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CUERPO V ESPACIO EN EL C ~ B ~ G O BE GESTOS DE LA MUERTE BARROCA

María José de la Pascua Sánchez Universidad de Cádiz

Hace algunos años, en su obra pionera sobre la muerte en París, en un capítulo que dedicaba a la teoría general sobre la muerte moderna, P. Chaunu afirmaba «on peut aussi mesurer les pensées sur la moi-t ii travers le destin du corpsnl, pensamiento que se nos antoja especialmente oportuno y atinado ahora que queremos reflexionar sobre la importancia que la localización y la espacialización del cadáver tiene cuando se intenta profundizar en la concepción de la muerte para el hombre del barroco y en los cambios que en ella se producen en las décadas finales del Setecientos. Evidentemente esto es así porque la expresión más directa o perceptible de la mentalidad de una sociedad está, sin duda, en sus gestos. Lenguaje codificado y controlado por las instancias ideológicas y políticas de la comunidad que constituye, junto al lenguaje oral, el utillaje mental de un colectivo. Gestos explícitos e implícitos, gestos pasivos ..., no podemos aspirar, como afirma Le Goff, a la reproducción, «tal cual» de los gestos de los hombres del pasado, pero sí podemos a través de las formas de expresión, aproximarnos a las imágenes que esos hombres se hacían de la vida y de sus congéneres2. Sin embargo, los gestos se materializan con y en i.elaciórz a u11 espacio y aunque la muerte, como hecho cotidiano inevitablemente ensartado a la vida, comparte el espacio vital, hay también un espacio específico para la muerte que ha sido cultivado y recreado por el hombre a lo largo de su historia. Este además de haber enriquecido el legado artístico de la humanidad como pusiera de manifiesto hace algunos años James S. Curl en su trabajo sobre arquitectura funeraria3, constituye la expresión más signifi- cativa de la inquietud constante del hombre por el lugar en el que descansarán sus despojos, pudiendo informarnos a partir de las cualidades que este hombre exige de «ese» lugar, de lo que

1 CHAUNU, P.: La r7ioi.t 2 Pai.is 16e, I7e, 18e. Paris, Fayard, 1978, p. 246. 2 LE GOFF, J.: «Los gestos de San Luis. Enfoque de un modelo y de una personalidad», en Lo nr~r.~i~illoso lo

cotidiaiio eri el Occidente Medieijal. Barcelona, Gedisa, 1985, pp. 52-60 passim. 3 CURL, J. S.: A celebi~atiori of deatlr. Aii ii7tr.odi~ctiori lo sonie o f tlie birildiiigs iiionrrnier~ts ar~d settiiigs of

,'irrier.ary ar-cliirect7rr.e in the 1t~estert7 Elrropeaii traclitioi7. Londres, Constable, 1980.

sierite y piensa sobre la vida de ultratumba. Es, por otra parte, en este espacio para la muerte donde va a producirse a finales del siglo XVIiI un cambio de trascendental importancia, que pone fin a un largo período de convivencia entre vivos y muertos: la expulsión de los cadáveres de las iglesias y del interior de las ciudades, hecho que nos permitirá penetrar en la significación y simbología del mismo.

Hay varios espacios para la muerte, aunque quizá podrían destacarse tres. Primero, aquel en el que se desarrolla la misma, espacio polivalente, de cambios y significaciones abundantes. La propia casa, en la propia cama, en un espacio doméstico, donde muere el hombre medieval y moderno, protagonista de su muerte, o en un hospital, donde todos los elementos se conjugan para evitar una muerte consciente -por tanto escandalosa-, como es habitual en nuestra civilización avanzada4. También la muerte puede sobrevenir en un cadalso público como ocurre con los condenados a muerte, o en un espacio «personalizado» ya sea público o privado, como el que elige cada suicida. En ambos casos habrá una ideologización del espacio. En el primero, el cadalso se convertirá en el símbolo del poder de la justicia y del orden, todo el conjunto será una magnífica advertencia para el público5. Una vez que el reo ha pagado su deuda con la comunidad, su cadáver o lo que queda de él (los cuartos), podrá compartir el suelo sagrado destinado al descanso postrero; no así el suicida, cuyo acto de rebeldía para con Dios, estigmatiza tanto el espacio donde ha cometido su pecado como el que recibirá su cuerpo6.

No menos imporlante que el espacio donde se desarrolla el óbito, es el lugar elegido como sepultura. Es en este espacio destinado al cuespo sobre el que vamos a reflexionar: un espacio polivalente, un espacio trascenderzte y, en fin, un espacio jerarquizado. Hay un tercer escenario relacionado directamente con la muerte y que constituye el argumento religioso de ese segundo al que acabamos de mencionar: el espacio del más allá, espacio en el que, a decir de un gran especialista en el tema, J. Le Goff, la sociedad del occidente cristiano de la Segunda Edad Media va a realizar una gigantesca operación organizadora7. Hasta el siglo XI, las representa- ciones del más allá son confusas, dominando una concepción binaria según la cual el más allá se repartiría entre el Cielo y el Infierno. Durante el siglo XII, la cartografía del más allá se pei-fila y enriquece con la aparición del Purgatorio como un lugar-estado-tiempo con personalidad diferenciada en el mundo de ultratumba. Independientemente de que la concreción o localización del Purgatorio sea un proceso tal cual expone Le GofP, y de su conclusión definitiva hacia 1254, fecha de su psimera definición pontificia9, la difusión de la creencia en ese tercer lugar que

4 El artículo de Ph. Aries «La mort inversée. Le changement des attitudes devant la mort dans les sociétés occidentales», aparecido en 1967, e incluido en los Essais sirr l'liistoire de la iiiort eir Occiderit di1 Moyeri Age a 110s joirrs, ed. du Seuil, 1975, pp. 178-210, insistiendo en cómo la sociedad moderna ha privado al hombre de su propia muerte, ha tenido una gran trascendencia en la nueva historiografía de la muerte.

5 RODR~GUEZ, A,: señala que el escenario de la muerte de los condenados extremeños constituye un conjunto expresivo y señalizador, produciendo intimidación, Morir en E,~treiizadirra. La riiirerte eii la Iror.ca afiriales del Aiitigiro Régimen, 1792-1909. Cáceres, El Brocense, 1980, pp. 56-57.

6 SCHMITT, J. C.: destaca cómo la casa del suicida, escenario de la muerte en la mayoría de los casos, se convierte en un espacio maldito que debe ser destruido o herméticamente cerrado, «Le suicide au Moyen Agen Aiiriales E.S.C., 1, (1976), pp. 10-11. También GUIANCE, A. insiste en la justificación ideológica del espacio del suicidio, «El espacio del suicidio en la España medieval)), Teriias niedieijales, 1 (1991), pp. 127-141.

7 El riaciniiento del Purgatorio. Madrid, Taurus, 1985, p. 13. 8 Ph. Aries considera, por otra parte, que Le Goff ha concedido excesiva importancia al fenómeno de

espacialización del Purgatorio. Según el citado autor si atendemos al Purgatorio estado de espera su presencia, aunque difusa, en la escolástica antigua es evidente, «Note critique: Le Purgatoire et la cosinologie de I'au d e l b , Aiirrales E.S.C., 38, p. 154.

9 G. Zarri ha puesto de manifiesto cómo la creencia en un purgatorio particular, bajo dispensa divina, sigue vigente en la Italia del Quinientos, respondiendo a la necesidad de salvar la creencia antigua en la presencia de los

aparece como un tiempo-estado manipulable desde este mundo a través de las indulgencias, la penitencia y los sufragios, traduce un cambio profundo en la mentalidad del mtindo occidental que ha sido definido como la traslación de la moral del comerciante y de las nuevas artes de contar al más allá''. En esta ocasión, no obstante, no vamos a detenemos en esta «contabilidad del más allá», en los miles de misas, memorias y legados que el hombre de los siglos XVII y XVIü dispone para conseguir una vida eterna feliz, sino en cómo imagina ese más allá y más concretamente en el papel que atribuye al cuespo en la «vida perdurable».

A menudo se olvida que la inmortalidad del alma es un concepto pagano, y que la buena nueva de la religión cristiana es la resuisección de la carne". Lo auténticamente revulsivo del mensaje de Cristo es la posibilidad de resucitar, de vivis un más allá verdaderamente consisten- te, plagado de sensibilidades. La capacidad de movilización de este mensaje fue muy fuerte, especialmente según Chaunu, entre los medios populares a quienes el mensaje de la inmortalidad del alma podía satisfacer, y la práctica y el ritual de la muei-te se va a organizar en el mundo cristiano alrededor de la Re~urrección'~. Según el citado autor esta primera escatología dominada por la Resurrección, va a ir dando paso lentamente, entre los siglos XIV y XV, a una nueva escatología en la que la Resurrección ya no es la pieza clave y en su lugar el juicio particular y el Purgatorio van a llenar la larga espera hasta el final de los tiempos. Ph. Aries también coincide en estas variaciones en lo que él llama «la naturaleza de la sobrevida)). A lo largo de la segunda Edad Media, el hombre, o mejor dicho su destino, se desdobla: de una parte el cuerpo, de otra el alma y será el alma, desde entonces, la que represente al individuo en su historia y en su destino13. Para Chaunu en este deslizamiento de una escatología de la Resui~ección a la del Juicio Particular el problema se plantea con el cuerpo muerto. La teología del alma separada, única protagonista de ese Juicio Particular, ha hecho su aparición, y en las representaciones artísticas hace irsupción el «tránsido», señalándonos la dicotomía destino del alma (Juicio, Purgatorio, Gloria) destino del cuerpo (corrupción) que se ha levantado. Desprovisto el cuerpo de la dignidad que le otorgaba la Resurrección, la sensibilidad occidental -y el arte así lo refleja-, descubre que la carne es sólo corrupción, y una realidad - e l aspecto exterior de la muerte- conocida desde siempre es ahora por vez primera promocionada en las artes plásticas occidentales durante los siglos XIV y XVI4. Después de este paroxismo de podredumbre, el destino del hombre será siempre el destino de su alma, el cuerpo ha sido olvidado y la Resunección también. Aunque con matices, J. Delumeau comparte esta hipótesis con Chaunu y Ari&sl5, conviniendo con ellos en que los cristianos terminarán olvidando la más profunda originalidad de su pensamiento: la Re~urrección'~.

difuntos en este mundo, ((Purgatorio Particolare e ritorno dei morti tra Rifoma e Controrifonna: L'area italiana)), Qiiaderiii Siorici, 50, (1982), pp. 466-487. Por otra parte, la teoría del doble Purgatorio se encuentra expuesta en los devocionarios de los siglos XVIII y XIX.

10 LE GOFF, J.: El riacinziento ..., op. cit. 11 CHORON, J.: La inor./ et la perisée occiderrtale, París, Payot, 1969, p. 74. 12 CHAUNU, P.: op. cit., p. 85. 13 A&S, PH.: El Iioi,ibre aiite la niirerte, Madrid, Taurus, 1983, p. 502. 14 La nior/ a Paris, op. cit., pp. 244-248. 15 Entre Ph. Aries y P. Chaunn existe un matiz distinto en la interpretación de este fenómeno, mientras que Aries

sugiere una pastoral que sigue imponiendo el dogma de la Resui~ección a una sensibilidad colectiva extraña a él (El Iioiiibr.e ciiite la rliirerte, p. 502), Chaunu reserva el protagonismo de este deslizamiento hacia la teología del alma separada a la pastoral de la iglesia (La iiiort a Paris, pp. 243-248).

16 DELUMEAU, J.: Lapéclie e/ lapeilr. La cirlpabilisatioii en Occi&irtXllle-XVIIIe siecles, París, Fayard, 1978, pp. 102-105.

Pero, ¿realmente la Resurrección se aleja tanto de la sensibilidad del hombre cristiano? o, de otra forma ¿consigue imponer la Iglesia una imagen del cuerpo negativa, apuntalada sobre la sospecha de una carne pecadora, cor-rupta y fuente de todo mal? A pesar de que los medios que la Iglesia posee para la difusión de la misma son poderosos (sermón, ic~nografía)'~, intuimos que el mensaje no fue asumido por completo, quizá porque su contenido era ambiguo y contradicto- rio. La Iglesia postridentina va a insistir en la idea del cuerpo como fuente del mal; los héroes y santos del barroco llevarán al paroxismo este desprecio de la carne, martirizándola y doblegándola pero ¿acentuando hasta el límite este desprecio no están otorgándole, contrai-iamente a sus objetivos, una importancia excepcional?, jes en realidad una negación del cuerpo o exacerbación del mismo como instiumento de placer/dolor? J. L. Sánchez Lora ha descrito muy bien esta «estética de la violencia»18 y L. C. Álvarez Santaló ha sintetizado magistralmente la morbosidad que caracteriza a la religiosidad contrmef~rmista'~. La ambigüedad respecto al valor del cuerpo se aprecia también en la imagen de la muerte, donde más que al desarrollo de un discurso completamente «incorpóreo» sobre el destino del hombre, asistimos a la constante alusión en el mismo -muchas veces no directa- a un cuerpo útil -antes y después de la muerte- para sumar sufragios e indulgencias. Esta permanente presencia del cuerpo en el discurso religioso, bien sea con otro valor, permitirá que se mantenga viva esa otra concepción del cueipo contra la que la Iglesia luchaba, a saber, la vieja concepción naturalista de la existencia según la cual el individuo no es más que un eslabón en una cadena de solidaridades que unen a toda la especie en un ciclo vital del que la muerte también forma parte20. Concepción que estará presente en la práctica funeraria barroca a través de la elección de sepultura junto a los ancestros, en la tierra que le vio nacer, o junto a los compatriotas cuando las dos circunstancias anteriores no son posibles y que sobrevivirá, permitiendo en amplios sectores sociales y en localidades concretas que se establezca, sin problemas, la separación entre vivos y muertos con el traslado de los cementerios fuera de las iglesias y de poblados a finales del Antiguo Régimen. Pero, vayamos por partes. Intentaremos aproximarnos al tema de cómo se organiza el espacio para la muerte y qué símbolos guarda, con los datos de que disponemos para el medio geográfico y temporal en el que habitualmente nos movemos: Cádiz y su provincia en los siglos XVLI y XVm. Nos serviremos para ello de los testamentos, auténtico barómetro para medir la presión de la preocupación por la sepultura y el cuerpo muerto y los cambios que en ella se producen, pero utilizaremos, también, un buen número de expedientes consei-vados en el Archivo Diocesano de Cádiz relativos a derechos de sepultura y cementerio. Los testamentos reflejan la normalidad de una inquietud que se impone con la fuerza de las cifras. Cuando acaba el Seiscientos, en

17 Hoy no sólo conocemos la fuerza de transmisión de este mensaje a través de la predicación, sino también cómo el discurso oficial y los distintos arquetipos ideológicos fueron difundiéndose merced a la labor de los copleros y de la literatura de cordel en general, donde se «copia» los ejemplos dados por los predicadores y se siguen los patrones ideológicos expresados por aquellos. Así se aprecia en los trabajos de M T r u z GARCÍA DE ENTERRIA, especialmen- te en «El cuerpo entre predicadores y copleros», Le corps darls la société espagriole des XVIe et XVIIe si2cles. París, Publications de la Sorbonne, 1990, pp. 233-244.

18 Mitjeres, corlijerifos y for.rnas de la religiosidad barroca. Madrid, 1988. 19 «... la morbosidad sugiere un par dialéctico de audaz nervadura, del tipo atracción-repulsión, exaltación,

arrasamiento -presencia, ausencia-. Ejercicio de filo de navaja era natural que produjese bastante sangre y alguna locura. Desde luego los cadáveres agusanados con coronas imperiales pero también las vánitas en las que se despanama la sensorialidad del lujo más refinado; desde luego los tormentos y las disciplinas, las carnes en tenazas y las parrillas al rojo, pero también las calnaciones añoradas de Sebastianes, Magdalenas o Egipciacas. Tentaciones minuciosas, penitencias sospechosas...». «La religiosidad barroca: la violencia devastadora del modelo ideológico», en Greniios, Helnrarrdades y Cofradías. San Fernando, Fundación Municipal de Cultura, 1992, p. 83.

20 Ver GELIS, J.: «L'Eglise et la consciente du corps en Occidentn, Notre Histoive, 50, (1988).

cuatro localidades gaditanas elegidas por ser representativas del mundo urbano (Cádiz y puerco de Santa María) y del mundo rural (Medina Sidonia y Alcalá de los Gazules) provincial, la elección del lugar donde ha de ser enterrado el propio cuerpo está presente en más del 90 por cien de los casos. Aunque el Setecientos se inaugura -de forma inequívoca en la capital- con un cambio de tendencia que acabará haciendo desaparecer esta cláusula del testamento, para todo el periodo (1675-1800), la muestra de testadores que elige (entre el 56 por ciento de Cádiz y el 90 por ciento de Alcalá), es lo suficientemente representativa para evidenciar la preocupación por el lugar de reposo postrero y permitir penetrar en el mundo de las significaciones.

El espacio destinado a los cadáveres está en esta época dentro de las ciudades, o próximo a las casas habitadas, en las huertas de conventos y hospitales, en los atrios de los templos o en el interior de ellos". Es, pues, un espacio compartido entre vivos y muertos, testigo de una vecindad escandalosa en ciertas ocasiones y, cada vez más, sentida como higiénica y sanita- riamente peligrosa. Pero además de un espacio urbano y/o habitado, el espacio reservado a las sepulturas dentro de las ciudades y templos no es uno: cada parroquia, cada convento, cada hospital tiene su propio cementerio, de ahí que se pueda elegir, obviamente con condiciones, el lugar destinado al reposo postrero. Son estas elecciones las que nos permitirán perfilar las características más íntimas de ese espacio compartido entre vivos y muertos y múltiple dentro de la red urbana de las ciudades del Antiguo Régimen. Indudablemente la nota dominante de este espacio va a ser su carácter sagrado o, el menos, religi~so*~. Para proteger esos cuerpos muertos que están a la espera de la Resurrección, el fiel ha buscado la proximidad de los santos y se ha hecho enterrar dentro de las iglesias; aunque cuando no puede acceder a la misma se ha de conformar con descansar en el cementerio que se acondiciona junto a los muros de las iglesias que, generalmente, es cercado y convenientemente señalizado (un altar o una cruz en el centro del recinto sirve comúnmente para este efecto). Cuando el hermano mayor de la Hermandad de la Santa Caridad de Cádiz pide al Ayuntamiento, en 1768, un sitio para enterrar a los cadáveres de los ajusticiados porque en la ermita de Sta. Catalina, donde hasta entonces se habían enterrado, ya no se consentían los entenamientos, solicita la explanada al lado del baluarte de los Mártires «al pie del altarcito por más decente y separado de la comúil huella», o bien frente a la propia ermita «al pie de la cruz»23. Un altar con un retablo que harán traer de Génova coronará el cementerio que se ofrecen a constniir los hermanos de San Juan de Dios, si el Regimiento gaditano les proporciona espacio para elloz4, y un cercado y una cruz colocada en

21 Desde el siglo V hasta el siglo XVIII, la fe en la resurrección de los cuerpos asociada al culto de los antiguos mártires vencerá la tradicional repugnancia que en el mundo antiguo sentía por la presencia de sepulturas en las ciudades, y durante estos siglos la cohabitación de vivos y muertos será la nota dominante en el mundo occidental (El Irombre arlte la nliterte ... op. cit., p. 35).

22 Desde 1742 hasta 1748, el cabildo eclesiástico de Cádiz pide un pasillo al Ayuntamiento a fin de ampliar el cementerio destinado a los pobres que la Catedral tenía frente a la muralla, lo que se le concede así como licencia para que lo cerque, para que, según argumenta un prebendado, «este sitio no sea hollado como sagrado que es» y evitar «varias ocurrencias de las carnalidades que tienen allí lugar» (Arcliivo Municipal de Cádiz - e n adelante A.M.C. Actas Capitulares, no' 98 y 104. Cabildos correspondientes al 28 de septiembre de 1742, 15 de marzo de 1748 y 31 de agosto del mismo año). Por otra parte, en el Informe que elabora el coadministrador de la diócesis de Sevilla dando cuenta de los problemas que plantea el nuevo cementerio en 1802, se dice: «Aun entre los gentiles se ha reputado por religioso el lugar donde ha cabido algún difunto, ultimándose fuera del comercio de las gentes y teniéndose por libre de todos los efectos a que estaba sujeto cualquiera otro» (Arcliivo Diocesano de Cádiz -en adelante A.D.C.- Sección Secretaría de Cámara, L. 57).

23 Memorial de Gerónimo de Ariscun, hermano mayor de la Santa Caridad, en el cabildo de 10 de febrero de 1768 (A.M.C.: Actas Capitulares, n"24, fols. 25-27. El Ayuntamiento se lo negará, sugiriéndoles que los entierren en su propia Iglesia como hace la hermandad de la Caridad de Sevilla.

24 A.M.C. Actas Capitulares, 11-89, cabildo de 16 de diciembre de 1733, fol. 494 v.

el centro bastará, según el Ayuntamiento, para poner en pie los nuevos cementerios en los pueblos que no cuenten con muchos fondos25. El vallado, tapia o cerca que se convieste en preocupación constante cuando las sepulturas están fuera de los muros de las iglesias y ya a comienzos del XIX con los nuevos cementerios extramuros, tienen como motivación expresa la necesidad de proteger los cadáveres de los animales pero tambien la obligación de aislarlos de otro tipo de profanaciones como puede ser el simple paso. Se trata, obviamente, de separar un espacio sagrado del espacio profano que lo circunda26. La simbología de la cruz es de naturaleza más concreta aunque no menos universal. La cruz que para el cristianismo es signo de resussec- ción y de vida, hace suyo el viejo símbolo del Árbol del Mundo o de la Vida, fuente de la regeneración perpetua. El Ásbol de la Vida sirve, según la leyendaz7, para hacer la cruz del Redentor, asociando a todos los que creen en él a su triunfo sobre la muerte, a su propia resu~~ección. Nada más efectivo, pues, para coronar un espacio destinado a la muerte que la potencial capacidad transformadora de este símbolo.

Pero es la estructuración del espacio para sepulturas en el interior de los templos lo que constituye, por excelencia, una geografía de lo sagrado. Dentro de ellos se ubicarán las sepul- turas en la puerta de entrada y junto a la pila del agua bendita -las más humildes-, en las capillas colaterales, o cerca del altar mayor -las privilegiadas-. El altar mayor, ubicado en la confluencia de las dos naves principales del templo, reúne cuatro símbolos fundamentales: el ceritrz, identificado con lo absoluto, el cí~,culu, en la bóveda o cúpula que corona el centro, el cuad~.ado y la todos ellos asociados a la regeneración, a la Vida y a la inmortalidad, por lo que no es extraño que sea elegido como sepultura por los más poderosos y que sea el lugar de la iglesia donde cuesta más caro entessar~e~~. T. Egido mostró hace ya algunos años, sobre un plano de la parroquia de San Miguel de Valladolid, los precios de las sepulturas en el año 1766 que vasiaban en función de la ubicación, oscilando ésta desde los 800 reales que costaban las más cercanas al altar mayor hasta los 11 reales que era el precio de la sepultura junto a la puerta30. Casi 1.000 reales paga el capitán Antonio Izquierdo de Quirós por su sepultura en el altar de la iglesia conventual de Ntra. Sra. de la Merced de Rota, según las cuentas del quinto de su inventario de bienes3'. No obstante, no es sólo un sentido trascendente el que posee el espacio destinado a la propia sepultura. Aunque hemos comenzado por su significado más declarado en las solicitudes de los testadores, es preciso subrayar la polivalencia de este espacio pasa la muerte y la importancia de su carácter reforzados del concepto de comunidad. De comunidad sagrada (clérigos y laicos unidos en la fe, si bien separadamente, compartirán el espacio de la

25 Ibídem, ng 158, cabildo de 28 de julio de 1804. 26 M. Eliade encuentra la cerca de piedras o muro entre las estructuras arquitectónicas más antiguas que sirven

para consagrar el espacio, en Tratado de Historia de las Religioi~es. Morfología y diriániica de lo sagrado. Madrid, Ed. Cristiandad, 1981, pp. 372-373.

27 Ibídem, p. 300. 28 SEBASTIÁN, S.: Espacio y Síi7zbolo. Córdoba, 1977, contiene un análisis del simbolismo del templo y sus

diferentes zonas. 29 «El altar pone en comunicación los diferentes pisos o niveles del mundo y su relación con el cielo está clara,

ya que el ábside en su elevación es una especie de ciborio amplificado y su cúpula un reflejo de la cúpula celeste. En el altar se guardan las reliquias de los santos, cuyas almas están en el cielo. Por esto mismo, el altar está en comiinicación con el mundo de los muertos ... El altar es un mundus que pone en relación lo subterráneo, lo terrestre y lo celeste», Ibídem, p. 52.

30 «La religiosidad colectiva de los vallisoletanos», Valladolid eri el siglo XVIII, tomo V , Historia de Valladolid. Valladolid, 1984, p. 229.

3 1 Archivo Histórico Provincial de Cádiz -n adelante A.H.P.C.- Sección protocolos. Cádiz, Libro 10 Bis, año 1675, fols. 500-707.

iglesia), de comunidad nacional (junto a los lazos de la creencia común los de la patria comúil, que unirá en una misma capilla a los naturales de un mismo lugas) y, reforzador de la comL,ni- dad familiar.

El sentido de «ecclesia» está, sin duda, presente en la obligación que cada pailoquia tiene de recibir a sus fieles a la hora de la muerte, y en el cuidado que pone para que no se vulnere pre~sogativa~~, pero también está en la inquietud que muestra por el mantenimiento de esos lazos, prohibiendo que compartan este espacio los que no son hermanos en la fe. En octubre de 1786 se en t i e~~a en la catedral de Cádiz al griego Felipe Jorge, precediendo una investigación somera sobre su confesión religiosa; como ésta no había quedado suficientemente explícita el provisor reabre el caso, comenzando una investigación exhaustiva sobre la religión del mismo. Se toma declaración a amigos, compatriotas, criados e incluso al cónsul de Rusia bajo cuya bandera estaban los griegos, concluyendo la investigación con la averiguación de que, como ortodoxo, no tenía derecho a estar sepultado con los católicos romanos, ordenándose finalmente la exhumación del cadáver y su traslado a otro sitio. No importaba que el difunto fuera, según su criada, un hombre bueno y caritativo, que tenía en su alcoba una lámpara constantemente encendida a la Santísima Trinidad y un libro de oración con las imágenes de la pasión de Cristo, no era hijo de la iglesia romana y, por tanto, había profanado el suelo sagrado bajo el que había permanecido sólo unas horas por lo que se imponía, tras su exhumación, una reconciliación ad cautélam del panteón donde había sido enterrado33. La hermandad en una misma fe y en una práctica ortodoxa se convierten en un requisito indispensable para compartir ese espacio y las infracciones en este sentido son vistas como una confusión int~lerable~~. Ahora bien, junto a estos lazos de carácter espiritual, otras fidelidades se manifiestan en la localización de la sepultura.

En las ciudades de Cádiz y El Puerto de Santa María, la pertenencia a una hermandad y la elección de la capilla-entierro de la misma es el argumento más frecuente a la hora de localizar la sepultura. En Cádiz, además, esta circunstancia se vuelve más decisiva conforme avanza la centuria, hasta el punto que si entre los años 1675 y 1750 la elección de la capilla de alguna hermandad se sitúa en torno al 55% de la muestra, el porcentaje ha aumentado en 1800 al 78,5%. En El Puerto también esta realidad es importante (alrededor de un 20% de los testadores que eligen), mientras en el medio rural, en Alcalá y Medina, es raro encontrar esta elección. La difusión de esta práctica en el espacio urbano, un mundo de desarraigados es preciso ponerla en relación, más que con la devoción por una determinada advocación que es titular de la hermandad o cofradía, con el concepto mucho más amplio de «sociabilidad»35 y, concretamente, con la necesidad de superar la lejanía de la familia y la soledad estableciendo otro tipo de lazos. Estos, como se ha comentado, no tienen por qué ser estrictamente devocionales, aunque obviamente pueden serlo, y sí jugar un papel alternativo a vacíos familiares, especialmente importante

cuando la posibilidad de encontrar a los ancestros en la sepultura es nula. En Medina Sidonia y Alcalá de los Gazules, en cambio, el escaso arraigo de las hermandades, al menos a la hora de la muerte, contrasta con la fuerza de la petición de sepultura propia o familiar (39 por ciento y 70 por ciento de los testadores que eligen en Alcalá y Medina respectivamente) lógico, por otra parte, si tenemos en cuenta que los testadores de ambos núcleos son naturales de los mismos mayoritariamente.

En relación con este tema destaca en Cádiz, con una abundante población foránea3'j, la preocupación común en las distintas naciones por compartir capilla funeraria con los compatriotas. Los franceses tenían su propia capilla, bajo la advocación de San Luis, en la iglesia conventual de San Francisco Casa Grande, muy próxima a la capilla de la nación flamenca y alemana que estaba, bajo la advocación de San Andrés, en el mismo convento. También en San Francisco poseía otra capilla la nación flamenca, esta vez con el título de la Inmaculada C~ncepc ión~~. En la Catedral tenían la suya los genoveses, al lado del Evangelio, y los florentinos en la iglesia de San Antonio -capilla de Sts. Magdalena de Pacis-; en el convento de Santa M" en la capilla de Jesús Nazareno, se enteiraban los armenios, mientras los vizcaínos y navarros tenían entierro común en la capilla del Santísimo Cristo de la Humildad y Paciencia, en el convento de San Agustín, a cuya hermandad pertenecían muchos de ellos. Los cántabros disponían su sepultura comúnmente en el convento franciscano descalzo de San Diego, en la bóveda de la hermandad de Nuestra Señora de la Cabeza. De esta forma, la dimensión espacial que tiene la sociabilidad -el lugar proporciona unos hábitos comunes a quienes viven en él- es perpetuada en otro lugar3*, en este caso el destinado a entierro. En algunos casos, sin embargo, esto no es suficiente y el deseo de que el cueipo retorne a la tierra que lo vio nacer es evidente. El marqués de Villacampo solicita, para el caso de morir fuera de Cádiz, se deposite su cadáver en un convento franciscano hasta que pueda trasladarse al de San Juan de la orden de Ntro. Padre San Benito de Burgos, donde posee una capilla39. Más significativa es la disposición del conde de Cartago, contenida en su testamento redactado mientras espera «la muerte de cuchillo en público cadal- so» a la que ha sido condenado por asesinar a su esposa. Quiere que su cuerpo se deposite en la bóveda de Nuestra Señora del Carmen del convento de Santo Domingo, y pasado un año, que sus huesos se trasladen al convento de la Victoria de El Puerto de Sta. M5, a excepción de «las dos costillas principales del pecho sobre mi corazón que se llevarán al convento de Ntra. Sra. de Guadalupe» (Perú), su patria de origen".

Pero ¿qué es lo que se busca al compartir este espacio con familiares, compatriotas o amigos, o bien regresando a la patria de origen para ser inhumado allí? Para la significación de este gesto creemos que es preciso situarse en un horizonte más amplio que aquel que resulta de

36 Los testadores naturales de Cádiz son el 24% frente a un 74% que procede de fuera, en nuestro trabajo Vivir la rlirrerte eri el Cácliz del Setecientos, 1675-1801, Cádiz, Fundación Municipal de Cultura, 1990, p. 51.

37 El flamenco Daniel Sloyer, hombre de negocios avecindado en Cádiz, poseía sepultura en el convento de San Francisco, bajo el altar llamado de la Concepción «chica», en esta sepultura se enterraron algunos amigos de Sloyer, como el cónsul de las ciudades hanseáticas en Cádiz, Joaquín Shart y Crebs, pero además existía otra capilla dedicada a la Purísima Concepción levantada por flamencos, a saber, la fabricada por el capitán Pedro de la O, quien la ofreció como entierro común a flamencos y navegantes (DE LA PASCUA, M. J.: «La devoción a la h a c u l a d a Concepción en Cádiz durante el Setecientos)), Actas del 1 Congreso Ir~leriiaciorinl de la Orderi Coricepcionista, León, 1990, vol. 2, pp. 613.

38 Este hecho es casi una regla sociológica observable en las colonias de emigrantes que tienden a compartir espacio y hábitos en el país que los acoge. Ver MAFFESOLI, M.: ~L'espace de la socialitén, en Espnces et Itringiriaire, Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble, 1979, pp. 15-17.

39 A.H.P.C. Sección Protocolos (Cádiz), L. 3582, año 1697, fols. 9-32. 40 Ibídem, L. 4246, año 1699, fol. 265v.

la experiencia individual o compartida de un hombre concreto. Es preciso acudir a lo que los sociólogos contemporáneos y los historiadores de las mentalidades llaman el «imaginario social»: ese ámbito en el que afloran junto a viejos fantasmas y miedos, nuevas inquietudes. Las ataduras a la tierra donde están enterrados los ancestros forman parte de este imaginario social, y reposa sobre la consciencia de una continuidad cósmica casi natural que nos hace tributaiios de aquellos que nos precedieron4". Buscando esa continuidad entre la muerte y la vida, y entre los muertos y los vivos, las familias con posibilidades económicas adquieren comúnmente el derecho a sentar banco en la propia capilla funeraria; desde este banco oían los oficios y participaban en la liturgia. Este deseo de acercamiento físico entre los vivos y los muertos de una misma familia es asociado por Ph. Aries, a la voluntad de abandonar el anonimato en las tumbas y, por tanto, de individualizarse a través de la Lo cierto es que las discu- siones sobre propiedad de asiento, escaño y sepultura entre herederos son relativamente frecuentes y de ello dan cuenta los pleitos conservados en el Archivo Diocesano de Cádiz", constituyendo, sin duda, la evidencia de que la posesión de entierro y banco era un signo de distinción social y un bien preciado. Aunque también dentro de esta posibilidad había matices. Se puede disponer de un par de asientos, como es el caso del capitán Francisco He~nández~~, o se puede gozar de una tribuna como es el caso del marqués de Atalaya Bermeja45. Este afán de distinción social o el lugar de enterramiento como refrendo del estatus social de una familia, nos da la pauta para insistir en una de las características más llamativas del espacio para sepulturas y es, según indicábamos, su carácter de espacio jerarquizado. La ciudad de los muertos reproduce la ciudad de los vivos, como dirá P. Chaunu" o, lo que es lo mismo, los criterios de jerarquización que verticalizan el orden social sirven también para estructurar los espacios de la muerte. Así, lo mismo que en la sociedad viva la dicotomía rico-pobre se ha impuesto a la rígida ordenación estamental, también las sepulturas se veitebrarán de forma vertical, en función de la mayor o menor riqueza del difunto. Persisten no obstante, algunas separaciones clásicas; concretamente aquella que separa a los clérigos de los laicos, pero tampoco ésta es general. Si bien es frecuente que los clérigos se entierren en la bóveda de la hermandad de San Pedro4', en este espacio tienen entrada asimismo los parientes laicos y, por otra parte, otros sacerdotes prefieren entessarse en capillas propias, bajo alguna devoción partic~laf'~ o simplemente con los pobres49. Fuera de esta separación «por fuero» o estado, la principal dicotomía se establece entre pobres y ricos,

41 MAFFESOLI, M.: op. cit., p. 18. Lo mismo que el humus favorece la nutrición y el crecimiento de las raíces, los muertos necesitan de la plétora biológica y los excesos orgánicos de los vivos. Para ambas relaciones en el mundo de lo imaginario social ver cap. «Los muertos y las simientes)), en Eliade, M.: Tratado de Historia de las i.eIigiories, op. cit., PP. 351-354.

42 Ph. Aries parte de la tesis de que la consciencia de la muerte corre pareja a la consciencia de sí, a la consciencia individual, El Ironibre arite la rriiierte, op. cit., p. 243.

43 A.D.C. Sección Varios, legajo 743. 44 Ibídem. 45 A.H.P.C. Sección Protocolos (El Puerto de St" MM-), L. 748, año 1782, fol. 705. 46 «La mort et I'histoire», Le Figa1.0, 17-XII-1983. 47 A veces, como en El Puerto, la hermandad de San Pedro tiene bóveda en la capilla de Ntra. Sra. de los Milagros

en la Iglesia Prioral, compartiendo así el espacio con sepulturas particulares. 48 El presbítero Domingo Manuel Rendón desea como sepultura la bóveda inmediata al altar de los Stos. Reyes

Magos (capilla mayor de la iglesia conventual de Sta. María) para lo que tiene licencia de su patrono (A.H.P.C. Sección Protocolos Cádiz, L. 4471, año 1742, fols. 857-864).

49 El sacerdote asidonense Alonso Matías de la Barrera elige una sepultura de la fábrica de la parroquia, junto a la puerta que, además, servirá para los pobres que se entierren de caridad, según su expreso deseo, y ello a pesar de disponer de sepultura familiar (Ibídem, Medina Sidonia, L. 460, año 1675, fols. 432-433.

reflejada en un espacio desdoblado (exteriorlinterior del templo). Aquellos que no pueden pagar derechos de sepulturas se entierran fuera de la iglesia, en el cementerio común, o en los huertos y patios de los hospitales; dentro del templo aquellos otros que pueden sufragar los costes de una sepultura. El interior del templo tampoco es un espacio socialmente horizontal, la misma dicotomía se lleva a su interior, y así el altar y el coro, según se ha tenido ocasión de comentar, destacan como lugares privilegiados en los que sólo unos pocos tienen derecho a entieno; por contra, las sepulturas más pobres se localizan junto a la puerta y la pila del agua bendita. Dentro de las capillas colaterales también hay una jerarquía de valores, dependiendo de la devoción que suscite su titular: la capilla de Ntra. Sra. de los Milagros en la iglesia priora1 de El Puerto, la de la Inmaculada Concepción en el gaditano convento de San Francisco, o las de las Animas de Santiago (Medina) y San Jorge (Alcalá), son todas ellas capillas muy demandadas, y en las cuales no era fácil conseguir sepultura. Estas capillas colaterales eran cedidas a hermandades y particulares que hacían de ellas el entierro general de sus cofrades o la sepultura familiar. En este último caso el espacio aparece como símbolo de poders0, existiendo una auténtica «ocupa- ción» de las iglesias conventuales por capillas nobiliarias. En Cádiz, en el convento de San Francisco Casa Grande tenían capilla propia el marqués de Campo Fuerte (bajo la advocación de Jesús Na~areno)~', y el marqués de Campo Real (capilla mayor)52, entre otros, y en el con- vento de Santo Domingo poseía capilla el marqués del Pedroso bajo la advocación de San Pedros3 y el marqués de Casa La Iglesias4. Este lugar privatizado y personalizado por la dedi- cación al entierro de una misma familia, se adorna con una serie de signos externos que subrayan su preeminencia social. A pesar de la prohibición que repite la Iglesia de colocar sobre sepulturas escudos y emblemas identificativos, algunos no se privan de hacerlo. El conde de Louvignes quiere que sobre la lápida que cubra su sepultura se esculpan sus armas, y se sitúe sobre la pared inmediata a la misma un cuadro con sus armas, nombre y título, tal y como se estila en su tierra fland de^)'^. Una disposición semejante se recoge en el testamento de Martín de Vanmarcke de Lummen y de la Bye, marqués de Vanma~cke~~, y en el del marqués de Casa Estrada, quien disponía de bóveda propia en la capilla de Ntra. Sra. del Camino, con el escudo de sus armas57. La capilla se adorna con imágenes de la devoción de sus poseedores y, a veces, con magníficos retablos. La capilla funeraria del conde de las Cinco Torres en el Oratorio de San Felipe Nesi, realizada en mármol genovés está presidida por un magnífico crucificados8 y la que Ensique de Fletes compra a la Venerable Orden tercera de San Francisco en 1693, fue adornada con un retablo de madera dorado, en el que se colocó la imagen de San Pedro de

50 LABROT, G. ha estudiado este aspecto entre la aristocracia napolitana, observando cómo sus capillas gentilicias son un símbolo de dominio del espacio («Le comportement collectif de I'aristocratie napolitaine du Seizikme au dix- huitikme siecle», Revite Historique, 523, (1977), p. 68), también VISCEGLIA, M. A. recoge este hecho («Corpo e sepoltura nei testamenti della nobilta napoletana (XVI-XViII secolo», Qltadertii Storici, 50, (1982), pp. 583-614.

51 A.H.P.C. Sección Protocolos. Cádiz, L. 5084, año 1741, fols. 130-131. 52 Ihídem, L. 2387, año 1705, fols. 1.053-1.063. 53 Ibídem, L. 2369, año 1692, fols. 1.212-1.219. 54 Ibídem, L. 411, año 1799, fols. 646-655. 55 Ibídem, el Puerto de St*. M$ L. 509, año 1725, fols. 499-510. 56 Desea que la comunidad franciscana permita sobre su sepultura una lápida de mármol, donde se graben sus

dictados y su escudo de armas, Ihídem, L. 718, año 1775, s.f. 57 Ihídem, Cádiz, L. 3611, año 1734, fols. 315-332. 58 Fotografía en DE LA PASCUA, M. J.: Actititdes aiite la niiierte eii la priniera mitad clel siglo XVIII. Cádiz,

Diputación Provincial, 1984, p. 145.

~lcántara'~. Sin embargo en el entielso en la capilla familiar y en la voluntad de trasladar a la ,epultura los distintivos propios de un «status>>, las motivaciones según creemos están más en la línea de perpetuar la memoria de la familia y respetar los lazos familiares tras la muerte, que en esa voluntad de individualización que aprecia AriBs. Esta última es, más perceptible desde nuestro punto de vista, a través de las demandas de humillación. Las peticiones de humildad en 10s funerales y en las sepulturas y la renuncia a la ostentación rompen con el esquema general de comportamiento y manifiestan un deseo de «notoriedad>> por la vía de la humillación pública. Están en esta línea las peticiones de sepultura terriza, junto a la pila del agua bendita o a la entrada de la iglesia -lugar donde es frecuente el p a s e , por parte de aquellos que pueden costear otra sepultura, como refleja la disposición de C~istóbal Ignacio de Cevallos y Cárdenas, señor de Aguas Hediondas que quiere una sepultura a la entrada de la iglesia de San Antonio, cerca de una de las pilas de agua bendita «para que allí sea mi cuerpo hollado de todos por la mucha altivez que en este mundo he tenido»60. Tampoco tiene desperdicio la solicitud de una gaditana en 1750:

<<a efecto de mostrar toda la humildad que en vida he padecido y tener el consuelo de que sea abatida cualquiera ira o soberbia que en el mundo haya tenido, logrando por este medio el alivio de que todos los feligreses que entrasen y transitasen en dicha iglesia me tributen algún sufragio con la memoria de mi humillación en semejante sepulcro en que quiero hacer perpetua morada para ser pisada y humillada para castigo de mis culpas»6'.

Pero algunos no se contentan con ser pisados y quieren para siempre memoria de esa humillación, como el capitán Juan de Manurga que en su sepultura, a la entrada, junto a la pila del agua bendita, quiere un rótulo en el que se lea: (Aqu í yace Juan Pecadoi-, ruegire~z a Dios por él))62. Un poco más allá va el sevillano, también capitán, Pedro Díaz de Arenas que desea una lápida con el epitafio siguiente: «Ayiii yase el niayor pecador que iiasió en el miiiido. riiegiien o Dios por él))". Junto a ellas, otras cuya rotundidez manifiesta una mayor sinceridad: la del mercader armenio Diego Juan, que dispone para su lápida un doble rótulo, en armenio y castellano del tenor siguiente: <<Aquí está etiterr~ado el cuerpo de Diego Jzian, Air~ieaio))~'.

Juan el Armenio ha matizado que allí está enterrado su cuerpo, sin embargo esta precisión no es habitual. En el resto de los epitafios el cuerpo, y por tanto el lugar donde éste descansa, parece ostentar la personalidad completa lo que nos hace intuir que el mensaje de un hombre completamente escindido entre alma y cuerpo no ha conseguido imponerse. El cuidado, la locali- zación del cadáver nos muestra, al contrario, a un individuo que se identifica, también, aunque no sólo, con su despojo material. La ubicación de éste se convertirá en un signo a través del cual el difunto aparece como miembro de una comunidad. Si nos quedamos con las características más aparentes que este lugar tiene -espacio compartido, habitado y múltiple-, corremos el riesgo de

59 Esta capilla será vendida en 1710. al pasar los herederos de Enrique de Fletes a vivir a Sevilla, y el precio de venta será de 400 pesos escudos de a 10 rs. de plata, que es lo que consideran sus propietarios costó la fábrica del retablo y sus imágenes, Ibídem, L. 3592, año 1710, fol. 373.

60 Ibídem, L. 4454, año 1725, fols. 270-274. 61 Ibídem, L. 4959, año 1750, fol. 103. 62 Ibídem, L. 3734, año 1675, fol. 1.560. 63 Ihídem, Medina Sidonia, L. 552, año 1718, fols. 209-210. 64 Ihídem, L. 3587, año 1702, fols. 331-335.

mutilar a este hombre del banoco; hemos de profundizar hacia su carácter de espncio social para penetrar en su significación más decisiva. En él se refuerzan los lazos de Ia comunidad (de los vivos y de los muertos): familia-patria/comunión de los santos, y como tal es un espacio socialmente significntii~o, al situar al allí entei~ado en relación a los otros miembros de la comunidad, señalando las diferencias de estado y posición y los lazos de pertenencia a una familia o clase concreta. El desplazamiento de los cadáveres fuera de las iglesias y ciudades, rompiendo una vecindad de siglos entre vivos y muertos, se impondrá sin excesivos problemas porque en los cementerios extramuros se mantiene una idea-fuerza del imaginario colectivo: la componente de «sociabilidad» que tiene el espacio para sepulturas. Solidaridad con el pasado (búsqueda de los ancestros), solidaridad con el presente (patria, passoquia, familia).

Cuando B. Goldman analiza lo que él llama la «generalizada oposición a la orden carolina de 1787 sobre enter~amientos extramuros», sugiere como hipótesis explicativa el que los nuevos cementerios equivalían a enterramientos pasa todos iguales, algo que repelía a ciertas capas de la población española65. Desde luego el proyecto de construcción del nuevo cementerio de Cádiz no contiene ninguna pretensión de este tipo. Cuando el Ayuntamiento designa a una diputación para que se encargue del tema impone unas reglas generales a las que ésta debe ajustarse, y que bajo el epígrafe «que los cadáveres se entiei~en según sus clases y facultades», hacen referencia básicamente, a la necesidad de que existan «fosas de entierros comunes y de pobres» y «que puedan adjudicarse lugares a familias que quieran conservar la memoria de donde existen reliquias de sus antepasados por medio de lápidas, y aun para las que quieran construir mausoleos con las precauciones de que domine en éstos la sencillez y el buen gusto»66. También en la real orden de 26 de abril de 1804 se hace referencia a los distintos espacios que reunisían los cementerios (espacios pasa párvulos, para sacerdotes, para personas disting~lidas)~'. Si bien se nos puede objetar ¿y hasta entonces? Hemos tenido ocasión de estudias el cumplimiento de las disposiciones carolinas sobre cementerios en la diócesis de Cádiz y no hemos encontrado oposición por parte de ningún sector social ni en ninguna población, antes bien, toda una serie de dificultades económicas que desde nuestro punto de vista, junto con la propia ambigüedad de la Real Cédula de 178768, fueron las causas de que el proyecto se demorara tanto. En el mismo año 1787 y conforme «a lo dispuesto por el monarca», se comienza la construcción de un cementerio en Medina Sidonia, entendiéndose, por parte de la ciudad, que podía situarse en un gran descampado que había junto a la iglesia pai~oquial~~. En el mismo año se comienza tam- bién el cementerio de Vejer, pero en este caso se interpreta como obligado trasladarlo fuera de poblado, y se empieza a edificar en un sitio que llaman San Miguel, aunque no pudo terminarse por falta de arbitrios70. En Algeciras la iniciativa corsesponde al cura párroco, quien al tomar posesión de la pai-soquia algecireña, observó que las sepulturas en el interior del templo retraían

65 GOLDMAN, P. B.: «Mitos liberales. mentalidades burguesas e historia social en la lucha en pro de los cementerios municipales», Homenaje a Noel Salorr~oti. Ililsti.acióti espariolu e Iirdeperrdellcia de At~lérica. Barcelona, 1979, pp. 81-93.

66 A.M.C. Sección Actas Capitulares, nV56, cabildo de 1 de diciembre de 1800. 67 Ibídem, cabildo de 28 de julio de 1804. 68 «El cumplimiento de las disposiciones carolinas sobre enterramientos extramuros en la Diócesis de Cádiz,

1787-1810», IV Er~cireritros de ILI Ilirstrncióri al Romariticisr11o, Cádiz, 1989, en prensa. 69 La real cédula de 3 de abril de 1787 ordenaba «que se construyesen cementerios fuera de las poblaciones

siempre que no hubiere dificultad invencible o grandes anchuras dentro de ellas, en sitios ventilados e inmediatos a las parroquias y distintas de las casas de los vecinos ... » Noi~isil~za Recopilacióri de 10s Leyes de Espana, Madrid, s.i. 1805. Boletín Oficial del Estado. Libro 1, tit. E, ley 1.

70 A.D.C. Sección Secretaría de Cámara, l. 67.

a los fieles del mismo, diseñando el propio cura un plan de construcción de cementerio. También en este caso las dificultades económicas fueron invencibles al negarse el Consejo de Castilla a que la ciudad impusiese sobre el vino un nuevo arbitrio que sufragase el coste del cementerio7'. En el resto de las poblaciones de la diócesis gaditana, los cementerios extramuros se construirán a partir de la epidemia de fiebre amasilla que se inicia en 1800, en consonancia, de nuevo, con la Real Cédula de 1787 que preveía el comienzo de la constiucción de éstos, primero, en los lugares especialmente castigados por las epidemias. Esta dilación de tiempo no puede interpretarse, en todo caso, como una generalizada oposición, entre otras cosas, porque los problemas que la convivencia con los cadáveres planteaba eran sentidos desde hacía tiempo por la población. En la provincia de Cádiz sólo es observable una cierta dejadez por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas a la hora de poner en marcha el plan de nuevos cementerios; apatía favorecida por el carácter ambiguo de las propias leyes, que no daban un plazo concreto para la finalización de los mismos y por la problemática financiación de éstos por parte de unas parroquias con escasa capacidad económica y una haciendas municipales muy esquilmadas durante el último cuarto del Setecientos. En cualquier caso, la apatía fue vencida por el rigor de la epidemia finisecular y los nuevos cementerios, aunque con muchos problemas se pusieron en marcha. En ellos, desde un primer momento, se respetó la dicotomía pobres/iicos (fosas comunes/ nichos para individuos «de distinción»), y el lugar, aunque fuera del poblado, conservó su carácter sagrado, al adosarse en casi todos ellos capillas72 o situarse junto a ermitas o restos de antiguas capillas7'. Con el tiempo, además fueron convenientemente separados del espacio circundante con la construcción de cercas y tapias protectoras. Es este tema, a saber, la desprotección en que los cadáveres entenados estaban, expuestos a ser presa de los animales y profanados el que angustia a la población, según se remite en los informes que manejamos. Sobre todo, en los primeros años del ochocientos, cuando la epidemia de fiebre amaillla está en su mayor fragor y los despoblados destinados a entierros no han sido aún convenientemente vallados74. Y es también esta preocupación por el despojo humano y su conseivación la que nos invita a reflexionas sobre la supuesta identificación del hombre y su destino con el alma y la escasa sensibilidad por el cuerpo y su fin en la escatología moderna. Cuando el cura de Los Bari-ios, Luis Meléndez informa al Obispo de Cádiz sobre la necesidad de tapiar el cementerio de esta población se expresa en los siguientes términos:

«No me era posible mirar sin honor y estremecimiento el que los cuerpos donde habitaron unas almas chsistianas que acaso serían ya bienaventuradas, y que en algún día con reunión a las mismas habían de resucitar para recibir de la mano de Dios los honssosos dotes de gloria y brillar a su vista eternamente en el cielo, como el sol en su mayor magnificencia, honor y grandeza se viesen aora acá en la tier-ra con una sueste de ignominia e inhumanidad vilipendiosa igual a la que ctipo tal vez en el mundo únicamente a los más infames, y delincuentes de él en pena de sus atrocissimos delitos...»75.

71 Ibídem. 72 Al cementerio de Cádiz pronto se le adosa una pequeña capilla. 73 En Paterna se elige para cementerio un liigar junto a los vestigios de la emita de San Sebastián (A.D.C.)

Secretaría de Cámara, 1, 55 bis). En Puerto Real, después de un primer momento en que los cadáveres se entierran en La Esparraguera, un bienhechor construye un pequeño cementerio junto a una capilla titulada de San Benito (Ibídem, L. 62).

74 Así en el de La Eritaña, el más famoso de Sevilla, según el informe ya citado «se reduce a una empalizada como para encerrar ganadon (A.D.C. Secretaría de Cámara, 1. 57).

75 Ibídem, Infoime de 16 de julio de 1806.

En términos parecidos nana Juan Acisclo de Vera, coadministrador de la diócesis de Sevilla, en julio de 1802, el hoi-sor de los sevillanos ante el cementerio de la Eritaña, fundamentado, según él, en el miedo a la profanación de los cadáveres de sus mayores y en el miedo al ol~ido'~.Pero además de estas noticias indirectas sobre el culto al cuerpo, tenemos la fortuna de contar con un expediente que hace referencia a una disputa que sobre el tema de la Resurrección tiene lugar en Cádiz, en abril de 1804, y que pone de manifiesto la sensibilidad general hacia el destino último del cuerpo. La polémica comienza por una simple discusión, entablada en la sacristía de la Iglesia parroquia1 de Santiago entre el párroco de la misma, Pedro Gómez Bueno y fray Pedro de San José, religioso mercedario descalzo y calificador del Tribunal de la Inquisición quien, después de oír el sermón donde el párroco había prometido a sus fieles la resun-ección final, y en presencia de algunos de éstos, contradijo al cura afirmando que la resursección no era una verdad de fe. Lo que se pudo haber quedado en una simple disputa teológica, se propagó por la ciudad, siendo motivo de escándalo y de multitud de comentarios. En el informe que los curas páirocos remiten el Obispo afirman que el pueblo gaditano se ha dividido en bandos, opinando unos que no es de fe la resurrección, y otros que el cura es un ignorante, aquellos que el religioso está loco y finalmente «están los que toman el partido medio, pero de perjudiciales resultas, exclamando que los clérigos y frailes son árbitros para añadir o quitar al símbolo lo que gusten»77. El perjuicio que está causándose -según los pá- rrocos- a su ministerio es claro, y a toda la Iglesia puesto que «los sectarios, los naturalistas, los protestantes, los incrédulos y libertinos en que abunda esta plaza, han encontrado en el suceso un nuevo motivo para satirizar a ambos cleros y burlarse de su creencia», máxime porque fray Pedro repite, propaga y desafía a cuantos quieran contradecirlo, afirmando que no es preciso estar con La Vulgata en este punto y que Trento no exige la fe en este dogma sino que sólo la recomienda. Siguen diciendo los curas:

«Cádiz está alborotado con este lance: todos hablan de él y no siendo todos capaces de decidir en su materia, el resultado es que el dogma corre mezclado y confundido con la opinión por las barberías, por los cafés, por las tertulias, sin que haya quien se atreva a separarlo...»78.

La disputa se da por zanjada con la intervención del obispo, quien el 8 de mayo del mismo año hace público un edicto, donde manda a los curas párrocos que sigan enseñando esta doctrina, según recomienda el Manual, y a los eclesiásticos, así seculares como regulares, y a los fieles de la diócesis que se abstengan de contradecir esta creencia en púlpito o fuera de él, ya sea de palabra o por escrito7'. Sin duda el tema, después de años de actitud ambigua de la

76 «Estos, que en su vida han visto depositarse las cenizas de sus mayores al pie de los altares y donde permanecen libres de toda profanación, quieren más, teniendo por menos desastre la muerte misma que verse privados de igual dicha ..., conducidos -los cadáveres- en unos infelices carros con la más graduada vileza, azinados una multitud de cadáveres de diferentes sexos y estados, y entregados a un infeliz carrero ... que tal vez se iba divirtiendo con los trofeos de la muerte, que conducía y tal vez, y sin tal vez, ¡que horror! zebaba su pasión en los mismos cuerpos que habiendo muerto en el ósculo del Señor esperan la Resurrección más gloriosa ... (Ibídem, Informe de Juan Acisclo de Vera, Secretaría de Cámara, L. 57).

77 Ibídem, L. 67 bis. Informe de los curas del Sagrario de la Santa Iglesia Catedral de 30 de abril de 1804. 78 Ibídem. 79 Previamente en su Edicto el Obispo hace una descripción de los acontecimientos, corroborando lo informado

por los curas, «...esperábamos que sofocada en su origen mismo -se refiere a la polémica- no habría tenido más resultas que las de una confidencial y casual disputa entre religiosos instruidos, más con mucho dolor de nuestro

Iglesia, era una de esas «cuestiones dudosas» sobre las que resultaba preferible no ophar, pero la trascendencia que la polémica tuvo y la capacidad de movilización de este mensaje, muestra que el destino del cuerpo no era ajeno a la sensibilidad de esta época.

Aquí simplemente hemos querido reflexionar sobre la importancia que el cuerpo y los gestos que él propicia tienen en el ritual bmoco de la muerte, advirtiendo de la trascendencia que la espacialización del cadáver tiene en el mismo. Todo ello a partir de un gesto: la inhumación, condicionado por la imagen que este hombre tiene de su entorno y de la vida de ultratumba, y que constituye un pilar básico en este ritual funerario. Los cambios que se operan en este espacio a finales del siglo XVIII, y que se concretarán en la salida de los cadáveres de las ciudades y su localización posterior en un cementerio extramuros, común para todo el vecindario, suponen la culminación de un proceso en el que el ánimo colectivo occidental ha ido tomando consciencia de la peligrosidad que resulta de la tradicional vecindad entre vivos y muertos. En este sentido asistimos, fundamentalmente, a una preocupación creciente por la higiene pública y la sanidad. El nuevo cementerio conservará algunas de la características de los antiguos espa- cios, su carácter religioso, su virtualidad reforzadora de las solidaridades y su condición de espacio jerarquizado. La conservación de una naturaleza «cuasi» sagrada se debe, no sólo a que se adosen a los nuevos cementerios capillas, o a que éstos se establezcan sobre los restos de ermitas abandonadas, sino también a que el hombre de todos los tiempos siente un especial respeto por el lugar donde ha sido entenado un cuerpo, siendo éste el que sacraliza una tiena. Por todo esto, en algunas zonas, como es el caso de Cádiz, no asistimos a una oposición sistemática ante el establecimiento de los nuevos cementerios; sin embargo, el nuevo espacio aunque no impide sí enfría algo que era notorio en las inhumaciones en los templos, a saber, la comunión entre los despojos del fiel y la vida de ultratumba. El carácter trascendente de este espacio, su vinc~ilación con el más allá, será menos evidente en el nuevo cementerio que en la iglesia donde los cuerpos esperaban y el alma se beneficiaba de los sufragios de los fieles. Es este miedo al olvido, el que expone Juan Acisclo de Vera, coadministrador de la diócesis de Sevilla, y en el que se apoya la oposición de los sevillanos a ser enterrados en la Eritaña, lugar donde «no es tan fácil presentarse sus deudos y que la muda presencia de las suyas recuerden y fuercen aun a los más desmemoriados la necesidad en que se halla de sus oraciones aquel a quien debieron su ser, o crianza, fortuna o particulares respetos»8o. La insistencia de la pastoral de la Iglesia en la salvación del alma y en el juicio inminente, habían alejado del horizonte la esperanza de la resurrección. E1 tema no está completamente olvidado a comienzos del XTX, según hemos visto, pero también es evidente que es un aspecto sobre el que existe confusión dentro de la misma Iglesia, y que acabará perdiendo su naturaleza de pieza clave dentro del esquema de la vida de ultratumba. El nuevo espacio para la mueste que conserva su consideración de espacio sagrado, dif~imina, en cambio, su cualidad de «lugar de espera» para el más allá, o a1 menos para un más allá con las características concretas que tiene para la fe cristiana.

corazón hemos sido avisados e informados que, divulgado este suceso por tertulias, paseos, cefés y otros pardges públicos ... se suscitan partidos, debates, dudas y questiones sobre otros puntos y artículos de fe, con escándalo y mal exemplo, y aún parece se dedican algunos a escribir sobre ello papeles o disertaciones», Edicto de D. Francisco Xavier Utrera, obispo de Cádiz y Algeciras, de 8 de mayo de 1804 (A.D.C. Secretaría de Cámara, L. 67 bis).

80 Ibídem, L. 57.