geográficamente, con sus límites físicos y simbólicos, con una trama, altura y color, una tradición histórica

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y social, que confluyen en una forma de percepción del área como unidad homogénea y diferenciadora. La unidad física estimula la unidad simbólica (Keller, 1975).

— Barrio sociológico, aquella instancia espacial que alude a proximidad, vecindario. Aguí uno se siente protegido, es aquella parte de la ciudad que los habitantes «sienten que les pertenece».

Barrio es, pues, una combinación precisa de todas estas carac­terísticas, ya que una delimitación sin unidad social y simbólica no sería propiamente un barrio; de igual modo, el espacio vivido como barrio no tiene por qué coincidir con el concepto adminis­trativo del mismo.

Todo esto, en definitiva, redunda en la configuración de una identidad colectiva, que no es sino la expresión de un sentimiento de apego en sentido espacial.

Los barrios concebidos como espacios para la reproducción de la fuerza de trabajo pasan a convertirse en comunidades locales por obra de sus moradores, que consiguen sintetizar su desarraigo en una cosmología que recompone los múltiples fragmentos de la emigración y movilidad urbana.

CRISIS URBANA Y PARTICIPACION

El crecimiento urbano acelerado de la etapa desarrollista, por un lado, ha generado nuevos barrios y, por otro, se ha anexionado antiguos municipios cercanos; en ambos casos se prescinde desde la administración de la posibilidad de crear instituciones represen­tativas para la propia gestión de esas unidades urbanas.

Este propio desarrollismo no participado da origen a una pro­funda crisis urbana que se expresa a través de la carencia como norma, la deficiencia de infraestructuras, la falta de equipamientos como hecho cotidiano y un máximo distanciamiento entre gober­nantes y ciudadanos. Si a ello sumamos la falta de libertades polí­ticas y el deseo y exigencia de las mismas, lo mezclamos y lo agita­mos, obtenemos el cóctel que da paso al surgimiento de las luchas sociales urbanas de los años 70 y a su expresión organizativa, inser­tada en espacios definidos como son los barrios: las asociaciones de vecinos.

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Son las necesidades materiales de una vivienda digna y de otros bienes y servicios urbanos los que determinan el carácter reivindi- cativo de los movimientos urbanos, que ante la falta de cauces participativos «irrumpen», enfrentándose al bloque dominante. Entendemos reivindicación en este período como una exigencia al poder respaldada por movilizaciones que presionan; en este senti­do se trata de pedir, exigiendo del que tienen, pero que no quiere dar. A la par aparecen también las reivindicaciones de carácter político, las libertades democráticas que se entienden como partici­pación en el poder mismo.

En otros casos aparece la reivindicación no tanto como exigen­cia sino como defensa del ciudadano frente a la amenaza institucio­nal (expropiaciones, terciarización del centro de las ciudades, etcé­tera). Sin embargo, se entiende el movimiento asociativo como sustitutivo de los Ayuntamientos democráticos, cuando éstos lle­gan tras las primeras elecciones municipales de 1979, muchos en­tienden que las asociaciones de vecinos deben dejar paso a un «buen hacer» de las nuevas corporaciones locales, que en muchas ocasiones han absorbido a los propios grupos formales que alimen­taban el movimiento asociativo. Se trunca esa posibilidad histórica que apuntaba M. Castells: «En España existe la gran posibilidad histórica de ampliar las formas de democracia representativa, arti­culándolas con elementos de democracia directa a partir de los movimientos de masas forjados durante la lucha antifranquista» (Castells, 1977).

En definitiva, la consolidación de las nuevas instituciones loca­les como mediadoras y representación de los vecinos es a la vez causa y efecto de una desmovilización vecinal que en la política de las corporaciones democráticas se traduce en una participación por «invitación» por seguir con la terminología acuñada por J. García Bellido. Así se invita a los vecinos a participar en organis­mos consultivos (comisiones mixtas) donde se pueden proponer o sugerir orientaciones pero en ningún caso se pueden tomar deci­siones. Esta participación no de gestión es un nuevo aspecto for­mal, no un real tomar parte en; se presenta como una cesión desde el poder local, vertical y en un modelo cerrado (ya que no se puede participar en sentido contrario a lo establecido).

De ¡acto supone una realimentación de los mecanismos de po­

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der, ya que el intercambio de información es un sondeo de los requerimientos vecinales para canalizar en la consecución del voto.

Por lo tanto, todos estos cauces son más para la información en una sola dirección donde las decisiones ya están elaboradas y digeridas, que para la participación real, quedándose en meros mecanismos de amortiguación de las contradicciones latentes no resueltas.

Surgen así diversas maneras de entender el concepto partici­par, dependiendo del lugar que se ocupa frente a la gestión de lo urbano y, por supuesto, de otros aspectos más ideológicos. En general se desarrolla la tendencia a pensar que cuanto más alto se está en el listón institucional se entiende más la participación como mera información de las distintas administraciones a los usuarios, de más arriba a más abajo. Por tanto, los elegidos conciben el proceso participativo como una correa de transmisión mediante la cual difunden, venden, en definitiva, la imagen de operaciones, paradójicamente no participadas. Esta forma de entender la parti­cipación no podía por menos que provocar un enorme desgaste que ha llevado a la práctica extinción de los propios organismos consultivos como pueden ser los consejos de distrito y otras comi­siones mixtas. La poca credibilidad, la desconfianza y la nula efica­cia de estos cauces institucionales ha ido mermando hasta sus pro­pias posibilidades de amortiguación de los conflictos urbanos, no siendo capaz ya de integrarlos.

NUEVOS ASPECTOS DE LA CRISIS URBANA Y NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES

No habiéndose superado aún la totalidad de las primeras rei­vindicaciones sociales, a pesar de los logros de las luchas urbanas y de la creación de infraestructuras por parte de los Ayuntamientos democráticos, aparecen otros nuevos aspectos de la crisis económi­ca estructural «consagrando —como apunta M. Castell— una pro­funda dualidad intrametropolitana, zonas de la misma área metro­politana crecen y prosperan considerablemente, mientras que otras se convierten en campamentos de parados o sobreviven en las for­mas extrainstitucionales de la ciudad sumergida» (Castells, 1984).

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A ello habría que sumar la crisis del Estado de Bienestar, los signi­ficativos cambios demográficos, la implantación de las nuevas tec­nologías y la creciente internacionalización de los procesos econó­micos. Todos estos nuevos aspectos nos ofrecen unas nuevas con­diciones que podemos resumir en la falta de credibilidad en las instituciones políticas tradicionales, una mayor marginación de amplios sectores de población, a la misma vez que un mayor tiem­po de ocio. Estas nuevas condiciones invalidan la reivindicación como único instrumento de lucha, abriéndose la necesidad de nue­vas formas de incidencia, ya que permite trocar a los ciudadanos demandantes en ciudadanos actuantes, no sin menoscabo del pro­pio poder. En consecuencia, las organizaciones ciudadanas tradi­cionales dejan de tener sentido en un sistema que no es capaz de satisfacer las necesidades sociales que se demandan, lo que desem­boca en lo que se ha dado en denominar «la descomposición de los movimientos sociales», dando paso a nuevas formas.

Aparecen hoy otro tipo de necesidades de corte radical, ya no se trata tanto de reivindicar como de poner en práctica aquello que se plantea. Se interrelacionan necesidades materiales con las culturales de ejercer una presencia directa. Son colectivos que no tienen ninguna pretensión de perennidad, asumiendo su precarie­dad y la necesidad de una renovación permanente; son, por tanto, grupos-sujeto que aparecen y desaparecen, según los motivos con­cretos, más o menos espontáneos, tal como la propia economía sumergida. Importa más la autovaloración, la autogestión o control a pequeña escala, que lo que materialmente se consigue. De esta forma los logros serán percibidos como propios y no como algo recibido del exterior. Si algún tejido social se desarrolla será sobre estas bases de fragmentación y autovaloración social que se están recomponiendo.

Se pueden establecer tres características que pueden sintetizar las nuevas formas asociativas:

1. Se desarrollan nuevos valores entre ciertos sectores pobla- cionales (sobre todo entre los más jóvenes) que se traducen en nuevas formas de vida que, aunque estando al margen del sistema de valores dominante productivista, no dejan de representar una vía dual paralela y capaz de convivir de forma comunitaria con el individualismo imperante. Es la expresión de lo comunitario, en­

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tendido como un compatir experiencias convivenciales, frente a la expresión de lo asociativo como mera reivindicación o especializa- ción de una actividad.

2. El espacio local entendido como vecindario es el lugar donde la participación puede adquirir, además de unas formas aso­ciativas, unos contenidos de carácter inmediato en contraposición a las organizaciones políticas que tienen un horizonte ideológico más lejano, unos objetivos de difícil consecución. Los contenidos de horizontes suelen ser tácticos y más difíciles de precisar, mien­tras que los contenidos inmediatos suelen ser explícitos y manifies­tos. Ello es posible por la cohesión y homogeneidad socioeconómi­ca entre sus miembros, vinculados, además, por una cosmología común integradora. La existencia de un tejido social a nivel local viene definida por toda una serie de formas intermedias de difu­sión de mensajes, que son precisamente las más importantes para la comunicación. Entre las que pretenden formular unos planes u objetivos y la base social, que se supone destinataria, no median simplemente unos carteles, octavillas o cuñas publicitarias, sino que existe toda una trama informal de relaciones sociales a conocer y a tener en cuenta.

Distinguiremos —según lo hace Tomás Rodríguez-Villasante (1984) — , otros dos escalones que denomina Grupos Animadores (o grupos formales) y Sectores Activos (o sectores informales). Va­mos primero con los grupos, denominando tales a aquellos agrega­dos de pocas personas que pretenden actuar en la comunidad se­gún unos esquemas o pautas predeterminadas en gran medida por una orientación previa, aunque no es necesario que sean muy con­solidadas sus formas organizativas para que se les pueda considerar Grupos Formales. Basta para ello que su punto de referencia sea algún horizonte ideológico amplio y externo a la subcultura local, una ideología que anima al propio grupo y que éste trata de difun­dir entre los demás vecinos por diversos medios. Estos grupos tienen una dedicación y un activismo muy alto en el vecindario, siendo los verdaderos motores que han desarrollado los movimien­tos ciudadanos.

En segundo lugar, tenemos a los «Sectores Activos». Esta cate­goría es fundamental para entender todos los movimientos que se han generalizado obteniendo resultados trascendentes. Así como

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en los Grupos suele haber una conciencia política para actuar y movilizar a los vecinos, en los sectores lo que predomina es una cierta inquietud y activismo por transformar lo más cotidiano, su entorno, su vecindario. En definitiva, estos sectores están com­puestos por líderes reconocidos y retransmisores de los mensajes.

Así como la comunicación entre los sectores y los vecinos es siempre permanente, no ocurre lo mismo con la comunicación que suelen establecer los Grupos con los Sectores y Base Social. Esta comunicación se da preferentemente para actividades concretas y en momentos determinados. Es más, en estos momentos de crisis se aprecia aún una gran desconexión entre los Grupos y Sectores precisamente por esa descomposición de los movimientos sociales a la que hemos hecho referencia.

3. Aunque en las dos características anteriores se entremez­clan las necesidades más existenciales con las más culturales, sin entrar en mayor teorización, cabe resaltar la existencia de lo que se ha dado en llamar necesidades radicales que simplificando las podemos definir como el desear consciente de una distribución social del poder, se corresponde más con las necesidades de los grupos formales y en ocasiones se traducen en una expresión polí­tica.

Resumiendo, estas tres expresiones se complementan y desa­rrollan ampliando una Sociedad Civil que vaya invadiendo terreno a la Razón de Estado.

En otro orden de cosas, hay dificultad para medir la incidencia y la cuantificación de estas nuevas formas asociativas, precisamente por su volatibilidad v sus intenciones de no ser controlados. Sin embargo, a través del estudio realizado por J. M. Valdés y S. Pérez (1986), en el que se cuantifica el asociacionismo madrileño partien­do del Registro y considerando previamente que no están todos los que son ni son todos los que están, sí podemos recalcar tres puntos de inflexión:

1. 1966: Es el año en que se registran más asociaciones; pre­cisamente aparecen tras la recién estrenada Ley de Asociaciones.

2. 1977: Le sigue en importancia en número de registros, siendo el año que más asociaciones de vecinos se registran, coinci­

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diendo precisamente con un período clave en las luchas sociales urbanas. Es la etapa de la reivindicación.

3. 1984-85: Este período, además de reflejar un alto registrode asociaciones, cabe destacar que es la etapa que más asociaciones ecologistas, feministas y culturales-recreativas se registran. Reflejan de alguna forma cierto cambio en las tendencias del asociacionis- mo metropolitano.

LA PARTICIPACION A NIVEL ESPACIAL

El concepto de la participación no es un tema nuevo. Ha sido motivo de atención por los clásicos desde Platón hasta la actuali­dad, pasando por Rousseau; todos ellos tienen un punto común de encuentro: «Las oportunidades de los ciudadanos para partici­par en el proceso de toma de decisiones se hallan en proporción inversa respecto al tamaño de la comunidad» (Gaviria y Gómez Orfanell).

Claro que hoy hay muchas formas de entender la participación, pudiéndose efectuar un baremo donde la mayor intensidad en par­ticipación se realiza en los espacios más reducidos, que son los más controlados y percibidos por los ciudadanos, disminuyendo esta intensidad en la medida que el área aumenta, disminuyendo también el control y la percepción de la misma.

Así, tal y como establecemos en el cuadro, se pueden distinguir al menos cuatro niveles que van de mayor a menor intensidad en la participación; son: los espacios comunitarios (entorno más in­mediato después de la vivienda), el Barrio, el Distrito y toda la Metrópoli. En consecuencia, los dos niveles donde se produce una participación en el sentido más profundo del término, son los que se encuadran en el vecindario, sobre todo si en él ha habido poca movilidad de población, es decir, si han vivido una o más genera­ciones, ya que los vecinos son en muchos casos parientes, compa­ñeros de trabajo o estudio, miembros de la misma asociación, al mismo tiempo. Los ciudadanos se conocen por algo más que por ser simples vecinos.

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RELACIONES DE PARTICIPACION A NIVEL ESPACIAL

K)K)

METROPOLI DISTRITO BARRIOESP. COMUNITARIOS

(calle/bloque/plaza)

Formas de participación

Democraciarepresentativa

Democraciaconsultiva

Democracia directa Gestión comunitaria

Contenidos de la participación

Votar cada cuatro años

Consejos de distrito Acción comunitaria Intervención directa

Figurasinstitucionales

Alcalde Presidente de la Junta municipal (Concejal)

Posible conexión de Grupos Formales con sectores activos de barrio.

Presidente de la Comunidad de Propietarios

Puesta en escena de las figuras

Elegido cada cuatro años

Determinado por el partido gobernante

Líderes naturales o reconocidos

Responsabilidadrotativa

Formas asociativas Organizacionesprovinciales. Comitésejecutivos.Federaciones.Coordinadorassectoriales.

Coordinadoras de Grupos. Asociaciones de vecinos.

Asociaciones de vecinos. Colectivos. Asambleas abiertas

Comunidades de propietarios

Tejido social Red de nudos de enjambre

Red de colectivos. Relaciones de comunicación

Relaciones de liderazgo. Relaciones comunitarias.

Relaciones de vecindad

Q.o'CD

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POLITICA SOBRE PARTICIPACION.DE LO QUE ES A LO QUE PODRIA SER

Ni que decir tiene que el poder institucional y el desarrollo legislativo (Ley Básica de Régimen Local - LBRL) puede o no favorecer la mayor intensidad participativa en cada una de las áreas espaciales descritas. Hasta ahora, como se ha venido argu­mentando, la política institucional es ignorar la realidad asociativa que se va desarrollando y estableciendo cauces de participación que por su propia ineficacia y el papel que han jugado en la amor­tiguación de los conflictos urbanos na hecho de estos cauces parti- cipativos algo vacío de contenido, poco creíble y nada atractivo para ios movimientos sociales urbanos.

Cualquier política de participación que quiera ser tal no puede por menos que abrir un proceso dinámico que incluso cuestione permanentemente los intereses propios de las burocracias institu­cionales. En este sentido, podemos establecer la posibilidad de dos políticas fundamentales y complementarias.

— En primer lugar, establecer verdaderos cauces instituciona­les que recuperen la credibilidad de las instituciones locales. La descentralización y la división de poderes se materializa a través del establecimiento de mecanismos y organismos que posibiliten la toma de decisiones por parte de los vecinos aproximando la gestión municipal lo más posible a la base. Así, la creación de consejos de barrio y distrito con poder decisorio y cuya composi­ción no ignore el tejido asociativo, la implantación de sufragios intermedios a nivel de distrito o incluso de barrio, así como la elección directa del concejal de distrito por los vecinos de éste y la potenciación de oficinas de participación por distrito y barrio.

Es evidente la resistencia que el propio poder puede establecer para perder parte de sí mismo; sin embargo, hay dos causas apun­tadas por Christer Sanne (1985) por las que esta resistencia puede ser vencida.

«La primera es que una organización local puede cumplir una función útil, desde el punto de vista del Estado. La gente que asume responsabilidad local aligera la carga del Estado y del go­bierno local, quienes, de otra manera, se verían en la obligación de proporcionar servicios». Por otro lado, «la cohesión local también

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tiende a incrementar el control social informal. Es factible prever cambios que hagan que las decisiones inevitables sean tan poco apetitosas, que ceder el poder de tomarlas no parezca un sacrificio tan grande».

— Una segunda política empezaría por aceptar la existencia de un tejido asociativo muchas veces informal y marginal pero que desarrollan interesantes experiencias alternativas de indudable in­terés público. No cabe, ante estas perspectivas, sino canalizar el apoyo —fondos, equipamientos, subvenciones, becas, créditos, et­cétera— a cualquier iniciativa de asociacionismo comunitario. De ¡acto ya hay experiencias suficientes que demuestran la eficacia de gestión por parte de las propias asociaciones en cuanto a locales y equipamientos varios se refiere. Es más, la gestión de locales por parte de las propias instituciones deja mucho que desear en canti­dad y calidad de participación y actividades si comparamos con los locales gestionados por la propia base social usuaria de los mismos. Y es aue lo sentido como propio, la apropiación de me­dios y actividades, son garantía de éxito, tanto en la calidad de las actividades a desarrollar como en la reproducción del propio aso­ciacionismo.

En el caso de la gestión directamente institucional prima el aprovechamiento individual de un servicio social reglado y, por tanto, poco valorado, en este caso pierde sentido hasta la propia participación por invitación. Motivar la gestión participada de es­tos centros sólo es posible bajo la autorresponsabilidad adquirida colectivamente, de vivencia cotidiana; sólo algo valorado puede provocar una actitud de recreación permanente.

Pero es más: no sólo puede ser muy positivo el apoyo material a los grupos ya formados, sino que las instituciones podían crear este tipo de organizaciones voluntarias; ejemplos de ello ya hay en otros países europeos.

EXPERIENCIAS

Llegados a este punto, únicamente resta como broche engarzar cuanto se ha dicho con ejemplos prácticos, evidenciando así que no hay mejor teoría que la praxis misma, ningún cuestionamiento

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más radical que el quehacer cotidiano, conjugando el verbo parti­cipar en primera persona.

Barrios remodelados

La operación de remodelación de barrios de Madrid, es en la práctica, una redistribución económica sin precedentes, que impli­ca una gran movilización de recursos humanos y organizativos.

Puede decirse que es obra del poder del vecindario que arrolla los estrechos cauces habilitados para el discurrir de la vida social, pero ante todo es el Luto de la tenacidad de unos pobladores (en el caso de los barrios de intravivienda) obligados no sólo a cons­truir una vivienda, sino a dar significado al término barrio, allí donde la ciudad se llamaba suburbio.

Las pésimas condiciones de habitabilidad y el olvido de la ad­ministración para con estos asentamientos condicionan una super­vivencia basada en la solidaridad y la coherencia interna, y va gene­rándose un incipiente movimiento asociativo que canaliza la auto­gestión de los barrios, que supone ir sedimentando un profuso tejido social.

Tanto el proceso de liquidación de la vergonzante realidad so­cial y «urbana», que expresaban estos barrios, como su posterior recomposición, son una muestra del saber hacer ciudad.

Hacer ciudad, que implica acuñar una dimensión de la misma en contra de la metrópoli, retrotraerse a su lógica, evitando disol­verse en el anonimato afirmando una territorialidad y una forma distinta de gestión.

El grado de participación varía efectivamente según los barrios, pero cabe resaltar la intervención del v^ecindario en la elaboración de planes parciales, diseño de las viviendas e, incluso en algunos casos, la formación de comunidades al hilo de la vieja sociabilidad a la hora de adjudicarse las nuevas casas.

Un proceso de realojo de tal magnitud ha sido posible acome­terlo en un período relativamente breve, únicamente porque la organización vecinal ha ido acolchando ios efectos que conllevaría consigo tanto por la movilización como por el tránsito a un modelo urbano homologado desde la marginalidad.

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La acción vecinal-comunitaria hace posible lo que la propia planificación no está en condiciones de llevar a cabo. Se pone de relieve —todo el proceso es un sinfín de ejemplos— la necesidad de dotar de autonomía a una zona que, sin competencias adminis­trativas y de gestión, así como políticas, son mucho más que frag­mentos de un distrito.

Radios libres

Se plantean vertebrar un nuevo concepto de la comunicación que suponga una forma efectiva de participar de tal modo que se produzca una ruptura en los patrones de difusión cultural, expre­sando comportamientos sociales alternativos.

Supone por ende propulsar la vida local como marco de la noticia y en forma de incorporación prioritaria del factor espacial a la hora de enfocar el cambio social.

Conocer y valorar el impacto de lo inmediato, cuanto incide en la vida cotidiana, recuperando la pérdida bidireccional de la comunicación.

Se trata, pues, de una apropiación de la comunicación que tradicionalmente ha sido dada desde las instancias de poder (polí­tico, económico, eclesial...) y servida por macromedios.

Abordar la onda hertziana desde el propio vacío legal para regular el libre derecho a la comunicación, presenta la acción fren­te a la reivindicación en una búsqueda de la comunidad. Constitu­ción de una experiencia comunicadora que se desdobla en lugar de permanente debate y lugar de encuentro entre los colectivos (formales e informales) que componen el panorama social.

Alternativas para la producción

La condena a ese ocio forzoso que es el paro, mal entendido y peor canalizado por los careos competentes (?) al respecto, meros conductores del tranvía de la modernidad que deja a los más jóve­nes plantados en la estación, ha generado un discurso negativo y un desánimo generalizados, amén de unas secuelas sociales nada

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desdeñables. Ahora bien, en medio de ese páramo no todo ha de ser desolación; así lo muestran cuantas experiencias contraponen capacidad de gestión, de trabajo y motivación a la pasividad y falta de iniciativas desde la administración local en función de la dimen­sión del conflicto en cada distrito.

Cada vez más, y vinculadas a áreas concretas —donde los vien­tos del paro golpean intensamente—, van articulándose cooperati­vas de trabajo, talleres ocupacionales, desde los que «buscarse la vida» alternativamente.

Este tipo de cooperativas, aun sin saberlo, apuntan a una línea de ecodesarrollo local, ya que aprovechan la demanda local, inte­grando necesidades y trabajo excedente.

Son también una buena forma de hacer barrio al implicar a gran parte del vecindario en tales proyectos (comprar allí, revertir la renta dentro de la comunidad), poniendo una nota solidaria en un contexto individualizador como es toda crisis social y consoli­dando nuevas formas de sociabilidad.

REFERENCIAS

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miento urbanístico. C A U , 51.G aviria, C., y G óMEZ-Oreanell, G.: «P o d e r , e sp ac io y dem o crac ia» .

Revista de Estudios Sociales, 21-22.Keller, S. (1975): El vecindario urbano, M ad rid .RodrÍGUEZ-Villasante, T. (1984): Comunidades locales. M ad rid , In stitu ­

to de E stu d io s de la A dm in istración Local.Sanne, C. (1985): Moradores. M ad rid , D irección G en era l d e A rqu itectu ra

y V ivienda, M O P U (m on ografías).ValdÉS, J . M ., y Pérez, S.: «P erio d izac ió n y tip o logía del m ovim iento

asociativo m ad rileñ o ». Rev. Alfoz, 29.

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DOCUMENTACION SOCIAL

ECONOMIA SOCIAL Y EMPLEOLEY GENERAL DE COOPERATIVAS

COMENTARIOS Y TEXTO

N. 68 • JULIO-SEPTIEMBRE, 1987

ESTRUCTURA DEL NUMERO

1. Parte:1. Empresas de Economía Social y Empleo en España.

Isabel Vidal.2. Medidas de Fomento al Empleo.

Eduardo Rojo.3. Análisis Jurídico y Económico de la Ley de Sociedades Anónimas

Laborales.José María Montelio y Miguel Angel Bonet.

4. Mínimos que han de reunir toda organización de autoempleo. Enrique del Río.

5. Datos sobre cooperativas y sociedades laborales formadas por colectivos marginados.Francisco Salinas.

2. ® Parte;

1. Naturaleza y contenido institucional de la nueva Ley General de Cooperativas.Juan José Sanz Jarque.

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2. Innovaciones principales de la nueva Ley General de Coopera­tivas.Sebastián Reyna Fernández.

3. Los socios y asociados en la nueva Ley General de Cooperativas. Narciso Paz Canalejo.

4. Aspectos Económicos de las entidades cooperativas en la nueva Ley Ley General de Cooperativas.José María Montolio.

5. Aspectos económicos de la nueva Ley General de Cooperativas. Fernando Elena Díaz.

6. Las clases de cooperativas en la nueva Ley General de Coopera­tivas.Francisco Alonso Soto.

7. Las Cooperativas de Explotación Comunitaria de la tierra. Enedina Calatayud.

8. Las Cooperativas de trabajo asociado en la nueva Ley General de Cooperativas.Santos Ortega.

9. El Asociacionismo Cooperativo en la nueva Ley General de Coo­perativas.Francisco Salinas Ramos.

10. El Asocionismo Cooperativo en la nueva Ley General de Coope­rativas.Víctor Forgas, Presidente de la Confederación de T. A. Cooperati­vas de Trabajo Asociado de Madrid.

11. Notas sobre la futura Ley de Régimen Fiscal de las Cooperativas. José Manuel de Luis Esteban.

3.® Parte

• Texto de la Ley General de Cooperativas.

• Indice temático.

• Lo que ha de contener los nuevos Estatutos.

• Bibliografía básica.

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DOCUMENTACIONSOCIAL

PUEDE LEER EN ESTE NUMERO LOS SIGUIENTES ARTICULOS: Presentación.

La ciudad y la calidad de vida.El hecho urbano; su significado psicosocial.

Reestructuración Económica, revolución tecnológica y nueva organización del territorio.

La ciudad, ¿monotonía o sobregarga?La ciudad más que dual: pobrezas y alter-acciones.

La racionalidad de la ciudad impasible.Los nuevos espacios de la ciudad; criterios para las propuestas

del diseño y la participación de los usuarios.Satisfacción residencial: un concepto de calidad de vida.Niños de Musgueira; un estudio sobre la ecología social

de un barrio de chabolas.La ciudad, la salud y el comportamiento social.

Las barreras ambientales de la ciudad: obstáculos a la normalización personal y contextual en el caso del retraso mental.

Ruido y sus efectos en la población. El caso de Madrid. Diferenciación residencial y areas sociales de la ciudad.

Calidad de vida en la ciudad; claves para su comprensión contextuai. Participación ciudadana y metrópoli.

DOCUMENTACION SOCIALSan Bernardo, 99 bis, 7 °

28015 MADRID Teléfono 445 53 00 lO

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