cuentos horacio quiroga

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La miel silvestre (Horacio Quiroga) Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas ciudad. ll! vivir!an primitivamente de la ca"a y la pesca. #ierto es muchachos no se hab!an acordado particularmente de llevar esco an"uelos$ pero, de todos modos, el bosque estaba all!, con su libertad fuente de dicha y sus peligros como encanto. %esgraciadamente, al segundo d!a fueron hallados por quienes los busca Estaban bastante at&nitos todav!a, no poco d'biles, y con gran asombro hermanos menores (iniciados tambi'n en Julio Verne( sab!an andar a)n e pies y recordaban el habla. *a aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso m+s formal haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. *as escapatoria llevan aqu! en isiones a l!mites imprevistos, y a ello arras enincasa el orgullo de sus stromboot. enincasa, habiendo concluido sus estudios de contadur!a p)blica, fulminante deseo de conocer la vida de la selva. /o fue arrastrado por temperamento, pues antes bien enincasa era un muchacho pac!0co, gordin1&n y de cara rosada, en ra"&n de su e2celente salud. En consecu lo su0ciente cuerdo para preferir un t' con leche y pastelitos a qui'n fortuita e infernal comida del bosque. 3ero as! como el soltero que fu 4uicioso cree de su deber, la v!spera de sus bodas, despedirse de la v con una noche de org!a en compon!a de sus amigos, de igual modo eninc quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. este motivo remontaba el 3aran+ hasta un obra4e, con sus famosos strom penas salido de #orrientes hab!a cal"ado sus recias botas, pues los y la orilla calentaban ya el paisa4e. as a pesar de ello el contador p)b cuidaba mucho de su cal"ado, evit+ndole araña"os y sucios contactos. %e este modo lleg& al obra4e de su padrino, y a la hora tuvo 'ste que el desenfado de su ahi4ado. (6d&nde vas ahora7 (le hab!a preguntado sorprendido. (l monte$ quiero recorrerlo un poco (repuso enincasa, que a colgarse el 8inchester al hombro. (93ero infeli": /o vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quiere de4a esa arma y mañana te har' acompañar por un pe&n. enincasa renunci& a su paseo. /o obstante, fue hasta la vera del bosq detuvo. ;ntent& vagamente un paso adentro, y qued& quieto. et manos en los bolsillos y mir& detenidamente aquella ine2tricab silbando d'bilmente aires truncos. %espu's de observar de nuevo el bos uno y otro lado, retorn& bastante desilusionado. l d!a siguiente, sin embargo, recorri& la picada central por espacio legua, y aunque su fusil volvi& profundamente dormido, enincasa no de el paseo. *as 0eras llegar!an poco a poco. *legaron 'stas a la segunda noche (aunque de un car+cter un poco singu enincasa dorm!a profundamente, cuando fue despertado por su padrino. (9Eh, dormil&n: *ev+ntate que te van a comer vivo. enincasa se sent& bruscamente en la cama, alucinado por la lu" de los faroles de viento que se mov!an de un lado a otro en la pie"a. Su padr peones regaban el piso.

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La miel silvestre (Horacio Quiroga)Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce aos, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. All viviran primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se haban acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba all, con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.Desgraciadamente, al segundo da fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atnitos todava, no poco dbiles, y con gran asombro de sus hermanos menores -iniciados tambin en Julio Verne- saban andar an en dos pies y recordaban el habla.La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso ms formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aqu en Misiones a lmites imprevistos, y a ello arrastr a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contadura pblica, sinti fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacfico, gordinfln y de cara rosada, en razn de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un t con leche y pastelitos a quin sabe qu fortuita e infernal comida del bosque. Pero as como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la vspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orga en compona de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paran hasta un obraje, con sus famosos stromboot.Apenas salido de Corrientes haba calzado sus recias botas, pues los yacars de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador pblico cuidaba mucho de su calzado, evitndole araazos y sucios contactos.De este modo lleg al obraje de su padrino, y a la hora tuvo ste que contener el desenfado de su ahijado.-Adnde vas ahora? -le haba preguntado sorprendido.-Al monte; quiero recorrerlo un poco -repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.-Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor deja esa arma y maana te har acompaar por un pen.Benincasa renunci a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intent vagamente un paso adentro, y qued quieto. Metiose las manos en los bolsillos y mir detenidamente aquella inextricable maraa, silbando dbilmente aires truncos. Despus de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retorn bastante desilusionado.Al da siguiente, sin embargo, recorri la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvi profundamente dormido, Benincasa no deplor el paseo. Las fieras llegaran poco a poco.Llegaron stas a la segunda noche -aunque de un carcter un poco singular.Benincasa dorma profundamente, cuando fue despertado por su padrino.-Eh, dormiln! Levntate que te van a comer vivo.Benincasa se sent bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movan de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.-Qu hay, qu hay? -pregunt echndose al suelo.-Nada... Cuidado con los pies... La correccin.Benincasa haba sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos correccin. Son pequeas, negras, brillantes y marchan velozmente en ros ms o menos anchos. Son esencialmente carnvoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: araas, grillos, alacranes, sapos, vboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminacin absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincn ni agujero profundo donde no se precipite el ro devorador. Los perros allan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser rodos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco das, segn su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aqulla, antes de una hora el chalet qued libre de la correccin.Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lvida de una mordedura.-Pican muy fuerte, realmente! -dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.Este, para quien la observacin no tena ya ningn valor, no respondi, felicitndose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasin. Benincasa reanud el sueo, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.Al da siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues haba concluido por comprender que tal utensilio le sera en el monte mucho ms til que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.El monte crepuscular y silencioso lo cans pronto. Dbale la impresin -exacta por lo dems- de un escenario visto de da. De la bullente vida tropical no hay a esa hora ms que el teatro helado; ni un animal, ni un pjaro, ni un ruido casi. Benincasa volva cuando un sordo zumbido le llam la atencin. A diez metros de l, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acerc con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamao de un huevo.-Esto es miel -se dijo el contador pblico con ntima gula-. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel...Pero entre l -Benincasa- y las bolsitas estaban las abejas. Despus de un momento de descanso, pens en el fuego; levantara una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrn acercaba cautelosamente la hojarasca hmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogi una en seguida, y oprimindole el abdomen, constat que no tena aguijn. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melfica abundancia. Maravillosos y buenos animalitos!En un instante el contador desprendi las bolsitas de cera, y alejndose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sent en un raign. De las doce bolas, siete contenan polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombra transparencia, que Benincasa palade golosamente. Saba distintamente a algo. A qu? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo, tena la densa miel un vago dejo spero. Mas qu perfume, en cambio!Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le seran tiles, comenz. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, despus de haber permanecido medio minuto con la boca intilmente abierta. Entonces la miel asom, adelgazndose en pesado hilo hasta la lengua del contador.Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron as dentro de la boca de Benincasa. Fue intil que ste prolongara la suspensin, y mucho ms que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.Entre tanto, la sostenida posicin de la cabeza en alto lo haba mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consider de nuevo el monte crepuscular. Los rboles y el suelo tomaban posturas por dems oblicuas, y su cabeza acompaaba el vaivn del paisaje.-Qu curioso mareo... -pens el contador. Y lo peor es...Al levantarse e intentar dar un paso, se haba visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Senta su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.-Es muy raro, muy raro, muy raro! -se repiti estpidamente Benincasa, sin escudriar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas... La correccin -concluy.Y de pronto la respiracin se le cort en seco, de espanto.-Debe ser la miel!... Es venenosa!... Estoy envenenado!Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le eriz el cabello de terror; no haba podido ni aun moverse. Ahora la sensacin de plomo y el hormigueo suban hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir all, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibi todo medio de defensa.-Voy a morir ahora!... De aqu a un rato voy a morir!... No puedo mover la mano!...En su pnico constat, sin embargo, que no tena fiebre ni ardor de garganta, y el corazn y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambi de forma.-Estoy paraltico, es la parlisis! Y no me van a encontrar!...Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de l, dejndole ntegras sus facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Crey as notar que el suelo oscilante se volva negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subi a su memoria el recuerdo de la correccin, y en su pensamiento se fij como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invada el suelo...Tuvo an fuerzas para arrancarse a ese ltimo espanto, y de pronto lanz un grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del nio aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado ro de hormigas negras. Alrededor de l la correccin devoradora oscureca el suelo, y el contador sinti, por bajo del calzoncillo, el ro de hormigas carnvoras que suban.Su padrino hall por fin, dos das despus, y sin la menor partcula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La correccin que merodeaba an por all, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.No es comn que la miel silvestre tenga esas propiedades narcticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carcter abundan en el trpico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayora de los casos su condicin; tal el dejo a resina de eucaliptus que crey sentir Benincasa.FIN

Cuentos de amor de locura y de muerte, 191

El almohadn de plumas (Horacio Quiroga)Su luna de miel fue un largo escalofro. Rubia, angelical y tmida, el carcter duro de su marido hel sus soadas nieras de novia. Ella lo quera mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordn, mudo desde haca una hora. l, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.Durante tres meses -se haban casado en abril- vivieron una dicha especial.Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rgido cielo de amor, ms expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contena siempre.La casa en que vivan influa un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mrmol- produca una otoal impresin de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el ms leve rasguo en las altas paredes, afirmaba aquella sensacin de desapacible fro. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.En ese extrao nido de amor, Alicia pas todo el otoo. No obstante, haba concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueos, y an viva dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastr insidiosamente das y das; Alicia no se repona nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardn apoyada en el brazo de l. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordn, con honda ternura, le pas la mano por la cabeza, y Alicia rompi en seguida en sollozos, echndole los brazos al cuello. Llor largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardndose, y an qued largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.Fue ese el ltimo da que Alicia estuvo levantada. Al da siguiente amaneci desvanecida. El mdico de Jordn la examin con suma atencin, ordenndole calma y descanso absolutos.-No s -le dijo a Jordn en la puerta de calle, con la voz todava baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vmitos, nada... Si maana se despierta como hoy, llmeme enseguida.Al otro da Alicia segua peor. Hubo consulta. Constatse una anemia de marcha agudsima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo ms desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el da el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasbanse horas sin or el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordn viva casi en la sala, tambin con toda la luz encendida. Pasebase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinacin. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y prosegua su mudo vaivn a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su direccin.Pronto Alicia comenz a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no haca sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se qued de repente mirando fijamente. Al rato abri la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.-Jordn! Jordn! -clam, rgida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.Jordn corri al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.-Soy yo, Alicia, soy yo!Alicia lo mir con extravi, mir la alfombra, volvi a mirarlo, y despus de largo rato de estupefacta confrontacin, se seren. Sonri y tom entre las suyas la mano de su marido, acaricindola temblando.

Entre sus alucinaciones ms porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tena fijos en ella los ojos.Los mdicos volvieron intilmente. Haba all delante de ellos una vida que se acababa, desangrndose da a da, hora a hora, sin saber absolutamente cmo. En la ltima consulta Alicia yaca en estupor mientras ellos la pulsaban, pasndose de uno a otro la mueca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.-Pst... -se encogi de hombros desalentado su mdico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...-Slo eso me faltaba! -resopl Jordn. Y tamborile bruscamente sobre la mesa.Alicia fue extinguindose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remita siempre en las primeras horas. Durante el da no avanzaba su enfermedad, pero cada maana amaneca lvida, en sncope casi. Pareca que nicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tena siempre al despertar la sensacin de estar desplomada en la cama con un milln de kilos encima. Desde el tercer da este hundimiento no la abandon ms. Apenas poda mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni an que le arreglaran el almohadn. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.Perdi luego el conocimiento. Los dos das finales delir sin cesar a media voz. Las luces continuaban fnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agnico de la casa, no se oa ms que el delirio montono que sala de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordn.Alicia muri, por fin. La sirvienta, que entr despus a deshacer la cama, sola ya, mir un rato extraada el almohadn.-Seor! -llam a Jordn en voz baja-. En el almohadn hay manchas que parecen de sangre.Jordn se acerc rpidamente Y se dobl a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que haba dejado la cabeza de Alicia, se vean manchitas oscuras.-Parecen picaduras -murmur la sirvienta despus de un rato de inmvil observacin.-Levntelo a la luz -le dijo Jordn.La sirvienta lo levant, pero enseguida lo dej caer, y se qued mirando a aqul, lvida y temblando. Sin saber por qu, Jordn sinti que los cabellos se le erizaban.-Qu hay? -murmur con la voz ronca.-Pesa mucho -articul la sirvienta, sin dejar de temblar.Jordn lo levant; pesaba extraordinariamente. Salieron con l, y sobre la mesa del comedor Jordn cort funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevndose las manos crispadas a los bands. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, haba un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.Noche a noche, desde que Alicia haba cado en cama, haba aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aqulla, chupndole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remocin diaria del almohadn haba impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succin fue vertiginosa. En cinco das, en cinco noches, haba vaciado a Alicia.Estos parsitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917EL ALAMBRE DE PUAS

Durante quince das el alazn haba buscado en vano la senda por donde su compaero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera--desmonte que ha rebrotado inextricable--no permita paso ni an a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por all por donde el malacara pasaba.

Ahora recorra de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el malacara responda a los relinchos vibrantes de su compaero, con los suyos cortos y rpidos, en que haba sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo ms irritante para el alazn era que el malacara reapareca dos o tres veces en el da para beber. Prometase aqul entonces no abandonar un instante a su compaero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazn, al darse cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecucin, hallaba el monte inextricable. Esto s, de adentro, muy cerca an, el maligno malacararesponda a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena.

Hasta que esa maana el viejo alazn hall la brecha muy sencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monteavanzaba cincuenta metros en el campo, vi un vago sendero que lo condujo en perfecta lnea oblicua al monte. All estaba el malacara, deshojando rboles.

La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un da el chircal, haba hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado.Repiti su avance a travs del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del tnel. Entonces us del viejo camino quecon el alazn haban formado a lo largo de la lnea del monte. Y aqu estaba la causa del trastorno del alazn: la entrada de la sendaformaba una lnea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de modo que el alazn, acostumbrado a recorrer sta de sur a norte y jams de norte a sur, no hubiera hallado jams la brecha.

En un instante estuvo unido a su compaero, y juntos entonces, sin ms preocupacin que la de despuntar torpemente las palmeras jvenes, los dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que saban ya de memoria.

El monte, sumamente raleado, permita un fcil avance, an a caballos. Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras l, una capuera de dos aos se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazn, que en su juventud haba correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigi la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pescuezo de caballo.

Caminando, comiendo, curioseando, el alazn y el malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado los detuvo.

--Un alambrado,--dijo el alazn.

--S, alambrado,--asinti el malacara. Y ambos, pesando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde all se vea un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una plantacin nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos entendan ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha.

Dos minutos despus pasaban: un rbol, seco en pie por el fuego, habacado sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en quesus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por laescarcha, vieron entonces de cerca qu eran aquellas plantas nuevas.

--Es yerba,--constat el malacara, haciendo temblar los labios a mediocentmetro de las hojas coriceas. La decepcin pudo haber sidogrande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo apasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron sucamino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeronlocon tranquilidad grave y paciente, llegando as a una tranquera,abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en plenocamino real.

Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenatodo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertadpresente, haba infinita distancia. Ms por infinita que fuera, loscaballos pretendan prolongarla an, y as, despus de observar conperezosa atencin los alrededores, quitronse mutuamente la caspa delpescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.

El da, en verdad, favoreca tal estado de alma. La bruma matinal deMisiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo sbitamentepuro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma,cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino detierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisinadmirable, descenda al valle blanco de espartillo helado, para tornara subir hasta el monte lejano. El viento, muy fro, cristalizaba anms la claridad de la maana de oro, y los caballos, que sentan defrente el sol, casi horizontal todava, entrecerraban los ojos aldichoso deslumbramiento.

Seguan as, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido deluz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas delcamino cierta extensin de un verde inusitado. Pasto? Sin duda. Masen pleno invierno...

Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron alalambrado. S, pasto fino, pasto admirable! Y entraran, ellos, loscaballos libres!

Hay que advertir que el alazn y el malacara posean desde esamadrugada, alta idea de s mismos. Ni tranquera, ni alambrado, nimonte, ni desmonte, nada era para ellos obstculo. Haban visto cosasextraordinarias, salvando dificultades no crebles, y se sentangordos, orgullosos y facultados para tomar la decisin msestrafalaria que ocurrrseles pudiera.

En este estado de nfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacasdetenidas a orillas del camino, y encaminndose all llegaron a latranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estabaninmviles, mirando fijamente el verde paraso inalcanzable.

--Por qu no entran?--pregunt el alazn a las vacas.

--Porque no se puede--le respondieron.

--Nosotros pasamos por todas partes,--afirm el alazn, altivo.--Desdehace un mes pasamos por todas partes.

Con el fulgor de su aventura, los caballos haban perdido sinceramenteel sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar alos intrusos.

--Los caballos no pueden,--dijo una vaquillona movediza.--Dicen eso yno pasan por ninguna parte. Nosotras s pasamos por todas partes.

--Tienen soga--aadi una vieja madre sin volver la cabeza.

--Yo no, yo no tengo soga!--respondi vivamente el alazn.--Yo vivaen las capueras y pasaba.

--S, detrs de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.

La vaquillona movediza intervino de nuevo:

--El patrn dijo el otro da: a los caballos con un solo hilo se loscontiene. Y entonces?... Ustedes no pasan?

--No, no pasamos,--repuso sencillamente el malacara, convencido por laevidencia.

--Nosotras s!

Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurri de pronto que lasvacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y delCdigo Rural, tampoco pasaban la tranquera.

--Esta tranquera es mala,--objet la vieja madre.--El s! Corre lospalos con los cuernos.

--Quin?--pregunt el alazn.

Todas las vacas volvieron a l la cabeza con sorpresa.

--El toro, Barig! El puede ms que los alambrados malos.

--Alambrados?... Pasa?

--Todo! Alambre de pa tambin. Nosotras pasamos despus.

Los dos caballos, vueltos ya a su pacfica condicin de animales a queun solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados poraquel hroe capaz de afrontar el alambre de pa, la cosa ms terribleque puede hallar el deseo de pasar adelante.

De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba eltoro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquilarecta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente suinferioridad.

Las vacas se apartaron, y Barig, pasando el testuz bajo una tranca,intent hacerla correr a un lado.

Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca nocorri. Una tras otra, el toro prob sin resultado su esfuerzointeligente: el chacarero, dueo feliz de la plantacin de avena,haba asegurado la tarde anterior los palos con cuas.

El toro no intent ms. Volvindose con pereza, olfate a lo lejosentrecerrando los ojos, y coste luego el alambrado, con ahogadosmugidos sibilantes.

Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinadolugar el toro pas los cuernos bajo el alambre de pa, tendindoloviolentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasarqueando el lomo. En cuatro pasos ms estuvo entre la avena, y lasvacas se encaminaron entonces all, intentando a su vez pasar. Pero alas vacas falta evidentemente la decisin masculina de permitir en lapiel sangrientos rasguos, y apenas introducan el cuello, loretiraban presto con mareante cabeceo.

Los caballos miraban siempre.

--No pasan,--observ el malacara.

--El toro pas,--repuso el alazn.--Come mucho.

Y la pareja se diriga a su vez a costear el alambrado por la fuerzade la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, lleghasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falsoataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba dealcanzarlo.

--A!... Te voy a dar saltitos...--gritaba el hombre. Barig,siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes.Maniobraron as cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar ala bestia contra el alambrado. Pero sta, con la decisin pesada ybruta de su fuerza, hundi la cabeza entre los hilos y pas, bajo unagudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.

Los caballos vieron cmo el hombre volva precipitadamente a surancho, y tornaba a salir con el rostro plido. Vieron tambin quesaltaba el alambrado y se encaminaba en direccin de ellos, por locual los compaeros, ante aquel paso que avanzaba decidido,retrocedieron por el camino en direccin a su chacra.

Como los caballos marchaban dcilmente a pocos pasos delante delhombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueo del toro,sindoles dado oir la conversacin.

Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre habasufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, porinaccesibles que hubieran sido dentro del monte; alambrados, porgrande que fuera su tensin e infinito el nmero de hilos, todo loarroll el toro con sus hbitos de pillaje. Se deduce tambin que losvecinos estaban hartos de la bestia y de su dueo, por los incesantesdestrozos de aquella. Pero como los pobladores de la regindifcilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, porduros que les sean, el toro prosegua comiendo en todas partes menosen la chacra de su dueo, el cual, por otro lado, pareca divertirsemucho con esto.

De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y alpolaco cazurro.

--Es la ltima vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro!Acaba de pisotearme toda la avena. Ya no se puede ms!

El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con extraordinario ymeloso falsete.

--Ah, toro, malo! M no puede! M ata, escapa! Vaca tiene culpa!Toro sigue vaca!

--Yo no tengo vacas, usted bien sabe!

--No, no! Vaca Ramrez! M queda loco, toro!

--Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe tambin!

--S, s, alambre! Ah, m no sabe!...

--Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, perotenga por ltima vez cuidado con su toro para que no entre por elalambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo.

--Toro pasa por camino! No fondo!

--Es que ahora no va a pasar por el camino.

--Pasa, toro! No pa, no nada! Pasa todo!

--No va a pasar.

--Qu pone?

--Alambre de pa... pero no va a pasar.

--No hace nada pa!

--Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va alastimar.

El chacarero se fu. Es como lo anterior, evidente, que el malignopolaco, rindose una vez ms de las gracias del animal, compadeci, sicabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambradoinfranqueable por su toro. Seguramente se frot las manos:

--M no podrn decir nada esta vez si toro come toda avena!

Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de suchacra, y un rato despus llegaban al lugar en que Barig habacumplido su hazaa. La bestia estaba all siempre, inmvil en mediodel camino, mirando con solemne vaciedad de idea desde haca un cuartode hora, un punto fijo de la distancia. Detrs de l, las vacasdormitaban al sol ya caliente, rumiando.

Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieronlos ojos despreciativas:

--Son los caballos. Queran pasar el alambrado. Y tienen soga.

--Barig s pas!

--A los caballos un solo hilo los contiene.

--Son flacos.

Esto pareci herir en lo vivo al alazn, que volvi la cabeza:

--Nosotros no estamos flacos. Ustedes, s estn. No va a pasar msaqu,--aadi sealando los alambres cados, obra de Barig.

--Barig pasa siempre! Despus pasamos nosotras. Ustedes no pasan.

--No va a pasar ms. Lo dijo el hombre.

--El comi la avena del hombre. Nosotras pasamos despus.

El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente ms afectoal hombre que la vaca. De aqu que el malacara y el alazn tuvieran feen el alambrado que iba a construir el hombre.

La pareja prosigui su camino, y momentos despus, ante el campo libreque se abra ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer,olvidndose de las vacas.

Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos seacordaron del maz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino alchacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombrerubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

--Le digo que va a pasar,--deca el pasajero.

--No pasar dos veces,--replicaba el chacarero.

--Usted ver! Esto es un juego para el maldito toro del polaco! Vaa pasar!

--No pasar dos veces,--repeta obstinadamente el otro.

Los caballos siguieron, oyendo an palabras cortadas:

--... reir!

--... veremos.

Dos minutos ms tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote ingls.El malacara y el alazn, algo sorprendidos de aquel paso que noconocan, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.

--Curioso!--observ el malacara despus de largo rato.--El caballo vaal trote y el hombre al galope.

Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esamaana. Sobre el cielo plido y fro, sus siluetas se destacaban ennegro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazndetrs. La atmsfera, ofuscada durante el da por la excesiva luz delsol, adquira a esa hora crepuscular una transparencia casi fnebre.El viento haba cesado por completo, y con la calma del atardecer, enque el termmetro comenzaba a caer velozmente, el valle heladoexpandia su penetrante humedad, que se condensaba en rastreanteneblina en el fondo sombro de las vertientes. Reviva, en la tierraya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el caminocosteaba el monte, el ambiente, que se senta de golpe ms fro yhmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.

Los caballos entraron por el portn de su chacra, pues el muchacho,que haca sonar el cajoncito de maz, oy su ansioso trmulo. El viejoalazn obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de laaventura, vindose gratificado con una soga, a efectos de lo quepudiera pasar.

Pero a la maana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densaneblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vezel tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado,salvando la tranquera abierta an.

La maana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y elcalor excesivo prometia para muy pronto cambio de tiempo. Despus detrasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidasen el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excit sus orejas ysu paso: queran ver cmo era el nuevo alambrado.

Pero su decepcin, al llegar, fu grande. En los postesnuevos,--obscuros y torcidos,--haba dos simples alambres de pa,gruesos, tal vez, pero nicamente dos.

No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras habadado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaronatentamente aquello, especialmente los postes.

--Son de madera de ley--observ el malacara.

--S, cernes quemados.

Y tras otra larga mirada de examen, constat:

--El hilo pasa por el medio, no hay grampas.

--Estn muy cerca uno de otro.

Cerca, los postes, s, indudablemente: tres metros. Pero en cambio,aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos delcercado anterior, desilusionaron a los caballos. Cmo era posible queel hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener alterrible toro?

--El hombre dijo que no iba a pasar--se atrevi, sin embargo, elmalacara, que en razn de ser el favorito de su amo, coma ms maz,por lo cual sentase ms creyente.

Pero las vacas lo haban odo.

--Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barig pasya.

--Pas? Por aqu?--pregunt descorazonado el malacara.

--Por el fondo. Por aqu pasa tambin. Comi la avena.

Entretanto, la vaquilla locuaz haba pretendido pasar los cuernosentre los hilos; y una vibracin aguda, seguida de un seco golpe enlos cuernos dej en suspenso a los caballos.

--Los alambres estn muy estirados--dijo despus de largo examen elalazn.

--S. Ms estirados no se puede...

Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente encmo se podra pasar entre los dos hilos.

Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.

--El pas ayer. Pasa el alambre de pa. Nosotras despus.

--Ayer no pasaron. Las vacas dicen s, y no pasan,--oyeron al alazn.

--Aqu hay pa, y Barig pasa! All viene!

Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros an, eltoro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frenteal cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Loscaballos, inmviles, alzaron las orejas.

--Come toda avena! Despus pasa!

--Los hilos estn muy estirados...--observ an el malacara, tratandosiempre de precisar lo que sucedera si...

--Comi la avena! El hombre viene! Viene el hombre!--lanz lavaquilla locuaz.

En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia eltoro. Traa el palo en la mano, pero no pareca iracundo; estaba smuy serio y con el ceo contrado.

El animal esper a que el hombre llegara frente a l, y entonces diprincipio a los mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzms, y el toro comenz a retroceder, berreando siempre y arrasando laavena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya delcamino, volvi grupas con un postrer mugido de desafo burln, y selanz sobre el alambrado.

--Viene Barig! El pasa todo! Pasa alambre de pa!--alcanzaron aclamar las vacas.

Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro baj la cabeza yhundi los cuernos entre los dos hilos. Se oy un agudo gemido dealambre, un estridente chirrido que se propag de poste a poste hastael fondo, y el toro pas.

Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizadosdesde el pecho a la grupa, llovan ros de sangre. La bestia, presa deestupor, qued un instante atnita y temblando. Se alej luego alpaso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros seech, con un ronco suspiro.

A medioda el polaco fu a buscar a su toro, y llor en falsete anteel chacarero impasible. El animal se haba levantado, y poda caminar.Pero su dueo, comprendiendo que le costara mucho trabajo curarlo--siesto an era posible--lo carne esa tarde, y al da siguiente almalacara le toc en suerte llevar a su casa, en la maleta, dos kilosde carne del toro muerto.