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CUENTOS ERÓTICOS

El Jardín de Epicuro¡Extranjero, aquí estarás bien: el placer es el fin supremo!

FICCIÓN

MARQUÉS DE SADE

CUENTOS ERÓTICOS

Traducción y notas de ENRIQUE MARTÍNEZ FARIÑAS

© De la presente edición, Hermida Editores, 2014. © De la adaptación de la traducción, Hermida Editores.Ilustración de cubierta, Beso en la cama de Touluse Lautrec.Calle Antonio Alonso Martín 10, 28860 Paracuellos de Jarama, Madrid.Tel. 916584193e-mail [email protected]© Traducción y notas de Enrique Martínez Fariñas.Asesor literario de la colección: Jaime Fernández Martín.ISBN: 978-84-941767-5-3Depósito legal: M-27981-2014Impreso en EspañaPrimera edición: noviembre de 2014

ÍNDICE

La serpiente 13Una ocurrencia de Gascón 17Una buena trampa 19El castigo 23El obispo enfangado 29El fantasma 31Los discurseadores provenzales 37Sírvame otra vez lo mismo 43El esposo complaciente 47Aventura incomprensible confi rmada por toda una provincia 49La fl or del castaño 57El preceptor fi lósofo 59La gazmoña, o el encuentro imprevisto 63Emile de Tourville, o la crueldad fraterna 73Augustine de Villebranche, o la estratagema del amor 103Hágase como se ha requerido 121Cornudo por sí mismo, o el acuerdo imprevisto 125Hay sitio para dos 137El magistrado burlado 141El esposo corregido 221

La castellana de Longeville, o la esposa vengada 233Los tramposos 245

Salutación fi nal del autor 253

CUENTOS ERÓTICOS

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La serpiente

LA SERPIENTE

Todo el mundo ha conocido, a principios de este siglo, a Madame la presidenta de C..., considerada como una de las mujeres más amables y la más hermosa de Dijon. Y todo el mundo ha podido verla teniendo en público y acariciando a una serpiente blanca, que la acompañaba incluso en su cama, y que va a constituir el tema principal o el eje de esta anécdota.

—Este animal es el mejor amigo de cuantos he tenido o pueda tener en este mundo.

Así se expresaba un día, Madame, la presidenta de C..., dirigiéndose a una dama extranjera, que había ido a visitarla, y que parecía más que curiosa por averiguar y conocer los motivos por los cuales la hermosa presidenta tuviera tantas atenciones y cuidados con su serpiente blanca.

—Hace ya bastante tiempo que amé apasionadamente —continuó diciendo a la dama visitante—. Estuve muy enamorada de un joven encantador, que tuvo que alejarse de mi lado para recoger los laureles del guerrero. Independientemente de nuestras relaciones por correspondencia, él me exigió que siguiese su ejemplo y que, a ciertas horas convenidas, nos retirásemos cada uno por nuestro lado en lugares solitarios, para ocuparnos única y exclusivamente de nuestro amor.

»Un día, a eso de las cinco de la tarde, cuando me dirigía al extremo más recóndito de mi jardín para cumplir mi palabra, encerrándome en un gabinete de fl ores, a pesar de que yo estaba convencida de que tales animales no podían

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Cuentos Eróticos

haber entrado en el jardín, vi a mis pies a esta serpiente que ahora idolatro.

»Hice ademán de echar a correr, de escapar de allí, pero la serpiente se extendió delante de mí. Parecía estar pidiéndome gracia. Era como si me jurase que estaba muy lejos de desear hacerme el menor daño. Entonces, no pude más que detenerme a contemplar a ese hermoso animal, el cual, viéndome ya más tranquila, se acercó y empezó a dar vueltas alrededor de mis pies, cada vez más ligeras, hasta que yo no pude retenerme por más tiempo y adelanté una mano para posarla sobre su cuerpo.

»La serpiente deslizó su cabeza bajo mi mano, sumisa y acariciadora, para infundirme mayor confi anza. La tomé, levantándola del suelo, para depositarla sobre mis rodillas, donde se acurrucó hasta quedar inmóvil, como si se hubiese dormido.

»Me sobrecogió una turbación extraña... A pesar mío, unas lágrimas resbalaron de mis ojos y fueron a caer sobre ese animal tan encantador... Como si le hubiese despertado mi dolor, la serpiente levantó su cabeza, observándome... Dejó escapar un gemido... Su cabeza se refugió en mi seno... Lo acarició y luego cayó como aniquilada...

»Creí comprender lo que aquello signifi caba y, muy turbada, exclamé: “¡Cielo santo, mi amor ha muerto!”.

»Al instante huí de aquel lugar funesto, llevando conmigo a la serpiente, a la que un sentimiento oculto parece ligarme como a pesar mío...

»Usted, señora, podrá considerar como quiera lo que acabo de decirle e interpretar como le plazca lo que yo tomé por una fatal advertencia, pero lo cierto es que ocho días más tarde pude saber que el hombre a quien tanto amaba había muerto precisamente a la hora en que se me apareció la serpiente.

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La serpiente

»Desde entonces no he querido separarme de este animal, que no me abandonará hasta que muera. Me he casado después, pero con la condición expresa de que nadie se atrevería a quitarme la serpiente ni intentaría hacerle el menor daño.

Y al acabar de decir estas palabras, la amable presidenta acarició a su serpiente, la dejó que reposase sobre su seno, y luego la hizo ejecutar mil cabriolas y gracias delante de la dama que había ido a visitarla.

¡Oh, Providencia! ¡Cuán insondables son tus decretos! ¡Qué inexplicables son tus caminos, si es cierta esta aventura, tal y como lo afi rman todas las honradas gentes de la Borgoña!

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Una ocurrencia de Gascón

UNA OCURRENCIA DE GASCÓN

Un ofi cial gascón había obtenido de Luis XIV una gratifi cación de ciento cincuenta luises de oro1 y, con su orden en la mano, se presentó en casa del ministro Col- bert, sin hacerse anunciar, encontrándose con que el primer hombre del reino estaba a la mesa con varios convidados.

—Les ruego que me digan quién de ustedes es Monsieur de Colbert —dijo con el inconfundible acento que probaba que su patria era la Gascuña.

—Yo soy, caballero —respondió el ministro—. ¿Qué puedo hacer en vuestro servicio?

—Una bagatela, señor. Se trata de una gratifi cación de ciento cincuenta luises, que le agradeceré me abone al instante.

El señor Colbert, dándose cuenta de que el recién llegado era un personaje humorístico, le pidió permiso para terminar de comer y, para que no se impacientara demasiado, le invitó a sentarse a la mesa, junto a sus invitados.

—Acepto encantado —respondió el gascón— sobre todo porque todavía no he comido.

Al terminar el ágape, el primer ministro, que había tenido ocasión de hacer prevenir a su primer empleado, dijo al ofi cial que ya podía subir al despacho, donde le aguardaba su dinero. El gascón obedeció al instante, pero no le contaron más que cien luises.

1. Moneda de oro, de curso variable, que en Francia equivalía a diez francos.

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—Usted bromea —le dijo al empleado—. ¿Es que no ve que la orden de pago del rey es por ciento cincuenta luises?

—Caballero —respondió el plumífero—, leo muy bien lo que dice vuestra orden de pago, pero le retengo cincuenta luises a causa de su comida.

—¡Carambola! ¡Cincuenta luises por una comida! ¡En mi albergue no me cuesta más que diez sueldos!2

—No dudo que sea cierto lo que me decís, caballero, pero estoy seguro de que allí no comeréis con el ministro.

—Eso también es verdad. Pero, en ese caso, podéis guardarlo todo, señor. Mañana volveré con uno de mis amigos. Comeremos los dos y así estaremos en paz.

La respuesta y la ocurrencia que la había ocasionado divirtieron por un instante a la corte. Se añadieron cincuenta luises a la gratifi cación del gascón, que regresó triunfalmente a su patria, alabando las comidas del ministro Colbert, Versalles y la manera tan agradable con que se recompensaban las ocurrencias de las gentes del Garona.

2. Antigua moneda que valía la vigésima parte de un franco, o un equi-valente de cinco céntimos.

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Una buena trampa

UNA BUENA TRAMPA

El mundo está lleno de mujeres imprudentes que se imaginan que, mientras no lleguen al máximo en los brazos de un amante, ellas pueden permitirse ciertos galanteos y algunas relaciones sin por ello ofender a su esposo. Así resulta que, a causa de esta manera de pensar, suceden a veces algunas cosas con peligrosas consecuencias, las cuales resultan serlo aún más que si su caída hubiera sido total.

Lo que le sucedió a la marquesa de Guissac, dama de elevada posición en Nimes, en el Languedoc, es una buena prueba de lo que acabamos de ofrecer como una máxima.

Alocada, atolondrada, alegre, muy gentil y dotada de buen humor, Madame de Guissac creyó que el hecho de cruzar algunas cartas galantes con el barón de Aumelas, no provocaría ningún problema ni entrañaría graves consecuencias, primeramente porque aquellas cartas no serían conocidas por nadie y en segundo lugar porque si desgraciadamente alguna de ellas llegaba a ser descubierta, al poder demostrar su inocencia a su marido, ella no merecería sus reproches ni caería en desgracia. Pero en todo eso se equivocó la no muy ingenua.

El señor de Guissac, excesivamente celoso, sospechó de la existencia de aquellas relaciones e interrogó a una de las camareras de su mujer. Se apoderó luego de una de las cartas, en la cual no encontró en principio nada que legitimase sus dudas, pero sí halló lo sufi ciente para alimentar las más crueles sospechas.

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Cuentos Eróticos

En un estado de gran incertidumbre, el señor de Guissac se proveyó de una pistola y de un vaso de naranjada, y entró hecho una furia en la habitación de su esposa.

—¡Me habéis traicionado, señora! —gritó enfurecido, mostrándole la carta acusadora—. ¡Leed estas líneas! ¡A mí me lo han aclarado todo por completo! ¡Ya no es hora de dudas ni de vacilaciones! ¡Os dejo la elección de vuestra muerte! ¡Elegid entre el veneno o la pistola!

La marquesa se defendió llorosa. Juró y perjuró a su esposo que estaba equivocado.

—Es cierto que yo puedo ser culpable de imprudencia —le dijo retorciéndose las manos— pero os aseguro que no soy culpable de ningún crimen deshonroso.

—¡Habéis mancillado mi honor y ya no me engañaréis más, pérfi da! —respondió el marido furioso—. ¡Ya no volveréis a burlaros de mí, señora! ¡Y daos prisa en elegir cuál queréis que sea vuestra muerte, o con este arma os privaré de la vida ahora mismo!

La pobre señora de Guissac, aterrada, acabó deci- diéndose por el veneno y aceptó el vaso de naranjada que le ofreció su marido. Lo llevó a sus labios temblorosos y bebió la mitad de un trago.

El esposo arrebató entonces el vaso de las manos de la abrumada señora de Guissac, diciéndola:

—¡Aguardad!... ¡No moriréis sola!—¿Qué queréis decir?—Odiado por vos, engañado por vos, ¿qué queréis que

haga yo en este mundo?Y al terminar de pronunciar estas amargas palabras, el

marido apuró el resto del cáliz.—¡Oh, caballero! —exclamó Madame de Guissac,

uniendo sus manos en gesto de súplica—. En el estado espantoso a que acabáis de reducirnos a ambos, no podéis rehusarme un confesor. Permitidme también que bese por última vez a mis amados padres.

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Una buena trampa

El marido envió a buscar al instante a las personas cuya presencia requería su infortunada esposa, la cual se arrojó a los brazos de aquellos que le habían dado la vida y protestó una vez más de su inocencia. Pero, ¿qué reproches podían hacérsele a un marido que estaba convencido de la realidad de su afrenta y que no sólo castigaba tan cruelmente a su mujer, sino que, además, se inmolaba a sí mismo?

Los padres de la desdichada señora de Guissac no tuvieron más remedio que resignarse a ver cómo moría su hija, y el llanto brotó de sus ojos, uniéndose al de la desdichada.

Entonces llegó el confesor...La marquesa de Guissac se dirigió al sacerdote y dijo:—En este cruel instante de mi vida, para consuelo de mis

padres y por el honor de mi buen nombre, quiero que mi confesión sea hecha en voz alta y ante todos los presentes.

Y al mismo tiempo, empezó a acusarse en voz alta de todo lo que se reprochaba su conciencia desde el instante de su nacimiento.

El marido escuchaba con toda atención, pendiente de todas y cada una de las palabras de su esposa. Entonces, al no oírla acusarse de relaciones culpables con el barón de Aumelas, comprendiendo que en un momento como aquel su mujer no se atrevería a una última simulación, se irguió radiante de alegría.

—¡Queridos padres! —exclamó abrazando y besando a sus suegros—. Consuélense ustedes y que su hija me perdone por el miedo que la he hecho pasar. Ella me ha causado tantas inquietudes y puso tantas dudas en mi corazón que creo estar justifi cado por haberle devuelto un poco de su misma moneda.

Luego, ante el asombro de los presentes, el señor de Guissac continuó diciendo:

—Nunca hubo el menor veneno en la naranjada que ambos bebimos. Mi mujer puede estar tan tranquila como

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Cuentos Eróticos

lo estoy yo, como podemos estarlo todos. Y espero que ella habrá aprendido esta lección, dándose cuenta de que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe hacer el mal, sino que ni tan siquiera debe dar lugar a que se sospeche de ella.

La marquesa tuvo grandes difi cultades en recobrar su estado de ánimo habitual. Estaba tan convencida de haber sido envenenada que su imaginación la hizo sentir todas las angustias de una muerte tan espantosa. Al fi n pudo recuperar el dominio sobre sí misma y se puso en pie, todavía temblorosa, acercándose para abrazar y besar a su esposo.

La alegría reemplazó entonces al dolor en aquella estancia.La joven marquesa de Guissac, sobradamente aleccionada

por la terrible escena que acababa de vivir, se apresuró a prometer a su esposo que nunca más permitiría que la más leve sospecha empañara el buen brillo de su honradez.

—Os juro que jamás tendréis que arrepentiros de haber puesto vuestro honor en mis manos.

Y, la verdad sea dicha, la marquesa de Guissac cumplió fi elmente su juramento, puesto que vivió más de treinta años al lado de su esposo, sin que éste tuviera nunca la menor ocasión de hacerle un solo reproche, ni de que volviera a dudar de su fi delidad.

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El castigo

EL CASTIGO

Durante la época de la Regencia ocurrió en París una aventura tan extraordinaria, que a pesar del tiempo transcurrido aún resulta interesante su relato en nuestros días. De una parte ofrece unas orgías secretas, que no pudieron ser aclaradas, y de otra parte tres horrendos asesinatos, cuyo autor no fue hallado nunca,

A este respecto no estará de más comenzar por explicar las circunstancias previas a la catástrofe, preparada en realidad por aquel mismo que la mereció, y de ese modo hasta es posible que aquélla resulte menos espantosa.

El personaje central del asunto fue un individuo llamado Monsieur Savari, hombre de mediana edad, tan maltratado por la naturaleza que le faltaban ambos brazos y las dos piernas. A pesar de su desgracia física, Monsieur Savari tenía buen humor e inventiva y era persona de trato muy agradable. En su casa, de la calle de Dejeneurs, procuraba reunir la mejor de las compañías, por lo que había imaginado utilizar su domicilio de modo que sirviese para ejercer la prostitución de un estilo muy especial.

Las mujeres o las muchachas de la buena sociedad exclusivamente que deseaban gozar de los placeres de la voluptuosidad, bajo el amparo del más profundo misterio, sin temer las consecuencias de sus liviandades, encontraban en casa de Monsieur Savari a un cierto número de asociados, siempre dispuestos para satisfacerlas.

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De aquellas intrigas momentáneas no resultó nunca el menor contratiempo, y la mujer que acudía a Monsieur Savari podía estar segura de recoger las fl ores sin pincharse nunca con las espinas, que acompañan frecuentemente esta clase de encuentros o de escarceos voluptuosos, sobre todo cuando se desarrollan bajo el aspecto público de un comercio reglamentado.

La dama o la señorita que había sostenido una de esas entrevistas, podía al día siguiente encontrarse en el gran mundo con el caballero que alternó con ella, sin que mostrara conocerle y sin que tampoco él pareciese distinguirla entre las demás mujeres, mediante lo cual no se producían escenas de celos en los matrimonios, no había padres irritados, ni se producían separaciones violentas, ni se encerraba a ninguna joven en un convento de arrepentidas. En una palabra, gracias a las artes de Monsieur Savari habían desaparecido de París las habituales consecuencias de tales lances amorosos.

Resultaba difícil encontrar algo más cómodo, y no dudo de que un plan así resultaría atractivo en nuestros días, aunque es incontestable que debería temerse la exposición de semejante idea, poniéndola en vigor en un siglo en el que la depravación de los dos sexos ha franqueado todos los límites conocidos, a menos que no situásemos al mismo tiempo la cruel aventura que representó el castigo de aquel que tuvo la idea de organizar aquella sociedad tan especial.

Monsieur de Savari, inventor o autor y ejecutor del proyecto, había restringido el personal a su servicio, limitándose a no contar más que con un criado y una cocinera. Era una pareja que estaba casada y le bastaba para atender su casa y considerarse bien atendido. Pero lo más importante era que, de ese modo, restringía al mínimo los testigos de cuanto ocurría en su casa.

Una mañana, el señor de Savari vio llegar a su casa a un caballero, ya conocido, que le pidió organizase una cena para él.

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El castigo

—Lo haré encantado, caballero —respondió Monsieur de Savari— y para demostraros el placer que me proporcionáis con vuestra petición, voy a ordenar que suban unas botellas del mejor vino que guardo en mi bodega.

—¡Un momento! —dijo el personaje, apenas el señor de Savari hubo dado la orden a su criado—. Quiero comprobar por mí mismo si La Brie no nos engaña. Conozco muy bien los toneles y voy a ir detrás suyo para comprobar que, efectivamente, nos sirve el mejor.

—Me parece muy bien —replicó Monsieur de Savari, aceptando como buena la sugerencia—, si no fuese por mi estado, yo mismo os acompañaría a mi bodega, pero confío en que tendréis la amabilidad de ver por vos mismo si ese bellaco trata de engañaros.

El caballero salió de la habitación, bajó a la bodega, agarró una barra de hierro, golpeó con ella al criado hasta matarlo y subió luego a la cocina. El hombre sorprendió a la cocinera, matándola y dejándola tendida en el suelo. Mató a un perro y a un gato que encontró a su paso, y regresó a la habitación donde le esperaba Monsieur de Savari, el cual, totalmente incapacitado para poder defenderse, se dejó aplastar el cráneo como sus sirvientes.

Aquel asesino implacable, sin mostrar la menor turbación, sin experimentar ningún remordimiento por el triple asesinato que acababa de cometer, utilizó la página blanca de un libro que halló sobre la mesa, para explicar con todo detalle de qué manera había realizado aquellos crímenes. Luego, sin tocar nada, sin llevarse absolutamente nada, el hombre abandonó la casa, cerró la puerta tras él, y desapareció entre las sombras que ya invadían las calles de París.

La casa del señor de Savari era demasiado frecuentada para que semejante carnicería no fuese descubierta muy pronto. Alguien llamó a su puerta, sin que nadie respondiese

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y como era imposible que el dueño de la casa hubiese salido de allí, se forzó la puerta y quienes entraron descubrieron el trágico estado en que habían quedado los sirvientes y el propio Monsieur de Savari.

Además, el fl emático asesino, no contento con haber explicado con detalles su crimen en la página blanca del libro, se había permitido una broma de lo más macabro.

Había un reloj de péndulo, que por adorno tenía una calavera con la siguiente divisa: «Contempladla a fi n de reglamentar vuestra vida». Y el asesino, sobre esta sentencia, colocó un papel en el que podía leerse: «Contemplad su vida, y ya nadie podrá extrañarse de cuál ha sido su fi nal».

Una aventura de esta clase no tardó en armar ruido no sólo en París, sino en toda Francia. La casa de Monsieur de Savari fue registrada de arriba a abajo, pero la única pieza que se encontró, relacionada con aquella tragedia, fue una carta de mujer, sin fi rma, en la que se leían las siguientes palabras dirigidas a Monsieur de Savari:

«Estamos perdidos.»Mi marido lo ha descubierto todo.»Buscad pronto una solución.»Temo que sólo Monsieur de Paparel pueda calmar su

cólera. Os ruego que le habléis y le pidáis que intervenga.»Si no lo hacéis así, si no conseguís nada, podemos

despedirnos de este mundo».El tesorero Paparel, que había llevado y dirigido la

economía de dos guerras, fue citado como testigo. El caballero era un hombre de amable trato y de lo más sociable. Cuando se le pidió declaración no tuvo obstáculo en decir que, efectivamente, conocía a Monsieur de Savari, pero que al igual que él iban a su casa cientos de personas, entre las cuales, por no citar a otras quizá más ilustres, fi guraba el ilustre señor de Vendóme, y añadió que él era uno de los que se contaban entre los visitantes menos asiduos a la casa

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El castigo

de Monsieur de Savari. Varias personas fueron arrestadas a continuación, pero casi en seguida se les puso en libertad.

Pudo saberse, en fi n, lo sufi ciente sobre aquel turbio asunto, como para tenerse la certeza de que de él podrían brotar muchas y extrañas ramifi caciones, y que a la par que se comprometería el buen nombre de muchos padres y el honor de numerosos maridos de la capital, también sonarían los nombres de muchos personajes de la más alta categoría y que el escándalo alcanzaría hasta la corte.

Por primera vez en la vida, en las testas severas de los magistrados, la prudencia ocupó el lugar preeminente, acallando las voces de la severidad y reemplazándolas.

El asunto se detuvo allí.Por esta razón, la muerte de aquel desgraciado, demasiado

culpable para que le compadeciesen las gentes honradas, no encontró a ningún vengador.

Sin embargo, si esta pérdida fue insensible para la virtud, hay que creer que el vicio se afl igió muchísimo, y durante bastante tiempo. Y que, independientemente de la banda alegre que encontraba tantas fl ores que recoger en la casa de aquel engendro de Epicuro, las hermosas sacerdotisas de Venus, que acudían a diario para quemar sobre los altares del amor el incienso de sus deseos, lamentaron muy apenadas la destrucción de su templo.

He aquí como todas las cosas se compensan. A la vista de esta narración, un fi lósofo atrevido podría decir: Si de mil personas a las que alcanzó esta aventura, quinientas se sintieron satisfechas y quinientas quedaron afl igidas, puede decirse que la acción resultó prácticamente indiferente. Pero si, por desgracia, el cálculo proporciona ochocientas personas afl igidas por la privación de los placeres ocasionada por esta catástrofe, contra sólo doscientas que salían ganando, hay que considerar que Monsietir de Savari hacía más bien que mal y que el único culpable fue el que lo inmoló a su resentimiento personal.

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A la vista de estas consideraciones, dejo a los demás la decisión sobre todo esto, y prefi ero pasar a tratar de otro tema.

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El obispo enfangado

EL OBISPO ENFANGADO

Es algo muy singular la idea que algunas personas pías o devotas se hacen respecto a los juramentos y a los reniegos. Parecen creer que ciertas letras del alfabeto, colocadas de una manera o de otra, pueden en ciertos casos agradar al Eterno, o bien que, colocadas de muy distinta manera, pueden ultrajarle cruelmente.

Estos son unos prejuicios que se encuentran con harta frecuencia entre los grupos de las llamadas gentes devotas.

Del número de estas personas escrupulosas sobre la colocación de la «c» o de la «m» fi guraba el viejo obispo de Mirepoix, al que se tenía por muy santo en los comienzos de nuestro siglo.

Pues bien, en cierta ocasión en que su eminencia fue a visitar al obispo de Pamiers, su carroza se encenagó en uno de los horribles caminos que enlazan ambas villas.

El conductor trató por todos los medios de sacar la carroza del atolladero, pero los caballos no obedecían a sus órdenes y las ruedas continuaban clavadas en el barro.

—Monseñor —dijo al fi n el cochero con voz fi rme—, mientras que vuestra eminencia siga en la carroza los caballos no darán un paso hacia delante.

—¿Tanto creéis que peso?—No, monseñor. No es por eso.—Entonces, ¿por qué?—Es que los caballos están acostumbrados a oír

juramentos y reniegos. Es preciso que recurra a eso y yo

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sé que su eminencia se opone. Pero si su eminencia no me lo permite no tendremos más remedio que quedarnos a dormir aquí.

El obispo hizo la señal de la cruz con toda su mansedumbre. Luego, sin levantar mucho la voz, dijo al cochero:

—Hijo mío, usa las palabras que creas convenientes..., pero procura que no sean demasiadas.

El obispo descendió de la carroza y se hizo a un lado. Tapó sus oídos con ambas manos mientras el cochero, en el pescante, juraba con fuerza, consiguiendo que los caballos, asustados por la súbita fi ereza de aquella voz, se pusieran en marcha.

Minutos después, el obispo volvía a subir a su carroza y ésta proseguía la marcha, llegando a Parnés sin más contratiempos.