curtis donald - cerco de sombras - ss 175

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DONALD CURTIS

CERCO DE SOMBRAS

Colección SERVICIO SECRETO n° 175Reservados los derechos para la presente edición Impreso en Gráficas Bruguera.

Proyecto, 2 - Barcelona

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CAPITULO PRIMERO

Aquella mañana empezó como casi todas las mañanas desde quehabíamos regresado a Nueva York. Nada hacía prever que el día fuese abrindarme una gran novedad. Y sin embargo...

Una sacudida suave pero enérgica; luego, un blando roce cálido enlos labios. Y lo primero que vi al abrir los ojos fué un rostro adorable.Adorable, pese a los rizos dorados que me cosquilleaban, impertinentes,el rostro.

Audrey apartó sus labios de los míos y sonrió. Nunca me ha gustadosu sonrisa a esas horas de la mañana. Debo tenor un feo aspecto aldespertarme, y eso es lo que, sin duda, hace reír a mi irónicamujercita. Pero una vez aseado, he de confesar que mi presencia esbastante agraciada. Conque vaya lo uno por lo otro. Audrey seguíasonriendo cuando habló:

—Son las ocho, querido.—¿De la mañana? —gruñí, bostezando.—¿Tú qué crees? —me dijo, señalando los ventanales, cuyas cortinas

descorridas dejaban entrar el tibio sol. Luego añadió: —Te he preparadoun sabroso desayuno: tostadas con mantequilla, huevos, jamón y café.

—Y jugo de naranja.—Y jugo de naranja —confirmó ella.

—Eso está mejor. Pero ¿puede saber un desdichado esposo por quése le despierta a las ocho cada día?—Porque ese desdichado esposo tiene que ir a la redacción desde que

fué admitido en un cierto periódico llamado «Evening Herald».Hice un gesto de fastidio. Y otro bostezo.—Si es así, la vida manda...Venciendo mi odiosa pereza saltó de la cama y me dirigí al cuarto de

baño; no habían transcurrido aún diez minutos cuando salía de él

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convertido en un ser bastante pulcro, y poco después me sentaba a lamesa dispuesto a hacer honor al apetitoso desayuno preparado porAudrey.

Mientras untaba la mantequilla en el pan, observé a mi mujer. La vimuy abstraída leyendo una carta.

—¿De algún conocido?Levantó la vista del papel y asintió:—Es de Mac Donald (1). Nos pregunta si somos felices. ¿Tú qué crees,

Doug? Véase La muerte elige, del mismo autor, publicada en Colección Detective.

No pude por menos de sonreír. Parecía haber pasado mucho tiempodesde aquello de Longville. Y en realidad sólo habían transcurrido unosmeses desde que disfrutamos nuestra luna de miel, inmediatamentedespués de solucionado el asesinato del fiscal de la ciudad. Luego, a miregreso a Nueva York, casado con una dulce mujercita que fué micómplice en mil enredos, pronto había conseguido un puesto en unrotativo, dado mi éxito periodístico y detectivesco en California, comoreportero criminalista, especialidad en la que iba destacando cada vezmás.

Me di cuenta de que aun no había contestado a Audrey. La mirófijamente a los ojos, mientras jugueteaba con el cuchillo.

—Eso eres tú quien debe juzgarlo. ¿Qué opinas?—Pues... —vaciló —creo que mi felicidad será... completa si...—¿Si qué? —apremié, ligeramente alarmado.La risa bailó en sus risueñas pupilas.—Si el gran Doug Martin fuera un hombre menos perezoso —acabó

diciendo.Fruncí el ceño, y pegué un mordisco a la tostada. Recobré el buen

humor.—El sabor de esto te salva, perversa mujer—dije—. Está riquísimo.—Y si lo saboreas tanto, llegarás tarde al trabajo.Me apresuré, y en unos minutos di fin al desayuno. Aun con el último

sorbo de café en la boca, me levanté y corrí a por el sombrero.Despedíme presuroso de Audrey y me encaminé a la estación del

elevado. Llegué con el tiempo justo de coger un tren ascendente, queme llevó a Broadway en nueve minutos. De allí a la redacción sólo habíaunas pocas yardas.

En rápidas zancadas recorrí la distancia y entré en el 387 de la calleCuarenta y Tres. El ascensor me subió al piso treinta, ocupado en sutotalidad por las oficinas y talleres del «Evening Herald». Entre saludos yalegres palmadas en la espalda, crucé las dos salas, en medio de unruidoso teclear de máquinas de escribir.

—¿Han matado hoy a alguien, Doug? —chilló Birg Adams desde sumesa abarrotada de papelotes.

—Sí. Creo que acaban de encontrar en la bahía el cadáver de

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Cleopatra —gruñí, desapareciendo tras la puerta de mi despacho.Sobre la mesa me habían dejado unas cuantas noticias del teletipo y

dos o tres notas del Departamento Central de Policía. Poca cosa. Contodo ello preparé una información de sucesos, la mayoría perfectamenteestúpidos, para llenar mi columna de la tarde. De seguro que mi jefe

bramaría al leerla, pero yo no tenía la culpa de que la gente no murieseapuñalada o a tiros en cualquier esquina de la ciudad, sólo porproporcionarnos material de interés.

Escribí a máquina mi trabajo y se lo pasé a Monty, el chico de lalinotipia.

Luego me entretuve en hojear el último número de una revistacinematográfica. Estaba enterándome de la cantidad de cartas querecibe diariamente Frank Sinatra, cuando Adams asomó la cabeza yclamó imperativo:

—¡Oye, tú, deja de contemplar las piernas de Lam Turner y vete a veral jefe! Creo que quiere hablar contigo

Después de fracasar lamentablemente en mi propósito da hacerblanco con la revista en la cabeza de Adams, me levanté y,preguntándome qué diablos desearla, fui al despacho del director.

En el cristal de la puerta leíase: Arnold J. Pearson, Todos ignorábamoslo que quería decir esa «J.» intercalada y es muy probable que él mismose hubiese olvidado de ello. Aparte de eso y su mal genio, Arnold J.Pearson era un hombre admirable. Inteligente y muy dinámico,representaba el clásico self-made-man que ha labrado su propio éxito abase de un gran tesón y una inquebrantable energía.Alto, vigoroso, de frente amplia y despejada, sus cabellos empezaban a

blanquear en las sienes. Los ojos, de un azul frío, miraban siempre cara

a cara; y la boca, ancha y bien dibujada, sabía reír también, aunque sutrazo pudiese parecer agresivo en el primer momento.Cuando entré en el despacho supe en seguida que no estaba en uno

de sus momentos de buen humor. Instantáneamente me apresuré aprevenirme contra la tormenta.

Sin embargo, el tono de Pearson no dejó traslucir irritación:—Hola, Doug. Acérquese un momento, por favor.Obedecí.—Mire, Doug, hace unos días que no me satisface su sección de

sucesos —continuó mi jefe —La encuentro poco interesante, insípida...¿Me comprende?

—Creo que sí.—El «Evening Herald» tiene fama de sensacionalista. Algunos dicenque eso es un defecto, mientras que otros lo consideran una virtud. Yyo soy de estos últimos. Y quiero más sensacionalismo en su columna,Doug.

—Puedo asaltar el Banco Nacional o poner una bomba en losastilleros... —sugerí burlón.

—No me venga con tonterías. Usted es capaz de buscar cosas para

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su sección. Y debe buscarlas. No esperar a que le vengan a las manosSuspiré, hastiado:—Mire, Pearson, según las estadísticas de este mes, los únicos

hechos dignos de mención que el Departamento ha registrado han sidotres o cuatro robos sin importancia, un incendio en el Bronx, y una

muerte por alcoholismo agudo en la calle Doce.—Me tienen sin cuidado las estúpidas estadísticas, Martin. Lo que yoquiero es que se esfuerce un poco más.

—Está bien, está bien.—Y no me venga con la excusa de que no ocurre nada importante.

Busque, busque, y si no encuentra, invéntase lo que...El estridente repiqueteo del teléfono le interrumpió Descolgó de mala

gana.—¿Diga?—masculló, sin la menor cortesía. Yo iniciaba prudentemente la retirada, pero me frenó la voz de

Pearson, seca y tajante:

—¡Martin! ¡No se vaya!Me detuve. Contemplé a mi jefe, Brillábanle los ojos azul metálico,mientras escuchaba y asentía mecánicamente con la cabeza, pegado eloído al auricular.

—¡Estupendo, Billy! —le oí decir— Ahora va Martin para allá. Por elamor de Dios, no te muevas de donde estás.

Colgó de un golpe violento el receptor y se volvió a mí excitado:—Oiga, Martin, coja un taxi y vaya volando a Jersey City aunque le

pongan cien multas los del tráfico.—¿A Jersey City? ¿Qué se me ha perdido allí?—Linda Logan, la «estrella» de Broadway, acaba de sufrir un

accidente automovilístico en la carretera de Upper Bay, junto al puente.Billy Sanders estaba por allí, y entre ellos y unos desconocidos laatendieron Parece ser que aunque el coche quedó hecho una lástima,ella ha salido sólo con ligeras contusiones. Pero Billy dice que LindaLogan apesta a whisky  y todavía no ha recobrado el conocimiento.Están en una residencia próxima a la carretera, a la altura de la milla52. La policía aun no sabe nada del asunto.

—¿Y qué pintamos nosotros allí? Si Linda Logan iba conduciendo conunas copas de más en el cuerpo, no somos de ninguna sociedadmoralista para impedírselo.

Mi jefe dió muestras de enfado.

—¿Pero no comprende? ¡Eso constituye tema para una informaciónsensacional! ¡«El ídolo de Broadway se embriaga y está a punto deperecer en un espantoso accidente»! ¿No le gusta el titular?

—Francamente, no.Esto colmó la medida. Dió un puñetazo a la mesa.—¡Le pago para que escriba y no para que opine! —rugió—. ¡Coja un

taxi y plántese allí antes de que llegue la policía y nos impida hacerninguna información! ¡No pierda un solo minuto!

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Cuando Arnold J. Pearson se pone así, no hay nada que hacer. Salí deldespacho y me precipité hasta el ascensor, estando a punto de lanzaral suelo una mecanógrafa que se interpuso en mi camino.

El ascensor me dejó en la planta baja, y en tres zancadas estuve enla calle. Había un taxi libre estacionado frente al edificio, y penetré en

él como una exhalación. El chofer se me quedó mirando algo sor-prendido.—¡A Jersey City, tan de prisa como pueda! —ordené—. No le

importen las señales de tráfico.No le importaron, lanzó el vehículo a una velocidad escalofriante,

levantando a su paso una nube de protestas e imprecaciones por partede los transeúntes. Una de las veces estuvimos a punto de serarrollados por un gigantesco camión. Otra, nos salvamos milagro-samente de entrar de manera aparatosa en el escaparate de unosalmacenes, en la Octava Avenida. El coche remontó Manhattan,atravesó el puente sobre el Hudson sin decrecer su velocidad, y enfiló

la carretera de Jersey, tomando la dirección Sur.—Deténgase a la altura de la milla 52 —chillé desde, mi asiento,acercando la cara al cristal divisorio.

El chofer asintió con una sacudida de cabeza y disminuyó un poco lamarcha. Pocos minutos después frenaba el automóvil. Salté al suelo ymiré en derredor. A escasa distancia acerté a divisar un edificio blanco,rodeado por un muro no muy alto. Era, sin duda, la residencia citadapor mi compañero Billy Sanders. No se veía ni rastro del cochesiniestrado.

Pagué al chofer el importe de la carrera y, además, una generosapropina. El hombre se la merecía.

Seguí en el centro de la carretera y sólo cuando el taxi se alejó endirección contraria a la que habíamos seguido, me encaminé yo a lacasa. No tardé en ver el coche de Linda Logan, empotrado contra elgrueso tronco de un árbol, en la cuneta. Pero dicho árbol casi loocultaba a los ojos de cualquiera que pasase por la carretera y no fueramuy observador. Tal vez a esta circunstancia se debía el que aun nohubiese sido descubierto.

Crucé el prado de hierba que extendíase hasta la residencia. Encontréabierta la puerta del muro, y me aventuré por un jardín descuidado yfeo, hasta llegar a la edificación. La hierba no había sido segada enmucho tiempo y advertíase claramente que los macizos de rosas no

recibían el riego necesario.Llamé dos veces consecutivas, con el timbre, y apenas transcurridosquince segundos, me fué franqueada la entrada por Billy Sanders enpersona.

—¡Hola, chico! —saludó, con cierto alivio—. Ya creí que no llegarías.—No pudo ir más aprisa. Aun así, dos veces he estado a punto de

quedarme en el camino.—Pasa, pasa —me apremió Billy—; el tiempo urge y no creo que la

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policía tarde mucho en enterarse de lo ocurrido.Entré. La antesala, reducida y acogedora, daba una sensación

diametralmente opuesta a la recibida en el jardín. Todo denotabalimpieza y aseo. El corredor por donde Billy me precedió, confirmabaesa impresión. Evidentemente, los ocupantes del chalet no eran muy

aficionados a la jardinería.—¿Recobró el conocimiento? —pregunté, mientras cruzábamos elpasillo.

—Acababa justamente de abrir los ojos cuando llamaste tú.Entramos en otra habitación. La luz del sol penetraba por unos

ventanales alargados, llenando de claridad la sala. Vi primero dospersonas, en pie, mirando hacia la puerta. Un hombre y una mujer, lospropietarios de la casa, sin duda alguna.

Ella aparentaba unos cuarenta y ocho o cincuenta años. Su rostro,terso y juvenil, enmarcábase bajo unos cabellos totalmente grises. Susobscuros ojos eran inteligentes y francos. Vestía un severo traje azul

celeste. El hombre, de parecida edad o quizá algo más joven, lucía unasonrisa bonachona bajo el fino bigote rubio. En torno a los ojos,pequeños y vivarachos, se entrecruzaba una red de finísimas arrugas.Llevaba con desenvuelta dejadez un terno gris perla, y apretaba entrelos labios una vieja pipa de ámbar. Gente buena, de aspecto sencillo. Delas que escasean hoy en día.

—Buenos días, señor... —empezó él.—Martin, Douglas Martin, señores —informé sonriendo.El hombre me tendió una mano ancha y fuerte, con espontánea

cordialidad.—Encantado, Martin. Nelson es mi nombre, Jeff Nelson—señaló a la

mujer de pelo gris—. Mi esposa Caire.—Es un placer para mí conocerla —dije más sincero que cortés.E inmediatamente concentré mi atención en la otra persona que

ocupaba la estancia: Linda Logan, tendida sobre una blanca cama demetal, muy parecida a las de los hospitales, y que hacía juego con lostonos claros de la decoración.

Conocía a Linda Logan de haberla visto actuar en Broadway. Eramuy bonita, aun sin el maquillaje. Rubia, de rostro dulce, atractivo, enel que destacaba el dibujo de sus labios carnosos y tentadores. Elcuerpo, de pronunciadas curvas, aparecía ahora fláccido y como sinvida, dentro del traje de paño azul, lamentablemente arrugado y sucio.

Alguien le había vendado un brazo hasta cerca del codo con indudableeficiencia. Pensé en la señora Nelson.Linda Logan tenia los grandes ojos abiertos. El rimmel se había

corrido y unos negruzcos churretones ensuciaban las pálidas mejillas.Me estaba mirando con expresión de alarma. Quiso incorporarse, perolanzó un gemido y hubo de permanecer como estaba.

—¡Qué reportaje, Doug! —se regocijó Billy.—¡Cierra el pico! —corté, seco.

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Me acerqué a la muchacha. Una vaharada de whisky  me hirió el olfato.

—No debe moverse —le advertí suavemente.—¿Es usted... de la policía? —gimió Linda Logan, entornando los ojos.—No soy de la policía.Volvió a abrirlos.

—¿Quién es, entonces?—Periodista.Se agitó, inquieta, y sus menudos dientes mordieron el labio inferior.—Lo mismo da. Es mi ruina.No dije nada. Me incliné sobre ella y aspiró profundamente. Apestaba

a whisky.

Pasé los dedos por su ropa y me los llevé a la nariz.—Bebió usted bastante —comenté con sequedad—. Huele hasta el

traje.—Volvió a incorporarse a medras, y esta voz no gimió, aunque su rostro expresó dolor. Habló excitada:

—¡No bebí ni una gota, créame! ¡Iba tan serena como usted!

—¡Nadie lo diría!—¡Es la verdad, se lo juro! —asomaban lágrimas a sus ojos—. Otras veces he bebido hastaembriagarme pero hoy no. No he probado el alcohol desde hace dos días.

—¿Por qué chocó, pues, contra el árbol?—Me falló el volante. Alguien me descompuso el motor, el coche no

respondió a mi mando y despistóse.—Es convincente. ¿Y cómo explica lo del whisky?

—La misma persona que descompuso el coche se encargó derociarme de whisky para que pareciese que iba en estado de embriaguez.

—Una especie de complot, ¿eh? —gruñí, escéptico.Billy tomaba rápidamente notas taquigráficas en su cuaderno. Me

pregunté para qué diablos las querría:Linda Logan había vuelto a echarse, con los ojos entornados.

—No me cree —susurró fatigada—. Es igual, él sabe hacer bien estascosas. ¿Cómo no iba a engañarlo a usted, si engaña a todos?

—¿Quién es «él»?—¿Qué más da eso? Usted está seguro de que yo iba borradla. Está

bien. Publíquelo así, llame a la policía, haga lo que quiera.Se quedó callada. Su rostro no dejaba traslucir emoción alguna.

Como si realmente todo le tuviera sin cuidado.De pronto, la señora Nelson me tocó el brazo.—¡Un policía motorizado ha descubierto el coche —exclamó —. Desde

aquí puede vérsele.Me acerqué al ventanal por donde ella había mirado. Vi la motoparada junto al árbol, y a un agento utilizando el teléfono del postepróximo.

En silencio volví junto a la cama. Billy Sanders y el matrimonio Nelsonme contemplaban fijamente. Linda Logan no se había movido.

—Dentro de dos minutos estarán aquí —pensé en voz alta.Asintió Jeff, sin dejar de mirarme. Me volví a la señora Nelson:

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—¿Tiene usted algún traje que esté en buen uso y que no lo importeprestar por unos días?

La señora evidenció su extrañeza.—Pues... sí, creo que sí...

—¿Para qué lo quiere? —quiso saber el marido.

—¿Y tiene algún frasco de un perfume muy intenso?— volví a inquirirsin hacer caso de la pregunta—Sí, desde luego, aunque uno sólo.—Pues traiga ambas cosas —ordené, excitado—. ¡No pierda ni un

segundo!La mujer salió del cuarto. Jeff Nelson se acerco fruncido el ceño.—¿Qué va a hacer?

—Un disparate. Pero me entusiasma hacer disparates. Aunque mi jefeme ponga de patitas en la calle.

—¿Qué demonios planeas, Doug?—se alarmó Billy.—Privar al «Evening Herald» de una noticia sensacional, y salvar la

reputación de Linda Logan —afirmé sonriendo, aunque malditas lasganas que tenía de sonreír.

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CAPITULO II

Pronto estuvo de vuelta la señora Nelson con lo pedido. Me hice cargo

de una falda y una blusa color beige y un frasco de unas cinco onzas deperfume concentrado «Aromas persas».—Gracias, señora Nelson. Ahora, usted, su esposo y Billy van a tener

la bondad de dejarme a solas con ella unos momentos.—Pero... —empezó a protestar Billy. Jeff Nelson era un hombre comprensivo. Cogió del brazo a su mujer y

empujó, cortés pero firmemente, a mi compañero de redacción. Una vezestuvieron fuera de la estancia, cerró con llave la puerta. Luego meacerqué a Linda Logan, que me miraba desde el lecho con crecienteestupor.

—¿Qué pretende?

—No pregunte y escúcheme. Todo es por su bien. Voy a tener quedesnudarla.—¿Que va a tener...? —balbució atónita.—Si, no se escandalice o todo se irá al traste. ¿Va a dejarse desnudar,

sí o no? Conste que sólo le quitaré el traje.—Ya es algo —sonrió—. Bueno, haga lo que quiera. Al fin y al cabo, es

usted un chico guapo. La situación no es tan desagradable.Sin agradecer su piropo, me incliné sobre ella. Fué tarea rápida

desabrocharle la hilera de botones. Quitar la falda me llevó más trabajo;pero tampoco tardé mucho. Ella se echó a reír, mientras yo tiraba laropa encima de la cama.

—¿Qué diría alguien, si nos viese en este momento? —preguntó conpicardía.—No pensaría nada bueno —convine, empezando a colocarle la falda yla blusa que trajo la señora Nelson.

Procurando no dañarle el brazo herido ni la contusión de la rodilla, lavestí como mejor pude. Aparte de que la blusa le apretaba un poco enlos hombros, nada hacía suponer que la ropa fuera de otra persona.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella.Sin contestar me acerqué al jarro de agua que reposaba en la mesilla

y volqué una parte de él sobre el rostro de la joven, que ahogó unchillido de sorpresa. Luego, con la colcha, la sequé enérgicamente.

—Perdóneme, pero es necesario —le dije.Me miraba con fijeza, y habló en un susurro:—Quiere usted ayudarme, ¿no es eso? Está intentando borrar todo

rastro de alcohol.—Pero ignoro si lo conseguiré.—Es usted una persona admirable.—Mi jefe, probablemente, no pensará lo mismo.Miré por el ventanal. Un coche de la Brigada Volante habíase parado

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frente al lugar del accidente, y varios policías rondaban alrededor delcoche siniestrado. Dos agentes uniformados y un individuo de paisanoque tenía todas las trazas de un polizonte, venían a buen paso hacia lacasa.

—¡No hay tiempo que perder! —grité, destapando el frasco de

perfume.Acerquéme a Linda Logan y, por segunda vez, mojé su rostro, ahoracon la mitad de la esencia que contenía el recipiente. Un intenso aromase extendió por la estancia. No sabría decir a qué olía aquello, pero olíabien y fuerte, que era lo importante.

—¡Puf! —suspiró la actriz, extendiéndose el perfume por las manos ycabellos.

 Yo seguí echando esencia sobre la cama el suelo, las sillas. y cuandohube vaciado el frasco abrí el cajón de una cómoda y lo metí dentro,ocultándolo debajo de un montón de pañuelos de caballero limpios.Luego corrí a por el traje que quitara a Linda. Ya no olía a whisky o si

olía, nadie era capaz de notarlo. Pero, ¿dónde esconderlo para que lapolicía no lo encontrase? Allí no había ningún sitio a propósito.—La ventana —señaló Linda Logan.Era una idea aceptable. Abrí y miré afuera. Al pie de aquella ventana,

como de todas las otras del chalet, se extendía un macizo de arbustos,tupido y descuidado. Alargué el brazo y metí el bulto de ropa hasta queeste quedó oculto entre el ramaje. Rápidamente cerré, en el mismomomento en que, imperativo, vibraba el timbre de la puerta de la casa.

* * *

El hombre de paisano resultó ser el sargento Gibson, de la BrigadaVolante de Jersey City. Después de escuchar las explicaciones de losNelson y de Billy, les echó un rapapolvo acerca del deber que tiene todociudadano de avisar a la policía cuando ocurre una cosa así. Bostecé doso tres veces en el transcurso de su inaguantable perorata, por lo que megané varias miradas poco amables del locuaz agente. De pronto, meinterpeló con acritud:

—¿Y usted qué pinta aquí?—Ya lo ve. Soy un atento oyente de sus maravillosos discursos.—¿Cómo se llama?

—Douglas Martin. Del «Evening Herald».—¿Otro periodista?Chasqueé la lengua, afirmando.—¿También pasaba por aquí «casualmente»? —quiso saber el

sargento.—No. Me llamó mi compañero. Estoy encargado de la sección de

sucesos, y no todos los días se estrella una luminaria de Broadwaycontra un árbol.

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—Muy listo —gruñó, volviéndome la espalda y enfrentándose ahoracon Linda Logan, que le miraba con fría sonrisa, inquirió

—Dígame, Miss Logan, ¿cómo ocurrió el accidente?—En realidad, poco puedo decirle—confesó ella, y en mi opinión era

sincera—. Sólo sé que hasta ese momento el auto no había dado la

menor señal de avería. Sin embargo, de pronto advertí que algo nofuncionaba bien y que el coche despistábase. Eché mano a los frenos, yfallaron. Unicamente puedo recordar que el árbol venía a mi encuentroy que el mundo entero pareció estallar a mi alrededor. Cuando recobréel conocimiento, me hallaba ya en esta habitación, rodeada de estosseñores que tan prestamente me auxiliaron.

El sargento la escuchó sin interrumpirla. Luego preguntó:—¿Venía de muy lejos con el coche?—Desde mi domicilio.—¿Dónde vive?—Cuarta Avenida, 572.

—Lo cual supone...—meditó unos momentos—algo así como unrecorrido de veinte minutos, yendo a la velocidad reglamentaria.—Sí.—Y dice que no notó nada anormal en la marcha del coche?—Eli absoluto.Hubo una breve pausa. Vi que el sargento fruncía el ceño y olfateaba

el aire saturado de esencia. Pero nada dijo acerca de ella, y continuó:—¿Vive usted sola, Miss Logan?La actriz dedicóle una de aquellas sonrisas estereotipadas que tanto

prodigaba en los escenarios de Broadway.—No, sargento. Soy casada.

—¿Y puedo saber quién es su esposo? Perdone mi ignorancia, pero nome preocupo gran cosa por los asuntos teatrales.—Mi esposo se llama Gregory Oliver Kent.El sargento silbó entre dientes.—¿El financiero?—Sí.—¿El coche era propiedad de él o suya?—Era mío. Gregory tiene un «Buick», que es el que normalmenteemplea, mientras que yo usaba siempre ese pequeño «sedán», que élme regaló hace ocho meses,—¿Lo tenía asegurado?

—No.Con un suspiro de hastío, Gibson cerró la libreta donde había idotomando algunos apuntes, y se enderezó el sombrero, que ni siquierahabía pensado en quitarse. Perplejo, volvió a olfatear el aire.—Mucha esencia —comentó.—Sí —dijo sencillamente la señora Nelson—. Se me cayó el frasco deperfume y ha dejado esto lleno de olor.Sentí ganas de darle un abrazo. Era una mujer admirable.

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—Bueno, no les molesto más. Examinaremos el coche y le diremos elresultado de ello, señora... hum... Oliver. En caso de que fueranecesaria su presencia para algún trámite, espero contar con usted.—Desde luego. Y Linda Logan volvió a dedicar al sargento su mejor sonrisa. No

obstante, estaba deseando que se fuera. Y yo también.Cuando el buen Gibson y su subordinado se alejaron hacia lacarretera, me levanté de la silla donde había permanecidoindolentemente sentado.—Ya pasó la tormenta.—Lo que yo quisiera saber —estalló Billy—es lo que significa...—Tú te callas —le dije, sin miramientos. Y a Linda: —Señora, creo quenos vamos a largar a toda prisa. Tenemos trabajo en la ciudad.—No se entretenga por mí, Martin —sonrió ella—, y gracias por todo.—Vamos, Billy. ¡Ah, señora Nelson! Si encuentra casualmente

«alguna cosa» por entre los arbustos, puede quemarla. No haceninguna falta.—Descuide, Martin —y me guiñó un ojo.

* * *

El «Evening Herald» se quedó sin su artículo sensacional y yo sin loslaureles del éxito. Pearson gritó lo suyo, pero no tomó mayoresmedidas. Y yo seguí llenando a duras penas mi columna durante tresdías. Nadie publicó una sola línea acerca del accidente de Jersey.

El cuarto día después del suceso, mientras leía las noticias delteletipo y un comunicado urgente del Departamento Central sobre elasesinato de un negro en Coney Island, entró Billy Sanders en midespacho, silbando «Stormy Weather». Me dejó un sobre pequeño, detarjeta de visita, encima de la mesa. Alcé la mirada hacia Billy.

—¿Para mí? ¿Quién lo trajo?—Un muchacho. Dijo que no esperaba respuesta.—Está bien; gracias.Cuando Billy hubo salido, rasgué el sobre y extraje la tarjeta de

cantos dentados y en la que había impreso, en relieve y en oro, unnombre: «Linda Logan». Y debajo de éste, varias líneas de letra

menuda, marcadamente femenina, escritas con apresuramiento:«Amigo Martin: Una vez me salvó de una situación difícil.

Ahora me ocurre algo peor y necesito ayuda. Confío en ustedmás que en nadie. Venga esta tarde, a las siete y media, a micasa, Cuarta Avenida, 572. Gracias.»

Sólo eso. Era bastante. Linda Logan volvía a estar en apuros. Y de

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nuevo me encontraba yo ligado a la famosa «estrella» de Broadway.Eran exactamente las siete y veintiséis cuando, tras despedir el taxi,

subía los cinco escalones que conducían a la puerta de la casa 572 de laCuarta Avenida. El edificio era de tres plantas y pertenecía por entero,según informes, a Gregory Oliver Kent y su esposa. Kent tenía varias

casas como aquella en Nueva York.Pulsé brevemente el timbre. Segundos más tarde, una doncella muypulcra me franqueaba la entrada.

—¿A quién anuncio, señor? —preguntó.—Diga sólo que está aquí Martin.Linda Logan apareció en seguida. Llevaba una bata granate, anudada

como al descuido con un cordón de igual color; contrastabaenormemente con el rubio intenso de la suelta cabellera y el sonrosadode su cutis.

—¡Querido Martin!—saludó, radiante—. Ha sido usted muy puntual.—Es una de mis pocas virtudes —sonreí, estrechando y reteniendo

entre la mía su mano suave y delgada. Ella no hizo ademán de apartarla—. ¿Cómo van esas contusiones?—Casi bien del todo.—¿Devolvió su traje a la señora Nelson?Soltó ahora su mano, y ella respondió sonriendo:—Aunque no lo crea, le diré que sí. Las actrices, a veces, también

tenemos nuestra formalidad. ¿No lo sabía?—¿Es para decirme eso por lo que me ha llamado?—Es usted un escéptico —me reprochó, burlona.Se ensombreció su rostro. Ya no tenía ganas de sonreír. Me cogió del

brazo.

—Venga, Martin. Y me condujo por un corto pasillo sumido en grata penumbra.Entramos en una estancia suntuosamente decorada y amueblada.

Predominaban los tonos ocres en el tapizado de sillas y butacas, así como en las paredes, imposible pedir más derroche de lujo ycomodidades que el exhibido en aquella salita. Me recordó esas queaparecen en las películas y que tan rara vez pueden admirarse en larealidad.

Me observó, mientras yo me sumía en la contemplación de todoaquello. Esperaba, sin duda, un encendido elogio.

—Es bonita —comenté, indiferente.

Pareció desilusionada. Acercóse a una coqueta de espejo ovalado ycogió una pitillera de oro. De ella extrajo un cigarrillo. Luego me latendió y cogí otro. Linda me aproximó la llama de un preciosoencendedor del mismo metal que la pitillera. Me fijé que ambos objetoslucían un anagrama de dos «L» entrecruzadas. «Un lindo trabajo»,pensé, mientras me sentaba, sin esperar a ser invitado.

Linda Logan no parecía preocuparse gran cosa de la etiqueta.Hundióse en el mullido de una butaca, frente a mí. Al hacerlo se le

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entreabrió ligeramente el batín y no pude por menos de admirar susbien torneadas piernas. Ella no se dió mucha prisa en cubrirlas denuevo.

—Mi marido no está —empezó diciendo—. Por eso le he llamado aesta hora.

—Ya —sonreí burlón.Ella enrojeció, y continuó con presteza:—No quiero que lo interprete torcidamente. Es usted un hombre

terrible imaginando cosas malas.—Yo no imagino nada.—Necesito su ayuda, Martin, ¿no lo comprende? Aquel día se portó

usted de manera admirable. Nunca podré agradecérselo bastante, nitampoco su generoso silencio en el periódico.

—No tiene importancia.—Para usted, tal vez no; para mí, mucha. No le hubiese vuelto a

molestar si no fuera porque preciso una ayuda como la suya. Sabe obrar

con rapidez cuando quiere. Sólo usted es capaz de salvarme.—¿Salvarla de qué?—De ser asesinada.Un silencio profundo, denso. El azulado humo de los cigarrillos se

enroscaba y difuminaba en el aire. Clavé fríos mis ojos en los de ella.—Asesinada, ¿por quién? —pregunté con voz inexpresiva.—Por mi esposo.—¿Quiere explicarse, Linda?—Es fácil de explicar. Gregory se casó conmigo hace dos años.

Parecía muy enamorado de mí, y creo que realmente lo estaba.—¿Usted también estaba enamorada de él?

—No. Compréndalo, tiene quince años más que yo, y es muy pocoatractivo. Pero posee millones, y yo necesitaba un hombre rico ypoderoso que me hiciese subir. Es humano.

—Pero estúpido. Continúe.—Al principio todo fué muy bien. Me regalaba joyas, obsequios

valiosos, y todo le parecía poco para mí. Gracias a su dinero llegué alestrellato en Broadway. Yo era feliz y él también parecía serlo.

»Pero eso fué sólo al principio. Pronto empecé a descubrir suverdadero carácter. Cruel, despótico, soberbio, y además terriblementeceloso.

—¿Sin motivo?

—Sin motivo —afirmó, algo irritada por mi tono—. Pero no fué eso lopeor, sino cuando me enteré de que tenía una amante. Una pelirrojacuyo nombre no he podido averiguar.

—¿Cuánto hace de eso?—Escasamente un año. Una compañera me lo dijo, y otros que luego

le vieron diversas veces con la pelirroja, me lo confirmaron.—¿No podía ser un familiar: hermana, o algo así?—No se lleva a una hermana a cabarets y sitios dudosos, ni se le

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permite que derroche miles de dólares en la ruleta del «Palmera».—¿El «Palmera»—Sí. Un club nocturno de Jersey, propiedad de un brasileño.—Interesante. Jersey otra vez. Siga.—Cuando supe eso le hice una escenita. Me escuchó imperturbable, y

luego dijo que si lo que yo quería era divorciarme de él y obtener unabuena compensación monetaria estaba completamente equivocada.Eso me indignó más que cualquier otra cosa que hubiera dicho. Decidí obtener pruebas de su falsedad y llevar el asunto a los tribunales.Estuve en el «Palmera» y conocí a su propietario, Tony Morano. No esmuy buena persona, pero me trató muy amablemente. Sin embargo,cuando expuse el motivo de mi visita, me comunicó con toda cortesíaque lamentaba mucho no poder ayudarme, ya que le era imposiblerecordar a todos sus clientes y quiénes les acompañaban.Evidentemente, no quería soltar prenda.

»Empecé a frecuentar por las noches el «Palmera», en la confianza de

que acabaría sorprendiendo a Gregory con la pelirroja. Alguien debióavisar a mi marido, y él fué lo bastante listo para no ir más por allí. Fuitrabando amistad con Morano y éste acabó confesándome querecordaba a la pelirroja, pero que oficialmente él no sabía nada ni diríanada.

»Mis relaciones con Gregory fueron enfriándose hasta el extremo deque apenas si nos dirigimos la palabra. Cada día mostrábase máshuraño conmigo, y a veces le sorprendí mirándome con expresión nadatranquilizadora.

»Hasta que un día, hace poco menos de un mes. por «casualidad», enel azucarero de mi desayuno encontré mezclada una porción de

arsénico del que conservamos para las ratas. Mi doncella juró, llorando,no saber nada. Guardó el azucarero para llevarlo a la policía. Sinembargo, a la mañana siguiente había desaparecido del sitio donde lodejó.

»Nada volvió a ocurrir hasta el día que usted y yo nos conocimos.Durante el trayecto a Jersey, creí ver dos o tres veces el «Buick» de mimarido tras de mí, paro lo atribuí a imaginaciones. Ahora, sin embargo,lo veo claro. Fué siguiéndome hasta que el coche se estrelló. Entoncesdebió de acercarse y derramar sobre mí un frasco de whisky, alejándosedespués. De seguro que horas antes había manipulado en el motor paraprovocar el accidente.

—¿Eso es todo? —pregunté.—No, no es todo, Martin. Ahora llego a la última parte de mi relato. Y tras una breve pausa:—Mi marido pareció sorprendido al verme volver, e incluso preguntó

qué había hecho de mi traje azul. Le conté lo del accidente, pero sinaludir a mis creencias de que fuera él el causante. Y para nada me referí a lo del whisky ni a la intervención de usted. No hizo ningún comentario,pero salió poco después en su coche. Transcurrida una media hora,

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 Tony Morano me telefoneó. Dijo que Gregory había estado allí haciendoaveriguaciones acerca de mí, y temía que iba a ocurrir algo malo, yaque su estado de ánimo era terrible. Morano le rozó una vez condisimulo y notó un bulto sospechoso bajo la americana. Le pareció quese trataba de una pistola.

Volvió a detenerse. Sus ojos reflejaban un intenso y sincero miedo.Pero Doug no poda olvidar que Linda era una actriz.—¿Comprende ahora, Martin? —acabó diciendo ella—. Mi marido

quiere matarme o hacerme víctima de algún complot inicuo. Y nocuento con la ayuda de nadie más que usted, amigo mío.

—¿Y Morano?—Sólo puedo confiar en él hasta cierto punto. Ya le he dicho que no

es una gran persona.Permanecí callado. Bruscamente tiré la colilla del cigarrillo que estaba

fumando y me puse en pie.—Lo siento —dije con voz fría—, pero no puedo hacer nada en este

asunto. Recurra a un detective.Las pupilas marrón claro reflejaron sorpresa.—Pero. Martin... Yo creí... —balbució atónita.—Usted creyó que podía usarme de instrumento suyo en sus

conflictos Íntimos —repliqué en tono cortante—. No me convence suhistoria del arsénico, ni las de sus visitas a Jersey y al «Palmera. No meconvence nada de lo que ha dicho.

Se levantó y puso sus manos en mis hombros. Acercó su cuerpoincitante al mío.

—Martin, escúcheme; yo le juro que...—Lo siento, Linda —corté secamente, apartándome—. Buenas tardes.

Salí de la habitación sin que ella hiciera nada por impedirlo. Se quedóconvulsa en medio de la estancia viéndome marchar. Cerré la puerta,crucé a grandes pasos el corredor y poco después estaba en la acera,tras un violento portazo.

Había anochecido ya. Caminando me alejó de allí, hacia la calleCuarenta y Dos. El aire frío de la tarde había cesado, para dar paso a uncalor levemente bochornoso.

Llevaría andadas dos manzanas cuando me percaté de que un cocheme iba siguiendo a escasa distancia. No me volví. Saqué mi pitillera yde ella un cigarrillo, que me puse en la boca. El bruñido metal de la piti-llera hizo de espejo y pude ver bien el automóvil. Era un «Buick» azul

obscuro.—¡Oiga, un momento! —gritó un hombre, a mi espalda.No me detuve. Seguí andando como si nada hubiera oído.—¡Eh, usted! —volvieron a gritar—. ¡Martin! Ya no había otro remedio. Me paré y volví la cabeza, sin apresurarme.

El «Buick» habíase detenido, y un hombre me hacía señas desde elvolante. Me acerqué.

—¿Me llama a mí? —pregunté innecesariamente, parándome junto al

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coche.—A usted, sí.Examiné al hombre de cutis pálido y ojos verdosos que apoyado un

brazo en la ventanilla abierta de la portezuela, me miraba sonriente.—No le conozco: amigo —dije sin expresión.

—Pero yo sí —replicó, sin abandonar su antipática sonrisa—. Hemosde hablar largamente.—¿Quién es usted?—Me llamo Gregory Oliver Kent. ¿Sube?—Sí. Y abriendo la portezuela, me acomodé a su lado.

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CAPITULO III

Condujo a mediana velocidad por entre el tráfico denso de Broadway.

Mientras manejaba el volante con la vista fija ante sí, empezó ahablar:—¿Qué le contó mi mujer, Martin?—Ignoro de qué me habla.Siguió mirando el camino que seguía, como si no hubiera nadie a sulado.—Vamos, vamos, no haga el tonto conmigo... Mi mujer le mandóllamar hoy y estuvo hablando con usted. Hasta podría decirle de quéle habló.—Dígalo entonces.—Le explicó que intenté envenenarla con arsénico mezclado en el

azúcar. Una tontería, ¿no le parece?—¿Usted no lo hizo?—Claro que no. Si hubiera querido matarla, no necesitaba recurrir atal procedimiento. Hasta un niño se hubiese dado cuenta de que elazucarero contenía arsénico.—O no.—No me haga tan tonto, Martin. Admito que no soy una lumbrera,

pero es absurdo pensar que yo quiera matar a mi mujer.—¿Por qué?Continuaba sin dedicarme una sola mirada. Parecía muy ocupado

guiando.

—Podría divorciarme de ella si quisiera. Nada más fácil de demostrarque sus relaciones con Morano. Me concederían el divorcio en seguida.—Pero usted no quiere divorciarse.—No.—¿Por qué? —volví a preguntar.—Aun la quiero, Martin, aunque ella diga lo que se le antoje.—¿Y qué interés puede tener su esposa en que la gente crea que

usted desea asesinarla?—Eso es lo que me preocupa, y lo que quiero averiguar. Hay algo en

todo esto que no acabo de entender.—Yo no puedo explicárselo, Kent.

—Ya lo sé. Pero puede ayudarme a desenredar toda la madeja—No veo cómo.—Muy fácilmente. Investigue, y descubrirá todo.—No soy ningún detective.—¿Y qué tiene que ver eso?—Ustedes se empeñan en colgarme el sambenito a toda costa.

Recurra a una agencia de investigaciones.—No quiero que esto trascienda, ni confío tu nadie.

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—¡Tiene gracia! —reí burlón—. ¿Y confía en mí?—Sí. Usted es listó y no habrá creído nada del cuento de Linda.—Eso es lo que usted dice.Llegábamos a la altura de la calle Cincuenta. Por primera vez en todo

el trayecto se volvió a mí. Seguían sin gustarme sus ojos verdes.

—Hay tres mil dólares para usted, si trabaja conmigo.Le miré a mí vez sin pestañear.—Es mucho dinero —dije.—Más del que mi esposa pueda ofrecerle. Y sólo a cambio de que

descubra usted lo que Linda se trae entre manos.No respondí a su oferta. Miró al exterior.—Detenga el coche —casi ordenó—. Tengo enfrente la parada del

autobús. Lo cogeré hasta casa. Ya es tarde para volver al periódico.Frenó ante un cine del que salía una riada de público. Terminaba la

sección de la tarde. Abrí la portezuela y salté a la acera; él también.Quedó en pie ante mí, con la mano extendida.

—¿De acuerdo entonces, Martin?—De acuerdo. Y disparando mi puño de abajo arriba, le largué un golpe fulminante contra el mentón. Gomo un guiñapo, la esbelta

figura de Gregory Oliver Kent cayó pesadamente en el interior del automóvil. Tras cerrar la portezuela, me alejé de allítranquilamente, ante el estupor de tres o cuatro transeúntes que presenciaron el hecho, y que nada hicieron para

detenerme.

* * *

—Audrey, querida, ¿tengo yo facha de detective o cosa parecida?Mi mujer dejó el  pudding sobre la mesa y me contempló muy seria.

—Creo que no —determinó tras breve examen.

—Pues dos personas histéricas se empeñan en contratarme, cada unapensando en utilizarme contra la otra.

—Muy curioso.—Mucho. Y lo malo es que ni la una ni la otra me convencen. Ambas

van de pillo a pillo y se traen algún juego sucio entre manos.—¿Qué vas a hacer, entonces?—¿Tu qué harías?Meditó en silencio. Sus ojos, rientes, estaban fijos en el mantel.—Creo que trataría de olvidarme de los dos —fué lo que dijo.—Eso es lo que quiero hacer. Pero me devora la curiosidad. Hay algo

malo en todo eso.

Me sumí en reflexiones. Audrey no me interrumpió. Al fin, levantó lacabeza.

—Audrey, eres una chica muy guapa.—¿De veras? —rió, sorprendida.—Tú y yo haríamos una estupenda pareja vestidos de etiqueta.Frunció deliciosamente el ceño.—¿Qué estás pensando, Douglas Martin?—Estoy pensando que esta noche vamos a hacer una visita al

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«Palmera», de Jersey City. Ya puedes empezar a sacar tu traje de noche. Yo voy a desempolvar mi  smoking.

* * *

El «Club Palmera» estaba situado en la ensenada sur de Jersey, alborde de la bahía, en cuyas aguas obscuras reflejábase el cabrilleo delas luces multicolores del local. Un luminoso trazaba en verde y rojo elnombre del club, y la silueta de una palmera, también luminosa,destacaba a la izquierda de la puerta de entrada, donde un negro alto ymusculoso, muy decorativo dentro de su flamante uniforme escarlata,abría las portezuelas de los autos.

Cuando entramos en el «Palmera», Audrey se ganó varias y elogiosasmiradas masculinas. Me sentí orgulloso de ella. Estaba verdaderamenteatractiva con su rubia cabellera dispuesta en un original peinado y lu-

ciendo su espléndida figura un bello modelo en gasa color malva.Uno de los numerosos espejos diseminados en el establecimiento medevolvió mí imagen. La chaqueta  blanca, de solapas redondas, y el pantalón negro me caían muy

 bien, con lo que no desentonaba en absoluto al lado de Audrey.

Cruzamos el enorme salón, iluminado por medio de luces indirectasque llenaban todo con su claridad azulada. Fuimos bordeando la pistade baile, precedidos por un servicial camarero. Lina orquesta de «jazz»interpretaba música moderna desde una plataforma elevada, sobre laque un arco neón trazaba su llamativa aureola escarlata. Una muchachadelgada, de facciones angulosas, cantaba con voz tenue ante el micro-fono.

Nos dieron una mesa junto a un ventanal abierto. Desde allí veíamosla bahía, y a lo lejos, brillando en la obscuridad de la noche, miríadas dediminutas luces señalaban la situación de Manhattan. Era un bonito sitioaquel. A Audrey también parecía gustarle. Pedí una botella dechampaña helado. Luego miré en derredor sin demostrar especialinterés por nada. La azulada luz prestaba extraña lividez a los rostros detodos.

No vi a ningún conocido. Eran casi las doce. Si Linda Logan o GregoryOliver Kent habían venido, debían estar en las salas de juego y no en lade baile.

Nos trajeron un champaña excelente. Llené las dos copas y entregué

una a Audrey. Alcé la mía; ella me imitó. La luz quebróse en destellosazulados sobre el líquido ambarino.—Por nosotros —sonreí, al entrechocar ambas copas.—Por nosotros —susurró Audrey, llevándosela a los labios.Bebimos. Luego, tras dejar la copa en la mesa, hice una seña a un

camarero. Cuando estuvo a mi lado, deslicé en su mano un billete dediez dólares.

—Aquí hay sala de juego, ¿verdad? —pregunté.

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—Suba la escalera. Piso superior, la puerta de espejos —informó elhombre, alejándose en seguida.

— Tendrás que quedarte sola un rato —dije a Audrey.—Lo suponía. No tardes mucho.—Eres un ángel —musité, levantándome y rozando su mano con la

mía antes de alejarme.La escalera arrancaba a la derecha de la orquesta. Era ancha yalfombrada en azul. La subí tranquilo, como un cliente asiduo. El pisosuperior describía un círculo en torno a la pista de baile, y desde labalaustrada dominábase toda la sala inferior.

Había grandes espejos desde el suelo al techo, con adornos talladosen los bordes. Uno de estos espejos era la puerta que buscaba. El tercero, según aprecié

al ver entrar a varias personas. Allí fui en derechura, sin vacilaciones ni dudas. Empujé el gran espejo, y me encontré enlo que en seguida supuse que era la antesala del salón de juego.

Un individuo alto y rubio, irreprochablemente vestido de etiqueta, conuna camelia en la solapa, vino hacia mí.

—¿Busca algo, caballero? —me preguntó con fría cortesía.

Le miró a los ojos azules, simpáticos y risueños, que estaban endesacuerdo con el tono duro de su voz. Sonreí al decir:

—Aquí todos buscamos lo mismo.—No le conozco. ¿Es la primera noche que viene aquí?—Sí. No creo que eso sea un delito.—Perdone, pero sólo se autoriza el paso a las salas de juego a

quienes son asiduos clientes.—¿Y cómo quiere que sea cliente si no me deja entrar por primera

vez? ¿O es que tengo facha de polizonte?Vacilaba.—Ignoro si el señor Morano querrá.—Dígale a Morano que soy amigo de Linda Logan.La mirada del rubio evidenció cierto interés.—Un momento. Voy a ver si puede usted entrar.Dirigióse a un teléfono de comunicación interior instalado a la

derecha de la puerta. Descolgó el auricular y vi cómo hablaba en vozbaja con alguien aunque no llegué a discernir lo que decía. Escuchóunos segundos, hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y colgó de nuevo.

—El señor Morano le permite la entrada —me notificó luego,sonriendo amable.

—Gracias. —Y penetré en la sala.Estaba aquello muy animado. Había varias mesas de bacará; otras

donde se jugaba al  póker o al monte. En el centro, la ruleta atraía a la mayor cantidad de postores y curiosos.

Alcancé a ver al fondo una puerta de cristales que comunicaba con otra sala donde se jugaba también a la ruleta y al bacará.

Me uní al grupo de espectadores que rodeaba la ruleta. Acababa desalir el cinco negro y el único ganador era un individuo con aspecto demilitar jubilado, que había jugado un «cuadro» a ciento cincuentadólares cada casilla.

El croupier barrió con la raqueta las demás posturas.

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—¡Hagan juego, señores, hagan juego! —recitó monótono—. ¡No vamás! ¡Hagan juego!

Se hicieron unas cuantas posturas, pero de poca monta. El croupier  dió

marcha a la ruleta. La bolita rodó vertiginosamente, saltando sobre la rueda giratoria. Intenté seguir sus vueltas, perofracasé. Corría demasiado.

Poco a poco fué perdiendo velocidad y se vió a la caprichosa bolita

saltar, juguetona, de número en número. Por fin, con un último rebote,se detuvo en el doce negro. Hubo un general murmullo de admiración.La persona que jugaba el pleno se llevaba así la friolera de cientosetenta y cinco mil dólares.

 Todas las miradas convergieron en la persona afortunada. Yo tambiénmiré allí.

La raqueta empujaba un montón de fichas de alto valor hacia una mujer joven y

hermosa, cuyo audaz traje de noche, negro, dejaba ver un atrevido escote hasta el

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nacimiento del pecho. Sobre los blancos hombros caía en cascadas una asombrosa cabellera

roja. Reía, congestionado el rostro, y dejaba ver la nitidez de su dentadura, mientrascrispaba los dedos sensitivos sobre las pilas de fichas.

Iba a acercarme más a la afortunada pelirroja, cuando una mano seposó suavemente en mi brazo, al mismo tiempo que una voz me

interpelaba en cadencioso inglés:—Perdón, caballero.Me volví con lentitud, para encontrarme cara a cara con un

hombrecillo cuya estatura no excedía de los cinco pies. Vestía impecable smoking blanco de liviano tejido que hacía resaltar el moreno oliváceo de su piel y el negro intenso de su cabello, sobre elque la luz ponía reflejos brillantes. Los ojos hacían juego perfecto con el color del pelo.

 Tenía su mano puesta sobre mi antebrazo y sonreía de un modo queme recordó el anuncio de un dentífrico.

—Perdón, caballero —repitió en su inglés musical, de marcado acentosudamericano—. ¿Es usted el amigo de Linda Logan?

—¿Cómo lo supo?—Muy sencillo. Conozco a todos los que hay por aquí. Sólo su cara me

resulta nueva. Luego, es usted.—¿Tony Morano? —pregunté, concisoHizo una leve inclinación de cabeza.—Usted también sabe deducir —aprobó—. Me gustan las personas

que deducen las cosas.Paseó su mirada alrededor nuestro. Endurecióse un poco su sonrisa al

fijarse en la beldad de cabellos rojos.—Muy afortunada —comentó entre dientes.—¿No va en combinación con la casa? —Me fué imposible evitar la

pregunta.—¡Pero, amigo mío! —dijo en son de reproché—,   ¿Cómo se le ha ocurrido

semejante idea? Aquí se juega limpio.

—Una deducción equivocada. Lo lamento.Volvió a sonreír.—No se aflija por eso —Hizo una brevísima pausa y varió de tema: —

¿Quiere jugar?—No, gracias. Me temo que no estoy en fondos.—Comprendo. Acompáñeme.Había hablado con un tono bruscamente duro; si él parecía

comprender, yo no. Pero le seguí cuando se dirigió hacia la izquierda.Abrió una puerta de cristal esmerilado. Junto a ella vi al joven rubio de

antes. No nos dirigió ni siquiera una mirada.

Ante nosotros extendíase un pasillo tenuemente iluminado conpequeñas lámparas de pantalla azul. Al fondo de este pasillo, que notendría más allá de siete u ocho yardas, había otra puerta, también conun rectángulo de vidrio, en la que se leía: «Dirección. Prohibida laentrada».

Morano extrajo un llavero del bolsillo, eligió una llavecita y abrió lapuerta. Se hizo a un lado para dejarme pasar. Luego entró, cerrandotras de sí.

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El despacho de Morano era de reducidas dimensiones. Constaba deuna mesa rectangular con superficie de vidrio, un armario con unfichero anexo, algunas butacas y una caja fuerte empotrada en unángulo de la habitación. Una lámpara portátil iluminaba parte de lamesa; el resto de la estancia permanecía sumido en penumbras. Aun

así, pude comprobar que las paredes estaban acolchadas, a prueba deruidos. Si allí mataran a un hombre, nadie de la sala de juego seenteraría. La idea me desagradó.

—Y bien... —dijo Morano, inmóvil frente a mí—. ¿Cuánto quiere ahora?Permanecí callado, lijas en él mis pupilas. Pareció impacientarse. .—¿Cuánto quiere? —repitió.

Extraña situación. Opté por buscar la mejor salida.—Lo de costumbre.Era aventurarse, pero no podía seguir callado. Precisaba decir algo,

aunque fuera un disparate.No lo fué. Tony Morano, lento, silencioso, fué hasta la caja fuerte.

Discó una combinación que no vi, y abrió. Buscó breves momentos ensu interior; pareció hallar lo que buscaba y cerró de nuevo. Luego vino amí y me tendió un sobre de papel manila ligeramente abultado y quehabía sido cerrado cuidadosamente. Imaginé lo que contenía.

—Guárdelo bien —advirtió—. Y dígale que lo mire con tiento.. Esta vezha terminado muy pronto, y ando algo escaso.

—Está bien.—Procure marcharse cuanto antes.—Lo haré dentro de un rato —repuse, guardando el sobre en el

bolsillo interior de mi americana—. Si me fuese en seguida, tal vezdespertara sospechas.

—De acuerdo. Buenas noches.—Buenas noches.Abandoné el despacho, crucé el corredor y salí de nuevo al ambiente

viciado del salón de juego.El primer contacto con el suntuoso sudamericano había dado frutos

insospechados. Y estaba seguro de que no era la última vez que nosveríamos,

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CAPITULO IV

Cuando volví a la mesa de la ruleta, ya no conseguí hallar a lapelirroja por parte alguna. Su puesto lo ocupaba un individuo de rostro

vulgar.El joven rubio de la entrada charlaba, junto a una mesa de bacará,

con un individuo grueso, de mediana estatura, al que el  smoking  le sentaba

horriblemente La doble barbilla y la nariz afilada le daban cierto aire desagradable, que en nada contribuía a disiparlo la

expresión dura de sus redondos ojos. Había visto aquella cara antes de ahora. Cualquier periodista de Nueva York lereconocería si lo viese. Se llamaba Buddy Bronson y era la antítesis del hombre decente. Desde el contrabando de licoreshasta la falsificación de moneda. Buddy había practicado todos los delitos previstos por la Ley, sin que nunca sufriera losrigores de esta en toda su fuerza; tenía amigos en todas partes y sabía salir bien librado

 También él me había visto y me pareció inconveniente rehuirle,aunque tenía escasas ganas de hablar con él. Me dirigí a ellos enderechura.

— ¡Pero Martin! —exclamó Bronson, con aquella cordialidad fingida

que yo conocía muy bien—. ¿De dónde sales, muchacho?Estreché su mano, blanda y sudorosa.—Hola, Buddy —saludó—. No esperaba verte por aquí.—Soy asiduo del «Palmera». Tú sí que eres un forastero aquí,

muchacho..—Eso es lo que estoy comprobando —dije irónico. 'Me miró con cierta suspicacia.—Oye, Martin, ¿no te habrás dedicado ahora al juego, verdad?—Descuida. Cuando me dedique a él, ya te avisaré.—Entonces, ¿a qué se debe que el puritano Douglas Martin pise

estos antros de perdición?

—A muy diversas causas.—Ya. Siempre tan explícito, ¿eh? —ironizó Buddy. Fijóse de pronto

en el rubio, que nos escuchaba, ligeramente apartado.— ¿No conocesa Mike? —me preguntó.

—No.—Es la única buena persona que encontrarás aquí —ponderó risueño

—. Michael Latimer, el ayudante de Morano, y encargado de las salas de juego. —Se volvió al llamado Latimer. —Mike, te presento a mi viejoamigo Douglas Martin, un «as» del periodismo, que una vez estuvo a punto de

mandarme a Sing-Sing por un lamentable error..

—Encantado, Latimer —sonreí al rubio; y volviéndome a Bronson

añadí: —Yo no llamaría error a una falsificación de acciones mineras,Buddy.—Está bien, chico, por eso no vamos a reñir —sonrió con su afectada

cordialidad—. A fin de cuentas, yo tuve la culpa de aquello, porcolocarte a ti veinticinco acciones. No debí haberte engañado.

—Procuraremos que no pierda, si se le ocurre jugar —intervino,riendo, el rubio Latimer—. No vaya a vengarse después denunciando ellocal a la policía.

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—Aunque perdiera aquí hasta la camisa, no sería tan tonto, Latimer.Cualquiera está en condiciones de saber que cuando la policía llegase aun sitio denunciado por juego ilícito, no encontraría ya ni rastro de ello.

—Tú no conoces a Martin, muchacho —dijo Bronson —. Si él perdieraalgo por una mala faena del croupier, lo primero que haría...

Bronson se interrumpió, fijando la vista repentinamente en algúnpunto a mi espalda. Latimer también parecía muy interesado mirando almismo sitio. Me volví, sin prisas. Morano en persona venía hacia nos-otros, con paso rápido y expresión singular. Cuando llegó al grupo queformábamos Buddy, Mike Latimer y yo, habló con palabras tajantes:

—Alguien ha dado el «soplo». Tenemos a la policía frente al edificio.Latimer masculló algo feo. Los ojillos de Bronson brillaron excitados.—Hay que recogerlo todo en seguida y sacar las otras mesas y el bar

—continuó el brasileño—. Disponemos de muy poco tiempo. ¡Aprisa!Bronson y Latimer se alejaron raudos, sin despedirse siquiera. Morano

me dijo, evidentemente preocupado

—¿Aun está usted aquí? Tiene que irse. No habrá aquí nadacomprometedor cuando llegue la policía. Pero si les da por registrar a lagente y le encuentran a usted «eso», estamos perdidos.

—Si intento salir ahora, me pescarán antes de qué dé diez pasos —repliqué tranquilamente.

—No, si sale usted por donde yo le diga—Pero es que abajo tengo a mi... —iba a decir «mujer», mas rectifiqué

a tiempo—, a mi amiguita No puedo abandonarla.—¡Maldita sea! —gritó, colérico— Todo son inconvenientes.Calló. Morano reflexionó un momento, mientras varios de sus

empleados se movían a nuestro alrededor demostrando prácticamente

cómo se pueden hacer desaparecer ruletas, cartas y dados en pocosminutos. Los jugadores y curiosos salían ordenadamente de allí por unaspuertas laterales, hacia otras salas donde el mobiliario era másinocente: mostradores, mesas y demás elementos propios de lossalones de un club.

Las fichas, los billetes y todo lo que podía representar un riesgo,desapareció como por arte de brujería.

 Tras unos segundos de reflexión, Morano decidió:—Salga a la barandilla de este piso y, como pueda, hágale a ella una

seña para que suba. En cuanto esté arriba, vengan a mi despacho sinperder tiempo.

Fué cuestión de momentos llamar la tención de Audrey. Cuando llegó junto a mí, me miró perpleja.—No hagas preguntas—ordené, rápido, mientras la cogía del brazo y

me encaminaba a la puerta de la izquierda del salón de juego—.Sígueme. Luego te lo explicaré.

 Ya no quedaba el menor rastro de juego. En su lugar, mesas ocupadaspor una inocente clientela bebiendo y hablando. Al fondo, salidos deDios sabe dónde, una «barra», un barman y una hilera de animados consumidores, Una maravilla

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este Morano. Por primera vez reconocí que los brasileños saben hacer algo más qué bailar la samba.

Morano ya nos esperaba presa de nerviosa impaciencia. Sin embargo,aun se paró a examinar analíticamente a Audrey. Su mirada la recorrióde pies a cabeza, y por último me guiñó un ojo.

—Le alabo el gusto, amigo. Yo no contesté, ni era necesario, pues Morano ya se encaminaba a la

pared derecha de su despacho; apretó con el pie un borde del muro. Enel acolchado abrióse una invisible puerta corrediza, que dejo aldescubierto un hueco. «Como en las novelas», pensé maravillado.

—Entren —dijo Morano —. No les preocupe la obscuridad. Siencendiera la luz, todo resultaría inútil.

Entramos. Audrey cogíase a mi brazo, un poco temerosa. Y no se lepodía reprochar nada por ello. Cualquier mujer hubiera sentido lo mismoen tales circunstancias.

Morano, antes de seguirnos, apagó la lámpara de su despacho, con loque la obscuridad fué completa. Audrey y yo permanecimos inmóvilesen las tinieblas. Sentí que Morano pasaba junto a nosotros y adelantá-base. Casi en seguida, sonó el ruido peculiar de un balcón al abrirse, yun poco de luz penetró por un hueco alto, rectangular.

—Vengan —susurró Morano—. Los de la policía deben de estarentrando ahora en el local. Apresúrense

Cruzamos la abertura, y salimos a un antepecho del muro posteriordel edificio. Sólo tenía baranda a un lado, y al frente, y en donde carecíade ella, veíase el arranque de una escalerilla semejante a las de incen-dios. Abajo se movían suavemente las negras aguas de la bahía .y,encima de nosotros, un cielo estrellado prestaba cierta claridad al lugar,carente de toda otra luz.

—Bajen por ahí —Morano señaló los escalones, arrimados a la fachada—. Abajo encontrarán una especie de embarcadero hecho de madera.Cojan el bote a motor que allí está amarrado. Es casi silencioso y podránatravesar la ensenada hasta cerca del puente. Después átenlo encualquier sitio y lo abandonan. Ya iré más tarde a recuperarlo. Y ahoravayan con tiento, que estos peldaños están algo resbaladizos.

Empezamos a descender. Decir que aquello estaba «algoresbaladizo» era un alarde de optimismo. Cada paso suponía unaprobabilidad entre cien de salvar la zambullida desde una alturaconsiderable. Mi mayor inquietud era por Audrey, que con suszapatos de tacón alto no lograría bajar toda aquella difícil escalinata.

Pero tuvo el buen sentido de quitárselos y descender descalza.Era una escalera condenadamente larga. Mientras descendía tuveel humorismo de pensar que aquello parecía una escena de folletínbarato. Cuando pisé unas tablas de madera mal ensambladas y tanresbaladizas como los peldaños, respiré aliviado. Me volví a mi mu- jercita, que se lamentaba entre dientes del estado de sus medias,pues habían quedado hechas una lástima.

—Ahora ten cuidado, cariño. Voy a buscar el bote que ha dicho

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Morano.—Tus invitaciones nocturnas, son una delicia —se quejó ella—.

Vamos a un cabaret y acabamos metiéndonos en los sitios másextravagantes.

No repliqué, por la sencilla razón de que no decía más que la

verdad, y seguí buscando, como Dios me dió a entender, elendemoniado bote. No quería hacer uso de las cerillas, temiendo queello acarreara el fracaso de aquella escapada. Al fin di con laembarcación y susurré a Audrey:

—Salta sin miedo. Por aquí.Obedeció, y lanzó un suspiro de alivio al pisar el suelo del bote. En

la débil claridad reinante, pudimos apreciar que la motora no era muygrande y que con un poco de suerte, cruzaríamos sin ser vistos labahía, Tarea sencilla fué poner el motor en condicione? Audreydesató la amarra y, a poco, un intenso olor de gasolina y unpersistente aunque ahogado zumbido indicó la puesta en marcha del

motor y la canoa se puso en movimiento. Cuando nos alejábamos del«Palmera» miré hacia arriba. El brasileño ya no estaba en el balcónde donde habíamos bajado.

Por fortuna, resultó ser un bote en perfectas condiciones y noencontré dificultad en tripularlo. Audrey iba a mi lado, fija la vista en laproa de la embarcación. Gotitas de agua pulverizada nos salpicabancual finísima lluvia. Lo sentí por el lindo traje de Audrey, aunque miblanca chaqueta tampoco debía estar precisamente muy limpia.

Pasábamos a alguna distancia de la playa cuando apareció la otrafachada del «Palmera». Sólo eran visibles las luces del establecimiento ysus temblorosos reverberos en el agua. Miré el disco luminoso de mi

reloj de pulsera. Eran un poco más de las dos, pero a ambos nos parecíahaber transcurrido mucho más tiempo desde que salimos del club.—Tengo frío —dijo Audrey, estremeciéndose.Me volví a ella sin soltar el pequeño timón.—Coge mis cerillas; están en el bolsillo derecho de la chaqueta. Busca

en la cabina. Suelen llevarse ahí lonas o cosa parecida.Sacó los fósforos del sitio señalado  y encaminóse a la proa de la pequeña lancha. Allí abrió la

 puertecilla de la cabina y, agachándose, se introdujo en ella. Oí cómo rasgaba un fósforo y lo encendía.

Las lucecitas del «Palmera» iban haciéndose puntos en la distancia.Noté que sudaba copiosamente y sólo entonces supe de la tensiónpasada en los últimos minutos.

La puerta de la cabina de proa chirrió. Pronto había hallado Audrey loque buscaba. Sentí su mano apretándome el brazo.—¿Encontraste va...? —empecé, volviéndome.Me interrumpí, alarmado. Aun con aquella escasa luz, pude notar la

expresión desencajada, angustiosa,  que crispaba sus facciones. Los ojos, grandes y obscuros,

eran espejo vivo de un intenso horror.

—¡Audrey! —grité, soltando el timón—. ¿Qué te ocurre?—Ahí... en la cabina..., —balbució—. ¡Es horrible... Doug... es

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horrible!...Corrí al sitio indicado, arrancándole la caja de fósforos de la mano.

Una vez dentro, encendí uno.La cabina era de reducidas dimensiones, y se bajaba a ella por dos

escalones que arrancaban de la puerta. Difícilmente podía uno ponerse

en pie sin golpear con el techo.La luz amarillenta de la cerilla me reveló un montón de cordajes, unalámpara de petróleo, varias lonas plegadas y algunas herramientascubiertas de orín. Pero descubrí algo más. Entre las lonas y los cordajeshabía una masa obscura, obscura e, inmóvil, con algo que parecía unrostro.

Se apagó el fósforo. Con un escalofrío, encendí otro y me acerqué.Era un cuerpo humano. Hecho un ovillo, sin vida. Y la cara que me

contemplaba, con ojos verdes, dilatados y vidriosos, era la de GregoryOliver Kent.

* * *

Volví a cubierta. Audrey sollozaba, acurrucada junto al timón. Lacanoa se había desviado un poco. Enderecé el rumbo con una mano,mientras con la otra acariciaba el pelo húmedo de mi mujer.

—Cálmate —dije—. No hay por qué ponerse así. Tú ya te hasencontrado en casos semejantes.

—Pero... pero... ¡esa cara! —sollozó.—Sí, ya lo sé. No es un espectáculo agradable. Aun estando vivo,

tampoco lo era. Se llamaba Gregory Oliver Kent y estaba casado con

Linda Logan.—¿Crees que lo han asesinado?—Parece que sí. Tiene una herida tremenda en la

Cabeza. Debieron de golpearle con una barra de hierro o algo parecido

—¿Qué piensas hacer?—Nada. Dejar el bote donde Morano indicó y que se las componga él

como pueda.—Oye, Doug, ¿por qué huimos del «Palmera? —inquirió súbitamente

Audrey.—Por esto —dije, sacando el sobro de papel manila.—¿Qué es?

Hice una pelota con él y lo arrojé al agua.—Cocaína.—¿Cocaína? —repitió atónita.—Sí. Para Linda Logan. Nuestra célebre «estrella» parece ser

aficionada a estas cosas. Y Morano es quien la provee. Una gentedeliciosa, verdaderamente deliciosa.

El temor vibró en la' voz de Audrey.—¿Y si fué Morano el que mató a ese hombre y quiere cargarnos a

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nosotros el muerto?—Pudiera ser.—¡Pues hay que hacer algo, Doug! ¡De ser así, habrá mandado aviso a

la policía para que nos espere en la orilla cuando arribemos!—También es muy posible.

—¿Y te quedas tan fresco?—No se puede hacer nada, Audrey. Nada, salvo abordar la costa ysaltar a tierra según lo previsto. Luego, Dios dirá.

—¡Te aseguro que esto es una trampa, Doug! —insistió Audrey.—Si lo es, ya estamos metidos en ella hasta el cuello. Poro ahí 

tenemos ya la orilla. Pronto saldremos de dudas.Conduje la canoa hasta que varó en la arenosa playa. Cerca, a menos

de un cuarto de milla, se veía la silueta metálica del puente. Paré elmotor y salté a tierra. Después, cogí en brazos a Audrey y así la condujehasta terreno seco. Apenas se vislumbraba algo en medio de aquella obscuridad.

—Bueno, ya estamos en tierra firme —dije—. Y parece que no hayrastró alguno de ser viviente.

De haberme callado, hubiera hecho mejor papel. El potente hazblanco de una linterna cayó bruscamente sobre nosotros. Varias siluetasse movían tras la luz cegadora. Intenté salir fuera del radio de acción dela lámpara eléctrica. Una voz vagamente familiar masculló una orden:

—¡Si se mueve, lo dejo seco!No me moví. Las siluetas desconocidas nos rodearon. Alguien

encendió otra lámpara de bolsillo, y entonces pude ver el rostro, vulgary colorado del sargento Gibson. Con burlona mueca dirigióse a mí.

—¡Vaya, señor Martin!—exclamó—. Nos conocemos, ¿eh?—Me parece que sí.

Salieron de la obscuridad varios agentes. Otra linterna enfocó lacanoa varada en la arena. Gibson miró hacia allí.—Dos de vosotros —dijo a sus hombres —registrad esa embarcación.—¡Te lo dije, Doug, te lo dije!—se condolió Audrey,, bajo la mirada

atenía de un agente.—¿Qué es lo que le dijo? —quiso saber Gibson.—No la haga caso. Está un poco nerviosa. Y me encerré en un hosco silencio.Se oía el ruido producido por los dos policías al revolver en la cabina

de proa. Luego hubo unos instantes de calma. Audrey y yo nosmiramos.

Volvió uno de los agentes y dirigióse a Gibson.—En la cabina de la motora hay un hombre muerto. Lo han debidomatar con un objeto contundente.

—¡ No toquéis nada! —bramó el sargento. Y volviéndose a otro de sus hombros, añadió: —¡Corre al garaje de Sam

y telefonea al doctor y al juez!

El aludido desapareció en las tinieblas. Gibson sé volvió a mí,amenazador.

—Con que un asesinato también, ¿eh, amigo? Ahora sí que se le ha

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caído el pelo.Suspiré, verdaderamente fatigado.—¿Qué piensa hacer con nosotros?—inquirí, con sequedad.El desagradable tintineo de unas esposas fué más elocuente que

cuanto pudiera decir el sargento Gibson.

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CAPITULO V

El edificio de la Jefatura de Policía de Jersey era como los de casitodas las Jefaturas del país. Y su interior no desmerecía en nada de esta

primera impresión. Audrey y yo fuimos convenientemente encerradosen celdas distintas hasta que se nos llamase a declarar.

Eran cerca de las tres de la madrugada cuando entraba en elcalabozo que me habían destinado. Notaba un cansancio horrible. Meeché, pues, en el duro jergón y me dormí con la misma tranquilidad quesi estuviera en casa.

Despertáronme por el poco gentil procedimiento de darme unasacudida bastante violenta. Abrí los ojos, bostecé y estuve unosmomentos contemplando malhumorado al policía que tenía enfrente.

—¡Andando, pollo!—gruñó el representante de la ley—. Le esperanunos buenos amigos.

Con los ojos cargados de sueño y el cabello en desorden, me levantéy salí, precedido del polizonte. Atravesé el frío corredor bordeado decalabozos y subí unos cuantos escalones hasta entrar en otro pasillo taninhospitalario como el anterior. Un agente de uniforme dormitaba enuna silla. Otro, leía con aire aburrido, en la página deportiva de un diariomatinal, los pronósticos sobre un partido de rugby.

—Ganó el «Kansas»— gruñí, al pasar.—Gracias—dijo el policía, volviendo otra vez a su lectura.El sargento Gibson me esperaba en una habitación de paredes

desnudas, amueblada con sólo tres sillas y una mesa. Sobre ésta, viuna potente lámpara de las empleadas en los interrogatorios. Nosíbamos a divertir.

A Gibson acompañábanle dos agentes, ambos de paisano y muyordinarios. Uno mascaba goma con una dentadura de postizos de oro.El otro, sentado en el borde de la mesa, jugueteaba con un lápiz y unbloc.

Una vez dentro, el policía que me condujo cerró la puerta y colocóse junto a ella, mirándonos inexpresivo.

—Siéntese aquí.Gibson señaló la silla frente al reflector.Obedecí, procurando ahuyentar el sueño Cuanto me era posible.—¿Qué hora es? —pedí, tras un bostezo—. Al entrar me quitaron el

reloj.—Las cuatro y cuarto —me contestó el del «chiclet».—Gracias, amigo.Apagaron la luz de la bombilla y dieron al conmutador del foco. La luz

blanca, cegadora, me ahuyentó el último vestigio de somnolencia quepudiera tener. Parpadeé, deslumbrado.

—¿Su nombre, profesión y domicilio?—interrogó Gibson.

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Le di los detalles correspondientes.—¿Cómo se llama su fulana?—siguió preguntando el sargento.

—Ya que no tiene cerebro, tenga al menos educación— repliqué,fríamente—. Es mi mujer.

Callóse Gibson. Pareció reflexionar, tras el foco. Luego, dijo:

—Eso le favorece. No podrá declarar en contra suya—Ya lo sé.—Pero es igual. ¿Cómo se llama su mujer?—Audrey Martin. De soltera, Audrey Scott. Vive en la misma casa que yo —añadí,

sarcástico.

—Ahórrese burlas y limítese a contestar, Martin. ¿Quién es el hombremuerto que llevaba en la canoa?

—No llevaba ningún hombre muerto.

—Bien, es igual. El que iba en la canoa. ¿Está mejor, así?

—Mucho mejor. Yo le conocía con el nombre de Gregory Oliver Kent.Gibson lanzó un breve silbido.—¿El marido de Linda Logan?—preguntó.—Lo ignoro.—Usted estaba el otro día cuando ella dijo...—El que ella lo dijera no quiere decir que yo lo sepa.—Bueno, pasemos a otra cosa. ¿De dónde venían con la canoa—Me niego a responder.—Haga constar esa negativa, O’Hara —remarcó la voz de Gibson,

dirigiéndose a su taquígrafo. Añadió: —¿Quién es el dueño del bote?—Lo ignoro también.—¿No lo sabe? ¿Quién se lo dió, entonces?—Si usted supone que yo maté a ese hombre, no creo que tenga

importancia ese detalle.—Yo no creo nada. Me limito a hacerle preguntas que por su propiobien debe responder.

—Y yo pido que me dejen llamar a un abogado para que me saque deaquí. Esta detención es arbitraria, injustificada.

Enfadóse el sargento.—¡Arbitraria o injustificada!—clamó—. ¡Dice que es todo eso, cuando

le hemos cogido a bordo de una canoa que no es suya, con un cadáverencima y huyendo del «Palmera»!

—Yo no he dicho que huyese del «Palmera».—¡Lo digo yo!

—Usted puede decir lo que quiera, pero eso no significa nada.Demuéstremelo.—Puedo demostrárselo. La canoa lleva la matrícula «Jersey 2060-B», y

esa matrícula corresponde a la canoa de iguales característicasperteneciente a Tony Morano.

—¿Y qué?—Tony Morano es el dueño del «Palmera» y en la batida que ha dado

esta noche la policía en ese local, no apareció ninguna canoa.

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—Claro. Las canoas no se refugian dentro de los clubs nocturnos.—Pero sí en los embarcaderos. Y el «Palmera» tiene uno en su

fachada posterior, según ha podido comprobar hace una hora nuestrapatrulla fluvial. Sin embargo, no había ninguna motora allí.

—¡Qué lástima!

—Sí. Una verdadera lástima para usted. Su esposa parece personadecente y no creo que tenga nada que ver en esto, pero usted estámetido hasta el cuello y le va a costar salir, por muchos trucos queintente.

—Ya que me tiene aguantando esa endiablada luz, sea al menosconciso. Bien está que soporte su interrogatorio, pero no sus brillantesdeducciones.

—Se cree muy listo, ¿verdad, Martin? Pues esta vez está cogido yusted lo sabe. Dígame, ¿qué clase de relaciones mantiene con Morano?

—Las mismas que con un millar de personas en Nueva York. Recuerdeque soy periodista y he de conocer a mucha gente.

—Ya lo recuerdo. Pero ¿fué al «Palmera» por obligación profesionalesta noche?—En cierto modo, sí.—¿Qué quiere decir con «en cierto modo sí»?—Que fui por un asunto profesional y...—¿Qué clase de asunto?—No tiene por qué constar en este sumario—repliqué agriamente.

—Ya. ¿Y qué más?—Pero no cumplí mi cometido por causas que tampoco tienen nada

que ver con esto. Eso es todo.—¿Todo? ¿Y cómo salió del «Palmera»?

—No le importa.—¿Cuándo y por qué salió?—Prefiero callármelo.—¿Por qué mató a Oliver Kent?—No lo maté yo. Y me niego rotundamente a responder más. Conozco

mis derechos constitucionales y exijo la presencia de un abogado o lalibertad inmediata, en procedimiento de «habeas corpus».

El foco se apagó. Volvieron a encender la bombilla del techo. Me paséuna mano por los ojos para aliviar la irritación que sentía en ellos. Antemí, mirándome con ira, el rostro de Gibson estaba más rojo que nunca.

—¡Conque derechos constitucionales!— bufó— No te valen esas

tonterías.—Creo que este es un país libre. O se le juzga a un hombre por undelito o se le suelta a la calle si no existen pruebas. Usted sólo tienecontra mí que iba en la misma canoa donde: mataron a un hombre conel que no me unía la menor relación, y cuya muerte en nada mebeneficia. No hay ley que le prohíba a uno pasear por las noches enmotora, ni demarcaciones determinadas para esta clase de paseos. Coneso sólo, no puede retener incomunicado a un representante de la

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Prensa, por muy policía que usted sea. Pero si lo prefiere, siga esatáctica... ¡y allá usted!

Hubo un silencio después de mi larga perorata. Mis palabras habíansurtido efecto. El taquígrafo contemplábame con ceño preocupado, sinsaber si debía escribir o no lo que acababa de escuchar. El otro escupió

la goma al suelo y sacando del bolsillo otra pastilla, se la metió entre losdientes.—Un chico despierto —gruñó entre una operación y otra.Gibson me seguía observando ponderativamente. No dijo nada.—Llévenlo a su celda —indicó al fin, con cansancio en la voz—. Dentro

de quince o veinte minutos, déjenle telefonear a su abogado.El tozudo sargento había perdido el primer round.

* * *

Eran exactamente las siete y quince minutos de la mañana, cuandoAudrey y yo abandonamos la Jefatura de Jersey en el coche de StuartLamont, el abogado del «Evening Herald». Había sido tarea rápidaproceder a la petición de «habeas corpus». El propio Gibson, que veíaperdida la partida dió las facilidades necesarias para dejarme enlibertad «por falta de pruebas materiales», según se hizo constar en elatestado.

—Pare aquí —le pedí al abogado cuando pasamos frente a un garaje.Salté del coche y corrí a la cabina telefónica. Eché precipitadamente

un níquel y marqué el número de la redacción.Una vez puesto en contacto con el propio Arnold J. Pearson, empecé a

hablar a gran velocidad.—Escúcheme átenlo y tome nota. En la gasolinera matrícula «Jersey2060-B», propiedad de Tony Morano, el dueño del club «Palmera», deldistrito metropolitano de Jersey, apareció esta noche el cadáver de;Gregory Oliver Kent, famoso financiero de Wall Street, casado con laactriz Linda Logan, sensación de Broadway. Un periodista del«Evening», casual ocupante de, la pequeña lancha, detenido por lapolicía de Jersey...

—Pero, Martin, ¿qué es lo que...?—No me interrumpa. Puede preparar una edición extra para las

nueve, si se da prisa. La policía se ve obligada a poner en libertad al

mencionado periodista, a las tres horas de su detención, por falta depruebas materiales. La policía, desconcertada, sigue susaveriguaciones.

—¿Todo eso es verdad? —chilló mi jefa.—Dúdelo y nos pisarán la noticia.—Le creo, voy a preparar la edición extra. Un momento, Martin.

¿Cómo ha muerto Kent?—Le golpearon la parte posterior del cráneo con un objeto

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contundente, quizá una barra de hierro, que se supone estará en elfondo de la bahía.

—Bien, Martin. ¿Y ese periodista a qué se refiere...?—Sí, soy yo— reí alegremente—. Ahora voy para allá con mi mujer y

Stuart Lamont.

—¡Hasta pronto, lince!—se despidió, risueño, colgando.Volví al coche de Lamont, que arrancó otra vez. Mientras cruzábamosel gran puente sobre el Hudson, Audrey miraba pensativa el exterior.

—¿En qué piensas?—le pregunté.—En ti —respondió, sombría—. Gibson te ha tenido que soltar, pero no

parará hasta pescarte otra vez.—Ya lo sé.—¿Cómo vas a demostrar tu inocencia?—De ningún modo, mientras no se sepa quién mató a Kent.—Lo cual será muy difícil.—Tal vez, si. Pero nada pierdo con probar.

Me miró intrigada—¿Vas a hacer de detective otra vez?—Eso me temo —sonreí.—Doug, sabes que eso no me gusta.—Ni a mi tampoco, pero no se trata de que nos gusto o no, sino de

demostrar, sin ninguna duda razonable, que no fui el asesino. Es laúnica manera. Y yo no tengo la culpa de que siempre me elijan a mí como sospechoso ideal.

—Si tienes la culpa, por meterte en semejantes líos.Me calla. Estaba con la mirada lija en el asfalto que corría bajo las

ruedas del coche. Luego me volví a Audrey.

—Creo que nuestro primer eslabón es Linda Logan —manifestó—. Ellapuede aclararme muchas cosas.—Ten cuidado con esa mujer. Me parece peligrosa.—Yo también lo soy cuando quiero.

* * *

Linda Logan so me quedó mirando, dura la expresión.—No creo eso, Martin —silabeó, al fin—. No creo una sola palabra.—Vaya al depósito de Jersey y se convencerá. Su amado esposo tiene

una herida muy poco agradable. Tampoco creo que le guste su cara. Losojos están vidriados, abiertos...—¡Oh, por favor, calle!—rogó, intensamente pálida.—Creí que no le impresionaban esas cosas—manifesté, con frialdad.—Es usted cruel, Martin. No creo merecer ese mal trato. Yo fui sincera

con usted.—¿Sí? ¿Por qué no me habló, pues, de la cocaína?Fue un golpe certero. Me contempló, asustada.

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—¿Qué... quiere decir?—tartamudeó.—De sobra lo sabe. Morano le proporciona drogas dentro de sobres

de inocente apariencia. Allí va, cuidadosamente envuelta, una porciónde cocaína.

No tenía fuerzas para negar. Se sentó en un diván. La habitación ocre

parecía ahora más sombría que el día anterior.—Tiene razón —dijo, fatigado el gesto— No le habló de eso ni de otrasmuchas cosas.

—En cambio, me largó una bonita sarta de embustes.—No todo era mentira. No le mentí cuando le conté mi vida con Kent.

Era un infierno. Ni tampoco cuando le dije que él no accedía aconcederme el divorcio. Me quería tener bajo su dominio.

—Y usted se liberó por sus propios medios, deshaciéndose de él.—¡Eso no! Yo no le maté. Anoche ni siquiera fui al «Palmera».—¿Dónde estuvo, pues?—Me metí en un teatro y luego anduve de paseo. No trabajo hasta la

próxima semana.—¿Vió a algún conocido?—No. Pero tendrá que conformarse con mi palabra.—Ya veremos si la policía se conforma. Es malo eso de no poder

demostrar la coartada. Y volviendo a lo de antes, ¿qué había de ciertoen lo que me contó?

—Casi todo, Martin, aunque no lo crea. Mi marido quería matarme, deeso no me cabe duda. Si no estuviera segura, no se lo diría. Calumniara un muerto es algo que ni yo sería capaz de hacer. Por mucha que seami degradación no llega a tanto.

—¿Por qué quería matarla?

—Mo odiaba. Era un hombre anormal, enfermo. Su alma estabaviciada, corrompido su espíritu. Me profesaba un odio atroz, inhumano.No quería dejarme en libertad porque sabía que eso me complacía amí. Y aunque nuestra vida era un infierno, prefería pasarlo sólo poratormentarme. Luego debió idear mi destrucción. Porque él destruíatodo aquello que aborrecía.

Escuchábala en silencio. Sus palabras, lentas, cansadas, medescubrían todo un mundo morboso Me asqueaba tanto virus comohabíase ocultado en aquella casa.

—Pero eso de que él quisiera matarme, no pasaba de ser unpresentimiento mío. Le sentía vigilándome, como una fiera al acecho.

Quise romper la tensión echando arsénico en un azucarero, para poderfingir que lo descubría al ir a desayunar. Así podría acusarle. Pero él seenteró, y adivinando mis propósitos, lo hizo desaparecer,

—Y el accidente de automóvil...—Ese fué verdadero. Lo planeó él. No quería matarme. Sólo hacerme

aparecer conduciendo en estado de embriaguez. Hubiera sido mi ruinaartística. Luego, él hubiese ido aniquilándome poco a poco, de un modomoral, más despiadado aún.

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—Entonces concibió la idea de adelantársele.—Sí. Concebí el proyecto de un asesinato a sangre fría. Pero era

preciso cubrir los riesgos a que me exponía con ello. Y decidí que ustedsería mi hombre de paja. Fué un gran error.

—Y un gran desagradecimiento.

—Sí, Martin, reconozco que no me conduje muy noblemente. Peroestaba acorralada. Eso me disculpa.—Siga —fué lo único que dije.—Hubiera asesinado a Gregory, haciendo recaer las sospechas sobre

usted, en el caso de que hubiese accedido a mi propuesta deprotegerme.

Lo adiviné en seguida. Y cuando su esposo me hizo una ofertaconsiderable por vigilarla, me di cuenta de que él esperaba de ustedalgo peligroso. Mostróse intranquilo. Creo que también pensó en liqui-darla cuanto antes y cargarme a mí el mochuelo. Los dos tuvieron lamisma idea. Pero se equivocaron.

—Le juro que yo no lo maté. Alguien le odiaba también y se adelantó.Hizo una obra humanitaria al quitar del mundo a un mal bicho.—No diga eso. Su asesino es tan malo como lo fué él.—¿Va a intentar desenmascararlo?—Sí. Quien fuera, coincidió con ustedes en ponerme a mi en la

brecha. Es una delicia que inspire uno tales ideas a la gente.—Lo lamento, Martin, pero me es imposible ayudarle. Sé tanto como

usted respecto al asunto.—¿Qué puede decirme de Tony Morano?—No creo que él lo hiciera. Es poco escrupuloso, pero no hay motivo

para que él matara a Gregory.

—Su marido aseguró que usted tenía mucho que ver con Morano.—Mentía. Con Morano sólo me une la maldita cocaína. Tengo ese vicio y él me

 provee de ella. Sin esa droga estoy perdida, Martin. Por eso voy al «Palmera» tan a menudo, y por eso Morano y yo nosvemos en secreto.

—¿Ha mandado alguna vez algún propio en vez de ir usted en persona?

—Sí. Varias veces. Decían que «no tenían fondos», y Moranocomprendía.

—Ahora me explico muchas cosas —murmuré.—¿Qué dice?—Yo dije algo sobre carencia de fondos, y entonces él me dió un sobre

con la droga.—¿A usted? —se excitó—. ¿La tiene aún?La miré fríamente.—Está en la bahía desde anoche. Si me la llegan a encontrar encima,

me habría lucido. Asesinato y drogas. Aun estaría en mi hermosa celda.Retorcióse las manos, desesperada.—Ahora tendré que resistir varios días sin ella—se lamentó.Me puse ^en pie y me encaminé a la puerta.—Procure abstenerse de esas porquerías —recomendé con aspereza

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—. Aun está a tiempo, Linda Es usted joven y agraciada, la fama lesonríe. No se hunda en el barro más de lo que está. Procure salir a flote.

—Es difícil, Martin, en personas como yo.—Inténtelo. Y permítame decirle que tampoco esta vez ha sido usted

sincera. Sigo creyendo que me oculta algo.

Salí, dejando en la sala ocre a una Linda Logan derrotada y sombría.

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CAPITULO VI

Releí los gruesos titulares de primera plana en la edición extra del

«Evening Herald». Arnold J. Pearson seguía fiel a sus principiossensacionalistas:

¡Asesinato en Jersey! Un financiero famoso aparece muerto en una motora. Un redactor de

nuestro periódico, acusado».

Había una buena fotografía de Gregory Oliver Kent, y otra mía, algoborrosa. La información era muy detallada y ridiculizaba bastante albueno de Gibson. Me imaginó el mal rato que pasaría al leerlo.

—Queda bien —aprobé, devolviendo el periódico a mi jefe, quesonreía satisfecho.

—Nos hemos adelantado a la edición matinal del «Chronicle»— seenorgulleció Pearson—. Casi se ha agotado toda la tirada.

—Estupendo. Y ahora, aprovechando su euforia, quiero pedirle unfavor.

—Desembuche.—Necesito dos muchachos para un trabajo que no es periodísticoSus ojos azul pálido se entornaron suspicazmente.—¿Va a meterlos a detectives?—quiso saber.—¿Mc los deja o no?—No le puedo negar eso. Escójalos usted mismo.—Gracias— masculló saliendo del despacho.El pelirrojo Big Adams estaba en su mesa, redactando unas gacetillas

publicitarias Le llamé a mi oficina. Billy Sanders, sin embargo, no andaba por la redacción en aquel

momento.

—Oye, Adams, vas a largarte en seguida a Jersey City.—¿Yo? ¿Y qué haré allí?—Lo que te voy a explicar ahora. No será tarea profesional.—¿Ah, no?—gruñó, desorientado.—Se trata de hacer un poquito el detective. Es sobre el asunto del

«Palmera». Necesito un hombre que se dedique a vigilar el Club cuandosalga de él un tipo moreno, seguirle a donde vaya. ¿Entendido?

—Hombre, sólo a medias. ¿Quién es ese tipo y por qué he devigilarlo?

—Ese tipo es Tony Morano, el propietario del «Palmera. El porqué de

vigilarlo no te incumbe saberlo. Basta que no te olvides que es labordelicada y muy listo el individuo. Pero creo que tú tienes práctica enesas cosas.

—Antes de ser periodista estuve en una agencia de detectives. Déjalode mi cuenta. Oye, ¿puedo gastar lo que sea, en caso necesario?

—Sí, el periódico te abonará los gastos. Un momento, antes de irte.¿Dónde está Billy?

—Me parece que fué a Coney Island con su novia. Hoy es su día de

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fiesta.—Bien, nada más entonces. Suerte y cuidado, Adams.—No te preocupes— sonrió, saliendo.Lo último que de él contemplé, fué su rebelde cabellera roja. Aquello

me trajo algo a la memoria: la beldad pelirroja del «Palmera». La mujer

que ganó un pleno de ciento setenta y cinco mil dólares. Y que cuandosalí del despacho de Morano había desaparecido. Recordé ciertaspalabras de Linda Logan. «Me enteré de que Gregory tenía una amanteUna pelirroja. Derrocha miles de dólares en la ruleta del «Palmera» cadanoche.»

Podía ser coincidencia, pero no he creído nunca en las coincidencias.Era preciso localizar a aquella dama.

Sólo había un medio.Descolgué el auricular de mi teléfono de mesa. Llamé a la central.—Oiga, señorita —dije—. Póngame conferencia con Jersey. El número—miré en el listín —Jersey 9G628.

—¿A quién se carga en cuenta la conferencia?—preguntaron.—Anótelo a mi número.—Le di el del periódico, añadiendo luego: —Lesuplico se apresure en establecer comunicación.—No se mueva, por favor. Transcurrieron sólo unos segundos antes de que una voz masculinasonara al otro lado de la línea:—¿Diga? Aquí el club «Palmeras.—Quiero hablar con Michael Latimer.—Soy yo mismo. ¿Con quién hablo?—Oiga, Latimer, soy Martin. ¿Me recuerda?—Claro —se oyó una risa burlona—. Bonita jugada le hizo usted

anoche al jefe. Está que trina desde que ha leído el periódico.—Lo suponía —también reí de buena gana. Más serio, continué: —Latimer, necesito saber quién es la pelirroja que ganó el pleno al docenegro.—No podemos dar información sobre nuestros clientes— repuso,cautamente—. Está prohibido.—Ya lo sé. Por eso le llamo. Es un favor especial que le pido. Nadiesabrá que usted me ha informado.Vaciló Latimer.—Vamos, sea buen chico. Ayúdeme—insistí.—Está bien —se decidió, al fin—. Se llama Hazel Leeds y era la amiga

de Kent.—Gracias. Eso ya lo sabía. ¿Dónde vive?—Lo ignoro. Lo único que puedo decirle es que trabajaba en unosalmacenes de la Quinta Avenida cuando Kent la conoció. Creo que en«Merlin’s».—Estupendo, Latimer. Muchas gracias. Esto quedará entre nosotros.—De acuerdo, Martin.Colgué. En una ciudad de diez millones de habitantes, localizar a una

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es posible revisar el fichero. ¿Podría venir usted otro día? Veamos, hoyes viernes. ¿El lunes?

—Es que se trata de un asunto urgente.—Si, sí, lo comprendo, pero también usted debo comprender que...—Me doy perfecta cuenta —corlé, irritado—. Buenos días.

Iba ya a salir dando un portazo, cuando me frenó la voz de la chica dela centralilla.—¡Un momento! Creo que yo puedo ayudarle.

Me volví hacia ella con súbita simpatía. Incluso dirigí una mirada a suspreciosas piernas para complacerla.

—¿Usted pregunta por Hazel Leeds, que estuvo en la sección debisutería?

—Creo que era ahí donde trabajaba.

—Sí, una muchacha pelirroja, muy bonita, que se marchó el veranopasado.

—¡Eso es!

—Salimos juntas varias veces. Vivíamos relativamente cerca. Ellaresidía en la calle Ciento Seis, aunque no recuerdo si en el ochenta o elochenta y dos, pero lo sabrá en seguida. La casa está al lado de unacervecería propiedad de un italiano. Nicolo, creo que se llama.

Sentí ganas de darle un beso. Puse mi mano sobre su brazo.—Si no fuera porque tengo mucho trabajo, te llevaría esta noche a

cenar conmigo, pequeña. Eres un encanto. Y después de pellizcarle la barbilla, me marché dejándola a ella

íntimamente satisfecha de sus atractivos y bastante sorprendido al jefede personal.

La calle Ciento Seis pillaba lejos. Paré un taxi y le di al chofer la

dirección.Nos pasamos más de un cuarto de hora cruzando calles y avenidasde la ciudad. El taxímetro subía como la espuma del champaña. Era unbuen golpe a mi bolsillo.

Por fin, el vehículo frenó ante unas casas de humilde aspecto. Era elcontraste con la grandeza de la Quinta Avenida. ¿Cuántas veces, elelevado habría conducido a la pelirroja beldad hasta este barriomodesto de la gran urbe, después del trabajo?

Era el número 82 el que estaba junto a una cervecería de sucioscristales y abandonado aspecto, con el nombre de Nicolo casitotalmente borrado por la acción del sol y el agua. A la casa se entraba

por un portal donde el olor a guisos era muy intenso. Me acerqué a unamujer que cosía una camiseta de niño, sentada en la portería.—Usted perdone, señora —empecé—. ¿Podría decirme si vive aquí una tal Hazel Leeds?

El llamarla señora produjo su efecto. Dejó de coser y me miró comosi yo fuera un bicho raro.

—¿Hazel Leeds? ¿La pelirroja del «Merlin’s»?—puntualizó.—Ajajá.—Lo siento, joven, pero hace mucho tiempo que se marchó de aquí.

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Prosperó de repente, ¿sabe? Un tipo de muchos cuartos encaprichósede ella y la llevó a sitios mejores.

—Ya. ¿No sabe dónde?—No nos lo dijo. Un día lió sus bártulos y sin decir palabra se largó.

Fué una desagradecida. Con la de veces que yo le presté para comer.

Cría cuervos y...—¿Y no tiene idea de dónde se la puede encontrar?—repuse, cortando sus críticas.

—¡Quiá! No he vuelto a saber nada de ella.—¡Qué lástima! Muchas gracias, señora.—De nada, joven. Si preguntara usted a la del segundo piso, le

diría...La dejé con la palabra en la boca y salí a la calle. Unos chicos

desgreñados y sucios jugaban con una vieja pelota de goma. Medetuve en la acera, sin saber a dónde ir. Allí terminaba la pista de labella Hazel. ¡Y para eso me había gastado yo seis dólares en taxis!

 Tenía sed. Entré en la cervecería de Nicolo. Era obscura y pobre.Sobre el mármol del mostrador, un enjambre de moscas rodeaban unoscharquitos de licores, que nadie se preocupaba de quitar.

Un hombre de pelo negro, ondulado y nariz prominente, me atendióamable. Nicolo, sin duda.

—Una cerveza fría—pedí, sentándome en la barra.Me trajo una botella y un vaso.—Poca gente hay por aquí—comenté.—Sí, poca.—Deben ser aburridos estos barrios.—Y que lo diga. Después de las nueve, esto parece un cementerio. Usted no vive

 por aquí, ¿verdad?Su acento era marcadamente latino.—No —miré al hombre—. Soy abogado y he venido en busca de ciertachica para entregarle una pequeña herencia, pero me han dicho queya no reside aquí.—Mucha gente se ha ido estos últimos tiempos—dijo el italiano.—Lo malo es que esta joven marchó sin comunicar su nueva

dirección.El hombre me contempló con interés.—¿Quizá busca usted a Hazel Leeds, del 82?—Acertó. ¿La conocía, acaso?

—Claro. Buena muchacha. Siempre bajaba a comprar cerveza paralas comidas.—¿Tampoco a usted le dijo nada?—Ella es incapaz de hacer eso conmigo.—Nicolo sonrió satisfecho—.

Sólo a mí me dejó sus señas.Oculté como pude mi excitación.—Vaya, entonces usted podría comunicarle mi visita. Le dejaré mi

tarjeta y...

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—Espere, amigo —me interrumpió Nicolo—. Tengo mala memoria y alo mejor me olvidaría de darle el recado. Mejor será que hablé usted conella.

La suerte parecía ponerse de mi parte.—Como quiera —respondí, sin mostrar excesivo interés.

—Mire, ella ocupa ahora un departamento en la Novena Avenida,número 5312, piso décimosexto, letra D.Escribí la dirección en mi libro de notas.—Gracias, amigo. Ya desesperaba de dar con ella.—Yo le he hecho un favor. Usted puede hacerme otro.—Dígame de qué se trata.Fué hasta un anaquel lleno de botellas y sacó de detrás de las

mismas, un sobre cerrado. Me lo tendió. Iba dirigido a Hazel Leeds..Calle Ciento Seis, número 82.

Escrito a máquina. El matasellos era de Jersey, Interior. No constabaremitente.

—Esta carta la trajeron hace casi un mes —me explicó, compungido—. Ya le he dicho que tengo mala memoria. Nunca me acuerdo dereexpedirla a su nuevo domicilio. ¿Quiere usted dársela en propiamano?

—Por supuesto, amigo—afirmé, guardándome el sobre en el bolsillointerior de la americana—. Nada me costará el hacerlo

—Gracias —dijo sencillamente el italiano.—A usted —respondí, apurando el último trago de cerveza.Puse unas monedas sobre el mostrador y tras despedirme, abandoné

el establecimiento.En la calle, los chiquillos seguían aún dándole patadas a la vieja

pelota. Un coche grande, negro, estaba parado frente al número 82.Desentonaba en aquel ambiente. Había un hombre sentado al volante,fumando un cigarrillo. Otro individuo, de pie junto a la acera, hurgabaen el parabrisa. Debía de estar estropeado. Pero no urgía mucho suarreglo. Por lo menos, aquel día no iba a llover.

Pasé junto al automóvil. De pronto, me detuve en seco. La matrículadel coche era «Jer. 4092-L». ¡Jersey otra vez!

No seguí mi camino. Algo duro hundíase con fuerza en mis riñones.—Suba al coche, amigo —dijo una voz. Y aquella presión aumentó. No opuse resistencia. El tipo que fingía

arreglar el parabrisas abrió la portezuela posterior sin precipitarse.

El que me encañonaba por detrás, debía de hacerlo con el arma en elbolsillo de la chaqueta. A cualquiera que observara la escena, le hubiesesido difícil sospechar que presenciaba un secuestro en toda regla.

—Entre —ordeñó la voz imperativa.Obedecí y me acomodé tranquilamente en el compartimento de atrás,

en el centro. Mis dos captores colocáronse a ambos lados.El que conducía tiró el cigarrillo a la acera y apretó  el acelerador. Con un brusco

arranque, el coche se puso en marcha.

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Observé los rostros poco cordiales de mis acompañantes.—Creí que esto sólo ocurría en las películas—comenté, burlón.No recibí respuesta.—¿Tienen un cigarrillo? —pedí, sin inmutarme.Igual silencio. Eran unos divertidos compañeros de viaje.

—Supongo que tampoco podré sacar yo los míos—dije.—Sáquelos—gruñó uno, con un solo lado de la boca. Me recordó a

Humphrey Bogart, pero aun más feo—. Ya sabemos que no lleva juguetes peligrosos.

Gente bien informada. Y lo malo es que tenían razón. Metí la mano enel bolsillo y saqué la pitillera. Repentinamente, me ladeé y descarguécon ella un golpe violentísimo al hombre de la pistola, exactamente enla sien. Se quedó atontado. Casi el instante me volví para repetir laacción antes de que el otro reaccionara. Pero ya había reaccionado.

Vi acercarse a mí una mano enorme. Sentí el impacto en la

mandíbula. Crujióme el hueso y lucecitas de mil colores danzaron antemis ojos.Al mismo tiempo, algo duro descargó con fuerza en mi nuca. Todo

giró a mi alrededor, la cabeza pareció iba a estallarme.

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CAPITULO VII

Lo primero de que tuve conciencia, fué del horrible dolor que sentíaen las sienes. Notaba un aturdimiento enorme y me subían náuseas a laboca. Se agudizó el dolor cuando abrí trabajosamente los párpados.

 Tuve que volverlos a cerrar hasta que desapareció la sensación devértigo. Luego, los abrí de nuevo.

Estaba en una habitación destartalada, sin muebles apenas. Las

paredes, desconchadas y sucias, destilaban humedad, y de ellas pendían lastimosamente los restos del papel

floreado que en un tiempo las decoraron. Advertí un ventanuco a la altura de unos tres metros sobre el nivel del

suelo. Quedaba a un nivel que supuse el de la calle. Estaba, por tanto, en un sótano y eso explicaba la humedad

que filtraban los muros.

Noté que estaba sobre un camastro de metal, atadas las manos a laespalda. Las ropas del camastro consistían únicamente en un jergónduro y una colcha remendada.

Sin embargo, no estaba solo en la habitación. Junto a la única puerta

que había allí, el tipo que me sacudió el puñetazo liaba un cigarrillo. Elotro secuestrador, el que recibió el golpe de pitillera y lo devolviógenerosamente con la culata de su pistola, resolvía un crucigrama,sentado ante una mesa de madera.

No pude contener un gemido de dolor al intentar un leve movimiento.Los dos miraron hacia mí con indiferencia.—Ya se despertó —gruñó el del crucigrama.—Muy listo —dije yo—. Su mamá echó una verdadera lumbrera.—Por pasarse de listo le ocurrió eso, amiguito

—rezongó el de la puerta acabando de liar el cigarrillo.—Me encanta pasarme de listo con los tontos.

El otro tipo dejó su crucigrama y acercóse a mí lentamente. Ya juntoa la cama, alzó la mano y la descargó con fuerza sobre mi cara.

Me zumbaron los oídos y estuve a punto de desmayarme otra vez.—Eso para que cierre el pico —masculló, fríamente.—Siga pegando—dije—. Cuando estén en Sing-Sing, ya no podrán

pegar a nadie. Secuestro y asesinato no son cosas de broma.Otra vez cayó la mano sobre mi rostro. Esta vez me golpeó la nariz.

—No seas bruto, Joe— reprochó el otro—. No puede defenderse.

—Por eso pega —dije yo, evitando tragar la sangre que me caía porlos labios hasta la barbilla—. Es un cerdo.

 Joe lanzó una imprecación soez y me dió dos o tres puñetazosseguidos. Quizá dió alguno más, pero al tercero perdí el conocimiento.

Guando de nuevo abrí los ojos, no lo hice por impulso propio. Alguienponía una cosa de olor fuerte bajo mi nariz y sentí correr algo fresco porel pelo y el rostro.

Buddy Branson sonreía ante mí, más cordiales que nunca sus ojosredondos y vivarachos. El traje de grandes cuadros grises, que nunca lehabía visto y la corbata de mil colores, le sentaban tan mal como el«smoking» que llevaba la noche antes en el «Palmera».

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Empuñaba un frasco de sales en una mano y un jarro de agua casivacía en la otra. Amplió la sonrisa.

—¡Vaya, ya recobra el sentido! —gruñó, satisfecho. —Creí que no lovolvería a recobrar jamás.

No hablé, ocupado en recuperarme.

—¿Cómo te sientes, muchacho?—Bastante mal —me quejé.—No sabes cuánto lo siento, Martin. Mis chicos te confundieron con

otro.—¿Sí? No creo que me confundieran con nadie.—Mal pensado, chico. Te aseguro que todo fue un error.Me incorporó. Ya no tenía ligadas las manos. Logré sentarme en la

cama, poniendo los pies en el suelo. Me sujeté la cabeza entre lasmanos y la habitación cesó de dar vueltas.

—Si llegan a estar acertados, me matan.—Hiciste mal en provocarles con tus palabras, Martin —objetó

bondadosamente Bronson.—¡Si todavía resultará que tengo yo la culpa!—No quiero decir eso. Reconozco que han hecho mal. ¿Qué puedo hacer ahora?

—Tú nada. Es asunto mío.—Oye, no irás a dar parte a la policía, ¿verdad?—¿Tú qué opinas? —pregunté, levantándome con esfuerzo.Me tambaleé un poco y Buddy me sujetó. Me desasí bruscamente

de él.Presenciando la escena con ojos inexpresivos, los dos muchachos

de Bronson no pronunciaban palabra.—Yo no iría a dar parte, Martin —dijo, con suavidad—. A lo mejor no

me harían mucho caso.Le miré duramente. Me dolían la nariz y el ojo derecho. Con todaparsimonia, me anudé la corbata y empecé a moverme hacia lapuerta.

—Supongo que podré salir.—Claro que sí, chico. Ya te he dicho...—Sí, que fue una equivocación—corté con voz helada—. Creías que

pretendía ahondar en tus negocios. Esa fué la única equivocación.—Siempre quieres demostrar que eres el más listo. —sonrió Bronson,

sin humor.—Y lo soy, Buddy, lo soy —sonreí yo también, llegando a la puerta

—. Eso es lo que le asusta un poco.—¿Hablas en serio?—Juzga tú mismo. Voy detrás del que mató a Kent. Tarde o

temprano lo cogeré. Tú me conoces. Si fuiste tú o alguno de tusmuchachos, lo sentiré por vosotros.

—¿Crees de veras que yo maté a aquel tipo? No seas tonto. ¿Paraqué iba a hacer tal cosa?

—Eso tú lo sabrás.

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—Es un condenado fanfarrón—rezongó el pistolero, que me habíagolpeado.

Me volví despacio hacia él.—¿Tú crees?—pregunté con fría sonrisa—. Eso me hace recordar

algo.

Ni él, ni su amigo, ni el propio Bronson lo esperaban. Lancé el puñoderecho con toda mi fuerza hasta estrellarlo en su ment n.ó  

Simult neamente, preciso yá  seco, el izquierdo subrayó el golpe con otro tan potente, o más, que

hizo brotar de su nariz un chorro de sangre.

 Tuve la satisfacción de verle rodar por el sucio suelo. Me froté ambasmanos.

—Te lo debía, cerdo —hablé, sin dejar de sonreírSin levantarse del suelo, echó mano al bolsillo donde debía llevar su

pistola. La voz aguda de Bronson le detuvo a mitad del ademán:—¡Quieto, Joel—ordenó, cortante—. Tú no estás atado como lo estaba

él. Todavía hay eso a tu favor. Y Martin tiene derecho a una pequeña revancha.

 Joe se puso en pie y dirigiéndome una mirada torva fué a sentarse denuevo ante su crucigrama, mientras limpiábase la sangre con unpañuelo.

—Bueno, Buddy, me voy —dije al antiguo falsificador que meobservaba con cierto recelo—. Ahora me siento más tranquilo.

—Adiós, Martin y perdona todo esto—repuso Bronson, recobrando suplacidez—. Sabes que soy siempre tu amigo.

—Sí, ya lo sé.Abrí la puerta. Vi una escalera de cemento qué conducía a una

puerta. Continué, antes de salir;—Dile a Moruno que tiró el sobre a la bahía. Puedes seguir vendiendo

tranquilamente tu mercancía. No voy tras eso, Buddy.Cerró la puerta tras de mí y subí los diez o doce peldaños de cemento. Abrí el batiente

de la otra puerta y me encontré en un garaje con unos cuantos coches. Entre ellos, estaba el automóvil negro en que .yo

fui secuestrado. Un mecánico llenaba de gasolina un «Reynolds» verde aceituna. Ni siquiera me miró cuando crucé el

espacio del garaje y salí a la calle. En un principio no conocí el sitio donde estaba. Hube de caminar tres o cuatro

manzanas antes, de orientarme. Apenas cruzaba gente por allí. Todo eran almacenes, garajes y  fábricas, dedonde salía un estrepitoso zumbido de motores.

Estaba cerca de la Calle Veintiocho. Había menos distancia de allí ala Novena Avenida que de donde fui secuestrado. Eso tenía queagradecer a Buddy Bronson y su? simpáticos «muchachos».

Bud» verme el aspecto físico en el cristal de un escaparate. Eralamentable. Un cerco violáceo me rodeaba el ojo derecho. La nariz lucíaun feo cardenal a la altura del puente. Aun tenía partículas de sangreseca adheridas a los bordes de mis fosas nasales. El pelo húmedo y endesorden, completaban mi nada agradable aspecto. Tenía la chaquetasalpicada de la sangre que había derramado al recibir el segundo golpede aquel bruto.

 Tuve que andar dos manzanas de casas para encontrar un taxi.

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—¡A la Novena Avenida, 5312! —ordené, penetrandoimpetuosamente en el vehículo.

Necesitaba encontrar a Hazel Leeds y cuanto antes mejor. Cadaminuto transcurrido parecíame una hora. Y el taxi hacía cuanto podía,burlando las leyes del tráfico y evitando cualquier encontronazo con

vehículos mayores.Al fin, enfilamos la Novena Avenida a una velocidad digna de uncoche del servicio de incendios. Consulté mi reloj. Las tres de la tarde.Llevaba veinticuatro horas sin dormir y sin comer. No obstante, nosentía apetito alguno. Me preocupaba la idea de que Audrey se estaríapreguntando si me habrían liquidado a mí también.

Un súbito frenazo casi me hizo caer del asiento. El chofer avisó,complaciente:

—Ese es el 5312.Se trataba de un rascacielos de unos treinta pisos o más.Después de abonar el importe de la carrera, salté al exterior. Entré en el

edificio, dirigiéndome en derechura al ascensor.

—¿A dónde va? —chilló una voz.Me volví. Un telefonista sentado ante una centralilla, cerca del hueco

de la escalera, me miraba recelosamente.—Voy a ver a Hazel.—¿Hazel, qué?—insistió el telefonista, examinándome con escasa

confianza.Verdaderamente, mi aspecto no era el más a propósito para inspirar

confianza a nadie.—Hazel Leeds—gruñí—. Es pelirroja, cumplió los veinte hace cinco o

seis años y tiene un lunar en la espalda. ¿Le basta?—Piso dieciséis, letra D —informó de mala gana, —Y deje de hacerse

el gracioso, amigo.Reí, entrando en el ascensor.No había ascensorista. Debían juzgarlo un gasto superfluo y lo

suprimieron. Pulsé el correspondiente botón. Subió raudo el aparato. Elespejo rectangular que había dentro, me devolvió una cara casidesconocida. Verdaderamente, no iba en muy buenas condiciones paravisitar a una dama. Pero un asesinato no es asunto que precisa decoqueterías personales. Tendría que conformarse con mi horrible facha.

Se detuvo el ascensor. Salí al pasillo. Era largo, lleno de puertas. Meencaminé a la que lucía la letra D. La cuarta, empezando por la

izquierda.Golpeé con los nudillos y aguardé.No contestó nadie. Repetí la llamada, ahora por dos veces. Siguieron

sin atenderme, ni dar señales de vida. Había hecho un viaje inútil.Hazel. Leeds no estaba en su departamento. Debí de haber previsto talcontingencia.

Me dispuse a irme. Antes, maquinalmente, hice girar el pomo de lapuerta. Esta entreabrióse con un leve chirrido.

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 Transcurridos unos instantes, en que la sorpresa me dejó inmóvil,acabé de abrir.

Entré en un living coquetón y confortable. Todo allí denotaba un gusto muy femenino.

No había nadie.—¡Miss Leeds!—llamé, sin alzar mucho la voz.

Silencio.Crucé el living, después de haber cerrado la puerta de entrada. Penetré en el dormitorio de Hazel Leeds.

Tan pequeño y coquetón como la otra estancia. La ventana, cerrada, daba a un patio interior.

Allí sí había alguien. Di dos o tres pasos hacia la cama.Sobre la colcha granate yacía Hazel Leeds, en desorden su roja

cabellera.Parecía dormir, pero cuando la toqué, notó qué estaba fría. En el

níveo cuello, unas huellas violáceas marcaban el lugar donde sehundieron los dedos que la habían estrangulado.

Muy lejano, pero acercándose cada vez más, empezaba. a oírse elulular inquietante de la sirena de la policía.

CAPITULO VIII

Encantadora situación. Con Hazel Leeds muerta, solo en eldepartamento y con mi lamentable aspecto, iba a serme difícilconvencer a la policía. En cuanto me detuvieran y comprobaran queyo era él sospechoso número uno en el asesinato de Kent,empezarían a creer que resultaba demasiada coincidencia serlo tam-bién en el asesinato de su amante, y nadie me salvaría de ser juzgadopor doble homicidio y un sin fin de cosas más.

 Todo esto lo pensé mientras mantenía fija la vista en el rostro de lapelirroja, antes hermoso y ahora desagradablemente desfigurado. Enmis oídos sonaba como un timbre de alarma la sirena de los cochespoliciales. El que hizo aquello debió avisar anónimamente porteléfono. Y ahora me la iba a cargar yo.

 Tenía que largarme a toda prisa, pero antes de irme era precisohacer algo. Treinta segundos bastarían para ello.

Hazel Leeds va no podía decirme lo que sabía. Otro se me adelantóy sin contemplaciones le cerró para siempre los labios. Pero quizáhubiese algo por allí, algo que yo necesitaba.

En los cajones de las dos mesillas de noche no había nada. En eltocador, tampoco. Al menos, en los tres primeros cajones En el últimode ellos fui más afortunado. Dejé a un lado los pañuelos de seda, lasprendas interiores de colores suaves y todo aquello que representabaintimidad de la muerta. Pero había algo que no era lógico encontraraallí, dada la ordenada meticulosidad que reinaba en cada habitaciónde aquel departamento. Un tarro de crema facial.

Lo abrí precipitadamente. Parecía contener realmente cold cream. Metí el

dedo en la crema, y antes de tocar el fondo del tarro, sentí un contacto duro. No era crema, desde luego. Aparté a un

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lado una porción de crema y dejé al descubierto una caja metálica de color blanco, encajada en el fondo del tarro. Mis

grasientos dedos forcejearon, logrando sacar el pequeño recipiente circular, que me eché al bolsillo siquiera sin

mirarlo. No había tiempo para nada. La sirena de la policía sonaba ya en la calle, frente al edificio. Oí el chirrido seco

de un frenazo y la sirena cesó de gemir. Imposible salir a la calle. De allí en adelante, a cualquiera que se le ocurriese

abandonar el edificio, se le arrestaría sin contemplaciones. Tiré el tarro de crema en el cajón, cerré éste y salí al

living. La muerte quedaba tras de mí.

Abrí la puerta del departamento y salí al pasillo. No había nadie.Cerré y pasé mi pañuelo por el pomo, limpiando toda huella que pudiera haber. Sólo

después de haberlo hecho, pensé en que quizá el asesino había dejado también las suyas. Pero eso a mí nada me

importaba.

Oí subir el ascensor. Aunque no se percibía otro ruido, en aquellosmomentos estarían subiendo por las escaleras. La ley estaba llegandoal piso dieciséis.

No me apuré gran cosa. Con absoluta tranquilidad, descendí por laescalera. Alcancé el piso doce, sin encontrar aún a nadie. Pero yapercibíanse con claridad los pasos rápidos de quienes subían por supropio pie. La lucecita verde se encendió fugazmente cuando pasó elascensor camino del piso dieciséis.

Me detuve frente a la escalera y apoyado de espaldas a la pared, coloqué un

pitillo entre mis resecos labios. No me temblaba la mano al encenderlo. Y cuando tiré el fósforo al suelo, una masa azul

asomó por la escalera, alcanzando el piso en un segundo.

 Tres policías. Dos agentes sin graduación y un individuo alto yflexible, con las insignias de sargento. El sargento O’Sullivan, de laBrigada Móvil.

Era un viejo amigo mío. Quizá eso me favoreciera en algo.—Hola, O’Sullivan —saludé, sonriendo amable.Los tres se habían detenido ante mí. El sargento me contempló con

sorprendido fruncimiento de cejas.—¿Qué hace aquí, Martin?—preguntó, sin cordialidad en su voz.—Ya lo ve. Fumo.—Muy interesante—gruñó. Volvióse a los otros dos:—Vosotros, id. En seguida subiré yo.Permaneció callado mientras los agentes obedecían su orden. Luego

miróme fijamente.—Le han dicho lo del piso dieciséis, ¿no?—afirmó más que preguntó.—¿Qué pasa en el dieciséis?—No me venga con cuentos, muchacho. Le conozco bien. Siempre

que ocurre alguna cosa en Nueva York le encuentro a usted. El «Herald» tiene un buen

servicio informativo.

—No es malo.—No lo es, desde luego. Y eso no quiere decir que a mí me moleste. Sabe que siempre le ayudo en

lo posible. Pero hoy, no. Hoy es diferente. No podrá ver a esa chica, ni le dejaremos entrar en el departamento, Martin.

Era lo que esperaba. No pude contener una sonrisa.—Pero yo he de hacer mi información, O’Sullivan

—dije—. Sea buen chico.—Lo siento. Son órdenes. Luego le avisaré a su periódico.

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Me encogí de hombros.—Está bien. ¿Se encarga usted del caso?—No, Martin. Esto es un asunto serio. Tan serio, que el propio

inspector Cripps se ha hecho cargo del mismo. Era él quien subía en elascensor con el sargento Turner.

Silbó ponderativamente.—Mc asombra usted, O’Sullivan. No creí que una chica como esaLeeds tuviera tanta importancia.

Me miró con cierta extrañeza.—Buena información —chasqueó la lengua y se dispuso a seguir el

camino que emprendieron sus dos compañeros—. Lárguese, Martin, y yavolveré cuando el inspector permita a la Prensa, meter las narices en elpisito.

—No será tan fácil irse ahora, O’Sullivan. Sus hombres no me dejaránsalir del edificio.

—Tiene razón. Usted no hace más que complicar las cosas. Espere.

Encaminóse al hueco de la escalera y llamó con voz potente:—¡Bill! ¡Bill!Al fondo asomó un agente, que miró hacia arriba. O’Sullivan continuó.

—¡Dejen salir a Martin cuando baje! Es de la Prensa.

—Okay, jefe —respondió el agente, con un leve saludo.

—Hasta luego, O’Sullivan—dije—. ¿Leyó la edición extra del «Herald»,de esta mañana?—No —parecía intrigado—. ¿Por qué?—Por nada—sonreí burlón, mientras la lucecita verde se encendía.Entré en el ascensor. Aun oí las últimas palabras irónicas de'O’Sullivan:

—¡Y cúrese ese ojo, Martin! Tiene un aspecto muy feo.Cuando llegué al vestíbulo, ninguno de los tres policías que vigilabanme puso el menor inconveniente. Saludóme el llamado Bill y prontoestuve en la calle. Habíase arremolinado un grupo de curiosos en tornoal coche de la brigada y un agente, en la puerta, cuidaba de que nadieentrara en el edificio. Yo aun sonreía cuando me alejé hasta el final de la manzana, pensandoen que si O’Sullivan hubiese leído los periódicos con la noticia de lassospechas que recaían sobre mí en la muerte de Oliver Kent, quizá nohubiera sido tan sencillo abandonar la casa.Cogí un taxi y le di al chofer la dirección del periódico. Ya en camino,

pensé en algo y rectifiqué.—Deténgase delante de la primera droguería que encontremos —dijeal conductor.Este pronto vió una y frenó ante ella. Salté al suelo y entré en elestablecimiento.—¿Tienen teléfono?—pregunté.—Al fondo a mano derecha— indicó el dependiente.Fui allí en derechura. Eché un níquel y marqué el número de mi casa.

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—¿Diga?—inquirió la voz de Audrey.—Soy yo, querida.—¡Doug! ¿Qué te ha ocurrido? La comida está fría y...—Déjate de comida. Han liquidado a una pelirroja que era la amante de Kent y me he salvado por puro milagro de

ser metido en el coche celular.

—¿Otra vez, Doug?—Sí, es un fastidio que llegue tan a tiempo de meterme en la boca dellobo.

—¿Vendrás a comer?—Lo ignoro. Voy al periódico. Ya te llamaré desde allí.Despedíme de ella y colgué. Volví al taxi e indiqué al chofer que

continuara hasta la dirección-señalada.No conducía el hombre muy aprisa. Cuatro o cinco veces coincidimos

con la luz roja, y fue preciso esperar al cambio de disco.Mis nervios saltaban de excitación cuando el taxi entró en la calle

Cuarenta y Tres. Aun paramos dos o tres veces más en sendos cruces,

antes de divisar el 387.—Allí es —señalé al chofer—. Apresúrese de una vez hombre de Dios.

No se apresuró. Y eso tuve que agradecerle. Llegábamos ya casifrente al «Herald», cuando vi un coche estacionado. Delante de unedificio de cuarenta pisos, esto no tiene nada de extraño. Pero sí lo teníaque el tal vehículo ostentara en sus portezuelas la inscripción: «PolicíaMetropolitana, C. I. D. (Criminal Investigation Department)».

Adelanté mi cuerpo, como impulsado por un resorte—¡Siga, no se detenga!—grité al taxista—. ¡Continúe hasta que yo le

avise!El me miró por el espejo retrovisor con un gesto desconcertado y, sin

pronunciar palabra, pasó de largo frente al 387.Seguí contemplando por la ventanilla posterior el coche de la policía.—¿A dónde vamos ahora?—me preguntó el buen hombre.—Párese en cualquier sitio que tenga teléfono.Frenó delante de un bar. Me metí en la cabina. Después de echar una moneda, marqué el número de la

redacción.

—El «Evening Herald»—dijo, con su sonsonete monótono nuestratelefonista.

—Ponme con Pearson, Nelly.—En seguida, Doug.Una pausa.

—¿Quién llama?—inquirió rápidamente la voz de mi jefe.—Soy yo, Doug —hablé en tono bajo—. ¿Hay novedad?—¡Ah, eres tú, Billy!—exclamó Pearson alegremente, dejándome

desconcertado—. Otro día que saques de paseo a tu novia vete a unsitio más cercano.

—¿Qué dice, Pearson?—gruñí—. ¿Se ha vuelto loco?—No me interesa ningún artículo sobre eso. Tráeme algo mejor. Oye,

¿sabes dónde está Doug Martin?

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Comprendí en seguida. Me puse alerta.—Oiga, Pearson, ¿está la policía en su despacho? Si está, diga que

necesita a Martin para un reportaje.—Necesito a Martin para un reportaje—dijo mi jefe.—¿Me buscan a mí?

—Sí, eso es —asintió, como si contestara a una cosa sin importancia.—¿Asesinato? ¿Me acusan de eso?—Creo recordar que sí. Luego miraré las pruebas de imprenta. Creo que son dos.

—Gracias, jefe.—Adiós, Billy. Suerte, muchacho.Colgué, preocupado. Pearson había sido muy listo en avisarme, sin

delatarse ante los agentes que, a buen seguro, esperaban en sudespacho mi llegada, para echarme el guante. Y mi jefe dijo: «Creo queson dos-». Dos asesinatos: Kent y Hazel Leeds. El cerco se iba estrechando a mi alrededor. Alguien en la sombra em-

pezaría a reír muy pronto. Reiríase de mí.

Sentíme un poco ratón rodeado de gatos. Volví al coche y pagué lo

que marcaba el taxímetro. Luego fui andando hasta dos manzanas decasas más abajo. Allí tomé otro taxi.—Estación central —dije.Mientras el vehículo corría por la Séptima Avenida, yo iba hoscamente

acomodado en un rincón. Entonces me acordé de dos cosas. Una carta yuna cajita blanca encontrada en un tarro de crema facial. Lo primeroque saqué del bolsillo fué la cajita. La abrí. Contenía solamente unpaquetito en papel parafina. La materia encerrada en él era un polvoblanco. Parecía un envoltorio inofensivo, de esos que se venden parahacer purés o cosa semejante. Sin embargo, era cocaína. «Nieve», comola llaman los cocainómanos.

Eso me aclaraba dos o tres puntos dudosos, pero nada más. Quizá lacarta dirigida a Hazel Leeds desde Jersey fuera más explícita. Meextrañó que los «muchachos» de Bronson no me la hubieran quitadocuando me registraron estando yo inconsciente.

Rasgué el sobre sin ningún escrúpulo. Iba a leer una carta dirigida auna muerta. Pero eso no me avergonzaba en absoluto.

El pliego que saqué era de papel tela de buena calidad. Su membreteconsistía en una palmera esquemática y la palabra «Palmera», en letracursiva. Estaba escrito a máquina, al igual que el sobre. Tan lacónicocomo singular, era lo que allí decía:

«Querida Hazel:»Me he enterado de todo. Por eso te escribo.

Es curioso que una mujer como tú haya hecho caso a un tipocomo Kent. Yo creí que aun tendrías suficiente sentido paracomprender que ese hombre es un ser repulsivo y egoísta, ungusano venenoso, de esos que hay que aplastar para librar almundo de su maldad.

»Y tú, Hazel querida, te dejas fascinar por

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ese hombre, por sus millones, sin ver que cualquier día se quitaráel terciopelo que lo disfraza y te dará un zarpazo. Yo te aviso. Nopodría resistir verte en sus garras, y ese día habría un gusanomenos en la tierra. No lo olvides, amor mío.

"M.”

Firmaba sólo una M., trazada bruscamente, casi con fiereza, rematadaen una rúbrica firme, curvada. Pensé en Morano. Sí, Morano podía firmarasí. Era capaz Y también era capaz de eliminar «a un gusano veneno-so». Sin darse cuenta, quizá, de que él también lo era.

Guardé la carta pensativo. A cada momento, aquel caso mostraba unanueva faceta. Casi siempre tenebrosa, cruel. Había algo virulento entodo ello, como si los seres mezclados por el Destino fueran hiriéndosemutuamente con el veneno de su insidia.

Bajé en la Estación Central. Me encaminé al restaurante y me encerréen la cabina telefónica.

—Audrey—dije una vez obtuve comunicación con mi casa—. ¿Ha idoalguien por ahí?

Pareció sorprendida.—¿Cómo lo sabes, Doug? Estuvieron dos hombres preguntando por ti.

Eran de una agencia de Prensa.—No, Audrey, eran del Departamento de Investigación Criminal. Iban

a arrestarme.—¿A arrestarte?—se alarmó—. ¿Por qué? ¿Has hecho algo malo?—Lo único malo que he hecho ha sido pasarme de listo y seguir el

rastro de una chica que enamoró a un gusano.—¿Qué?—No me hagas caso. Bueno, te llamo para que vengas a reunirte

conmigo.—¿Donde, Doug?—En la Estación Central. Pero no se te ocurra venir normalmente.

Estarán vigilando la casa y te seguirán en cuanto salgas. Me cogerían nada más llegar tú aquí.

—¿Qué hago, entonces?—¿Sabes cómo despistar a un seguidor?—Creo que podría hacerlo.—Coge dos o tres autobuses, entra en una tienda que tenga dos

puertas, cambia de taxi e ingéniatelas como mejor puedas para evitarque te sigan

—Comprendido.—Toma billete de andén y dirígete a la plataforma número tres.

—Bien.Colgué y salí. En una de las taquillas compré un billete de andén y

entró, encaminándome a la plataforma número tres. No había ningúntren y nadie circulaba por allí, salvo algunos empleados y los que seacercaban al puesto de periódicos en busca de alguna revista o novelapara el viaje.

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Me entretuve hojeando varias publicaciones ilustradas. El reloj de laestación señalaba las cinco menos ocho minutos.

A las cinco y veintidós llegó Audrey. Entró sin prisas en el andén ydirigióse en derechura a la plataforma número tres. No pareció verme.Se acercó al puesto de libros y pidió una revista de cine. Con ella en la

mano, se sentó en uno de los bancos. Sin aparentar conocerla, meacomodé junto a ella. No nos miramos, ni siquiera cuando yo lepregunté:

—¿Te siguió alguien?—Sí. Me costó bastante darles el esquinazo. Y parecía muy interesada con un reportaje sobre los artistas

cinematográficos que frecuentan el «Mocambo».—¿De la policía?—Creo que sí.—Te necesito, Audrey.—Habla.

—Hay que descubrir al que mató a Kant y a Hazel.—¿Cómo?—No lo sé —gruñí, enfadado—. Eso es lo malo.—Adams me telefoneó.—¿Big Adams?— elevé un poco la voz.Audrey miró, precavida, en derredor. Volvió la hoja de su revista.—Si, llamó desde Jersey.—¿Qué dijo?—Había comunicado antes con la redacción. Pearson dijo que no

estabas y que llamara a tu casa.—¿Qué más?

—Añadió que había llegado al «Palmera» a las doce y cuarto delmediodía. Llevaba casi una hora frente al edificio cuando vió venir uncoche verde aceituna, que conducía el hombrecillo moreno que tú leseñalaste para vigilar. Estuvo dentro del «Palmera» cosa de veinteminutos o poco más. Luego volvió a salir, subió a su coche y se marchócamino de Manhattan. Adams ya había llamado un taxi y salió tras él,evitando ser visto por el ocupante de otro coche que en aquel momentofrenaba ante el local. Conducía un hombre rubio.

—Ese era Latimer. ¿Qué hizo Adams?—Siguió a Morano hasta un garaje cerca de la calle Veintiocho.—¡Cielos! —exclamé—. ¡Ahora recuerdo un coche verde aceituna que

había en el garaje donde me encerraron !Audrey no pudo evitar volver su mirada hacia mi.—¿Te encerraron en un garaje?—inquirió, sorprendida.—No te preocupes. Continúa.—Poco más me dijo Adams. Morano salió pronto del garaje, pero sin

coche. Andando, le siguió hasta la Novena Avenida.—¿Estás segura? —casi chillé, excitado.—Eso dijo él.

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—¿Y qué más?

—Morano entró en una casa.—¿Qué número?—El 5312.—¡Sigue!

—Estuvo unos diez ó doce minutos.—Es decir, que entró a las dos, poco más o menos, y salió a las dos ydiez, aproximadamente.

—Eso parece, por lo que él explica.—¿Sabes si al salir se le notaba preocupado?—Sí, según Adams tenía fruncido el ceño y crispados los labios. Tomó

un taxi y Adams otro. Volvieron a Jersey. Morano entró en el «Palmera».Al parecer, aun estaba allí cuando Adams me telefoneó. El sigue vigi-lando. Y eso es todo.

Permanecí callado. Pensaba a toda prisa. Audrey me miró de soslayo.—¿Tan importante es eso, Doug?

—¿Si es importante? A las tres de la tarde, Hazel Leeds estabamuerta hacía ya algún tiempo. Morano entró a las dos. Deduce túmisma.

—Morano la mató.No dije nada. Después de unos instantes de silencio, hablé rápido:,—Audrey, tienes que ayudarme.—¿Qué hay que hacer?—Vigilar a Linda Logan.—¿A la actriz?—Eso es. Tú eres mujer y lo harás mejor que nadie. Mantente

también en contacto con Adams. Todo lo dejo en tus manos. Douglas

Martin va a desaparecer de la circulación por cierto tiempo.—¿A dónde irás?—Nadie debe saberlo. Ni tú misma. Creo que cuando no me

encuentren los del Departamento, te agarrarán a ti. Si nada sabes,nada puedes decir. Es menos, arriesgado para todos.

—Como quieras. Pero, ¿qué necesidad hay de esconderse?Un chiquillo llegaba en aquel momento al puesto de libros y revistas. Llevaba

un fajo de diarios, qué dejó encima del mostrador. Me levanté y adquirí uno.

Era el »Chronicle. Una edición extra. Los gruesos titulares saltaron ante mi vista como cuerpos vivos:

«Una mujer asesinada en la Novena Avenida. Era la amiga de GregoryOliver Kent».

«¡Douglas Martin, redactar del ”Evening Herald”, reclamado por doble asesinato!»

Volví junto a Audrey. Extendí el titular ante sus ojos.—¿Y preguntas qué necesidad hay de esconderse? —dije, sarcástico.

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CAPÍTULO IX

Era un hotel humilde del barrio bajo de Nueva York. Desde el balcónde mi cuarto podían verse las sucias aguas del East River y las

negruzcas fachadas de unos edificios míseros. Pensé que Nueva York esuna ciudad de contrastes. Y pensé también en Linda Logan, en Kent yen su lujosa residencia. No se merecían su fortuna. Eran seresdepravados, miserables. Quizá, en cambió, tras aquellos muros feoshubiera gente buena y honrada. Así era la vida.

 Tiré el cigarrillo a la calle, entré en la alcoba y cerré el balcón. No meimportaba mucho la pobreza del hotel. Era uno de esos sitios donde unopone en el registro el nombre que quiere y nadie se molesta enaveriguar si es o no el verdadero. Mi John Carver, inscrito abajo, noextrañó a nadie.

 Tenía sobre la mesa ejemplares de varios diarios, con mi fotografía ylos titulares que proclamaban mi culpabilidad. Sólo el «Evening Herald»,en su edición diaria de la tarde, defendía con ardor mi inocencia presentándome como un periodista ejemplar

que, en su afán de lograr información sensacional, se había visto complicado en el asunto. Este artículo de fondo, tan

halagador para mí como ineficaz contra la opinión pública, lo firmaba el propio Arnold J. Pearson.

Encendí otro cigarrillo y fui hasta la cama anticuada e incómoda. Mesenté, y apoyando los codos en la colcha me recliné hacia atrás y clavéla vista en el sucio techo.

En aquellos momentos, la policía me estaría buscando por toda laciudad.

El bueno de O’Sullivan mesaríase sus escasos cabellos al pensar queme tuvo en sus manos y dejó que me marchara. Se lamentaría de nohaber leído en los periódicos que yo era el sospechoso número uno delasunto, en cuyo caso, en vez de ahuyentarme, me hubiera agarrado confuerza. Y Gibson, el testarudo funcionario de Jersey, se felicitaríaíntimamente por haber sido el primero en sospechar de mí. Pensar entodo esto me hizo sonreír con vaguedad aunque no me alivió lo másmínimo. Dos golpes en la puerta me sacaron de mi ensimismamiento.

—¡Adelante!—ordené, tensos los músculos.Abrióse la puerta y apareció la cara estúpida de la criada del hotel.

Miróme con sus ojos redondos y sin expresión.—Le llaman al teléfono, señor —dijo, como si le costase mucho el

decirlo.—¿Dónde está el teléfono?Señaló vagamente, apuntando con el pulgar a sus espaldas.

—Abajo, en el pasillo.—Gracias.Un encanto de hotel. Salí del cuarto, bajé la estrecha escalera de

crujientes tablas y me encaminé al final del pasillo, obscuro y sin barrer.El auricular del teléfono pendía oscilante de su cordón. Lo cogí de mala

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gana. Había estado esperando aquella llamada urgente durante doshoras.

—¿Diga?—inquirí, con voz seca.—Su conferencia con Filadelfia—dijo la voz de la telefonista.Un chasquido e inmediatamente otra voz, ahora masculina, substituyó

a la anterior.—Aquí el registro civil de Filadelfia.—Oiga, les llama el «Evening Herald», de Nueva York —dije yo—.Necesito hablar con el juez Brandon.—¿El juez Brandon?—repitió la voz, extrañada.—. ¿Phil Brandon?—Sí.—Escuche, el juez Brandon ejercía hace algunos años.—¿Y bien?—Ahora ya no trabaja. Se retiró el año pasado.—¿Pero le habrá substituido alguien?—Claro.

—Entonces póngame con su substituto, sea quien sea.Una pausa. Luego, una voz pastosa habló:—Diga. Soy el juez Bainter, del Registro Matrimonial.—Le llama el «Evening Herald», de Nueva York. Nos interesan unosdatos sobre, una boda llevada a efecto ahí.—No acostumbramos a proporcionar datos si no se solicitan porescrito y debidamente garantizada la petición— objetó el juez.—Ya lo sé, pero no podemos perder tiempo en estas formalidades. Setrata de un caso urgente. De esos datos dependen muchas cosas.Quizá, incluso, la vida de un hombre —añadí, con cierta repugnanciaporque ese hombre sólo podía ser yo.

—No es muy procedente, pero... —Vaciló, añadiendo: —¿En qué añotuvo lugar esa boda?—En mil novecientos cuarenta y cuatro, creo.—Hace cuatro años. Entonces estaba aquí el juez Brandon.—Sí.—¿Cómo se llamaban los contrayentes?—A eso voy. Ella, Hazel Leeds. En cuanto al marido, ignoramos su

nombre. Y ese es el dato que nos interesa—Espere un momento.Se alejó del auricular. A través del hilo sólo se percibían leves ruidos.—Lleva cinco minutos—avisó la telefonista.

—No se preocupe. Mantenga la comunicación.Otra breve espera y volvió la voz profunda, del juez Bainter:—¡Oiga' Hazel Leeds contrajo matrimonio el 6 de agosto de 1914 con Antonio Duarte Morano, súbdito

brasileño.

Mi respuesta fué un prolongado silencio. Reflexionaba.—¿Ha oído? —preguntó el juez, al cabo de un rato.—Sí, sí Gracias, Bainter, muchas gradas Si en alguna ocasión necesita

usted algo del «Herald», no olvide que nos tiene a sus órdenes.

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—Y usted tampoco olvide que en adelante necesitará pedirlo porescrito, ¿Se entera?

Colgué sonriendo. Buena persona el juez Bainter. Me había hecho unservicio inapreciable. Inmediatamente llamé al «Herald». Fue tarea fácilcomunicar con Pearson.

—Oiga, jefe, ¿hay algún polizonte en su despaché todavía?—¡Hombre, Martin, al fin respira usted! —clamó mi jefe—. ¿Dónde anda metido?

—Donde nadie me encuentre.—¿Mató usted a aquellos dos tipos?—Claro que sí. Ahora pienso matarle a usted.

—No gaste bromas, Doug. No sabe qué día llevo.

—Pregúnteme a mí, y verá. ¿Ha visto a Billy Sanders por ahí?—Sí, El condenado vino de Coney Island hace un rato. Traía rouge hasta en

la nariz. Debe ser divertido salir con una chica así.

—Todas las chicas llevan rouge. Y no es sólo Billy quien sabe llevárselo impreso. A mí también me

han puesto una cara que da pena mirarla.

—Bueno, déjese de tonterías, Doug, y al grano. ¿Qué diablos quiereahora?—Parece ser usted el acusado de asesinato y no yo.—¡Es que usted, con esconderse por ahí, arreglado! ¡Y yo tengo que

luchar aquí con el periódico, sin uno de mis mejores redactores, y conuna invasión de uniformes y placas que me vuelven loco!

—Recuérdeme que le pida aumento de sueldo cuando esto se acabe, jefe. Si soy uno de los mejores redactores, lo merezco.

—¡Váyase al demonio!—¡Espere, no cuelgue! —me eché a reír—. Dígalo a Billy que se ponga al aparato. Necesito hablar con él.

Mascullando no sé qué, se apartó. Poco después, poníase Billy

Sanders.—¡Hola, Doug! —saludó mi compañero—. ¿Dónde andas?—En seguida lo sabrás. Dile al jefe que necesito dinero. Cien dólares

o así. Que te lo dé a ti, y tú lo traes al «Hotel Ciudad». —Mencioné ladirección.— Pregunta por John Carver. Soy yo. Esto no se lo digas aPearson ni a nadie. Ni siquiera a mi mujer si la vieras.

—De acuerdo, Doug.—Cuida de que no te siga nadie.-Por ese lado, no tengas miedo.—Te espero.Colgué, y volví lentamente a mi cuarto, las brumas no acaban de

disiparse. Seguía andando en tinieblas. Todo era endemoniadamente raro en aquel caso. Como si

las cosas se Ocultaran unas a otras. Al llegar a la alcoba, me eché en la cama. Me dormí en seguida.

* * *

Una llamada en la puerta me despertó.—¡Adelante! —dije, con voz soñolienta.Fué Billy Sanders en persona quien abrió. Se me quedó mirando, de

pie en el umbral de la puerta, con una sonrisa burlona en los labios.

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—Bonito cuadro —comentó— El peligroso asesino duerme en su cubil.—A ti te parece muy divertido—repuse levantándome a medias—,

pero a mí maldita la gracia que me hace.—No tienes sentido del humor, Doug.—Estoy esperando a que me lo enseñes. Anda, procura tú tener

sentido de la prudencia y cierra la puertaLa cerró y vino hasta la cama. Tomó asiento a mi lado.—¿Te dió Pearson el dinero?—Refunfuñó un poco, pero acabó dándomelo. Ya le conoces.—Si, ya le conozco.Me tendió quince billetes de diez dólares.—Dijo que- tal vez ciento cincuenta te irían mejor que cien.—Es un buen hombre —sonreí tomando el dinero—. Lástima, que

quiera disimularlo a veces.Billy Sanders me estaba mirando con grave expresión. Le miré a mi

vez interrogativo.

—Dime, Doug, ¿qué piensas hacer? Esto no es un juego de niños.—De sobra lo sé, Billy.—¿Intentas seguir ocultándote?—Sí.

—Le cogerán tarde o temprano.—Eso es cuenta mía.—De acuerdo, Doug, pero lo digo por tu bien.—Ya lo sé, Billy —le contemplé afectuosamente—. Eres un gran chico. Tu único defecto es el de ser periodista.—También tú lo eres.—Sí pero yo tengo otros defectos mayores.

—Bromeas, Doug.—Tal vez. Ahora, déjame.—¿Quieres que me vaya?—Sí, es mejor para los dos.—Estoy seguro de que no mataste a Kent ni a la pelirroja. Y quieroayudarte.—De nada me servirá tu ayuda, Billy. Te lo agradezco de todos modos.Se levantó a disgusto.—Como quieras, Doug, pero que conste que eres tú quien la rechazas.Fué hasta la puerta, la abrió y volvióse hacia mí antes de salir.—Suerte muchacho —había sinceridad en su voz.

—Gracias —dije al tiempo que cerraba tras de sí.Me quedé pensativo. Tal vez hice mal en rechazar la ayuda de Billy,pero no podía consentir que él se mezclara en aquel asunto. Yo solollevaría todo el peso de la situación. Con los datos que me dieron y eldinero de Pearson, algo podíase hacer. Y lo haría.Me levanté de la cama y cogí la chaqueta, colgada de una silla. En elespejo del lavabo contemplé mi deformada imagen. Tras ordenar conel peine, mis cabellos y lavarme los dientes, abotoné el cuello de la

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camisa y enderecé como mejor pude la corbata. Cuando hube ter-minado, mi aspecto era más favorable. La hinchazón del ojo y la narizmejoraba rápidamente.En aquel momento, un reloj dió en alguna parte ocho campanadas.Rectifiqué el mío, que iba varios minutos atrasado, y cerré las

contraventanas, encendiendo luego la luz eléctrica. Su claridad amarillenta empobreció aunmás el mísero ambiente de aquel cuchitril.

Un seco golpeteo en la puerta me detuvo en el centro de la estancia.No era Billy el que llamaba. Ni ninguno del hotel. Era alguien enérgico ydecidido, poco dispuesto a recibir negativas.

Crucé la estancia en dos rápidas zancadas, empuñé* el tirador y abrí violentamente, con el puño derecho pronto a ser disparado si erapreciso. Frené el impulso al ver ante mí, impecable dentro de su trajecolor «beige», la menuda figura de Tony Morano.

* * *

—Buenas noches, Martin.Su voz tenía aquella dulzura característica de su acento

sudamericano.—Buenas noches, Morano —repliqué con voz cortante—. ¿Qué busca

aquí?—Le busco, a usted.—Ya me ha encontrado. ¿Qué quiere?—Está muy agresivo, muchacho. Yo no le he hecho ningún daño... hasta

ahora.

Añadió ese final con cierto singular sarcasmo, mientras sus ojos

profundos me sonreían blandamente. No sonreí.—Desconfío de los tipos como usted —dije—, hagan lo que hagan,

siempre sonríen con amabilidad. Es la táctica del reptil.—El reptil no sonríe —objetó Morano, tan frío como yo.—Pero usted, sí.Suspiró, como si todo aquello le fatigará mucho, y entró

desenfadadamente en la habitación. Observó todo lo que veía, con lamisma indiferencia que si no viera nada. Cerré la puerta y me quedémirándole.

—¿Por qué vive en esta pocilga? —preguntó.—Es un buen sitio para qué no me encuentren.

—Yo le encontré.—No todos son tan listos como usted.—¿Se refiere a la policía?—No me refiero a nadie.Sentóse en una butaca de cuero gastado y sucio. Cruzó las piernas,

haciendo oscilar la una sobre la otra.—Quiero hablar con usted. Sólo eso —entornó los ojos—. ¿Va a

negarse?

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—No —repliqué, Sentándome frente a él con indolencia—. Hable.—¿Por qué mató a Hazel Leeds?—Yo no la maté, Morano.—No me importa que matara a Kent. Era un mal bicho. Pero ella...—Yo no la maté —repetí fríamente.

—Linda Logan le pagó por hacer esto, Martin. Soy comprensivo y melo explico todo. Pero la pobre muchacha no les hacía ningún mal.—Le repito una vez más que no maté a su mujer.—Es inútil que niegue porque...—se detuvo de pronto.El color oliváceo de su cutis sufrió una alteración. Me miro con fijeza.—¿Qué ha dicho, Martin?—Que no fui yo quien asesinó a Hazel Duarte Morano.—Esos son mis apellidos, aunque prescindo siempre del Duarte.—Y los de ella, desde el G de agosto de 1944.Hubo una pausa densa. Finísimas arrugas surcaron su frente, sobre el

negro intenso de sus ojos.

—¿Sabía eso? —preguntó al fin.Su voz acusaba cansancio. Cansancio de la vida. Cansancio delsecreto que habla guardado tanto tiempo.

—Sí, Morano, lo supe hoy. Pero lo sospechaba desde ayer. Desde queella ganó aquel pleno al doce negro en la ruleta.—Yo sabía que Kent no le daba ya nada y andaba muy mal de fondos. Por eso diinstrucciones al croupier para que sacase el número al que ella jugara. Me costaba dinero, pero esono tenía importancia para mí. Ella era ante todo. Aunque ya nada nos unía, no pude olvidar que undía la amé locamente. Aun quedaba algo de aquello. El que dice que es imposible que una hoguerano se apague del todo, no sabe lo que dice. Siempre puede quedar un rescoldo bajo las cenizas, unpequeño rescoldo, incapaz de encender otra hoguera, pero sí capaz de arder indefinidamente.

—Cuénteme algo de su amor por Hazel.—Es una larga historia, Martin. La conocí en Filadelfia, en 1943. Yo

acababa de cumplir una larga condena por tráfico de drogas. Excelentenegocio. Por eso reincido. Hazel era una chica ingenua y buena, muydistante de mi mundo. Me enamoró de ella y fui tan tonto que creí queella me correspondía. No imaginó que una chica así no piensa en elamor sino en sueños románticos, que nada tienen que ver con la vida.Quizá se creyó enamorada de mí. Lo cierto es que decidimos casarnos. Y entonces me cogieron en una nueva venta de cocaína. Tuve suerte ypor insuficiencia de pruebas se me condenó sólo a dieciocho meses deprisión. Hazel debía de haber reaccionado entonces y huir de mi lado,pero, por el contrario, me visitó tres o cuatro veces por semana, hastaque salí de la cárcel. Me creía un hombre injustamente acusado. Y noscasamos en seguida que recobré mi libertad.

—¿Fueron felices?—Tal vez no lo creerá, Martin, pero lo fuimos. Yo encontré en ella la

mujer bondadosa, ingenua, dulce, que no merecía de ningún modo. Alo mejor por eso me esforcé en proporcionarle la misma felicidad queella me daba a mí. Y durante dos años vivimos en aquella idealcomprensión. Lo bueno, sin embargo, no dura mucho.

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—Ni lo malo tampoco.—Lo bueno dura menos. Y eso le ocurrió a nuestra dicha. De un modo

repentino, enfrióse su carácter. Se volvió reservada y hosca. Parecía como si de pronto empezara aodiarme. Acabábamos de instalar el «Palmera» en Jersey, y tanto Latimer como yo procuramosaveriguar los motivos que tenía para obrar tan inexplicablemente. No nos fue posible saberlo.

»Un día me habló agriamente. Quería divorciarse de mí. Le pregunté

qué era lo que inducíala a lomar semejante medida. Me replicó que desobra sabía yo eso y, llorando, se marchó sin aclararme nada. Perplejo,insistí una y otra vez. No lo logré. Siempre me respondía algunaincongruencia que yo no podía entender. En vista de ello, enojado, menegué rotundamente a concederle el divorcio. Pareció furiosa. Tuvimosuna escena violenta. Yo la acusé de infidelidad y le dije que si obrabaasí era porque estaba enamorada de otro y quería casarse con él. Ellaentonces me echó en cara no sé qué relaciones con una mujerzuela. Allí terminó todo. Al día siguiente, Hazel marchábase, dejando una notadiciendo que no volvería más.

—¿Conocía usted ya entonces a Linda Logan?

—Sí. Me imagino lo que piensa. También yo me di cuenta, después,de que era eso lo que ella sospechaba. No sabía lo de las drogas, ycreyó que mis relaciones con Linda eran de otra clase. No se loreprocho.

—¿Qué pasó luego?—¿Después de su marcha?—SI.—No volví a saber de ella hasta que una noche la vi con Kent en la

sala de juego. Fué Latimer quien me avisó de su presencia allí. Noquería que yo la viera pero como vino con Kent, no pudo negarle laentrada. Aquello me acabó de desmoralizar. Yo conservaba un buen

recuerdo de ella, y me dolió saber que era la amante de otro hombre.—Tenía que haberlo supuesto.—Una cosa es suponerlo, y otra cosa es saberlo

Además, alguien me dijo que, basta que se unió con Kent, había existidootro hombre en su vida. No supe quién podía ser.

—Y entonces usted averiguó la que creía su dirección actual y leescribió una carta amenazando a Kent. Esa carta no llegó jamás a susmanos; se lo digo por si le interesa.

Morano me contempló con un gesto que podía significar perplejidad—¿Una carta?—preguntó.—Sí, una carta firmada con su inicial, y escrita en un papel con el

membrete de su club.—Yo no escribí ninguna caria, Martin.

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CAPITULO X

Después de leer la carta, me la tendió sin pronunciar palabra. Yo lavolví a guardar en el bolsillo.

—No he escrito eso, se lo juro.—Dejémoslo entonces. ¿Dijo usted que Kent no le daba nada a Hazel?

¿Es que habían regañado?—No so llevaban bien. Ya sabe que Kent tampoco se llevaba bien con

su mujer. Era un hombre violento y egoísta, incapaz de amar a nadie.—¿Era... un gusano venenoso?—Sí, ese es un buen calificativo. Pero no lo inventé yo.—Ya lo dijo antes. ¿Le hizo ganar ciento setenta y cinco mil dólares

anoche por puro altruismo?—Esa es la verdad. Me dió lástima.—Ciento setenta y cinco mil dólares suponen mucha lástima.

—Eso no le importa a usted en absoluto.—De acuerdo, no me importa nada de lo suyo. Pero dígame, ¿a qué

vino?—Vine con el propósito de matarle, Martin.

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 Y con asombrosa tranquilidad, como si lo dicho fuera lo más naturaldel mundo, se retrepó en la butaca, que crujió levemente.

—¿Matarme a mí? ¿Por qué? —pregunté suavemente.

—Imaginaba que la policía tenía razón al asegurar que usted mató alos dos. Y la muerte de Hazel no la perdono.

—¿Ahora ya no imagina eso?—No. Me es usted simpático, aunque trabajo para la Logan.—No trabajo para nadie. Trabajo para mí mismo.—Es igual. Yo tengo una especie de intuición. Usted no parece un

asesino, ni obra como obraría si lo fuera. Además, le hubiera sidobastante difícil matar a Kent. No conocía el «Palmera», ni la bajada alembarcadero. Y si no mató a Kent, no creo que matase a Hazel.

—¿Había ido anoche Kent al «Palmera»?—Yo no le vi. Y Latimer tampoco, y eso es un misterio.—¿Es Bronson quien le proporciona la cocaína?—Si.

—¿Usted sabía que me secuestraron hoy?—Lo sabía. Estuve en aquel garaje cuando le tenían a usted abajo.Pero no tuve nada que ver en ello.

—¿Y qué fue a hacer a las dos, a la casa de Hazel Leeds?Se sobresaltó.—¿Me hizo seguir?—Conteste. ¿Fué a hablar con olla, ofuscóse y la estranguló?—¡No! No hubiera hecho eso jamás. Ya le dije que la amaba.—Por amor también se mata.—No la estranguló. Alguien había ido antes que yo y lo hizo. Encontré

cerrada puerta, pero tengo ganzúas, aunque la Ley lo prohíbe. Son muy

útiles. Abrí y entré en el dormitorio. La encontré muerta sobre la cama.Aquello me trastornó totalmente. Muy afectado y hecho un mar deconfusiones, salí del departamento. Creo que ni siquiera me acordé decerrar la puerta.

—En efecto, no la cerró.—Cuando me di cuenta, ya era tarde para remediar mi olvido.

Además, yo no quería volver a aquel lugar maldito. La que tanto améyacía allí, helándose poco a poco, sin vida.

—Creo que todo se ha aclarado, Morano.—Aun no. ¿Usted busca al asesino?—No tengo otro remedio. Sólo encontrándolo puedo demostrar mi

inocencia. Y obligado a elegir entre su vida y la mía, prefiero que sea élquien vaya a la silla eléctrica.—¿Sabe ya quién es?—No —confesé, y no mentía—. Ando entre sombras. Es como si me

rodeara un círculo vicioso. No puedo salir de él.Morano se levantó. Introdujo la mano bajo su americana de corte

irreprochable. La sacó empuñando una automática. Tiró el arma sobre la cama y dirigióse a la puerta.

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—Tal vez la necesite, Martin —dijo—. No olvide que lucha con gentedura, dispuesta a todo. Tiene que ponerse a su nivel.

—Gracias, Morano —sonreí, acompañándole a la puerta—. ¿No meguarda rencor por lo del sobre de cocaína?

—Fui yo el culpable de aquello. De no ser por mí, usted no se hubiera

visto envuelto en este embrollo.—Por usted... y por el asesino —puntualicé cuando Morano salía alpasillo. Y cerré la puerta.

* * *

Dejé el taxi en el cruce con la calle Veintiocho y recorrí a pie ladistancia que me separaba del garaje donde fui retenido aquellamañana por los secuaces de Buddy Bronson. De noche, no era fácil quealguien se fijara en mi, y aunque lo hicieran les sería casi imposible reconocerme,con el sombrero encasquetado hasta las cejas y las amplias gafas de sol como sencillo pero útil antifaz.

Las luces blancas del garaje destacaban más que otras en la callesilenciosa y poco frecuentada. Fui allí sin vacilaciones, y entré en lasata grande y destartalada. Seguía habiendo muy pocos cochesestacionados. El mecánico que limpiaba el radiador de un automóvilcuando yo pisé el suelo de cemento, no era el mismo de antes. Volví lacabeza e interrumpió su trabajo al verme ir hacia la puerta queconducía al sótano

—¡Eh! ¿A dónde va? —inquirió en voz alta.

—Soy amigo de Buddy —repliqué secamente — Tengo una cita con él ahí abajo.

Me observó, poco convencido.—¿Eso es de veras? —dudó huraño

—Pregúntele a él. Así lo sabrá.—Está bien, baje. Si miente, peor para usted. Y volvió a su faena, sin prestarme mayor atención. No resultaba

muy confortable lo que había dicho. Pero ni eso, ni mucho más, podíahacerme cambiar de idea.

Al llegar abajo, di dos golpes bruscos a la puerta. Sentí arrastrar depies, y abrieron en seguida encarándome con las facciones pocoestéticas del amigo de Joe. Me miró arqueando las cejas.

—¡Diablo, el chupatintas otra vez! —gruñó, atónito.

—Me llamo Martin, guapo.—Ya empiezan sus gracias —condolióse el otro—. ¿Qué busca por

aquí ahora?—Busco a Buddy.—No está. Sólo estamos Joe y yo.—Esperaré.—Como quiera —y se dispuso a cerrar la puerta.

Adelanté el pie, sujetando la puerta e impidiendo que la cerrara.Sonreí duramente.

—Esperaré ahí dentro —le empujé con blandura y me metí en la estancia.

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Vi a Joe con un hermoso trozo de esparadrapo sobre la nariz, ytambién a Bronson, recostado en la vieja cama, en mangas decamisa. Al entrar yo se llevó la mano a una de las dos fundassobaqueras que aparecían unidas por una correa cruzada en torno alcuerpo. Al verme, interrumpió el ademán y se incorporó a medias.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué se te ha perdido por aquí?  — mascullósorprendido.

—Nada, Buddy. Vengo a visitarte.Su mirada era recelosa.—Oye, no te acompaña ningún polizonte, ¿verdad?—No. ¿Es que tienes miedo?

—¿Miedo yo? —Y tras soltar una risotada, sentóse, poniendo lospies en el suelo. Pero no advertí alegría alguna en su risa. Continuó:—Buddy Bronson no ha tenido miedo nunca, muchacho.

—Ni yo tampoco. Pero ahora noto algo que se le parece mucho.—¿Temes... a alguno de nosotros? —puntualizó entornando los

ojillos.—No, Buddy, no me asustan las ratas.Acusó el golpe. En sus labios dibujóse una sonrisa, sin pizca de

humorismo.—Cuidado con las bromas, Martin. Sentiría hacerte daño —silabeó

incisivo.Respirábase hostilidad allí. Joe me miraba torvamente tras el

azulado humo de un cigarrillo. Su compañero movía la mano hacia elbolsillo del pantalón.

—Quieto, amigo —dije fríamente, casi sin mirarle—. Antes de quesaque su juguete, usaré el mío. Y sé hacer pupa también. Meensenaron en el Ejército. Los japoneses no eran mancos, y había quemadrugar más que ellos. Dudo que seas más rápido que un japonés. Yyo lo fui muchas veces.

—No hagas tonterías, Mac —rezongó Bronson, con un temblequeo ensu doble barbilla—. Martin es un buen amigo, aunque abusa un poco deello.

—¿Tú crees? —me burlé, sarcástico.—Juzga tú mismo. Vienes como pistolero más que como periodista. ¿O

es que mataste de veras a todos esos fiambres que te atribuyen?—Puede que sí. Y no me importaría que fueras tú el tercero de la

serie. ¿Qué te parece?

Me sentí satisfecho de mí mismo cuando capté el brillo de alarma ensus ojos redondos, porcinos. Sin embargo, habló tranquilo:—Bromeas, Martin... Al grano; ¿qué es lo que quieres?

Señalé a Joe y Mac.—Saca de aquí a estas preciosidades. Quiero hablar contigo a solas.Vaciló un poco. Me examinó ponderativamente.—¿Tienes miedo de quedarte solo conmigo? —ironicé.—Largaos, muchachos —dijo con brusca determinación—. Subid al

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garaje y esperad allí. Ya os avisaré.De mala gana, después de obsequiarme con sendas miradas poco

amables, los dos granujas salieron silenciosamente del sótano.—Y bien, tú dirás —me interpeló entonces Buddy.Me quitó el sombrero y lo tiré sobre la tosca mesa de madera.

—No corras tanto —dije luego—. No tengo ninguna prisa.—Pues yo sí.—En tal caso, abreviaré en tu honor.—Muy amable.—Quiero que me ayudes a aclarar unos puntos obscuros.—Desembucha de una vez.—A ello voy. Tú eres quien surte de... de «polvo blanco» a

Morano, ¿no?—¿Para qué lo quieres saber? —objetó, receloso.—No empieces a desviarte, Buddy. Estamos solos, nadie se enterará

de lo que me digas ahora. Y necesito saber eso o voy detrás de tu

negocio. Es un asco que te dediques a eso pero me importa un ardite.Lo que quiero es coger a ese tipo que liquidó a Kent y a su amiguita.Ayúdame y lo conseguiré.

—¿Quién me garantiza que esto no es una celada?—Nadie. Pudiera serlo, pero no lo es.Sostuve su mirada, impasible. Así transcurrieron varios segundos. Por

fin sonrió un poco.—Me arriesgaré, Martin. Puede que digas la verdad.En silencio, mantuve fijas mis pupilas en las suyas.—Sí —prosiguió —, soy yo quien lleva la mercancía a Morano. Cada

quincena. Tiene un número determinado de clientes.

—¿Estaba Hazel Leeds entre esos clientes?—¿Ella? ¡No por Dios! No tomaba drogas, que yo sepa.Extraje del bolsillo la cajita blanca que encontré en el tarro de cold-

cream. aquella tarde. Se lo mostré

—Esto tiene «nieve». Y estaba en casa de ella.Bronson, perplejo, examinó el envase.—Es curioso. Un tarro de crema, y la droga en una cajita del mismo

color de la crema —movió la cabeza de un lado a otro—. No; esdemasiado astuto. Ella no hubiera usado el truco aunque hubiera sidococainómana. Le faltaba inteligencia para una cosa así.

—¿No es de ella, entonces?

—No lo creoVolví la cajita a las profundidades del bolsillo.—Bien, eso es lo que esperaba. Pasemos a otra cosa. ¿Viste a Kent

anoche en el «Palmera»?—¿Anoche? No, me parece que no.—Piénsalo bien. Es muy importante.

Unió la línea recta de sus cejas, fruncidas en un esfuerzo imaginativo.—Espera, deja que recuerde —caviló largo rato—. No, no, estoy

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seguro de que no le vi.—¿A qué hora entraste en el club?—Serian aproximadamente las once menos cuarto, y... ¡un momento!

—saltó bruscamente, como si le hubiera picado un insecto maligno.—¿Qué te pasa?

—Ahora recuerdo que vi, en efecto, a Kent. Pero no en el club.—¿Dónde, entonces?—En la plazoleta del aparcamiento de coches, frente al «Palmera»,

cuando yo iba hacia allí. El se encaminaba al final de la glorieta, dondealquilan los botes para cruzar la bahía.

Me acerqué a Bronson excitado.—¿Seguro?—¡Claro que sí! Ahora lo recuerdo con toda claridad. Iba con un traje

obscuro y llevaba una corbata de colores.—Igual que cuando lo encontré en la canoa —reconocí.

—No me saludó, ni siquiera fijóse en mí. Parecía ir muy abstraído, como si algo le preocupara.

—Hacia el embarcadero de botes de alquiler... —pensé, en voz alta.—¿Tiene eso alguna importancia?—Mucha. ¿Sabes si salía del club?—Casi seguro, porque venía directo de allí.—¿Viste salir a Hazel mientras yo estuve en el despacho de Morano?

 Tuvo que abandonar el «Palmeras casi inmediatamente de ganar elpleno del doce negro. ¿Recuerdas?

—Recuerdo que la vi ganar el pleno, y también que tú hablabas conMorano y ambos entrabais luego en el despacho. Pero no es cierto queHazel saliera, como tú dices, en seguida de ganar. Lo que sí hizo fuédejar libre su sitio y dirigirse a la taquilla con todas las fichas. Iría a cambiarlas, seguramente, en

dinero contante y sonante.—¡Eso es! Ciento setenta y cinco mil dólares en metálico, que no hanaparecido en su casa. La prensa nada ha dicho de ellos. Yo los habíaolvidado.

—El que la retorció el cuello debió llevárselos  — opinó Buddy.

—¿Y dices que no se fué entonces?—No, no. La vi casi en seguida de decirnos Morano que la policía

rodeaba el edificio, cuando estábamos hablando Latimer, tú y yo,incluso recuerdo que Latimer acercóse a ella, que estaba muy pálida,seguramente con la idea de sacarla del local antes de que llegasen losagentes. La chica debía temer que le, encontraran tanto dinero encima.

—Ya. Dónde estaba Morano entonces?—Iba de un lado para otro, cambiando las mesas de juego por unmobiliario más inocente. ¿No lo recuerdas?

—Sí, pero quería comprobar cierto extremo.—Siempre tan minucioso, ¿verdad?—Hay que serlo en un caso así. Quien los mató y quiere colgarme a

mi el sambenito, procura ser minucioso en todo.—¿Ya no sospechas de mí? —sonrió Bronson.

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—Aun no te he tachado de mi lista negra. Tú pudiste matar muy biena los dos.

—¿Y para qué iba a matarlos? ¿Qué ganaba con ello?—Tal vez nada, tal vez mucho. Lo único que sé es que tuviste

oportunidad para hacerlo.

—Pero no motivos.—Los motivos no suelen estar nunca en la superficie, Buddy. Al crimen inducen causas retorcidas,tenebrosas, de esas que laten debajo de las apariencias, y que salen a flote perversamente, concrueldad. Por eso se mata. Es la insidia más horrible la que induce a un ser humano a que mate a  otro.

—Conoces bien la naturaleza humana, ¿verdad? —preguntó Bronson,serio.

—A veces creo conocerla. Luego me doy cuenta de que estoyequivocado y que no sé nada.

Se oyeron pasos descender por la escalera. Bronson lanzó un juramento.

—Esos idiotas siempre han de hacerlo lodo al revés —farfulló —. Lesdije que aguardasen arriba hasta que yo les llamara.

—Tienes unos chicos que son una monada.—No los tragas, ¿eh? —rió.—Si los trabara, reventaría. Son veneno puro.—Si los conocieras mejor, verías que...La puerta se abrió bruscamente, sin una llamada ni una voz en

demanda de permiso. Giré en redondo al notar alarma en los ojos deBuddy. Su mano volvía a buscar la pistola fijada junto a la axila.

—¡Quieto, Bronson, o le sacudo una andanada) —bramó una vozimperativa y ruda—. Y usted, Martin, cuide de no hacer tonterías.

El sargento O’Sullivan y tres agentes más, cuyas chapas relucían bajola luz amarillenta, nos tenían bajo el punto de mira de sus negros

revólveres de reglamento. Hubiera sido estúpido oponer resistencia.Bronson lo comprendió igual que yo. Sus dedos se alejaron de la fundasobaquera.

—Siempre tuve el presentimiento de que me traería la desgraciaMartin —dijo Bronson, con voz dura.

—Se la han buscado los dos —respondió O’Sullivan, sombrío—. Ustedpor traficar en drogas. Y Martin por ir demasiado lejos.

—Cogí mal momento para mi carrera de crímenes —gruñí irónico.O’Sullivan avanzó. Otro de los agentes acercóse a mí. Me cacheó con eficiencia

 profesional. Sacó la automática de mi americana y se la tendió al sargento.

Este, guardándose el arma, me miró severo.

—Le dejé escapar en una ocasión, Martin —dijo—. Me ganó por listo.Poro ahora es diferente. Sólo se es tonto una vez en la vida.

—No lo asegure mucho, sargento —repliqué—. Yo lo he sido variasveces.

—Ya no lo será ninguna más. Es lástima que a su edad acabe en lasilla eléctrica.

—Sí, es lástima —reconocí. Ya le habían quitado a Bronson sus dos «Luger». Le esposaron en un

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santiamén. Luego me tocó el turno a mí.—Andando, muchachos —exigió O’Sullivan. Y me encaminé a la puerta, junto al abatido Buddy Bronson.

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CAPITULO XI

 Todo había sido muy rápido. Ni se preocuparon de tomarmedeclaración. Me llevaron directamente a una celda, y fui encerrado allí.

No intenté protestar, como la primera vez. Ahora había demasiadas cosas contra mí. Dosasesinatos, rehuir a la policía y tenencia ilícita de armas. Y a lo mejor irían saliendo otras más.

Pasó la noche, amaneció el sábado y transcurrieron horas y máshoras. Nadie venía a mi celda, salvo el carcelero que me trajo la pobrecomida. No parecían acordarse de mí para nada.

Cuando saliera sería para ser juzgado. Me senté en el camastro y mepuse a reflexionar. De poco iba a servirme saber tantas cosas comosabía ahora. Estaba atado de pies y manos, impotente para demostraral mundo la verdad. Me pregunté dónde estarían Audrey y Adams. Talvez siguiendo cada cual a la persona señalada.

 Y yo allí, encerrado. Y Bronson encerrado en otro lugar del mismo edificio. Era

de prever que aquel asunto terminara mal. Una persona puede ser idiota una vez, como dijo O Sullivan, peroninguna más. Yo lo había sido desde el principio al fin. Me dije que me estaba bien empleado.

Había perdido la noción del tiempo. Mi reloj marcaba las seis ymedia de la tarde, pero del sábado. Veinte horas llevaba allí. Sin saberrealmente por qué, mi pensamiento voló a unos ojos obscuros y unosrizos rubios que cosquilleaban traviesamente mi rostro cuando medespertaba por las mañanas. Y unos suaves labios que se apretabancontra los míos. Era tonto pensar en todo eso. Pero lo pensaba.

Levanté la cabeza al oír un ruido de hierros y percibir el girar de lallave en la cerradura de la celda. El carcelero me habló sinceremonias:

—Le necesitan en el despacho del jefe. Vamos.Le seguí. Al ser introducido en el despacho del inspector Cripss, me

halló en medio de una extraña, reunión que nunca hubiera esperadoencontrar.

Además de la cara de Cripss, mis ojos vieron la risueña deO’Sullivan, la redonda y encarnada del sargento Gibson, de Jersey... ypor último unas pupilas obscuras, una melena rubia, unos labiossonrientes, temblorosos.

—¡Audrey!—¡Doug!Me abrazó. La besé, y me besó. Volví a besarla.—Doug, querido —medio sollozó ella, apoyando la cabeza en mi

hombro—. Ya acabó todo... todo...—¿Qué dices, Audrey?—La verdad —intervino O’Sullivan—. Es usted un hombre

afortunado, Doug. Le han salvado oportunamente.—No lo entiendo.—Pues es fácil. Hemos hallado al verdadero asesino —gruñó Gibson.Los miré asombrado. Era lo último que esperaba oír

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—No lo dirá eh serio.—Claro que si. Ya firmó la confesión completa de los dos crímenes. Añadió que quiso hacerle

cargar con las culpas. Y que es usted tan inocente como yo, en este asunto.

—¿De quién se trata?—De Linda Logan —informó, O’Sullivan.Nada dije. Solté a Audrey y me quedé mirando al sargento.—¿Mató a su marido y a su amiguita?—A los dos —afirmó el inspector Cripps—. Un odio terrible, inspirado

por los celos. Ocurre muchas veces.—Si. Muchas veces.Me dirigí a la puerta, sin añadir más.—¿A dónde va? —exclamó O’Sullivan.—¿No dice que estoy en libertad?—Sí.—Voy a aprovecharla en seguida. Tú, Audrey, vete a casa. Tengo

mucho que hacer.—Cuándo salga, pídale sus cosas al agente de guardia de la oficina.—¿El revólver también? —pregunté.—No, eso no. ¿Es que lo necesita? —quiso saber Cripps.—Sí. Pensaba matar a alguien. Es una lástima. Y salí del despacho, dejando a todos sumidos en un estupor muy

lógico.

* * *

Negros nubarrones habían ido condensándose por el norte. Prontocubrieron totalmente el cielo, y gruesas gotas de lluvia empezaron acaer. Mientras el taxi corría por el puente de Jersey, las sentíarepiquetear en los cristales del coche con su monótono tamborileo,alterado a veces por ramalazos de aire frío.

Cuando enfilamos la cinta recta de la carretera, el agua caía yatorrencialmente, dejando el asfalto negro y brillante como si fuera charol. Los faros del

coche trazaban, en la casi absoluta obscuridad del camino, unos conos de luz, atravesados por una cortina de lluvia.

—Corra un poco más, por favor —pedí al chofer.El hombre volvió el rostro, ceñudo.—No quiero matarme, amigo —dijo—. Vamos a ochenta. Si aprieto

más, tal como está el suelo, resbalamos y nos caemos de cabeza alinfierno. No, lo siento. Tendrá que conformarse así.

No le faltaba razón. Por tanto, no repliqué y me hundí en el asiento,malhumorado. En la cuneta brillaron fugaces las luces de un rótuloazotado por el agua. Me sonrió la cara bonita de Virginia Mayo, con uncigarrillo en la mano, del que aseguraba cosas extraordinarias.

Más lejos, otra estrella de Hollywood clamaba por las excelencias decierta marca de productos alimenticios, indiferente a la lluvia que corríapor su rostro.

Miré otra vez el reloj. Las ocho y cuarto. Ardía de impaciencia, y la

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queda aquí o viene?—Iré con usted. Estoy harto de permanecer solo. Si no me hace

compañía alguien, acabaré loco perdido.—Lo comprendo —rió.

Fui con él. Latimer se entregó de lleno a la tarea de ordenar un

montón de papeles. Yo me senté en una butaca, fuera del cono de luzproyectado por la lámpara portátil.—¿Hay mucho trabajo?—pregunté encendiendo un cigarrillo.—Bastante —alzó un momento la cabeza y Se esforzó en mirar adonde yo estaba. Su voz se hizo

curiosa: —¿Cómo es que le soltaron?

—¿La policía?—Si.—Creían que era yo. Pero hoy el verdadero culpable se ha entregado y no tuvieron más

remedio que dejarme salir.

—¿Quién es?—Linda Logan.Se quedó como alelado. Arqueó las cejas.

—¿Linda Logan? ¡Absurdo!—Ellos no parecen creerlo así. La juzgarán en seguida.Encogióse de hombros y siguió ordenando papeles.—Tal vez fuese ella —admitió—. Pero nunca lo hubiera creído.—Ni yo.Sacó una estilográfica y firmó varios documentos. Me puse en pie

con indolencia y me acerqué a la mesa donde él estaba clasificando.Me sentía verdaderamente cansado de permanecer sentado y queríaestirar las piernas un poco. Observé con gesto ausente cómo Latimerleía una caita escrita a máquina, sin firmar. Referíase a una demandade servicio de restaurante. Acabado el repaso, volvió a coger su pluma

y trazó una firma. Una letra «M» enérgica, vigorosa, seguida de sunombre y apellido: Michael Latimer.

Achiqué los ojos y solté una risita sibilante. Latimer se volvió a mí,extrañado.

—¿De qué se ríe? —preguntó.— De su firma —respondí con suavidad —. Es la del hombre que

asesinó a Gregory Oliver Kent y a Hazel Leeds.

* * *

Reinó un silencio denso, inquietante. El rubio Latimer mecontemplaba inmóvil, vuelto en su asiento y pluma en mano. Los ojosazules, simpáticos, ya no tenían simpatía. Ni su gesto duro, crispado. Alfin, entreabrió los labios en una sonrisa que quería ser burlona y no loera.

—¿Bromea, verdad? —preguntó, como si le divirtiera mucho.—No, Latimer, no bromeo —dije sin sonreír—. Sólo necesitaba eso

para convencerme de su culpabilidad. Y ya lo he visto.

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—¡Qué disparate, Martin! No puede decir eso en serio.—Puedo, y lo digo. Usted mató a los dos.Se echó a reír ásperamente.Es una locura. Nadie lo creería. ¿Qué ganaba yo con matar a Kent y a

su amiguita?

—Bronson dijo algo parecido cuando hablé ayer con él. Le contestéque el criminal guarda normalmente sus motivos muy profundamente.Por lo común le arrastran al asesinato pasiones bajas, tortuosasescondidas bajo la careta de la honradez. Eso le pasó a usted. Sólo queuna de las veces se equivocó y dejó traslucir su pasión. Es malo dejarsevencer por la intolerancia. Entonces no se razona. Y se cae.

—Yo no he caído.—Pero caerá. Latimer. Y caerá muy profundamente.—No me haga reír. Sólo dice tonterías. Linda Logan se ha declarado

culpable. Ella los mató.—Ella no los mató. ¿Cree que yo me tragué eso? Si ella fuera culpable, no se

hubiese entregado. Era estúpido hacerlo.—¿Por qué, pues, declaró que sí 9

—Es claro como la luz del día. Me devolvió bien por bien. Yo la salvé una vez deldesprestigio en una situación desesperada. Cuando fue víctima de una diabólica trama de su esposo,yo me jugué el todo por el todo y arreglé el asunto como mejor pude. Entonces me lo agradeció mal yquiso, en pago, meterme en un buen lío. Pero los que me toman por tonto se equivocan. Vi algo raroen sus ideas y me negué a ayudarla. Con ello le ahorré el trabajo de asesinar a su marido, y yo el detener que cargar con el mochuelo. Luego con el marido repitióse el hecho, pero a la inversa. Y yo re-petí mi actitud. Sin embargo, usted luego liquidó a Kent y a la pelirroja, y también me vi metido en ellío. Ahora, Linda se ha dado cuenta de que yo era el único capaz de descubrir la verdad, y al propiotiempo, indirectamente, culpable de que yo estuviese en la prisión. Conque tuvo el rasgo depresentarse como criminal, en la seguridad de que yo lo descubriría todo antes del juicio. En el peorde los casos, iría al juicio y lo más probable es que tenga una buena coartada para la hora delasesinato de Hazel Leeds, con la que poder desconcertar a última hora al jurado, armar un revuelo ysalir absuelta. Es una mujer lista.

—Pero usted no es un hombre listo, Martin.—¿Por qué?—Debería saber que yo no fui quien mató a los dos.—¿No?—No.—Pues, ya que insiste, le diré que preguntó al «National Bank», de

 Jersey, sobre cierta cuenta corriente a nombre de Michael Latimer. Tengo allí un viejo amigo. Pudieron informarme de que esta mañanaingresaron en esa cuenta ciento setenta y cinco mil dólares.Exactamente lo que Hazel Leeds ganó anteanoche en su pleno al docenegro. ¿Qué le parece?

—Eso no quiere decir nada.—Y hay una carta escrita a Hazel un mes atrás. En papel con membrete del

«Palmera» y firmada por usted. Una «M» enérgica, inconfundible. Su inicial. En ella amenaza conmatar a Kent, y la carta rezuma odio, rencor. Eso basta para un jurado, Latimer.

Sus ojos, como lagos en calma, parecían fríos, inescrutables.—¿Y por qué no me explica cómo maté y por qué? Sería interesante saber al menos de

qué le acusan a uno, ¿no cree?

—Si es su deseo,.. —me encogí de hombros.

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Fui hasta la butaca de nuevo, y me sentó, hundiéndome en laobscuridad. Latimer seguía inmóvil bajo la fuerte luz de la lámpara demesa.

Hubo una breve pausa. Comencé a hablar, con lentitud:—Empezaré por el asesinato de Kent O mejor antes. Sí, un poco antes.

Después de la boda de Morano con Hazel. Ahí se inició todo. Casáronseen Filadelfia el 6 de agosto de 1944. Lo sospeché cuando supe que Mo-rano vivió en aquella ciudad desde 1941, y que ingresó en la prisióncelular por tráfico de drogas. Esto, y al enterarme de que en la mismaépoca Hazel también vivía allí, me dio la casi absoluta convicción de queiba acertado. Desde un principio sospechó alguna relación entre ambos. Tengo cierta creencia en la suerte, pero aquel pleno... Era demasiadafortuna. Y Morano parecía poco conmovido por la pérdida queexperimentaba la casa. Ató cabos. Una conferencia con el Registro Civilde Filadelfia confirmó mis suposiciones. Morano, luego, me lo explicótodo. Y fue entonces cuando usted, el hombre gris, la persona

insignificante de este asunto, de quien nadie podía sospechar,empezaba a adquirir inusitadamente relieve.»Hazel había amado casi con locura a Morano desde que lo conoció.

Ni el tiempo transcurrido en la cárcel  le hizo ver las cosas de modo distinto. Por elcontrario, se casó con Morano muy enamorada de él. Y no se arrepintió, sino que fué muy feliz. Felices ambos, por dos

años. Es mucho tiempo para creer en una pasión pasajera. Entonces se trasladan a Nueva York y ponen el «Palmera» enJersey. Usted entra como gerente del club y hombre de confianza de Morano. Un día, Hazel le pide a éste el divorcio, sinmás ambages. Cuando Morano le pregunta por qué, ella sólo responde que «él sabe bien por qué». ¿Qué es lo que puedeinducirla a obrar así?

—Linda Logan, quizá.—Algo hay de eso. Linda Logan frecuenta el «Palmera». Pero no

busca el amor de Morano. Busca cocaína, sin la que no puede pasarse.¿Por qué va a creer Hazel que Linda Logan tiene relaciones conMorano? ¿Y tan bruscamente? ¿Y por qué solicitar el divorcio?

—Conteste esas preguntas usted mismo —dijo fríamente Latimer—.Parece estar muy enterado.

—Las contestaré. Había una persona en el «Palmera» que sembró ladiscordia. Alguien que, bajo tierra, socavó el terreno. Con insidiosamaldad, introdujo las dudas, los celos, en el alma de la muchacha.

—¿Esa terrible persona era yo?—Era usted, Latimer. El ser rastrero que, movido por unos celos locos

hacia su jefe, deseando poseer a aquella mujer hermosa, convenció aésta de la supuesta infidelidad del marido. Usted se fingió el hombre

resignado que sufre en silencio su intenso y sincero amor, mientras lamujer amada soporta la egoísta maldad del esposo incomprensivo.—Eso suena a folletín, Martin. No tiene ingenio.—La vida, a veces, es poco ingeniosa. Las situaciones se repiten una

y otra vez. Folletín o no, esa fue la realidad. Al fin ella le pidió a su marido el divorcio; quizá

 pensaba casarse luego con usted. Debió engañarla muy bien. Para actor no hubiera tenido precio. Nos ha estadoengañando a todos.

—Supongo que he de agradecerle el elogio.—Como quiera. Volviendo a mi relato, Hazel se sintió desesperadamente furiosa

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cuando Morano le negó la separación. Entonces acabó de convencerse de la maldad de su marido, envez de ver que él no lo hacía sino por el bien de ella misma. Y huye de casa, diciendo que no volveríamás. Sus nervios estaban deshechos y abatida su voluntad. No se movió de Nueva York. Convirtióseen su amante, Latimer, y vivió una vida poco grata, Debió de darse cuenta de que usted tampoco erala persona capaz de hacerla feliz. Pero era demasiado orgullosa para volver a Morano y solicitar superdón, Además, aun seguía creyendo que Morano la engañaba con Linda Logan.

»Así llega el momento en que Kent la conoce y se enamora de ella.

Hazel era una mujer capaz de enamorar a cualquiera. Vio el cieloabierto con Kent. Se sentía desengañada de muchas cosas. Ya no erala muchacha soñadora y de buena fe que Morano conoció enFiladelfia. La vida cambia a todos, por muy bueno que uno sea.

»Habían tenido ustedes una disputa bastante violenta. Hacía algúntiempo que no se veían. Ella seguía en el «Merlin’s» y vivía en laCiento Seis. Pero cuando conoció a Kent, él la sacó de aquelloslugares. Se trasladó la Novena Avenida, donde Kent dispuse un apar-tamento para ella. Usted no se enteró hasta que una noche la vió enel «Palmera» con Kent, y jugando ostentosamente. Fué una doblebofetada. A usted y a Morano. Morano lo digirió bien. Usted no. Es un

hombre vengativo, rencoroso. Debió de entrarle un odio terrible haciaKent. Parte de ese odio, quizá involuntariamente, lo dedicó también aHazel, aunque consiguió reprimirlo durante algún tiempo. Un díaescribió a Hazel, pero a su vieja casa. Esa carta, en la que tachaba degusano venenoso a Kent, me desconcertó un poco La «M» de la firmacreí en un principio que sería la inicial de Morano. No pensé que no se suelefirmar con la inicial del apellido a una persona de confianza, sino

Con la del nombre. Usted se llama Michael. Y la carta estaba enviada desde el «Palmera». Era elprincipio de una pista inesperada, pero prometedora. La seguí.

—Continúe, es muy interesante.—Tenemos los motivos. Ahora bien, ¿cómo mató a Kent la noche del

viernes? Era un punto que me intrigaba. No fué, desde luego, dentro dela canoa. Me despistó un poco pensar que el crimen se cometió en la ca-noa y que el asesino y la víctima bajaron por la escalera que hay trasesa puerta —señalé el entrepaño de la pared —. Pero Bronson me aclarólas dudas con una información que lo explicaba todo lógicamente.

»Bronson vió a Kent a las once menos cuarto, camino delembarcadero de botes que hay al final de la glorieta. Yo entré a las docemenos cinco minutos. Tenemos poca más de una hora. En ese tiempomató usted a Gregory Oliver Kent.

—¿Cómo lo maté?—Le vió con Hazel Leeds en el club. Debió citarle, en el embarcadero

oculto del «Palmera» para algo que le interesaba a él. Le indicó cómopodía ir allí. Cogiendo un bota en el sitio donde se alquilan, debía dar lavuelta a la punta de tierra y amarrar en la fachada posterior del edificio,en un saliente de madera. Morano no estaba en este despacho y ustedbajó por aquí. Se encontraron en el embarcadero señalado para la cita;él le conocía a usted y no podía sospechar nada. Ignoraba sus relacionescon Hazel. Debió resultarle muy fácil golpearle, en un momento dedescuido, con la barra de hierro que llevaba preparada. El pobre Kent no

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debió de notar nata. Luego apresuróse a meterlo en la cabina de lacanoa.

»Seguramente planeó la desaparición del cadáver para más tarde. Lallegada de la policía le estropeó los planes. Y al hacerme escaparMorano por ese lado, su plan se deshilvanó totalmente. Sin embargo, las

circunstancias le favorecieron. Es curioso que, a veces, los enigma? mássimples son los que resultan más complicados de resolver. Pensando un poco, había que deducir con todacerteza la serie de hechos. Pero ninguno pensamos ese poco.

»Su segundo crimen era inevitable, y sin embargo, eso le trajo mala suerte.Matando a Kent solamente, quizá nunca hubiese yo descubierto la verdad. Pero la muerte de Hazelfué distinto. Yo sospechaba que ella sabía mucho del asunto. Incluso tal vez la identidad de?asesino. Preciso es recordar que Hazel desapareció del club antes de llegar la policía. Por Bronsonsupe que no se había ido inmediatamente de ganar el pleno.  Y que mientras Morano hacíadesaparecer las mesas de juego, ella hablaba con usted. Poco antes había cobrad? su ganancia ytemía que si los policías le hallaban tantos billetes encima, sospecharían la presencia del juegoclandestino y se incautarían de la cantidad. En el apuro, ella recurrió a usted, antes que a MoranoEntonces pensó que en un tarro de cold-cream podía ocultarlos. Usted le dió el tarro, y ella guardóel dinero en él. Sintióse más segura, pero usted sugirió que era preferible abandonar el local. Lacondujo al embarcadero de marras y la hizo tomar el bote en que había venido Kent...

—Es maravilloso. ¿Lo presenció usted todo, quizá?

—No tuve esa suerte, Latimer —sonreí burlón— Pero no es difícilreconstruirlo. Fui tonto de no pensarlo antes.. Mi segunda y mayortontería fué cuando le telefoneé a usted pidiéndole la dirección deHazel. Usted no tuvo más remedio que darme la pista de «Merlin’s».Confiaba en que tardaría en hallarla en su departamento de laNovena Avenida. Habíase olvidado de aquella carta que en unmomento de ceguera envió a la calle Ciento Seis. Fué su único error,lo reconozco, pero bastó.

»Usted ya había averiguado entonces, ignoro cómo, pero tal vez selo dijo la propia Hazel en la noche del viernes, la nueva dirección de lamuchacha. Nada más darme el informe telefónico, se dirigió a laNovena Avenida. Era preciso eliminar a Hazel a toda costa. Si yo llegaba allí antes que usted,ella, que habría leído lo referente al hallazgo del cadáver de Kent en la canoa, sospecharíainmediatamente de usted y con toda seguridad se apresurarla a decírmelo. Era su vida o la de ella.Optó por la suya y la estranguló cuando entró en el departamento. Luego aprovechó laoportunidad y se llevó los ciento setenta y cinco mil dólares, llenando parte del tarro con cremaque sacó de otro y metiendo una cajita con cocaína para despistar a la policía. Pero no medespistó a mí. Ese tarro era la única pieza absurda en el rompecabezas. Hazel no tomaba drogas.Sólo su asesino pudo dejarla allí, en su afán de desconcertar con aquella falsa pista.

»Morano fué al departamento de Hazel a las dos del mediodía. Yo alas tres. En un principio sospeché de Morano. Luego recapacité en algocurioso. A las tres, cuando yo llegué, Hazel estaba fría y empezaba a ponerse rígida.No sé si sabrá que, según los médicos, el rigor mortis empieza a efectuarse dos o tres horas despuésde muerta la persona. Morano había estado una hora antes que  yo. Por lo tanto no la mató él.Entonces, otra pieza suelta e insignificante encajó en el rompecabezas: según un colega mío quepuse en seguimiento de Morano, me informó que a la una y media del mediodía del viernes, cuandoMorano salió en su coche del «Palmera», un joven rubio venía en otro coche, procedente deManhattan. Era usted, que regresaba de su viaje a la Novena Avenida. Volvía de matar a Hazel Leeds.El horario coincidía exactamente. Hasta lo mejor planeado se viene abajo cuando las evidencias em-piezan a amontonarse.

Callé. Latimer seguía mirándome fijamente.—¿Es todo? —preguntó al fin.—Sí, todo.—¿Qué pruebas tiene?

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—La carta, el tarro de crema, la declaración del «National Bank» y el informe demi colega.

—Es poco.—Es bastante.—¿Cuánto quiere por ello?—Una declaración firmada declarándote culpable. Luego váyase a cualquier lugar, o

abandone el país. Como quiera.—Es mucho precio.—Más vale la vida.—Tiene razón. ¿Trae la confesión escrita?Saqué del bolsillo un amplio pliego de papel. Me había entretenido

redactándola en la celda.—Aquí está—¡Si firmo, ¿cuánto tiempo esperará hasta entregarlo a la policía?—Tres días. El martes lo presentaré al inspector Cripps. Linda Logan

será puesta en libertad. Y usted habrá tenido tiempo de irse.Reflexionó, sombrío. Pasaron unos segundos de silencio. En algún

lugar, cerca de allí, sonó un leve chasquido. Latimer no pareció notarlo. Al fin, alzó lamirada y habló cansadamente:

—Está bien Martin. Usted gana. Traiga ese papel.Me acerqué, vigilante. No me fiaba ni un ápice de Mike Latimer. Tomó

el papel escrito, pasó una rápida mirada sobre él y cogió la estilográfica.Apenas di crédito a mis ojos cuando vi correr su mano, estampando lafirma, angulosa y enérgica.

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CAPITULO XII

Me incliné, ansioso, a recoger la confesión firmada. Me asombraba lafacilidad con que lograba aquella prueba definitiva. Descuidé lavigilancia de Latimer. Fué otro de mis condenados errores.

Comprendí toda la magnitud de mi tontería cuando vi la mano delrubio sujetar el pliego firmado y apartarlo de mi alcance, mientras laestilográfica parecía convertirse, por arle maligno en una pequeña«Luger» pintada con barniz mate, que me encañonó peligrosamente.

—¡Quieto, Martini —rugió—. ¡Levante las manos y apártese!Obedecí vivamente. No podía permitirme el lujo de hacer más

tonterías. Automáticamente, Latimer pasaba a ser el dueño de lasituación. Una sonrisa cruel curvaba sus pálidos labios, mientras seincorporaba con toda calma hasta ponerse en pie. Recordó algo: undespacho a prueba de ruidos. Me estremecí 

—Procure mantener las manos en alto —aconsejó—. Ahora mando yo.—Eso me temo, Latimer. Me pilló desprevenido.—Firmé por eso. Si no lo hacía—empezó a cachearme con rapidez —

hubiera sacado usted su pistola.,.—En eso se equivocó —reí duramente—. No llevo pistola.Me miró, perplejo. Luego soltó una risa.—Es gracioso —dijo—. Vino usted sin armas.—No quisieron devolvérmela. Fué una pena—Bueno, Martin, voy a liquidarle —con la izquierda cogió la confesión firmada y

la metió en el bolsillo—. Luego destruiré eso.

—¿Va a matarme también a mí?

—Lo mismo da dos que tres. Le aplican a uno igual número de voltiossi le cogen.

—Eso es filosofía —suspiré —Tire.El chasquido de antes volvió a sonar ahora un poco más fuerte a

espaldas del asesino. Latimer no dejó de encañonarme. Sonreí.—Le van a matar por la espalda. Latimer —advertí con fría calma.—Es viejo el truco, Martin —se mofó sin moverse—. No me volveré.—Como quiera. Usted se lo ha buscado.Una, dos, tres, cuatro detonaciones retumbaron ensordecedoramente

en el reducido espacio de la salita, pero cuando sonó la segunda deellas, Michael Latimer ya estaba muerto. Con un gesto de inmensoestupor, fijos en mí sus ojos, fué desmoronándose hasta chocarblandamente con el pavimento y quedó allí, retorcido, con la pequeña«Luger» unos pasos más allá. Bajo el pelo rubio empezó a extenderseun pequeño charquito rojo.

—Buena puntería. Morano —aprobé, sin emoción en la voz. TonyMorano apoyóse en el marco de la puerta oculta por la que hablaentrado. El cabello negro  relucía salpicado de golas de agua. La línea impecable delsmoking se había perdido al recibir la lluvia torrencial. Sus ojos profundos eran simas de odio con-

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templando al inerte Latimer.

—Lo sospechaba —musitó ausente—. Desde que me enseñó la cartade Hazel... Aquella firma era de Mike Latimer. No podía ser de otro. Levigilé. Vine a matarle, como él mató a Hazel. Les oí hablar y esperé.

—Hizo bien, Morano. Ahora tenemos la prueba de mi inocencia y la deLinda Logan.

Me agaché junto al muerto. Saqué de su bolsillo la confesión firmada y latrasladé al mío,

—Ánimo, Morano —le alenté con una palmada en la espalda.—Me es igual pagar mi asesinato —dijo, mirando a su víctima.

—No fué asesinato. Sólo un acto de justicia; él iba a disparar sobremí. Entonces, usted disparó sobre él, matándole. Eso fué lo queocurrió.

Consiguió apartar la vista del muerto. Me dirigió una sonrisa.—Sí, eso fue. Gracias, Martin.

* * *

La orquesta desgranó las notas lentas de la melodía. La vozprofunda y sensual de una vocalista cantaba el estribillo arrastrandolas sílabas con dulzura.

—«Cada uno lo suyo»—murmuró alzando mi copa de champaña—.Es una bonita canción.

—Lo solicité yo para ti—dijo, con leve picardía

A través del cristal de la copa, se deformaron graciosamente lasfacciones de Audrey. Pero la vi sonreír, en la voz.Dejé la copa sobre la mesa.—No hablaras en serio.—Completamente. ¿No te gusta? Es mi número favorito.—Eres adorable, Audrey. Sólo que... yo lo solicité antes para ti.Se me quedo mirando, muy seria. Luego, echóse a reír, de buena

gana. Yo la imité.—¡Eso es bueno! —exclamó entre risas—. Tuvimos la misma idea.Miramos a la orquesta, El director sonreía y nos guiñó un ojo.

Seguimos riendo.

—Soy feliz, Audrey —suspiré.—¿Enteramente?—Enteramente.—¿Porque Pearson te subió el sueldo?—No, tonta Por poder estar aquí, bebiendo este champaña,

escuchando la música y viéndote ante mí con esa alegría.—Nos lo tenemos bien merecido.—Sí, eso hay que reconocerlo.

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—Cada vez que pienso en... —se estremeció.—No hay que pensar más en eso, querida —cortó rápidamente—. Ya

pasó.—¿Y Linda Logan?—La pusieron ya en libertad definitiva. Ha cancelado sus contraeos, y

se retira a descansar una temporada al campo. Con el capital que sumarido le dejó en el testamento tiene para vivir con toda clase de lujos. Y me ha prometido abandonar las drogas. Creo que lo cumplirá.

—Yo también.Audrey lo dijo con cierto acento singular. La miré intrigado.—¿Por qué lo crees tú también?—Douglas Martin, no sé qué tienes que gustas con locura a las

mujeres. Linda Logan está enamorada de ti.—No digas tonterías.—Está enamorada de ti. Tanto, que quiere dignificarse ante tus ojos.

No fué sólo por gratitud por lo que se acusó de una cosa que no había

hecho. Ninguna mujer obra así por gratitud únicamente.—No lo creo, Audrey. Ella quería que resplandeciese la verdad.—Piensa lo que quieras, pero yo sé que tengo razón.Bebí un sorbo del ambarino líquido. Luego me levanté.—Las mujeres siempre queréis tener la razón, ¿bailamos?

—Sí, Doug.Salimos a la pista y nos perdimos entre una infinidad de

parejas mientras las notas de la melodía acariciaban nuestrosoídos. Esto era la felicidad. Nuestra felicidad.

F I N

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