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CUADERNOS DE E\&JSrGELIO Presentación de Jesús en los tres primeros evangelios Poncio Pilato, procurador de Judea " por mí y por el evangelio "

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Page 1: Cuadernos de Evangelio - 01 Jesus en Los Evangelios

C U A D E R N O S D E

E \ & J S r G E L I O

Presentación de Jesús en los

tres primeros evangelios

Poncio Pilato, procurador de Judea

" por mí y por el evangelio "

Page 2: Cuadernos de Evangelio - 01 Jesus en Los Evangelios

CUADERNOS DE EVANGELIO

© Patronato Seglar de Fe Católica

Ministerio de Información y Turismo, núm. 2384. - 29-IX-73

Reservados todos los derechos.

GRATITUD A P. Y M. FDZ. DE NAVARRETE Y RADA.

C U A D E R N O S D E

EAÍVNGELIO

Presentación de Jesús en los

tres primeros evangelios

Poncio Pilato, procurador de Judea

Año 1 Enero 1974 n.° 1

Page 3: Cuadernos de Evangelio - 01 Jesus en Los Evangelios

Director-Delegado del Patronato: Ramón Sánchez de León S. J.

Director Técnico: Mariano Herranz Marco, Pbro.

Consejo Asesor: M. I. Sr. D. Domingo Muñoz León Rev. P. Rafael Criado S. J. Rev. P. Juan Leal S. J. Rev. Sr. D. Ángel Garrido Herrero

Secretario de Redacción: César A. Franco Martínez

Redactores: Francisco J. Calavia Balduz Carlos Dorado Fernández Francisco de Frutos Francisco J. Martínez Fernández Braulio Rodríguez Plaza Antonio Rodríguez González Pablo Tena Montero

Edita: «Fe Católica • Ediciones».

Redac. y Admón.: Maldonado, 1 - Tel. 276 23 58 - Madrid-6

Suscripción ordinaria (10 números al año de 80 páginas cada uno): 375 ptas. año por correo normal para España, Portugal, Hispanoamérica y Fil ipinas. Aéreo: 750 ptas. Para Europa y América del Norte: 475 ptas. Por avión: 750 ptas. Países especiales, precio especial. Número suelto: 60 ptas.

Suscripción de bienhechor: A partir de 750 ptas. año para costear suscripciones a sacerdotes pobres y conventos de clausura.

Con licencia del Arzobispado de Madrid-Alcalá.

Depósito legal: M. 33.104-1973.

Imprime: Nuevas Gráficas, S. A.—Andrés Mellado, 18.—Madrid.

Para pedidos diríjase a

CUADERNOS DE EVANGELIO - Maldonado, 1 - Teléfono 276 23 58 - MADRID-6

CONTENIDO

Pág.

PRESENTACIÓN 7

JESÚS Y LOS EVANGELIOS La presentación de Jesús en los tres primeros Evangelios 11

EL MUNDO DE LOS EVANGELIOS Poncio Pilato, procurador de Judea 29

APÉNDICE: TEXTOS Poncio Pilato según Filón de Alejandría 52

Poncio Pilato según Flavio Josefo 54

NUEVAS CARTAS DE SAN JERÓNIMO "Los que devoran las casas de las viudas" 57

MEDITACION-HOMILIA "y los ojos de todos estaban fijos en El" 65

EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARIOS "Y se transfiguró en presencia de ellos" 69

NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO El Zar que se extravió en el bosque 75

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PRESENTACIÓN

CUADERNOS DE EVANGELIO esconde bajo su pre­sentación modesta una intención ambiciosa: llevar cada mes a sus lectores un poco de la insondable riqueza de Jesucristo. Con la ayuda de Dios, no fiados meramente en nuestro saber de exegetas—que siempre será saber humano—, esperamos proporcionar a nuestros lectores un instrumento sencillo de estudio y meditación sobre Jesús y los Evangelios. Con esto, si lo logramos, no ha­remos más que prolongar una tarea que se viene practi­cando en la Iglesia desde que San Pablo escribió su pri­mera carta a un grupo de cristianos, es decir, de hom­bres que habían creído en Jesucristo y abrazado el Evan­gelio predicado por el apóstol.

Como lo indica su título, propiamente no iniciamos la publicación de una revista, sino de una serie de cuader­nos que con el tiempo podrán formar una enciclopedia sobre Jesús y los Evangelios. Lo único que la colección tendrá de revista será el hecho de estar comprometida al ritmo mensual de una publicación periódica. En cada cuaderno se expondrán unos temas concretos con sufi­ciente extención y profundidad, a la vez que con la sen­cillez que exige el pensar en lectores sin preparación sis­temática; queremos llevar de la mano a ese abundante número de personas que desean conocer algo más que la superficie de los temas, pero se sienten desalentados por falta de instrumentos de trabajo.

Cada cuaderno constará de seis secciones. Las dos pri­meras contendrán trabajos más extensos, que absorberán

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los dos tercios de las páginas. En ellos, utilizando los métodos de estudio que ha creado la exégesis en los dos últimos siglos, intentaremos ilustrar la fe de los que hoy, como hace veinte siglos, rezan el Credo. No decimos que esto hace hoy más falta que nunca, porque en la Iglesia siempre hizo y siempre hará falta: cada genera­ción de pastores debe enseñar a cada generación nueva de fieles. Las otras cuatro secciones serán más breves y estarán menos sometidas a un orden sistemátco. He aquí el contenido de las seis secciones:

I. Jesús y los Evangelios.—Cada número expondrá aquí, en uno o dos trabajos, un tema relacionado con Jesús o los Evangelios. El campo es inmenso, y nos sen­timos acobardados ante lo limitado de nuestras fuerzas. A medida que pasen los años, aquí queremos haber es­tudiado todo lo relativo a esos libros que llamamos Evan­gelios, con comentarios detenidos de las unidades meno­res—hechos o dichos de Jesús—de que están compues­tos; todo lo relativo a la persona de Jesús y su obra, in­cluido, naturalmente, lo que sobre ellas nos revela la pa­labra inspirada de San Pablo y los otros autores del Nue­vo Testamento, todos los cuales escribieron en cuanto ministros de la Palabra o servidores del Evangelio. Y como la predicación de Jesús y su obra es inconcebi­ble sin el Antiguo Testamento y la tradición judía en que se inserta, necesariamente tendremos que hablar de los libros del Antiguo Testamento; también en ellos se nos habla de Cristo.

II. El mundo de los Evangelios.—En esta sección in­tentaremos describir el complejo substrato humano que sirve de apoyo a la Buena Nueva y a su proclamación en los Evangelios. El mundo de los Evangelios está com­puesto de personas (Pilotos, Herodes, Caifas, etc.), gru­pos, acontecimientos políticos, escritos, cosas. Por eso en esta sección nos ocuparemos de realidades tan varia­das como el procurador de Judea y los ritos de las fies-

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tas judías, la secta de los fariseos y el sistema de abas­tecimiento de agua en Jerusalén. Como apéndice a esta sección ofreceremos con frecuencia textos; con ello que­remos que el lector entre en contacto directo con los do­cumentos que nos permiten reconstruir los acontecimien­tos, los personajes y las ideas del mundo en que predicó Jesús y nacieron los Evangelios.

III. Nuevas cartas de San Jerónimo.—Muchas de las joyas literarias y exegéticas que son las cartas de San Jerónimo se presentan como respuesta a una considta sobre un problema de la Escritura. Imitando esta cáte­dra epistolar, en esta sección ofreceremos aclaraciones sobre expresiones o pasajes menores de los Evangelios que no exigen una exposición excesivamente larga. Ordi­nariamente se tratará de pasajes con dificultades lingüís­ticas o ambientales que, una vez aclaradas éstas, habla­rán al lector con un lenguaje más cercano y vivo.

IV- Meditación-homilía.—Como instrumento de me­ditación para todos y de ayuda en la predicación o cate-quesis para los que trabajan en el ministerio de la pala­bra, cada mes incluiremos aquí una meditación-homilía sobre uno de los textos evangélicos que se leen en las misas de los domingos del mes correspondiente. Con el tiempo, él lector podrá disponer así de un comentario espiritual a las lecturas evangélicas del domingo.

V. El oro de los viejos comentarios.—Desde una fe­cha muy temprana, la Iglesia ha contado con ministros de la palabra que unían a su fe profunda y su vida santa un dominio maravilloso del arte de bien decir. De su pluma conservamos excelentes páginas de comentario a las Escrituras. De este inmenso tesoro ofreceremos aquí en cada cuaderno una pieza escogida, seguros de que el lector encontrará al leerla y meditarla el espiritual de­leite que proporciona una bella página en que el arte de escribir se ha puesto al servicio de la Palabra de Dios.

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VI. Narrativa popular y Evangelio. — En todos los pueblos cristianos, y desde muy antiguo, los hombres sencillos expresaron su fe y realizaron una predicación mediante esos géneros literarios humildes que son la le­yenda y el relato popular. Con esto no hacían una inno­vación: también en la Biblia, la palabra de Dios nos llega a veces en ese ropaje sencillo del relato popular, más ase­quible que las creaciones de la subida retórica. Aquí ofrecemos las mejores muestras de esta narrativa popu­lar cristiana, que también sabe hablar, y con un lenguaje arrebatador, de Jesucristo y los Evangelios. Daremos la preferencia a los relatos que nos llegan del mundo más cercano a los Evangelios: Egipto, Siria, Palestina, Oriente griego. Este material, provechoso para lectores de toda condición y nivel cultural, será de especial utilidad para la catequesis y cualquier clase de instrucción religiosa.

Pero el mejor modo de que el lector se haga una idea de lo que pretendemos es que lea este primer cuaderno. Las secciones contendrán siempre material semejante. Este primer año, las dos secciones mayores estarán dedi­cadas a hacer una presentación inicial de los Evangelios y de Jesús. Naturalmente quedará mucho por decir, pero irá llegando durante los años siguientes.

Que santa María la Virgen, de la que San Lucas nos dice que "guardaba y meditaba en su corazón" todas las cosas que se decían de Jesús, nos alcance de su Hijo la sabiduría que necesitamos para hablar de él como corres­ponde y como muchos cristianos esperan.

RAMÓN SÁNCHEZ DE LEÓN, S. J.

MARIANO HERRANZ MARCO, Pbro.

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JESÚS Y LOS EVANGELIC

LA PRESENTACIÓN DE JESÚS

EN LOS TRES PRIMEROS EVANGELIOS

1. Los evangelistas, escritores humildes.

En el manual más sencillo de introducción a los Evan­gelios aparecerá necesariamente una frase que dirá: los Evangelios no son biografías o historias de Jesús en el sentido moderno de la palabra; ni siquiera en el sentido de las historias o biografías de los autores antiguos, ante­riores a los evangelistas o contemporáneos suyos. Los Evangelios no fueron escritos como las obras de esos autores para engrosar la producción literaria de la anti­güedad, sino como instrumentos de predicación y cate­quesis dentro de la Iglesia, que entonces no era la gran Iglesia de hoy, sino la naciente Iglesia de Palestina y las ciudades importantes del Oriente griego.

Por lo que se refiere a San Marcos, el mismo Nuevo Testamento nos lo indica explícitamente. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos que, en su primer via­je, San Pablo, al que acompaña Bernabé, lleva como "ayu­dante" o "ministro" a Juan, que poco antes es llamado Juan Marcos. Que con la palabra "ministro" no se quie­re indicar un servicio ordinario, como el de un escudero a un hidalgo en viaje, lo vemos por el prólogo del Evan­gelio de Lucas, que emplea el mismo término para refe­rirse a los "ministros de la palabra", de los que el ter-

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cer evangelista dice que ha recogido la tradición sobre Jesús que va a ofrecer en su libro. San Marcos, por tan­to, fue un ministro de la palabra, un colaborador de San Pablo, luego de Bernabé y por fin de San Pedro en la predicación del Evangelio. Y como parte de su trabajo apostólico, de su ministerio de la palabra, escribió su Evan­gelio.

Ya esto nos dice que los evangelistas no fueron litera­tos profesionales. A la misma conclusión llegamos leyendo los Evangelios: el griego en que están escritos no es el griego literario que escribían los autores paganos de la época, sino el griego vulgar, que hoy conocemos mejor gracias a las cartas y documentos privados que nos han conservado los papiros egipcios. San Mateo y San Lucas mejoran muchas veces la lengua y la redacción de San Marcos, pero no llegan a ofrecernos en sus Evangelios obras de la gran literatura. Esto no es un descubrimiento de la ciencia bíblica moderna. Ya San Agustín, que no era sólo un Santo Padre, sino también un gran entendido en el arte de la gramática y la retórica, escribía: "Cristo envió al mar de este mundo unos pocos pescadores arma­dos con las redes de la fe, no instruidos en las discipli­nas liberales, totalmente ignorantes de cuanto pertenece a las doctrinas de estas artes, no preparados en gramática, ni armados de dialéctica, ni hinchados de retórica" (De Civ. Dei. XXII, 5). San Agustín, por tanto, como habían hecho ya los grandes padres griegos como San Juan Cri-sóstomo, no tiene reparo en afirmar que los evangelistas carecían de toda formación literaria.

Pero junto a la humildad literaria de los Evangelios, en la que insiste muchas veces en sus sermones y escri­tos, el sabio obispo de Hipona resalta también la pro­fundidad de su contenido. La vasija es de barro, pero en su interior guarda oro puro. Así, comentando el episodio de la vocación de los apóstoles pescadores, dice: "Hoy muy hábil tiene que ser el orador que pueda exponer dig­namente lo que escribió el pescador" (Sermo 250, 1). Con

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estas palabras, San Agustín expresa maravillosamente el misterio que entraña la Sagrada Escritura. De igual modo que en el Jesús de Nazaret que se fatiga del camino, tiene sed, llora y es crucificado por sentencia del procurador Poncio Pilato, la Iglesia ve el Verbo de Dios hecho car­ne, así en estos escritos venera y oye la Palabra de Dios, que llega a los hombres en el ropaje humilde de una gra­mática y una retórica campesina y ruda.

Pero en todo escrito humano, para que haya riqueza de contenido, debe haber también una cierta habilidad literaria. Así lo vemos en las literaturas populares de to­das las latitudes. Los Evangelios pertenecen en gran me­dida a este tipo de literatura; por eso los autores alema­nes que desde 1920 aplicaron a los Evangelios el método llamado de la historia o crítica de las formas los clasi­fican como "pequeña literatura", por oposición a la "gran literatura", es decir, a las obras de autores que escriben con conciencia de literatos y pensadores. Centrándonos en la primera página de los tres primeros Evangelios, la que hace la presentación del ministerio de Jesús, vamos a ver ahora cómo en ella los evangelistas, en su condi­ción de escritores al servicio de la predicación, denun­cian dentro de su sencillez una notable habilidad litera­ria; habilidad que parece exigida y provocada por la gran­deza de lo que quieren expresar.

2. La presentación de Jesús en el Evangelio de San Marcos.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles tenemos varios discursos de San Pedro y San Pablo. Naturalmen­te, estos discursos no son reproducción taquigráfica de los originales: el de San Pablo en Antioquía de Pisidia, por ejemplo, que es uno de los más largos, puede leerse en menos de cinco minutos; es inconcebible que el após­tol realizase un largo y penoso viaje desde Chipre y a

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través de las montañas de Panfilia para hablar sólo duran­te cinco minutos en la sinagoga de Antioquía. Lo que San Lucas nos ofrece en Hechos son resúmenes de la predi­cación apostólica, sermones en miniatura, como muestra de lo que era la primera presentación del Evangelio a los distintos auditorios. En estos sermones hay siempre un elemento esencial: una descripción esquemática del ministerio de Jesús, su muerte y resurrección. He aquí esta descripción, según aparece en el discurso de San Pedro que prepara el bautismo del centurión Cornelio:

Vosotros conocéis la palabra esparcida por toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que Juan predicó: a Jesús de Nazaret, cómo Dios lo ungió con Espí­ritu Santo y poder, y pasó por todas partes haciendo el bien y curando a todos los tiranizados por el diablo, pues Dios estaba con él. Y nosotros somos testigos de todo cuanto obró, tanto en el país de los judíos como en Jeru-salén; y lo llegaron a matar colgándolo de un madero. A éste, Dios lo resucitó al tercer día, e hizo la gracia de que se manifestase visiblemente no a todo el pueblo, sino a los testigos escogidos de antemano por Dios, a nosotros, que con El comimos después que él resucitó de entre los muertos (Hch 10,37-41).

Salta a la vista que este pasaje del discurso de San Pe­dro es un compendio del Evangelio de San Marcos, o que el Evangelio de San Marcos es un desarrollo de este pa­saje del discurso. Todos los Evangelios se cierran con la resurrección y las apariciones de Jesús, pero sólo el de San Marcos comienza con la presentación del Bautista, como preludio a su presentación de Jesús. San Marcos, por tanto, abre su Evangelio con la presentación de un hecho, no con la afirmación de una verdad abstracta: la aparición pública de Jesús, el comienzo de su ministerio. Veamos ahora la gracia literaria con que hace la presen­tación de este acontecimiento.

Al leer hoy en una traducción esta primera página de San Marcos nadie sospecha los quebraderos de cabeza

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que ha dado a los comentaristas. Y sin embargo, el ori­ginal griego contiene tal cantidad de extrañezas gramati­cales y redaccionales, que algunos autores han llegado a sugerir una audaz hipótesis: la edición original del Evan­gelio de San Marcos perdió su primera página—al mis­mo tiempo que la última, que pertenecía a la misma hoja de papiro que la primera—, y lo que hoy tenemos es un tosco remiendo debido a la mano de un torpe escriba —semejante al que otro escriba añadió al final—. Entre las cosas que hoy extrañan en el comienzo de Marcos men­cionaremos dos: que el evangelista cite las palabras del profeta (vv. 2-3} que se cumplen con la aparición de Juan en el desierto antes de decir que éste predicaba un bautismo de penitencia (v. 4), y que hable de las multi­tudes que acuden a recibir este bautismo antes de des­cribir el aspecto exterior y el modo de vida del Bautista (v. 6: "iba vestido de pelos de camello, con un cinturón de cuero en la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre").

Pero un examen atento del texto original hace muy probable la hipótesis de que aquí nos hallamos ante un fenómeno que se repite con cierta frecuencia en San Mar­cos: un griego extraño por traducción literal de un ori­ginal arameo, la lengua en que predicó Jesús y que utili­zaron los apóstoles en su primera predicación dentro de Palestina. Leyendo el texto griego a la luz del arameo, las extrañezas de esta página desaparecen y descubrimos una presentación solemne del Bautista, como preámbulo a la aparición de Jesús, que tiene mucho de la grandiosidad con que en el Antiguo Testamento se describen las inter­venciones de Dios. Teniendo en cuenta esta historia lite­raria del texto de San Marcos, la primera página de su Evangelio debe traducirse así:

Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el profeta Isaías: "He aquí que envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino; voz de uno que clama en el desierto: Preparad el camino

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del Señor, enderezad sus sendas", comenzó Juan el Bau­tista a predicar en el desierto un bautismo de penitencia para perdón de los pecados. Y acudían a él toda la re­gión de Judea y los jerosolimitanos todos, y eran bauti­zados por él en el río Jordán, confesando sus pecados (Me 1,1-5).

Como es fácil apreciar, lo que aquí tenemos es un párra­fo solemne y de cierta longitud, dividido en dos partes. La primera dice cómo, cumpliéndose la profecía de Isaías, Juan el Bautista comienza a predicar en el desierto un bautismo de penitencia; la segunda describe el eco que la predicación de Juan encuentra en las multitudes que acuden. Ambas cosas constituyen el acontecimiento que prepara la aparición de Jesús. Por eso no hay nada anor­mal en la redacción de San Marcos, ni en la colocación de la cita antes de la narración del hecho, ni en la men­ción de las turbas antes de describir la indumentaria y la dieta de Juan, es decir, antes de presentarlo. En cuanto a la colocación de la cita profética, este comienzo de San Marcos tiene un paralelo muy cercano en un libro del Antiguo Testamento: el de Esdras. Este libro va a narrar el retorno de los exiliados en Babilonia y la restauración de la vida religiosa en Jerusalén y Judá. Pero el autor sagrado no escribía simplemente para satisfacer la curio­sidad de sus lectores, sino para alimentar su fe haciéndo­les ver la mano de Dios en la historia de su pueblo. Por eso, en un estilo sencillo pero solemne, comienza:

El año primero de Ciro, rey de Persia, cumpliéndose la palabra del Señor por boca de Jeremías, profeta, suscitó Dios el espíritu de Ciro, rey de Persia, que hizo pregonar de palabra y por escrito en todo su reino: "¿Quién hay entre vosotros de todo su pueblo? Sea Dios con él y suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa del Dios de Israel..." (Esd 1,1-5).

Lo que el autor sagrado quiere decir con este párrafo inicial de su libro es lo siguiente: el retorno de Babilo­nia, que en el plano terreno fue obra de la política tole-

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rante de Ciro y demás reyes persas, fue a la vez un acontecimiento que entraba en el plan de Dios; estaba anunciado por el profeta. Lo mismo viene a decir San Marcos con el párrafo inicial de su Evangelio: la aparición del Bautista predicando en el desierto tiene lugar según el plan de Dios, cuyos primeros pasos están descritos en los libros sagrados del Antiguo Testamento, y cuya cul­minación va a narrar él en su libro.

A continuación, San Marcos describe la indumentaria y la dieta del Bautista con estas palabras:

Y Juan iba vestido de pelos de camello, con un cinturón de cuero en la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestres (1, 6).

Desde el punto de vista literario, esta descripción del Bautista no podía venir antes: hubiera estropeado la re­dacción del párrafo inicial. Por eso San Marcos la hace ahora, antes de ofrecer el contenido de la predicación de Juan. Pero en ella hay dos cosas que llaman la aten­ción. En primer lugar, el hecho de que Juan fuese vestido así y comiera langostas no repercute para nada en la narración que sigue; para entender ésta, el lector no nece­sitaba ser informado sobre qué comía y cómo iba vestido el Bautista. En segundo lugar, sin embargo, esta descrip­ción de la indumentaria del Bautista es muy semejante a la que el libro segundo de los Reyes hace de la indu­mentaria de Elias, que dice así:

Era un hombre vestido de pieles y con un cinturón de cue­ro a la cintura (1, 8).

Esto nos permite entender por qué San Marcos se de­tiene a darnos una información aparentemente innecesa­ria: en Juan Bautista habla el espíritu de Elias, uno de los mayores profetas del Antiguo Testamento y el más vinculado a la expectación mesiánica judía en tiempo de Jesús. Y San Marcos dice esto con su descripción de

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la indumentaria de Juan inmediatamente antes de dar un breve extracto de su predicación, o mejor proclamación. Así hace que sus palabras adquieran la máxima autoridad: la misma que para el judío piadoso tenían las palabras de los profetas, porque en Juan hablaba el último de los profetas. Estos preámbulos solemnes, redactados con pa­labras y en el estilo de las Sagradas Escrituras, nos reve­lan todo su sentido cuando leemos las palabras del Bau­tista que vienen a continuación:

Detrás de mí viene el que es más poderoso que yo, al que no soy digno de desatar, agachándome, la correa de las sandalias. Yo os bautizo en agua, pero él os bau­tizará en Espíritu Santo (1, 7s).

Estas son las únicas palabras que San Marcos pone en boca del Bautista. No ofrece nada de lo que fue su lla­mada a la conversión. Las únicas palabras de Juan que ha recogido son las que hablan de Jesús, las que hacen la presentación de Jesús y a la vez describen su categoría superior: el que viene detrás del Bautista está muy por encima de él.

Ahora entendemos la razón de ser de la solemnidad de los versículos anteriores: con ella, en realidad, San Marcos no pretendía hacer una presentación solemne de Juan, sino de Jesús por medio de Juan. Por eso ya San Marcos está diciendo lo que dirá más tarde el prólogo del cuarto Evangelio: Juan Bautista no era la luz, pero apareció para dar testimonio de la luz. Esto es lo que decimos cuando lo llamamos "el Precursor", es decir, el heraldo que corre delante para anunciar la llegada del soberano.

San Marcos, por tanto, a pesar de su gramática ruda y el carácter popular de su estilística, nos sorprende en esta primera página de su Evangelio con una innegable habilidad literaria al servicio de la predicación cristiana. Luego, a lo largo del libro, encontraremos páginas en que la narración está hecha con una viveza y un arte extra­

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ordinarios, con recursos de auténtico estilista. Y sierrr pre al servicio de su tarea de ministro de la palabra.

3. La presentación de Jesús en el Evangelio de San Mateo.

El Evangelio de San Mateo no comienza con la presen­tación del Bautista como el de San Marcos, sino con la genealogía y la infancia de Jesús. Por eso en él el relato de la aparición del Bautista en el desierto no se prestaba tanto como en San Marcos para hacer una presentación solemne de Jesús. Así nos lo permiten ver las diferencias que existen entre sus redacciones del episodio del Bau­tista. Como las más importantes señalaremos aquí dos.

Por un lado, el capítulo 3 de San Mateo, que es donde narra la aparición del Bautista, comienza con una frase que liga el episodio con lo narrado en el capítulo ante­rior: "Por aquellos días se presentó Juan el Bautista pre­dicando en el desierto de Judea". Con esto, la aparición de Juan ya no es un comienzo absoluto, ni tiene el carác­ter solemne de una primera presentación de Jesús. Por otro lado, en San Mateo, Juan no es presentado exclusi­vamente como un heraldo que anuncia la llegada de Jesús; ciertamente San Mateo pone en su boca las mismas pala­bras que San Marcos: "Detrás de mí viene el que es más poderoso que yo, al que no soy digno de quitar las san­dalias" (3, 11); pero estas palabras no son las primeras ni las únicas que le hace pronunciar. Antes, en el ver­sículo 1, ha dicho: "Por aquellos días se presentó Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, diciendo: "Arrepentios, pues está cerca el reino de los cielos". Y tres versículos más adelante pone en su boca todo un ser­món, con una enérgica llamada a la penitencia, que ter­mina con las palabras que presentan a Jesús. Como ocurre casi siempre, la redacción de San Mateo es aquí acadé­micamente más cuidada que la de San Marcos, y su griego

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menos rudo. Pero por todo lo que hemos dicho, esta pri­mera página del ministerio público en San Mateo no tiene la viveza y grandiosa sencillez de la página paralela de San Marcos.

Esto no quiere decir que el primer Evangelio sea más pobre que el segundo, o que deje de decir algo que dice éste. La diferencia que hemos señalado indica simplemente que en cada Evangelio tenemos un escritor distinto, como en los Cristos de los grandes pintores tenemos distintas maneras de representar al mismo Cristo.

Para ver cómo San Mateo, con ditinta técnica litera­ria, hace también una presentación solemne de Jesús al comienzo de su ministerio basta pasar del capítulo 3 al 4. Tras narrar el bautismo de Jesús y las tentaciones, que en cierto modo no forman parte del ministerio público, el evangelista pasa a narrar el comienzo de su predica­ción en Galilea. San Marcos presenta este comienzo con una gran sobriedad:

Y después que Juan fue entregado, vino Jesús a Galilea, y allí predicaba el Evangelio de Dios, y decía: "Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios; arre­pentios y creed en el Evangelio" (1,14s).

San Mateo, en cambio, sin añadir nada a la información que nos ofrece San Marcos, hace del acontecimiento una presentación solemne, compuesta casi exclusivamente de expresiones bíblicas, que es uno de los mayores aciertos literarios de su Evangelio. Dice así:

Habiendo oído que Juan había sido entregado (Jesús) se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a habitar a Cafarnaúm, la marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliese lo anunciado por el profeta Isaías cuando dice: "Tierra de Zabulón y tierra de Nef­talí, camino del mar, a orillas del Jordán, Galilea de los gentiles: el pueblo que yacía en tinieblas ha visto una gran luz, a los que habitaban en tierra y sombra de muer­te ha amanecido una luz". Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: "Arrepentios, pues está cerca el reino de los cielos" (4, 12-17).

San Mateo interrumpe con frecuencia su relato para decir lo mismo que aquí: que lo narrado es cumplimiento de unas palabras proféticas. Este hecho y otros datos recogidos en un examen literario de su Evangelio han movido a algunos autores a sospechar que el autor del primer Evangelio —es decir, del actual Evangelio griego— fue un escriba judío, familiarizado por tanto con las Sa­gradas Escrituras y la exégesis de las mismas, que se había convertido al cristianismo. Y ciertamente el primer Evan­gelio, que es una reelaboración del primitivo escrito arameo de Mateo el apóstol, es obra de un hábil escriba cristia­no, un ministro de la palabra con más preparación téc­nica, podríamos decir, que San Marcos.

Así lo vemos de modo especial en la página que esta­mos comentando. El evangelista, ante este oráculo de Isaías dirigido a los habitantes de Galilea, del antiguo te­rritorio de las tribus de Zabulón y Neftalí, deportados a Mesopotamia por los reyes asirios, vio que la aparición de una gran luz en medio de las tinieblas era en realidad lo que había tenido lugar con el comienzo de la predica­ción de Jesús en Galilea. La luz de que hablaba el profeta era Jesús y su palabra. Por eso, para expresar esta gozosa realidad, no se limita a decir, como San Marcos, que Jesús marchó desde el Jordán a Galilea y empezó a predicar. Presenta el acontecimiento como realización de la profe­cía sobre la luz que brilla para los que moran en tinieblas y sombras de muerte; y para ello describe el lugar en que Jesús inicia su predicación con las palabras mismas de la profecía: Jesús marcha a Cafarnaúm, la marítima —que responde al "camino del mar" del profeta—, a los confi­nes de Zabulón y Neftalí, dato que no es una puntuali-zación geográfica, sino un medio de hacer resaltar la co­rrespondencia entre la aparición de Jesús predicando y la aparición de la gran luz que el profeta anunciaba a la tierra de Zabulón y Neftalí. De este modo, el sencillo acontecimiento del retorno de Jesús a Galilea adquiere las dimensiones de un gran acontecimiento, enmarcado

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en el plan de Dios como en la primera página de San Mar­cos; un acontecimiento que desborda los límites de la historia humana por ser el comienzo de la obra salvadora de Dios por medio de Jesucristo. Con la aparición de Jesús en Galilea, Dios hace brillar una gran luz para los que habitan en tinieblas. Este modo de presentar a Jesús como luz será uno de los preferidos del cuarto Evange­lio; recuérdense el prólogo y el relato de la curación del ciego de nacimiento.

4. La presentación de Jesús en el Evangelio de San Lucas.

En el Evangelio de San Lucas encontramos el mismo fenómeno que en el de San Mateo: la aparición del Bau­tista y el bautismo de Jesús no se hallan al comienzo del libro, sino en el capítulo 3, tras dos capítulos dedicados a la infancia de Jesús. Al mismo tiempo, su presentación del Bautista es más aún que en San Mateo la de un pre­dicador de penitencia: además de las palabras de severa amenaza que San Mateo pone en boca de Juan, San Lucas lo presenta dando consejos a los diversos grupos de gente que acuden a él preguntándole: ¿qué hemos de hacer? (3,10-14). Todo esto nos hace ver que San Lucas, a pe­sar de que también en él Juan habla de Jesús como el que viene detrás de él y es más poderoso que él, y al que no es digno de desatar la correa de las sandalias, no quiso narrar el episodio de forma que el relato fuese una pre­sentación solemne de Jesús como en San Marcos.

Pero el parecido de San Lucas con San Mateo no se queda aquí: también San Lucas hace en el capítulo si­guiente, al narrar el comienzo de la predicación en Gali­lea, una presentación solemne de Jesús. Veamos cómo. Tras narrar las tentaciones de Jesús en el desierto, San Lucas continúa:

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Y volvió Jesús con la fuerza del Espíritu a Galilea, y su fama se extendió por toda la comarca. Y él enseñaba en sus sinagogas, y era aclamado por todos (4,14s).

Ya en estas palabras, que vienen a repetir lo que dicen San Marcos y San Mateo, observamos una diferencia: Je­sús regresa desde el desierto a Galilea impulsado por la fuerza del Espíritu. Con esto el evangelista está diciendo que no narra una historia profana ordinaria, sino una historia sagrada, es decir, una historia cuyo personaje principal es Dios. Pero la gran originalidad de San Lucas aquí es el episodio que sigue inmediatamente: el de la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret. El texto dice:

Y fue a Nazaret, donde se había criado, y entró, según su costumbre, el día de sábado en la sinagoga y se levan­tó a leer. Y le fue entregado el libro del profeta Isaías; y abriendo el libro encontró el lugar en que estaba es­crito: "El Espíritu del Señor está sobre mí, pues me ha ungido; para anunciar una buena nueva a los pobres me ha enviado, para pregonar a los cautivos remisión, y a los ciegos vista; para enviar con libertad a los oprimi­dos, para proclamar un año de gracia del Señor" (Is 61,1-2; 58, 6). Y enrollando el libro lo entregó al servidor y se sentó. Y los ojos de todos en la sinagoga estaban clavados en El. Y comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos (=delante de vosotros)". Y to­dos daban testimonio a su favor y se maravillaban de las palabras de gracia que salían de sus labios, y decían: "¿No es éste el hijo de José?" (4,16-22).

Es innegable que esta escena está revestida de una gran­diosa solemnidad —obsérvese, por ejemplo, el dato de que "los ojos de todos estaban clavados en él"—, que en ella tenemos un comienzo solemne del ministerio de Je­sús. Y en este caso estamos seguros le que la solemni­dad de la presentación es obra del evangelista Lucas, que pone así su arte de escritor al servicio de la catequesis cristiana. En hipótesis cabría decir: si San Lucas quería narrar los hechos de la vida de Jesús, y uno de los prime-

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ros fue su predicación en Nazaret, su relato no es obra literaria, sino reflejo fiel de los hechos. Pero tenemos motivos para pensar que la cosa no es tan simple. Esta página de San Lucas es una de las más adecuadas para hacer ver cómo él, y los demás autores de Evangelios, son a la vez historiadores y evangelistas.

También los otros dos Evangelios sinópticos contienen una escena de Jesús predicando en la sinagoga de Naza­ret, pero se diferencian de San Lucas en dos cosas: por un lado colocan la escena no al comienzo del ministerio de Jesús, sino más bien hacia el final de su actividad en Galilea; por otro, su relato es más breve que el de San Lucas, y su brevedad se debe sobre todo a que no contie­nen el pasaje que hemos ofrecido, el que habla de la lec­tura de Isaías por Jesús y su afirmación de que la pro­fecía se estaba cumpliendo delante de sus oyentes. Se podía pensar que el episodio tuvo lugar al comienzo del ministerio, y que San Marcos y San Mateo lo han despla­zado más adelante. Pero hay otros casos en que es muy claro que San Lucas cambió de lugar una escena porque con ello lograba una mejor presentación literaria o un mayor efecto catequético; y esto es, sin duda, lo que hizo en la escena de la predicación de Jesús en Nazaret.

El evangelio de San Marcos, que fue la fuente princi­pal que utilizó San Lucas para componer el suyo, habla­ba al comienzo en términos generales de la predicación de Jesús en Galilea, y más adelante narraba el episodio de la predicación en la sinagoga de Nazaret. El escritor y evangelista Lucas vio, por una parte, que aquel modo de comenzar el relato del ministerio de Jesús era dema­siado vago y literariamente poco expresivo, y lo sustitu­yó por un ejemplo concreto: el de la predicación de Jesús en Nazaret. Por otra parte, San Lucas, utilizando otro material que le ofrecía la tradición o redactando de su propia mano, convirtió la escena de la sinagoga de Naza­ret en una proclamación solemne de lo que representaba en el plan de Dios la predicación y la obra de Jesús. Y de

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esta manera compuso una escena que es a la vez un acier­to literario y catequético: el lector aprendía así desde la primera página el sentido de todo lo que leería después en el libro sobre Jesús.

Antes de terminar el comentario a esta primera pá­gina de San Lucas debemos señalar un dato interesante. Según nos dice una antigua tradición eclesiástica, que es confirmada por el análisis de sus dos libros, San Lucas era un gentil, probablemente de Antioquía, que trabajó luego con San Pablo en la predicación del Evangelio a los gentiles. De ahí su interés por destacar el carácter universalista del Evangelio de Jesucristo. Y, sin embar­go, como lo vemos claramente en su relato de la predi­cación de Jesús en Nazaret, no ha roto con la tradición judía. Su presentación solemne de la predicación de Jesús está hecha, como las de San Marcos y San Mateo, con una cita del Antiguo Testamento. De modo semejante, San Pablo, cuando escribe a comunidades compuestas quizá exclusivamente de cristianos de origen gentil, como las de Galacia o Corinto, apoya sus afirmaciones con ar­gumentos tomados de la Escritura Sagrada judía, el An­tiguo Testamento, e incluso utiliza razonamientos carac­terísticos de los escribas judíos y totalmente extraños al pensamiento griego. Esto tiene una explicación muy sen­cilla: el núcleo del Evangelio que predica la Iglesia, la vida, muerte y resurrección de Jesús, es, como dice San Lucas con su escena de Nazaret, el cumplimiento de cuanto Dios había anunciado por medio de sus profetas, la realización de la prolongada espera que llena los días y las páginas del Antiguo Testamento. Jesús es inconce­bible sin el Antiguo Testamento y la tradición judía.

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5. Historia y catequesis en los evangelios.

Este análisis de tres páginas evangélicas nos pone en condiciones de entender qué clase de libros son los evan­gelios, y a la vez de explicarnos sus divergencias dentro de su gran parecido. Los evangelistas quieren narrar una historia, la historia de Jesús de Nazaret; pero al verda­dero significado de esta historia sólo se llega por la fe. Veíamos, por ejemplo, cómo San Mateo no se limita a decir que Jesús volvió del desierto a Galilea y comenzó a predicar, sino dice: "Fue a habitar a Cafarnaúm, la ma­rítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliese lo anunciado por el profeta Isaías..." Así San Mateo narra un hecho real, que ningún crítico pondrá en duda: que Jesús desarrolló la mayor parte de su minis­terio en Galilea, teniendo como centro la ciudad de Ca­farnaúm. Pero al narrar este hecho con palabras del pro­feta y decir luego que éstas se cumplen en ese hecho, está proclamando algo que sólo pueden ver los ojos de la fe.

Los evangelistas narran como predicadores y catequis­tas que quieren llevar a la fe en Jesús o mantenerla viva. De ahí que en gran parte, como en las tres distintas pre­sentaciones del comienzo del ministerio de Jesús, su re­lato sea más bien un canto, no una narración prosaica. Así nos lo ha hecho ver el arte literario que ponían en la presentación estos humildes escritores que son los evan­gelistas.

El Nuevo Testamento utiliza muchos títulos para nom­brar a Jesús: Hijo de Dios, Hijo del Hombre, Hijo de David, Mesías-Cristo, Señor, Siervo de Dios, Sumo Sacer­dote, Cordero y otros. Esta riqueza de títulos nos está diciendo: el misterio y la riqueza que encierran la per­sona y la obra de Cristo son tan grandes, que para ex­presarlos el lenguaje humano se ve forzado a movilizar todos sus recursos. Lo mismo ocurre con las primeras pá-

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ginas de los evangelios sinópticos que hemos comentado: las tres nos presentan al mismo Jesús, pero de modo distinto, con recursos literarios distintos. Para nosotros, esta variedad de presentaciones no es un engorro, sino una gran ventaja: en ella tenemos diversos caminos para llegar a entender el misterio de Jesucristo, Hijo de Dios, y su obra salvadora; y a la vez diversos medios para mantenernos en la fe en él. Y esta fe hará, como dice San Juan al final de su evangelio, que tengamos vida en su nombre.

MARIANO HERRANZ MARCO

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EL MUNDO DE LOS EVANGELIO

PONCIO PILATO, PROCURADOR DE JUDEA

"Padeció bajo el poder de Pondo Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado" (del Credo).

Entre los personajes que forman el mundo de los evan­gelios, el más conocido es, sin duda, Poncio Pilato: repe­timos su nombre cada vez que rezamos el Credo. Este hecho tiene una importancia enorme para entender una peculiaridad esencial de la fe cristiana. Nuestra fe en Dios Padre de todos los hombres y creador de todas las cosas es compartida por otros creyentes no cristianos. Lo mismo ocurre con nuestra fe en la vida eterna e incluso en la resurrección de los muertos. Pero el cristiano se distingue de esos creyentes en que ciertas verdades que sólo puede conocer por la fe las afirma de un hombre llamado Jesús, del que —casi con las mismas palabras del Credo— el his­toriador pagano Tácito dice que fue crucificado por Pon­cio Pilato en tiempo de Tiberio.

De ese Jesús que padeció bajo el poder de Poncio Pila­to el cristiano confiesa en el Credo: "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo...; al tercer día resucitó de en­tre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la dies­tra de Dios, Padre todopoderoso". Todo esto pertenece al dominio de la fe; por eso el historiador, que sólo puede

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ocuparse de acontecimientos humanos controlables por la ciencia histórica, no podrá decirnos nada sobre ello; como un ingeniero de Caminos no sabría decirnos cómo hacer una operación de riñon.

Pero todo esto nuestra fe lo proclama de Jesús de Na-zaret, muerto en la cruz por sentencia del procurador de Judea, Poncio Pilato, siendo emperador de Roma Tiberio. Y de esto sí que puede hablarnos el historiador: se trata de un acontecimiento de la historia humana, en el que in­tervienen figuras humanas y del que poseemos suficiente documentación. Esto es lo que suele llamarse carácter his­tórico de la revelación cristiana del contenido de la fe del cristiano, uno de cuyos más viejos compendios es el Credo que aprendimos de niños. Por eso el conocimiento del mun­do en que se desarrolla esa historia es en cierto modo esen­cial a la fe cristiana; al menos es preciso afirmar que una profundización en esta fe exige un mejor conocimiento de ese mundo que sirve de marco a la revelación cristiana.

1. Judea administrada por procuradores.

En otoño del 63 a. C , tras un breve asedio, Pompeyo se apoderaba de Jerusalén. Poco antes, el general romano ha­bía liquidado los últimos restos del reino de Siria, con lo que todo el territorio, desde el Eufrates hasta Egipto, que­daba convertido en provincia romana. En realidad, las tro­pas de Pompeyo y el poder de Roma no entraron en Pales­tina como conquistadores, sino como pacificadores: el mi­núsculo reino creado por la dinastía asmonea —de la que el pueblo tenía muy malos recuerdos— se hallaba someti­do, como el de Siria, a esa epidemia que son las luchas intestinas, fomentadas por la pluralidad de pretendientes a la corona. Terminadas las operaciones militares, Pompe­yo pone el gobierno del pueblo judío en manos de Hirca-no II, el pretendiente que se había mostrado más flexible a los intereses y deseos de Roma, pero no con el título de

rey, sino con el sencillo de etnarca (=jefe del pueblo). El otro, su hermano Aristóbulo, es enviado a Roma para que forme parte de la comitiva en el desfile con que se celebra­rá el triunfo de Pompeyo. Con esto Pompeyo venía a rea­lizar los deseos del grupo fariseo, el más popular, hostil a una monarquía secular y con ambiciones políticas, como habían sido los asmoneos.

Siguen los turbulentos años de la guerra civil entre Pom­peyo y Julio César, los no menos agitados —sobre todo en el Oriente próximo— del triunvirato; hasta que, desapare­cidos Pompeyo primero y luego Julio César y Marco Anto­nio, queda como único señor Cayo César Octaviano. Del 13 al 15 de agosto del 29 a. C , Octaviano celebra en Roma su triunfo tras poner en orden la situación en Egipto y Siria. En enero del 27, el gran pacificador abdica sus pode­res, pero debe asumirlos otra vez a petición del Senado, que ratifica su imperium y lo consagra otorgándole el so­brenombre de Augusto (=Venerable), título de índole re­ligiosa que coloca al emperador por encima de la humani­dad y le confiere un carácter sagrado.

Asegurado así, con plena legalidad, su mando, Augusto deja en manos del Senado el gobierno de las provincias tranquilas y prósperas del interior del vasto territorio con­trolado ahora por Roma y se reserva el gobierno de las provincias de la periferia, que por su lejanía de la capital y su cercanía a los pueblos bárbaros exigían la presencia de las legiones; naturalmente, se reserva también el mando supremo de las tropas.

Una de estas últimas provincias —llamadas imperiales por oposición a las primeras, llamadas senatoriales— es la de Siria, que es gobernada por un "legado de Augusto". Pero junto a provincias gobernadas directamente, el Impe­rio comprendía territorios que Roma administraba por me­dio de nativos, es decir, reyes, etnarcas o sacerdotes que reconocían la autoridad de Roma, servían a los intereses de la política imperial, pero gobernaban el país de acuerdo con las leyes propias. Estos príncipes locales disponían de

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un ejército propio, con lo cual contribuían a garantizar la paz del Imperio o lo apoyaban en sus guerras, sin que con ello se aumentasen los gastos del tesoro público. El reino de Herodes el Grande (37-4 a. C.) es el tipo de estos Esta­dos incorporados en el sistema administrativo, estratégico y defensivo del Imperio Romano.

Julio César y Marco Antonio lograron convencer al Se­nado de que debían nombrar a Herodes rey de Judea, a pesar de no pertenecer a la dinastía tradicional. A la muer­te de Marco Antonio, Herodes necesitó toda su audacia y habilidad para conservar la corona. Consciente de que, a pesar de su cetro y su diadema, y su título de rey "alia­do" (socio) de Roma, se hallaba totalmente a merced del emperador, hizo fastuosa ostentación de su afecto y fide­lidad a Augusto: a las dos grandiosas ciudades que fundó, Cesárea y Sebaste (=Augusta), les dio el nombre de su señor, y en cada una de ellas le hizo construir un templo. Todo esto pesó sin duda en el ánimo del emperador para que, al morir Herodes, ratificase su testamento y, de acuer­do con él, repartiese su reino entre sus tres hijos, Arquelao, Herodes Antipas y Filipo, aunque negándoles el título de rey y haciendo que se resignasen con el de tetrarca (=jefe de un cuarto, una parte del territorio). Al hacer esto, Au­gusto no atendió las peticiones de una embajada del pue­blo judío de Palestina, que acudió a Roma para suplicar al emperador que los librase de los hijos de Herodes, cuyas crueldades hacían temer que sus hijos seguirían el mismo camino, y fuese Roma la que se encargase del gobierno del país.

El año 6 de nuestra era, décimo de su etnarcado, Arque­lao es llamado a Roma, depuesto y desterrado a las Galias, donde murió antes del 18. Según el historiador judío Flavio Josefo, la causa de su caída fue el descontento del pueblo por el trato opresivo que recibía y la irritación de los gru­pos piadosos ante la conducta inmoral de Arquelao: había tomado como mujer a Glafira, cuñada suya, repudiada por Juba II de Numidia, con el que se había casado tras la

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muerte de su primer marido, Alejandro —un hermano de Arquelao—, del que había tenido hijos. Pero parece muy probable que la acción enérgica de Augusto contra Arque­lao fue motivada también —y quizá más— por razones políticas: las monedas acuñadas por el tetrarca y su com­portamiento denuncian un descuido intencionado de sus deberes de vasallaje frente al emperador. Acostumbrado a las adulaciones y ostentosas muestras de afecto del padre, Augusto debió encontrar muy frío y sospechoso el proce­der de los hijos. Quizá los tres fueron objeto de recelo, pero Antipas y Filipo pudieron disiparlo y salvarse, mien­tras Arquelao perdió lo que sin duda consideraba poco para un hijo de Herodes.

La sentencia de Augusto contra Arquelao incluía la con­fiscación de sus bienes. Para llevarla a cabo se presenta en Cesárea el legado de Siria, Quirino, al que acompañaba Coponio, que se hará cargo del gobierno de Judea, Sama­ría e Idumea—los territorios de la tetrarquía de Arque­lao—; éste será el primer procurador de Judea, cuyo te­rritorio es anexionado a la provincia de Siria como una provincia de rango inferior. El quinto de estos procurado­res será Poncio Pilato, que representa a la autoridad ro­mana en Judea los años 26-36 d. C , durante los cuales tienen lugar el ministerio público y la muerte de Jesús.

2. Los poderes de un procurador.

El proceso de Jesús en un tribunal romano de provin­cias no es un caso aislado en el Nuevo Testamento: en los Hechos de los Apóstoles, aparte otras acciones judiciales menores, tenemos un proceso de San Pablo ante el gober­nador de una provincia senatorial, el procónsul Galión, en Corinto, y otro largo proceso en Judea en el que intervie­nen dos procuradores, Félix y Festo. Para entender estos relatos de procesos y valorar su historicidad es necesario saber cómo era el gobierno de las provincias en esta época

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imperial, cuáles eran los poderes de un gobernador roma­no y qué sistema de jurisdicción aplicaba (1).

En los primeros tiempos del Imperio, a partir del 14 d. C, existían tres clases de gobernadores: los procón­sules, que tenían a su cargo las provincias senatoriales, es decir, controladas por el Senado, y eran relevados cada uno o dos años; los legados imperiales, responsables del gobierno en los grandes territorios que por su cercanía a las fronteras del Imperio exigían la presencia continua de tropas y el control directo del emperador —así ocurría en Siria, amenazada por los belicosos partos de Mesopota-mia—; y finalmente los prefectos, llamados más tarde procuradores, que ejercían el poder imperial en ciertas provincias de menor importancia militar —como Egipto y Judea—, pero que se hallaban también bajo el control di­recto del emperador. Los procónsules y legados eran es­cogidos de entre los miembros de la clase senatorial; los prefectos, de entre los que formaban la segunda clase, la ecuestre, de la alta sociedad romana.

Los procónsules y legados poseían el poder denomina­do imperium, una especie de plenos poderes—aunque siempre en dependencia de la autoridad superior que los nombraba, el Senado o el emperador— que comprendían todas las formas de autoridad necesarias para mandar tropas, hacer la guerra, llevar los asuntos civiles y reali­zar todo lo relativo a la administración de justicia. Eran los mismos poderes que, en los viejos tiempos de la re­pública, poseían los magistrados anuales de Roma, los cónsules y pretores. Este poder daba a los gobernadores de provincias el control absoluto de las vidas, las perso­nas y las propiedades de todos los subditos provincianos que no eran ciudadanos romanos. La única limitación a este poder era la impuesta por la ley romana de extor­sión, que prohibía a los gobernadores y oficiales romanos tomar o exigir para sí dinero o propiedades de sus subdi­tos de provincias. En todo lo demás, la autoridad y la

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jurisdicción de los gobernadores sobre los subditos de provincias no conocían trabas.

En algunos casos, los prefectos ecuestres habían surgi­do como oficiales subordinados que actuaban bajo la autoridad de los legados imperiales. A causa de este ca­rácter subordinado, su autoridad estaba limitada en algu­nos aspectos. Pero cuando sus provincias recibieron la categoría de entidades políticas independientes, esta ter­cera clase de gobernadores gozó de los mismos poderes que los procónsules y los legados; en el gobierno y la ad­ministración de justicia actúan, dentro de sus provincias, como los legados y procónsules en las suyas. Por las ins­cripciones sabemos que los procuradores abrían cami­nos militares o comerciales, forticaban las poblaciones mal defendidas, delimitaban los territorios entre dos par­tes en litigio, construían acueductos.

A este grupo pertenecía el prefecto de Judea, que des­pués del 44 d. C. era llamado "procurador". Estos eran, por tanto, los poderes de Poncio Pilato. La única limita­ción en sus poderes absolutos consistía en que el legado de la provincia adyacente, Siria, que tenía el mando del principal ejército romano en Oriente, debía responder del mantenimiento del orden público en Judea en tiempos de insurrección, ayudando al prefecto en caso necesario o interviniendo contra él si la alteración del orden era obra suya, no del pueblo. Está, pues, acertado F. Josefo cuan-dice que, con Quirino, fue enviado a Judea Coponio, un miembro de la clase ecuestre, para que gobernase a los judíos con plena autoridad" (Ant. 18, 2).

En los relatos evangélicos del proceso de Jesús, Pila­to aparece llevando personalmente la acción judicial. Esto llama más la atención en Jn, donde el relato del proceso romano es más largo que en los sinópticos. Este silencio sobre colaboradores del procurador, que deberían encar­garse, por ejemplo, en los interrogatorios, etc., se ha atri­buido a ignorancia de los evangelistas: como los evange­lios —se dice— fueron compuestos muchos años después

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de los hechos, sus autores carecían de información sufi­ciente. Esta afirmación es totalmente infundada; como otras muchas, se basa en una desorbitación de los datos del texto escrito. En primer lugar, los evangelistas pudie­ron simplificar en este punto como hacen en otros mu­chos —y con lo cual sólo se demuestra que los evange­listas fueron "escritores"—y atribuir a Pilato palabras y acciones que en realidad no pronunció o hizo personal­mente, sino por medio de sus oficiales o servidores. Pero, en segundo lugar, quizá los evangelistas no estilicen de­masiado cuando presentan a Pilato llevando personalmen­te las acciones del proceso. Así nos lo hará ver la manera de llevar los gobernadores romanos la administración de justicia en las provincias.

Ordinariamente, los gobernadores sólo contaban con uno o dos asistentes de rango y capacidad semejantes a los suyos, que pudieran compartir con ellos las tareas ad­ministrativas y judiciales al más alto nivel. El prefecto de Egipto, que era un país de gran extensión, y algunos pro­cónsules tenían tres asistentes de este tipo. En cambio, los prefectos ecuestres de provincias menores no tenían ninguno. Todo el trabajo que exigía la sanción del impe-rium debía ser realizado por el propio prefecto. El resul­tado de esta penuria de personal era que, en todas las provincias, el número de causas que los gobernadores po­dían llevar directamente era limitado. La mayor parte de las tareas de gobierno, tanto administrativas como judi­ciales, eran realizadas por los municipios, sus concejos y magistrados, que eran las unidades en que se subdividían los provincias. Los gobernadores se reservaban los pode­res esenciales de los que dependía el mantenimiento del orden, y dejaban los asuntos de menor importancia a los municipios. Como ilustración de este régimen de gobier­no he aquí un edicto de los magistrados de Efeso, capital de la provincia de Asia y residencia del procónsul corres­pondiente, de mediados del siglo I a. C:

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Bajo la pritanía de Menófilo, el día primero del mes de Artemision (=24 de marzo), a propuesta de los magis­trados, el pueblo decretó y Nicanor de Eufemo proclamó: Puesto que los judíos de la ciudad han pedido al pro­cónsul Marco Junio Bruto, hijo de Poncio, poder guar­dar sus sábados y hacer todas las cosas que establecen sus costumbres nativas sin que nadie se lo impida, y el procónsul ha concedido la petición, el concejo y el pue­blo, dado que el asunto interesa a los romanos, ha decre­tado que ningún judío sea impedido de guardar el día de sábado, ni sea multado por ello, sino que se les per­mita hacer todas estas cosas según sus propias leyes (F. Josefo, Ant. 14, 263-264).

El decreto se ocupa de un problema menor: la toleran­cia frente a las creencias y prácticas religiosas de la co­munidad judía. Esta ha recurrido a la autoridad superior, el procónsul Marco Junio Bruto, que concede la petición; pero de dar las órdenes oportunas y urgir su cumplimien­to no se encarga él, sino el concejo de la ciudad. Por eso es éste el que promulga el edicto.

Los juicios sobre delitos que estaban castigados con pena de trabajos forzados en las minas, destierro o muer­te, eran de la competencia exclusiva del gobernador. Ni siquiera los gobernadores asistentes, que se ocupaban de mucha jurisdicción civil, podían intervenir en casos de delitos graves o imponer la pena de muerte; y este poder, normalmente, nunca fue concedido a los tribunales loca­les de los municipios. Esto obedecía en parte a razones políticas. Las ciudades griegas de las provincias orienta­les estaban con frecuencia divididas en facciones, pro­romanas unas, anti-romanas otras, que, de no haber me­diado el severo control de la autoridad superior, habrían aprovechado sus poderes en el gobierno local para des­truirse mutuamente. Los romanos no podían permitir que sus amigos políticos sufrieran daño en sus vidas o hacien­das por obra de sus enemigos. La única excepción a esta regla estaba representada por las escasas "ciudades li­bres", que poseían una autonomía local casi completa

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como premio al sustancial apoyo que habían prestado a los intereses de Roma en el pasado. En Judea no había ninguna "ciudad libre": era la provincia más desgarrada por luchas políticas entre nacionalistas y sectarios de di­ferentes tipos, para los cuales los pocos que apoyaban al régimen de Roma eran anatema.

De nuevo va a ser Efeso donde vamos a ver el funcio­namiento de este sistema de administración de justicia. En Hch 19, 23-40, San Lucas hace un dramático relato, salpicado de hábiles pinceladas de humor, del motín de los plateros contra San Pablo. La multitud, azuzada por Demetrio y los de su gremio de platería religiosa, se con­grega en el teatro y está vociferando dos horas contra el apóstol, que pone en peligro con su predicación el culto de la gran diosa Artemis. Cuando la turba se calma, el escriba o secretario del concejo llama a todos al orden y remite las partes contendientes al tribunal que corres­ponda:

Si Demetrio y los artesanos, sus compañeros, tienen que­rella contra alguien, audiencias judiciales se celebran y procónsules hay: presenten acusación unos contra otros. Y si tenéis alguna ulterior demanda que hacer, en la asamblea general se proveerá. Pues corremos peligro de ser acusados de sedición por ésta de hoy; sobre lo cual no podemos dar razón que justifique este concurso tu­multuoso (19,38-39).

Hay, pues, un tribunal del gobernador romano, el pro­cónsul, y un tribunal local, el de la asamblea del concejo, que se reunía tres veces al mes. El secretario recomien­da a los alborotados que, según la índole del delito, re­curran a uno u otro.

Pero si los prefectos contaban con muy poco personal auxiliar para el desempeño de sus funciones civiles, no ocurría lo mismo en la esfera miltar. Por lo que se re­fiere a Judea, autoridad romana significaba presencia de tropas. Es significativo el hecho de que los únicos oficia-

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les romanos que aparecen en los evangelios y Hechos, aparte el prefecto, son los centuriones Cornelio y Julio en Cesárea (Hch 10,1; 27,1), el tribuno Claudio Lisias que tenía a su mando la cohorte de guarnición en Jeru-salén, y el centurión anónimo que asiste a la crucifixión de Jesús. (El centurión de Cafarnaúm, de que hablan Le 7,1-10 y Mt 8, 5-13, no pertenecía a las tropas de Pi-lato, sino al ejército de Herodes Antipas.)

Los regimientos que tenía a su mando el procurador estaban concentrados en Cesárea, la capital administra­tiva de la provincia, donde, en el antiguo palacio de He­rodes, el procurador tenía su pretorio. En Jerusalén, don­de eran frecuentes las grandes concentraciones de ma­sas con ocasión de las fiestas de peregrinación, y con ello el peligro de motines, permanecía siempre de guarnición una cohorte (=600 hombres, la décima parte de una le­gión). Por eso el procurador acudía a Jerusalén en estas ocasiones, llevando, como es natural, tropas de refuerzo.

3. ¿Quién era Poncio Pilato?

Aparte su responsabilidad en el proceso de Jesús, los evangelios sólo nos dan dos leves informaciones sobre Pilato. En Le 13, ls, Jesús alude a una acción enérgica de Pilato, es _decir, de sus tropas, en el recinto interior del templo, a consecuencia de la cual murió un grupo de galileos. Resulta difícil precisar las circunstancias que pro­vocaron esta acción. Probablemente se trató de un inten­to, real o aparente, de sedición o protesta política; y las tropas del procurador, que desde la torre Antonia y los pórticos vigilaban la gran explanada del templo, intervi­nieron rápidamente para sofocarlo. Se ha sugerido que el hecho ocurrió la víspera de la Pascua, y más concre­tamente de la segunda Pascua en la vida pública de Jesús, poco antes de la cual tuvo lugar la multiplicación de los panes (Jn 6,4). Unos galileos en el templo de Jerusalén

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son, naturalmente, peregrinos que acuden a la fiesta. Se­gún J. Blinzler, estos peregrinos pudieron ser galileos que habían participado en el pan milagroso; una torcida inter­pretación del hecho los llevó a una excitación mesiánico-política, semejante a otras que nos describe F. Josefo y que también fueron reprimidas con mano dura por los procuradores. No obstante, es posible también que se tra­tara de galileos que no tenían nada que ver con Jesús, sino con el movimiento religioso-político de los celotas, cuyo iniciador fue precisamente Judas el Galileo, en los prime­ros años del siglo I.

El otro dato nos lo ha conservado sólo Mt: Pilato tie­ne consigo a su mujer. De ello nos enteramos cuando, en 27,19, dice que, estando el procurador sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No hagas ningún mal a ese justo, pues he sufrido mucho hoy en sueños a cau­sa de él". No podemos entrar aquí en la discusión sobre la historicidad de esta noticia.

En tiempo de Tiberio, los gobernadores de las provin­cias podían llevar consigo a sus mujeres. Según Suetonio (Aug. 24), Augusto había prohibido que los gobernado­res tuvieran consigo a sus mujeres; sólo permitía una vi­sita en los meses de invierno. Pero en tiempo de Tiberio esta prohibición no se respetaba. Sabemos, por ejemplo, que, ya a la muerte de Augusto, Germánico tenía consi­go a su mujer, Agripina, en Germania; y a comienzos del reinado de Tiberio lo acompañó a Oriente (Tácito, Ana­les 1, 40; 2, 55). Por la misma época, Pisón se halla en Oriente acompañado de Plancina, su mujer. Si se tiene en cuenta que Augusto relevaba con frecuencia a los gobernadores, mientras Tiberio los mantenía mucho tiem­po en el cargo, la dificultad de respetar la prohibición de Augusto hubiera sido mayor.

El año cuarto del consulado de Tiberio (21 d. C.) hubo un intento de volver a la práctica anterior. Cecina Se­vero, siguiendo órdenes de Tiberio, pidió al senado que

a todo general o magistrado que marchase a provincias se le impidiese llevar consigo a su mujer. Los motivos de este proyecto de ley no eran políticos, sino persona­les: el feroz resentimiento de Tiberio contra Agripina, viuda de Germánico (2). En su discurso, Cecina descri­bió con tintas negras la perniciosa influencia de la mu­jer sobre los gobernadores y, aludiendo claramente a Agri­pina, habló de las esposas dominantes que "se pasean entre los soldados y dan órdenes a los centuriones" (Tá­cito, An. 1, 69). Le replicó Valerio Mesalino, que defen­dió con fogosa elocuencia a las mujeres y lanzó a Tiberio la indirecta envenenada de que también Livia, la esposa de Augusto, acompañaba a su marido en sus viajes polí­ticos y guerreros. La discusión terminó aquí; Tiberio no quiso insistir, y las cosas siguieron como estaban. Lo más natural, por tanto, es que Pilato tuviera consigo a su mujer. Según la leyenda posterior, ésta se llamaba Prócula.

Sobre la actuación de Pilato en el proceso de Jesús nin­gún autor antiguo nos da más información que los Evan­gelios. En Hechos tenemos simples alusiones a ella, y del mismo tipo son las escuetas noticias de los historiadores paganos. En otra ocasión nos ocuparemos del Pilato que encontramos en los Evangelios. Ahora queremos reunir los datos que sobre su persona nos ofrecen las demás fuen­tes, escasas y no muy explícitas, que hablan de él.

a) La inscripción de Cesárea.—En 1961, una misión arqueológica italiana que trabajaba en las ruinas de Cesa-rea, que como hemos dicho fue lugar de residencia de los procuradores, descubría una inscripción latina mutilada en que aparecía el nombre de Pilato. El que la inscrip­ción no haya llegado a nosotros completa se debe a que la piedra en que está grabada no ha aparecido en su lu­gar original, sino en las ruinas del teatro romano: en una fecha posterior a la construcción de éste, con oca­sión de unas reformas realizadas en él, la piedra en que Pilato había hecho esculpir la inscripción fue reutilizada,

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y para ello "trabajada" por los canteros. Las tres líneas incompletas que se salvaron del martillo dicen así:

... S TIBERIEUM ...PONTIUS PILATUS

...PRAEFECTUS IUDAEAE

Por el tamaño de las letras (6 y 7 cm. de altura) se puede deducir que la inscripción se hizo para ser colo­cada a cierta altura. En ella se decía que Poncio Pilato, prefecto de Judea, había construido un Tiberieum. No es posible determinar la índole exacta de esta construcción, pero el nombre permite afirmar que con ella Pilato quiso honrar a Tiberio y así asegurarse su simpatía. Pudo tra-trase de una plaza con soportales, o algo semejante. Al mismo tiempo que honrar a Tiberio, con esta construc­ción Pilato pudo querer conciliarse con los habitantes de Cesárea, si la obra se realizó después de alguno de los incidentes que conocemos por Filón y F. Josefo.

Lo que sí nos dice con claridad esta mutilada inscrip­ción es cuál era el título de Pilato: prefecto de Judea. Tácito, que escribía a finales del siglo I y comienzos del II, lo llama "procurador". Flavio Josefo, que escribe en griego y es contemporáneo de Tácito, utiliza dos términos para designar el cargo de los que, como Pilato, represen­taron a la autoridad romana en Judea: epitropos, "procu­rador", y epárchos, "prefecto". Como no es posible poner en duda la exactitud de la inscripción—está en latín y se grabó sin duda por orden del propio Pilato—, se ha de reconocer que cuando Tácito y Josefo lo llaman pro­curador están aplicando a una época anterior un título que se generalizó en fecha posterior, según algunos auto­res desde la época de Claudio (c. 44 d. C). A pesar de la escasa información que nos da, esta inscripción hace que la persona de Poncio Pilato aparezca ante nuestros ojos con mayor realismo, como un verdadero personaje de carne y hueso que ocupa un lugar, aunque pequeño,

en la historia de la Roma imperial, que sirve de marco al acontecimiento, ya no tan pequeño, de la muerte de Cristo.

b) Las monedas de Pilato.—Los procuradores romanos de Judea podían acuñar moneda, pero sólo piezas pe­queñas de bronce, destinadas a la circulación local. La moneda mayor era acuñada directamente por Roma. Los

Pequeña moneda de cobre de Pilato notablemente ampliada. En la de la izquierda, el "lituus" o bastón de los augures.

ejemplares que nos han llegado son de fabricación muy tosca, obra de artesanos locales; tienen un diámetro de un centímetro y medio, y representan la moneda de me­nor valor: un lepton, según la terminología griega; un cuadrante, es decir, la cuarta parte de un as, según la terminología romana.

En las monedas acuñadas por los procuradores ante­riores a Pilato no hay nada que recuerde la tradición ro­mana: los dibujos grabados son la espiga, la palma, la palmera, el cuerno de la abundancia, la jarra de dos asas, la corona; es decir, cosas que evocan la Ley mosaica o el formulario helenístico. Las de Pilato, en cambio, intro­ducen símbolos romanos: la corona de laurel, el lituus (=bastón con empuñadura encorvada, empleado por los sacerdotes en los augurios) y el simpulum (=pequeña copa con que se libaba el vino en los sacrificios; por eso

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las mujeres dedicadas a las cosas divinas eran llamadas "simpulatrices"). Como estos emblemas evocaban un cul­to pagano, y los judíos se mostraron siempre tenaces en exigir respeto a sus sentimientos religiosos, se ha queri­do leer en estas monedas de Pilato una actitud provoca­dora frente a sus subditos, la misma que suponen clara­mente los episodios que narran Filón y Josefo. Tendríamos así, en el lenguaje mudo de las monedas, una confirma­ción del Pilato orgulloso y desafiante que nos describen los escritores judíos.

Sin embargo hay motivos para recelar de esta lectura de una actitud fuertemente provocadora en las monedas acuñadas por Pilato. Para que esa lectura fuese segura sería preciso que los dibujos de estas monedas constitu­yesen verdaderamente una novedad y un caso único en Judea; y más bien debemos decir que no hubo tal novedad ni se trató de un caso único. Ya Herodes el Grande, en los últimos años de su vida, hizo grabar en sus monedas el águila imperial. Poco después de Pilato, Agripa I, el ídolo de los fariseos —para congraciarse con las autori­dades judías hizo decapitar a Santiago y encarcelar a San Pedro (Hec 12,1-3)—•, acuñaba monedas en las que apa­recía la cabeza del César. Y monedas de este tipo, es decir, con la efigie de un hombre, debían herir los sen­timientos religiosos de los fariseos mucho más que el dibujo impreciso del vaso de las libaciones o el bastón de los augures. Por otra parte, entre las monedas de los pro­curadores hay algunas del mismo tipo que las de Pilato y que con grandísima posibilidad fueron acuñadas por Valerio Grato, el predecesor de Pilato, que ocupó el car­go más de diez años. Pilato, por tanto, pudo ser intran­sigente y poco comprensivo ante las peculiaridades de la religiosidad judía, pero por sus monedas sólo no po­demos afirmarlo.

c) Los escritores judíos: Filón de Alejandría y Fla-vio Josefo.—Los dos únicos autores antiguos que nos dan

noticias de cierta extensión sobre Pilato son los judíos Filón de Alejandría, que nació el año 20 a. C. y murió a mediados del siglo I y Flavio Josefo, que nació el año 37/38 d. C. y escribió sus obras en los últimos veinticin­co años del siglo I. Pero estos autores no nos han legado una biografía completa, aunque breve, de Pilato, sino sim­plemente el relato de unos pocos episodios de su actividad como procurador de Judea. (Los textos pueden leerse en el apéndice.) Nada nos dicen, por ejemplo, de su origen y su carrera política antes de ocupar su cargo en Judea. Muy probablemente, el famoso procurador pertenecía a la vieja familia samnita de los Poncios, que destacó en las guerras que la pequeña república romana debió sos­tener en los siglos IV y III a. C. con los belicosos pobla­dores de Samnio, el territorio montañoso al sureste del Lacio. Dos siglos más tarde, cuando el territorio samnita estaba ya totalmente integrado en la unidad política crea­da por Roma, un miembro de esta familia, L. Poncio Aquilio, tomó parte en el asesinato de Julio César. Otros Poncios alcanzaron en tiempo de Tiberio el consulado. Podemos afirmar, por tanto, que Poncio Pilato pertene­cía a la clase ecuestre, como correspondía a los goberna­dores de provincias menores y como dice explícitamente Josefo del primer procurador de Judea, Coponio.

De los cuatro episodios que narran Filón y Josefo, dos denuncian sin duda en Pilato una actitud despectiva e e intolerante hacia los judíos: el de las enseñas introdu­cidas en Jerusalén y el de los escudos votivos, colocados en el palacio de Herodes, es decir, dentro también de la ciudad santa. En el primero, Pilato se muestra además terco e inflexible en sus resoluciones. Esta actitud de dureza frente a los sentimientos religiosos judíos choca con la política tolerante que habían seguido los gobernan­tes anteriores y que practicaron también muchos de los que siguieron. Veamos algunos ejemplos de esta actitud comprensiva, que nos permitirán percibir lo anormal del proceder de Pilato.

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El 44 a. C , Dolabela, gobernador de Siria, que por un tiempo debió atender la provincia de Asia, escribe a las autoridades de Efeso, capital de la provincia:

Alejandro, sumo sacerdote y etnarca de los judíos, me ha explicado que sus correligionarios no pueden servir en la milicia porque no les es lícito llevar armas ni cami­nar en día de sábado, ni les es posible procurarse los alimentos nativos a que están acostumbrados Yo, pues, de igual modo que los gobernadores que me han prece­dido, les concedo la exención del servicio militar y les permito seguir sus costumbres nativas y reunirse ipara ¡os ritos sagrados y santos de acuerdo con su ley, y hacer ofrendas para sus sacrificios. Y es mi deseo que vosotros escribáis estas instrucciones a las diversas ciudades (Josefo, Ant. 14,225-227).

Otros decretos de la autoridad romana o de las auto­ridades locales —muchas veces por imposición de las ro­manas— hablan de los derechos de los judíos a tener si­nagogas y celebrar reuniones, a administrar justicia en tribunales propios y según sus leyes, e incluso a que los oficiales del mercado se ocupen de que en él haya alimen­tos que los judíos están autorizados a comer. En algún caso se especifican las multas que deberán pagar los que impidan a los judíos el ejercicio de estos derechos. Por lo que se refiere al respeto de Roma al sentimiento reli­gioso judío dentro de Palestina, el caso más expresivo es el privilegio de castigar con la muerte a los gentiles, incluso ciudadanos romanos, que penetrasen en el re­cinto interior del templo.

Dentro de esta política de respeto a las exigencias re­ligiosas de los judíos merece citarse también el gesto de Vitelio, el legado de Siria que se encargó de deponer a Pilato y enviarlo a Roma. Unos años sólo después de la muerte de Jesús, Vitelio acudió en ayuda de Herodes An­tipas, cuyas tropas habían sido derrotadas por Aretas, el rey de los nabateos, en TransJordania. Con dos legio­nes y las correspondientes fuerzas auxiliares, el legado

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acampó en Ptolemaida, al Norte de Haifa. Su intención era marchar a Petra, capital de los nabateos, atravesan­do Judea. Pero una embajada de las autoridades judías acudió a suplicarle que no atravesase el país, "pues era contrario a su tradición permitir que entrasen en su sue­lo imágenes, como las que contenían en abundancia las enseñas" (Josefo, Ant. 18, 121). Vitelio accedió a la peti­ción y, abandonando su plan original, ordenó que las tro­pas pasasen a TransJordania por la Gran Llanura (de Es-drelón o del Jordán), mientras él, acompañado de Anti­pas, marchó a Jerusalén. Este gesto de Vitelio armoniza muy bien con el juicio que de este legado de Siria da Tácito: "gobernó las provincias con la vieja virtud" (An. 6, 32).

Todos estos ejemplos —que podían aumentarse fácil­mente— hacen ver que la autoridad romana, al menos oficialmente, se mostró comprensiva incluso frente a exi­gencias del sentimiento religioso judío que a un pagano podían parecer quisquillosas. Frente a Vitelio, que respeta la santidad del territorio, el proceder de Pilato es sin duda de una insolencia hiriente: en los episodios de las enseñas y los escudos se burla de la santidad de Jerusalén. El que fuese escogido para prefecto de Judea un hombre tan poco simpatizante con los judíos puede explicarse por la actitud de Seyano hacia éstos. Pilato llegaba a Judea el año 26, el mismo en que Tiberio se retiraba a Capri y dejaba casi totalmente el gobierno del Imperio en manos de Seyano, prefecto de la guardia pretoriana. A su in­flujo atribuye Filón las medidas anti-judías de Tiberio. Pilato, por tanto, pudo ser hechura del anti-judío Seyano; su actitud intolerante se explica bien si el superior que debía recibir las quejas era quizá más hostil a los judíos. Con la caída de Seyano el año 31, las cosas cambiaron.

En el episodio del acueducto, a pesar de que Pilato actúa con implacable dureza, el hombre de hoy que lee el relato de Josefo quizá considere intransigentes a los judíos y sensato al procurador. Todavía hoy pueden verse

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largos tramos del canal de más de 60 Km. —en línea recta serían sólo 20— que, desde el Sur de Belén y dando gran­des rodeos para salvar las colinas, abastecía de agua a la ciudad santa. La fase primitiva de este canal pudiera re­montarse al propio Salomón. Continuando probablemen­te obras de ampliación de traída de aguas emprendidas por Herodes, Pilato construyó un nuevo canal y recogió el agua de más fuentes en los embalses abastecedores. La ciudad, sobre todo el servicio del templo, exigía enor­mes cantidades de agua, que no podían suministrar ni la pequeña fuente Guihón—en la ladera oriental de la coli­na de la ciudad vieja— ni las grandes cisternas. El delito de Pilato consistió en que para financiar estas obras re­currió al tesoro del templo.

El P. Abel califica la tumultuosa reacción de los judíos a este delito de Pilato de "motín ridículo" (3). Pero el mismo Josefo parece considerarlo así. Su relato, en efecto, no habla de protesta de las autoridades judías por la dura represión de Pilato, en la que se derrama mucha sangre, ni alude a leyes judías que el procurador pudo quebran­tar. Por el mismo Josefo conocemos empleos semejantes del dinero del templo. Según la Mishna, el dinero del templo se destinaba a adquirir las víctimas para los sa­crificios perpetuos y sus libaciones, y todo lo necesario para el culto; pero con él se atendían también "el canal de las aguas (del templo), las murallas de la ciudad y sus torres, y todo lo que era necesario para la ciudad" (Shekalim 4, 1-3). Varios datos de Josefo están de acuer­do con esta legislación. Cuando las obras del templo se terminaron, en tiempo del procurador Albino (62-64 d. C), quedaron sin trabajo dieciocho mil obreros. Para re­mediar este paro, las autoridades judías pidieron a Agri­pa II, rey de Calcis y administrador del templo, que ocu­pase los obreros en levantar el pórtico oriental de la gran explanada del templo. Agripa se negó a emprender una obra tan complicada y costosa, y en su lugar pro­puso que se pavimentase la ciudad con piedras blancas;

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la propuesta fue aceptada. Entre pavimentar la ciudad y traer agua para la ciudad y el templo no hay la menor diferencia. Así se explica que Josefo, aunque no critica la reacción de los judíos, tampoco se pronuncie de modo desfavorable sobre el proceder de Pilato.

El último episodio de la prefectura de Pilato que narra Josefo, es el que le ocasionó la pérdida del cargo. Un fal­so profeta samaritano, hábil seductor del pueblo, prome­tió a sus correligionarios que, si subían con él al monte Garizín, les mostraría los vasos sagrados que Moisés ha­bía enterrado allí. Una gran multitud se congregó con armas al pie del monte. Pilato tuvo noticia a tiempo y, antes de que se realizase la fervorosa ascensión, sus tro­pas cayeron sobre los congregados y les infligieron un castigo brutal. Luego, el procurador hizo ejecutar a los principales cabecillas y a las personas de más rango. (La matanza de galileos en el templo de Jerusalén, de que se habla en Le 13, ls, fue una acción muy semejante, aun­que quizá el motín que la provocó se parecía más a una manifestación nacionalista, anti-romana, que a un simple entusiasmo de peregrinos.) Las autoridades samaritanas acudieron al legado de Siria, Vitelio; éste las escuchó, ordenó a Pilato que regresase a Roma para rendir cuen­tas al emperador, y envió a Marcelo para que se hiciese cargo del gobierno de Judea y Samaría. Cuando llegó a Roma, Tiberio había muerto.

Las fuentes históricas no nos hablan más de Pilato. La leyenda dice que se suicidó. Es posible que tras esta le­yenda se esconda un hecho real: el depuesto procurador pudo recurrir al suicidio, nada extraño en el mundo de Roma, para escapar a la condena que podía venirle del sucesor de Tiberio, Cayo Calígula.

Como resultado del examen de los testimonios de Fi­lón y Josefo podemos decir: Pilato fue sin duda un pro­curador frío y hostil a los judíos, poco comprensivo fren­te a sus singularidades religiosas, enérgico en sus deci­siones de gobernante e implacable a la hora del castigo.

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Pero a la vez podemos leer en ellos lo complicado que era gobernar a un pueblo dividido en bandos que se hos­tigaban sin cesar y no facilitaban excesivamente la tarea al gobernador romano.

La descripción, en cambio, del gobierno de Pilato que hace Filón tiene mucho de exageración retórica: en su tiempo—dice—hubo "sobornos, insultos, latrocinios, ul­trajes y desenfrenadas injurias, ejecuciones sin juicio cons­tantemente repetidas, incensante y atroz crueldad". Se ha de recordar que estas palabras pertenecen a una carta de Agripa I—retocada sin duda por Filón—a Calígula para disuadirlo de que haga levantar una estatua suya en el templo de Jerusalén (40 d. C). Para exaltar la tole­rancia de Tiberio y mover a Calígula a seguir su templo, le conviene pintar con tintas negras a Pilato, cuya con­ducta imitará Calígula si persiste en su propósito; Tiberio no toleró el atropello de Pilato. Por otra parte, no sería descabellado pensar que Agripa hace un juicio sombrío del procurador para conseguir lo que alcanzará poco después, en tiempo de Claudio: ser nombrado rey del territorio gobernado por los procuradores.

En cuanto a la Legatio ad Ccúum de Filón, se trata de un escrito contra Calígula, publicado naturalmente tras la muerte de éste, en el que se describe la locura que le hizo creerse un dios y obligar a que se instalasen imágenes suyas en las sinagogas de Alejandría, y su in­tento de hacer colocar otra en el templo de Jerusalén. El escrito termina con la descripción de la embajada que los judíos de Alejandría envían a Calígula, de la que for­maba parte Filón, y de la pintoresca y despectiva audien­cia que el delirante emperador les concede. En una obra de este género, escrita con amplio recurso a la retórica, las exageraciones no son fenómeno raro, aunque tengan un fondo de verdad. Y esto pudo ocurrir en su semblanza del procurador Poncio Pilato.

Como hemos dicho, la actuación de Pilato en Judea se caracterizó ciertamente por una escasa comprensión del

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sentimiento religioso judío y una política dura, que no se justifica quizá por el simple sentido de su lealtad al emperador. Pero si Pilato hubiese sido como lo pinta Fi­lón, no se explica cómo fue mantenido tanto tiempo en el cargo: la protesta de los samaritanos que le costó la destitución habría tenido lugar antes. Y si era difícil que sus atropellos llegasen a conocimiento de Tiberio en Ca-pri, era en cambio fácil notificarlos al legado de Siria. Da la impresión, por tanto, de que a la denuncia de los samaritanos, que tuvo lugar cuando Pilato llevaba diez años en el cargo, no habían precedido muchas quejas se­mejantes.

FRANCISCO JAVIER MARTÍNEZ

N O T A S

(1) Véanse los estudios recientes de A. N. SHERWIN-WHITE, un especialista en derecho romano: The Trial of Christ, en Histo-ricity and Chronology in the NT, London, 1965, p. 97-116, y Román Society and Román law in the NT, Oxford, 1963.

(2) Véase G. MARAÑÓN, Tiberio, historia de un resentimien­to s, Madrid, 1963, p. 152s. El libro, escrito con gran hondura humana y gracia literaria, es excelente para conocer el mundo de la capital del Imperio en tiempo de Jesús.

(3) F.-M. ABEL, Histoire de la Palestine, Tome I: De la con-quéte d'Alexandre jusqu' a la guerre juive, Paris, 1952, p. 439.

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APÉNDICE-TEXTOS

PONCIO PILATO SEGÚN FILÓN DE ALEJANDRÍA

¿Y qué decir de tu otro abuelo, Tiberio César? ¿No si­guió la misma política (que Augusto y Marco Agripa)? Durante los veintitrés años que fue emperador mantuvo la tradición observada en el templo desde tiempos anti­guos y no destruyó ni trastornó ninguna parte de él. Y puedo citar además una acción suya que denuncia un espíritu delicado. Porque, aunque yo sufrí muchas cala­midades mientras él vivió, la verdad debe decirse y tú la estimas.

Uno de los lugartenientes de Tiberio fue Pilato, al que fue encomendado el gobierno de Judea. Pilato, no tanto para honrar a Tiberio cuanto para molestar al pueblo, dedicó en el palacio de Herodes, en la ciudad santa, unos escudos revestidos de oro. Estos no contenían ninguna efigie u otra cosa prohibida por la Ley, excepto una sen­cilla inscripción en que se decían dos cosas: el nombre de la persona que había hecho la dedicación y el de la persona en cuyo honor habían sido dedicados.

Pero cuando la multitud conoció el hecho, que se había convertido en materia de todas las conversaciones, po­niendo a su cabeza los cuatro hijos del rey—que en dig­nidad y fortuna no eran inferiores a un rey— y sus otros descendientes, y las otras personas de autoridad, acudie­ron a Pilato pidiéndole que hiciera cesar el quebranta­miento de sus tradiciones mediante los escudos y no alterara las costumbres que durante todos los tiempos anteriores habían sido respetadas sin interferencia por reyes y emperadores.

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Cuando él, inflexible de carácter, una mezcla de autori­tarismo e implacabilidad, se negó tercamente a hacer lo que pedían, ellos clamaron: "No provoques una sedición, no hagas la guerra, no destruyas la paz; no honras al emperador deshonrando las viejas leyes. No tomes a Ti­berio como pretexto para ultrajar a la nación; él no desea que se pisotee ninguna de nuestras costumbres. Si dices que él lo desea, preséntanos una orden o una carta o algo semejante, y dejaremos de importunarte; luego, es­cogiendo embajadores, presentaremos una petición a nuestro señor (=Tiberio)".

Esto último fue lo que más lo exasperó, pues temió que, si realmente enviaban una embajada, expondrían también el resto de su conducta como gobernador e infor­marían al César ampliamente de los sobornos recibidos, los insultos, los latrocinios, los ultrajes y las desenfrenadas injurias, las ejecuciones sin juicio constantemente repe­tidas, la incesante y atroz crueldad. Así, con su carácter vengativo y su colérico temperamento, se hallaba en una situación difícil. No tenía valor para quitar lo que ha­bía dedicado, ni quería hacer nada que agradase a sus subditos. Al mismo tiempo conocía perfectamente la po­lítica constante de Tiberio en estas materias. Los magis­trados vieron esto y, comprendiendo que se había arre­pentido de su acción pero no quería aparecer arrepentido, enviaron una carta a Tiberio con una insistente súplica.

Cuando la leyó, ¡con qué palabras habló de Pilato, qué amenazas formuló contra él! La violencia de su ira, aunque no se encolerizaba fácilmente, no es preciso describirla, pues los hechos hablan por sí mismos. Al instante, sin posponerlo para el día siguiente, escribió a Pilato una andanada de reproches y reprimendas por su atrevida violación de una vieja costumbre y le ordenó quitase in­mediatamente los escudos y los trasladase desde la capi­tal a Cesárea, en la costa, por sobrenombre Augusta, según el nombre de tu abuelo, y los hiciera colocar en el templo de Augusto; y allí fueron colocados. De este

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modo se respetaron dos cosas: el honor del emperador y la política observada desde antiguo en el trato con la ciudad (Legatio ad Gaium 298-305).

PONCIO PILATO SEGÚN FLAVIO JOSEFO

Las enseñas.

Pilato, el procurador de Judea, al trasladar las tropas desde Cesárea para llevarlas a los cuarteles de invierno en Jerusalen, dio un paso atrevido en contra de las prác­ticas judías: introdujo en la ciudad las efigies del em­perador que contenían las enseñas militares, siendo así que nuestra ley prohibe hacer imágenes. Por este motivo, los anteriores procuradores, cuando entraban en la ciu­dad, usaban enseñas que no tenían tales ornatos. Pilato fue el primero que introdujo las efigies en Jerusalen, y las colocó allí sin que nadie lo notase, pues la entrada tuvo lugar por la noche.

Cuando los habitantes las descubrieron, marcharon en masa a Cesárea y durante muchos días estuvieron supli­cando que retirara las efigies. El se negó a acceder, pues el hacerlo hubiera constituido una ofensa para el empera­dor. Pero en vista de que no cesaban de insistir, el sexto día colocó secretamente sus tropas armadas, mientras él subía al podio del orador; este podio había sido levan­tado en el estadio, donde estaba escondida la tropa en espera de órdenes. Cuando los judíos comenzaron de nue­vo a suplicar, a una señal convenida, hizo que sus solda­dos los rodeasen y les amenazó con castigarlos allí mismo con la muerte si no terminaban aquel tumulto y regresa­ban a sus casas. Pero ellos, postrándose en tierra y des­nudando los cuellos, dijeron que con gusto recibirían la muerte antes que permitir que fuesen quebrantadas las sabias prescripciones de la ley. Pilato, asombrado de la

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fuerza de su veneración a las leyes, retiró al punto las efigies de Jerusalen y las llevó de nuevo a Cesárea (Ant. 18, 55-59).

El acueducto.

Hizo Pilato una traída de aguas a Jerusalen, para la cual empleó el dinero sagrado, haciendo la toma de la corriente de agua a una distancia de doscientos estadios (=60 Km.). Los judíos no aprobaron estas operaciones en torno al agua, y decenas de miles de hombres se con­gregaron y gritaban contra él, pidiéndole que desistiese de tales planes. Algunos incluso vociferaban contra él insultos e insolencias, como suele hacer la multitud. En­tonces Pilato hizo vestir gran número de soldados con vestidos judíos, debajo de los cuales llevaban escondidas porras, y les mandó que rodeasen a la multitud, a la cual ordenó que se retirase. Cuando las gentes estaban entre­gadas al torrente de insultos, dio a los soldados la señal convenida. Estos propinaron golpes mucho más fuertes de lo que Pilato había ordenado, castigando por igual a los que alborotaban y a los que no alborotaban. Pero la multitud no dio muestras de ceder. Y así, sorprendidos por hombres que realizaban un ataque preparado, mu­chos de ellos murieron en el lugar, mientras otros se re­tiraron malheridos. Así terminó la revuelta (Ant. 18, 60-62).

El motín de los samaritanos.

Tampoco se vio libre de disturbios el pueblo de los sa­maritanos. Un hombre, en efecto, al que importaba poco mentir y en todos sus planes sabía seducir a la multitud, los reunió ordenándoles que fueran con él al monte Ga-rizín, que ellos consideran como el más santo de los mon­tes, y les aseguró que, si acudían, les mostraría los vasos sagrados que estaban enterrados allí, donde Moisés los

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había depositado. Ellos, creyendo aquella historia, acu­dieron armados y, apostándose en cierta aldea llamada Tirathana, recibían a los que se congregaban en gran multitud para subir al monte. Pero Pilato, adelantándose con un destacamento de jinetes y hoplitas, se anticipó a su subida; y las tropas, en un encuentro con los primeros llegados a la aldea, mataron a unos y pusieron en fuga a otros; y de los que huían capturaron a muchos, de los cuales Pilato hizo matar a los principales cabecillas y a los más influyentes.

Cuando el tumulto quedó apaciguado, el concejo de los samaritanos acudió a Vitelio, hombre de rango con­sular que era gobernador de Siria, y acusó a Pilato de la muerte de las víctimas. Porque—decían—no se habían reunido en Tirathana como rebeldes contra los romanos, sino como fugitivos de la persecución de Pilato. Entonces Vitelio envió a Marcelo, uno de sus amigos, para que se hiciera cargo de la administración de Judea, y ordenó a Pilato que regresase a Roma para rendir cuentas al em­perador de las acusaciones que presentaban contra él los samaritanos. Así Pilato, después de permanecer diez años en Judea, marchó a Roma cumpliendo las órdenes de Vitelio, pues no le era posible negarse. Pero antes que llegase a Roma, Tiberio había muerto (Ant. 18, 85-89).

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NUEVAS CARTAS DE SAN JERONIMC

"LOS QUE DEVORAN LAS CASAS DE LAS VIUDAS" (Me 12,40)

Estimado señor Arcipreste: Me pregunta usted qué quie­re decir Jesús cuando acusa a los escribas de "devorar las casas de las viudas con achaque de recitar largas oracio­nes". Con mucho gusto procuraré exponer lo que parecen significar estas palabras de Jesús. Se trata de una frase dentro de un breve discurso de Jesús en Me 12, 38-40, que dice así:

Y en su enseñanza decía: "Guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con amplio ropaje y de ser saludados en las plazas, y de los primeros asientos en las sinagogas y de los primeros puestos en los banquetes; que devoran las casas de las viudas con achaque de recitar largas ora­ciones : éstos recibirán rigurosa sentencia".

No haría falta decir que las "casas de las viudas" desig­nan su hacienda, sus bienes. Pero aun con esta aclaración no se ha disipado la oscuridad. Uno de los mejores comen­taristas de San Marcos, el inglés A. E. J. Rawlinson, escri­be: "No sabemos en qué sentido concreto podía decirse que los escribas devoraban las casas de las viudas". Por otra parte, una acusación tan general de los escribas ha parecido exagerada: podía haber algunos que lo hicieran —Rawlinson dice que Jesús pudo referirse a un grupo es­pecial de escribas de Jerusalén—, pero generalizar la acti-

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sación incluyendo a todos los escribas resulta desor­bitado.

Por eso, y apoyándonos en una anomalía redaccional del original griego de Me, ya desde el siglo XVIII se viene dando esta explicación: el breve discurso de Jesús contra los escribas consta de dos partes: la primera termina en "... los primeros puestos en los banquetes"; y aquí em­pieza la segunda, que consta de una frase que originaria­mente no se refería a los escribas, sino en términos gene­rales a cualquiera que "devorase la casa de las viudas". En otras palabras: al final del v. 39 debe haber un punto, y con el v. 40 empieza una frase nueva ("... los banquetes. Los que devoran..."), en que se habla de otros hombres.

Los hechos en que se apoya esta interpretación son cier­tos: el griego de Me contiene una rudeza redaccional muy fuerte (en el v. 38, los escribas y el participio "que gus­tan" van en genitivo; el v. 40, en cambio, comienza con un participio en nominativo, que por tanto no parece con­certar con "los escribas" del comienzo), y los evangelistas unen a veces en forma de discurso dichos de Jesús que no pertenecen al mismo tema. Pero también es posible en­tender el texto griego sin punto entre los vv. 39 y 40, es decir, considerando todas las acusaciones como dirigidas a los escribas. Quizá uno de los motivos porque se han querido separar las dos partes consiste en que se considera a los escribas como los dedicados al estudio de las Escri­turas, la predicación y la enseñanza del pueblo. Su defecto típico —se piensa— es el criticado en la primera parte: la vanidad, el afán de reverencias honrosas por su condi­ción de hombres de Dios. En este contexto, la acusación de solapada e inicua codicia no parece encajar muy bien. Casi sin excepción, para arrojar luz sobre este pasaje, los comentaristas citan como referencia a un hecho paralelo las siguientes líneas de F. Josefo:

Había también un grupo de judíos que se enorgullecían de observar las costumbres ancestrales y las leyes divinas. Estos hombres, llamados fariseos, dominaban a las muje-

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res (de la corte)... Cuando todo el pueblo judío se com­prometió con juramento a ser leal al César y al gobierno del rey (Herodes), estos hombres, más de seis mil, se ne­garon a prestar el juramento. El rey les impuso una fuer­te multa, pero la mujer de Pheroras pagó la multa por ellos (Ant. 17,41-42).

La mayoría de los escribas pertenecía a la la secta de los fariseos; por tanto, lo que Josefo dice de los fariseos pue­de aplicarse también a los escribas. Jesús querría decir que los escribas aprovechaban su categoría de dirigentes espi­rituales del pueblo para lograr ayuda económica de las mujeres pudientes. Pero en ese caso, ¿por qué Jesús habla sólo de viudas, mientras en Josefo la que interviene es una mujer casada y con el marido vivo? ¿Y por qué a esto se lo llama "devorar sus casas"? Aquí es interesante re­cordar que algunos manuscritos, en lugar de "casas de las viudas", dicen: "devorar las casas de las viudas y de los huérfanos", con lo cual traen a la mente los numerosos pasajes de los profetas que hablan contra los opresores del huérfano y la viuda. Esta variante es, sin duda, secun­daria; es decir, el original de Me hablaba sólo de viudas. Pero ¿no podemos sospechar que la adición de "y los huér­fanos" está hecha por copistas que conocían las condicio­nes de vida del antiguo Oriente? Es posible que sí, como vamos a ver.

Es curioso que la interpretación que vamos a describir, y que parece la más coherente, ha sido sugerida por auto­res muy familiarizados con la vida del antiguo Oriente y, dentro de éste, de Palestina. Ya el P. Lagrange, que pasó toda su vida de estudioso y profesor en Jerusalén y pudo conocer bien la Palestina de comienzos de siglo —en la que apenas había penetrado el modo de vida creado por el Occidente moderno—, escribía: "Los escribas devoran los bienes de las viudas no por aceptar limosnas, sino más bien por aprovecharse de sus conocimientos jurídicos para despojarlas. En las sociedades en que los derechos de la mujer dependen en gran parte de la protección de los hom-

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bres de la familia, las viudas son, naturalmente, objeto de codicia". Con esto el P. Lagrange recuerda un dato muy importante: en el judaismo, los escribas eran a la vez predicadores y juristas. El derecho religioso, la moral y el derecho civil están estrechamente unidos, como se ve ya en el Antiguo Testamento; lo mismo ocurre en la litera­tura judía posterior. Por tanto, los técnicos en la Escritu­ra eran a la vez los técnicos en cuestiones jurídicas. Y las viudas y los huérfanos se veían casi siempre implicados en problemas jurídicos y pleitos.

Otro autor que ha puesto al servicio del Evangelio sus conocimientos de la vida en el cercano Oriente, es G. M. Lamsa, un cristiano iraquí que escribe sin pretensiones de investigador, pero que merecería más atención de la que se le ha prestado. Comentando este pasaje de las viudas, este autor escribía en 1936: "En los países orientales, la mujer no poseía —y en la mayoría de los casos todavía no posee— ninguna clase de derechos. No podía poseer nada, ni estaba capacitada para comprar y vender. Si el marido moría sin dejar hijos, el pariente varón más cercano here­daba automáticamente su hacienda. En el caso de que el marido dejase un hijo menor de edad, la mujer, constitui­da administradora de la hacienda, debía buscar la ayuda de un hombre que realizase en su lugar las gestiones ne­cesarias. La mayoría de las mujeres escogían para este car­go de confianza un sacerdote o un hombre conocido por su religiosidad. Como las mujeres llevaban una vida muy recoleta, a la mayoría de ellas les resultaba difícil saber en quién debían confiar. Por eso observaban cómo hacían sus oraciones los hombres en la iglesia o en la sinagoga, y, como es natural, su elección recaía en el que más rezaba. La elección para consejero de viudas y huérfanos era muy codiciada. Los que sabían en qué se fijaban las mujeres para elegir, multiplicaban sus rezos —en público, natural­mente— para rodearse de una aureola de religiosidad, tras la cual no había piedad verdadera, sino pura codicia. Si una viuda y sus hijos se ponían en manos de un hombre

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de esta clase, con frecuencia el resultado era: la herencia cambiaba misteriosamente de dueño o quedaba muy dismi­nuida".

Esta ambientación en el mundo del antiguo Oriente nos permite ya entender mejor la acusación de Jesús. Pero po­demos puntualizar más. Recientemente, el inglés J. D. M. Derrett, un especialista en derecho oriental —incluido el judío— que se ha ocupado de pasajes evangélicos en que de un modo u otro intervienen las prácticas jurídicas, de­dicaba un breve estudio al pasaje que comentamos. Según él, la situación a que alude este dicho de Jesús es la re­lacionada con la institución jurídica de los tutores o ad­ministradores. Estudiando las referencias a ella en los es­critos judíos se puede reunir una información suficiente sobre este punto.

Dos eran principalmente los casos en que las propieda­des debían ponerse en manos de un tutor o administrador: cuando un marido dejaba dispuesto que su viuda, joven e incompetente, debía ser puesta bajo la protección de un tutor, y que éste debía hacerse cargo de su hacienda, con instrucciones sobre lo que debía hacer, por ejemplo, si la viuda se casaba de nuevo; cuando el padre o la madre dejaban dispuesto que sus hijos menores de edad debían ser encomendados a un determinado tutor, y que éste administraría la hacienda en beneficio de los menores. La remuneración de un tutor dependía de la voluntad del difunto o de la práctica judicial. El tutor podía exigir siem­pre que se le pagasen los gastos, entre los que iban inclui­dos los que ocasionase una representación digna de los menores o de la viuda en gestiones realizadas en nombre de ellos. Sin duda, el mejor modo de remunerar a un ad­ministrador o tutor era concederle un tanto por ciento de la renta producida por la herencia. Que esto sucedía en tiempo de Jesús lo vemos por la parábola del administra­dor infiel, que utiliza los bienes de su amo para negociar fraudulentamente (Le 16,1-8).

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Los tutores o administradores fueron siempre sospecho­sos, cuando parecían prosperar a expensas de los bienes confiados a su tutela. Al menos se podía decir que se ha­cían pagar los gastos a un precio pingüe. Ciertamente no había nada malo en que el tutor comiese a costa de los menores cuando los visitaba para supervisar sus intere­ses, o cuando marchaba a la ciudad para defender su cau­sa en litigio; pero cuando se dice de él que "come y bebe", lo que se quiere indicar es que engorda a expensas de los huérfanos o la viuda. Una breve historia rabínica nos hará ver el lenguaje que se empleaba para designar estas ocul­tas manipulaciones de los tutores:

Amram, el tintorero, era tutor de unos huérfanos. Los pa­rientes se presentaron a Rabí Nahmán y se quejaron de que Amram se estaba vistiendo y cubriendo con los bie­nes de los huérfanos. R. Nahmán dijo: "Sus palabras deben ser oídas". (Los parientes añadieron:) "Come y bebe de su dinero, y él no es un hombre rico". (R. Nah­mán dijo:) "Quizá ha encontrado un tesoro". (Los parien­tes dijeron:) "Está saqueando los bienes". R. Nahmán dijo: "Presentad pruebas de que los está saqueando, y lo removeré del cargo, pues R. Huna, nuestro colega, dijo en nombre de Rab: Si un tutor saquea la propiedad de unos huérfanos, debe ser removido" (b. Gittin, 52 b).

Las expresiones que aquí se emplean para designar el proceder de un tutor aprovechado son muy semejantes a las que tenemos en los evangelios: "devorar las casas de las viudas", "comer y beber con los borrachos" (Mt 24,49: el siervo malvado que el amo nombra administrador de su casa en su ausencia). Es muy probable, por tanto, que Je­sús alude a esta clase de acciones ilegales de los escribas; acciones que, por otra parte, eran muy difíciles de probar.

Pero en este marco encaja también perfectamente la alu­sión a "los largos rezos". A la hora de escoger un tutor o administrador era preciso ponerse en manos de Dios,

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pues sólo Dios sabe si el pez bebe dentro del agua, o si el administrador hace manipulaciones fraudulentas con los bienes administrados. Por eso se escogían para tutores personas con reputación de piadosas y temerosas de Dios. Por otra parte, los casos en que se necesitaban tutores abundaban: en la antigüedad, las muertes prematuras ha­cían que fuese mayor el número de viudas y huérfanos. Y como el cargo de tutor era apetecido, no es de extrañar que los candidatos abundasen y se preparasen a ser nom­brados con una ostentación de respetabilidad y escrupulo­sidad piadosa. De este modo, el prestigio era incluso de más valor que el dinero.

No es preciso insistir en que este estado de cosas es un excelente marco para todo el discurso de Jesús sobre los escribas en Me 12, 38-40; en él encajan las dos partes: la alusión al pasear por la plaza con hábitos (¿el manto usado en la sinagoga?), recibiendo respetuosos saludos de la gente, la solicitud por ocupar los primeros asientos en las sinagogas (los más visibles) y los primeros puestos en los banquetes (que pueden ser de tipo ritual, como los del sábado) y la aparatosa prolongación de los rezos eran los preparativos para poder un día "devorar las casas de las viudas", comer y beber a costa de ellas. El texto, por tanto, debe traducirse así:

Y en sus enseñanzas les decía: "Guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con togas y ser saludados en las plazas, y de los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; que devoran (o: quie­ren devorar) las casas de las viudas, y para ello recitan largas oraciones: éstos recibirán rigurosa sentencia."

Que Jesús no incluye en esta acusación a todos los escri-bsa es evidente. Para justificar sus palabras basta que los tutores fuesen escogidos preferentemente entre los escri­bas, y que el caso del tutor explotador fuese un tanto fre-

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cuente. Por lo que se refiere a la dureza de las palabras de Jesús, será oportuno recordar la insistencia y dureza de los profetas en esta materia, motivada quizá no tanto por la frecuencia como por la gravedad del delito: medrar a costa de unos desvalidos como son las viudas y los huér­fanos es crimen que clama al cielo.

Espero, señor Arcipreste, que con estas divagaciones haya logrado entender mejor unas palabras de Jesús que zahieren un pecado no sólo de los escribas de su Palestina natal, sino de todos los tiempos y de todos los países.

Suyo siempre en Jesucristo:

HIERONYMUS

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MEDITACION-HOMILIA

"Y LOS OJOS DE TODOS ESTABAN FIJOS EN EL"

Evangelio del Domingo 3.° ordinario: Le 1,1-4; 4,16-30.

El final del pasaje evangélico propuesto puede darnos la pauta de nuestra reflexión: "los ojos de todos estaban fijos en El". Es preciso que nazca de nuevo en nosotros esta actitud de expectación frente al Señor. El tiene la Palabra definitiva. El es la Palabra definitiva. Sin duda que no nos es dado penetrar en el alcance total de esa Palabra. Y tal vez el mismo ruido que nosotros hacemos en torno a ella con las nuestras no nos deje percibir el sentido sencillo que nos brinda. ¿Por qué lleva el hombre consigo ese afán de retorcerse y hacerse problema a sí mismo y lo que le rodea? ¿No será el fondo de la invi­tación de Jesús a ser como los niños esta capacidad de escuchar y aceptar en su sencilla transparencia su men­saje? Nuestra actitud tiene, en cambio, signo opuesto: el desdén del que pregunta: "¿qué aporta Cristo a la humanidad?" o el afán, muy de nuestros días, de cambiar su transparencia por nuestras trabajadas interpretaciones.

Leyó el Señor: "El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha ungido para evangelizar a los pobres. Me ha en­viado a predicar a los cautivos la libertad, a dar a los ciegos la vista y procurar la liberación a los oprimidos".

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Con palabras del profeta Isaías define Jesús su misión y presenta su mensaje. Respuesta a los hombres que le pre­guntaban. "Los ojos de todos estaban fijos en El." ¿Res­puesta para su tiempo? ¿Respuesta para nuestro tiempo? Pobres, cautivos, ciegos y oprimidos aparecen en el pri­mer plano de su definición. Mensaje de liberación, men­saje de salvación. Pobreza, cautividad, ceguera y opre­sión. ¿Entran en esta categorías los hombres de nues­tro tiempo? ¿Se limita Jesús a una categoría de­terminada de hombres? ¿Es descripción de una sola clase —los desheredados—esta cuádruple presentación? ¿O es toda la humanidad, sin las distinciones que nuestras pala­bras quieren acarrear, la representada?

Pobre, cautivo, ciego y oprimido es sin duda todo hom­bre. Todos llevamos el sello misterioso de esas cuatro realidades. Y sólo quien se considera rico, libre, clarivi­dente y descansado se queda fuera del alcance del men­saje liberador.

Cristo apunta al hombre. A todo hombre. Pobre y oprimido hombre de su tiempo y del nuestro. Hombre que caminó entonces y camina ahora con el peso de su ser buscando liberación. Pobreza y cautividad radicales, ce­guera y opresión radicales, que no anulan ni las riquezas del rico ni la ausencia de trabas de los que se proclaman libres, ni la ciencia de los técnicos ni el descanso de los satisfechos de la vida. Pobreza y cautividad, que todo hombre encuentra junto a sí, cuando se mira a solas en la oscuridad, al acabar cualquier día.

"Me ha enviado a evangelizar a los pobres y dar vista a los ciegos", leyó Jesús. "Era la luz que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo", dirá como un eco San Juan. A todos, porque todos están sellados misteriosa­mente por el mismo mal. Y romper ese sello es su misión de luz, liberar al hombre de las fuerzas que lo depaupe­ran, lo cautivan, lo ciegan y lo oprimen.

Rico o pobre, satisfecho de la vida o desheredado, tie­nes, ¡oh hombre!, la misma necesidad del mensaje libe-

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rador. Tanto el uno como el otro, quizás más el uno que el otro, más el primero que el segundo. A ambos su con­torno los mantiene aherrojados. La riqueza aparta de Dios. La pobreza aparta de Dios. Y el término medio aparta de Dios. Y sin embargo, no es verdad. Sólo aparta de Dios el no ver en su justa perspectiva los tres valores. La ceguera, la tercera plaga del mensaje de Isaías. La más profunda de las cuatro. Ser radicalmente pobre como es el ser humano y estar ciego para reconocerlo. Verse sometido a la limitación, la insatisfacción y la muerte. Pobre de alcances y corto de logros, a pesar de la técnica, que le abandona y lo deja solo en su insoslayable última soledad. Y con esta realidad como base adopta una falsa actitud de seguridad vital que hunde más que alivia. "He venido a dar vista a los ciegos." "Las tinieblas, empero, no aceptaron la luz", afirma San Juan. Y a tantos siglos del mensaje, a tantos siglos de aquella afirmación, la rea­lidad es, sin quizás, la misma. Y también la solución es la misma: "los ojos de todos estaban fijos en El".

Creemos que la radical ceguera del hombre es el no encontrar sentido a su vida. Esta es la misteriosa, ardiente ceguera que quema sus entrañas. Y creemos que la radi­cal pobreza del hombre es su afán de sustituir o ingenua esperanza de que puede llenar con cosas añadidas —dine­ro, poder o dicha—la escondida insatisfacción de su ser, que nunca llena. La luz que Cristo ofrece —su buena nue­va a los ciegos—es el reconocimiento de la profunda dependencia de su ser del ser de Dios. La liberación que Cristo ofrece —su buena nueva a los pobres— es el re­conocimiento de que las cosas —y menos el dinero— no añaden valor real alguno al que las posee. "No en el poseer mucho está el ser del hombre", dirá San Lucas. La salvación que Cristo ofrece—su bue­na nueva a los oprimidos—es el reconocimiento pri­mordial de que el ser del hombre recibe su plenitud de las manos de Dios, de que es un ser en gestación, un ser destinado a recibir su complementación feliz del encuen-

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tro con Dios del que salió. "Todavía no ha aparecido lo que seremos", dirá más tarde San Juan. Son estas auras, son estos aires, es este Espíritu el que ensancha los pul­mones oprimidos del ser humano.

Y con esto querríamos insistir en un punto: el mensa­je de Cristo apunta al hombre concreto. No lucha contra la opresión, la pobreza, las abstracciones, las estructuras. Habla al pobre, al oprimido, al ciego, al cautivo. La fuerza de su mensaje es de dentro afuera. Viene a salvar al hom­bre, a hacerle levadura que fermente la masa. No es de fuera adentro. No manda esperar la llegada del reino "con ostentación" para unirnos así a su grupo. Manda que nos hagamos "reino" cada uno, de suerte que de nosotros y por nosotros llegue el reino. Somos cada uno en particular, en solitario, quienes caminamos oprimidos, cautivos, empobrecidos por nuestras cosas. "He venido a evangelizar a los pobres." No a la humanidad, no a la estructura, sino a ti. Y la dinámica interior—la levadu­ra— será fundamentalmente el comienzo de la regenera­ción de los demás y de las estructuras.

"Hoy—y ese hoy sigue aún—se ha cumplido esta Es­critura entre vosotros", afirmó Jesús. "Hoy—como un eco—, si oís su voz, no cerréis vuestros corazones", re­suena en la carta a los Hebreos. ¿Habrá que decir que el hombre ha perdido de una manera más radical su ca­pacidad de oír la Palabra? ¿Habrá que decir que esa Palabra, "no en el poseer está el ser del hombre", conte­nido medular de su mensaje liberador, choca vanamente contra la concha hermética de nuestro pensar humano?

Y, a pesar de todo, sólo en este volver la mirada a esta Palabra—"los ojos de todos estaban fijos en El"—, sólo en volver el hombre a escuchar en su sencillez este men­saje liberador, sólo en volver a apreciar su "ser" y no su "tener o poseer" puede lograr el hombre el descanso pro­metido de su auténtica liberación.

ÁNGEL GARRIDO HERRERO

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EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARI

"Y SE TRANSFIGURO EN PRESENCIA DE ELLOS" (Mt 17,2)

San León Magno: homilía sobre la Transfiguración del Señor, el sábado de la primera semana de Cuaresma.

Era necesario, amadísimos, que los Apóstoles conci­biesen verdaderamente en su corazón esa fuerte y bendita firmeza, y que no temblasen ante la rudeza de la cruz con que habían de cargar; que no se avergonzasen del suplicio de Cristo, ni considerarse humillante para El la paciencia con que debía soportar los rigores de su pasión sin perder la gloria de su potestad. Por eso, "Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, su hermano", y, subien­do con ellos solos a un monte elevado, les manifestó el resplandor de su gloria. Porque, aunque habían compren­dido que la majestad de Dios estaba en él, ignoraban todavía el poder de aquel cuerpo en que se ocultaba la divinidad.

Por eso había prometido en términos propios y precisos que algunos de los discípulos presentes no gustarían la muerte antes de ver al Hijo del hombre venir en su rea­leza, es decir, en el resplandor real que convenía especial­mente a la naturaleza humana que había tomado, resplan­dor que quiso hacer visible a estos tres hombres. Porque

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en cuanto a la visión inefable e inaccesible de la Divinidad misma, visión reservada a los limpios de corazón en la vida eterna, unos seres revestidos todavía de una carne mortal no podían de ninguna manera ni contemplarla ni verla.

El Señor, pues, descubre su gloria en presencia de testigos escogidos e ilumina esa forma corporal que tiene en común con todos con tal resplandor, que su rostro se hace semejante al fulgor del sol y sus vestiduras se ha­cen blancas como la nieve. Esta transfiguración tenía por fin principal quitar del corazón de los discípulos el es­cándalo de la cruz, para que la humildad de la pasión vo­luntariamente aceptada no turbase la fe de aquellos a quienes había sido revelada la altura de la dignidad es­condida. Pero, con no menor providencia, se ponía así el fundamento para la esperanza de la Santa Iglesia, de modo que todo el cuerpo de Cristo conociese con qué transformación sería agraciado, y los miembros se diesen a sí mismos la promesa de participar en el honor que había resplandecido en la cabeza. A este respecto, el Se­ñor mismo había dicho, hablando de la majestad de su venida: "Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre" (Mt 13,43); y el bienaventurado apóstol Pablo afirma lo mismo diciendo: "Estimo, en efecto, que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que debe manifestarse en nosotros" (Rom 8,18); y también: "Porque estáis muertos y vuestra vida está ahora escondida con Cristo en Dios; pero cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces tam­bién vosotros apareceréis con El en gloria" (Col 3, 3-4).

Pero los Apóstoles, que debían ser robustecidos en su fe e iniciados en todo conocimiento, encontraron en este prodigio otra enseñanza más. Moisés y Elias, es decir, la ley y los profetas, aparecieron hablando con el Señor, para que en la presencia de aquellos cinco hombres se cumpliese con toda verdad lo que está escrito: "Toda palabra será firme, proferida en presencia de dos o tres

nn

testigos" (Dt 19,15). ¿Qué más establecido, qué más fir­me que esta palabra? Para proclamarla, la doble trompeta del Antiguo y el Nuevo Testamento resuena en perfecta armonía, y los instrumentos de los testimonios antiguos están acordes con la enseñanza evangélica. Las páginas de una y otra alianza se confirman mutuamente, y aquel que los antiguos símbolos habían prometido bajo el velo de los misterios es mostrado ahora con diáfana claridad por el resplandor de la gloria presente. Porque, como dice San Juan, "la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia, en cambio, y la verdad nos han venido por Jesucristo" (1, 17), en el cual se cumplieron la promesa de las figuras proféticas y el sentido de los preceptos de la ley, pues con su presencia enseña la verdad de la profecía, y con su gracia hace posible la práctica de los mandamientos.

Incitado por esta revelación de los misterios, sintiendo desprecio por los bienes mundanos y desgana de las co­sas terrenas, el apóstol Pedro estaba como arrebatado en éxtasis por el deseo de los bienes eternos; y lleno de gozo por toda esta visión, deseaba permanecer con Je­sús en aquel lugar donde su gloria, así manifestada, era causa de su alegría. Por eso dijo: "Señor, bueno es estar­nos aquí; si quieres, haremos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elias" (Mt 17,4). Pero el Señor no respondió a esta propuesta, dando a entender no que tal deseo era malo, sino que estaba fuera de lu­gar. Porque el mundo sólo podía ser salvado por la muer­te de Cristo, y el ejemplo del Señor invitaba la fe de los creyentes a comprender que, sin deber dudar de la bienaventuranza prometida, en las tentaciones de esta vida hemos de pedir paciencia antes que gloria, pues la dicha de reinar no puede preceder al tiempo de sufrir.

Por tanto, mientras hablaba, he aquí que una nube lu­minosa los envolvió, y una voz decía desde la nube: "Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle" (Mt 17, 5). El Padre estaba presente en el Hijo, y en aquella claridad que el Señor había desplegado

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ante los ojos de los discípulos la esencia del que engen­dra no estaba separada del Unigénito. Pero para poner de manifiesto la propiedad de cada persona, la voz salida de la nube anunció el Padre a los oídos como el resplan­dor emanado del cuerpo reveló el Hijo a los ojos. Al oír esta voz, los discípulos cayeron sobre su rostro y se llenaron de temor, temblando no sólo ante la majestad del Padre, sino también ante la del Hijo: por una inteli­gencia más profunda comprendieron la unidad de la Di­vinidad en uno y en otro; y por no vacilar en su fe, no hicieron distinción en su temor. Este testimonio divino, por tanto, fue amplio y múltiple, y el valor de las palabras dio más a entender que el sonido de la voz. Pues cuando el Padre dijo: "Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle", ¿no se oyó claramente: este es mi Hijo, que es de mí y está conmigo desde antes del tiempo? Porque ni el que engendra es anterior al engen­drado, ni el engendrado posterior al que engendra. Este es mi Hijo, al que no separa de mí la divinidad, ni divide el poder, ni distingue la eternidad. Este es mi Hijo, no adoptivo, sino propio; no creado de algo distinto, sino engendrado de mí; no de otra naturaleza y hecho com­parable a mí, sino de mi esencia y nacido igual a mí. Este es mi Hijo, por quien todas las cosas han sido hechas y sin el cual nada fue hecho de cuanto ha sido hecho (Jn 1, 3); porque todo lo que yo hago, él también lo hace, y todo lo que yo opero lo opera él conmigo inseparable­mente y sin diferencia. Este es mi Hijo, que no codició como objeto de rapiña la igualdad que tiene conmigo, ni se apoderó de ella por usurpación, sino, permaneciendo en la condición de mi gloria, y para ejecutar nuestro co­mún designio de restauración del género humano, humilló hasta la condición de esclavo la inmutable Divinidad.

Escuchad, pues, sin vacilación a éste, en quien tengo toda mi complacencia y cuya enseñanza me manifiesta, cuya humildad me glorifica. Porque él es la verdad y la vida, mi poder y mi sabiduría. Escuchad al que los mis­

terios de la ley anunciaron, al que las voces de los pro­fetas cantaron. Escuchad al que rescata al mundo con su sangre, al que encadena al diablo y le arrebata sus armas, al que rasga la cédula de la deuda y el pacto de prevaricación. Escuchad al que abre el camino del cielo y, mediante el suplicio de la cruz, os prepara las gradas para subir al reino. ¿Por qué teméis ser rescatados? ¿Por qué teméis, heridos, ser curados? Hágase lo que, como yo lo quiero, lo quiere Cristo. Rechazad el temor carnal y armaos de la constancia que inspira la fe, pues es in­digno que temáis en la pasión del Salvador lo que, con su ayuda, no temeréis en vuestra muerte.

Estas cosas, amadísimos, no fueron dichas sólo para utilidad de los que las oyeron con sus oídos: en la per­sona de estos tres Apóstoles es la Iglesia entera la que aprendió todo lo que vieron sus ojos y percibieron sus oídos. Que se robustezca, por tanto, la fe de todos según la predicación del Evangelio, y que ninguno se sonroje de la cruz de Cristo, por la cual ha sido redimido el mun­do. Y así, que ninguno tema padecer por la justicia, ni desconfíe de la recompensa prometida, pues por el tra­bajo se llega al descanso, y por la muerte a la vida. Cristo, en efecto, tomó toda la debilidad propia de nuestra baje­za; y en él, si perseveramos en la confesión de su fe y en su amor, vencemos lo que él venció y recibimos lo que prometió. Porque tanto al guardar los mandamientos como al soportar las adversidades, la voz del Padre que sonó entonces debe resonar siempre en nuestros oídos: "Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; es­cuchadle", a él que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo en los siglos de los siglos Amén.

LEÓN LE GRAND, Sermons, tome III, ed. par, R. Dolle (Sources Chrétiennes, 74), París, 1961,

páginas 14-21 Versión Castellana de CÉSAR AUGUSTO FRANCO

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NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO

EL ZAR QUE SE EXTRAVIO EN EL BOSQUE

"Los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos" (Mt 20,16).

En una ciudad, en la que vivía un zar, había una her­mosa iglesia en la que celebraba siempre sus oficios un pope. Una vez leyó a la gente las palabras del Evange­lio: "Los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos", y las explicó en el sermón. Al zar, que estaba sentado en un trono de oro y escuchaba el sermón, no le gustaron aquellas palabras. ¿Cómo puede ser—pensó— que los últimos sean los primeros? En ese caso yo, el zar, el primero en mi reino, seré el último, y cualquier mendigo será el primero. Terminado el oficio divino, llamó al pope y le dijo:

—¡No quiero volver a oír un sermón como el que has predicado hoy! Corta de tu Evangelio las palabras "los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos" y quémalas. Yo soy el primero y lo seré siempre.

—Benignísimo zar, yo no he inventado esas palabras —replicó el pope—. Yo no las he escrito en el Evange­lio, y no puedo cortarlas.

—Te lo ordeno—insistió furioso el zar—: corta esas palabras del Evangelio y quémalas. De lo contrario, mo­rirás de una mala muerte.

—Yo no he escrito estas palabras en el Evangelio, y no puedo ni cortarlas ni quemarlas.

—Bien. Puesto que no obedeces la orden del zar, te

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haré encerrar en la cárcel y te concedo tres días para que reflexiones. Si no te decides, te haré colgar.

Y ordenó encarcelar al pope para que reflexionase so­bre las palabras del Evangelio. Pasaron los tres días, y lo llevaron de nuevo ante el zar. Este le preguntó:

—¿Has reflexionado? ¿Estás dispuesto a cortar y que­mar esas palabras?

—Yo no he escrito esas palabras en el Evangelio, y nunca las cortaré ni quemaré.

—¡Mañana morirás en la horca! —gritó el zar. A la mañana siguiente llamó a todos los cortesanos,

los servidores y el pueblo para que presenciasen la muer­te del pope desobediente y escarmentasen en él. Pero en aquel momento apareció en el palacio del zar un men­sajero, que dijo:

—Benignísimo zar, llegan huéspedes ilustres, reyes, du­ques y condes, que te invitan a cazar. Prepárate y ven.

El zar reflexionó: el asunto de la horca no corre prisa. El pope puede esperar y ser colgado cuando regrese de la caza. Ensilló, pues, su caballo y partió hacia los es­pesos bosques de la frontera. Encontró a los otros en el lugar en que se tocaban los tres reinos. Formaron un frente, uno separado cien brazas del otro, y comenzaron la caza.

Nuestro zar divisó un ciervo que no parecía estar com­pletamente sano, pues de cuando en cuando se paraba como si no pudiera más. El zar lo persiguió a caballo con el deseo de capturarlo vivo. Pero el ciervo, tras dete­nerse unos instantes, reanudaba su carrera. El zar lo si­guió así quince o veinte kilómetros, penetrando en un espeso y desconocido bosque. Los otros cazadores que­daron lejos. Siguiendo al ciervo, el zar se había extravia­do en el bosque y perdió de vista al ciervo. El caballo del zar no podía seguir adelante por lo espeso de la ma­leza. El zar se bajó del caballo, miró a su alrededor y muy cerca vio un arroyo de agua fresca y cristalina.

—Me bañaré en este arroyo—se dijo—, me refrescaré y luego volveré a buscar al ciervo.

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Ató el caballo a un arbusto, se desnudó —entonces la gente se bañaba desnuda, no con traje de baño como hoy— y se arrojó al agua. Cuando se había bañado y refresca­do, salió del agua y fue en busca de sus ropas y su caballo; pero no encontró ni vestidos ni caballo.

—¡Cielos! ¿Quién se ha llevado mi caballo y mis ves­tidos?

Se precipitó hacia otros matorrales, corrió y buscó, pero en vano.

—¿Qué hago yo ahora? ¿Adonde voy así desnudo? Sentía vergüenza de presentarse desnudo a los hombres,

las espinas le punzaban y arañaban las carnes, y las mos­cas le clavaban sus aguijones. El zar se escondió entre unos arbustos y allí permaneció hasta que se hizo de noche. Cuando oscureció, salió en busca de gentes que le dieran vestidos. Durante toda la noche vagó por el bosque hasta que, cuando iba a amanecer, dio con una choza en que vivía un guardabosques. Venciendo la ver­güenza, el zar abrió la puerta. El guarda y su mujer se asustaron. ¿Quién era aquel que venía desnudo en plena noche?

—¿Quién eres? —Soy vuestro zar. El guarda se maravilló y replicó enojado: —¿Cómo te atreves a hablar así? Nuestro zar no vaga

por el bosque desnudo, sucio y cubierto de arañazos. Tú eres un vagabundo, no el zar, y lo que quieres es asustar a la gente.

El zar se sintió avergonzado. Con lágrimas en los ojos pidió y suplicó que le diesen algún vestido viejo con que poder presentarse ante los hombres. El guarda y su mu­jer se compadecieron del vagabundo y le dieron unos harapos. El zar se cubrió con ellos y pasó allí la noche. Por la mañana se levantó, comió un poco, dio las gracias, se despidió y siguió su camino. Durante todo el día vagó por el bosque. Al atardecer vio una casa en que hacían colleras y toneles. Saludó y pidió:

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—Soy vuestro zar. Me ha ocurrido una desgracia: me han robado el caballo y los vestidos. Ayudadme.

Las gentes no lo creyeron. —¡Descarado vagabundo! ¿Cómo te atreves a llamarte

zar? Nuestro zar no va cubierto de harapos, ni se dedica a vagar por el mundo. ¡Tú eres un picaro vagabundo!

Y poco faltó para que la emprendieran a palos con él. El zar escapó del peligro y siguió vagando por el bosque todo el día. Al atardecer llegó a un taller donde hacían tablas y vigas, y otros materiales de construcción. Saludó a los trabajadores.

—Soy vuestro zar. Me han robado el caballo y los ves­tidos.

—¿Cómo te atreves a llamarte zar? —le replicaron—. Te ataremos y te entregaremos a los gendarmes si no es­capas pronto, vagabundo, picaro.

Y poco faltó para que la emprendieran a palos con él. Tuvo que salir huyendo y seguir vagando entre la maleza del bosque. Por fin encontró campos sembrados y atrave­só valles. Iba de aldea en aldea mendigando. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Morir de hambre? Uno se compade­cía de él y le daba un pedazo de pan, otro unas patatas, otro le hacía sentarse en la mesa y comer algo. Durante mucho tiempo, nuestro zar fue de aldea en aldea con sus ropas de mendigo, hasta que por fin llegó a la capital de su reino. En un extremo de la ciudad entró en una calle y en cada casa vio una bandera.

—¿Por qué tantas banderas? ¿Qué significa esto? —Hoy es coronado el zar. —¿Qué zar? ¡Yo soy vuestro zar! Las gentes se rieron y se murmuraron al oído: —¡Pobrecillo, no parece que le funcione bien la cabeza! Siguió caminando por las calles. Llegó al centro, a la

gran plaza. En ella se había reunido mucha gente. Iba a tener lugar una proclamación. La gente acudía al lugar en que se realizaría la coronación.

—¿Qué desfile es éste? —preguntó— ¿Adonde va la gente?

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—A la coronación del zar. —¿Qué coronación? Yo soy vuestro zar. ¿Por qué es

coronado otro zar nuevo? Los presentes se rieron del mendigo; luego lo cogie­

ron y le aplicaron una buena tanda de palos. ¡Para que dijese semejantes insensateces! El gentío se llegó al lugar señalado, y nuestro zar, con su traje de harapos, cansado y molido como estaba, vio desde lejos cómo la corona era colocada sobre la cabeza del nuevo zar.

Tras la coronación tuvo lugar un gran banquete para ricos y pobres. Todos los desventurados, ciegos, sordos, cojos y demás, estaban invitados. Los pobres se sentaron a una mesa que tenía casi mil metros de larga. También nuestro zar se acercó tímido a la mesa. Luego cobró áni­mos y se sentó en el extremo. Los servidores traían man­jares y bebidas. Los que estaban al comienzo de la mesa comieron, bebieron y se pusieron muy alegres. Pero a nuestro zar no llegó nada.

Terminado el banquete, el nuevo zar se llenó los bol­sillos de monedas y comenzó a repartirlas entre los po­bres. Primero recorrió un lado de la mesa, poniendo en la mano a cada uno una moneda, y luego pasó al otro lado. Pero cuando llegó al extremo de la mesa, ya no le quedaba nada en el bolsillo.

—¡Mala suerte la tuya! —dijo a nuestro zar—. No ha habido nada para ti. Pero no te apenes. Dentro de tres años habrá otra fiesta y llamaremos también a todos los pobres. Ven y recibirás un regalo.

Los invitados se dispersaron, y el zar mendigo volvió a peregrinar de aldea en aldea y vivir de lo que la gente le daba. Pasaron tres años, y llegó de nuevo el día de la gran fiesta en los jardines del zar. De casi todo el país llegaron pobres y desventurados. También acudió nues­tro zar. Pero se retrasó y debió sentarse otra vez en el extremo de la mesa. Todos comieron, bebieron y disfru­taron. El nuevo zar repartió dinero, pero tampoco esta vez hubo algo para nuestro zar.

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—¡Mala suerte la tuya! Tampoco esta vez has recibido tu parte. Pero no te apenes. Dentro de tres años habrá otra fiesta. Procura llegar a tiempo y no te retrases para que también tú puedas recibir tu regalo.

Nuestro zar volvió a caminar de aldea en aldea con su saco de mendigo a la espalda. Y así año tras año, hasta que pasó el tiempo, y llegó el día de la fiesta. Miles de desgraciados, ciegos, sordos y cojos se congregaron ante la bien abastecida mesa. Comieron, bebieron y disfruta­ron. Terminada la fiesta, el nuevo zar repartió dinero en­tre los pobres, y de nuevo nuestro mendigo se quedó sin nada.

—¡Mala suerte la tuya, amigo! Tampoco esta vez ha habido algo para ti. Pero no te apenes. Ven conmigo a palacio.

Y entraron en el palacio. —¿Conoces esto? —preguntó el nuevo zar. —¿Cómo no? Es mi palacio. Aquí reiné yo en otro

tiempo. —Y desde hoy volverás a reinar. Le dio vestidos de zar, lo llevó al trono y le dijo: —Cometiste un pecado por no creer en las palabras

del Evangelio: "los últimos serán los primeros, y los pri­meros los últimos". Por eso quisiste ahorcar a un inocen­te. ¿Te acuerdas?

—Sí—contestó humilde nuestro zar. —¿Te acuerdas de la cacería, cuando perseguías al

ciervo? —Sí, lo recuerdo muy bien.

—Aquel ciervo era yo. Te atraje al bosque para que no matases a un inocente. Ahora sabes qué es la nece­sidad y la desgracia: las has probado en tu propia carne. Desde ahora no olvidarás esas palabras de oro: "los últi­mos serán los primeros, y los primeros los últimos".

A. AFANASEV, Leyendas ukranianas Traducción de MARIANO HERRANZ

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