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------------- NO DESEAMOS UN PARAISO VERDE Peter Schneider M e imagino que si el tierno monstruo E. T., amante de los niños, hubiera aterrizado en un prado alemán, en vez de en el oeste americano, en el otoño de 1983, y hubiera escuchado el primer sonido de una lengua terrenal en un distrito rural suabo o sajón, ¿cuál sería la primera palabra que E. T. habría oído? No sería, seguramente, la palabra «pelota», ni la de «bosque», ni tampoco la palabra «gracias» ni l a de «nostalgia». No, la primera pa- labra que E. T. repetiría maquinalmente con las tiernas cuerdecillas vocales de su computer, sería la bella palabra alemana «paz». Pues bien mani- pule con su largo índice los mandos de una radio, bien, por inadvertencia, conecte un aparato de televisión, deletree un periódico o escuche una conversación a la luz de la luna, no oiría con más ecuencia ninguna otra palabra. Preguntado desde el universo lo que este sonido humano significa, radiotelegrafiaría E. T. a la estrella madre, que a pesar de que posee un sexto de cociente de inteli- gencia, no ha logrado penetrar el sentido de esta palabra. Todo gira en Alemania en torno a la paz, y apenas hay alguna actividad que no se realice en su nombre. Se guarda silencio, se habla, se pasa hambre, se canta, se escribe por la paz; se sien- tan, se levantan, van, circulan, descansan y se preparan por la paz. Pero nadie ha podido propo- ner una imagen para esta palabra. Presumible- mente se trata de una substancia que ha llegado a ser tan escasa sobre la tierra como el hidrógeno o el oxígeno. Cuando pregunte, sin embargo, qué clase de substancia sea, para qué sirve, solamente podría llegar a saber que paz significa la evitación de una catástro en nombre de la guerra atómica. El, E. T. tiene la impresión de que el estado tan ardientemente deseado por todos es la conserva- ción de lo que hay. Ocurre como si los hombres hubieran olvidado todo deseo bajo la presión de una amenaza mortal. Ha llegado tan lejos, que se ha convertido en una condición de la vida hu- mana, probablemente tan indispensable como el agua o el oxígeno; se ha transrmado en una meta. Pero E. T. considera tan desastrosa una situación en la que no domina otro deseo que la necesidad de supervivencia, que pide, por vor, que se lo lleven de allí. No creo que la angustia ante una catástrofe nuclear sea paranoica. Quien no tenga miedo en Alemania, o es un idiota o carece totalmente de imaginación. Probablemente el mundo se encuen- tra en tal situación que, de alguna manera, sólo pueda describirse adecuadamente a través de las visiones de un paranoico. Las nuevas mas misi- les Crucero y Pershing II sirven, en la medida en que pueden explicarse, como avanzada de un pla- 46 neado intercambio de golpes atómicos entre las grandes potencias. Quien haya imaginado alguna vez las onteras de semejante guerra táctica ató- mica, seguro que Alemania estaba en el centro. Después de que los alemanes han precipitado el mundo a la segunda guerra mundial, el mundo parece decidido a que la tercera, si no se puede evitar, comience sobre el suelo del niño malo. Esto es posiblemente normal, como también lo es que los alemanes se muestren algo más inquietos que sus vecinos. Para los americanos y rusos, quizá también para los británicos y anceses que, en cualquier caso, pueden decidir por sí mismos si aprietan el botón, puede que no exista ninguna direncia entre una guerra atómica táctica y es- tratégica. Los alemanes sólo podrían contemplar esta direncia desde algún lugar del cielo. Pero esta angustia, sin duda ndada, se empareja - talmente con una rara pasión, que yo llamaría de amor por la catástrofe. Pienso en la tendencia de los alemanes a organizar su vida cotidiana en or- den a evitar toda pequeña o gran emergencia. No es por casualidad que los traductores italianos o anceses colocan entre comillas palabras alema- nas como «Angst» (angustia) o «Vorsorge» (preo- cupación). Tienen la sensación de que las corres- pondencias lingüísticas propias para estas palabras no se ajustan exactamente. Es evidente que un pueblo cuya vida cotidiana está condicionada en los períodos de paz más pronda por los senti- mientos de preocupación y precaución, no se in- clina precisamente a la anarquía. Aún cuando nin- guna catástrofe esté a la vista, la espera latente de una emergencia produce una alta disponibilidad a la obediencia. ¿Qué sucederá cuando lo peor, en el que, por otra parte, siempre se había pensado, se haya convertido en una posibilidad real? En este horizonte de expectativas, la angustia razonable ante la guerra atómica se convierte - cilmente en un instrumento de chante, con el que se pueden controlar las reivindicaciones. Cuando están en juego la supervivencia de la es- pecie, todos los demás derechos humanos pasan a segundo plano. Aparece una especie de devoción por la paz, un sometimiento a la paz, un tono grave y solemne, ante el cual todo movimiento de libertad resulta algo estúpido. La amenaza de ca- tástro atómica posee una autoridad invisible. Ante esta visión horrorosa deben callar todas las contradicciones, los hombres deben unirse, darse la mano, cantar y permanecer tranquilos. Natu- ralmente, la expectativa de catástros crea un terreno ideal para los salvadores de la humanidad de todo género, para los pregoneros de la unidad, para los filósos de la supervivencia. Su palabra adquiere el peso de millones de toneladas de ex- plosivos; quien no quiera escuchar volará por el aire. No es por casualidad que en los textos perti- nentes retorne la imagen del arca de Noé, la ima- gen de un barco en el que todos navegamos, de una cuerda por la que todos debemos tirar. La catástro no conoce clases, solamente alemanes.

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-------------NO DESEAMOS UN

PARAISO VERDE

Peter Schneider

Me imagino que si el tierno monstruo E. T., amante de los niños, hubieraaterrizado en un prado alemán, en vezde en el oeste americano, en el otoño

de 1983, y hubiera escuchado el primer sonido de una lengua terrenal en un distrito rural suabo o sajón, ¿cuál sería la primera palabra que E. T. habría oído? No sería, seguramente, la palabra «pelota», ni la de «bosque», ni tampoco la palabra «gracias» ni la de «nostalgia». No, la primera pa­labra que E. T. repetiría maquinalmente con las tiernas cuerdecillas vocales de su computer, sería la bella palabra alemana «paz». Pues bien mani­pule con su largo índice los mandos de una radio, bien, por inadvertencia, conecte un aparato de televisión, deletree un periódico o escuche una conversación a la luz de la luna, no oiría con más frecuencia ninguna otra palabra. Preguntado desde el universo lo que este sonido humano significa, radiotelegrafiaría E. T. a la estrella madre, que a pesar de que posee un sexto de cociente de inteli­gencia, no ha logrado penetrar el sentido de esta palabra. Todo gira en Alemania en torno a la paz, y apenas hay alguna actividad que no se realice en su nombre. Se guarda silencio, se habla, se pasa hambre, se canta, se escribe por la paz; se sien­tan, se levantan, van, circulan, descansan y se preparan por la paz. Pero nadie ha podido propo­ner una imagen para esta palabra. Presumible­mente se trata de una substancia que ha llegado a ser tan escasa sobre la tierra como el hidrógeno o el oxígeno. Cuando pregunte, sin embargo, qué clase de substancia sea, para qué sirve, solamente podría llegar a saber que paz significa la evitación de una catástrofe en nombre de la guerra atómica. El, E. T. tiene la impresión de que el estado tan ardientemente deseado por todos es la conserva­ción de lo que hay. Ocurre como si los hombres hubieran olvidado todo deseo bajo la presión de una amenaza mortal. Ha llegado tan lejos, que se ha convertido en una condición de la vida hu­mana, probablemente tan indispensable como el agua o el oxígeno; se ha transformado en una meta. Pero E. T. considera tan desastrosa una situación en la que no domina otro deseo que la necesidad de supervivencia, que pide, por favor, que se lo lleven de allí.

No creo que la angustia ante una catástrofe nuclear sea paranoica. Quien no tenga miedo en Alemania, o es un idiota o carece totalmente de imaginación. Probablemente el mundo se encuen­tra en tal situación que, de alguna manera, sólo pueda describirse adecuadamente a través de las visiones de un paranoico. Las nuevas armas misi­les Crucero y Pershing II sirven, en la medida en que pueden explicarse, como avanzada de un pla-

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neado intercambio de golpes atómicos entre las grandes potencias. Quien haya imaginado alguna vez las fronteras de semejante guerra táctica ató­mica, seguro que Alemania estaba en el centro. Después de que los alemanes han precipitado el mundo a la segunda guerra mundial, el mundo parece decidido a que la tercera, si no se puede evitar, comience sobre el suelo del niño malo. Esto es posiblemente normal, como también lo es que los alemanes se muestren algo más inquietos que sus vecinos. Para los americanos y rusos, quizá también para los británicos y franceses que, en cualquier caso, pueden decidir por sí mismos si aprietan el botón, puede que no exista ninguna diferencia entre una guerra atómica táctica y es­tratégica. Los alemanes sólo podrían contemplar esta diferencia desde algún lugar del cielo. Pero esta angustia, sin duda fundada, se empareja fa­talmente con una rara pasión, que yo llamaría de amor por la catástrofe. Pienso en la tendencia de los alemanes a organizar su vida cotidiana en or­den a evitar toda pequeña o gran emergencia. No es por casualidad que los traductores italianos o franceses colocan entre comillas palabras alema­nas como «Angst» (angustia) o « Vorsorge» (preo­cupación). Tienen la sensación de que las corres­pondencias lingüísticas propias para estas palabras no se ajustan exactamente. Es evidente que un pueblo cuya vida cotidiana está condicionada en los períodos de paz más profunda por los senti­mientos de preocupación y precaución, no se in­clina precisamente a la anarquía. Aún cuando nin­guna catástrofe esté a la vista, la espera latente de una emergencia produce una alta disponibilidad a la obediencia. ¿ Qué sucederá cuando lo peor, en el que, por otra parte, siempre se había pensado, se haya convertido en una posibilidad real?

En este horizonte de expectativas, la angustia razonable ante la guerra atómica se convierte fá­cilmente en un instrumento de chantaje, con el que se pueden controlar las reivindicaciones. Cuando están en juego la supervivencia de la es­pecie, todos los demás derechos humanos pasan a segundo plano. Aparece una especie de devoción por la paz, un sometimiento a la paz, un tono grave y solemne, ante el cual todo movimiento de libertad resulta algo estúpido. La amenaza de ca­tástrofe atómica posee una autoridad invisible. Ante esta visión horrorosa deben callar todas las contradicciones, los hombres deben unirse, darse la mano, cantar y permanecer tranquilos. Natu­ralmente, la expectativa de catástrofes crea un terreno ideal para los salvadores de la humanidad de todo género, para los pregoneros de la unidad, para los filósofos de la supervivencia. Su palabra adquiere el peso de millones de toneladas de ex­plosivos; quien no quiera escuchar volará por el aire. No es por casualidad que en los textos perti­nentes retorne la imagen del arca de Noé, la ima­gen de un barco en el que todos navegamos, de una cuerda por la que todos debemos tirar. La catástrofe no conoce clases, solamente alemanes.

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Esta tendencia hacia el totalitarismo se puede observar en todos los campos políticos. Helmut Kohl ha acusado al movimiento por la paz, que cuenta con millones de partidarios, de ser una tropa auxiliar de Moscú dirigida a distancia, y lo ha hecho responsable, preventivamente, del fra­caso de las negociaciones de Ginebra; quien pro­testa contra el estacionamiento de los nuevos cohetes, debilita las posiciones occidentales en la negociación y pone en peligro la paz. Por otro lado, resulta visiblemente difícil a algunos perio­distas liberales, llamar estado de excepción al es­tado de excepción en Polonia y asesinato masivo al derribo de un avión coreano sobre Sahalín. De­cir la verdad parece ser un lujo que hace peligrar la paz, y a lo que muchos ya se han desacostum­brado. Finalmente en Mutlangen, donde el 1 de septiembre comenzaron las acciones contra el es­tacionamiento; sólo eran admitidos algunos parti­darios de la paz que anteriormente habían partici­pado en un entrenamiento de «oposición no-vio­lenta». El investigador de la paz Robert Jungk ha descrito, ejemplarmente, las coacciones que pue­den conducir, en un estado dotado con armas atómicas, al control progresivo y al uniformismo de la sociedad. Quisiera exponer aquí algunos ri­tuales y modelos de pensamiento convergentes del movimiento que se dispone a impedir el estado atómico. No participo, de ningún modo, del temor de varios críticos que nos advierten del peligro de una «dictadura verde». Semejante advertencia me parece visible, si se tienen en cuenta las relaciones de fuerzas en presencia. Más bien temería que el movimiento ecológico y por la paz fracasara antes de que haya alcanzado su techo social. En mi exposición me referiré no al movimiento conside­rado globalmente, sino a una parte, una subten­dencia, que bautizaré con el nombre de «fracción ontológica».

Entre los verdes y amigos de la paz se ha desa­rrollado una gran nostalgia por el Todo y la salva­ción, por el resultado final de las contradicciones. Un libro, que la diputada por los verdes Manon Maren Grisenbach no duda en titular «Filosofía de los Verdes», comienza con la siguiente frase: «La filosofía debe ser entendida como el lugar donde no se producen ningún tipo de disyunciones ni divisiones», y, posteriormente, bajo el subtítulo de «Totalidad: Conexión-Unidad» se dice: «Cuanto más ponemos en relación las cosas entre sí, tanto más surge ante nosotros la visión de totalidad, con discontinuidades, vacíos y disyun­ciones provisionales, pero en último término reu­nidos todos en un arca, en la que nos sentamos con todos los demás ... Vuelta al holismo, del griego Holos-Todo».

Evitaría a los amigos y enemigos del movi­miento por la paz las citas de este libro, si no hubiera estado en Mutlangen. Allí no fue sólo interesante admirar el bloqueo impresionante y políticamente exitoso de la base USA de cohetes, sino también algo de la utopía vivida de los ver­des.

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Para comenzar por algo secundario; ya la pri­mera ojeada demostraba que la filósofa no había pedido demasiado con su exigencia, de que el aspecto exterior debe «ser signo de lo interior: jerseys calcetados por uno mismo, sandalias de cuerda y cuero; no, no se debe estimular la ten­dencia al lujo». Allí era perceptible lo que Ma­ren-Grisenbach afirma como a priori de la actitud vital de los verdes: « ... prescindir de cosas, poseer pocas para poder verse tal como es uno mismo, hechas por uno mismo, realizables de tal modo que obliguen más al corazón que al portamone­das». Que todo esto hecho por uno mismo, calce­tado por uno mismo pueda estar más cerca del corazón de los verdes, no quiero discutirlo. Pero no estoy de acuerdo, si se piensa que con la pro­ximidad al corazón también se produce una apro­ximación a la naturaleza, a lo natural, a los pue­blos primitivos. Los pueblos primitivos estaban precisamente muy lejos de pensar que un hombre que se levanta del lecho y se viste lo indispensa­ble, fuera por eso más bello. El ideal de belleza de los olmecas, taltecas, aztecas, por ejemplo, era extremadamente complicado, resultado de largas horas de trabajo y penas, mostrando una extraor­dinaria tendencia al lujo. ¿Eran, por ejemplo, la formación de los bordes de los labios que se pro­longaba durante años, las perforaciones de boca, nariz, mejillas, en las que colgaban piezas orna­mentales enormemente pesadas, la artística estili­zación de la cabeza en la niñez, realizables fácil­mente? La idea de que un hombre ofrece un as­pecto más natural cuando renuncia a ornamentos y maquillajes, poniéndose unos pantalones de peto sobre unas sandalias de cuero, surge, más bien, con el hastío tardoburgués por la moda industrial y con la falta de imaginación, que con la vuelta a la naturaleza. Respecto de la aproximación a la

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naturaleza, seguramente son más «naturales» los caprichos agresivos y dolorosos de la moda punk, que los rituales de privación de la cultura de los pantalones de peto.

Pero también vi cumplida en Mutlangen otra visión de Maren-Grisenbach afirmada como tesis, que yo hubiera omitido gustosamente. Allí se sen­taban realmente como se prometía en la página 23 de «la Filosofía de los Verdes» ... juntas las espal­das ... por la noche en pequeños grupos, acurruca­dos sobre la tierra o el césped, están inmóviles unos cerca de otros ... están juntos en los minutos, en las horas de silencio». Efectivamente, cual­quiera que por aquellos días se aproximara a la entrada de la base de cohetes de Mutlangen debía de tener la impresión de ser testigo de unos extra­ños funerales. Delante de la valla de espinos vería un pequeño grupo de hombres, que se agrupaban como en una especie de círculo inmóvil, cogidos de la mano y en silencio. Acercándose más, des­cubriría que en el interior del círculo no se encon­traba ningún cadáver, sino otro grupo de hombres acurrucado sobre el césped y también en silencio. Después de cerca de diez minutos el silencio fue interrumpido por un leve rasguido de guitarra y sonaron canciones de estilo solemne; una de las más frecuentes era la siguiente: «Queremos ser como el agua / agua suave que rompe la piedra ... »

El ritual descrito tiene sentido, si al grupo de bloqueo se aproximara un peligro de fuera, una contrademostración, vecinos enfurecidos. En este caso, el llamado «grupo protector», que rodeaba al grupo de bloqueo, podía representar una de­fensa. Pero cuando se practica durante tres días, sin que en el horizonte pueda advertirse ninguna molestia, adquiere el carácter de un símbolo. ¿Cuál es el mensaje de un grupo que, sin necesi­dad, toma tales actitudes? Lo que nosotros que­remos, dirían, es tan natural que se comprende fácilmente, cantando o en silencio. Juegos, gritos, chistes, guitarras eléctricas, discusiones, bromas pesadas, no están previstos en aquello que quere­mos. Amaos los unos a los otros. La misma nece­sidad de armonía se expresa en el lenguaje propio del movimiento por la paz. La palabra «grupo de relaciones» evoca la imagen, de que hombres que luchan por la paz, debieran establecer, por lo me­nos, una «relación» -apenas tienen alguna- nece­sitarían un hogar, una familia que se reuniera a su alrededor.

Los que están a la expectativa y quieren parti­cipar en las acciones, pero no han formado parte del grupo de entrenamiento, pueden ser «adopta­dos» suplementariamente por un grupo. También aquí la imagen de un mundo en el que los hombres andan a trompicones como huérfanos, buscando continuamente a sus padres; los huérfanos se po­nen, en caso de acción, delante, defendiendo los «grupos modelo», que se alimentan de frutas y canciones.

Me choca desagradablemente la palabra mágica de «consenso». Se la glorifica en un manual como

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una «forma de decisión democrática, sin votos». Al principio de mayoría electoral se sobrepone el concepto de consenso, con el fin de «reunir todas las ideas y propuestas y mezclarlas unas con otras». No quisiera especular sobre si puede fun­cionar semejante modelo de decisión. Lo más grave para mí no es la idea de que sea impractica­ble, sino de que pudiera tener éxito en el movi­miento por la paz. Un grupo de diez o quince hombres que se sientan juntos cuatro semanas y toman sus decisiones siguiendo el principio del consenso, es decir, por unanimidad, está aton­tado, hipnotizado o borracho, pero, en todo caso, no está en sus cabales. Aún cuando nadie lo ma­nipule, es víctima de una manipulación. Toda de­cisión voluntaria común tomada por unanimidad, presupone el sometimiento a otra voluntad, sea la de un particular, la de una minoría, o una mayo­ría. El principio de la mayoría y el principio auto­ritario del caudillo o del jefe son comparativa­mente humanitarios, porque en los dos casos se reconoce el hecho de que en todo grupo existen necesariamente contradicciones, causadas bien por la envidia o por el ansia de notoriedad. El consenso es el resultado del azar en una discusión de grupo; elevado a principio, el azar se convierte en un instrumento de represión contra todo disi­dente. El manual recomienda, efectivamente, a cada cual el ejercicio gozoso de la autocensura: «Cuando hablamos o decidimos, debemos siempre ponernos como delante de un espejo, para anali­zarnos mejor; ... hablo ya desde hace cinco minu­tos ... no tengo una opinión diferente, simplemente estoy irritado». Confieso que el ejercicio de la unanimidad me produce una impresión macabra. Está claro quién es el dirigente y motivador de la unanimidad: el gurú bomba atómica, «Bajo mi go­bierno», susurra este tirano a los miembros de los grupos de relaciones, «toda voluntad individual debe callar. Contradicción, envidia, orgullo, com­petencia, todas las bajas motivaciones que hasta ahora han empujado a los hombres, pertenecen al pasado y todos debemos unirnos y pronunciar con una sola voz, una única frase: queremos vivir».

Debemos hablar ahora de la doctrina del princi­pado de la no violencia. Entre el principio: no emplearé ninguna violencia en mis protestas con­tra el estacionamiento de misiles, y este otro: me someto al principio de la no-violencia, existe una diferencia fundamental. En el primer caso, mani­festaré las razones de mi renuncia a la violencia. Aludiré, por ejemplo, a que el movimiento por la paz ha sido vencido siempre en todas las confron­taciones directas violentas, y que la mayoría de los ciudadanos, a los que se quiere atraer, se alte­ran más por una piedra en un cristal, que por ver un pershing en su jardín. Añadiría quizá, en honor a la verdad, que rechazo la violencia porque me asusta el dolor físico, y agregaría de mala gana que estoy mal dotado tanto para huir como para atacar. En el segundo caso, substituyo las razones por un principio: me declaro por la no-violencia,

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-------------más aún, por la eliminación de toda violencia, me comprometo a dominar la violencia en mí mismo y en el mundo, pues he comprendido lo que la filó­sofa Maren-Grisenbach, según sus propias mani­festaciones, afirma desde «el punto de vista de la naturaleza globalmente considerada» y desde la intuición de las grandes «leyes del ser», y que me ponen en el recto camino: «aprendemos que la lucha se ha convertido simplemente en un sinsen­tido de la conducta occidental, tanto la que se desarrolla contra la naturaleza como entre los mismos hombres». Verdad es que tampoco me comprendo mejor a mí mismo, ni mi angustia ante la violencia, ni la observación de que otros en mi situación actuarían violentamente. Cuando alguien amontona delante de la puerta de mi casa un quin­tal de pólvora, es completamente normal que ac­túe contra él utilizando todos los medios posibles. Naturalmente que lo odiaré y él a mí, si en caso de necesidad lo cojo por el cuello y lo arrojo violen­tamente escaleras abajo; solamente la intuición de mi fracaso podría detenerme.

Mis objeciones podrían resumirse en una idea fundamental. Atribuyo a una parte de los verdes y amigos de la paz la creencia de que el mal que nos amenaza está fuera de nosotros mismos. La bomba atómica representa la expresión más mos­truosa de una civilización agresiva, expoliadora del hombre y de la naturaleza, se trate del mo­derno anticristo o del mal objetivo. Quien lucha contra este mal, necesariamente debe condenar las fuerzas que lo producen y alimentan como algo antinatural. Por otra parte, su veredicto no afec­tará solamente a la civilización técnica, la que produce la bomba atómica, sino también su apa­rato conceptual, su alma, en la que se desenca­dena el ansia de poder, la violencia, el egoísmo, la

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competencia, el culto del yo. Por consiguiente, se probará a sí mismo y al mundo, que está libre de aquellos impulsos agresivos que se han ido trans­figurando en la acumulación de nuevas capacida­des de matanza. Reprimirá en sí mismo todas las emociones que le recuerden la faz del mal y les opondrá la imagen de una civilización en la que los hombres sobreviven pacíficamente unos junto a otros, «como los peces en el agua». ¿Pero dónde pueden vivir los peces pacíficamente, si no es en un aquarium?

La operación de purificación del mal ha sido llevada a cabo por todos los movimientos de re­novación, sean políticos, religiosos, culturales o revolucionarios de cualquier especie. También está en marcha entre aquellos verdes, para los que habla Maren-Grisenbach. Por consiguiente, no puede extrañar que a la proyección del mal sobre la civilización técnica, siga una retro-proyección: la reivindicada «renovación» (Maren-Grisenbach) es, en realidad, la vuelta a la verdadera naturaleza del hombre. La imagen deseada de una futura civilización pacífica es retrotraída al origen de la historia; se siente uno como intérprete de los pla­nes de la creación. De esta manera, las posibilida­des históricas, convertidas en necesarias, se inflan hasta llegar a «leyes del ser». La guerra ya no es, gracias a la bomba atómica, una forma absurda de decidir los conflictos, sino una forma no prevista en los planes de la creación. El entronque de la técnica en la naturaleza no necesita un control ecológico porque la dominación de la naturaleza se transforme en su destrucción, sino porque el entronque en sí mismo es ya un crimen: «Toda utilización de aparatos técnicos, su construcción misma produce un cambio del medio ambiente natural, y por más que queramos proceder suave-

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-------------mente, se desencadenarán fuerzas materiales que afectan a la naturaleza». Egoísmo, competencia, ansia de poder, sentimientos de angustia y soledad no son algo natural, si acaso impulsos concupis­centes, nos son impuestos por las relaciones socia­les, que un par de anormales han creado a nuestro alrededor. Y, finalmente, la bomba atómica misma, ese sol creado por los hombres, no es el producto lógico de una civilización en la que todos nosotros participamos; es un error, un monstruo, inventado por monstruos, pero nosotros, nosotros mismos, hombres verdaderos, naturales, «que te­nemos oído tan fino para el viento de la historia que sopla en dirección al futuro ... », nosotros que­remos la paz.

Si esta crítica no fuera más que una llamada al rigor conceptual -por no hablar de lo que se es­cribe-, la confusión de exigencias políticas con leyes del ser no tendría tanta transcendencia. La retroproyección de los modos deseados de con­ducta social sobre la esencia de la naturaleza o el hombre conduce a dos errores. En primer lugar, se reduce el conocimiento a un acto de propa­ganda en favor de un determinado proyecto polí­tico. En segundo lugar, se presta a este proyecto una falsa autoridad: la naturaleza misma, la esen­cia humana, las exigencias de la trama de la vida ... etc. El carácter necesariamente experimen­tal del proyecto político es suplantado por una actitud prepotente, totalitaria en principio. Pues el proyecto, considerado como ley de la historia o de la naturaleza, no debe ponerse en cuestión, si y en la medida en que tenga éxito. Cuanto más tiempo pase por verificado, tanto menos será necesario contrastarlo, resistiéndose a toda falsificación. Llegado al poder, se transforma rápidamente en una máquina cuyo fin más importante es hacer imposible la falsificación. Se comporta como el computer en Kubrick 2001, que utiliza toda su inteligencia para impedir que nadie retire la cla­vija. Un ejemplo de esta actitud, es el tratamiento realizado por los verdes del caso Hecker en el parlamento federal; Hecker «falsificaba» la tesis de que los verdes son hombres libres del «vicio», que los hombres grises, «la gente de la calle», todavía pueden cometer: tocar los pechos de las mujeres. En vez de abandonar la tesis, se aban­donó a Hecker.

Después de centenares de miles de años, la his­toria de la humanidad no permite decir nada cierto sobre la esencia del hombre. Pero por lo menos debemos tener por posible que la civilización in­dustrial, que actualmente, y con buenas razones, miramos con espanto, fue creada por nosotros. Probablemente la historia humana pueda conce­birse como intento de reprimir, progresivamente, los sentimientos obscuros, peligrosos, asociales en nosotros mismos, en favor de lo socialmente de­seable. Este progreso civilizador implica necesa­riamente la reducción y desarraigo de costumbres humanas, y cuando hablamos de «costumbres», no pensamos únicamente en las puras. Conside-

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rada desde «el punto de vista de la naturaleza total», la supresión universal de los elementos da­ñinos para la civilización -tiranos, esclavistas, chauvinistas, criminales, violentos, etc.- supone, probablemente, una pérdida tan importante como la desaparición de los abejorros. Los verdes, en todo caso, con sus reivindicaciones justas y nece­sarias, no pueden invocar una pretendida voluntad de la naturaleza, ni tampoco el origen de la histo­ria humana. Las sociedades naturales, tan fre­cuentemente citadas, no conocieron solamente el matriarcado y la vida pacífica colectiva, sino tam­bién la esclavitud, la explotación, la opresión im­perial de pueblos vecinos, la dominación de otros hombres y el cáncer. Lo que distingue, fundamen­talmente, a las civilizaciones preindustriales de la nuestra, es el hecho de que, para ellas, el diálogo con el cosmos era más importante que el diálogo con los hombres. Es esta perspectiva, la pesadilla nuclear con la que sueña nuestra civilización, apa­rece como el reverso de un sueño feliz: la idea de que Dios se ha hecho hombre y de que el hombre puede permitirse explotar la naturaleza sin con­trapartidas, está en el origen no sólo de todas las utopías del hombre nuevo, sino también de la bomba atómica.

Confío en que se me entienda; no defiendo nin­gún tipo de fatalismo, que recomienda abandonar a su suerte las fuerzas de destrucción que nuestra civilización ha desencadenado. Quiero, más bien, defender los principios políticos de los verdes y del movimiento por la paz contra su ontologiza­ción. Un movimiento que niega su carácter posi­tivo y vive sus deseos y esperanzas como necesi­dades naturales, puede paralizarse fácilmente an­tes de que ponga algo en marcha. El verde puede convertirse rápidamente en gris y existe el peligro de que la vida sea privada de su vitalidad en nombre de su conservación. El eslogan, «quere­mos vivir sin cohetes y reconciliar la naturaleza con el hombre», no es ninguna ley, es el resultado de una elección. Puesto que este eslogan es posi­tivo, es, en último término, como una ley, pero optimista: podría probarse.

No por casualidad, hasta ahora, toda llamada a la paz ha carecido de una correlativa invocación a la libertad. Se deja pacíficamente en manos de los belicistas. Bajo la presión de una catástrofe inmi­nente se ha reducido el concepto de paz al simple deseo de supervivencia, y «paz» apenas si signi­fica algo más que ausencia de guerra. Emerge, de este modo, paulatinamente, la disposición a acep­tar cualquier situación bajo el peligro de guerra atómica. Cuando ya no ponemos condiciones a la paz, es que somos víctimas del chantaje atómico que combatimos. Quien, como yo, defiende el de­sarme unilateral, debe también explicar a qué li­bertades no está dispuesto a renunciar en ..a...ninguna circunstancia, y defenderlas en a..� caso de necesidad. �

(Kursbuch 74. Dezember 1983) Traducción: José Luis Iglesias Riopedre

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