cuentos infantiles parte ii

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CUENTOS INFANTILES PARTE II VARIOS AUTORES

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Segunda parte de una recolección de cuentos infantiles que realicé para encargo.

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CUENTOS

INFANTILES

PARTE II VARIOS AUTORES

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CUENTOS INFANTILES

PARTE II

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EL SASTRECILLO VALIENTE

Una mañana de primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a

su mesa, al lado de la ventana. Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en

esto, una campesina pasaba por la calle pregonando su mercancía:

-¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!

Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por la

ventana y llamó a la vendedora:

-¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!

Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo con su

pesada cesta a cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para

enseñárselos al sastre. Éste los miraba y los volvía a mirar uno por uno, metiendo

en ellos las narices; por fin, dijo:

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-La mermelada me parece buena, así que pésame dos onzas, buena mujer, y si

llegas al cuarto de libra, no vamos a discutir por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó

malhumorada y refunfuñando:

-¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me dé

salud y fuerza!

Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de

mermelada.

-Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminaré este jubón.

Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento

estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía

por la habitación, hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran

número; éstas, sintiéndose atraídas por el olor, se lanzaron sobre el pan como un

verdadero enjambre.

-¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan

indeseables huéspedes.

Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la

carga en bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la

paciencia; irritado, cogió un trapo y, al grito de: «¡Esperad, que ya os daré!»,

descargó sin compasión sobre ellas un golpe tras otro. Al retirar el trapo y

contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.

-¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene que

saberlo toda la ciudad.

Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le

bordó en grandes letras: «¡Siete de un golpe!»

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-¡Qué digo la ciudad! -añadió-; ¡el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y su

corazón palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.

Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su

taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo

rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero

sólo encontró un queso viejo, que se metió en el bolsillo. Frente a la puerta vio un

pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el

bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era

delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se encontró

con un gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el paisaje. El

sastrecillo se le acercó con atrevimiento y le dijo:

-¡Buenos días, camarada! ¿Qué tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no?

Hacia él voy yo precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?

El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:

-¡Quítate de mi vista, imbécil! ¡Miserable criatura…!

-¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el

cinturón-; ¡aquí puedes leer qué clase de hombre soy!

El gigante leyó: «Siete de un golpe» y, pensando que se trataba de hombres

derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos

decidió ponerlo a prueba: agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas

gotas de agua.

-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!

-¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el

jugo.

-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

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El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel

hombrecillo. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas

podía seguirla.

-Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.

-Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora

verás.

Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de verse

libre, se elevó por los aires y se perdió de vista.

-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.

-Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar

alguna carga digna de este nombre.

Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que estaba derribado en el

suelo, le dijo:

-Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

-Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y yo

me encargaré de la copa, que es lo más pesado .

En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre una

rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar también

con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento allí

detrás y se puso a tararear la canción: «Tres sastres cabalgaban a la ciudad»,

como si el cargar árboles fuese un juego de niños.

El gigante, después de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y

gritó:

-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si

lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:

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-¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa,

donde cuelgan las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en

manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era

demasiado débil para sujetar el árbol y, en cuanto lo soltó el gigante, volvió a

enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin hacerse

daño, y el gigante le dijo:

-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?

-No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante

minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por

encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los

matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que

también esta vez el sastrecillo se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra cueva y pasa la noche con

nosotros.

El sastrecillo aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna,

encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego; cada uno tenía en la mano

un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecillo miró a su alrededor y

pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller».

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin

embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de

acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón.

A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente

dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un

formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que

había despachado para siempre a tan impertinente saltarín. A la mañana

siguiente, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecillo, se disponían a marcharse

al bosque cuando, de pronto, lo vieron venir hacia ellos tan alegre y tranquilo

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como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar y, creyendo que

iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

El sastrecillo prosiguió su camino, siempre a la buena de Dios. Tras mucho

caminar, llegó al jardín del palacio real y, como se sentía muy cansado, se echó a

dormir sobre la hierba. Mientras dormía, se le acercaron varios cortesanos, lo

examinaron de arriba a abajo y leyeron en el cinturón: «Siete de un golpe».

-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que

estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre

extremadamente valioso en caso de guerra y que, en modo alguno, debía perder

la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo y envió a

uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El

emisario permaneció junto al durmiente y, cuando vio que abría los ojos y

despertaba, le comunicó la propuesta del rey.

-Precisamente por eso he venido aquí -respondió el sastrecillo-. Estoy dispuesto a

servir al rey.

Así que lo recibieron con todos los honores y le prepararon una residencia

especial para él.

Pero los soldados del rey estaban molestos con él y deseaban verlo a mil leguas

de distancia.

-¿Qué ocurrirá? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y nos ataca, a

cada golpe derribará a siete. Eso no lo resistiremos.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del

ejército.

-No estamos preparados -le dijeron- para estar al lado de un hombre capaz de

matar a siete de un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder a todos

sus fieles servidores. Se lamentaba de haber visto al sastrecillo y, gustosamente,

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se habría desembarazado de él; pero no se atrevía a hacerlo, por miedo a que lo

matara junto a todos los suyos y luego ocupase el trono. Estuvo pensándolo

largamente hasta que, por fin, encontró una solución. Mandó decir al sastrecillo

que, siendo tan poderoso guerrero, tenía una propuesta que hacerle: en un

bosque del reino vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus

robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin

correr peligro de muerte. Si él lograba vencer y exterminar a estos dos gigantes,

recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como dote nupcial; además, cien

jinetes lo acompañarían y le prestarían su ayuda.

«¡No está mal para un hombre como tú!» -se dijo el sastrecillo-. «Que a uno le

ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos

los días».

-Claro que acepto -respondió-. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no

necesito a los cien jinetes. El que derriba a siete de un solo golpe no tiene por qué

asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecillo se puso en marcha, seguido por los cien jinetes. Al llegar

al lindero del bosque, dijo a sus acompañantes:

-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar por todas partes.

Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes: estaban durmiendo al pie de un

árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El

sastrecillo, ni corto ni perezoso, se llenó los bolsillos de piedras y trepó al árbol.

Antes de llegar a la copa se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de

los durmientes; entonces fue tirando a uno de los gigantes una piedra tras otra,

apuntándole al pecho. El gigante, al principio, no sintió nada, pero finalmente

reaccionó dando un empujón a su compañero y diciéndole:

-¿Por qué me pegas?

-Estás soñando -dijo el otro-; yo no te estoy pegando.

De nuevo se volvieron a dormir y, entonces, el sastrecillo le tiró una piedra al otro.

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-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?

-No te he tirado ninguna piedra -refunfuñó el primero.

Aún estuvieron discutiedo un buen rato; pero como los dos estaban cansados,

dejaron las cosas como estaban y volvieron a cerrar los ojos. El sastrecillo siguió

con su peligroso juego. Esta vez, eligiendo la piedra más grande, se la tiró con

toda su fuerza al primer gigante, dándole en todo el pecho.

-¡Esto ya es demasiado! -gritó furioso el gigante. Y saltando como un loco,

arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo

hizo temblar. El otro le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron

tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron golpeándose con

ellos hasta que ambos cayeron muertos al mismo tiempo. Entonces bajó del árbol

el sastrecillo.

-Es una suerte que no hayan arrancado el árbol en que me encontraba -se dijo-,

pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla; menos mal que soy ágil.

Y, desenvainando la espada, asestó unos buenos tajos a cada uno en el pecho.

Enseguida se fue a ver a los jinetes y les dijo:

-Se acabaron los gigantes, aunque debo reconocer que ha sido un trabajo

verdaderamente duro: desesperados, se pusieron a arrancar árboles para

defenderse; pero, cuando se tiene enfrente a alguien como yo, que mata a siete

de un golpe, no hay nada que valga.

-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.

-No piensen tal cosa -dijo el sastrecillo-; no me tocaron ni un pelo.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron

a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles

arrancados de cuajo.

El sastrecillo se presentó al rey para exigirle la recompensa ofrecida; pero el rey

se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.

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-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás

que llevar a cabo una nueva hazaña. En el bosque se encuentra un unicornio que

hace grandes estragos y debes capturarlo primero.

-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecillo- Siete

de un golpe: ésa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a

sus escoltas que lo esperasen fuera. No tuvo que buscar mucho: el unicornio se

presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a atravesarlo con su único

cuerno sin ningún tipo de contemplaciones.

-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecillo.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese

cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había

embestido con toda su fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente

que, por más que lo intentó, ya no pudo sacarlo y quedó aprisionado.

-¡Ya cayó el pajarillo! -dijo el sastre.

Y saliendo de detrás del árbol, ató la cuerda al cuello del unicornio y cortó el

cuerno de un hachazo; cogió al animal y se lo presentó al rey.

Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo:

antes de que la boda se celebrase, el sastrecillo tendría que cazar un feroz jabalí

que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la

ayuda de los cazadores.

-¡No faltaba más! -dijo el sastrecillo-. ¡Si es un juego de niños!

Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de

tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les

quedaban ganas de enfrentarse a él de nuevo. Tan pronto vio al sastrecillo, el

jabalí se lanzó sobre él con sus afilados colmillos echando espuma por la boca. A

punto de alcanzarlo, el ágil héroe huyó a todo correr en dirección hacia una ermita

que estaba en las cercanías; entró en ella y, de un salto, pudo salir por la ventana

del fondo. El jabalí había entrado tras él en la ermita; pero ya el sastrecillo había

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dado la vuelta y le cerró la puerta de un golpe, con lo que el enfurecido animal

quedó apresado, pues era demasiado torpe y pesado como para saltar por la

ventana. El sastrecillo se apresuró a llamar a los cazadores, para que

contemplasen al animal en su prisión.

El rey, acabadas todas sus tretas, tuvo que cumplir su promesa y le dio al

sastrecillo la mano de su hija y la mitad de su reino, celebrándose la boda con

gran esplendor, aunque con no demasiada alegría. Y así fue como se convirtió en

todo un rey el sastrecillo valiente.

Pasado algún tiempo, la joven reina oyó a su esposo hablar en sueños:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te

dé entre las orejas con la vara de medir.

Entonces la joven se dio cuenta de la baja condición social de su esposo, yéndose

a quejar a su padre a la mañana siguiente, rogándole que la liberase de un

hombre que no era más que un pobre sastre. El rey la consoló y le dijo:

-Deja abierta esta noche la puerta de tu habitación, que mis servidores entrarán

en ella cuando tu marido se haya dormido; lo secuestrarán y lo conducirán en un

barco a tierras lejanas.

La mujer quedó complacida con esto, pero el fiel escudero del rey, que oyó la

conversación, comunicó estas nuevas a su señor.

-Tengo que acabar con esto -dijo el sastrecillo.

Cuando llegó la noche se fue a la cama con su mujer como de costumbre; la

esposa, al creer que su marido ya dormía, se levantó para abrir la puerta del

dormitorio, volviéndose a acostar después. Entonces el sastrecillo, fingiendo que

dormía, empezó a dar voces:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te

dé entre las orejas con la vara de medir. He derribado a siete de un solo golpe, he

matado a dos gigantes, he cazado a un unicornio y a un jabalí. ¿Crees acaso que

voy a temer a los que están esperando frente a mi dormitorio?

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Los criados, al oir estas palabras, salieron huyendo como alma que lleva el diablo

y nunca jamás se les volvería a ocurrir el acercarse al sastrecillo.

Y así, el joven sastre siguió siendo rey durante toda su vida.

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HANSEL Y GRETEL

Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos

hijos: el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer y, en

una época de escasez que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni

siquiera podía ganarse el pan de cada día.

Estaba el leñador una noche en la cama, sin que las preocupaciones le dejaran

pegar ojo, cuando, desesperado, dijo a su mujer:

-¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo daremos de comer a los pobres pequeños?

Ya nada nos queda.

-Se me ocurre una idea -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos

a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les

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daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo.

Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.

-¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a abandonar

a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.

-¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los

cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes!

Y no cesó de importunarle, hasta que el pobre leñador accedió a lo que le

proponía su mujer.

-Pero los pobres niños me dan mucha lástima -concluyó el hombre.

Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo

que la madrastra dijo a su padre.

Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hansel:

-¡Ahora sí que estamos perdidos!

-No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para

salir del paso.

Cuando los viejos estuvieron dormidos, Hansel se levantó, se puso la chaquetilla

y, sigilosamente, abrió la puerta y salió a la calle. Brillaba una luna espléndida, y

los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como

monedas de plata. Hansel fue recogiendo piedras hasta que no le cupieron más

en los bolsillos de la chaquetilla. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:

-Nada temas, hermanita, y duerme tranquila. Dios no nos abandonará.

Y volvió a meterse en la cama.

Con las primeras luces del día, antes aun de que saliera el sol, la mujer fue a

llamar a los niños:

-¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque a por leña.

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Y dando a cada uno un mendruguillo de pan, les advirtió:

-Aquí tenéis esto para el almuerzo, pero no os lo vayáis a comer antes, pues no

os daré nada más.

Gretel recogió el pan en su delantal, puesto que Hansel llevaba los bolsillos llenos

de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. De cuando en

cuando, Hansel se detenía para mirar hacia atrás en dirección a la casa.

Entonces, le dijo el padre:

-Hansel, no te quedes rezagado mirando para atrás. ¡Vamos, camina!

-Es que miro mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós -respondió

el niño.

Y replicó la mujer:

-Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.

Pero lo que estaba haciendo Hansel no era mirar al gato, sino ir arrojando blancas

piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino.

Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:

-Ahora recoged leña, pequeños; os encenderé un fuego para que no tengáis frío.

Hansel y Gretel se pusieron a coger ramas secas hasta que reunieron un

montoncito. Encendieron una hoguera y, cuando ya ardía con viva llama, dijo la

mujer:

-Poneos ahora al lado del fuego, niños, y no os mováis de aquí; nosotros vamos

por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.

Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego y, al mediodía, cada uno se comió

su mendruguillo de pan. Y, como oían el ruido de los hachazos, creían que su

padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él

había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco.

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Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se

quedaron profundamente dormidos. Despertaron bien entrada la noche, en medio

de una profunda oscuridad.

-¿Cómo saldremos ahora del bosque? -exclamó Gretel, rompiendo a llorar.

Pero Hansel la consoló:

-Espera un poco a que salga la luna, que ya encontraremos el camino.

Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, Hansel, cogiendo de la mano a su

hermanita, se fue guiando por las piedrecitas blancas que, brillando como

monedas de plata, le indicaron el camino.

Estuvieron andando toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba.

Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó:

-¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Ya

creíamos que no pensabais regresar!

Pero el padre se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia

por haberlos abandonado.

Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país que volvió a

afectarles a ellos. Y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la

cama, decía a su marido:

-Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos

que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que

no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.

Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y dijo:

-Mejor harías compartiendo con tus hijos hasta el último bocado.

Pero la mujer no atendía a razones, y lo llenó de reproches e improperios; de

modo que el hombre no tuvo valor para negarse y hubo de ceder otra vez.

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Sin embargo los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando

los viejos se durmieron, Hansel se levantó de la cama con intención de salir a

recoger guijarros como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había

cerrado la puerta. Dijo , no obstante, a su hermanita para consolarla:

-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios nos ayudará.

A la mañana siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su

pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior.

Camino del bosque, Hansel iba desmigando el pan en el bolsillo y, deteniéndose

de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.

-Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -dijo el padre-. ¡Vamos, no te

entretengas!

-Estoy mirando a mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.

-¡Tarugo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que se

refleja en la chimenea.

Pero Hansel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los

niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. De

nuevo encendieron un gran fuego, y la mujer les dijo:

-Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, podéis dormir un poco. Nosotros

vamos a por leña y, al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a

recogeros.

A mediodía, Gretel repartió su pan con Hansel, ya que él había esparcido el suyo

por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a

buscarlos; se despertaron cuando era ya noche cerrada. Hansel consoló a Gretel

diciéndole:

-Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de

pan que yo he ido arrojando al suelo, y nos mostrarán el camino de vuelta.

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Cuando salió la luna se dispusieron a regresar, pero no encontraron ni una sola

miga; se las habían comido los miles de pajarillos que volaban por el bosque.

Hansel dijo entonces a Gretel:

-Encontraremos el camino.

Pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la

madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; además estaban

hambrientos, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres,

recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban

ya a sostenerlos, se echaron al pie de un árbol y se quedaron dormidos.

Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha,

pero cada vez se internaban más profundamente en el bosque; si alguien no

acudía pronto en su ayuda, morirían de hambre. Sin embargo, hacia el mediodía,

vieron un hermoso pajarillo blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol;

cantaba tan alegremente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo

terminado de cantar, abrió sus alas y emprendió el vuelo; y ellos lo siguieron,

hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; al acercarse, vieron que la

casita estaba hecha de pan y cubierta de chocolate, y las ventanas eran de puro

azúcar.

-¡Vamos a por ella! -exclamó Hansel-. Nos vamos a dar un buen banquete. Me

comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás lo

dulce que es.

Hansel se encaramó al tejado y partió un trocito para probar a qué sabía, mientras

Gretel mordisqueaba en la ventana. Entonces oyeron una fina voz que venía de la

casa, pero siguieron comiendo sin dejarse intimidar. Hansel, a quien el tejado le

había gustado mucho, arrancó un gran trozo y Gretel, tomando todo el cristal de

una ventana, se sentó en el suelo a saborearlo. Entonces se abrió la puerta

bruscamente y salió una mujer muy vieja, que caminaba apoyándose en un

bastón.

Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos;

pero la vieja, moviendo la cabeza, les dijo:

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-¡Hola, queridos niños!, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad y quedaos

conmigo que no os haré ningún daño.

Y, cogiéndolos de la mano, los metió dentro de la casita, donde había servida una

apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los

llevó a dos camitas que estaban preparadas con preciosas sábanas blancas, y

Hansel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo.

La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja

malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de

pan con chocolate con el único objeto de atraerlos. Cuando un niño caía en su

poder, lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; esto era para ella una gran fiesta. Las

brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato

es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos advierten la

presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hansel y Gretel, dijo

riéndose malignamente:

-¡Ya son míos; éstos no se me escapan!

Se levantó muy temprano, antes de que los niños se despertaran, y al verlos

descansar tan plácidamente, con aquellas mejillas sonrosadas, murmuró entre

dientes:

-¡Serán un buen bocado!

Y agarrando a Hansel con sus huesudas manos, lo llevó a un pequeño establo y

lo encerró tras unas rejas. El niño gritó con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil.

Se dirigió entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola

violentamente y gritándole:

-¡Levántate, holgazana! Ve a buscar agua y prepárale algo bueno de comer a tu

hermano; está afuera en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien

gordo, me lo comeré.

Gretel se echó a llorar amargamente, pero todo fue en vano; tuvo que hacer lo

que le pedía la malvada bruja. Desde entonces a Hansel le sirvieron comidas

Page 23: Cuentos infantiles parte II

~ 23 ~

exquisitas, mientras Gretel no recibía sino migajas. Todas las mañanas bajaba la

vieja al establo y decía:

-Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordito.

Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista

muy mala, creía que era realmente el dedo del niño, y se extrañaba de que no

engordase. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hansel continuaba tan

flaco, perdió la paciencia y no quiso esperar más tiempo:

-¡Anda, Gretel -dijo a la niña-, ve a buscar agua! Esté gordo o flaco tu hermano,

mañana me lo comeré.

¡Oh, cómo gemía la pobre hermanita cuando venía con el agua, y cómo le corrían

las lágrimas por sus mejillas!

-¡Dios mío, ayúdanos! -exclamó-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del

bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!

-¡Deja ya de lloriquear! -gritó la vieja-; ¡no te servirá de nada!

Por la mañana muy temprano, Gretel tuvo que salir a llenar de agua el caldero y

encender el fuego.

-Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la

masa.

Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de donde ya salían llamas.

-Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -dijo la bruja.

Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese dentro, para

asarla y comérsela también. Pero Gretel adivinó sus intenciones y dijo:

-No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo puedo entrar?

-¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la

abertura; yo misma podría pasar por ella.

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Y para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en el horno. Entonces Gretel,

de un empujón, la metió dentro y, cerrando la puerta de hierro, echó el cerrojo.

¡Qué chillidos tan espeluznantes daba la bruja! ¡Qué berridos más espantosos!

Pero Gretel echó a correr, y la malvada bruja acabó muriendo achicharrada

miserablemente.

Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hansel y le abrió la puerta,

exclamando:

-¡Hansel, estamos salvados; la vieja bruja ha muerto!

Entonces saltó el niño fuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué

alegría sintieron los dos! ¡Cómo se abrazaron! ¡Cómo se besaron y saltaron! Y

como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los

rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.

-¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hansel, llenándose de ellas los

bolsillos.

Y dijo Gretel:

-También yo quiero llevar algo a casa.

Y, a su vez, se llenó el delantal de piedras preciosas.

-Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado.

Después de algunas horas de camino llegaron a un ancho río.

-No podemos pasar -dijo Hansel-, no veo ni vado ni puente.

-Tampoco hay ninguna barca -añadió Gretel-; pero mira, allí nada un pato blanco;

si se lo pido nos ayudará a pasar el río.

Gretel llamó al patito pidiéndole que los ayudara.

El patito se acercó y Hansel se montó en él, y pidió a su hermanita que se sentara

a su lado.

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-No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; es mejor que nos lleve uno

tras otro.

Así lo hizo el buen patito, y cuando ya estuvieron en la otra orilla y hubieron

caminado un rato, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al

fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr,

entraron como una tromba y se echaron en los brazos de su padre. El pobre

hombre no había tenido una sola hora de felicidad desde el día en que

abandonara a sus hijos en el bosque; la madrastra había muerto. Sacudió Gretel

su delantal y todas las perlas y piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo,

mientras Hansel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron desde

entonces todas las penas y, en adelante, vivieron los tres muy felices y contentos.

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~ 26 ~

HISTORIAS DEL SOL

-¡Ahora voy a contar yo! -dijo el Viento.

-No, perdone -replicó la Lluvia-. Bastante tiempo ha pasado usted en la esquina

de la calle, aullando con todas sus fuerzas.

-¿Éstas son las gracias -protestó el Viento- que me da por haber vuelto en su

obsequio varios paraguas, y aún haberlos roto, cuando la gente nada quería con

usted?

-Tengamos la fiesta en paz -intervino el Sol-. Contaré yo.

Y lo dijo con tal brillo y tanta majestad, que el Viento se echó cuan largo era. La

Lluvia, sacudiéndolo, le dijo:

-¿Vamos a tolerar esto? Siempre se mete donde no lo llaman el señor Sol. No lo

escucharemos. Sus historias no valen un comino.

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~ 27 ~

Y el Sol se puso a contar:

-Volaba un cisne por encima del mar encrespado; sus plumas relucían como oro;

una de ellas cayó en un gran barco mercante que navegaba con todas las velas

desplegadas. La pluma fue a posarse en el cabello ensortijado del joven que

cuidaba de las mercancías, el sobrecargo, como lo llamaban. La pluma del ave de

la suerte le tocó en la frente, pasó a su mano, y el hombre no tardó en ser el rico

comerciante que pudo comprarse espuelas de oro y un escudo nobiliario. ¡Yo he

brillado en él! – dijo el Sol -. El cisne siguió su vuelo por sobre el verde prado

donde el zagal, un rapaz de siete años, se había tumbado a la sombra del viejo

árbol, el único del lugar. Al pasar el cisne besó una de las hojas, la cual cayó en la

mano del niño; y de aquella única hoja salieron tres, luego diez y luego un libro

entero, en el que el niño leyó acerca de las maravillas de la Naturaleza, de la

lengua materna, de la fe y la Ciencia. A la hora de acostarse se ponía el libro

debajo de la cabeza para no olvidar lo que había leído, y aquel libro lo condujo a

la escuela, a la mesa del saber. He leído su nombre entre los sabios -dijo el Sol-.

Se entró el cisne volando en la soledad del bosque, y se paró a descansar en el

lago plácido y oscuro donde crecen el nenúfar y el manzano silvestre y donde

residen el cuclillo y la paloma torcaz. Una pobre mujer recogía leña, ramas caídas,

que se cargaba a la espalda; luego, con su hijito en brazos, se encaminó a casa.

Vio el cisne dorado, el cisne de la suerte que levantaba el vuelo en el juncal de la

orilla. ¿Qué era lo que brillaba allí? ¡Un huevo de oro! La mujer se lo guardó en el

pecho, y el huevo conservó el calor; seguramente había vida en él. Sí, dentro del

cascarón algo rebullía; ella lo sintió y creyó que era su corazón que latía.

Al llegar a su humilde choza sacó el huevo dorado. «¡Tic-tac!», sonaba como si

fuese un valioso reloj de oro, y, sin embargo, era un huevo que encerraba una

vida. Se rompió la cáscara, y asomó la cabeza un minúsculo cisne, cubierto de

plumas, que parecían de oro puro. Llevaba cuatro anillos alrededor del cuello, y

como la pobre mujer tenía justamente cuatro hijos varones, tres en casa y el que

había llevado consigo al bosque solitario, comprendió enseguida que había un

anillo para cada hijo, y en cuanto lo hubo comprendido, la pequeña ave dorada

emprendió el vuelo.

La mujer besó los anillos e hizo que cada pequeño besase uno, que luego puso

primero sobre su corazón y después en el dedo.

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-Yo lo vi -dijo el Sol-. Y vi lo que sucedió más tarde.

Uno de los niños se metió en la barrera, cogió un terrón de arcilla y, haciéndolo

girar entre los dedos, obtuvo la figura de Jasón, el conquistador del vellocino de

oro.

El segundo de los hermanos corrió al prado, cuajado de flores de todos los

colores. Cogiendo un puñado de ellas, las comprimió con tanta fuerza, que el jugo

le saltó a los ojos y humedeció su anillo. El líquido le produjo una especie de

cosquilleo en el pensamiento y en la mano, y al cabo de un tiempo la gran ciudad

hablaba del gran pintor.

El tercero de los muchachos sujetó su anillo tan fuertemente en la boca, que

produjo un sonido como procedente del fondo del corazón; sentimientos y

pensamientos se convirtieron en acordes, se elevaron como cisnes cantando, y

como cisnes se hundieron en el profundo lago, el lago del pensamiento. Fue

compositor, y todos los países pueden decir: «¡Es mío!».

El cuarto hijo era como la Cenicienta; tenía el moquillo, decía la gente; había que

darle pimienta y cuidarlo como un pollito enfermo. A veces decían también:

«¡Pimienta y zurras!». ¡Y vaya si las llevaba! Pero de mí recibió un beso -dijo el

Sol-, diez besos por cada golpe. Era un poeta, recibía puñadas y besos, pero

poseía el anillo de la suerte, el anillo del cisne de oro. Sus ideas volaban como

doradas mariposas, símbolo de la inmortalidad.

-¡Qué historia más larga! -dijo el Viento.

-¡Y aburrida! -añadió la Lluvia-. ¡Sóplame, que me reanime!

Y el Viento sopló, mientras el Sol seguía contando:

-El cisne de la suerte voló por encima del profundo golfo, donde los pescadores

habían tendido sus redes. El más pobre de ellos pensaba casarse, y,

efectivamente, se casó.

El cisne le llevó un pedazo de ámbar. Y como el ámbar atrae, atrajo corazones a

su casa; el ámbar es el más precioso de los inciensos. Vino un perfume como de

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~ 29 ~

la iglesia, de la Naturaleza de Dios. Gozaron la felicidad de la vida doméstica, el

contento en la humildad, y su vida fue un verdadero rayo de sol.

-¡Vamos a dejarlo! -dijo el Viento-. El Sol ha contado ya bastante. ¡Cómo me he

aburrido!

-¡Y yo! -asintió la Lluvia.

¿Qué diremos nosotros, los que hemos estado escuchando las historias? Pues

diremos:

¡Se terminaron!.

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~ 30 ~

LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE

Érase una vez un Rey y una Reina que estaban tan afligidos por no tener hijos,

tan afligidos, que no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas

termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo

pusieron en práctica, sin que sirviera de nada.

Sin embargo, la reina quedó, por fin embarazada y dio a luz una niña. Hicieron un

hermoso bautizo; eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que

pudieron encontrar en el país (se encontraron siete), para que cada una de ellas,

al concederle un don, como era costumbre entre las hadas de aquel tiempo,

tuviera la Princesa todas las perfecciones imaginables.

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Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del

rey, donde se celebraba un gran festín para las hadas. Delante de cada una de

ellas colocaron un magnífico cubierto, en un estuche de oro macizo, donde había

una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido con diamantes y

rubíes. Pero, cuando cada uno se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a un

hada vieja, a quien no habían invitado, porque hacía más de cincuenta años que

no salía de una torre, y la creían muerta o encantada.

El Rey ordenó que le pusieran un cubierto, pero no hubo manera de darle un

estuche de oro macizo como a las demás, pues sólo se habían mandado hacer

siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la despreciaban y murmuró

amenazas entre dientes. Una de las hadas jóvenes, que se hallaba a su lado, la

escuchó y, pensando que pudiera depararle a la Princesita algún don enojoso, en

cuanto se levantaron de la mesa, fue a esconderse detrás de las cortinas, para

hablar la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese

hecho.

Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la Princesa. La más

joven le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo; la siguiente, el de

tener el alma de un ángel; la tercera, el de mostrar una gracia admirable en todo

lo que hiciera; la cuarta, el de bailar a las mil maravillas; la quinta, el de cantar

como un ruiseñor, y la sexta, el de tocar con toda perfección cualquier clase de

instrumento musicales. Al llegar el turno a la vieja hada, ésta dijo, sacudiendo la

cabeza, más por despecho que por vejez, que la Princesa se pincharía la mano

con un huso, y que a consecuencia de eso moriría. Este don terrible hizo

estremecerse a todos los invitados y no hubo nadie que no llorara.

En ese instante, el hada joven salió de detrás de las cortinas y, en alta voz,

pronunció estas palabras:

-Tranquilizaos, Rey y Reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo poder

suficiente para deshacer por completo lo que mi vieja compañera ha hecho. La

Princesa se clavará un huso en la mano; pero, en vez de morir, caerá sólo en un

profundo sueño que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un rey

vendrá a despertarla.

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~ 32 ~

Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja, el Rey mandó publicar en

seguida un edicto, por el que prohibía a todas las personas hilar con huso y

conservar husos en casa, bajo pena de muerte.

Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el Rey y la Reina habían ido a

una de sus casas de recreo, sucedió que la joven Princesa , corriendo un día por

el castillo, y subiendo de habitación en habitación, llegó hasta lo alto de un

torreón, a una pequeña buhardilla, donde una anciana hilaba su copo a solas. La

buena mujer no había oído hablar de la prohibición del rey para hilar con huso.

-¿Qué haceis aquí, buena mujer? -dijo la Princesa.

-Estoy hilando, hermosa niña -le respondió la anciana, que no la conocía.

-¡Ah! ¡Qué bonito es! -prosiguió la Princesa. ¿Cómo lo haceis? Dejadme, a ver si

yo también puedo hacerlo.

No hizo más que coger el huso y, como era muy viva y un poco distraída, aparte

de que la decisión de las hadas así lo había dispuesto, se atravesó la mano con él

y cayó desvanecida. La buena anciana, muy confusa, pide socorro. Llegan de

todos lados, echan agua al rostro de la princesa, la desabrochan, le dan

golpecitos en las manos, le frotan las sienes con agua de la reina de Hungría;

pero nada la reanima.

Entonces el Rey, que había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción

de las hadas y, comprendiendo que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían

dicho, mandó poner a la princesa en el aposento más hermoso del palacio, sobre

una cama bordada de oro y plata. Estaba tan bella que parecía un ángel; en

efecto, el desmayo no le había quitado los vivos colores de su rostro: sus mejillas

estaban encarnadas y sus labios parecían de coral; sólo tenía los ojos cerrados,

pero se la oía respirar suavemente, lo que demostraba que no estaba muerta.

El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegara la hora de

despertarse.

El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se

hallaba en el reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el

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accidente de la princesa; pero al instante la avisó un enanito que tenía botas de

siete leguas. El hada partió enseguida y, al cabo de una hora, la vieron llegar en

una carroza de fuego tirada por dragones.

El Rey fue a ofrecerle la mano al bajar de la carroza. Ella aprobó todo lo que él

había hecho; pero, como era muy previsora, pensó que cuando la Princesa

despertara, se sentiría muy confundida al verse sola en aquel viejo castillo, por lo

cual quiso poner remedio a esa situación. Para ello, tocó con su varita todo lo que

había en el castillo (salvo al rey y a la reina): ayas, damas de honor, sirvientas,

gentiles hombres, oficiales, mayordomos, cocineros, pinches de cocina, guardias,

porteros pajes, lacayos. Tocó también todos los caballos que estaban en las

caballerizas, con los palafreneros, los grandes mastines de corral, y la pequeña

Puf , la perrita de la Princesa que estaba junto a ella sobre el lecho. Justo al

tocarlos, se durmieron todos, para que despertaran al mismo tiempo que su ama,

a fin de que estuviesen preparados para atenderla cuando llegara el momento;

hasta los asadores, que estaban puestos al fuego llenos de faisanes y perdices,

se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante; las hadas no

tardaban mucho en hacer su tarea.

Entonces el Rey y la Reina, después de besar a su querida hija sin que se

despertara, salieron del castillo y ordenaron publicar la prohibición de que nadie

se acercara a él. Tal prohibición no era necesaria, pues en un cuarto de hora

creció alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de

zarzas y espinos entrelazados unos con otros, que ni hombre ni bestia habría

podido pasar; de modo que ya no se veía sino lo alto de las torres del castillo, y

eso sólo desde muy lejos.

Nadie dudó de que todo esto era también obra del hada, para que la princesa,

mientras durmiera, no tuviese nada que temer de los curiosos.

Al cabo de cien años, el hijo del rey que reinaba entonces y que no era de la

familia de la princesa dormida, andando de caza por esos lugares, preguntó qué

torres eran aquellas que se divisaban por encima de un gran bosque muy espeso.

Cada cual le respondió según lo que había oído decir. Unos decían que era un

viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos las brujas de la región

celebraban allí sus aquelarres. La opinión más generalizada era que en ese lugar

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vivía un ogro y llevaba allí a cuantos niños podía atrapar, para comérselos a sus

anchas y sin que pudieran seguirlo, pues sólo él tenía el poder para abrirse paso a

través del bosque. El príncipe no sabía qué pensar de todo aquello, hasta que un

viejo campesino tomó la palabra y le dijo:

-Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese

castillo una princesa, la más hermosa del mundo, que dormiría durante cien años

y sería despertada por el hijo de un rey a quien ella estaba destinada.

Ante aquellas palabras, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar

que él pondría fin a tan hermosa aventura, e impulsado por el amor y la gloria,

resolvió investigar al instante qué era aquello.

Apenas avanzó hacia el bosque, cuando esos enormes árboles, aquellas zarzas y

espinos, se apartaron por sí mismos para dejarlo pasar. Caminó hacia el castillo

que veía al final de una gran alameda, por donde entró; pero, lo que le sorprendió

fue que ninguna de sus gentes había podido seguirlo, porque los árboles se

habían cerrado tras él.

Continuó sin embargo su camino, pues un príncipe joven y enamorado es siempre

valiente. Entró en un gran patio, donde todo lo que apareció ante su vista era para

helarlo de espanto. Reinaba un horroroso silencio. Por todas partes se presentaba

la imagen de la muerte: cuerpos tendidos de hombres y animales, que parecían

muertos. Sin embargo se dio cuenta, por la nariz llena de granos y la cara

rubicunda de los guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras, donde aún

quedaban unas gotas de vino, indicaban claramente que se habían dormido

bebiendo.

Atravesó un gran patio pavimentado de mármol, subió por la escalera, llegó a la

sala de los guardias, que estaban formados en fila, con la escopeta de rueda al

hombro, roncando a más y mejor. Atravesó varias cámaras llenas de caballeros y

damas, todos dormidos, unos de pie, otros sentados; entró en una habitación

completamente dorada, donde vio sobre una cama, cuyas cortinas estaban

descorridas por todos los lados, el más bello espectáculo que jamás imaginara:

una princesa que parecía tener quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente

tenía algo de divino y luminoso.

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Se acercó temblando y, maravillado, se arrodilló junto a ella. Entonces, como

había llegado el fin del hechizo, la Princesa despertó; y, mirándolo con ojos más

tiernos de lo que una primera mirada puede permitir, dijo:

-¿Sois vos, Príncipe mío? -le dijo ella-. Os habeis hecho esperar mucho tiempo.

El príncipe, atraído por estas palabras y, más aún, por la forma en que habían

sido dichas, le aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus razones resultaron

desordenadas, pero por eso gustaron más a la princesa. Poca elocuencia y

mucho amor. Estaba más confundido que ella, y no era para menos; la princesa

había tenido tiempo de soñar en lo que tendría que decirle, pues parece (la

historia, sin embargo, no dice nada de esto) que el hada buena, durante tan largo

sueño, le había procurado el placer de tener sueños agradables.

En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no se habían dicho ni de la mitad de las

cosas que tenían que decirse.

Entretanto, todo el palacio se había despertado junto con la Princesa. Cada uno

se disponía a cumplir con su tarea y, como no todos estaban enamorados, se

morían de hambre. La dama de honor, apremiada como los demás, le anunció a

la Princesa que la cena estaba servida. El Príncipe ayudó a la Princesa a

levantarse y vio que estaba totalmente vestida, y con gran magnificencia; pero se

abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba

gorguera. No por eso estaba menos hermosa.

Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendidos por los servidores de la

Princesa. Violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya

no se tocaban desde hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de

tiempo, el gran capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor

corrió las cortinas. Durmieron poco: la princesa no lo necesitaba mucho, y el

príncipe la dejó por la mañana para volver a la ciudad, donde su padre estaría

preocupado por él.

El Príncipe le dijo que, estando de caza, se había perdido en el bosque y que

había pasado la noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer

queso y pan negro. El Rey, su padre, que era un buen hombre, le creyó; pero su

madre no quedó muy convencida y, al ver que iba casi todos los días de caza y

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que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches fuera del

palacio, ya no dudó de que tuviera algún amorío.

Vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos: el primero fue

una niña, a quien dieron por nombre Aurora, y el segundo un varón, a quien

llamaron Día porque parecía aún más hermoso que su hermana.

La reina le dijo varias veces a su hijo, para hacerlo confesar, que había que

pasarlo bien en la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto. Aunque

la quería, la temía, porque era de raza de ogros, y el rey sólo se había casado con

ella por sus muchas riquezas. En la corte se rumoreaba, incluso, que tenía

inclinaciones de ogro y que, al ver pasar a los niños pequeños, le costaba todo el

trabajo del mundo contenerse para no lanzarse sobre ellos; por lo cual el Príncipe

nunca quiso decirle nada.

Pero, cuando dos años más tarde murió el rey y él se sintió el dueño, declaró

públicamente su matrimonio y, con gran ceremonia, fue a buscar a su mujer al

castillo. Le hicieron un recibimiento magnífico en la capital, donde ella entró

acompañada de sus dos hijos.

Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador

Cantalabutte, su vecino. Encargó la regencia del reino a la Reina, su madre,

recomendándole mucho que cuidara a su mujer y a sus hijos. Debía de estar en la

guerra durante todo el verano y, apenas partió, la Reina madre envió a su nuera y

a sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más

fácilmente sus horribles deseos. Fue allí unos días después, y una noche le dijo a

su mayordomo:

-Mañana quiero comerme a la pequeña Aurora en la cena.

-¡Ay, señora! -dijo el mayordomo.

-¡Yo lo quiero! -dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que desea comer

carne fresca).Y quiero comérmela con salsa Robert.

El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, cogió su gran

cuchillo y subió a la habitación de la pequeña Aurora ; tenía por entonces cuatro

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años y, saltando y riendo, se echó a su cuello pidiéndole caramelos. Él se echó a

llorar, el cuchillo se le cayó de las manos y se fue al corral a degollar un corderito,

preparándolo con una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había

comido algo tan exquisito. Al mismo tiempo se llevó a la pequeña Aurora y se la

entregó a su mujer, para que la escondiera en una habitación que tenía al fondo

del corral.

Ocho días después, la malvada reina dijo a su mayordomo:

-Quiero comerme al pequeño Día para la cena.

Él no contestó, resuelto a engañarla como la otra vez. Fue a buscar al niño y lo

encontró, florete en mano, practicando esgrima con un gran mono, y eso que

nada más que tenía tres años. También se lo llevó a su mujer, quien lo escondió

junto con la pequeña Aurora , y le sirvió, en vez del pequeño Día, un cabritillo muy

tierno que la ogresa encontró delicioso.

Hasta ahora todo había ido bien; pero una noche, esta Reina perversa le dijo al

mayordomo:

-Quiero comerme a la Reina con la misma salsa que a sus hijos.

Fue entonces cuando el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder

engañarla otra vez. La joven Reina tenía más de veinte años, sin contar los cien

que había dormido; por lo cual su hermosa y blanca piel era algo dura. ¿Y cómo

encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió entonces, para salvar su vida,

degollar a la Reina, y subió a sus aposentos con la intención de acabar de una

vez.

Trataba de sentir furor y, puñal en mano, entró en la habitación de la joven Reina.

Sin embargo, no quiso sorprenderla y, con mucho respeto, le comunicó la orden

que había recibido de la Reina madre.

-Cumplid con vuestro deber -dijo ella, presentándole el cuello; ejecutad la orden

que os han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos a quienes tanto

quise (pues ella los creía muertos desde que se los habían quitado sin decirle

nada).

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-No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no moriréis, y

tampoco dejaréis de reuniros con vuestros queridos hijos, pero será en mi casa,

donde los tengo escondidos, y otra vez engañaré a la Reina, dándole de comer

una cierva joven en vuestro lugar.

La condujo en seguida con su mujer y, dejando que la reina abrazara a sus hijos y

llorara con ellos, fue a aderezar a una cierva, que la Reina comió para la cena con

el mismo apetito que si se hubiera tratado de la joven reina. Se sentía muy

satisfecha de su crueldad, y se preparaba para contarle al Rey, a su vuelta, que

los lobos rabiosos se habían comido a la Reina, su mujer, y a sus dos hijos.

Una noche en que, como de costumbre, rondaba por los patios y corrales del

castillo para olfatear carne fresca, oyó en el vestíbulo de la planta baja al pequeño

Día que lloraba, porque su madre quería darle unos azotes por portarse mal, y

escuchó también a la pequeña Aurora que pedía perdón para su hermano.

La ogresa reconoció la voz de la Reina y de sus hijos y, furiosa por haber sido

engañada, ordenó a la mañana siguiente, con una voz espantosa que hacía

temblar a todo el mundo, que pusieran en el medio del patio una gran cuba, que

mandó llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes, para echar en ella a la

reina y a sus hijos, al mayordomo, a su mujer y a su criado. Había dado la orden

de llevarlos con las manos atadas a la espalda.

Estaban allí, y los verdugos se disponían a tirarlos a la cuba, cuando el Rey, a

quien nadie esperaba tan pronto, entró a caballo en el patio; había venido por la

posta, y preguntó atónito qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se

atrevía a decírselo, cuando la ogresa, rabiando al ver lo que pasaba, ella misma

se tiró de cabeza dentro de la cuba y, en un instante, fue devorada por las feas

bestias que había mandado poner allí.

El rey no dejó de sentirlo: al fin y al cabo era su madre; pero se consoló muy

pronto con su hermosa mujer y con sus hijos.

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LA BELLA Y LA BESTIA

Érase una vez… un mercader que, antes de partir para un largo viaje de negocios, llamó a sus tres hijas para preguntarles qué querían que les trajera a cada una como regalo. La primera pidió un vestido de brocado, la segunda un collar de perlas y la tercera, que se llamaba Bella y era la más gentil, le dijo a su padre: “Me bastará una rosa cortada con tus manos.” El mercader partió y, una vez ultimados sus asuntos, se dispuso a volver cuando una tormenta le pilló desprevenido. El viento soplaba gélido y su caballo avanzaba fatigosamente. Muerto de cansancio y de frío, el mercader de improviso vio brillar una luz en medio del bosque. A medida que se acercaba a ella, se dio cuenta que estaba llegando a un castillo iluminado. “Confío en que puedan ofrecerme hospitalidad”, dijo para sí esperanzado. Pero al llegar junto a la entrada, se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta y, por más que llamó, nadie acudió a recibirlo. Entró decidido y siguió llamando. En el salón principal había una mesa iluminada con dos candelabros y llena de ricos manjares dispuestos para la cena. El mercader, tras meditarlo durante un rato, decidió sentarse a la mesa; con el hambre que tenía

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consumió en breve tiempo una suculenta cena. Después, todavía intrigado, subió al piso superior. A uno y otro lado de un pasillo largísimo, asomaban salones y habitaciones maravillosos. En la primera de estas habitaciones chisporroteaba alegremente una lumbre y había una cama mullida que invitaba al descanso. Era tarde y el mercader se dejó tentar; se echó sobre la cama y quedó dormido profundamente. Al despertar por la mañana, una mano desconocida había depositado a su lado una bandeja de plata con una cafetera humeante y fruta. El mercader desayunó y, después de asearse un poco, bajó para darle las gracias a quien generosamente lo había hospedado. Pero al igual que la noche anterior, no encontró a nadie y, agitando la cabeza ante tan extraña situación, se dirigió al jardín en busca de su caballo que había dejado atado a un árbol, cuando un hermoso rosal atrajo su atención. Se acordó entonces de la promesa hecha a Bella, e inclinándose cortó una rosa. Inesperadamente, de entre la espesura del rosal, apareció una bestia horrenda que iba vestida con un bellísimo atuendo; con voz profunda y terrible le amenazó: ” ¡Desagradecido! Te he dado hospitalidad, has comido en mi mesa y dormido en mi cama y, en señal de agradecimiento, ¿vas y robas mis rosas preferidas? ¡Te mataré por tu falta de consideración!” El mercader, aterrorizado, se arrodilló temblando ante la fiera: ¡Perdóname!¡Perdóname la vida! Haré lo que me pidas! ¡La rosa era para mi hija Bella, a la que prometí llevársela de mi viaje!” La bestia retiró su garra del desventurado. ” Te dejaré marchar con la condición de que me traigas a tu hija.” El mercader, asustado, prometió obedecerle y cumplir su orden. Cuando el mercader llegó a casa llorando, fue recibido por sus tres hijas, pero después de haberles contado su terrorífica aventura, Bella lo tranquilizó diciendo: ” Padre mió, haré cualquier cosa por ti. No debes preocuparte, podrás mantener tu promesa y salvar así la vida! ¡Acompáñame hasta el castillo y me quedaré en tu lugar!” El padre abrazó a su hija: “Nunca he dudado de tu amor por mí. De momento te doy las gracias por haberme salvado la vida. Esperemos que después…” De esta manera, Bella llegó al castillo y la Bestia la acogió de forma inesperada: fue extrañamente gentil con ella. Bella, que al principio había sentido miedo y horror al ver a la Bestia, poco a poco se dio cuenta de que, a medida que el tiempo transcurría, sentía menos repulsión. Le fue asignada la habitación más bonita del castillo y la muchacha pasaba horas y horas bordando cerca del fuego. La Bestia, sentada cerca de ella, la miraba en silencio durante largas veladas y, al cabo de cierto tiempo empezó a decirles palabras amables, hasta que Bella se apercibió sorprendida de que cada vez le gustaba más su conversación. Los días pasaban y sus confidencias iban en aumento, hasta que un día la Bestia osó pedirle a Bella que fuera su esposa. Bella, de momento sorprendida, no supo qué responder. Pero no deseó ofender a quien había sido tan gentil y, sobre todo, no podía olvidar que fue ella precisamente quien salvó con su sacrificio la vida de su padre. “¡No puedo aceptar!” empezó a decirle la muchacha con voz temblorosa,”Si tanto lo deseas…” “Entiendo, entiendo. No te guardaré rencor por tu negativa.” La vida siguió como de costumbre y este incidente no tuvo mayores consecuencias. Hasta que un día la Bestia le regaló a Bella un bonito espejo de mágico poder. Mirándolo, Bella podía ver a lo lejos a sus seres más queridos. Al regalárselo, el monstruo le dijo: “De esta manera tu soledad no será tan penosa”. Bella se

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pasaba horas mirando a sus familiares. Al cabo de un tiempo se sintió inquieta, y un día la Bestia la encontró derramando lágrimas cerca de su espejo mágico. “¿Qué sucede?” quiso saber el monstruo. “¡ Mi padre está muy enfermo, quizá muriéndose! ¡Oh! Desearía tanto poderlo ver por última vez!” “¡Imposible! ¡Nunca dejarás este castillo!” gritó fuera de sí la Bestia, y se fue. Al poco rato volvió y con voz grave le dijo a Bella: “Si me prometes que a los siete días estarás de vuelta, te dejaré marchar para que puedas ver a tu padre.” ¡Qué bueno eres conmigo! Has devuelto la felicidad a una hija devota.” le agradeció Bella feliz. El padre, que estaba enfermo más que nada por el desasosiego de tener a su hija prisionera de la Bestia en su lugar, cuando la pudo abrazar, de golpe se sintió mejor, y poco a poco se fue recuperando. Los días transcurrían deprisa y el padre finalmente se levantó de la cama curado. Bella era feliz y se olvidó por completo de que los siete días habían pasado desde su promesa. Una noche se despertó sobresaltada por un sueño terrible. Había visto a la Bestia muriéndose, respirando con estertores en su agonía, y llamándola: “¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!” Fuese por mantener la promesa que había hecho, fuese por un extraño e inexplicable afecto que sentía por el monstruo, el caso es que decidió marchar inmediatamente. “¡Corre, corre caballito!” decía mientras fustigaba al corcel por miedo de no llegar a tiempo..Al llegar al castillo subió la escalera y llamó. Nadie respondió; todas las habitaciones estaban vacías. Bajó al jardín con el corazón encogido por un extraño presentimiento. La Bestia estaba allí, reclinada en un árbol, con los ojos cerrados, como muerta. Bella se abalanzó sobre el monstruo abrazándolo: “No te mueras! No te mueras! Me casaré contigo!” Tras esas palabras, aconteció un prodigio: el horrible hocico de la Bestia se convirtió en la figura de un hermoso joven. “¡Cuánto he esperado este momento! Una bruja maléfica me transformó en un monstruo y sólo el amor de una joven que aceptara casarse conmigo, tal cual era, podía devolverme mi apariencia normal. Se celebró la boda, y el joven príncipe quiso que, para conmemorar aquel día, se cultivasen en su honor sólo rosas en el jardín. He aquí porqué todavía hoy aquel castillo se llama “El Castillo de la Rosa”.

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LA GALLINITA COLORADA

Había una vez, una gallinita colorada que encontró un grano de trigo. “Quién

sembrará este trigo?”, preguntó. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el gato. “Yo

no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada,

“lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella sembró el granito de trigo.

Muy pronto el trigo empezó a crecer asomando por encima de la tierra. Sobre él

brilló el sol y cayó la lluvia, y el trigo siguió creciendo y creciendo hasta que estuvo

muy alto y maduro.

“¿Quién cortará este trigo?”, preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”,

dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la

gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella cortó el trigo.

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“¿Quién trillará este trigo?”, dijo la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el

gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita

colorada, “lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella trilló el trigo.

“¿Quién llevará este trigo al molino para que lo conviertan en harina?”, preguntó la

gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”,

dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella

llevó el trigo al molino y muy pronto volvió con una bolsa de harina.

“¿Quién amasará esta harina?”, preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo

no”, dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo

la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!” Y ella amasó la harina y horneó un rico

pan.

“¿Quién comerá este pan?”, preguntó la gallinita. “Yo!”, dijo el cerdo. “Yo!”, dijo el

gato. “Yo!”, dijo el perro. “Yo!”, dijo el pavo. “Pues no”, dijo la gallinita colorada. “Lo

comeré YO. Clo- clo!”. Y se comió el pan con sus pollitos.

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LA LEYENDA DE LA OSA MAYOR

Hacía mucho tiempo que la lluvia no regaba la tierra. El calor era tan fuerte y

estaba todo tan seco que las flores se marchitaban, la hierba se veía seca y

amarillenta y hasta los árboles más grandes y fuertes se estaban muriendo. El

agua de los arroyos y los ríos se había secado, pozos estaban yermos y las

fuentes cesaron de manar. Las vacas, los perros, los caballos, los pájaros y la

gente se morían de sed. Todo el mundo estaba preocupado y deprimido.

Había una niñita cuya madre cayó gravemente enferma.

-Oh! dijo la niña-, estoy segura de que mi madre se pondría buena de nuevo si

pudiera llevarle un poco de agua. Tengo que encontrarla. Así que tomo un

pequeño cucharón y salió en busca de agua.

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Andando, andando, encontró un manantial diminuto en la lejana ladera de la

montaña. Estaba casi seco. Las gotas de agua caían muy lentamente de debajo

de la roca. La niña sostuvo el cucharón con cuidado para recoger aquellas gotitas.

Al cabo de mucho, mucho tiempo, acabó de llenarse.

Entonces la niña emprendió el regreso asiendo el cazo con muchísimo cuidado

porque no quería derramar ni una gota.

Por el camino se cruzó con un pobre perrito que a duras penas podía arrastrarse.

El animal jadeaba y sacaba la lengua fuera de tan seca que la tenia. -Oh, pobre

perrito -dijo la niña-, qué sediento estás.

No puedo irme sin ofrecerte unas gotas de agua. Aunque te dé un poco, todavía

quedará bastante para mi madre.

Así que la niña derramó un poco de agua en la palma de su mano y se la ofreció

al perrito. Éste la lamió con avidez y se sintió mucho mejor.

El animal se puso a brincar y a ladrar, talmente como si dijera:

-Gracias, niña!

Ella no se dio cuenta, pero el cucharón de latón ahora era de plata y estaba tan

lleno como antes. Se acordó de su madre y siguió su camino tan rápido como

pudo. Cuando llegó a casa casi había oscurecido.

La niña abrió la puerta y se dirigió rápidamente a la habitación de su madre. Al

entrar, la vieja sirvienta que había trabajado durante todo el día cuidando a la

enferma se acercó a ella. La criada estaba tan cansada y sedienta que apenas

pudo hablar a la niña.

-Dale un poco de agua -dijo su madre-. Ha trabajado duro todo el día y la necesita

más que yo. La niña acercó el cazo a los labios de la sirvienta y ésta bebió un

poco; en seguida se sintió mejor y más fuerte, se acercó a la enferma, y la ayudó

a enderezarse.

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La niña no se percató que el cucharón era ahora de oro y que estaba tan lleno

como al principio. La pequeña acercó el cazo a los labios de su madre y ésta

bebió y bebió.

¡Se encontró tan bien! cuando terminó, aún quedaba un poco de agua en el fondo.

La niña iba a llevárselo a los labios cuando alguien llamó a la puerta. La sirvienta

fue a abrir a apareció un forastero. Estaba pálido y cubierto de polvo por el largo

viaje.

-Estoy sediento -dijo-. Podrías darme un poco de agua?

La niña contestó:

-Claro que sí, estoy segura de que usted la necesita mucho más que yo. Bébasela

toda.

El forastero sonrió y tomó el cucharón. Al hacerlo, éste se convirtió en un

cucharón hecho de diamantes. El forastero dio la vuelta al cazo y el agua se

derramó por el suelo.

Y allí donde cayó, brotó una fuente. EL agua fresca fluía a borbotones en cantidad

suficiente como para que la gente y los animales de toda la comarca bebieran

tanta como les apeteciera. Distraídos con el agua se olvidaron del forastero, pero,

cuando lo buscaron, éste había desaparecido. Creyeron verlo desvanecerse en el

cielo, y, en efecto, allá en lo alto del firmamento destellaba algo parecido a un

cucharón de diamantes.

Allí sigue brillando todavía para recordar a la gente a esa niña amable y generosa.

Es la constelación que conocemos por la Osa Mayor.

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LA LIEBRE Y LA TORTUGA

En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos

decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga.

- ¡Mirad la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de

prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.

Un día decidieron hacer una carrera entre ambas. Todos los animales se

reunieron para verlo. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez

estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes aplausos.

La liebre corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí,

sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo.

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Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.

Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una

vez más. Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha.

Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió

caminando sin detenerse.

Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó a dormir bajo un árbol. Pero, pasito a

pasito, la tortuga avanzó hasta llegar a la meta.

Cuando la liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero llegó tarde. La

tortuga había ganado la carrera.

Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría

jamás: NO HAY QUE BURLARSE NUNCA DE LOS DEMAS.

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LA ROSA MÁS BELLA DEL MUNDO

Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de

cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las

tenía de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de

manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del

palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y,

penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran

variedad de colores, formas y perfumes.

Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su

lecho, y los médicos decían que iba a morir.

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-Hay un medio de salvarla, sin embargo -afirmó el más sabio de ellos-. Tráiganle

la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más

sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá.

Y ya tienen a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más

bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor

milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa

era expresión del amor más puro y sublime?

Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la

suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor

palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases

sociales.

-Nadie ha mencionado aún la flor -afirmaba el sabio. Nadie ha designado el lugar

donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y

Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalará siempre en

leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas

de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del héroe que muere por

la patria, aunque no hay muerte más dulce ni rosa más roja que aquella sangre. Ni

es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida

velando de día y de noche en la sencilla habitación: la rosa mágica de la Ciencia.

-Yo sé dónde florece -dijo una madre feliz, que se presentó con su hijito a la

cabecera de la Reina-. Sé dónde se encuentra la rosa más preciosa del mundo, la

que es expresión del amor más puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi

dulce hijito cuando, restaurado por el sueño, abre los ojos y me sonríe con todo su

amor.

Bella es esa rosa -contestó el sabio- pero hay otra más bella todavía.

-¡Sí, otra mucho más bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe

ninguna que sea más noble y más santa. Pero era pálida como los pétalos de la

rosa de té. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se había quitado la real

corona, y en las largas y dolorosas noches sostenía a su hijo enfermo, llorando,

besándolo y rogando a Dios por él, como sólo una madre ruega a la hora de la

angustia.

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-Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es

la requerida.

-No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor -afirmó el anciano y

piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas

se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y

en sus rostros lozanos se encendían unas rosas y palidecían otras. Había entre

ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios:

era la expresión del amor más puro y más sublime.

-¡Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno ha nombrado aún la rosa más

bella del mundo.

En esto entró en la habitación un niño, el hijito de la Reina; había lágrimas en sus

ojos y en sus mejillas, y traía un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo,

con grandes broches de plata.

-¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de leer!-. Y, sentándose junto a la cama,

se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a

los hombres y a las generaciones que no habían nacido.

-¡Amor más sublime no existe!

Se encendió un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y

resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa más

espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del

árbol de la Cruz.

-¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del

mundo.

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LA SIRENITA

En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual

habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba

blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas

preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa;

cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes

para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al

oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía

levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a

través de las aguas profundas.

-¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos

dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las

flores!

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-Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-. Dentro de unos años,

cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus

hermanas.

La Sirenitasoñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los

relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su

inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo,

mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se

ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de

mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella;

únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no

consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus

largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.

-¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el

mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y

no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo

te traerían desgracias!

Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la

superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces

conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por

primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol,

que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo

dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La

Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.

-¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas.

Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba

despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la

nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita

escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!”,

pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de

piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!”

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A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al

cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus

veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras

tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real,

sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de

alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad,

le oprimió el corazón.

La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. La Sirenita se

dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado

y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos

amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.

-¡Cuidado! ¡El mar…! -en vano la Sirenita gritó y gritó.

Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas,

cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos

desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre

cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos

antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para

socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas.

Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la

cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos.

El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas,

lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la

tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, la

Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven

sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su

lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor

con su cuerpo.

Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar

refugio en el mar.

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-¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la

playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito…! ¡Ha sido la tormenta…! ¡Llevémoslo al castillo!

¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda…

La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso

semblante de la más joven de las tres damas.

-¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida.

La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia

el castillo, ignorante de que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado.

Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás

suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué

maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al

joven entre sus brazos!

Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto

sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación.

Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso

hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin

esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.

Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar

de todo decidió consultarla.

-¡…por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que

querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que

pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor.

-¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- a condición de

que pueda volver con él!

¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te

quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con

otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.

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-¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que

contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su

mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió

la pócima de la hechicera.

Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en

sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El

príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió

tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.

-No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De dónde vienes?

Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle.

-Te llevaré al castillo y te curaré.

Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba

maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue

invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada

paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de

poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las

atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin

embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto

cuando fue rescatado después del naufragio.

Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la

desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la

Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la

otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era

ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a

escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa.

Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del

castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe

decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita.

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La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el

joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en

el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La

desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la

dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo

de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje

por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita

también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo.

Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su

amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba

dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar,

escuchó la llamada de sus hermanas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es

un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos.

¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a

ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas.

Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de

los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso

furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar,

dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta

a desaparecer y volverse espuma.

Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar

y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez.

Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y

la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar

rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó

cuchichear en medio de un sonido de campanillas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!

-¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado

la voz-. ¿Dónde están?

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~ 58 ~

-Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma

como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado

buena voluntad hacia ellos.

La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el

barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las

hadas le susurraban:

-¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en

rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde

el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos

llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante

trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar de la eterna

felicidad de los hombres -le decían.

-¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y

salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus

del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus

buenas acciones! -le dijeron.

Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez.

Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda

esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en

estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y

en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de

rosa que se elevó hasta el cielo.

Page 59: Cuentos infantiles parte II

~ 59 ~

LAS HABICHUELAS MÁGICAS

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~ 60 ~

Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con

el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a

Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El

niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró

con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó

aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Periquín,

y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del

muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.

Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las

habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de

vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país

desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina

que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que

el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas

de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.

La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con

su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y

Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante.

Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba

contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.

En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro,

hecho a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo

tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el

bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.

Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas

hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que,

cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el

gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó.

Desde su escondite vio Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa,

oh maravilla!, tocaba sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada

Page 61: Cuentos infantiles parte II

~ 61 ~

música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño

poco a poco

Apenas le vio así Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba

encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar: -Eh, señor amo,

despierte usted, que me roban! Se despertó sobresaltado el gigante y empezaron

a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -Señor amo, que me roban!

Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín. Resonaban a

espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a

bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el

gigante descendía hacia él.

No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en

casa preparando la comida: -Madre, tráigame el hacha en seguida, que me

persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero

golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló,

pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto

de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.

Page 62: Cuentos infantiles parte II

~ 62 ~

LOS TRES CERDITOS Y EL LOBO

En un ancho valle vivían tres pequeños cerditos, muy diferentes entre sí, aunque

los dos más pequeños se pasaban el día tocando el violín y la flauta. El hermano

mayor, por el contrario, era más serio y trabajador.

Un día el hermano mayor del dijo: – Estoy muy preocupado por vosotros, porque

no hacéis más que jugar y cantar y no tenéis en cuenta que pronto llegará el

invierno. ¿Que haréis cuando lleguen las nieves y el frío? Tendríais que

construiros una casa para vivir.

Page 63: Cuentos infantiles parte II

~ 63 ~

Los pequeños agradecieron el consejo del mayor y se pusieron a construir una

casa. El más pequeño de los tres, que era el más juguetón, no tenía muchas

ganas de trabajar y se hizo una casa de cañas con el techo de paja. El otro cerdito

juguetón trabajó un poco más y la construyó con maderas y clavos. El mayor se

hizo una bonita casa con ladrillos y cemento.

Pasó por aquel valle el lobo feroz, que era un animal malo. Al ver al más pequeño

de los tres cerditos, decidió capturarlo y comenzó a perseguirle. El juguetón y

rosado cerdito se refugió en su casa temblando de miedo. El lobo, al ver la casa

de cañas y paja, comenzó a reírse.

- ¡Ja, ja! Esto no podrá impedir que te agarre -gritaba el lobo mientras llenaba sus

pulmones de aire.

El lobo comenzó a soplar con tanta fuerza que las cañas y la paja salieron por los

aires. Al ver esto, el pequeño corrió hasta la casa de su hermano, el violinista.

Como era una casa de madera, se sentían seguros creyendo que el lobo no

podría hacer nada contra ellos.

- ¡Ja, ja! Esto tampoco podrá impedir que os agarre, pequeños -volvió a gritar el

malvado lobo.

De nuevo llenó sus pulmones de aire y resopló con todas sus fuerzas. Todas las

maderas salieron por los aires, mientras los dos cerditos huyeron muy deprisa a

casa de su hermano mayor.

- No os preocupéis, aquí estáis seguros. Esta casa es fuerte, He trabajado mucho

en ella -afirmó el mayor.

El lobo se colocó ante la casa y llenó, una vez más, sus pulmones. Sopló y

resopló, pero la casa ni se movió. Volvió a hinchar sus pulmones hasta estar muy

colorado y luego resopló con todas sus fuerzas, pero no logró mover ni un solo

ladrillo.

Desde dentro de la casa se podía escuchar cómo cantaban los cerditos:

- ¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo? ¿Quién teme al lobo feroz?

Page 64: Cuentos infantiles parte II

~ 64 ~

Esta canción enfureció muchísimo al lobo, que volvió a llenar sus pulmones y sus

carrillos de aire y a soplar hasta quedar extenuado. Los cerditos reían dentro de la

casa, tanto que el lobo se puso muy rojo de enfadado que estaba.

Fue entonces cuando, al malvado animal, se le ocurrió una idea: entraría por el

único agujero de la casa que no estaba cerrado, por la chimenea. Cuando subía

por el tejado los dos pequeños tenían mucho miedo, pero el hermano mayor les

dijo que no se preocuparan, que darían una gran lección al lobo. Pusieron mucha

leña en la chimenea y le prendieron fuego. Así consiguieron que el lobo huyera.

Los cerditos aprendieron después de esta aventura que:

ES IMPORTANTE HACER EL TRABAJO CON AFICION, SI DESEAS SALIR DE

UNA DIFICIL SITUACION.

Page 65: Cuentos infantiles parte II

~ 65 ~

PETER PAN

Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres.

Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter

Pan. Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.

Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la

habitación.

Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo

Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás,

donde vivían los Niños Perdidos…

- Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para

que podáis volar.

Page 66: Cuentos infantiles parte II

~ 66 ~

Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: –

Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un

cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora

Garfio cuando oye un tic-tac!

Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con

Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar

una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy

cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y

enseguida se recuperó del golpe.

Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus

hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles

piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca

Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael

y a John.

Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle,

contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del

cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter

se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.

Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla,

arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar

que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para

matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los

niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a

los niños, Campanilla se salvó.

Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a

punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía

que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz:

- ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!

Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de

evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-

Page 67: Cuentos infantiles parte II

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tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo

estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy

posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio

nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo.

El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos

acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan

y de los demás niños.

Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se

quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de

menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su

casa.

- ¡Quédate con nosotros! -pidieron los niños.

- ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca.

Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De

ese modo seguiremos siempre juntos.

- ¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.

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~ 68 ~

PULGARCITO

Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos varones. El

mayor sólo tenía diez años y el menor, alcanzaba los siete. Puede parecer

extraño que el leñador tuviera tantos hijos en tan poco espacio de tiempo; pero es

que su esposa trabajaba a destajo y los traía a pares.

Eran muy pobres y sus siete hijos constituían una carga muy pesada, pues

ninguno de ellos podía aún ganarse la vida. Sufrían todavía más porque el más

pequeño era muy delicado y no pronunciaba una sola palabra, interpretando como

imbecilidad lo que era un rasgo de la bondad de su espíritu. Era muy pequeñito, y

cuando llegó al mundo no era más grande que el pulgar, lo que hizo que lo

llamaran Pulgarcito.

Este pobre niño era el sufrelotodo de la casa, y siempre le echaban la culpa de

todo. Sin embargo, era el más listo y el más perspicaz de todos sus hermanos y,

si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.

Page 69: Cuentos infantiles parte II

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* * *

Vino un año de “vacas flacas”, y la hambruna fue tan grande, que estas pobres

gentes decidieron deshacerse de sus hijos. Una noche, mientras que los niños

estaban acostados, el leñador, sentado con su mujer junto al fuego, le dijo con el

corazón transido de dolor:

-Estás viendo que ya no podemos alimentar a nuestros hijos; no soportaría verlos

morir de hambre ante mis ojos, y estoy decidido a abandonarlos mañana en el

bosque, lo que será muy fácil, pues mientras ellos se entretienen haciendo haces

con las astillas, nosotros huiremos sin que nos vean.

-¡Ah! -exclamó la leñadora- ¿serías capaz de abandonar a tus hijos?

Por más que su marido le hiciera ver muy claramente su gran pobreza, ella no

podía permitirlo; era pobre, pero era su madre. Sin embargo, después de

considerar el gran dolor que le supondría verlos morir de hambre, consintió y fue a

acostarse llorando.

Pulgarcito escuchó todo lo que dijeron, pues, habiendo oido desde su cama que

hablaban de asuntos importantes, se había levantado con mucho cuidado y se

deslizó debajo del taburete de su padre para escucharlos sin ser visto. Después,

volvió a la cama y no durmió más en toda la noche, pensando en lo que tenía que

hacer.

Se levantó de madrugada y fue hasta la orilla de un riachuelo donde se llenó los

bolsillos con guijarros blancos, y en seguida regresó a casa. Partieron todos, y

Pulgarcito no dijo a sus hermanos nada de todo lo que sabía. Fueron a un bosque

muy tupido donde, a diez pasos de distancia, no se veían unos a otros. El leñador

se puso a cortar leña y sus hijos a recoger ramitas para hacer haces. El padre y la

madre, viéndolos ocupados en su trabajo, se alejaron de ellos con sumo cuidado

y, luego, echaron a correr por un sendero apartado.

Cuando los niños se vieron solos, se pusieron a gritar y a llorar con todas sus

fuerzas. Pulgarcito los dejaba gritar, sabiendo muy bien por dónde regresarían a

la casa; pues, mientras andaban, había dejado caer a lo largo del camino los

guijarros blancos que llevaba en los bolsillos. Entonces les dijo:

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~ 70 ~

-No temáis, hermanos; mi padre y mi madre nos dejaron aquí, pero yo os llevaré

de vuelta a casa, no tenéis más que seguirme.

Lo siguieron y él los condujo hasta su casa por el mismo camino que habían

hecho hacia el bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, sino que se pusieron

todos junto a la puerta para escuchar lo que hablaban su padre y su madre.

* * *

En el momento en que el leñador y la leñadora llegaron a su casa, el señor del

pueblo les envió diez escudos que les debía desde hacía tiempo y que ellos ya no

esperaban. Esto les devolvió la vida ya que los infelices se morían de hambre. El

leñador mandó en el acto a su mujer a la carnicería. Como hacía mucho tiempo

que no comían, compró tres veces más carne de la que necesitaban para la cena

de dos personas. Cuando estuvieron saciados, la leñadora dijo:

-¡Qué lástima! ¿Dónde estarán ahora nuestros pobres hijos? Tendrían una buena

comida con lo que nos queda. Pero también, Guillermo, eres tú quien has querido

abandonarlos. Bien decía yo que nos arrepentiríamos. ¿Qué estarán haciendo

ahora en ese bosque? ¡Qué lástima, Dios mío!: ¡Quizás los lobos ya se los han

comido! Eres inhumano al haber abandonado así a tus hijos.

El leñador se impacientó al fin, pues ella repitió más de veinte veces que se

arrepentirían y que ella bien lo había dicho. Él la amenazó con pegarle si no se

callaba.

No es que el leñador no estuviese igual de afligido que su mujer, sino que ella le

machacaba la cabeza, y sentía lo mismo que muchos otros hombres, a quienes

les gustan las mujeres que dicen bien las cosas, pero que consideran inoportunas

a las que repiten una y otra vez la misma cantinela.

La leñadora estaba deshecha en lágrimas.

-¡Ay! ¿Dónde estaránn ahora mis hijos, mis pobres hijos?

Lo dijo una vez tan fuerte, que los niños, que estaban en la puerta, la oyeron y se

pusieron a gritar todos juntos:

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~ 71 ~

-¡Aquí estamos, aquí estamos!

Ella corrió de prisa a abrirles la puerta y les dijo abrazándolos:

-¡Qué contenta estoy de volver a veros, mis queridos niños! Estaréis muy

cansados y tendréis hambre; y tú, Pedrito, ¡cómo estás de embarrado! ¡Ven que

te limpie!

Pedrito era el hijo mayor, a quien más quería, porque era un poco pelirrojo, muy

parecido a ella.

Se sentaron a la mesa y comieron con un apetito que agradó mucho al padre y a

la madre; contaron el miedo que habían pasado en el bosque, hablando casi

siempre todos a la vez.

Estas buenas gentes estaban felices de ver nuevamente a sus hijos junto a ellos,

y esta alegría duró tanto como duraron los diez escudos. Cuando se acabó el

dinero, volvieron a caer en la misma preocupación, y nuevamente decidieron

abandonarlos; pero para no fracasar, los llevarían mucho más lejos que la primera

vez.

No pudieron hablar de esto tan en secreto como para no ser escuchados por

Pulgarcito, quien decidió arreglárselas igual que en la ocasión anterior; pero,

aunque se levantó de madrugada para ir a recoger los guijarros, no pudo

conseguirlo pues encontró la puerta cerrada con doble vuelta de llave.

No sabía qué hacer; cuando la leñadora les dio a cada uno un pedazo de pan

para el desayuno, pensó que podría usar su pan en vez de los guijarros,

dejándolo caer las migajas a lo largo del camino por donde pasaran; lo guardó,

pues, en el bolsillo.

El padre y la madre los llevaron al lugar más oscuro y tupido del bosque y, en

cuanto llegaron, huyeron por un sendero apartado y abandonaron a los niños.

Pulgarcito no se preocupó mucho, porque creía que podría encontrar fácilmente el

camino, gracias al pan que había ido dejando caer por todas partes por donde

había pasado; pero quedó muy sorprendido cuando no pudo encontrar ni una sola

migaja; habían venido los pájaros y se lo habían comido todo. Helos ahí,

Page 72: Cuentos infantiles parte II

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entonces, muy asustados, pues cuanto más caminaban más se perdían y se

internaban en el bosque.

Vino la noche, y empezó a soplar un fuerte viento que les producía un susto

terrible. Por todos lados creían oír los aullidos de lobos que se acercaban a ellos

para comérselos. Casi no se atrevían a hablar ni a volver la cabeza hacia atrás.

Empezó a caer una fuerte lluvia que los caló hasta los huesos; resbalaban a cada

paso y caían en el barro de donde se levantaban cubiertos de lodo, sin saber qué

hacer con sus manos.

Pulgarcito trepó a lo alto de un árbol para ver si descubría algo; girando la cabeza

de un lado a otro, divisó una lucecita como de un candil, pero que estaba muy

lejos, más allá del bosque. Bajó del árbol y, cuando llegó al suelo, ya no vio nada;

esto lo desesperó. Sin embargo, después de caminar un rato con sus hermanos

hacia donde había visto la luz, volvió a divisarla al salir del bosque.

Llegaron, por fin, a la casa donde estaba la luz, no sin pasar mucho miedo, pues

de cuando en cuando la perdían de vista, lo que ocurría cada vez que

atravesaban un declive del terreno. Llamaron a la puerta y una mujer les abrió.

Les preguntó qué querían; Pulgarcito le dijo que eran unos pobres niños que se

habían extraviado en el bosque y le pedían por caridad que les dejara pasar allí la

noche. La mujer, viéndolos a todos tan guapos, se puso a llorar y les dijo:

-¡Vaya por Dios! Hijos míos, ¡adónde habéis venido a parar! ¿Sabéis que esta es

la casa de un ogro que se come a los niños?

-¡Ay, señora! -le respondió Pulgarcito, que temblaba como un azogado, lo mismo

que sus hermanos-. ¿Qué podemos hacer? Los lobos del bosque nos comerán

con toda seguridad esta noche si usted no quiere cobijarnos en su casa. Y siendo

así, preferimos que sea el señor quien nos coma; quizás tenga compasión de

nosotros, si usted se lo pide.

La mujer del ogro, que creyó poder esconderlos de su marido hasta la mañana

siguiente, los dejó entrar y los llevó a calentarse junto a un buen fuego, pues

estaba asándose un cordero entero para la cena del ogro. Cuando empezaban a

entrar en calor, oyeron tres o cuatro fuertes golpes en la puerta: era el ogro que

regresaba.

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En el acto la mujer los escondió debajo de la cama y fue a abrir la puerta. Lo

primero que preguntó el ogro fue si la cena estaba lista y si había sacado el vino,

y en seguida se sentó a la mesa. El cordero estaba aún sangrando, pero por eso

mismo lo encontró mejor.

Olfateaba a derecha e izquierda, diciendo que olía a carne fresca.

-Será -le dijo su mujer- ese ternero que acabo de preparar.

-Huelo a carne fresca, otra vez te lo digo -repuso el ogro mirando de reojo a su

mujer- aquí hay algo que no comprendo.

Al decir estas palabras, se levantó de la mesa y fue derecho a la cama.

-¡Ah, maldita mujer! -dijo él-. ¡Cómo querías engañarme! ¡No sé por qué no te

como a ti también! Suerte para ti que eres una vieja bestia. Esta caza me viene

como anillo al dedo para invitar a tres ogros amigos mios que vendrán a verme

estos días.

Sacó a los niños de debajo de la cama, uno tras otro. Los pobres niños se

arrodillaron pidiéndole perdón; pero estaban ante el más cruel de los ogros quien,

lejos de sentir piedad, los devoraba ya con los ojos y decía a su mujer que se

convertirían en sabrosos bocados cuando hiciera una buena salsa con ellos. Fue

a coger un enorme cuchillo y, mientras se acercaba a los infelices niños, lo afilaba

en una piedra que llevaba en la mano izquierda.

Ya había cogido a uno de ellos cuando su mujer le dijo:

-¿Qué queréis hacer a esta hora? ¿No tendréis tiempo mañana por la mañana?

-Cállate -repuso el ogro-; así estarán más tiernos.

-Pero si todavía tenéis mucha carne -prosiguió la mujer-; hay un ternero, dos

corderos y la mitad de un cerdo.

-Tienes razón -dijo el ogro-; dales una buena cena para que no adelgacen, y

llévalos a acostarse.

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La buena mujer se puso contentísima, y les trajo una buena comida, pero ellos no

podían comer, de tanto miedo como tenían. En cuanto al ogro, siguió bebiendo,

encantado de tener algo tan bueno para agasajar a sus amigos. Bebió una

docena de tragos más que de costumbre, lo que le produjo un poco de dolor de

cabeza, y lo obligó a acostarse.

* * *

El ogro tenía siete hijas, muy pequeñas todavía. Estas pequeñas ogresas tenían

todas un bonito color de cara, pues comían carne fresca, como su padre; pero

tenían ojillos grises y redondos, la nariz ganchuda y una boca muy grande con

puntiagudos dientes muy separados unos de otros. Aún no eran malvadas del

todo, pero prometían bastante, pues ya mordían a los niños pequeños para

chuparles la sangre.

Las habían acostado temprano, y estaban las siete en una cama grande, con una

corona de oro en la cabeza cada una.

En el mismo cuarto había otra cama del mismo tamaño; allí acostó la mujer del

ogro a los siete chicos, después de lo cual ella se fue a la cama al lado de su

marido.

Pulgarcito, que había observado que las hijas del ogro llevaban coronas de oro en

la cabeza y, temiendo que el ogro se arrepintiera de no haberlos degollado esa

misma noche, se levantó en mitad de la noche y cogiendo los gorros de sus

hermanos y el suyo, fue muy despacito a colocarlos en las cabezas de las siete

hijas del ogro, después de haberles quitado sus coronas de oro, que puso sobre

las cabezas de sus hermanos y en la suya a fin de que el ogro los tomase por sus

hijas, y a sus hijas por los niños que quería degollar.

La cosa resultó tal como había pensado; pues el ogro, habiéndose despertado a

medianoche, se arrepintió de haber dejado para el día siguiente lo que pudo hacer

la víspera. Saltó , pues, bruscamente de la cama, y cogiendo su enorme cuchillo:

-Vamos a ver -dijo- cómo se portan estos pequeñajos; no lo pensemos dos veces.

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~ 75 ~

Subió a tientas a la habitación de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban

los muchachos; todos dormían menos Pulgarcito, que tuvo mucho miedo cuando

sintió la mano del ogro que le tocaba la cabeza, como había hecho con sus

hermanos. El ogro, que sintió las coronas de oro:

-¡Vaya, hombre -dijo-, buena la iba a hacer! Veo que anoche bebí más de la

cuenta.

Se dirigió después a la cama de sus hijas y, habiendo tocado los gorros de los

chicos:

-¡Ah! -exclamó- ¡aquí están nuestros mozuelos! ¡Pues, venga, manos a la obra!

Y, diciendo esto, degolló sin vacilar a sus siete hijas. Luego, muy satisfecho de

esta expedición, volvió a acostarse junto a su mujer.

Apenas Pulgarcito oyó los ronquidos del ogro, despertó a sus hermanos y les dijo

que se vistieran rápido y lo siguieran. Bajaron muy despacio al jardín y saltaron

por encima de la tapia. Corrieron durante toda la noche, siempre temblando y sin

saber a dónde se dirigían.

El ogro, al despertar, dijo a su mujer:

-Anda arriba a preparar a esos pequeñajos de ayer.

Muy sorprendida quedó la ogresa de la bondad de su marido, sin sospechar de

qué manera entendía él que los preparara; y, creyendo que le ordenaba vestirlos,

subió y cuál no sería su asombro al ver a sus siete hijas degolladas y nadando en

su propia sangre. Empezó por desmayarse (que es lo primero que hacen casi

todas las mujeres en circunstancias parecidas). El ogro, temiendo que su mujer

tardara demasiado en hacer la tarea que le había encomendado, subió para

ayudarla. Su asombro no fue menor que el de su mujer cuando vio este horrible

espectáculo.

-¡Ay! ¿qué hice? -exclamó-. ¡Me la pagarán estos desgraciados, y ahora mismo!

-Echó un jarro de agua en las narices de su mujer, haciéndola volver en sí:

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~ 76 ~

-Dame pronto mis botas de siete leguas -le dijo- para ir a atraparlos.

Emprendió la marcha y, después de haber recorrido largos trayectos en todas

direcciones, tomó finalmente el camino por donde iban los pobres niños, que ya

estaban sólo a cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al ogro, que iba de

montaña en montaña, y que cruzaba ríos con la misma facilidad con que hubiera

cruzado el más pequeño riachuelo. Pulgarcito, que descubrió una roca hueca

cerca del lugar donde estaban, hizo que sus hermanos se escondieran allí y se

escondió él también, sin perder de vista lo que hacía el ogro.

El ogro, que estaba agotado de tanto caminar inútilmente (pues las botas de siete

leguas fatigan demasiado), quiso descansar y, por casualidad, fue a sentarse

sobre la roca donde se habían escondido los niños. Como ya no podía más de

cansancio, se durmió después de descansar un rato, y se puso a roncar de forma

tan espantosa que los pobres niños se asustaron igual que cuando sostenía el

enorme cuchillo para cortarles el pescuezo.

Pulgarcito sintió menos miedo, y les dijo a sus hermanos que huyeran a toda prisa

a casa, mientras el ogro dormía profundamente, y que no se preocuparan por él.

Le obedecieron y llegaron en seguida a su casa.

Pulgarcito, acercándose al ogro, le sacó suavemente las botas y se las puso al

instante. Las botas eran bastante anchas y grandes; pero como eran mágicas,

tenían el don de agrandarse y empequeñecerse según la pierna del que las

calzaba, de manera que se ajustaban a sus pies y a sus piernas como si las

hubieran hecho para él. Partió recto a casa del ogro, donde encontró a su mujer.

que lloraba junto a sus hijas degolladas.

-Su marido -le dijo Pulgarcito- está en grave peligro; ha sido capturado por una

banda de ladrones que han jurado matarlo si no les da todo el oro y la plata que

tenga. En el momento en que lo tenían con el puñal al cuello, me vio y me pidió

que viniera a avisarle del estado en que se encuentra, y a decirle que me dé todo

lo que tenga de valor en la casa sin ocultar nada, porque de otro modo lo matarán

sin misericordia. Como el asunto apremia, quiso que me pusiera sus botas de

siete leguas, como puede ver, para ir más deprisa, y también para que usted no

creyera que estaba mintiendo.

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La buena mujer, muy asustada, le dio en el acto todo lo que tenía; pues este ogro

no dejaba de ser un buen marido, aun cuando se comiera a los niños pequeños.

Pulgarcito, cargado con todas las riquezas del ogro, volvió a la casa de su padre

donde fue recibido con la mayor alegría.

* * *

Hay muchas personas que no están de acuerdo con esta última circunstancia, y

sostienen que Pulgarcito jamás cometió ese robo; que, a decir verdad, no tuvo

ningún escrúpulo en quitarle las botas de siete leguas al ogro porque éste las

usaba solamente para perseguir a los niños.

Estas personas aseguran saberlo de buena tinta, y hasta dicen que por haber

estado comiendo y bebiendo en casa del leñador. Aseguran que cuando

Pulgarcito se calzó las botas del ogro, se fue a la corte, donde sabía que estaban

preocupados por un ejército que se hallaba a doscientas leguas de allí, y por el

resultado de una batalla que se había librado. Cuentan que fue a ver al rey y le

dijo que si lo deseaba, él le traería noticias del ejército antes de acabar el día.

El rey le prometió una gran cantidad de dinero si lo conseguía. Pulgarcito trajo las

noticias esa misma tarde y, habiéndose dado a conocer por aquel primer encargo,

ganó todo lo que quiso; pues el rey le pagaba generosamente por transmitir sus

órdenes al ejército; además, numerosas damas le daban lo que él pidiera por

traerles noticias de sus amantes, lo que le proporcionaba sus mayores ganancias.

Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le

pagaban tan mal y representaba tan poca cosa, que ni se dignaba tener en cuenta

lo que ganaba por ese lado.

Después de ejercer durante algún tiempo el oficio de correo, y de haber amasado

una gran fortuna, volvió a casa de su padre, donde la alegría de volver a verlo es

imposible de describir. Acomodó a su familia. Compró cargos de nueva creación

para su padre y para sus hermanos y así fue colocándolos a todos, al mismo

tiempo que se creaba un excelente posición en la Corte.

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SIMBAD EL MARINO

Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdag vivía un joven llamado

Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar

pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador.

- ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!

Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa,

el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven.

A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue

conducido hasta una sala de grandes dimensiones.

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En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más

deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que

destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera:

-Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo

comprendas, te voy a contar mis aventuras…

“Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que

derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me

quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas,

hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos

proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir

hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta

llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer

barco que zarpó de vuelta a Bagdag…”

Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho

100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente.

Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas…

“Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y,

cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.

Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos

los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un

águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel

lugar.”

Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro,

con el ruego de que volviera al día siguiente…

“Hubiera podido quedarme en Bagdag disfrutando de la fortuna conseguida, pero

me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una

gran tormenta y el barco naufragó.

Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron

prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y

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que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le

clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos de aquel espantoso

lugar.

De vuelta a Bagdag, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo

contaré mañana…”

Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.

“Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta

vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey,

con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el

reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último

momento, logré escaparme y regresé a Bagdag cargado de joyas…”

Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus

viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De

este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino

le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su

fortuna.

El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido

como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un

día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante

agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que

Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un

cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar

más elefantes.

Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría

encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió

la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.

“Regresé a Bagdag y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el

anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo

de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos.”

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Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara

quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo

que soportar el peso de ningún fardo…

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CUENTOS INFANTILES, PARTE II.

SE TERMINÓ DE IMPROMIR EN LOS TALLERES

DE ISIDORA CARTONERA EN JULIO DE 2014.

www.facebook.com/IsidoraCartonera

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