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Cultura política y política popular en Michoacán notas para su estudio Eduardo Nava Hernández UMSNH I. Cultura política y región Si, como ha señalado Adolfo Gilly, la cultura nacional “no puede ser sino la versión local de la cultura universal”,1una cultura regional no puede, a su vez, sino representar la pecu- liar modalidad de recepción, asimilación y recreación de la cultura nacional por una comunidad social delimitada histó- ricamente como región. Como componente de una totalidad más vasta, la sociedad regional articula, interioriza y reela- bora a partir de su experiencia local ese conjunto de elemen- tos materiales y productos espirituales, normas y prácticas sociales que identifican a la nación como su cultura propia. Por cultura política entendemos las diversas formas de conciencia, los hábitos y aspiraciones, las escalas de valores y las normas que en una comunidad determinada condicio- nan y orientan las conductas y las modalidades de participa- ción de la gente ante el fenómeno del poder, y que generan prácticas sociales. Lo que interesa registrar es la naturaleza dinámica y contradictoria del comportamiento cívico de la sociedad mexicana, captar los modos en que, al apropiarse los distintos grupos regionales de la cultura universal o na- cional, la recrean como cosmovisión particular que les permi- te articularse y participar en la comunidad promoviendo sus propios intereses, planteando sus demandas, generando res- puestas propias a sus problemas vitales. Hay que reconocer, por tanto, la entreveración de dispares vetas subculturales, de opresión y explotación las unas, de solidaridad y de libera- ción las otras.

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Cultura política y política popular en Michoacán

notas para su estudio

Eduardo Nava Hernández UMSNH

I. Cultura política y región

Si, como ha señalado Adolfo Gilly, la cultura nacional “no puede ser sino la versión local de la cultura universal”,1 una cultura regional no puede, a su vez, sino representar la pecu­liar modalidad de recepción, asimilación y recreación de la cultura nacional por una comunidad social delimitada histó­ricamente como región. Como componente de una totalidad más vasta, la sociedad regional articula, interioriza y reela- bora a partir de su experiencia local ese conjunto de elemen­tos materiales y productos espirituales, normas y prácticas sociales que identifican a la nación como su cultura propia.

Por cultura política entendemos las diversas formas de conciencia, los hábitos y aspiraciones, las escalas de valores y las normas que en una comunidad determinada condicio­nan y orientan las conductas y las modalidades de participa­ción de la gente ante el fenómeno del poder, y que generan prácticas sociales. Lo que interesa registrar es la naturaleza dinámica y contradictoria del comportamiento cívico de la sociedad mexicana, captar los modos en que, al apropiarse los distintos grupos regionales de la cultura universal o n a ­cional, la recrean como cosmovisión particular que les permi­te articularse y participar en la comunidad promoviendo sus propios intereses, planteando sus demandas, generando res­puestas propias a sus problemas vitales. Hay que reconocer, por tanto, la entreveración de dispares vetas subculturales, de opresión y explotación las unas, de solidaridad y de libera­ción las otras.

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II. La cultura política en Michoacán y sus afluentes

La constitución de una entidad federativa como Michoacán en objeto del estudio sociopolítico implica un proceso de abs­tracción y discriminación de diversos componentes de la realidad social, indispensable en la delimitación de la totali­dad concreta a estudiar. La región, construida teóricamente como punto de partida analítico, supone asumir la presencia de un gran número de diferencias subregionales y aun micro- rregionales de gran especificidad: en nuestro ejemplo, po­dríamos señalar el abigarramiento cultural de subregiones tan distintas como el Bajío, la Meseta Tarasca, la Costa y la Tierra Caliente, o la presencia de grupos étnicos disímiles (purhépechas, náhuatl, otomí-mazahuas) dispersos en las distintas zonas del estado. El componente histórico y el poder político han sido determinantes para agrupar entidades so­ciales tan diversas en sí mismas dentro de un mismo espacio político-cultural. Es en función de ello que es posible —y necesario— reconocer la existencia de una cultura michoaca- na como resultado de un conjunto de vivencias, prácticas y experiencias comunitarias, que no por ello dejan de ser con­tradictorias: identidad cultural ante el exterior, diversidad interna y dinámica de confrontación entre grupos locales antagónicos.

Históricamente, por otro lado, Michoacán se ha visto atravesado por las tendencias más polarmente contrapues­tas. Bastaría con recordar cómo, en distintas coyunturas —la Independencia, la Reforma, la Revolución—, las corrientes político-ideológicas más avanzadas del país se han expresa­do regionalmente generando figuras de la ta lla de Hidalgo, Morelos, Ocampo, Múgica y Cárdenas, mientras por otra parte el suelo michoacano se ha significado como bastión del conservadurismo, escenario de luchas religiosas y cuna del movimiento cristero.

Nuevamente,para explicar tal heterogeneidad de com­portamientos políticos hay que recurrir a la acentuada dife­renciación regional, pero también a la desigual estructura de clases y a la inexistencia de una burguesía económica y políticamente unificada que tenga capacidad de hegemonía sobre todo el estado.2 Sólo el examen pormenorizado a escala

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microrregional permitiría ubicar en cada caso los aspectos más determinantes de la dinámica local: el peso específico de los componentes indígenas y mestizos, de la vida rural y urbana, el papel de las oligarquías y cacicazgos locales, de las influencias religiosas, la presencia de poderes extrarre- gionales, etcétera.

Se requiere, sin embargo, concretar el estudio en tenden­cias significativas en un contexto histórico y social regional. Podríamos señalar como elementos actuantes particulares de la dinámica social y política michoacana al menos cinco afluentes que resultan de la tradición, la historia y los proce­sos de transformación política impelidos por el capitalismo. Sin ser los únicos aspectos, son quizás los que más contribu­yen a perfilar la especificidad regional; difícilmente un estu­dio que como éste intente caracterizar la cultura política en Michoacán podría omitir referirse a ellos. Son los siguientes: en primer lugar, la presencia renovada de un movimiento campesino e indígena de fuertes raíces comunitarias, que hoy levanta una serie de reivindicaciones agrarias y cultura­les y que plantea nuevos desafíos al Estado y a la expansión del capitalismo; en segundo lugar, la influencia regional (que en algunos casos es hegemónica) de la Iglesia católica sobre amplios sectores de la población; en tercer término, el jacobi­nismo liberal que, originándose en la Ilustración, ha tenido como asiento fundamental al Colegio de San Nicolás en el siglo xix y a la Universidad Michoacana en distintos momen­tos del siglo actual; en cuarto lugar, el nacionalismo popular radical que se origina en la Revolución mexicana y que con­fluye durante los años veintes y los años treintas en el fenó­meno del cardenismo, conservándose y mutándose para re­aparecer periódicamente como ala izquierda del movimiento político; finalmente, las manifestaciones emergentes de una cultura obrera y sindical novedosa en la región y quizás en el país, en las zonas de reciente industrialización y crecimiento acelerado.

En todos los casos, representan tendencias político-cul­turales presentes y actuantes que encarnan en sujetos socia­les de mayor o menor relevancia en las luchas por el poder. Con sus características locales, expresan tendencias que sin duda están presentes en muchas otras regiones del país; por

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lo tanto, se vinculan con una cultura política, con una diná­mica y un sistema político que son asimismo nacionales.

El resurgimiento de la comunidad indígena

Aunque sus orígenes se remontan a las congregaciones del periodo colonial fundadas por los misioneros franciscanos en la región, es en los últimos años que la presencia de la comunidad indígena se ha revitalizado como un movimiento de grandes alcances políticos y culturales en el estado. Esta revitalización se da en el marco del aumento de las luchas campesinas debido a la agudización de la crisis agrícola y las nuevas formas de expansión capitalista en el campo: explo­tación forestal, extensión de la fruticultura y la ganadería, apropiación de los recursos naturales por las empresas in ­dustriales o turísticas, etcétera. Los cambios en el uso de la tierra, el aumento de la presión sobre ella y el freno del reparto agrario han generado desde los años setentas el brote de múltiples movimientos campesinos por todo el país.

Lo que destaca en el caso michoacano ha sido el papel protagónico asumido por las comunidades indígenas. Estas se han constituido en los baluartes de la lucha agraria; pero puede afirmarse que representan también un fenómeno de resurgimiento cultural y político de grupos antes dúctiles a la manipulación ideológica oficial.

Ya durante los años veintes fue fundada la Liga de Comunidades Agrarias de Michoacán que, bajo la dirección de Primo Tapia, logró la dotación de diversas comunidades de la Ciénega de Zacapu como N aranja, Tiríndaro, Tarejero y Villa Jiménez. En ellas se impulsó “el cultivo de la tierra en forma que ellos llamaron mancomunada, a excepción de Tarejero, que lo hizo en forma cooperativa”.3 Los campesinos se hacían llamar comuneros o comunistas y participaban en faenas colectivas, socializando también el producto.

Posteriormente, en 1931, el gobernador Lázaro Cárde­nas dio inicio de hecho a la restitución de propiedades comu­nales y nulificó los contratos de arrendamiento de montes pertenecientes a una veintena de comunidades de la Meseta Tarasca, devolviendo a éstas el control sobre sus bosques. Fuera de esta región, sin embargo, la norma fue denegar la

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restitución a los pueblos que la solicitaban, y más aún si carecían de la documentación requerida para demostrar la propiedad sobre las tierras. A falta de títulos, muchas comu­nidades tuvieron que aceptar el cambio de su situación jurídi­ca y fueron dotados por la vía ejidal.4

A pesar de ser Michoacán una de las regiones en las que el reparto agrario cumplió más cabalmente con su cometido, la evolución reciente lo ha convertido en uno de los estados con mayor número de conflictos por tierras; y, estrechamente relacionada con ellos, la forma comunal de organización ha sido el recurso defensivo-ofensivo por excelencia del movi­miento campesino ante la amenaza capitalista. La moviliza­ción de las comunidades indígenas agrarias ha generado sus propias formas de agrupación, entre las cuales la más impor­tante es, sin ninguna duda, la Unión de Comuneros Emiliano Zapata ( u c e z ).

El hecho resulta mucho más significativo si se piensa que, desde el punto de vista económico, las tendencias a la desintegración de la comunidad indígena como unidad y por tanto a la incorporación de sus miembros a la economía mercantil capitalista no han sido muy diferentes en Michoa­cán con respecto del resto del país. El renacimiento del movi­miento comunal se explica por el propio efecto de la crisis de la economía campesina y por la presión del capital ya no sólo por subordinar al productor campesino sino por apropiarse directamente de la tierra y de los recursos productivos.

Desde su fundación en 1979, la u c e z ha venido agluti­nando a un gran número de comunidades indígenas, núcleos agrarios y solicitantes de tierras que en su gran mayoría presentan como denominador común su reivindicación — muchas veces histórica— frente a las diversas especies del despojo. Lo peculiar consiste en unir las demandas agrarias con el desarrollo de una concepción político-cultural basada en la estructura de la comunidad indígena. Como uno de sus estudiosos ha descrito, la u c e z “está hecha a imagen y seme­janza de las comunidades indígenas. De éstas tra ta de recu­perar las formas colectivas de decisión y de trabajo, la impor­tancia de la asamblea como órgano de dirección y el carácter impersonal de la participación”/1 No es sólo el hecho de que las comunidades pertenecientes a los distintos grupos étni-

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eos de la entidad constituyan la base social más importante del movimiento y su sector más avanzado, se tra ta de una recuperación y promoción consciente de las formas comuna­les de organización con un claro sentido reivindicativo y anticapitalista (en ello consiste su carácter ofensivo y revolu­cionario). La u c e z no sólo propugna la defensa de los bienes de las comunidades ya existentes, también impulsa y difun­de las normas comunales de organización entre los nuevos grupos de solicitantes de tierra, muchas veces aprovechando la forma jurídica de las comunidades de hecho, es decir, las que sin contar con títulos virreinales o documento alguno, o que habiéndolo tenido no ha sido encontrado, guardan el estado comunal. Como afirma el dirigente y asesor legal de la u c e z , Efrén Capiz:

La lucha nuestra se centra en parte en ese aspecto. Nosotros hemos organizado muchas, recalcando, muchas comunidades de hecho. En todos aquellos casos donde los compañeros cam­pesinos duraron diez, quince, veinte, cuarenta años en lucha por obtener tierras por las vías de dotación, ampliación o nuevos centros de población y no las tuvieron, en la Unión de Comuneros ya las tienen, y prácticamente de un año para otro se convierten en comuneros, y en comuneros con tierra. ¿Có­mo? Pues desde luego organizando, constituyendo lo que se llama las comunidades de hecho, que es una coyuntura que afortunadamente todavía prevalece en la propia Constitución y que nosotros aprovechamos para lograr que los compañeros que no tienen tierra la tengan, aunque nos ataquen muy duro por ese aspecto.

El movimiento campesino se ha fortalecido a través de esa vía, unificando en una misma lucha —por la defensa de la comunidad— a distintas categorías de campesinos (indí­genas, ejidatarios, solicitantes de tierra), y ha generado una ideología política particular: el comunalismo indígena , que se entiende en términos muy sencillos, como la propiedad, posesión, trabajo, disfrute y defensa de la tierra en común; forma de organización en la que la u c e z ve la clave para una lucha revolucionaria radical que conduce al enfrentamiento con el Estado y con el sistema.

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¿Por qué a nosotros, a las comunidades, nos persiguen tanto? ¿Por qué nos agreden constantemente? Precisamente porque nosotros atacamos en parte los cimientos de la propia socie­dad capitalista. Al luchar por la propiedad y posesión común de la tierra y de todos los demás recursos naturales —aguas, bosques, montes, m inas—, esto va en contra de los cimientos mismos que sustentan al sistema capitalista, que es la propie­dad privada sobre los medios de producción.

Se dice que la lucha por la tierra y lo que nosotros hacemos no es más que una lucha de carácter reivindicativo. Nosotros decimos que no es cierto. Nuestra lucha consideramos que es eminentemente política, porque trata de recuperar la tierra de que han sido despojadas las comunidades indígenas. Al per­der la burguesía rural (ahora a lo mejor ya no se le puede llamar así, pues vive en las ciudades) la tierra en favor de las comunidades que luchan por ella, se le despoja de un medio de producción; con ello, en cierto sentido, pierde poder económi­co, y al perder poder económico pierde poder político, al menos en la región donde tenía la tierra.7

El comunismo indígena, cuando finalmente es asumido —no sin dificultades en la mayoría de las veces— por los núcleos agrarios, es visto como un avance ideológico y moral con respecto al individualismo en el que el sistema ha forma­do la mentalidad de los campesinos. Hay aquí una reivindi­cación cultural de la vida comunitaria, a la que se concibe como éticamente superior a la moderna sociedad capitalis­ta .8

Desde este punto de vista, la lucha agraria y la recupera­ción étnica cultural van indisolublemente ligadas y se identi­fican. En la ocupación de sus tierras comunales por el capital los indígenas ven la forma última de agresión por un sistema de explotación y segregación ya seculares; mas en sus pro­pias formas históricas de organización social buscan encon­trar una respuesta política eficaz contra la desposesión siste­mática de que son objeto. La comunidad organizada es la condición fundamental para obtener o conservar la tierra; y la posesión de ésta, una vez lograda, refuerza los vínculos comunitarios y se constituye en un verdadero efecto de de­mostración para otros grupos campesinos.

Muchos conflictos (semejantes) con propietarios priva­dos, compañías aserradoras o talamontes clandestinos, frac-

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donadores, propietarios de huertas aguacateras, etcétera, mantienen la lucha de diversas comunidades por todo el estado: San Isidro Altahuerta, San Bartolo Cuitareo, Ocumi- cho, Tingambato, Cerro Blanco, Huerta de Gámbara, San Francisco Peribán, El Varal, San Gabriel, Tirindiritzio, Gua­camayas... Todos ellos evidencian la generalización de la lucha por la tierra y por los recursos naturales en la fase actual de desarrollo capitalista en Michoacán y el papel que los indígenas están jugando en este proceso.

El Estado, por su parte, se ha dotado de dos tipos de instrumentos complementariamente usados para tra ta r con las comunidades y grupos indígenas: la política agraria y la política indigenista, ambas producto del régimen posrevolu­cionario y ambas orientadas a debilitar las formas comuna­les de organización. Con el inicio de la etapa caracterizada como de contrarreforma agraria, después de 1940, se frenóla restitución y confirmación de bienes comunales, y se favore­ció a la propiedad privada extendiéndole certificados de ina- fectabilidad, ampliando su extensión y (con Miguel Alemán) concediéndole el beneficio del amparo contra resoluciones presidenciales inclusive. Paralelamente, se comenzó a des­plegar la política cultural indigenista a través de la escuela rural, dirigida a la aculturación, castellanización e integra­ción del indígena a la llam ada sociedad nacional. “Por inte­gración”, dice Bonfil Batalla, “debe entenderse asimilación, pérdida de identidad e incorporación plena a una sociedad nacional que se cree o se quiere homogénea”.9 Con la política agraria (la realmente existente, no la que se plasm a en dis­cursos, leyes y declaraciones) se restringen, limitan, condi­cionan o despojan las tierras y recursos productivos pertene­c ien tes a la s com unidades in d íg en as . Con la política indigenista se pretende “quitarles lo indio”, socavar su iden­tidad cultural, debilitar su cohesión interna y su capacidad de resistencia.

N ada tiene de extraño, entonces, que las comunidades organicen su rebeldía precisamente sobre estos dos ejes: el rechazo a la política agraria del Estado, que ellas sienten como “anticomunal y an tiagrarista” y la reivindicación de su cultura (lengua, costumbres, tradiciones, formas de orga nización política, vida cotidiana, etc.) ante los intentos de

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imponerles patrones au torita riam ente promovidos desde arriba, desde el Estado y el capital.

El resurgimiento del movimiento indígena en Michoa­cán no es, entonces, el de un añejo e irresuelto problema étnico referido a un pasado colonial o prehispánico. Lo signi­ficativo del hecho consiste en que las demandas comunales movilizan hoy por hoy en número creciente a campesinos mestizos que conscientemente buscan ser identificados como “indios”, como comuneros. En sus demandas políticas, agra­rias, culturales, se percibe no el reclamo de la “minoría” oprimida y m arginada sino, con claridad cada vez mayor, la rebelión clasista de los campesinos contra las modernas vías de explotación por el capital. Tampoco se tra ta de un movimiento romántico o reaccionario, pues como ha escrito Armando B artray “la resistencia rural al ‘progreso’, impreg­nada de milenarismo e idealizadora del pasado, no puede calificarse fácilmente de reaccionaria, si tomamos en cuenta que en nuestro país el proyecto burgués no se impone por una vía democrático-popular sino a través del despotismo y la expoliación de los trabajadores”.10

Por esa razón, es difícil que el movimiento indígena se apague o tienda a desaparecer en el corto plazo. Ningún recurso parece suficiente contra un fenómeno social de tan profundas raíces al que la situación de crisis, explotación y despojo tiende a exacerbar.

Religiosidad y política

En 1982 la opinión pública nacional se estremeció al conocer la existencia del poblado “Nueva Jerusalén” en tierras de Michoacán. Fundado por un viejo párroco de la región de Puruarán conocido como “Papá Nabor” y sede, de un movi­miento católico tradicionalista dedicado a la adoración de la Virgen del Rosario, portador de un fanatismo anacrónico y oscurantista, desde 1973, la Nueva Jerusalén se ha venido convirtiendo en centro de peregrinación para miles de cre­yentes del estado y de otros puntos del país.

Fraudes aparte, el asunto de la Nueva Jerusalén no es sino un caso extremo de fanatismo al margen de la propia Iglesia institucional, pero que ilustra de algún modo el acen­

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drado catolicismo que prevalece en esa y en otras regiones del estado de Michoacán.

De hecho, en distintas zonas y momentos históricos, el pensamiento religioso y la Iglesia católica han ejercido un papel claramente hegemónico y una influencia social deter­minante. Así ha ocurrido, por ejemplo, en el caso de Zamora, pero también en otras regiones menos estudiadas.

Por tratarse de una región agrícola próspera en la que se constituyó tempranam ente una oligarquía muy poderosa vinculada al mercado regional, el Bajío zamorano contó des­de mediados del siglo xix con una gran fuerza económica y una relativa independencia frente a los poderes centrales. El elemento religioso sirvió como cohesionador social funda­mental hasta que fue debilitado por el proceso de reforma agraria en los años treintas.11 La Iglesia allí “radicalizó (...) su intransigencia respecto de su propia membrecía, para lo cual puso en m archa un programa anti-modernista destinado a conservar el occidente de Michoacán inmune al contagio liberal, y destinado, por lo mismo, a preservar su control religioso sobre la población, así como su propia posición de fuerza política y m o ra r’.12 El integrismo religioso de la Igle­sia zam orana llegó inclusive a desarrollar una política social hacia los obreros y jornaleros de las haciendas, a través de sindicatos y círculos católicos que buscaban la conciliación de clases y el debilitamiento de las influencias liberales.

Y aunque tal proyecto clerical fue finalmente derrotado con la consolidación política del Estado posrevolucionario en las décadas de los veintes y los treintas, ha dejado tras de sí una innegable presencia ideológica y moral sobre la región de Zamora. Hoy, es ésta una de las dos únicas diócesis en México encabezadas por obispos tradicionalistas. El tradi­cionalismo no acepta, como es sabido, las modificaciones litúrgicas introducidas por el Concilio Vaticano II y llega a cuestionar la legitimidad del papado a partir de Paulo VI.

Por otro lado, Zamora ha sido también uno de los muni­cipios michoacanos donde más se ha fortalecido, con el apo­yo de importantes sectores de la iniciativa privada y de gru­pos conservadores, el Partido Acción N acional. Este ha obtenido triunfos por dos veces consecutivas en las eleccio­nes municipales, además de obtener por mayoría relativa la

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representación distrital ante la Cám ara de Diputados Fede­ral. Recientemente, el p a n ha conquistado también la presi­dencia del municipio de Jacona, vecino próximo del zamora- no. Esta tendencia ascendente del panismo en la región no ha hecho sino consolidar el arraigo que desde sus orígenes logró el p a n en el estado de Michoacán, sin duda mayor que en casi cualquier otra entidad de la República.13

En otras zonas de Michoacán, la influencia conserva­dora de la religión no se traduce en el apoyo al p a n , sino al Partido Demócrata Mexicano. Si el panismo representa, por decirlo así, la versión urbana de esta tendencia, el “gallito” es su contraparte campesina. Pues también es en Michoacán donde el p d m mantiene una de sus presencias más importan­tes a nivel nacional. El porqué de esta penetración del clerica­lismo en el medio rural tiene que explicarse partiendo de la estrecha conexión de la Iglesia con los hacendados, estableci­da desde la época colonial en que el centro del país (Guana­juato, Jalisco, Michoacán, Colima, Zacatecas, San Luis Poto­sí) fue la región agrícola más importante. Dicha relación fue refrendada posteriormente en distintas coyunturas (la Refor­ma, el Porfiriato), y la Iglesia misma se convirtió en defenso­ra del régimen hacendario, cabeza de la oposición a la refor­ma agraria y promotora del movimiento cristero.

A pesar de que la ideología conservadora católica se encuentra en retirada, mantiene entre los campesinos mi- choacanos un fuerte arraigo, difícil de medir pero también de negar. Si la presencia del partido sinarquista puede servir para apreciarlo, puede decirse que se tra ta de una tendencia bastande difundida. El p d m es la más extendida de las fuer­zas de oposición en Michoacán, especialmente én los munici­pios rurales, y aunque casi nunca se le han reconocido triun­fos electorales, ello se puede deber a que presumiblemente es una de las fuerzas políticas que más ha resentido el fraude electoral, por lo que ni siquiera el número de sufragios que se le reconocen sería un indicador suficiente de su verdadera incidencia.

Valorar el papel del catolicismo como componente ideo­lógico y político-cultural, en un sentido más amplio, excede con mucho a las posibilidades de este trabajo. Porque es evidente que más allá de sus facetas directamente políticas,

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la religiosidad está presente en la mayor parte de la pobla­ción de Michoacán y del país. Si Pablo González Casanova pudo considerar al clero como uno de los factores reales de poder, no es tanto por las agrupaciones y partidos políticos que directamente se presentan como portavoces del punto de vista eclesiástico, sino por la multitud de vasos comunican­tes a través de los cuales la Iglesia influye en el pensamiento y actitudes políticas de la población: asociaciones devotas, medios de prensa, escuelas confesionales, peregrinaciones y procesiones, así como el uso virtual del púlpito como tribuna. En general, el clero no requiere convocar directamente a sus fieles a votar o apoyar políticamente a los partidos católicos; su acción política, a fuerza de chocar con el Estado ha apren­dido a ser más sutil y a buscar medios menos violentos de expresión.

Pero por otra parte no puede olvidarse la potencialidad liberadora que la religiosidad contiene en tanto profundo vínculo comunitario. En San Miguel de Aquila, por ejemplo, territorio que fuera considerado como “zona liberada” duran­te la guerra cristera junto con otros de la costa occidental, tendríamos un caso de transformación de la visión cristiana de los problemas sociales de acuerdo con la Teología de la Liberación, así como de acercamiento parroquial a las luchas de la comunidad. Ahí, la liturgia misma ha sido puesta al servicio de la unificación de los indígenas en su enfrenta­miento con los caciques y el capital.

Como este caso, seguramente otros podrían señalarse (particularmente en la costa michoacana). Aun en esta enti­dad de tradicionalismo religioso están presentes las actuales tendencias de una Iglesia social vinculada a los problemas de la comunidad, que no puede eludir, a fin de cuentas, la relación que guarda con la sociedad dinámica y contradicto­ria en la que se encuentra. Mal podría caracterizarse, enton­ces, el papel de la institución eclesiástica en la cultura políti­ca de Michoacán si no se incorpora esta faceta progresista cuyos antecedentes podrían remontarse, acaso, al siglo xvm y xix en que el sacerdocio dé la región vivió el auge de la Ilustración cuyo producto más radical fueron los curas que lucharon al lado del pueblo durante la Independencia, enca­bezados nada menos que por Hidalgo y Morelos; o aún más

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lejos, hasta la llegada de los primeros misioneros francisca­nos en el siglo xvi, entre los que sobresale Vasco de Quiroga como portador de un pensamiento hum anista y lúcido.

Pues ha sido propio de la tradición cultural michoacana esa confluencia entre religiosidad y política y esa diferencia­ción interna de la Iglesia católica que desde tiempos lejanos produjo un clero progresista identificado con lo popular.

El nicolaicismo, la tradición liberal

Fundado en 1540 por Vasco de Quiroga y desde la etapa colonial constituido en el centro más importante de difusión de un pensamiento educativo y social de vanguardia en la región, el Colegio de San Nicolás representa uno de los mejo­res ejemplos del progresismo religioso y después, durante el siglo xix, de la adopción del liberalismo con un sentido social- popular.

Las referencias históricas son ineludibles. Desde sus primeros tiempos el Colegio de San Nicolás asumió caracte­rísticas particulares entre los centros educativos de la Nueva España. Quiroga mismo lo concibió como un colegio demo­crático dirigido a formar “perpetuamente gratis” —según su testamento— a los jóvenes indígenas. A ellos mismos debía pertenecer el plantel, aunque también pudieran estudiar en él los hijos de españoles y mestizos. Siendo un colegio religioso, don Vasco gestionó y obtuvo de la Corona española el título de Real, y lo puso en manos de un patronato laico constituido por la Real Audiencia de México y el Cabildo de Valladolid, con lo que de hecho lo dotó de autonomía con respecto de la Iglesia. En él procuró la enseñanza no sólo de la teología sino de todas las ciencias y las artes conocidas, y pugnó por dotarlo de profesores jesuítas (lo que sólo se logró en 1574, después de la muerte de su fundador), a quienes consideraba como los más instruidos y aptos para la cátedra, generando desde entonces un ambiente cultural abierto y de espíritu crítico y hum anista.14

Con esos antecedentes, San Nicolás funcionó ininte­rrumpidamente hasta el inicio de la guerra independentista de 1810, convirtiéndose en foco de difusión de lo más avanza­do del conocimiento de la época y aun de la crítica teológica.

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Sobra mencionar que ese carácter popular, crítico y científico está en la raíz cultural no sólo de Hidalgo (estudiante, profe­sor y rector), y de Morelos, sino de toda una generación de pensadores de la insurgencia.

Su liberalismo le viene al Colegio de su fase de reapertu­ra en 1847, bajo los auspicios del entonces gobernador de Michoacán, Melchor Ocampo. De sus aulas emanó a partir de entonces no tan sólo un pensamiento de ese carácter, sino también una generación política e intelectual que se adhirió a la Reforma participando en este periodo de luchas intesti­nas y antiimperialistas. Cerrado por segunda vez (durante cuatro años) por la acción del ejército francés, reabre sus puertas en 1867 al triunfo de la República, sin perder jam ás su ideología distintiva, liberal y progresita, ni siquiera en el periodo porfirista.

Es precisamente en esta etapa de finales del siglo xixy principios del xx cuando comienza a hablarse de nicolaicis- mo con un sentido ideológico eminentemente revolucionario. Los estudiantes del Colegio participan en las aulas contra la dictadura de Porfirio Díaz y su representante en el estado, el gobernador Aristeo Mercado. Al estallido de la revolución m aderista se incorporan a la lucha muchos nicolaítas como Pascual Ortiz Rubio, Isaac Arriaga, Cayetano Andrade, Mi­guel Silva y Sidronio Sánchez Pineda, entre otros.

El Colegio de San Nicolás se transforma en Universi­dad Michoacana en 1917, periodo en que se inicia una época de oro del nicolaicismo revolucionario. Aunque nace como una Universidad formalmente autónoma, es de entonces que se le puede considerar de hecho como una Universidad del estado ,lñ Se concibe a sí misma como una institución em ana­da de la Revolución Mexicana y por lo tanto tributaria de su ideología social. El nicolaicismo se transform a en jacobi­nismo; los estudiantes y profesores se adhieren a las acciones revolucionarias del Estado y participan de diversos modos en acciones de extensión hacia la sociedad, como cam pañas de vacunación y de educación sexual a la población.16 La generación de los veintes llegaría a ser uno de los apoyos más importantes a los gobiernos de Lázaro Cárdenas, primero en la entidad y posteriormente en la presidencia de la Repú­blica.

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“Más tarde —escribe Pablo G. Macías—, en las aulas del Colegio de San Nicolás se gestó la reforma de los artículos 3Q y 4- constitucionales”, pues nicolaítas fueron quienes como Alberto Bremauntz, Alberto Coria, Gabino Vázquez y Carlos González Herrejón redactaron junto con Luis Enrique Erro y Narciso Bassols la propuesta que incorporó la tesis de la educación socialista.17 Esta tesis sería un elemento distinti­vo que imprimiría sentido social a la Universidad a partir de la Ley Orgánica de 1939, conquistada a través de un movi­miento que también llevó a la rectoría a uno de los exponen­tes más destacados de la corriente nicolaíta radical: Natalio Vázquez Pallares. Sin ambages, éste llegó a considerar al movimiento triunfante como el inicio de “la creación de una verdadera Universidad socialista que será nuestro mejor tri­buto a la Revolución social de México”.

La Universidad se identificó con la corriente más radi­cal de la Revolución Mexicana que, con Cárdenas en la presi­dencia, impulsó las importantes reformas sociales que son conocidas, y de cuyos miembros se extrajeron varios de los cuadros dirigentes que acompañaron al general en este perio­do. Por esta razón, fue también arena donde se escenificaron algunos de los conflictos más importantes con los grupos antagónicos al cardenismo.

El nicolaicismo no desapareció del discurso oficial uni­versitario durante los últimos veinte años, pero se tra ta sólo de una idea ya hueca y despojada de sus contenidos sociales y revolucionarios. Se le sigue empleando como un recurso de evocación legitimadora en cada ceremonia del 8 de mayo, en cada homenaje a Ocampo y en cada ocasión que lo amerite, pero sobre todo para asimilar la Universidad a la ideología gubernamental. Las luchas universitarias, la autonomía y la democracia han sido sólo valores abstractos a los que en la práctica se ha combatido durante todo este tiempo. Lo que ha probado ha sido el anticomunismo como ideología oficial.

Hoy la Universidad es, más que nunca, una institución de estado, sólo formalmente autónoma y en realidad estre­chamente dependiente del gobierno estatal.

Culturalmente, se ha empobrecido al extremo y es una casa de estudios desvinculada de su entorno social, cuya incidencia no va más allá de las zonas urbanas de Morelia y

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U ruapan —sobre todo de la primera—, en donde tiene sus dependencias. A diferencia de las generaciones de los años veintes o de los treintas, los actuales estudiantes y egresados son ajenos a los problemas del estado, del país y del mundo, y han olvidado que “las llamadas carreras liberales deberían dejar de ser modos de enriquecimiento para convertirse en factores de servicio público y bienestar colectivo”.18

Como pocas universidades en el país, la michoacana ha expresado en su interior, en diversas ocasiones (en 1939, en 1961,1963,1966 y recientemente en 1986) y de m anera polari­zada las contradicciones sociales y políticas de la región. A partir de los episodios de los años sesentas en que se cierra la etapa del nicolaicismo socialista de la Revolución Mexicana, se abre también la de las luchas de la Universidad de masas, con una pérdida de consenso de la hegemonía estatal y con tendencias a que las demandas de los distintos sectores que integran la comunidad universitaria enfrenten a la burocra­cia universitaria en la que reconocen al representante del Estado. En las aspiraciones de democracia participativa, de reforma académica y de mejores condiciones para el trabajo docente y de investigación el nicolaicismo se ha fundido con el moderno movimiento universitario. Como lo ha demostra­do la experiencia reciente, la Universidad sigue siendo un campo donde se manifiestan las luchas de clases, donde subsisten y se desarrollan con una fuerte presencia las co­rrientes más avanzadas, ya sean de izquierda o simplemente democráticas, y en el que amplios grupos organizados o sus­ceptibles de organización se conservan con un gran potencial de transformación de la propia universidad y quizás del resto de la sociedad.

El cardenismo

Si hoy alguna forma de la cultura política conserva su vitali­dad en Michoacán como cultura popular es el cardenismo. Con toda seguridad, en mucho mayor medida que en cual­quier otra región del país están presentes aquí la figura y la obra de Lázaro Cárdenas, marcadas con profundidad en la memoria colectiva.

En Michoacán, se ha dicho muchas veces, se gestó el

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cardenismo que después se consolidó políticamente a escala nacional como una línea popular, nacionalista y revolucio­naria. Cárdenas llegó a la gubernatura en plena guerra cris- tera y con el antecedente de haber sido previamente jefe de operaciones militares y dos veces gobernador interino del estado. Desde la primera vez, en 1920, “se preocupó por esta­blecer el salario mínimo para los trabajadores, y deshizo la conjura que los grupos reaccionarios habían montado para impedir el acceso de Francisco J. Múgica al poder”.19 En ese entonces comenzó también a cultivar el respeto y la populari­dad que le permitieron postularse en 1928 como cantidato de unidad de las distintas fuerzas que formaban el bloque revo­lucionario en Michoacán, lo que ya era un logro. Tenía frente a sí, al tomar el poder, dos grandes tareas: la pacificación en el estado de la rebelión cristera y la creación de una fuerza social organizada que le permitiera llevar a cabo las refor­mas que el proceso revolucionario no había llegado a cumplir en Michoacán, sobre todo después de la deposición de Múgica por el presidente Obregón en 1922. Lo primero lo logró asu­miendo directamente el mando militar y ofreciendo amnistía a los jefes guerrilleros; lo segundo, auspiciando la formación de la Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo ( c r m d t ).

Durante su gobierno en Michoacán, Cárdenas impulsó la realización del Primer Congreso Michoacano, en 1929, del que nació la Federación Agraria y Forestal del Estado de Michoacán; promovió la formación de sindicatos agrícolas en diversas regiones; dio inicio al reparto agrario con la dotación de más de 141 mil hectáreas a 181 pueblos, más que lo repartido por todos sus antecesores; expidió la Ley de Tierras Ociosas del 20 de mayo de 1930, la Ley Número 46 del 19 de junio de 1931 que anulaba los contratos de arrenda­miento de los bosques comunales de la Meseta Tarasca, la Ley de Expropiación por Causa de Utilidad Pública del 28 de enero de 1932 y un Decreto sobre el Fraccionamiento de los Latifundios; reformó la Ley del Trabajo para fortalecer el papel de los sindicatos y normar la jornada de trabajo; abrió cientos de escuelas elementales, así como técnicas, agrícolas e industriales.20 En todos los casos, la c r m d t fue la base social en la que su gobierno se apoyó para actuar.

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La experiencia de la Confederación es singular. Se cons­tituyó como un organismo de tipo frentista que aglutinaba a campesinos, obreros y maestros bajo el liderazgo indiscutido del gobernador Cárdenas. En ella se conjuntaba práctica­mente toda la experiencia previa de las m asas —sobre todo campesinas— en la lucha arm ada revolucionaria y agraria, así como del incipiente movimiento sindical, con la intelec­tualidad revolucionaria proveniente del magisterio y del Co­legio de San Nicolás. Fue la base para la consolidación del general en el poder estatal y uno de sus apoyos más firmes al arribar a la presidencia unos años después.

La CRMDT se propuso un programa reivindicativo avan ­zado que desde el inicio acusaba los rasgos que después carac­terizarían nacionalmente al cardenismo: reparto agrario y apoyos crediticios a los campesinos, jornada normal de ocho horas e incremento de salarios y prestaciones a los trabaja ­dores, difusión y elevación del nivel de la educación, sindica- lización y organización de todos los trabajadores en general, siempre en torno al poder del Estado... Por eso es que se le puede.considerar como la expresión más importante del car­denismo en la región.

Por eso es también que la disolución de la c r m d t hacia finales de la presidencia cardenista, después de un largo pro­ceso de desgaste y división internos, y su asimilación a la c t m y a la c n c , implicó la virtual desaparición del cardenismo en Michoacán como corriente organizada y como fuerza de masas. La contradicción interna que la Confederación conte­nía como síntesis política y organizativa de las m asas prole­tarias y campesinas en el estado y como iniciativa promovi­da desde arriba se resuelve al ser absorbida por los orga­nismos cúpula del corporativismo del sistema. De estructu­ra política y presencia masiva organizada, el aspecto popu­lar del cardenismo pasa, en los años cuarentas, a sedimento ideológico y espiritual asimilado en la conciencia del pueblo.

Son el origen y el arraigo populares del cardenismo, no su impulso como poder del Estado, lo que explica su persisten­cia en Michoacán y su periódica resurrección, siempre frus­trada. Es también lo que determina su carácter casi siempre independiente del Estado —aunque no deje de encuadrarse

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en lo general dentro del sistema— como se ha manifestado desde los años cuarentas.

No obstante, el cardenismo ha vivido diversas reanim a­ciones en coyunturas determinadas de la historia regional, insistiendo, más como sustrato político-ideológico popular que como fuerza realmente organizada. La primera es quizás la adhesión de antiguos dirigentes agraristas e intelectuales de origen cardenista al movimiento electoral del general Henríquez Guzmán, en 1952, la que le dio a la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano que éste encabezaba una fuer­za en Michoacán que en muy pocos estados llegó a tener. La base de la movilización en ese momento fueron sin duda las insatisfechas demandas agrarias que el henriquismo pudo aglutinar pero no articular coherentemente. La segunda también tiene su origen en las luchas por la tierra, recrudeci­das hacia mediados de la década de los cincuentas en regio­nes como el Valle de Zamora y el Valle de Apatzingán, y que se mantienen hasta la fundación del Movimiento de Liberación Nacional en 1961 y de la cci en 1962.21 Con un programa político y social avanzado y con la presencia directa del general Cárdenas, el m l n cobró en distintas regiones del estado una presencia real a partir de grupos campesinos. En ambos casos, sin embargo, los resultados de las movilizacio­nes sociales fueron nulos para los sectores movilizados, sin haber logrado repetir la experiencia de la c r m d t .

La más reciente reaparición del cardenismo ha sido la protagonizada por Cuauhtémoc Cárdenas al asumir la gu- bernatura de Michoacán en el periodo 1980-1986. Es induda­ble que el nuevo gobierno cardenista despertó bastantes ex­pectativas en el pueblo michoacano. Ya desde antes de la postulación del hijo del general Cárdenas se manifestaron abiertamente grupos y corrientes de opinión al interior del partido oficial promoviendo su candidatura, y ese apoyo se vio ratificado cuando obtuvo una de las votaciones más ele­vadas en elecciones estatales recientes,22 pese a la oposición de grupos empresariales y sectores priístas identificados con el arriaguismo.

La posición política de Cuauhtémoc Cárdenas puede ser interpretada como un intento de actualización de las ideas y las prácticas que caracterizaron al ala radical de la Revolu­

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ción mexicana y al cardenismo de los años treintas. En diver­sos discursos y documentos ha hecho explícita esta concep­ción: recuperar la vigencia de las metas y de “la ideología de la Revolución mexicana que tiende al socialismo”, como lo expresara el general Lázaro Cárdenas, “en su interior e inevi­table desarrollo”. Cuauhtémoc Cárdenas ha intentado con­cretar estas ideas en diversas proposiciones políticas, defi­niendo el perfil de sociedad al que el proyecto revolucionario aspira.

La nueva presencia cardenista en el gobierno estatal le imprimió a éste caracterís ticas ciertam ente particu lares frente a los que le antecedieron, aunque de ninguna m anera pueda verse como una reedición práctica de las jornadas de los años veintes y treintas.

A diferencia del de los años treintas, el cardenismo de los ochentas no consiguió concretarse en organización social, no se apoyó en la organización de las masas, no dejó tras de sí una estructura política sólida, acaso porque no existen ya las condiciones para ello: el corporativismo del sistema es dirigi­do desde el centro, y ante éste tienen que acudir también los gobiernos estatales para negociar los siempre insuficientes recursos económicos, lo que les resta autonomía para crear sus propias bases de sustentación. Mas la impresión que deja el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas es la de no haber queri­do identificarse con los grupos y sectores organizados que presumiblemente le hubieran permitido consolidar su ac­ción. Es notorio el alejamiento que como gobernador m antu ­vo frente a las organizaciones obreras y cam pesinas—desde luego las oficiales, no se diga ya los brotes de independen­cia—, lo que hizo que sus medidas reformistas fueran impul­sadas básicamente desde los órganos de gobierno, no de los sectores de base.

El único intento realizado para crearse una base fue nuevamente tardío. Es prácticamente al concluir su periodo que se forma el Movimiento de Renovación Democrática como una corriente dentro del .p r i .

Por ello, Michoacán, como lo comentó un editorialista local, se ha convertido en la arena política para el ajuste de cuentas entre las diversas facciones políticas del sistema.

Acaso estemos presenciando las últimas batallas de esa

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corriente nacionalista y popular radical de la Revolución mexicana que ha sido identificada como cardenismo. Esta muestra su gran debilidad para impulsar al interior del apa­rato de poder una política de oposición a las tendencias pre­dominantes, proclives al tipo de modernización impuesta por el gran capital. H asta ahora, no ha logrado superar la contra­dicción en que se encuentra prisionera, como corriente de izquierda que se propone el socialismo como meta en última instancia, y como parte del Estado mexicano al que fortaleció dotándolo de bases sociales en los años treintas, sólo para perderlas ella misma de manera definitiva. En su forma actual de difusa conciencia social no ha logrado el cardenis­mo ni en Michoacán ni a escala nacional —como sí lo hizo en el pasado, cuando Cárdenas fundó la CRMDTy luego, desde la presidencia, se apoyó en las organizaciones de masas para promover su política reformista— encarnarse en un sujeto social. Regionalmente, el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas no fue en sí mismo suficiente para configurar las fuerzas que hoy se pretende impulsen el proyecto nacional-popular al que se aspira, y sí evidenció la fragilidad de sus logros políticos si estos se sustentan sólo en actos del poder.

Pero las fuerzas populares que pueden oponerse eficaz­mente a la dominación que se deriva de la modernización grancapitalista ya se están gestando en México y han co­menzado a tener presencia en Michoacán. Son el producto de la propia evolución del capital y de sus efectos sociales: los campesinos organizados en la lucha por la tierra, el proleta­riado de la gran industria, los habitantes de las colonias populares en las concentraciones urbanas de rápido creci­miento. Son los descendientes directos, al mismo tiempo, de las masas michoacanas a las que, en 1929, el general Lázaro Cárdenas convocó y organizó para dar nuevo impulso a la Revolución. Hoy, aún dispersas e inarticuladas, plantean a su modo la recuperación del aspecto popular y socialista del cardenismo que en el pasado les dio sus primeras enseñan­zas, no de su aspecto estatal; por eso aspiran a formarse como fuerzas independientes. La u c e z y los mineros de la sección 271 expresan quizás mejor que nadie esa aspiración, y se cuentan entre los sectores de vanguardia del movimiento popular a nivel nacional.

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La historia del cardenismo es la de esa paradoja en la que se encuentran prisioneras las masas mexicanas, entre su capacidad de movilización y protagonismo social, por una parte, y su sujeción al Estado capitalista, por la otra. Y como la historia misma se encuentra siempre salpicada de ese tipo de paradojas, tal vez no sea sino una más de éstas que Mi­choacán, laboratorio cardenista en donde se escribiera el prólogo de las jornadas nacionalizadoras de los años trein­tas, región donde el cardenismo adquiriera su mayor arraigo y vitalidad, sea también donde éste pierda sus últimas ba ta ­llas como tendencia dentro del Estado, y al mismo tiempo, uno de los sitios que vean nacer el nuevo tipo de movimientos populares en los que las m asas forjen su verdadera concien­cia socialista.

La cultura obrera

El surgimiento de una población obrera granindustrial de nuevo tipo, densamente concentrada y portadora de formas de conciencia eminentemente proletarias es el fenómeno polí­tico-cultural más reciente y significativo del panoram a so­cial de Michoacán.

Más que un proceso local, el nacimiento de un proleta­riado moderno en la costa michoacana ha sido efecto de la acelerada industrialización inducida por el Estado nacional y el capital internacional para la explotación de los cuantio­sos recursos minerales ubicados en esa zona. A sólo quince años de iniciado el proyecto siderúrgico Lázaro Cárdenas- Las Truchas, existe hoy, en la desembocadura del río Balsas, como uno de los complejos industriales o polos de desarrollo más grandes y dinámicos de América Latina. Lo integran la planta siderúrgica, cuya primera etapa se encuentra en fun­cionamiento desde 1978 y que por distintas veces ha sufrido la suspensión de la construcción de su segunda etapa (de un total de cuatro proyectadas); una p lanta de fertilizantes con­siderada la más grande de su tipo a nivel mundial; dos plan­tas fabriles —n k s y la Productora Mexicana de Tubería, p m t — de transformación del acero generado en la siderúrgi­ca; un puerto de gran calado y la ciudad Lázaro Cárdenas.

En esta última y en cerca de una docena de asentam ien­

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tos vecinos se concentra una población que ya supera los cien mil habitantes, en un 80% provenientes de otras entidades de la República y en su mayoría vinculados directa o indirecta­mente al proceso industrial. En la planta siderúrgica —la mayor fuente de empleo— laboran tan sólo unos cinco mil obreros normalmente. Alrededor de la población ocupada, sin embargo, gravita una masa de desempleados y trabaja ­dores eventuales que pueblan las colonias periféricas como Guacamayas, La Orilla, Aníbal Ponce, Respuesta Social, Melchor Ocampo, Loma Bonita y La Orillita, carentes en su mayoría de los servicios urbanos necesarios.

Tomada en su conjunto, la población de Lázaro Cárde­nas y de las colonias aledañas está compuesta por diversas categorías: campesinos de la región, trabajadores de la cons­trucción inm igrantes que se ocupan en trabajadores eventua­les o se han convertido en mineros, sectores de recién llega­dos s in ocupación estab le , com ercian tes en pequeño, técnicos, empleados gubernamentales, trabajadores de servi­cios con cierto nivel de calificación y, finalmente, un grupo reducido de altos funcionarios de la siderúrgica o de otras dependencias estatales, grandes comerciantes y técnicos al­tamente calificados, algunos de ellos extranjeros.29 El am­biente social, a diferencia de otras zonas del estado, es m arca­damente proletario, lo que se refleja en casi todos los aspectos de la vida local.

Desde luego, una buena parte de los obreros metalúrgi­cos, mineros o de la construcción que aquí trabajan tienen aún un origen campesino o artesanal, o antecedentes próxi­mos a ese carácter. Sin embargo, jóvenes en su mayoría, ya presentan características culturales e ideológicas más pro­pias de su condición de trabajadores de gran industria, que se reflejan en su organización sindical y su alto nivel de partici­pación política. A través de las prácticas cotidianas, la inte­gración al proceso productivo, la actividad sindical y las luchas sociales en la región de Lázaro Cárdenas, es posible percibir un proceso de formación de la clase obrera que por su rapidez y su carácter masivo no tiene paralelo ni precedentes en Michoacán y seguramente muy pocos en el resto del país. Las difíciles condiciones de vida en la zona, la inestabilidad en el empleo, la pesadez del trabajo en la planta siderúrgica y

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en las actividades asociadas a ésta, así como la juventud y la condición migratoria que prevalecen entre los trabajadores, se han constituido en factores de esa clase obrera con caracte­rísticas novedosas.

Es la situación objetiva vivida por los trabajadores lo que les permite reconocerse en su identidad de clase más allá de la ideología y la cultura dominantes, y generar prácticas propias gobernadas por la democracia, la solidaridad y la cooperación.24 Así, si bien el corporativismo gubernamental ha estado presente a través de múltiples vías, es indudable la existencia de espacios fundamentalmente democráticos que escapan a su control. El más importante de estos espacios es sin duda la sección 271 del Sindicato Minero-Metalúrgico ( s n t m m s r m ), pero también diversas agrupaciones de colonos y núcleos de trabajadores en otros sindicatos.

Desde su fundación en 1973 (casi cuatro años antes de que empezara a producir la p lanta de s i c a r t s a ) con trabaja ­dores de la construcción y técnicos calificados, la sección 271 del Sindicato Minero se caracterizó por una gran autonomía y métodos democráticos nacidos de las bases, lo que dio lugar a que el papel dirigente fuera asumido por las tendencias más avanzadas, democráticas y aun socialistas. Aún hoy, son éstas las que, en contraposición al Comité Ejecutivo General del s n t m m s r m , mantienen la hegemonía entre los más de cin­co mil trabajadores afiliados a la sección.

En su corta vida, la empresa siderúrgica ha atravesado ya por tres huelgas, en 1977, 1979 y 1985, en todos los casos con motivo de las revisiones del contrato colectivo de trabajo. H asta ahora, en esos movimientos se ha demostrado por parte del sindicato un proceso de acumulación de fuerzas y una creciente participación de las bases. Pues además de las dem andas de salario y de mejoramiento de las condiciones de trabajo, que han estado presentes en todos los casos, los obreros han incluido también reivindicaciones sociales y políticas en sus pliegos petitorios, como ocurrió en 1977 cuan­do se llegó a plantear la participación de un comité de fábrica en la administración de la empresa.25 La cohesión y capaci­dad de lucha de los obreros se expresó en la prolongada huelga de agosto-septiembre de 1985, que durante 34 días

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mantuvo un nivel de movilización obrera pocas veces visto en México.

En el terreno político, debe contarse como un logro de las bases el haber recuperado para las corrientes independientes el control de la dirección seccional, a pesar de la imposición de un comité ejecutivo espurio que el Comité Nacional inten­tó en contubernio con la empresa y el gobierno en 1978. En la actualidad, tanto la dirección nacional del Sindicato Minero como las autoridades reconocen al comité ejecutivo local electo democráticamente y en el que participan dos tenden­cias: Línea de Masas y Democracia Proletaria, ambas con gran apoyo de las bases trabajadoras.

¿Cómo explicar la independencia y combatividad de estos obreros agrupados en la sección 271? Bizbergy Barraza la han atribuido a dos tipos de razones.26

En primer lugar, a la composición de la fuerza de traba­jo, integrada en gran medida por obreros jóvenes pero califi­cados, algunos de los cuales cuentan con experiencia en otros centros industriales. Este sector es el que ha dinamizado la vida sindical y la ha hecho rebasar el paternalismo y el corporativismo que caracterizan a la mayoría de las seccio­nes del Sindicato Minero y a casi todos los sindicatos oficia­les. También es de este sector de donde surgen los cuadros dirigentes de las corrientes democráticas.

En segundo lugar, la siderúrgica —y con ella toda la región de Lázaro Cárdenas— ha pasado bruscamente de una situación de abundancia de recursos (al iniciarse la construc­ción de la planta) a una de penuria y restricciones económi­cas con la detonación de la crisis en 1976 y sobre todo su violenta profundización en los años ochentas: “En el primer momento, la empresa tenía los recursos necesarios para apli­car una política laboral que se ‘adelantaba’ a las demandas sindicales y de esa manera lograba contenerlas dentro de ciertos límites (...) En el segundo momento, al inicio de la operación de la planta, hay un cambio radical en la situación económica y política del proyecto. Al escasear los recursos económicos en el arranque de la siderúrgica, las condiciones de trabajo se van deteriorando paulatinamente, al igual que las relaciones obrero-patronales. Esta situación culmina en

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la revisión del contrato colectivo de trabajo en 1977”, en que estalló la huelga.27

Podría decirse que la crisis y la política económica han condicionado el desarrollo de la sección 271. Los obreros han resentido los efectos de una administración eficientista y economizadora que ha limitado al extremo los recursos para protección de los trabajadores contra riesgos y enfermedades profesionales. Durante la más reciente huelga, la de 1985, este fue uno de los aspectos más sobresalientes; el sindicato demandó el reconocimiento de un conjunto de casos como enfermedades profesionales y la participación de los trabaja ­dores en la detección de las mismas junto con los especialis­tas médicos de la empresa. Por primera vez en México, hasta donde sabemos, un movimiento huelguístico de gran m agni­tud estuvo orientado a la preservación de la salud obrera, tan dram áticamente deteriorada por las condiciones de trabajo que privan en la siderúrgica,28 obteniendo un importante triunfo laboral.

La movilización de los trabajadores siderúrgicos por una huelga tiene evidentes repercusiones no sólo en la empre­sa sino en el conjunto de la región, dada la importancia de la industria. “Antes el pueblo sentía coraje hacia los huelguis­tas, ahora ya no, nos apoya”, explicaba un obrero en 1985. “De las colonias nos llega alimento, del campo coco y plá ta­nos, la gente del pueblo lleva café a los piquetes de guardia. Hay mucha solidaridad. H asta los restauranteros llevan ali­mentos a la huelga”.29 Porque más allá de las aproximada­mente siete mil familias que dependen directamente del en­clave siderúrgico, una gran parte de la población gravita sobre su actividad a través de múltiples conductos.

Las palabras del trabajador siderúrgico nos permiten percibir un hecho adicional: la vinculación entre el sector propiamente obrero y otros sectores populares de la región en los que ha llegado a influir la movilización de los metalúrgi­cos. Estos comparten con otros sectores populares los espa­cios físicos (la colonia, el mercado), educativos y recreativos. Forman un mismo sistema social y cultural en el que las expresiones obreras se entrelazan, influyen y son influidas por los rasgos de la cultura cotidiana de otros sectores de la población.30 De ahí que incluso una lucha de la radicalidad

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de la que los obreros minero-metalúrgicos plantean pueda generar un apoyo espontáneo de la población regional que, paradójicamente, se ve afectada por la suspensión de labores (comercio, servicios, etc.)- Del mismo modo que la vida econó­mica de la zona depende de las palpitaciones de la planta siderúrgica, el núcleo obrero organizado en la sección 271 se convierte en el punto de referencia para la vida política y social de sectores mucho más amplios de la población.

Las colonias populares han sido el otro espacio funda­mental de organización de las demandas sociales. Habitadas en buena parte por obreros, pero también por sectores diver­sos de la población, son el compendio de las contradicciones generadas por la brusca implantación del polo de desarrollo industrial, los flujos migratorios y en general el proceso ace­lerado de acumulación capitalista en la región. Además de funcionar como retaguardia durante los movimientos de huelga de los mineros, algunas de ellas han realizado inten­tos de organización en torno a sus propias demandas, gene­ralmente servicios urbanos como agua, luz, drenaje, trans ­porte, etcétera. Tales intentos han conducido generalmente a desarrollarlas como espacios independientes del control ofi­cial y como gérmenes de la construcción de una autonomía de clase, aunque las formas caudillistas, corporativas y perso­nalizadas de dirección frenen, por otra parte, la asunción de una conciencia social por los colonos.

No podría decirse, es cierto, que se haya desarrollado ya de m anera generalizada entre la población obrera y popular de la región una conciencia netamente clasista, de carácter socialista, menos aún un proyecto alternativo de organiza­ción popular frente a los sindicatos y agrupaciones corporati­vas del Estado y del partido oficial. No obstante, es induda­ble que la presencia del sindicalismo clasista, de los núcleos democráticos y de los partidos políticos de izquierda expre­san una tendencia que encuentra condiciones favorables pa­ra incidir y desarrollarse en grupos sociales más amplios.

Hay aquí, sobre todo, la presencia de un protagonista nuevo en la vida social y política de Michoacán: el movimien­to obrero, y de amplios sectores proletarios urbanos relacio­nados al proceso industrial. A este hecho, de por sí trascen­dente, se agregan los aspectos de democratización que se han

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ido gestando en el desarrollo de la actividad sindical y obrera en general. En su acción, los trabajadores mineros y metalúr­gicos han establecido además diversas formas y niveles de relación, de coordinación y aun de unidad con otros sectores, entre ellos desde luego los pobladores de la región y otras secciones del Sindicato Minero (Taxco, Monclova, etc.), pero también con organizaciones campesinas (en 1985 la u c e z

realizó un plantón en Morelia en solidaridad con la huelga de la sección 271) y populares de diversas regiones del estado y del país.

Por eso es que no sólo en su aspecto técnico-productivo la apartada región de Lázaro Cárdenas representa la expre­sión más acabada del capitalismo moderno en la sociedad y en la economía michoacana. Es también el eje de penetración de la industria desarrollada y la zona más integrada al proce­so de acumulación a escala nacional e internacional. Su clase trabajadora constituye, sin ninguna duda, por esa razón, el sector más avanzado de la lucha de clases en el estado de Michoacán.

III. Conclusiones

De los aspectos hasta aquí expuestos —que tampoco podrían ser considerados como exhaustivos— habría que destacar la gran heterogeneidad político-cultural existente en Michoa­cán. Más que de una cultura política dominante como la que podría reconocerse en otras entidades caracterizadas por una mayor centralización política y económica, encontra­mos aquí un mosaico de expresiones culturales, costumbres y modos de hacer política.

Desde luego, esta diversificación obedece en gran medi­da al hecho ya bastante señalado de la fragmentación regio­nal prevaleciente en el estado. Y aunque sería necesario a este respecto elaborar un mapa político y político-cultural, ello implicaría un trabajo de caracterización considerable­mente más vasto y profundo que el que se puede desarrollar en esta exposición. Podría intentarse, sin embargo, una re- gionalización a grandes rasgos que apuntara simplemente los aspectos más destacados de las principales regiones geo­gráficas de la entidad.31

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En la zona oriente (Ciudad Hidalgo, Maravatío, Zitá- cuaro), una de las de menor desarrollo económico relativo, es patente la presencia de comunidades indígenas, básicamen­te otomí-mazahuas, así como de un sistema de dominación y control tradicional basado en el cacicazgo. Sobre ellos se ha levantado una burguesía local que incorpora a los propios caciques, comerciantes y acaparadores, madereros, etc., en gran medida dedicados a la explotación de las comunidades y al saqueo de sus recursos naturales, y desde luego vincu­lados al partido oficial. Es tal vez por estas circunstancias una de las regiones en las que mayor es el nivel de lucha y movilización campesina. Varias de las comunidades y gru­pos campesinos de la zona se han agrupado en la u c e z a partir de demandas reivindicativas y de fuertes luchas con­tra el caciquismo.

La zona central y norte, históricamente vinculada al Bajío, fue quizás la que mejor conoció desde el periodo colo­nial el pacto de dominación entre los hacendados y la Iglesia que se sustentó en la prosperidad de las haciendas de la región como productoras de alimentos.32 Por ello muestra hasta la actualidad rasgos marcadamente conservadores y de arraigada religiosidad. Ubicada en torno a una ruta tradi­cional de comercio, la antigua vía México-Guadalajara, y con Morelia como punto central, esta zona de Michoacán es el asiento de una burguesía comercial de relativa importancia local.

Como el corazón político del estado, Morelia contiene la mayor complejidad de relaciones y tendencias políticas. En la actualidad presenta algunas expresiones aisladas de cul­tura popular urbana, y ha sido escenario de la movilización estudiantil de los años sesentas y de los ochentas, además de fungir como caja de resonancia del conjunto de los conflictos políticos en el estado.

El noroeste, dominado por la dinámica presencia econó­mica de Zamora y La Piedad como prósperos centros agroin- dustriales y comerciales (más vinculados al mercado jalis- ciense que al michoacano, por lo demás), podría contarse entre las zonas de mayor religiosidad y conservadurismo. Su burguesía, agrícola, comercial y agroindustrial es una de las más dinámicas del estado y tal vez la única que, en alianza

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estrecha con el clericalismo, presenta una vocación verdade­ramente hegemónica. Compite la burguesía zamorana, en más de un sentido, con la burguesía moreliana y aun con el gobierno estatal por el control de una vasta zona, lo que se ha revelado al irse con virtiendo en el bastión social del p a n en la entidad.

El Bajío zamorano ha conocido y conoce has ta la actua­lidad, sin embargo, fuertes conflictos de carácter agrario. Subsisten en éste que fuera también la región natal de Láza­ro Cárdenas algunos grupos agraristas y desde luego caci­ques que se movilizan activamente en favor del p r i . Desde este punto de vista podría llegar a convertirse en un futuro próximo en uno de los puntos de conflicto del sistema político nacional.

Más al sur, la Meseta Tarasca muestra una importante presencia de comunidades indígenas y un aceptable nivel de religiosidad. Al igual que en el oriente, las luchas por la tierra y por el control de los recursos naturales han determinado conflictos permanentes entre los indios y las empresas made­reras o los huerteros del aguacate, etc. Esta zona se ha conver­tido, pues, en una de las más explosivas desde el punto de vista de la lucha agraria, en especial comunal.

La burguesía de Uruapan, que podría reputarse como la más fuerte de la región, es sin embargo una de las más a trasadas en términos productivos. Su base de acumulación consiste en el cultivo de frutales, la explotación maderera y la transformación de sus productos en papel y muebles, algu­nas empresas textiles tradicionales y fábricas de aguardien­te de caña, además del control financiero y comercial de su región. Difícilmente los grupos dominantes locales, que usu­fructuaron con ventaja la tem prana presencia del ferrocarril, podrían incorporarse a un proceso de dinamización producti­va que les permitiera contender con sus rivales morelianos o zamoranos.

La inhóspita región de Tierra Caliente fue desde la gue­rra de independencia el escenario de las correrías del ejército del sur. Allí pudo Morelos organizar, al abrigo délos ataques realistas, su Congreso Constituyente de Apatzingán. Y más recientemente, durante el cardenismo, presenció las grandes

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expropiaciones de tierras y tal vez la movilización agraria más importante de Michoacán.

Es la Tierra Caliente, junto con la costa michoacana, la zona de mayor presencia cardenista. Y no en balde: el reparto y la apertura de los distritos de riego del Balsas y del Tepalca- tepec hicieron de ella una de las regiones más favorecidas por la política agraria del general Cárdenas.

Es sin duda un territorio donde el agrarismo arraigó a través de prolongadas luchas desde los años treintas. Aún en la actualidad, principalmente en torno de Apatzingán, se registran algunos de los intentos más importantes de organi­zación independiente de los obreros agrícolas.

La costa sur presenta condiciones muy particulares. Geográficamente se presenta como prolongación de la Costa Grande guerrerense; socialmente está habitada hoy mayori- tariam ente por inm igrantes de otros estados; carece de una burguesía local propiamente dicha, puesto que los sectores dominantes son los agentes de los organismos federales asentados en torno al enclave siderúrgico de Las Truchas; socialmente se ha constituido como el mayor —y tal vez único— asentamiento urbano de clase obrera en el estado. Su cultura política está dominada por ese factor obrero emergen­te y que se manifiesta en las prácticas sindicales y organiza­tivas en general, aunque mantiene, ciertamente, las huellas de un pasado reciente que su vertiginosa transformación no ha logrado erradicar: el caciquismo, el corporativismo, etcé­tera.

Finalmente, la deshabitada y lejana costa surocciden- tal y la Sierra Madre del sur, que incluye los municipios de Aquila, Coahuayana, Villa Victoria y Coalcomán. El fenóme­no relevante en este caso es la combinación de una religiosi­dad tradicional con la emergencia de una teología progresis­ta y comprometida con las luchas campesinas y populares de la región, a menudo protagonizadas —como en Aquila— por comunidades indígenas.

Esta compleja fragmentación regional nos permite ex­traer otra conclusión. La inorganicidad y relativa debilidad de las burguesías de Michoacán han condicionado la preca­riedad, incluso la inexistencia, de una cultura e ideología dominante propiamente empresarial. A diferencia de los esta­

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dos del norte (Chihuahua, Sonora, Nuevo León) o de Puebla en el centro del país, la burguesía en Michoacán no ha sido capaz de articular un discurso dominante sustentado en la apología de la propiedad privada y el espíritu empresarial, por ejemplo. Sin embargo, ese hueco no ha sido llenado por el predominio de una ideología y una cultura política de izquier­da sino por el del tradicionalismo católico y, sobre todo, el del discurso oficial en su versión cardenista.

El cardenismo como forma de cultura política más ex­tensa y arraigada ha demostrado ser históricamente el mejor canal de promoción de las demandas populares al interior del sistema político, y en ese sentido una de las mejores opciones del discurso hegemónico estatal. En su aspecto populista, el cardenismo modula y canaliza los sentimientos y reivindica­ciones de los trabajadores y campesinos; en ese sentido impi­de o frena el desarrollo en ellos de una conciencia contestata­ria radical.

No es, entonces, a través de la lucha electoral, la con­frontación entre partidos o la organización de grupos socia­les al margen del aparato corporativo del Estado lo que per­m ite prom over los in te reses in m ed ia to s de los grupos subalternos. He aquí una posible explicación del bajo nivel de participación electoral y de tradición política en el campo popular.

No es ésta, por cierto, una particularidad exclusiva del caso michoacano. El populismo en su variante cardenista o en otras ha estado presente hace décadas en el sistema políti­co mexicano, manifestándose aquí y allá con mayor o menor intensidad. Lo peculiar de nuestro caso es tan sólo el grado y extensión de esta forma de hacer política, su penetración histórica en el pueblo a través de la figura del general Cárde­nas.

El tiempo que vivimos, con sus convulsiones económi­cas y sociales, ha hecho entrar en crisis esa forma de funcio­namiento del sistema político. El Estado ha comenzado a desechar, por infuncional, ese populismo perteneciente a una fase ya superada del desarrollo capitalista en México. Pero no puede hacerlo sin contradicciones. Elimina el trato pater­nalista hacia las masas, pero intenta preservar intacto el aparato corporativo de control; restringe el gasto social y

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limita el crecimiento de su propio aparato, pero reduciendo con ello su capacidad de acción entre las clases populares; pretende modernizar aceleradamente la economía del país, pero manteniendo el atraso político y la ausencia de demo­cracia. Se busca negar los rasgos del Estado cardenista, pero sin tener aún un proyecto estatal con qué sustituirlo.

En Michoacán, como en el resto del país, están por verse los efectos últimos de estas transformaciones políticas.

Pues en su origen el cardenismo se inscribe dentro de una rica tradición histórica de lucha y de movilización popu­lares que se ha expresado de diversos modos: lo mismo en el agrarismo de los años veintes y en la persistencia actual de las luchas por la tierra que en la rebelión cristera y en el carácter masivo que en Michoacán tuvo su heredero político, el sinarquismo. Es por ese lado, el de las movilizaciones independientes, que el Estado ha recibido y recibe sus verda­deras impugnaciones. Las rápidas transformaciones econó­micas que en los últimos quince años han sufrido los michoa- canos no han dejado indemne su régimen político, y es en ese marco que se dan como nuevos fenómenos la confluencia de la lucha agraria indígena y una religiosidad de antecedentes cristeros pero comprometida con los intereses del pueblo, o la búsqueda de contactos entre ese movimiento campesino y la naciente clase obrera industrial. Se gestan allí los embriones (que no sabemos si lleguen a madurar o no) de una nueva

, cultura y una nueva política popular. Por experiencia o por intuición, las viejas y las nuevas masas saben que la necesi­tan para lograr el orden más democrático al que aspiran.

NOTAS

1. Adolfo Gilly: “La acre resistencia a la opresión. Cultura nacional, iden­tidad de clase y cultura popular”, Cuadernos Políticos No. 30. México, oct-dic de 1981.

2. Véase de Jorge Zepeda P.: “Elementos para el análisis del desarrollo del capitalismo en Michoacán”. Morelia, 1982 (mimeografiado), y “El sistema político en Michoacán”. Morelia, 1985 (inédito).

3. Arnulfo Embriz Osorio: “El movimiento campesino en la Ciénega de Zacapu y la Liga de Comunidades Agrarias de Michoacán (1919-1929)”, Textual. Análisis del medio rural Nos. 15-16, Universidad Autónoma de Chapingo, junio de 1984, p. 76.

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4. Alejo Maldonado Gallardo: La lucha por la tierra en Michoacán. 1928- 1932. Morelia, Ed. SEP-Michoacán, 1985, pp. 76-77. Es en este sentido que resulta capital el señalamiento de ArmandoBartra con respecto de la política agraria oficial posrevolucionaria. A diferencia del zapatis-

, mo, de claras raíces comunales, aquélla no constituye la triunfante ex­presión del derecho de los campesinos a la tierra: “en primera instancia, el agrarismo institucional reivindica el derecho del Estado a regular la tenencia de la tierra”. A. Bartra: Los herederos de Zapata. Movimien­tos campesinos posrevolucionarios en México. 1920-1980. México, Era, 1985.

5. Jorge Zépeda P.: “No es lo mismo agrario que agrio ni comuneros que comunistas (la UCEZ en Michoacán)”, Estudios Políticos (Nueva épo­ca) Vol. 3, No. 2. Centro de Estudios Políticos, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, p. 71. Para la caracterización de la Unión de Comuneros se han tomado, además de este artículo, los si­guientes textos y documentos: Jorge Tinajero B.: “Documento de discu­sión para estructurar la historia de la Unión de Comuneros Emiliano Zapata de Michoacán”, noviembre de 1982 (mimeografiado). Organi­zación de Izquierda Revolucionaria-Línea de Masas: “Elementos de caracterización del movimiento campesino independiente en Michoa­cán”, 1983 (inédito). “UCEZ, una organización revolucionaria de m a­sa s”, folleto anónimo sin pie de imprenta. Unión de Comuneros Emilia­no Zapata de Michoacán: “Resoluciones del Encuentro Tierra y Liber­tad, V aniversario, 5-7 de octubre de 1984”, Textual. Análisis del medio rural Nos. 15-16, Universidad Autónoma de Chapingo, junio de 1984. La Comunidad'(órgano déla UCEZ) Nos. 2 al 8, publicados entre marzo de 1982 y abril de 1984. Rogelio Hernández Venegas: “Los procesos de democratización, autoritarismo y mediatización en el estado de Mi­choacán”, Morelia, 1985 (inédito).

6. Entrevista al Lic. Efrén Capiz Villegas, 6 de febrero de 1987.7. Ibid.8. A partir del análisis de otros grupos y experiencias indígenas, Guiller­

mo Bonfil Batalla ha descrito esta misma posición ideológica: “La vida india, el mundo comunal, se perciben y se presentan impregnados de valores esenciales: la solidaridad, el respeto, la honradez, la sobriedad, el amor. Estos son valores centrales, piedras fundadoras de la civiliza­ción india. De ahí el contraste con occidente, que es egoísmo, engaño, desengaño, apetito insaciable de bienes materiales, odio, todo lo cual prueba la historia y lo comprueba la observación diaria de la vida urba­na (...)”. “La nueva presencia política de los indios: un reto a la creati­vidad latinoamericana”, en Pablo González Casanova (coord.): Cultu­ra'y creación intelectual en América Latina. México, Siglo Veintiuno, 1984, p. 151.

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9. Guillermo Bonfil Batalla: “Los pueblos indígenas: viejos problemas, nuevas demandas”, en Pablo González Casanova y Enrique Flores- cano (Coords.): México , hoy. México, Siglo Veintiuno, 1979, p. 100. Véa­se también Rodolfo Stavenhagen: “La cultura popular y la creación intelectual”, en Cultura y creación intelectual... pp. 295-309. Roger Bar- tra: Campesinado y poder político en México. México, Era, 1982, pp. 84-93.

10. Armando Bartra: op. cit., p. 12.11. Refiriéndose a Zamora, un hermano del luchador zapatista y después

gobernador de Michoacán Gildardo Magaña, quien era originario de allí, pudo decir que era “la ciudad más fanática del estado más fanático de México”. “Sus habitantes —agrega el historiador— no eran sola­mente católicos, sino clericales, que veían en su catedral y sus iglesias no simples santuarios sino gloriosos monumentos a su piedad superior. Para ellos la religión no era tanto un culto como una manera de impo­nerse a la turba. Durante la Guerra de Intervención, los zamoranos ha­bían aclamado a los franceses que habían ocupado la ciudad para sal­varlos de los liberales, que los habrían reducido a una simple igualdad republicana. La incubadora de estas pretensiones era el seminario dio­cesano, el único instituto de enseñanza superior en la ciudad. Allí, des­de la década de 1830, los padres zamoranos habían enviado a sus hijos, no tanto para convertirlos en sacerdotes como para que aprendiesen latín, la filosofía, ‘las ciencias teológicas’, para despertar en ellos el orgullo de la ortodoxia”, John Womack Jr.: Zapata y la revolución me­xicana. México, Siglo Veintiuno, 1976, p. 284. También puede verse Je­sús Tapia Santamaría: Campo religioso y evolución política en el Bajío zamorano. El Colegio de Michoacán-Gobierno del Estado de Michoa­cán, 1986, pp. 26-27, 70-71, 110.

12. Jesús Tapia Santamaría: op. cit., p. 123.13. Eduardo Nava Hernández: “Los partidos y asociaciones políticas en

Michoacán”. Morelia, 1985 (inédito).14. Pablo G. Macías: Voces en la tormenta (conferencias), Morelia, Univer­

sidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1982, pp. 17 y ss.15. Entrevista con el Prof. Jaime Hernández Díaz. 12 de enero de 1987.16. Ihid.17. Pablo G. Macías: op. cit.18. Ibid ., p. 37.19. Manuel Diego Hernández: La Confederación Revolucionaria Michoa­

cana del Trabajo. Jiquilpan de Juárez, Mich., Centro de Estudios de la Revolución Mexicana “Lázaro Cárdenas”, A.C., 1982, p. 28.

20. Ibid., p. 35 y ss. Alejo Maldonado Gallardo: “La Confederación Revolu­cionaria Michoacana del Trabajo. Lázaro Cárdenas y el problema agrario en Michoacán 1928-1932”. IV Jornadas de Historia de Occiden­te. Ideología y Praxis de la Revolución Mexicana. Jiquilpan de Juárez,

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Mich., CERM “Lázaro Cárdenas”, A.C., 1981, pp. 94-95. Jorge Zepeda Patterson: “Los pasos de Cárdenas: la Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo” en 75 años de sindicalismo mexicano. Méxi­co, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexica­na, 1985, pp. 242-243. Alejo Maldonado Gallardo: La lucha por... op. cit., pp. 66 y ss.

21. Entrevista con el Prof. Jaime Hernández Díaz. 16 de enero de 1987. Acerca de la relación entre el Gral. Cárdenas, el MLN y la CCI puede verse Sergio Colmenero: “El Movimiento de Liberación Nacional, la Central Campesina Independiente y Cárdenas”, en Estudios Políticos No. 2. Centro de Estudios Políticos, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, jul-sep, 1975.

22. Entrevista con el Prof. Jaime Hernández Díaz, 16 de enero de 1987. Eduardo N ava Hernández: “Los partidos y...”, op. cit.

23. Margarita Nolasco: “La ciudad de los pobres”, en Iván Restrepo (coord.): Las Truchas. ¿Inversión para la desigualdad? México, Eds. Océano- Centro de Ecodesarrollo, 1984, pp. 138-140.

24. Victoria Novelo et al.: “Propuestas para el estudio de la clase obrera”, en Nueva Antropología No. 29. México, abril de 1986, pp. 65-83; p. 75.

25. lian Bizberg y Leticia Barraza: “La acción obrera en Las Truchas”, en Revista Mexicana de Sociología , vol. XLII, No. 4, octubre-diciembre de 1980, pp. 1417-1418.

26. Ibid., pp. 1435-1437.27. Loe. cit.28. Cfr. Adolfo Gilly: “Una huelga por la salud, una lucha por la vida”, en

Proceso No. 459, 19 de agosto de 1985.29. “Viva la huelga. Entrevista con trabajadores de SICARTSA”, en In­

formación Obrera No. 60, ago-sep de 1985.30. Victoria Novelo et al.: “Propuestas para...”, op. cit., pp. 78-79.31. Se sigue aquí el esquema general de regionalización propuesto por Jor­

ge Zepeda que, si bien reconoce en lo fundamental zonas económicas, permite también servirse de él para señalar diferenciaciones sociales y culturales. Véase Elementos para el análisis..., op. cit.

32. Ibid. .