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STEPHEN CRANE

CUENTOS INVOLUNTARIOS

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Stephen Crane

Nació el 1 de noviembre de 1871 en Nueva Jersey, Estados Unidos. Fue periodista, poeta y novelista de notable influencia en la literatura del siglo XX y perteneciente a la corriente naturalista.

Inició su carrera como escritor con la novela Maggie: una chica de la calle (1893), aunque la publicó bajo un seudónimo y no obtuvo reconocimiento en el momento de su publicación. Actualmente, este libro es un clásico de la literatura estadounidense. Entre sus demás obras figuran El rojo emblema del valor (1896), un relato realista sobre la guerra civil estadounidense, El bote abierto (1898), libro en el que narra su experiencia de naufragio cuando se embarcó con una expedición rumbo a Cuba, e Historias de Whilomville (1900), su obra más popular.

Falleció el 5 de junio de 1900, a los 28 años, en Badenweiler, Alemania.

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Cuentos involuntarios Stephen Crane

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: María Grecia Rivera CarmonaCorrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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UNA ILUSIÓN EN ROJO Y BLANCO

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Durante las largas noches del bloqueo de Cuba, los hombres que iban a bordo de aquel pequeño y basculante bote mensajero intimaban tanto como si hubiesen sido enterrados en el mismo ataúd. Corresponsales que en Nueva York se comportaban como individuos vanidosos y egoístas se convertían en personas amables y sencillas. Cada uno de ellos contaba todo lo que sabía, y a veces más. Este relato se lo debo a uno de los astros más brillantes del periodismo neoyorquino.

Ahora, así es cómo imagino que sucedió la cosa. No sé si ocurrió de este modo, pero así es cómo imagino que sucedió. Y siempre me ha parecido una historia muy interesante. Llevaba poco tiempo en el periódico cuando el editor me encargó la información en un interesante caso de asesinato.

Lo ocurrido era lo siguiente: en un apartado condado del estado de Nueva York, un granjero cobró un gran aborrecimiento hacia su esposa; un día entró en la cocina armado de un hacha, y en presencia de sus cuatro hijos descargó un hachazo sobre la nuca de su esposa. Esto sucedió a primera hora de la mañana, pero el granjero ordenó a sus hijos que se fueran a la cama. Entonces

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trasladó el cadáver de su esposa a un bosque cercano y lo enterró.

El granjero en cuestión se llamaba Jones. Su hijo mayor se llamaba Freddy. Una semana después del asesinato, un vecino que vivía en una granja apartada pasó por delante de la casa en su carreta y vio a Freddy jugando junto al camino. Se detuvo y le preguntó al muchacho qué tal marchaba la familia Jones.

—Todos estamos perfectamente —respondió Freddy—. Todos… menos mamá, que está muerta.

—¿Muerta? —exclamó el asombrado granjero—. ¿Cuándo murió y de qué?

—¡Oh! —respondió Freddy—. La semana pasada, un hombre de pelo rojo y grandes dientes blancos entró en la cocina y mató a mamá con un hacha.

El granjero se indignó con el muchacho al oír aquella fábula infantil que no tenía sentido, y se marchó gruñendo contra la fantasía de los muchachos, que en este caso era una fantasía macabra. Pero aquella misma noche contó el incidente en una taberna, y cuando la gente empezó

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a echar de menos a la familiar figura de la señora Jones en la iglesia metodista los domingos por la mañana, no pararon hasta que se abrió una investigación. El granjero Jones fue detenido por asesinato, y el cadáver de su esposa fue rescatado de su tumba en el bosque y enterrado por su propia familia.

El principal interés se centra ahora en los muchachos. Los cuatro declararon que se hallaban en la cocina en el momento del crimen, y que el asesino tenía el pelo rojo. El virtuoso Jones tenía el pelo gris. Los muchachos aseguraron también que los dientes del asesino eran grandes y blancos. Jones solo tenía ocho dientes, pequeños y ennegrecidos por el tabaco. Las manos del asesino, según los muchachos, eran blancas. Y las manos de Jones tenían el color de las nueces negras. Los niños repitieron una y otra vez, llorando, la descripción, sin incurrir en contradicciones esenciales y sin dar en ningún momento la impresión de que recitaban una lección aprendida de antemano, cosa que hubiese podido despertar sospechas.

Los niños fueron puestos al cuidado de algunas mujeres, las cuales los atendieron cariñosamente, mientras unos estúpidos detectives los interrogaban incansablemente.

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Las respuestas eran siempre las mismas: el asesino tenía el pelo rojo, grandes dientes blancos y manos también blancas. Jones permanecía sentado en su celda, con la barbilla tristemente hundida en el pecho. Dijo que no sabía nada del asesinato. Creyó que su esposa se había marchado a visitar a algún pariente. Había disputado con ella, y ella le había dicho que iba a marcharse una temporada a fin de darle tiempo a reflexionar. ¿Había visto la sangre en el suelo? Sí, había visto la sangre en el suelo. Pero el día de la desaparición de su esposa había matado un conejo y creyó que la sangre era del animal. ¿Qué le habían dicho sus hijos cuando regresó del campo? Le habían hablado de un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas. A la pregunta de por qué no informó a la policía del condado, respondió que no había creído que valiera la pena molestar a la policía por una cosa que no tenía importancia. Desde luego, odiaba a su esposa y se alegraba de haberse librado de ella. Creyó que su esposa lo había abandonado; y nunca prestó crédito a la fantástica historia que le contaron sus hijos.

La mayor parte de la gente estaba convencida de la culpabilidad de Jones, pero un sector opinaba que Jones

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era un hombre rudo y brutal, sí, pero no un asesino. Por otra parte, los niños no pueden mentir, y los hijos de Jones, al ser interrogados, habían declarado que el asesinato había sido cometido por un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas. Yo mismo hablé varias veces con los muchachos, y quedé sorprendido del poder convincente de su fantástica versión de los hechos. Brillando en las profundidades de aquellos límpidos ojos infantiles, uno llegaba a ver la imagen de un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas.

Ahora voy a decirles lo que sucedió… cómo imagino que sucedió. Poco después de haber enterrado a su esposa en el bosque, Jones regresó a la casa. Al no ver a nadie, llamó del modo acostumbrado: «¡Madre!». Los chiquillos se presentaron ante él, temblando. «¿Dónde está la madre de ustedes?», preguntó Jones. Los chiquillos lo miraron con expresión asustada. Freddy tomó la palabra: «Estábamos en la cocina, entraste tú y golpeaste a mamá con un hacha; y luego nos enviaste a la cama». «¿Yo? —exclamó Jones—. No he estado cerca de la casa desde la hora del desayuno».

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Los chiquillos no supieron qué contestar. Sus mentes infantiles conservaban la idea de que el hombre del hacha era su padre, pero su padre lo negaba, y, por lo tanto, no podía ser cierto. El asunto era misterioso, triste y los hacía llorar.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre? —preguntó Jones.

Freddy vaciló.

—Era… se parecía mucho a ti, papá.

—¿A mí? —dijo Jones—. ¿No has dicho que tenía el pelo rojo?

—No, no he dicho eso —respondió Freddy—. Pensé que tenía el pelo gris, como tú.

—Bueno —dijo Jones—, he visto a un hombre de pelo rojo que se alejaba por el camino, y pensé que tal vez podía haber sido él.

La pequeña Lucy intervino entonces con profundo convencimiento:

—Su pelo era un poco rojo, papá. Yo lo vi.

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—No —dijo Jones—. El hombre que yo vi tenía el pelo muy rojo. Y ¿qué aspecto tenían sus dientes? ¿Eran grandes y blancos?

—Sí —respondió Lucy—. Grandes y blancos.

Incluso Freddy se sintió inclinado a reconocerlo así:

—Creo que sus dientes eran blancos y grandes, papá.

Jones no habló más del asunto, de momento. Más tarde les dijo a los chiquillos que su madre se había marchado a hacer una visita, y ellos lo aceptaron, aunque en sus mentes no acababan de encajar del todo las piezas de aquel rompecabezas. Jones realizó sus tareas como si no hubiese pasado nada.

Al día siguiente, mientras estaban desayunando, Jones le dijo a la pequeña Lucy:

—¿Te fijaste bien en el hombre de pelo rojo y grandes dientes blancos? ¿Notaste algo más en él?

Lucy se irguió en su silla y mostró el infantil deseo de proporcionar alguna valiosa información que mereciera la aprobación de su padre.

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—Tenía las manos blancas… unas manos muy blancas.

—¿Es verdad eso, Freddy? —preguntó al muchacho.

—No me fijé mucho en ellas, pero creo que eran blancas.

—¿Y qué nos dice la pequeña Marta? —inquirió el cariñoso padre—. ¿Viste tú al hombre malo?

Marta, que solo tenía cuatro años, respondió solamente:

—Su pelo era rojo, y su mano era blanca… muy blanca.

—Ese es el hombre que vi alejarse por el camino —le dijo Jones a Freddy.

—Sí, tuvo que ser él —dijo el muchacho, con el cerebro completamente embrollado.

Nuevamente, Jones guardó silencio sobre el asunto. Desde el punto de vista de los chiquillos, los adultos actúan de un modo incomprensible. Por ejemplo, ¿puede haber algo más incomprensible que un hombre dueño de

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dos caballos ande todo el día por el campo, golpeando la tierra con una azada? Y, ¿por qué cortan la hierba más larga y la meten en un granero? Y así por el estilo. La vida y los actos de los adultos son profundamente misteriosos. Por lo tanto, si un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas había descargado un hachazo sobre la nuca de su madre, se trataba simplemente de un fenómeno perteneciente al misterio de la vida adulta. El pequeño Henry, cuando tenía un deseo, gritaba y golpeaba la mesa con su cuchara. Esto era para él la vida. El hecho de que su madre hubiese sido asesinada no lo afectaba en absoluto.

Un día, Jones, que no había hablado más con sus hijos del hombre de pelo rojo, les dijo súbitamente:

—Vamos a ver, hijos míos. Me he estado preguntando si se habrán equivocado. ¿Están absolutamente seguros de que aquel hombre tenía el pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas?

Los chiquillos protestaron airadamente.

—¡Desde luego, papá! —dijo Freddy—. No nos equivocamos. Lo vimos como te estamos viendo a ti.

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Más tarde, la mente del propio Freddy empezó a trabajar por su cuenta. La imagen del hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancos fue concretándose en ella, y la prolongada ausencia de su madre le intrigó más y más. De repente, se le ocurrió la idea de que su madre estaba muerta. Freddy sabía lo que era la muerte. En cierta ocasión había visto un perro muerto; también había visto ratones, gallinas y conejos muertos. Un día le preguntó a su padre:

—Papá, ¿volverá mamá a casa?

Jones dijo:

—Creo que no, hijo mío.

Esta respuesta confirmó al muchacho en su idea. Sabía que las personas que mueren no vuelven a sus casas.

La actitud de Jones hacia la historia del hombre del hacha era muy singular. Se mostraba incrédulo. Protestaba contra el convencimiento de los chiquillos, pero no consiguió que cambiaran su versión. Estaban absolutamente convencidos de haberlo visto.

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La historia, en realidad, termina aquí. Pero quiero añadir algo que los divertirá. El jurado condenó a Jones a morir en la horca, y su veredicto fue completamente justo: antes de morir, Jones confesó. Freddy es ahora un respetable comerciante de Ogdensburg. Y lo curioso del caso es que está convencido de que la confesión de su padre fue una mentira. Considera a su padre como una víctima de la estupidez de los jurados, y tiene la esperanza de encontrar, algún día, al hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas, cuya imagen permanece grabada en su memoria con tal nitidez, que podría localizarlo en medio de una multitud de diez mil hombres.

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CON LA CARA HACIA ARRIBA

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I

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó el ayudante, inquieto y agitado.

—Enterrarlo —respondió Timothy Lean.

Los dos oficiales bajaron la vista hacia el cuerpo de su compañero, que yacía tendido a sus pies. Tenía el rostro azulado; los ojos brillantes miraban al cielo. Por encima de las dos siluetas de pie se oía el silbido de las balas, y, en la cima de la loma, la postrada infantería Spitzbergen disparaba rítmicas descargas cerradas.

—No crees que sería mejor… —empezó a decir el ayudante—. Podríamos dejarlo aquí hasta mañana.

—No —dijo Lean—. No voy a poder sostener nuestra posición más de una hora. Tengo que retroceder y debemos enterrar al viejo Bill.

—Por supuesto —replicó el ayudante de inmediato—. ¿Tus hombres tienen herramientas de trinchera?

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Lean gritó en dirección a la pequeña línea de fuego, y dos hombres se acercaron lentamente, con un pico y una pala. Se quedaron mirando en dirección a los tiradores apostados de Rostina. Las balas restallaban cerca de sus oídos.

—Cava aquí —ordenó Lean, de mal humor.

Los hombres, obligados a bajar la vista hacia el césped, empezaron a darse prisa y a sentir miedo, pues no podían ver de dónde venían las balas. El golpe seco del pico golpeando contra la tierra resonaba entre el rápido estallido de las balas cercanas. Al poco rato, el otro soldado raso empezó a cavar con la pala.

—Supongo —dijo el ayudante, despacio— que deberíamos buscar en la ropa… cosas.

Lean asintió. Juntos, ensimismados en forma extraña, observaron el cadáver. Entonces, Lean agitó los hombros, como si se despertara de improviso.

—Sí —respondió—, será mejor que veamos qué tiene.

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Se puso de rodillas y acercó las manos al cuerpo del oficial muerto, pero las manos le temblaron sobre los botones de la chaqueta. El primer botón tenía un color rojo ladrillo debido a la sangre seca, y Lean, al parecer, no se atrevía a tocarlo.

—Vamos, sigue —dijo el ayudante, con voz ronca.

Lean extendió la mano rígida y sus dedos manipularon con torpeza los botones manchados de sangre. Por fin se levantó con la cara pálida. Encontró un reloj, un silbato, una pipa, una bolsa de tabaco, un pañuelo, un pequeño estuche de naipes, y papeles. Miró al ayudante. Se hizo un silencio. El ayudante sentía que se había portado como un cobarde al permitir que Lean llevara a cabo por sí solo la deprimente tarea.

—Bueno —dijo Lean—. Eso es todo, creo. Tú tienes su espada y revólver.

—Sí —respondió el ayudante con una mueca. Pero entonces, con una furia inexplicable y repentina, se dirigió a los dos soldados rasos:

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—¿Por qué no se apuran con esa tumba? ¿Qué es lo que creen que están haciendo? Vamos, rápido, ¿me oyen? Nunca vi semejante estupidez…

Al mismo tiempo que el ayudante gritaba en un arrebato de cólera, los dos hombres luchaban por sus vidas. En forma constante, por encima de sus cabezas, seguían silbando las balas.

Terminaron de cavar la tumba. No era una obra de arte… tan solo un triste hueco de poco fondo. Lean y el ayudante se miraron de nuevo en un raro entendimiento silencioso.

De pronto, el asistente lanzó una carcajada ronca y espeluznante. Era una risa terrible, como las que surgen de aquella parte del cerebro que se ve estimulada ante todo por la vibración de los nervios.

—Bueno —le dijo a Lean, risueño—. Supongo que será mejor que lo arrojemos allí.

—Sí —respondió Lean. Los dos soldados rasos esperaban agachados sobre sus herramientas—. Creo —siguió Lean—

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que sería mejor que nosotros mismos lo metamos adentro.

—Sí —concedió el asistente. Y entonces, recordando que había obligado a Lean a registrar el cadáver, se inclinó con gran entereza y agarró al oficial muerto de la ropa. Lean se le acercó. Ambos pusieron especial cuidado en no rozar el cadáver con los dedos. Tiraron con fuerza; el cadáver se elevó, se movió de un lado a otro, se tambaleó y por fin se desplomó dentro de la tumba, y los dos oficiales, recobrando la postura, se miraron fijo uno a otro. Dieron un suspiro de alivio.

—Creo que deberíamos… deberíamos decir algo. ¿Recuerdas el servicio funerario, Tim?

—No suelen rezarlo hasta que no se cubre la tumba —respondió Lean.

—¿Ah, no? —dijo el ayudante, disgustado por haber cometido ese error—. Ah, bueno —exclamó, de repente—, digamos… digamos algo… mientras nos pueda oír.

—Está bien —contestó Lean—. ¿Te acuerdas del rezo?

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—No recuerdo ni una sola línea —dijo el ayudante.

Lean se mostró muy indeciso:

—Puedo repetir dos líneas, pero…

—Bueno, hazlo —insistió el ayudante— hasta donde puedas. Peor es nada, y las bestias esas ya nos tienen en la mira.

Lean observó a sus dos hombres.

—¡Atención! —vociferó una orden.

Los soldados rasos se cuadraron con cara de gran aflicción. El ayudante bajó el casco hasta la rodilla. Lean, con la cabeza descubierta, se ubicó frente a la tumba. Los tiradores apostados de Rostina disparaban sin tregua.

—Oh, Padre, nuestro amigo se ha sumergido en las aguas profundas de la muerte, pero su espíritu se ha elevado hacia Ti como surge la burbuja de los labios de los ahogados. Te suplicamos, oh, Padre, que repares en la pequeña burbuja flotante y…

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Lean, aunque ronco y pudoroso, había continuado sin vacilar hasta ese momento, pero se detuvo desesperado y miró el cadáver.

El ayudante se movió, ansioso.

—Y desde Tus majestuosas alturas… —empezó, y entonces él también se quedó callado.

—Y desde Tus majestuosas alturas —continuó Lean.

En forma repentina, el ayudante recordó una frase final del servicio funerario de Spitzbergen, y se aprovechó de ella con la actitud triunfante del hombre que lo ha recordado todo y puede proseguir.

—Oh, Dios, ten piedad…

—Oh, Dios, ten piedad… —coreó Lean.

—Piedad —repitió el ayudante, y se paró en seco.

—Piedad —siguió Lean, pero entonces se vio embargado de un profundo sentimiento de violencia, y girando hacia sus dos hombres, les gritó con crueldad—: ¡arrojen la tierra!

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El fuego de los tiradores de Rostina era certero y continuo.

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II

Uno de los afligidos soldados rasos se adelantó con la pala. Levantó la primera palada, y por un instante de incomprensible vacilación, la mantuvo suspendida sobre el cadáver que, con el rostro azulado, lo miraba fijo desde la tumba. Entonces el soldado volcó la tierra sobre… sobre los pies.

Timothy Lean sintió como si le hubieran quitado de pronto un enorme peso de encima. Por un instante temió que el soldado echara la tierra quizá sobre… sobre la cara. Pero la había volcado sobre los pies. Un gran punto a favor… ¡Ja, ja!… La primera palada había caído en los pies. ¡Qué satisfacción!

El asistente empezó a balbucear.

—Bueno, claro… un hombre con el que hemos compartido tantas cosas durante todos estos años… imposible… no puedes dejar, como bien sabes, que tus íntimos amigos se pudran al aire libre en el campo. ¡Usted, siga echando tierra, por amor de Dios!

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Súbitamente el hombre con la pala se agachó. Con la mano derecha se apretó el brazo izquierdo y miró a su oficial a la espera de órdenes. Lean recogió la pala del suelo.

—Vaya a la retaguardia —le dijo al hombre herido; y se dirigió al otro soldado—: usted también, póngase a cubierto. Me encargaré de terminar este asunto.

El hombre herido empezó a gatear en forma precipitada hacia la cima de la loma sin siquiera desviar la vista en dirección a las balas; el otro soldado lo siguió al mismo paso, pero con la diferencia de que miró ansioso hacia atrás por lo menos tres veces.

Así suelen comportarse… a menudo… los heridos y los no heridos.

Timothy Lean llenó la pala, dudó, y entonces, en un movimiento parecido a una mueca de repugnancia, lanzó la palada a la tumba. Cuando la tierra cayó, hizo un ruido: ¡plaf! Lean hizo una pausa de inmediato y se secó la frente como un trabajador agotado.

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—Quizá nos equivocamos —intervino el ayudante. Lanzó una mirada tonta a su alrededor—. Tal vez hubiese sido mejor no enterrarlo justo en este momento. Pero, claro, si esperábamos hasta mañana el cuerpo habría estado…

—¡Maldito seas! —exclamó Lean—. ¡Cierra el pico! No era el oficial de más alto rango.

Volvió a llenar la pala y arrojó la tierra en el foso. La tierra siempre hacía ese ruido: ¡plaf! Durante un buen rato, Lean trabajó frenético, como un hombre que cava su propia salvación.

En poco tiempo solo quedó a la vista el rostro azulado. Lean llenó de nuevo la pala.

—¡Dios mío! —le gritó al ayudante—. ¿Por qué no le diste vuelta de algún modo cuando lo metiste allí? Esto… —entonces Lean empezó a tartamudear.

El asistente comprendió. Hasta los labios se le pusieron lívidos.

—¡Sigue, hombre, sigue! —exclamó, suplicante, casi gritando.

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Lean balanceó la pala hacia atrás. Esta se adelantó curvada como un péndulo. Cuando la tierra cayó, hizo un ruido: ¡plaf!

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