cunqu iro: gastronomo terribles tiempos
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CUNQU�IRO: GASTRONOMO MANIERISTA DE LOS OSCUROS Y TERRIBLES TIEMPOS
Pilar González Martínez
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La obra de Alvaro Cunqueiro presenta cumplidamente las características generales del arte manierista; en su caso, la huida de la realidad, con la creación
fantasiosa de una contra-realidad laberíntica, tiene la originalidad del hallazgo de un cosmos, del que la piedra angular es la Cocina. Por ello no es comprensible su escritura sin conocer cuál es ese orden y cuáles sus implicaciones.
En síntesis, la cocina es «cosa del espíritu y arte suprema»; algo sagrado, una religión, a cuyos oficiantes, los cocineros, les conviene el título de «armónicos». Sin duda, ha sido injustamente tratada por la historia, en la que no ocupa el lugar adecuado a su rango, no obstante haber movilizado más imaginación que cualquier otro arte guerrero o lúdico, e incluso siendo más perdurable que el afecto más duradero, pues ya se sabe que «todo lo borra el tiempo hasta el amor», pero permanecen los hallazgos culinarios, «canonizables». Dicho con tono apocalíptico: «sin cocina no hay salvación, ni en este mundo ni en el otro».
La cocina es, pues, una guía para «investigar el secreto interior de la Naturaleza», y esta última corresponde a un universo pre-industrial y mágico, por el que desfilan un cortejo de reyes, monjes, magistrados, enanos, hadas y fantasmas celtas: ámbito preciso e imaginario para una cocina con idénticas características, por la simplicidad de su elaboración y la riqueza de las mezclas, que hunde sus raíces en la fabulación galaica y en el antiguo ritual de la cristiandad occidental.
UNIDAD DE LO DIVERSO
Cunqueiro, básicamente carnívoro, apologista de la carne sangrante, entusiasta de lo coquinario, aborda la narración de la buena cocina con regodeo, con celo complaciente, dejándonos aquí y allá las claves de su arte, el rastro de su enigma secreto.
Por lo pronto, la solemnidad ha de presidir el sacrificio del animal: preferible el arma de fuego y en un espacio abierto. Deben, a continuación, ponderarse las virtudes que le adornan e influirán en su sabor, no sea que, por ejemplo, el no reparar « en la iracundia del jabalí, en su áspera bilis», haga descuidar, a la hora de la alquimia, el adecuado conjuro con abundancia de vinagre y sazones, echando a perder el guiso. Además, como el animal habrá pastado en un espacio determinado, apropiándose de las cualidades de la naturaleza, del perfume y sabor de sus plantas, de las tonalidades de cada estación, deberá investigarse exhaustivamente la flora del entorno para que el adobo final pueda adquirir la forma de un último homenaje. Por eso, en ocasiones se sugiere alguna combinación harto caprichosa, como el añadir en la marinada ramas de ciprés, hojas de eucalipto o flor de pino, con generosidad de laureles y finas hierbas. Así, a través de esta unificación de lo
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dispar, Gallón el Sábalo, por ejemplo, puede hacer una comida bajo el mar en la que se sirven «ostras, langostas, congrios, salmones, rodaballo, meros ... sazonados con hierbas marinas y cocinados con grandes medusas rojas ( ... ), oyendo el canto de las sirenas y contemplando la danza de las hijas morenas de las algas».
Finalmente, su embriaguez panteísta le impide a Cunqueiro conformarse con devorar al animal humanizado: en una especie de rapto de bulimia universal, nos propone tomar por asalto un bos-
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que, montar el espeto allí mismo y, acompañados de un coloreado y fuerte vino, situarnos en una buena perspectiva, porque así «todo entre en cada bocado: el país, su color y su aroma, la campana lejana, el mirlo vecino, la fuente y el carro que lejos va cantando, cargado de los últimos maíces».
En resumen, la gastronomía de Cunqueiro borra la frontera que existe entre la vida y el sueño, se endiosa y preside un sinfín de metamorfosis, de modo que cuando tomamos requesón con miel podemos gustar el «sabor profundo de las cum-
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bres y de la selva», o cuando becada, «el suelo y el sub-suelo del bosque, en el maduro otoño».
EL AMOR Y LA MUERTE:
ANTROPOFAGIA
En Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, advierte Cunqueiro cómo Diana cazadora, la potente virgen de los bosques, tiene por costumbre detenerse junto al animal herido por su flecha e introducir los dedos en la herida mortal, para a continuación llevárselos a los labios y saborear el gusto amargo de la sangre. Un rito sacralizado al trasmitírselo a los cazadores varones.
La pieza herida, «cierva propia o encantada doncella», incorpora a su vez los gestos del amor, haciéndose perdidiza para el cazador:
«¡Dime a onde vas, miña corzaferida, Dime a onde vas, polo teu amor!»
El amor mágico, esa herida abierta hacia dentro, en la poesía mística y trovadoresca desemboca con preferencia en la muerte de ambos amantes: la unión total se realiza bien en un plano espiritual -los héroes platónicos que cruzan el espacio «en caballos de tinieblas» con el color de los ojos de la dama en el corazón e impregnados del perfume del amor no realizado-, bien en el más allá, donde habitan los espíritus desprovistos de corporeidad. Para Cunqueiro la herida sigue siendo mortal, pero no para los dos: como quiere San Juan de la Cruz, «la amada (es) en el amado transformada», pero ahora porque éste ... se la come.
La mujer, en efecto, bello objeto del deseo, es devorada sensualmente por el varón. Y este acto de antropofagia da lugar a un juego muy amplio que incluye tanto las evocaciones más líricas e inofensivas, así la tomada del Cantar de los Cantares: ( «tus dos pechos como dos cabritos mellizos de gama que son apacentados entre azucenas»), o las que surgen de la degustación de un pastel en forma de sirena («quizás al canónigo del retrato del ayuntamiento le correspondiera un seno chorreando natilla o la boca fresa, imitada con cerezas en almíbar ... »), o de saborear una langosta ( «la irresistible mocita de Caen, ¡ Oh la tierna extremidad de sus patas! ¡ Oh piernas como dos celestes ríos!»); cuanto las más duras analogías, como al describir al asesino de siete mujeres jamonas, .Tacques de Vertevil, que «las mordía en el cuello mientras las hacía cosquillas», o al recordar las exclamaciones del viudo de Piamonte al atizar el asado de liebre; «¡allá va mi mujercita dorándose! ... ». Un universo fabulado, sin discontinuidades, en el que cualquier relación en un sentido u otro es posible a través de una cadena ininterrumpida de enlaces simbólicos, sostiene todas esas imágenes.
Por lo demás, Cunqueiro, aunque caballeroso (mejor que catar un buen vino es «vivir del aroma
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de un vaso vacío, como en amor, amigos»), tiene excesiva vitalidad para poder seguir este axioma al pie de la letra, y, dotado de astucia por los dioses celtas, encuentra siempre el medio de burlar con elegancia las cánones que impone aquella condición ... hasta convertirse en antropófago. Que nadie se alarme: antropofagia sólo en el sentido de que la sacralización de la cocina impone la unidad de lo diverso: la boca y la tripa como recintos unitarios de la naturaleza, el amor y la religión.
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Se diría, en suma, que Cunqueiro, tan amante de los líquidos rubíes del vino, hubiera concebido y escrito sus páginas de gastronomía en un estado muy especial, tal vez como el que describe María Zambrano: «Dionysos dió de sí no la sangre sino el vino que desata el delirio enclaustrado de la vida, del ansia anterior al amor de unión, unión que bajo él se cumple en la confusión � ciertamente». u na confusión que crea, en e verdad, belleza y un arte maravilloso. �